domingo, 17 de abril de 2022

El poder del perro

 

Cuya estupidez lo protegía como una armadura

 

I de IX

La cineasta zelandesa Jane Campion —célebre guionista y directora de El piano (1993)—, con su libreto y dirección basó el largometraje The Power of The Dog (2021) en la novela homónima que el escritor norteamericano Thomas Savage publicó en 1967, en Boston, con el sello de Little Brown, luego de que el editor de “Random House le solicitara unos cambios que el autor se negó a realizar”, revela Annie Proulx en su “Posfacio”, donde apunta: “Recibió críticas extremadamente positivas” y “permaneció casi dos meses en la lista de ‘títulos nuevos y recomendados’ del New York Times y sus derechos cinematográficos se cedieron en cinco ocasiones (aunque finalmente la película nunca se llevó a cabo). Es la quinta y, para algunos lectores, incluyendo a quien esto escribe, la mejor de las trece novelas de Savage, un estudio psicológico cargado de dramatismo y tensión, cuya peculiaridad se debe a que enfrenta un tema pocas veces discutido en ese periodo: una homosexualidad reprimida, que adopta la forma de homofobia, dentro del mundo masculino de las haciendas ganaderas. Es un libro brillante y difícil, que debería figurar en cualquier lista de novelas serias del Oeste americano”.


         Sin embargo, pese a tal laudatoria ponderación, esa vieja novela de Thomas Savage se hallaba empolvada, olvidada, enmohecida y enterrada en el ámbito del idioma inglés de Norteamérica y la sugestiva película de Jane Campion, por obra y gracia de los geniecillos de la mercadotecnia, la exhumó del olvido y de ese casillero idiomático, de tal modo que la catapultó a otras masivas lenguas de la globalizada y envirulada aldea global, entre ellas el disperso ámbito del idioma español. Tal es así, que en la segunda de forros de la edición de Alianza, impresa en la Ciudad de México en “noviembre de 2021”, se lee al pie de una anónima foto a color del novelista: “Thomas Savage nació en 1915 en Salt Lake City y creció en un rancho de Montana. En 1980 obtuvo una beca Guggenheim. En 1967, publicó El poder del perro, una obra maestra de la literatura del Oeste americano, que ahora es llevada a la gran pantalla por Jane Campion.” Quien en un fragmento que se lee en la parte posterior del cintillo, canturrea: “El poder del perro es una novela sublime, digna de ser recreada en la gran pantalla. Desde que la leí no podía dejar de pensar en la historia; me había hechizado. Los temas de la masculinidad, la nostalgia y la traición crean una combinación intoxicante.” En este sentido, tanto en el cintillo, como en la primera y en la cuarta de forros, se publicita a Netflix, la popular plataforma en streaming, donde se puede apreciar, las veces que se quiera y donde se quiera (o donde se pueda o cuando se pueda), el susodicho filme basado en el libro homónimo de Thomas Savage, y complementarlo con el breve documental sobre el rodaje, codirigido por Prisca Bouchet y Nick Mayow: Detrás de las cámaras con Jane Campion (Benhind the Scenes with Jane Campion, 2022).

 


II de IX

Con “Traducción del inglés de Eduardo Hojman” y algunas notas suyas, la novela El poder del perro fue dedicada por Thomas Savage (1915-2003) a su esposa Elizabeth Fitzgerald (1918-1989), quien firmó sus propias novelas y ensayos con el apellido de su marido. Comprende veinte capítulos numerados con romanos y lleva por epígrafe una bíblica rogativa, un par de versículos de los Salmos (22:20): Libra mi alma de la espada,/ del poder del perro mi vida. Uno los cuales, como se ve, utilizó el autor para rotular su novela y cuyo tiránico sentido trasmina las vertientes medulares y dramáticas de la trama. Pero además, en la parte postrera de la obra se implica el intríngulis de ese par de versículos, precisamente cuando a sus 16 años el adolescente y afeminado Peter Gordon (que los lee y musita para sí) ha urdido en secreto y llevado a efecto la muerte del acosador, machote, machista y cuarentón Phil Burbank, sucedida el domingo 3 de septiembre de 1925. Un crimen silencioso, sagaz y perfecto (que a su particular modo le hace justicia a la memoria de su querido y maltratado padre, a su acosada madre y a él, blanco de burlas, agresiones e insultos por su índole afeminada), pues es improbable que cuando el análisis de la sangre que post mortem canaliza el médico que lo examinó, en el hospital de Herndon, revele la inequívoca presencia de la bacteria que causa el mortal ántrax (llamado por allí “pierna negra” cuando ataca a caballos, vacas o roedores), se suceda una investigación policial encabezada por el sheriff del condado (con manita de puerco y tortura) y se dé con el asesino, dado que una de las características distintivas de la revulsiva y pestilente personalidad machista (y reprimida) de Phil Burbank es lucir sus perennes manos sucias marcadas por arrugas, callosidades y cicatrices; pues además de que nunca usa guantes durante sus diversos trabajos y ocupaciones artesanales, nunca se lava las manos (ni siquiera para comer en la casona de troncos de la hacienda) y nunca se cura los rasguños y las heridas producidas por algún descuido o accidente en los dedos o en las palmas, más aún porque la supuestamente “culta” familia Burbank (¡oh contradicción!) no cree en la medicina.  

           

Primera edición mexicana en Alianza Editorial
(México, noviembre de 2021)

           Las escasas apostillas del traductor, algunas observaciones que Annie Proulx vierte en su “Posfacio”, y no pocas minucias que se leen a lo largo de la novelística urdimbre, translucen que ciertos vocablos, minúsculas nimiedades y giros idiomáticos (Phil vocifera yerros gramaticales cuando se encabrita, hace cáusticos y burlescos parafraseos y juegos de palabras, y parodia el acento irlandés cuando trata de hacerse el chistoso frente a Peter), más las sutiles e implícitas referencias a la historia, a la tradición, al contexto social y político, a la cultura popular, a los usos y costumbres, y a la idiosincrasia norteamericana (ya del hombre blanco, ya del indio) se escapan, en ciertas dosis y micromatices, en la versión en español. No obstante, no ocurre así con las citas cinéfilas y musicales, ni con las referencias a libros, periódicos, magacines, revistas, tiras cómicas, etc., ni con las alusiones a la flora y a la fauna (incluida la letal vida microscópica), pues a través de la web se puede documentar, ver y oír. Pero lo que sí queda claro es que los sucesos de la novela se desarrollan en un radio geográfico que oscila entre el territorio semisalvaje que rodea la hacienda ganadera de los Burbank (la más rica y extensa de la zona), situada a unos cuarenta kilómetros del caserío de Beech, donde estuvo la modesta hospedería y casa de comidas de los padres de Peter Gordon, y a donde los hermanos Burbank (Phil y George), y una decena de vaqueros (analfabetas y semianalfabetas), trasladan, casi al inicio de la obra y montados en caballos, mil quinientas cabezas de ganado para su transporte en ferrocarril (apodado “la loca”, por la locomotora de vapor que jala los vagones); poblacho no muy distante del pueblo de Herndon, donde George, conduciendo su viejo Reo desde la hacienda, socializa con banqueros, comerciantes y ricachones (y alguna vez con el gobernador), y a donde tres veces al año lleva a Phil a que le corten la greña (y una vez al hospital embutido en un traje de ciudad que no le encaja en su rústico porte, pero que le va muy bien en el ataúd). A lo que se añade el que los padres de ambos: “el Viejo Caballero” y “la Vieja Dama”, debido a las agrestes contrariedades con Phil (que no se relatan), residen “en una suite de varias habitaciones del mejor hotel de Salt Lake City”, sardónicamente llamado por Phil: “el paraíso mormón de Brigham Young”, sin duda por la tácita y legendaria poligamia del prócer. Helada metrópoli (llega a estar a más de cuarenta
grados bajo cero), donde Phil hizo la secundaria y desde la que el par de viejos se desplazan en tren para conocer a Rose Gordon, la madre de Peter, recién casada con George en una iglesia de Herndon (ella de 37 y él de 38). Y luego, el lunes 4 de septiembre de 1925, retornan en el ferrocarril para la ceremonia fúnebre de Phil (con un dejo religioso que él no tenía). Y tras el entierro en el cementerio de Herndon, sin recalar en ningún hotel de gran lujo, regresan a Salt Lake City “en el coche salón más grande del tren rápido, color verde aceituna”, con el acuerdo, propuesto por Rose a su suegra, de volver a reunirse para la próxima Navidad.

 

III de IX

Pero lo que cobra particular relevancia y corrosivo contraste son las referencias y anécdotas que corresponden al bosquejo de la discriminación racial hacia los indios, a su derrota y marginalidad delimitada y constreñida en una reserva en el sur de Idaho, donde hay un agente indio que procura que en el asta de su oficina siempre ondee la bandera de la Unión Americana y que se cumplan los mandatos y reglas de la reserva, que, por ejemplo, prohíbe a los indios la posesión y el uso de las armas de fuego (“toda la carne se repartía en la tienda del Gobierno”, donde “te venden pan mohoso”), así como la venta y el consumo de bebidas alcohólicas. Y lo más infamante y denigratorio: ningún indio puede salir de la reserva sin un permiso.

   El joven médico Johnny Gordon, cuando hacía su residencia en un austero hospital de Chicago, “cuyos pacientes eran en su mayoría de color e indigentes”, descubrió a Rose emergiendo del foso de un cine donde tocaba el piano durante las proyecciones. Y ya casado con ella se instaló en Beech y ambos trataron de sacar del abandono y la ruina el pequeño hotelito, y casa de comidas, llamado La Hostería; que luego fue el Molino Rojo, hotelito y restaurante de carretera, cuya cocinera era la viuda del médico suicida, a quien sucesivamente le echa la mano su femenino vástago, entre sus trece y dieciséis años, el encargado de alimentar y sacrificar a los pollos, que es el ingrediente central del platillo más famoso del mesón. Cuando Peter, el hijo de los Gordon, tenía doce y ya era un chico notable por su habilidad manual para confeccionar flores artificiales (algo que aprendió de su madre, que destacó por esa manualidad al graduarse en el high school), pero sobre todo por su inteligencia e innata y precoz curiosidad de futuro naturalista o científico, (cuyo sueño es convertirse en un famoso cirujano con conferencias en París), Johnny, su padre, proclive al trago, pese a su intolerancia al alcohol, fue sujeto y objeto, en una taberna de Beech, de la violenta verborrea de Phil: pone en ridículo su presunta cultura idiomática, lo llama pendejo y mariquita a su hijo; pero además lo zarandea y lo manda a la lona. Esa pública humillación (pueblo chico, infierno grande, reza el añejo refrán) lo deja tan hundido y descolocado que deja de beber; y al cabo de un depresivo año se ahorca en una de las habitaciones de La Hostería. No extraña, entonces, que con ese patético ánimo se proyecte en el triste destino de una caravana india que ve a lo lejos, pero también en el bebé muerto cuyo parto asistió: “Un niño muy pero muy afortunado, pensó. Un alma que jamás fracasaría, jamás se encogería de miedo ante el inexorable principio natural: que los fuertes destruyen a los débiles. Cuando estaba desplazándose hacia allí en su viejo coche de motor Ford [un modelo T de segunda mano adquirido con la herencia de una tía que les permitió hacerse del hotelito, cuyo comedor es la base de sus escasos recursos] bajó la mirada desde la cima de la colina y vio el polvo que generaban las calesas y los viejos y macilentos caballos montados por los indios expulsados de las últimas tierras que les quedaban en el valle: treinta familias, rumbo a la reserva, convertidos en huéspedes del Gobierno, en destinatarios de una beneficencia mezquina. Así hacen los fuertes con los débiles. A algunos les aplican un tratamiento especial.”

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

        Ese 1925, mientras los hermanos Burbank cabalgan rumbo a Beech con las mil quinientas cabezas de ganado y los diez vaqueros que suelen imitar la vestimenta y los rutilantes adornos de los héroes de las historietas y de los iconos del western (ritual tarea que ese día cumple un cuarto de siglo), por un instante parece que trazan el evanescente espejismo de un Don Quijote y un Sancho Panza del viejo y lejano Oeste: “Phil, alto y anguloso, contemplando la lejanía con sus ojos azul cielo y luego bajando la mirada al suelo que lo rodeaba; George rechoncho e imperturbable, cabalgando a su lado con su caballo castaño, rechoncho e imperturbable”. Y en ese trayecto, Phil evoca, además del 25 aniversario de esa tarea vaquera y comercial, un episodio de cuando ambos eran chavales (él era ya el presunto listillo y George, dos años menor, el supuesto tontorrón de siempre): “la época en que todavía quedaban unos pocos indios malolientes, antes de que el Gobierno decidiera cambiar las cosas y los mandara a la reserva. Phil todavía se acordaba de aquellos caballos viejos y de ancas torcidas sobre las que se marcharon los indios, aquellas destartaladas calesas en las que tuvieron que apiñarse. Durante una semana entera, los indios desfilaron lentamente delante de la casa, rumbo a la reserva del sur de Idaho, levantando polvareda y haciendo ladrar a los perros de la finca. El único que no estaba con ellos era el jefe, aquel viejo taimado. Se había muerto.”

          


         
Cuando murió ese jefe indio que evoca Phil en 1925, “Hubo blancos en el funeral [...], blancos en puestos de honor” [porque también hay blancos que defienden los derechos de los pieles roja como si fueran propios y exponen su problemática allá en el lejano y “civilizado” Este, donde se halla la sede del gobierno del país del blanco tío Sam y la capital de los Estados Unidos de América, donde, significativa y reveladoramente, nunca ha estado un indio de la reserva del sur de Idaho]; blancos “observando cómo quemaban las mantas” de ese jefe, sus “mocasines, el penacho, la cabezada, el wickiup” (o sea: la rudimentaria choza tradicional). Y ahora, en 1925, el regordete George (que de adolescente, conduciendo una carreta de seis caballos, se iba de picnic al parque de Yellowstone con las chicas que venían del Este y que luego le escribían cartas que él nunca contestó), ya casado con la hermosa y viuda Rose, habla de ese indio que ella vio en la mañana de ese día cuando pasó, con su hijo, frente a la enorme casona de troncos de los Burbank, montados en una carreta india tirada por un escuálido caballo indio y que, ya en la tarde, van de regreso. Y como George los observa con sus binoculares y reconoce que “ese indio viejo es el hijo del jefe”, le dice: “Murió allí poco antes de que expulsaran a los indios. Lo enterraron de la hondonada. Podemos ir a ver la tumba algún día. Hacer picnic.”

          


     
En este sentido, en la novela se leen algunas vivencias del indio Edward Nappo, el hijo de ese jefe, recluido, con su esposa y su pequeño hijo, en la miserable reserva del sur de Idaho, donde pocos árboles crecen en esa “tierra tan árida, tan ácida,” donde el “agua potable de los pozos cercanos a la superficie apestaba a sulfuro.” Edward le cuenta a su hijo, de doce años, mitos, fábulas e historias del paisaje y de la espléndida y rica naturaleza allá en el norte: la otrora tierra de sus ancestros indios, con el olor de la artemisa al pie de las grandes montañas, donde allí, el olor, huele distinto, porque “Hay agua debajo del terreno y las plantas pueden beber”; historias que recrean los sueños, los anhelos y la imaginación de chiquillo. (“Al muchacho le encantaba oír que el agua era dulce y se podía beber.”) Parloteo que no le gusta a Jennie, su esposa: “Esa tierra ya no es de los indios”, le discute; cuya labor, para la venta, es curtir “los cueros de ciervo que los cazadores blancos dejaban en la tienda” de la reserva, “amasándolos con sus fuertes manos, haciéndolos maleables para guantes y mocasines. Sus ojos ya no le servían tanto por el exigente trabajo de tejer cuentas en la piel, le escocían por el humo, y los anteojos con montura de metal que había comprado en la tienda no le servían de mucho. Bueno, tal vez un poco.” Laboriosa artesanía manual que incide en la paupérrima economía familiar, que Edward Nappo, con una cerrazón cerril, prejuiciosa y misógina, desestima y minusválida: “Jamás había vendido nada; la idea de hacerlo le hacía subir la sangre a la cara como si la tocara una mano caliente. Eran las mujeres, que tenían poco orgullo y ninguna necesidad de él, las que vendían y obtenían beneficios.” No obstante, para salir furtivamente de la reserva (con su camisa a cuadros y su sombrero negro de vaquero, sin ningún doblez) en compañía del chaval y sin informar al agente indio, se traga su orgullo de un buche y estira la mano y toma la “caja de zapatos con cinco pares de guantes que había confeccionado” su mujer, quien además abasteció la despensa para el viaje de más de trecientos kilómetros en la endeble carreta tirada por el viejo y lento rocín: “Tres dólares por los guantes —dijo con severidad—. Cinco por los de puño largo con cuentas.”

           


         El caso es que la vaca, menos gorda que las vacas gordas de los blancos y que comparte el cobertizo con el viejo rocinante, enferma durante el durísimo invierno: “las temperaturas llegaban a cuarenta bajo cero” y “Algunos indios que estaban bastante fuertes en el otoño murieron”. Y Edward Nappo le promete a su hijo, que si la vaca sana, lo llevara a la tierra de sus ancestros indios, que no conoce, donde su abuelo fue jefe y sus cenizas están enterradas. Pero cuando ya las siluetas de las grandes montañas se extienden en el horizonte, y “Deben faltar tres días” para llegar, es el niño el que las divisa en lontananza y no Edward, pues “Sus ojos, como los de Jennie, estaban dañados por el humo que llenaba la choza en invierno.” No obstante, lo que les trunca el paso no es, precisamente, la cancilla que él no recordaba (una cancilla puesta allí por el Gobierno), sino la presencia y la actitud mezquina, altanera, injuriosa y hostil de un prototipo de cara pálida, un supremacista y ojiazul hombre blanco: Phil Burbank.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

           Vale resumir que para Phil Burbank los indios son “Pura basura”, son “vagos y maleantes”; “poco hábiles con los caballos”; “No eran ganaderos”; “No eran agricultores y no podían distinguir el trigo de la avena”; “en cuanto a las maquinarias, no tenían la menor idea de cómo utilizarlas”; “Cuando trataron de alojar a los indios junto a los otros hombres, en las tiendas de lona que habían montado en los prados, los hombres se quejaron del olor y eran ellos o los indios”. “Se pasaban el tiempo mendingando”; “robaban todo lo que podían, ya fuera cabezas de ganado o pasteles directamente de la mesa de la cocina. Los que acampaban en las afueras de Herndon entraban en las tabernas de noche y rompían cosas. Con razón el Gobierno finalmente se había decidido mandar a las llanuras todo el tinglado.”  

     Resulta consecuente, entonces, que pese a la amistosa postura de Edward Nappo, quien confirma lo que su hijo le dice al blanco: “Mi abuelo era el jefe”, Phil, rudo y majadero, les obstruye el paso y los manda de regreso: “me importa un demonio quién era”, le dice al chiquillo. “En cuanto a ti, súbete a tu carromato y tú y tu hijo lárguense de aquí lo más rápido que pueda correr ese jamelgo.” Pero Edward Nappo, en lugar de encabritarse, le formula el permiso: “Sólo nos quedaremos un par de días”. Y en lugar de sacar de la carreta el rifle calibre veintidós que fue de su padre (y que no había sido quemado, como dicta la costumbre, a su muerte), saca la caja de los guantes hechos por Jennie y se la ofrece a cambio de “Uno o dos días, nada más.” Pero Phil es duro y renuente: “Da vuelta a tu carromato”, le reitera, “No acepto sobornos y no uso guantes. Te equivocaste de cliente, anciano.” Así, que Edward Nappo, que es un indio manso y pacífico (podría llamarse Roca Sentada, por aquello que aún recita la inmortal voz de Borges: la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre), “volvió al asiento con la caja de guantes. Hizo girar el viejo caballo y emprendieron el regreso a la reserva, a más de trescientos kilómetros. Edward se preguntó si el caballo lograría llegar. Si se moría, ¿qué pasaría con la carreta? No podía mirar al muchacho, pero dijo:

            “—De todas maneras, hemos visto las montañas. Hemos visto las montañas de mi padre.”

     Un consuelo retórico que transluce la dolorosa y vergonzante humillación y la instituida derrota en el punitivo y discriminatorio statu quo de Norteamérica.

     Pero el caso es que en el diálogo que sostienen Rose y George Burbank sobre ese par de indios que van de regreso en su carreta india porque, supone él: Phil “los habrá obligado a regresar”, ella infiere que “querían ver la tumba y por ello le dice a su marido:

    “George, ¿te imaginas cómo se siente ese niño?

    “—¿Cómo se siente, Rose?

    “—Un hombre blanco capaz de obligar a su padre a regresar, al hijo del jefe. Imagínatelo. No lo olvidará en toda su vida.”

    Así que Rose, pese sus tacones y a los tragos que oculta en su interior, corre hacia ellos, tropieza, cae, se levanta, grita y los alcanza. Se disculpa y los invita a acampar con ellos: “No sabía que usted era el hijo del jefe [...] Verá, nos sentiríamos honrados si ustedes acamparan con nosotros. Vaya, nos sentiríamos muy honrados.”

   

Jane Campion

           A diferencia de la película escrita y dirigida por Jane Campion, Rose no le regala a Edward Nappo las pieles que Phil tiene tendidas en la cercado del matadero, ni recibe, como agradecimiento del indio, unos largos guantes de piel con los que luego duerme la mona. Lo que se narra en la novela es que cuando el mentado y engreído Phil pasa, a caballo, cerca del escondrijo donde se baña una vez al mes, descubre el campamento del par de indios y de nuevo los corre con acritud. Edward Nappo le replica que “La señora de la casa grande” los invitó a acampar allí. Cosa que le reitera George a Phil personalizando la invitación: “Les dije que podrían acampar aquí unos días.” Pero Phil, con su inveterada malasangre ataca al “gordito” donde duele: “Échate un vistazo a ti mismo alguna vez. Ve a mirarte en el espejo. Echa una buena ojeada a tu jeta. Después agarra y pregúntate por qué tu mujercita se ha casado contigo.” No obstante, George, tragándose el sapo de agua podrida, se sostiene: “Piensa lo que quieras, Phil”, “Pero los indios se quedan.”

  La novela de Thomas Savage no narra cuál fue el destino de Edward Nappo y su hijo. Si acaso hicieron una ceremonia con cánticos o no frente a la tumba del otrora jefe indio, el abuelo del niño; pero es probable que esto sí ocurrió, puesto que son huéspedes de Rose y George. Es decir, quizá no se fueron de inmediato tras la perentoria y reiterativa orden de Phil. Y tal vez sí lograron regresar, sin grandes problemas y consecuencias, a la reserva en el sur de Idaho.

 

IV de IX

Pese a su desprecio y aversión hacia los indios, Phil, por vil fetichismo, y no porque cultive una pulsión etnográfica o admire su ágrafa y rupestre cultura, posee una colección de puntas de flechas y lanzas hechas por los indios de la zona (a la que se suman los estampados tapetes navajos que adornan el interior de la gran casa de troncos de la hacienda); y, según la voz narrativa, “era de lo mejor que había y durante años había tratado de llevarla al museo del Capitolio, y algún día probablemente se la dejaría”. Pero como la voz narrativa suele hacer migas con las supuestas virtudes y aberrantes características del megalómano y jactancioso coleccionista, apunta: “Pero en esa colección había puntas que él mismo había fabricado, utilizando exactamente las mismas herramientas que usaban los indios, con ágata y pedernal que él había encontrado, y que eran de calidad superior a las de los indios.”

            Vale subrayar que la xenofobia y la misantropía de Phil Burbank no se restringen a los indios. A imagen y semejanza de un supremacista rejego y de pocas luces, también desprecia y margina, y ataca verbalmente, a los judíos y a los negros, en el mismo tenor altisonante, burlón y ruin con que agrede y menosprecia a los homosexuales (“Phil detestaba cómo caminaban y cómo hablaban”), que él llama maricas o mariquitas, vocablos que son etiquetas que rebuzna y vocifera la machista y homofóbica vox populi del entorno. Por ejemplo, cuando en la recalada en el Molino Rojo, él, George y los diez vaqueros esperan saciarse con el pollo cocinado por la viuda Rose Gordon, piensa, excluyente y homofóbico, en torno a la tesitura amanerada del adolescente Peter que sirve en la mesa de un grupo de seis comensales de Herndon: “hay quienes pueden llevase bien con ellos, así como hay quienes pueden llevarse bien con los judíos y los negros, y eso era asunto suyo. Pero Phil no los soportaba.” Y cuando George le comenta a Phil su anhelo de comprase un Pierce-Arrow que sustituya el viejo Reo, basta que su hermano le aseste el aguijón racista implícito en la frase “¿Quieres parecer judío?” para que nunca se atreva a dar un paso y se compre un útil y lujoso cacharro de esa marca, pese a que dinero y deseos no le faltan.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

            Según puntualiza la voz narrativa, “Phil no tenía nada contra los judíos correctos, los judíos con intelecto y talento”, pero “siempre que no tuviera que mezclarse con ellos”. O sea: cada perro con su hueso; refrán, propio de un agresivo, egoísta y solitario perro de la pradera que, bajo su miope y torpe perspectiva endogámica de pretencioso macho alfa, podría ser el intrínseco axioma con que se excluye de otras tribus (o manadas) y minusválida a las oleadas de inmigrantes y transterrados, oriundos de Europa, que a través de los años han poblado el lejano y salvaje Oeste en busca del american dream, apropiándose de tierras y guerreando, exterminando y concentrando a la población originaria en miserables y discriminatorias reservas indias. Es decir, ese prejuicio de gran conquistador y gran colono se refleja en la manera peyorativa con que Phil Burbank —boyante estereotipo de ganadero acaudalado que concentra las mejores tierras, las fuentes de los ríos y los pozos de agua— observa y refiere los fracasados y contiguos vestigios, e ilusiones perdidas, ruinosas y abandonadas, de los pobretones y desarrapados agricultores de secano (oriundos de varios países europeos), a quienes los empresarios del ferrocarril les vendieron, con folletos publicitarios y propagandísticos, un enorme engaño maquillado con la falsa fachada de una tierra prometida (casi el mítico Dorado) que hay que poblar, cultivar y explotar.

  Y entre esos inmigrantes, blanco del desprecio de Phil Burbank, están “los judíos errantes, como los llamaba”, que “ganaban fortunas con la basura”. Pues “En septiembre, antes de la quema” que él hace de la veintena de cueros crudos que cada año se acumulan expuestos a la intemperie sobre la empalizada del matadero, “era habitual que vinieran [a la hacienda] varios hombres —en carretas en los viejos tiempos, en camiones que estaban hechos unas carcachas— y que trataran de comprar las pieles por un dólar o un dólar y veinticinco centavos, pero Phil se reía en su cara. Esas pieles que compraban aquí o allí por ese precio luego las vendían al doble y algunos de ellos ganaban fortunas de esa manera. Eran todos judíos; judíos que buscaban pieles, judíos que buscaban basura, judíos que tenían olfato para ganar dinero rápido, que negociaban para comprar hierro oxidado, piezas de segadoras, rastrillos, tuberías y ese tipo de cosas que se acumulaban en las haciendas; pero, en lugar de vendérselas a esos usureros, Phil prefería dejar que la basura se acumulara [algo que visualmente molesta a la delicada, decorosa, pudibunda, solitaria y borrachita Rose] y que las pieles se secaran y encogieran sobre la empalizada hasta que decidía quemarlas.” Y entre esos comerciantes que desaira e insulta figura el judío Greenberg, dueño de una “gran tienda departamental en Herndon” (donde Rose surte el costoso vestuario de sus disfraces para las rutinarias cenas en la gran casa de troncos y donde, para la boda, Georges se atildó con un traje elegante y atildó a Peter con otro); Phil “Todavía se acordaba de cuando [Greenberg] iba en el asiento de una destartalada carreta de muelles regateando por pieles de animales muertos”. Pero ahora posee “una casa en el pueblo, una casa grande y blanca, con columnas, la más grande de Herndon, con césped verde y aspersores. Un Pierce-Arrow en el frente, sobre la gravilla de la entrada para coches, fiestas con lámparas japonesas y cosas así, todo gracias a las pieles, a la basura y a un buen olfato para ganar un dólar.”

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

         Vale añadir que Rose —solitaria, deprimida, acarreando basura e inactiva dentro de la casa (cocina la señora Lewis y la joven Lola hace la limpieza), sin dinero propio, sin poder tocar el piano, y alcoholizada para atemperar el menosprecio, la indiferencia y el acoso de Phil (del que George no parece, no puede o no quiere percatarse), como una pequeña venganza, pues sabe que Phil quemará las pieles que yacen en la cerca del matadero afeando el paisaje, acepta vendérselas por treinta dólares al judío, con barba de profeta, que, en medio de una polvareda, se acerca a la hacienda manejando una destartalada carcacha. Phil no necesitó verlo para inferir lo que ocurrió. Y su furia y cáustica lengua es tal, que Peter, con quien regresó cabalgando a la casa de la hacienda, para calmar al incendiario energúmeno, le dice: “Yo tengo cueros crudos para terminar la cuerda.” Y le toca el brazo. Contacto epidérmico que, como una descarga eléctrica, apacigua a la rapaz bestezuela y suscita una llamarada de deseo, una íntima e inflamada seducción en el homosexual reprimido que Phil, desde siempre, lleva encadenado por dentro. Y, al unísono, con tal flechazo erótico, cae redondito en la secretísima y mortal trampa que Peter, inteligente y astuto, pergeñó para quitárselo a su madre de encima y de él mismo.   

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

V de IX

Durante el funeral de Phil Burbank en Herndon, “La iglesia olía a humo de carbón y madera envejecida. Los que no eran episcopalianos [...] susurraban que era una pena que no hubiera habido panegíricos. Había tanto que decir sobre Phil, decían; sobre su inteligencia, su amabilidad, el hecho de que fuera un tipo tan sencillo, como un zapato viejo, su falta de dobleces. Y, caramba, incluso recordaban cómo tocaba el banjo, su alegre silbido, su aire adolescente, las obras que había confeccionado con esas manos fuertes, llenas de cicatrices, agrietadas: las sillitas talladas, las piezas de hierro forjado. La señora Lewis, en la casa de la hacienda, derramó una lágrima ante un huevo de zurcir con el que Phil la había sorprendido una vez.”

    Tal pasaje da idea de que en su entorno social e inmediato, pese a su intrínseco engreimiento y megalomanía, y a que era un gandalla y un racista de una sola pieza, Phil mantuvo oculta su mala entraña y su malaleche, y ultrasecreta su índole homosexual. Un entorno rural y pueblerino bastante inculto, machote, homofóbico, misógino y pobre de entendederas, que puede calibrarse en la mentalidad de los vaqueros, analfabetas y semianalfabetas, de la hacienda de los Burbank, que allí tienen prohibido tener esposa o arrejunte, pero suelen ver putas en Beech o en Herndon:

    “[...] para esos hombres, esos tiros al aire, esos vagabundos sin hogar, había sólo dos clases de mujeres, las buenas y las malas. Las malas mujeres no merecían más respeto que los animales. Y se les usaba y se hablaba de ellas como animales.

    “¡Ah, pero las buenas mujeres! Las buenas mujeres eran puras, asexuadas y sagradas como Dios. Las buenas mujeres eran la hermana, la madre y la noviecita de la infancia cuya mirada derretía el corazón. Las imágenes y fotografías de esas mujeres buenas se guardaban en las maletas, eran sus iconos, sus altares.”  

           


           En el íntimo altar de Phil Burbank no hay ningún adorable icono de mujer, ni siquiera la imagen de su mamita, cuya presencia y olor de sus perfumes, colonias y jabones no tolera, pues según cata y cataloga con su olfato de perro misógino: tenían “el aroma ofensivo de las mujeres”. (Y es tan ñoño, torpe y mojigato que “se oponía a que las mujeres se cortaran el pelo, y, en términos generales, a que se pusieran rebeldes”; e incluso piensa que no deben fumar en público: “una mujer que fumaba en público era capaz de cualquier cosa”.) Pero sí resguarda, venera e idolatra el icono falocéntrico y la memoria de un tal Bronco Henry, prototipo del vaquero curtido y machote, fallecido hace años, de quien él y George aprendieron mucho de lo que saben de caballos y del negocio del ganado, pues el padre de ambos, “el Viejo Caballero”, es un señorón de ciudad, un hombre de negocios e inversiones en la bolsa, oriundo de Boston, al igual que la elegantísima “Vieja Dama”.

         


              
En la novela no se narra si entre Bronco Henry y Phil Burbank hubo una oculta y continua relación homosexual; no obstante, quizá sí la hubo, pues el deseo erótico que Phil experimenta ante el contacto epidérmico de Peter (y literalmente con ese roce empieza a elucubrar con el beneplácito del futuro inmediato: fundirse con él), también lo experimentó ante quien fuera su maestro y quien para Phil es el arquetipo de lo que debe ser un hombre sabihondo y machote ante los demás. A tal sospecha contribuye el hecho de que Bronco Henry era el único que conocía el sitio secreto donde Phil, cada mes, se desnuda y se baña; lugar colindante al oculto y camuflado cobertizo que Phil y George erigieron cuando eran pubescentes, donde hay bochornosas revistas prohibidas (no se narra si son de vaqueros posando el músculo, ni si son homosexuales o heterosexuales o de ambos tipos) que el par de chamacos hojeaban escondidos allí, quizá teniendo sus primeras erecciones y masturbándose por primera vez.

            Bajo el tamiz megalómano y machista de Phil, quien se siente el perro alfa de la manada de la hacienda y se comporta, ladra, gruñe y pela los colmillos como tal, considera que él le otorga al lerdo, gordinflón y subnormal de George la posibilidad de que se encargue de las tareas administrativas, comerciales y bancarias. Y a partir de los parámetros con que mide la agudeza e inteligencia de sí mismo y de los otros, da por hecho que sólo Bronco Henry y él han podido ver la imagen del perro corriendo dibujado en las montañas que se observa desde la gran casona de troncos:

          

Fotograma de El poder del perro (2021)

           
“En las rocas sobresalientes de la colina que se elevaba delante de la casa, en el enmarañado crecimiento de la artemisa que marcaba como acné la ladera, veía la asombrosa figura de un perro corriendo. Las ágiles patas traseras impulsaban hacia delante los poderosos hombros; el hocico caliente apuntaba hacia abajo, persiguiendo alguna cosa asustada —alguna idea— que huía a través de los barrancos y riscos y sombras de las colinas del norte. Pero Phil no teína ninguna duda sobre cuál sería el resultado de aquella persecución. El perro alcanzaría a su presa. A Phil le bastaba con levantar los ojos en dirección a la colina para oler el aliento del perro. Pero, por más nítido que fuera aquel perro enorme, nadie, con excepción de otra persona [¡Bronco Henry!], lo había visto; mucho menos George.” Hasta que llegó el adolescente Peter Gordon y lo vio desde el primer momento que pisó la hacienda de los Burbank.  

 

VI de IX

El muchachito Peter Gordon aprendió de Rose la habilidad para elaborar flores artificiales y durante tres años se ocupó de engordar y sacrificar los pollos que ella cocinaba y freía en el Molino Rojo; matanza que la horroriza y elude ver, y que Peter realizaba con diligencia y veía como un aprendizaje para el futuro:  

Fotograma de El poder del perro (2021)

            “Él les arrancaba la cabeza con mayor gentileza, seguridad y limpieza que si hubiera usado un hacha y un bloque de madera. Agarraba de pronto un ave del cuello y giraba apenas la muñeca; el cuerpo se retorcía alrededor dos veces y caía decapitado al suelo, donde saltaba y daba coletazos y se contraía mientras la cabeza arrancada, que había caído al suelo, contemplaba con ojos brillantes y asombrados las sacudidas de su propio cuerpo; sólo cuando el cuerpo se desplomaba y se quedaba inmóvil, los párpados se cerraban y cubrían los ojos y entonces todo estaba terminado. Todo estaba terminado. Ni una sola vez Peter derramaba sangre sobre su camisa; consideraba que esa inmaculada eficacia era una preparación para el futuro. Cuando los pollos estaban escaldados, desplumados y chamuscados, Rose ya podía verlos como productos y freírlos.”

       Vale observar que esa característica de ir de punta en blanco y bien peinado (incluso con tenis blancos en la hacienda, donde por default se usan botas vaqueras) y no mancharse la ropa ni derramar sangre, es uno de los sellos distintivos de la personalidad exterior (e íntima) de Peter Gordon. Lo deja ver cuando Rose, empeñada en deshacerse de la basura que se acumula en la hacienda, evita los deshechos más nauseabundos y fétidos:

            “Había algunos elementos de esa basura que no podía manejar, como el estómago lleno de pasto de una vaca recién sacrificada, supuestamente enterrado por los hombres ahí atrás, pero unos perros más viejos lo habían desenterrado y arrastrado al jardín, con los intestinos colgando. Tampoco podía manejar las cabezas cortadas y desenterradas.

            “—A mí no me importa —le dijo Peter, y con una horquilla cargó las entrañas y estómagos en la carretilla de hierro junco a las cabezas mudas y las llevó a enterrar nuevamente. Los perros, los que más lamentaban la situación, lo observaban.”

            Y también se transluce (para la omnisciencia del lector de la novela) cuando en el jueguito infantil de acorralar a un conejo silvestre (anécdota previa al descubrimiento de la venta de las pieles a un “judío errante”), Peter, ante la sorpresa y el asombro de Phil, y sin decir agua va, lo sacrifica con gentileza:

            “Vio como Peter le acariciaba la cabeza al conejo, calmándolo, y que un instante después le retorcía el cuello, con una destreza tal que Phil no pudo no admirarlo; nunca había visto nada igual. Las patas traseras del conejo, libres de la tensión del cerebro después de que le hubiera cercenado la columna vertebral, se relajaron y se quedaron inmóviles en la mano del muchacho, mientras lo ojos se ponían vidriosos ante la llegada de la muerte. ¡No había nada de sangre! Era Phil el que estaba ensangrentado, el que se había cortado con alguna cosa afilada.”

         

Fotograma de El poder del perro (2021)

          
Esa fortuita (pero previsible) herida, y la vejatoria e hiriente escena que desencadenó el vociferante y tacaño Phil al regresar a la hacienda y descubrir que Rose se deshizo de la veintena de cueros crudos expuestos en la cerca del matadero, dio inmediato pie a que Peter uniera los cabos para deshacerse, por fin, del perro acosador (muerto el perro, se acabó la rabia, reza el viejo refrán). Emperrado en encausar la ruptura entre Rose y George, y ponerla de patitas en la calle junto con el despreciable y ridículo mariquita de su hijo, Phil, hipócrita y consubstancial intrigante, para acercarse y engatusar al chaval y luego alejarlo de su madre y disgustarlos entre sí, usó como cebo una cuerda de cuero crudo que trenzaría ex profeso para Peter y que supuestamente se llevaría de regreso al término del verano en la hacienda, pues estudia en Herndon, donde se aloja en un ordenado y limpio cuarto de una casa de huéspedes. A esa cuerda —que ha trenzado haciendo un homenaje a un par de totémicos trenzadores para él: Bronco Henry y un tal Joe, ex convicto y cegador en la hacienda, ante el que Phil “sentía que había algo entre ellos, un reconocimiento” de su oculta índole homosexual—, ya sólo le falta casi el remate. Y entre lo que reclama y vocifera Phil por la venta de los cueros, descuella que los requería para dizque terminar esa cuerda. Así que Peter, modosito y tranquilo, lo apacigua tocándole el brazo con gentileza y ofreciéndole el cuero crudo que él tiene. Phil, entonces (y ya tocado y flechado por Eros) lo invita a que en la noche de ese día lo vea terminar la cuerda. Lo que Phil ignora, y sólo lo sabe el muchachito (y el boquiabierto y desocupado lector de la novela) es que montado en un caballo para explorar en el entorno, previamente Peter halló el ingrediente que buscaba, útil para infectar la manipulación del cuero crudo: los restos de un animal muerto por el ántrax. Obviamente, Peter Gordon usó guantes para hurgar entre las tripas del cadáver y no derramó una sola gota de sangre. Casi sobra decir que el muchachito sabe manejar los instrumentos quirúrgicos; allí en la hacienda, en su ordenada habitación, que utiliza como estudio y laboratorio, destazó un par de taltuzas, cazadas por él, para observar y analizar su interior. E hizo lo mismo con un conejo ante la alarma y el desconcierto de Lola, la criada, y de su propia madre, quien le recrimina: “No deberías hacer eso en la casa”, “Hablo en serio”.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

           La borrachita Rose le dice al regordete George sobre su hijo: “hay como una cierta frialdad en él. Verás, lo quiero, pero no sé cómo quererlo. Desearía que mi cariño le sirviera de algo, pero da la impresión de que él no necesita nada. Creo que a su padre le habría ido mejor si hubiera tenido más de esa frialdad.”

            En la novela se ve que Peter quiere a su madre, pese a la poca comunicación que tienen, y a que en un pasaje rebuzna el gusanillo machista y misógino de la idiosincrasia de la que es parte: “Pocos seres humanos, pensó, entendían mucho; mucho menos las mujeres”; que le duele verla triste e infeliz; que se pierde en el alcohol debido a que la deprime, derrumba y derrota el acoso y la indiferencia del Phil; y por ende urde el modo de eliminarlo, ciertamente con una tranquila mezcla se frialdad y serenidad, que son rasgos de su carácter y de su pensamiento. Y por ello, a sus trece años, al descubrir el suicidio de su padre, sin decirle nada a Rose ni a nadie, pudo descolgar, solo, tranquilo y sereno, el cadáver de su progenitor, ahorcado en uno de los cuartos de La Hostería.

    Pero Peter quería, sobre todo, a su padre suicida, con quien tampoco tenía mucha comunicación y a quien trataba de “usted”: el doctor Johnny Gordon, un buenazo y bonachón, proclive al trago y a las meteduras de pata. Y al unísono se ve que ese afecto era recíproco y que Johnny admiraba la habilidad de su femenino hijo para elaborar, a sus doce años, flores artificiales, tanto como su precocidad intelectual y sus virtudes para las minucias del dibujo naturalista. Cualidades de las que, embriagado, presumía en la taberna el citado e infeliz día que Phil Burbank insultó a su hijo y públicamente lo agredió y humilló a él.

           

Fotograma de El poder del perro (2021)

            El niñito rubio Peter Gordon a los cuatro años ya sabía leer. Y a los doce “se encerraba en su habitación [de La Hostería] con la Enciclopedia Británica” (¡nada menos!); “ya estudiaba los dibujos de Vesalio, leía a Hipócrates, algunos pasajes de Virgilio y las publicaciones médicas a las que su padre ya no les quitaba el envoltorio”. Y tras el suicidio de Johnny, heredó sus libros de medicina y su calavera humana. Equipo y bagaje bibliográfico e intelectual que de Beech se llevó a su cuarto de la casa de huéspedes de Herndon; y de ahí a la hacienda de los Burbank a pasar ese verano de 1925, donde le asignan una de las dieciséis estancias de la enorme casa de troncos. Pero a sus doce años, en el cobertizo adosado a La Hostería, donde “una pequeña estufa de leños le proporcionaba comodidad y olía a humo y queroseno”, Peter instaló su mezcla de ermita, gabinete de estudios y laboratorio; colocó “unos estantes que se habían combado un poco por el peso de los libros de medicina de Johnny. También estaban los cuerpos disecados de tuzas y conejos, los vasos de precipitados, los alambiques y otros instrumentos químicos; allí, Peter se escapaba del dolor del Getsemaní cotidiano de la escuela, de los abusos y las burlas [los rapaces lo tildan de mariquita y con una cantaleta se pitorrean del borrachín de su padre]; allí se perdía en un mundo privado, un mundo del que jamás dudaba; allí, sentado a la mesa, sus ojos miraban hacia su interior, con el aspecto retraído y reconcentrado de los sordos. Su pálida cara era tan lisa que Johnny se preguntó si alguna vez tendría que afeitarse y nada delataba sus emociones salvo el ligero latido de una vena en la sien derecha.” En el verano del año en que su padre se quitó la vida, Peter le obsequió unos dibujos que Johnny admiró por su excelencia: “Eran diez, todos de las raíces de plantas de cerca del río.” Y el día del suicidio, Peter le mostró, momentos antes, un dibujo no menos excelente y enigmático, que resulta premonitorio ante la entonces imprevisible muerte de Phil Burbank: “Era la imagen de un bacilo que mata roedores”.

            Para protegerse de los insultos y del cotidiano bullyng escolar, en un instante de una agresión colectiva, “Peter supo, con una sabiduría tan templada como la de un viejo astuto, que debía enfrentarse a ellos en sus propios términos, no en los de ellos. Y supo que aquel odio novedoso, frío e impersonal que albergaba no estaba dirigido sólo a ellos, sino a todas esas personas normales, ricas, envidiadas y seguras que se atrevieron a insultar su imagen privada de los Gordon.” En ese sentido, en su refugio de La Hostería, empezó a conformar “un álbum de fotografías, dibujos y anuncios que recortaba de revistas viejas de las que pocos habían oído hablar en esa región”; un idealizado “libro de sueños que se interponían contra el fracaso de su familia [...], un mapa del mundo del futuro. Él haría realidad ese mundo convirtiéndose en un gran cirujano, leyendo en Francia una ponencia delante de hombres eruditos, observando desde un costado mientras personas desconocidas hablaban de la belleza de su madre y de la amabilidad de su padre.”

Fotograma de El poder del perro (2021)

           Peter, el marginal, el raro, el femenino y solitario chiquillo, de quien en la novela no se narra nada de su desarrollo psicosexual, sólo se hizo de un amigo de su edad cuando su madre se casó con el acaudalado George Burbank y él se fue a vivir a la aséptica habitación de la casa de huéspedes de Herndon para continuar sus estudios, en cuya escuela “había una biblioteca de verdad, cursos de química y física”. Ese amigo, “hijo del profesor de secundaria, un chico larguirucho y desgarbado de lentes”, tampoco “había tenido un amigo hasta ese momento”. Ambos juegan ajedrez (el juego ciencia), y por charlar y bromear del futuro de ambos: “uno sería un cirujano famoso, el otro un famoso profesor de inglés”, se llaman entre ellos: “el doctor y el profesor, pero nunca delante de otras personas”. Y en su vagancia y exploración del “Herndon nocturno” se hicieron amiguetes del telegrafista de la noche, un hombre que los deja pasar a su oficina para conversar, les invita de su café y les habla del estudio del idioma español que hace por correspondencia y de su anhelo de irse a la Argentina. “Y ellos no veían ninguna razón por la que sus sueños no podrían hacerse realidad y así se lo manifestaban.”

 

VII de IX

En la novela El poder del perro se leen anécdotas y detalles sobre el superlativo cociente intelectual del macho alfa Phil Burbank; por ejemplo, egresó de la Universidad de California con máximos reconocimientos, equiparables a un apantallante diploma cum lauden, mientras el gordo George no pasó ni de panzazo. Así como anécdotas y pormenores de su habilidad manual para trabajar el cuero, el hierro y la madera. Pero al unísono, a través del desarrollo de la trama, se desvela que el agresivo y petulante Phil Burbank es un pobre diablo incapaz de ver más allá de su ofuscada nariz; un tremendo estúpido (“Cuya estupidez lo protegía como una armadura”); un maricón oculto en el fondo del armario vaquero y homófobo; un paria avergonzado ante sí mismo; un homosexual reprimido repleto de taras, complejos e inhibiciones; incapaz de asumir su identidad sexual ante los prejuicios, condenas y atavismos del orbe machista, homofóbico y vulgar que lo rodea, y de los que él es anacrónica, anquilosada, rapaz y angular parte. De ahí que la voz narrativa puntualice: “Phil sabía y Dios sabía que él sabía lo que era ser un paria [¡un marica!], y aborrecía el mundo, por si el mundo lo aborrecía a él.”

           


            Ese repeler y aborrecer el mundo a ultranza (maquillado de hediondo macho alfa e insolente sabihondo greñudo y mal vestido) se transluce en el revelador hecho de que, para suscitar aversión a su persona, inextricable a sus eternas manos sucias y al pelo largo y desgreñado, y a la ropa sencilla y barata que suele usar (marca Levis), casi nunca se baña; o sea: ¡vaya agresiva y nauseabunda peste por el trabajo físico que realiza día a día! Al respecto, se lee sobre ese arraigado, apestoso e insalubre hábito, tomando en cuenta que, desde chicos, los hermanos Burbank duermen en una misma habitación, cada uno en su correspondiente cama decimonónica:

            “George se bañaba una vez a la semana, entraba al baño totalmente vestido y cerraba la puerta; se bañaba en silencio, con pocos chapoteos y sin emitir sonido, y salía totalmente vestido, pero seguido de un vapor delator. Phil jamás usaba la bañera, porque no le gustaba que se supiera que se bañaba. En cambio, lo hacía una vez al mes en una zona profunda del arroyo conocida sólo por George y él, y, en una ocasión, por otra persona [Bronco Henry y luego por Peter Gordon, quien miró desde cierta distancia su cuerpo desnudo, blanco y lampiño]. Examinaba todo lo que lo rodeaba antes de entrar, por si había miradas indiscretas, y se secaba al sol, puesto que llevar una toalla hubiera difundido su propósito. A veces, en otoño y primavera, tenía que romper una costra de hielo. En los meses de invierno no se bañaba. Los hermanos nunca se habían mostrado desnudos el uno frente al otro; de noche, antes de desvestirse, apagaban las luces eléctricas, las primeras de todo el valle.”

          

Fotograma de El poder del perro (2021)

            
Esa misteriosa y extraña inhibición: no verse desnudos entre sí desde siempre, como si fuera algo anormal, pecaminoso, prohibido o vergonzante, quizá implica un inconsciente pacto nunca verbalizado, establecido como un rito consecutivo con el que eluden espejearse en el marica que hay en el interior de cada uno; o quizá sólo en el de Phil, mientras Georges se avergüenza de su gordura y fealdad. Pero también descuella otra inhibición que se opone al básico afecto filial y fraterno: “nunca se habían manifestado ningún sentimiento entre ellos y nunca ocurriría. Su relación no se basaba en palabras.” No obstante, algo que distingue y marca ese inusual vínculo de hermanos es la forma machacona y soez con que Phil, con hirientes palabras y frases, maltrata, insulta, subestima y ridiculiza a George, quien aguanta y tolera los golpes bajos.         

 

VIII de IX

El hecho de que la viuda Rose Gordon y George Burbank se hayan casado en Herndon sin informar a los padres de él (“Peter fue el único invitado en la boda”), implica que, pese al pernicioso y nefasto influjo que Phil ejerce sobre su hermano menor, tanto como su cotidiana subestimación y agresividad, George tiene un criterio propio, desde donde se protege y toma algunas decisiones angulares para él; inextricables al hecho de que, opuesto a la maledicencia y maldad de su hermano mayor, es un buenazo, cuya conducta, parca y bien portada, hace que los vaqueros se recriminen a sí mismos y guarden silencio ante su presencia. Ese matrimonio se acordó muy rápido y en secreto. En este sentido, se puede inferir que lo que George busca en Rose, que es una mujer bella y atractiva de 37 años, es un vínculo amoroso, el quid que alegra la triste y solitaria vida. Y Rose también, puesto que le dice: “estaba pensando en lo afortunada que soy al haber conocido dos hombres amables”. Pero claro, no puede omitirse el hecho de que George, feo y regordete, es un hombre adinerado, lo cual implica que brindará seguridad financiera a ella y a su hijo; meollo que el mismo Georges menciona y empieza a cumplir de inmediato, no sólo pagando la vestimenta de Peter y su escuela y hospedaje en Herndon, pese que en un momento, al parecer de celosa ofuscación, aunada al evidente hecho de que George no mueve un dedo ante el mortal acoso de Phil sobre su madre deprimida y alcoholizada, el hijastro lo descalifica en sus adentros: “Peter estaba en la habitación rosa de Rose, un lugar en el que jamás se sentiría cómodo, puesto que allí un desconocido tenía el derecho de actuar de marido y, fuera parte o no del plan de Peter, las cosas de ese hombre estaban en el armario lado a lado con las de su madre, las afiladas hojas de afeitar junto a los perfumes y las cremas; las cosas de George, las cosas de un hombre que aún no había probado su valor [sic], que no había hecho más que presentarle a su madre al gobernador en una cena de la que ella no hablaba [sic].”   

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

            No obstante, Peter se había dicho con antelación: “George es un buen hombre” (y lo es) y racionalmente no se opuso a ese matrimonio que ipso facto sacó a Rose del duro y rutinario trabajo en el Molino Rojo, y de las afrentas que a veces tenía que tolerar de algunos clientes que se pasaban de la raya; y, al unísono, a él lo sacó del bullyng escolar en Beech y lo canalizó a sus patrocinados estudios en Herndon, e implícitamente a su futura y costosa formación de médico cirujano. Y al final, ya muerto el perro, observa que empieza una etapa de bienestar y bonanza para su madre, precisamente cuando ya en la noche, desde la ventana de su dormitorio en la casona de la hacienda, los oye y ve regresar del sepelio:  

    “[...] Luego subió al piso superior, se lavó las manos con cuidado, se mojó el pelo y se peinó. Los perros no tardaron en lanzar sus previsibles ladridos, él se peinó meticulosamente, se levantó, abrió la ventana y miró hacia afuera. Al principio estaban ocultos por la sombra de la colina; oyó la suave voz de su madre. Luego aparecieron bajo la luz de la luna. ¡Qué adorable se veía ella bajo esa luna, qué elegante estaba George cuando se detuvo, la sujetó y la besó! ¿Para qué si no eso, esa escena que se desplegaba a la luz de la luna y que señalaba el verdadero comienzo de la vida de su madre, para qué si no eso su padre se había quitado del medio, se había sacrificado para yacer enterrado en aquella colina, en Beech, debajo de un puñado de flores de papel, fiel a su propio libro de sueños?”       

 

IX de IX

A Phil le sorprende y le resulta revulsiva la sigilosa conducta de George al cortejar a Rose, dado que quebranta los anquilosados hábitos domésticos de los hermanos Burbank. Y para meterlo en un dilema con sus padres, y quizá en una mojigata reprimenda o en una bronca, pese a que George es un solterón de 38 años, les escribe una carta chismorreándoles que galantea a la viuda de un alcohólico suicida, que además tiene un hijo adolescente y marica. Phil es tan egoísta, egocéntrico, misógino y posesivo que le irrita, le repugna y le causa pesadillas e insomnio imaginar que su hermano toque a una mujer y tenga sexo con ella, más aún con esa “mujerzuela” que dizque tiene “El nombre de una cocinera doméstica.” Y cuando George le revela a quemarropa que ya se ha casado con Rose sin decirle nada a él ni a sus padres, Phil descarga su frustración e ira golpeando un caballo (“ignorante cabrón”), como si al golpearlo y maldecirlo golpeara al gordito y tontorrón de su hermano menor (“Sucio condenado estúpido”). No sorprende, entonces, que “A principios de diciembre” Phil espere el arribo de Rose en medio de una gélida atmósfera: sin encender la caldera ni la chimenea, pese a que el termómetro marcó “¡Cuarenta y nueve bajo cero¡”, y que se prepare a dar el grosero y repelente espectáculo con el que planea propiciar la ruptura, pues según cataloga: Rose “no tenía lugar entre los Burbank” (a lo que se añade el supuesto de que “en una hacienda no había sitio para un hombre casado”):

    “Él sabía cómo se veía, sabía que eso la irritaría. Su aspecto siempre irritaba a la Vieja Dama, la camisa arrugada, despeinado, mal afeitado, las manos sucias. Le convendría aceptar que él no hacía las cosas como otras personas, porque no era como otras personas, dejaba la servilleta deliberadamente intacta, tomaba la comida en vez de pedirla, y si tenía que sorberse la nariz, lo haría. Si los parientes elegantes del norte podían soportarlo, Dios sabía que esta mujer también, y si no estaba habituada a que un hombre se levantara de la mesa sin antes hacer una reverencia y echar la silla hacía atrás y decir ‘perdón’, mejor que fuera acostumbrándose. Oh, sí (sonrió), a ella le esperaban algunas sorpresas.”

      Y la primera sorpresa que le sorraja es la hiriente declaración de guerra: “No soy tu hermano”; la cual le gruñe en el salón de la casona minutos después de su arribo a la hacienda, mientras George ha ido al sótano a encender la caldera, luego de que ella le dijera, insegura, buscando la concordia y el recíproco confort hogareño: “Bien, hermano Phil”, “Es agradable estar aquí”.  

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

            Esa es la tónica que marca el menosprecio y el cobarde acoso de Phil hacia Rose: a espaldas de George; no obstante, también ante él verbaliza su oposición y repudio. A esto se añade el que Rose, vulnerable, débil de carácter, timorata y demolida, es incapaz de hablar con su marido de ese problema que la afecta en demasía, de tal manera que la deprime y la angustia, le causa nerviosismo y jaquecas. Pues en el trasfondo de su restringida y raquítica psique femenina, “No podía ser nada a menos que alguien creyera en ella, nada de nada. No podía ser otra cosa que lo que alguien creyera que era.” Patético y lastimoso síndrome que Rose, sola y solitaria, trata de atemperar con el alcohol, que no bebía hasta que llegó a la hacienda de los Burbank y se tornó una nulidad ante el peso demoledor y claustrofóbico del acoso de Phil. Así que cuando Rose, recomponiéndose y aspirando a limar asperezas y conciliar las antípodas, le pregunta “con una amplia sonrisa, amable y serena”: “¿por qué te caigo tal mal?”, Phil le asesta, con gélida indiferencia —ídem una procaz meada con cuyo hediondo hedor marca su territorio de perro rabioso—, uno de sus insultos y lacerantes cuchillos sin hoja a los que les falta el mango: “Me caes mal porque eres una vulgar interesada y porque te bebes al alcohol de George.” Y “Volvió a mirar la portada de su revista.”

 

Fotograma de El poder del perro (2021)

          Cuando la viuda Rose Gordon, con el apoyo de su hijo, sacaba adelante el Molino Rojo, y ya era o empezaba a ser “una especie de restaurante de carretera” con una clientela frecuente (“Algunos tipos de Herndon, gente fina, que se había enriquecido con la guerra”), pudo comprarle a una taberna que cerraba, “por sólo diez dólares”, “un piano que valía dos mil”. Y entre quienes la oían tocar ya corría el rumor de que era “lo que hacía en una época, se ganaba la vida tocando el piano”. Pero también había, para los que se les antojaba mover las caderas y zangolotear el esqueleto, “una pianola con todas las viejas melodías, ‘Just Like a Gypsy’ y ‘Joan of Arc’ y el resto de las canciones de guerra, pero quién quería pensar en eso. ‘Tea for Two’ y ‘By the Light of the Stars’.”   

   Así que George, ya con Rose de flamante cónyuge y encandilado con el hecho de que sabe tocar el piano, y su madre no, pero lo oía en la Victrola, supone que le encantará escucharla. “Dijo que yo era afortunado por haber encontrado una esposa dotada”, le dice. Así que para oírla él en casa, además con el gobernador y su esposa de invitados, adquiere un enorme piano de relumbrón: un Mason & Hamlin, que “llegó a Beech desde Salt Lake City y permaneció en uno de esos vagones para envíos cubierto con una lona gris por si había nieve hasta que el encargado de la estación pudo seguir las instrucciones y conseguir un camión a Herndon que lo trasladara hasta la hacienda. Dijo que estimaba que pesaba una tonelada.” Mastodóntico artefacto cuyo transporte causa una serie de antológicas peripecias, entre ellas “un sueco joven y corpulento, torpe y dispuesto”, se lesiona la espalda y luego Rose se siente culpable.

   

Fotograma de El poder del perro (2001)

          Puesto que Rose no es ni concertista ni virtuosa y sólo posee un repertorio limitado, empieza a ensayar en el piano para su presentación ante el gobernador y su mujer, el culmen de la cena en la que además de ese par de notables invitados, sólo estarán presentes ella, George y Phil. Vale puntualizar que la invitación a ese personaje del poder no obedece a un gran vínculo con George, sino a un mal cálculo de éste y al elemental interés del político, pues los hermanos Burbank, y su padre, aportan importantes apoyos monetarios para las campañas.

     A Rose le causa mucha tensión y nerviosismo la inmediatez doméstica de Phil: su presencia, sus pasos, sus resoplidos y ruidos en su dormitorio, la frialdad e indiferencia en el comedor (no le dirige la palabra) y en la sala donde suele leer bajo la luz de una lámpara. De hecho, infructuosamente medita en lo anómalo y nocivo que resulta compartir, en una misma casa, el espacio y la intimidad matrimonial con el hermano de su esposo. Esa situación opresiva y claustrofóbica se agudiza cuando durante los ensayos en el piano, Phil, con el banjo y desde su dormitorio, parodia lo que toca; y más aún: resuelve con mayor eficacia lo que ella interpreta o no puede interpretar. Tal es así que empieza a ensayar cuando Phil no está en la casa e interrumpe los ensayos al advertir su llegada.

Fotograma de El poder del perro (2021)

           La noche del banquete con el gobernador y su esposa, Phil no se presenta; tanto por su repudio a Rose como por el hecho de que se hace el ofendido porque, con mucho esfuerzo para decírselo, Georges le pidió que se aseara para la cena. Pero, aunque Phil no está, y nunca se apersona, es como si estuviera allí, mugroso y pestilente, dispuesto a atacar, a recriminar y a ridiculizar con el banjo, pues ya colocada frente al piano, la inseguridad, el nerviosismo, la fobia y la angustia de Rose la dejan en blanco y no puede tocar una sola nota. Ni una. Nada en la nada. Un vil y pernicioso vacío.

 

Thomas Savage, El poder del perro. Posfacio de Annie Proulx. Traducción del inglés al español y notas de Eduardo Hojman. Alianza Editorial. México, noviembre de 2021. 360 pp.     

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Trailer de El poder del perro (2021), película escrita y dirigida por Jane Campion, basada en la novela homónima de Thomas Savage.

           

domingo, 13 de marzo de 2022

La Bestia

 

Reza en latín como si las estuviera insultando

 

I de XI

La novela La Bestia. Madrid, 1834 obtuvo el Premio Planeta 2021. Tal mediático y rimbombante galardón suscitó que los tres autores que firman con el pseudónimo Carmen Mola revelaran su identidad ante el globalizado mercado del idioma español: Jorge Díaz (Alicante, 1962), Agustín Martínez (Lorca, 1975) y Antonio Mercero (Madrid, 1969). Pues Carmen Mola (un ente con tres cabezas y seis manos) tiene en su haber varias novelas publicadas por Alfaguara: La novia gitana (2018), La red púrpura (2019), La nena (2020) y Las madres (2022).

           

Carmen Mola con La Bestia
(Agustín Martínez, Jorge Díaz y Antonio Mercero)

           Impresa en la Ciudad de México el penúltimo mes de 2021 por Editorial Planeta Mexicana en la colección Autores Españoles e Iberoamericanos, la novela La Bestia, dedicada A mi madre (o sea: a sí mismos), comprende cuatro partes, 85 capítulos y 542 páginas; y se sucede en Madrid (y alrededores de “la Cerca”) entre el 23 de junio y el 1 de septiembre de 1834.

           

Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta Mexicana
(México, noviembre de 2021)

           Aunque la obra utiliza nombres, sitios, episodios, anécdotas y hechos históricos, se trata de una novela de ficción con un tinte realista (muchas veces artificial y folletinesco) matizado con angulares situaciones y actos inverosímiles, cuyo tremendismo, negrura, sangre, crueldad, pasajes violentos, giros sorpresivos, suspense, e intrigante y abundante trama, bien habría sido materia de un colorido folletín que “El Gato Irreverente” (circunstancial promesa del periodismo que aspira a la dramaturgia) hubiera podido escribir y publicar por entregas en El Eco del Comercio.

            En ese hipotético Madrid de 1834 la población está siendo diezmada por una voraz epidemia de cólera, que prende y cala, sobre todo, entre la muy pronunciada y patética insalubridad que infesta los paupérrimos y hacinados asentamientos ubicados más allá del muro (“la Cerca”) que rodea a la metrópoli. Y puesto que desde el poder gubernamental y administrativo se culpa a los pobres de ser los causantes del cólera (incluso desde los púlpitos de la Iglesia católica, a lo que se añade el extendido rumor de que son los curas quienes pagan chiquillos para que infecten las aguas de los pozos), se ordena cerrar la Cerca para impedir que entren a la ciudad como enjambres de hediondas moscas pestilentes y hambrientas, y hasta se dispone destruir alguno de esos infectos caseríos, como es el caso del barrio de las Peñuelas, donde vivía Lucía (una niña pelirroja de 14 años), con su hermana Clara, de 11 y pelo rubio, y Cándida, su madre, lavandera de oficio (“en el lavadero de Paletín, en la orilla del Manzanares”), quien en su endeble y pobrísima casucha desfallece y sufre con los síntomas del cólera que la señora Inmaculada de Villafranca, una anciana y rica filántropa de la Junta de Beneficencia, trata de conjurar con “agua de nieve” y “polvos de aristoloquia”, popularmente llamados “viborera”.

          

Carlos María Isidro de Borbón (c. 1825)
(Retrato de Vicente López Portaña)

             Y al unísono de la epidemia de cólera, en ese Madrid de 1834 se vive, “desde hace un año”, una virulenta “guerra carlista”; es decir, entre quienes son “partidarios de Carlos María Isidro de Borbón” (entre ellos los frailes y curas señalados de envenenar las aguas que causan el cólera) y quienes están medrando y conspirando en la cúpula de la Corte de María Cristina, la reina regente, madre de la reina Isabel II (la chiquilla heredera del trono del rey Felón Fernando VII, fallecido el 29 de septiembre de 1833). En este sentido, según se lee en la novela, los carlistas rechazan el “parlamentarismo” y pelean por la “vigencia de la Inquisición y de la ley sálica, que prohíbe a la mujer la herencia de la Corona”, y por ende consideran “legítimo sucesor a Carlos María Isidro de Borbón”, hermano de Fernando VII.


II de IX

Para sortear la Cerca y entrar en Madrid (y regresar), la niña Lucía se introduce por un estrecho túnel excavado en el suelo de tierra o por una alcantarilla y sale por otra. Y, sin buscarlo ni prevelo ni saberlo, se entromete en un oscuro y sanguinario ámbito de la guerra carlista al robarle a un cura —muerto al parecer por el cólera—, un anillo de oro con dos mazas cruzadas y “un redingote marrón de paño de lana” destinado a su madre enferma de cólera, refugiada con sus dos hijas en una fría cueva tras la destrucción del barrio de las Peñuelas (supuesto foco de contagio), cumplimentada por las huestes armadas de la real autoridad.

            Cuando la niña Lucía aún está en el escenario del robo en un primer piso en la Carrera de San Jerónimo, llega un gigantón preguntando por el padre Ignacio. Es entonces cuando ocurre un episodio de movimiento y violencia bastante inverosímil, pues la niña golpea, aturde y huye del gigante como si éste fuera un torpe cíclope del octavo vía, sin reflejos ni capacidad de respuesta ni de contraataque. Algo parecido, pero más elaborado y con más acción, ocurre cuando un poco después el gigante trata de atraparla en la calle y es auxiliada por Eloy, un ladronzuelo de 13 años que la apoda “colibrí” por su pelo rojo. Y el clímax de esa vertiente de inverosimilitud ocurre cuando Lucía mata al gigantón en una recámara del prostíbulo de Josefa La Leona; primero, viéndolo de frente, lo golpea en la cabeza con un jarrón y luego, montada sobre su espalda, le clava un alfiler en la nuca. Inverosimilitud que se acentúa aún más cuando a través del El Observador (que además publica un retrato a lápiz de la niña asesina, la Roja, dibujado por un tullido malandrín que merodea en el lupanar) se sabe que ese horrible gigantón de “más de dos metros” de altura y con “media cara en carne viva, quemada, más rosa que roja”, era “un militar de los de postín, con galones y medallas hasta en el ojo del culo”, según apostrofa la madama del burdel, tras leer la semblanza de Marcial Garrigues, con un “pasado militar heroico, sirviendo en España [durante la guerra de la Independencia] y, después, viajando por Francia e Inglaterra.” Y más todavía porque a esas alturas de la novela ya corre la sospecha de que ese Marcial Garrigues era la Bestia, un bestial asesino que recién ha secuestrado y descuartizado cuatro niñas en las paupérrimas zonas de más allá de la Cerca (donde lo tenían, o lo tienen, por un terrorífico animal, mítico e híbrido), dejando los miembros y los troncos por un lado y las cabezas por otro. Y el desocupado e insomne lector, a esas alturas de la obra, también supone que Marcial Garrigues es la escurridiza y casi invisible Bestia —pese a su titánico tamaño y a que es de carne y hueso—, pues ha leído espeluznantes y terroríficos pasajes donde se narra la índole cruel, masoquista, exhibicionista, sádica, deshumanizada, depravada y psicótica de ese militar que además pasó por el seminario.

          

Ilustración de Gustave Doré para “Pulgarcito”,
cuento de Charles Perrault

          
Por ejemplo, esa mastodóntica bestia, que se cree es la verdadera Bestia (el horrorosísimo y descomunal ogro que derrotó y mató Pulgarcita), es el custodio y criado, en una subterránea mazmorra con forma de octógono y ocho celdas, de un grupo de frágiles niñas secuestradas al parecer por él, no obstante su horrorosísima y espantosa apariencia. Esas niñas, raptadas en los caseríos y barrios pobres de más allá de la Cerca, ya saben “que no se trata de ningún animal”, pero “poco saben de él: que viste siempre de negro; que es un gigante que mide más de dos metros; que su cara está quemada y su piel rosácea refulge encarnada a la luz de los candiles que cuelgan de las paredes; que todas las tardes se desnuda y se golpea a sí mismo con un látigo hasta que cae rendido sobre el charco de su propia sangre. Después saca a una de las niñas de su celda y la obliga a curarle las heridas. Ya no temen una violación o que les pegue, como les pasaba al principio: se han acostumbrado al ritual.”

           

Acuarela de Pierre Louÿs
(detalle)

             No obstante, “Pasan el día a solas, consumiendo las horas entre pesadillas intermitentes, llantos, juegos infantiles y brotes de desesperación que han hecho que más de una intente abrir los barrotes hasta hacerse heridas en las manos. La Bestia las visita todas las tardes, les acerca comida y agua, se lleva sus orinales llenos y les da otros no siempre limpios. Después, mientras ellas comen, se desnuda y saca su látigo, lo coloca con precisión ante sus rodillas. Nunca lo coge antes de darse placer a sí mismo. Las niñas observan en silencio cómo se golpea con rabia el miembro hasta la eyaculación. Ninguna había visto antes a un hombre hacer eso. Acto seguido, reza en latín como si las estuviera insultando y coge el látigo. Se castiga y, extenuado, cae al suelo. Sólo entonces elige a una de ellas para que le lave las heridas. El mismo ritual, cada tarde.”

            En este sentido, “Todas saben de qué es capaz la Bestia”, pues la pequeña “Cristina intentó escapar cuando la Bestia parecía haberse adormilado después de lavarle las cicatrices. El hombre —la Bestia— la alcanzó en los peldaños de piedra que dan salida a la mazmorra. Con fuerza, asida del pelo, puso la boca abierta de Cristina en el filo de uno de los escalones. No hubo discursos ni advertencias para las demás. Sólo una patada seca en la cabeza y el crujido de la mandíbula de la niña al romperse contra la piedra. Su sangre se derramó en un fino riachuelo hasta encontrarse con la que la Bestia había dejado en su flagelo. Se vistió y desapareció, arrastrando tras de sí el cuerpo de Cristina escaleras arriba. A la mañana siguiente, su celda estaba de nuevo ocupada. La niña, temblorosa como todas cuando llegaron allí, dijo que se llamaba Berta.”



III de IX

Algo que también resulta inverosímil es la entrañable amistad que cultivan Diego Ruiz y Donoso Gual. Diego, “El Gato Irreverente”, es un joven reportero (noble, optimista y con ideales republicanos) que subsiste en una modesta habitación alquilada en la calle de los Fúcares, cerca de la casa donde se imprimió el Quijote, cuyos magros ingresos, con los que se endeuda y apenas logra pagar la renta, salen de las crónicas que escribe para El Eco del Comercio, un tabloide de ocho páginas con sólo tres meses de existencia, que imprime y dirige en su casa don Augusto Morentín, su culto dueño. Además de que aspira a convertirse en el mejor periodista de Madrid, Diego sueña con sobresalir en la dramaturgia. El tuerto Donoso Gual, por su parte, es un degradado guarda real; es decir, un gendarme de a pie que lleva un luido uniforme y un parche de pirata, pero no sus armas de cargo; degradación impuesta tras perder un ojo en un duelo contra el amante de su otrora mujer. Ahora sólo tiene por tarea vigilar e impedir que las misérrimas turbas populares crucen la Cerca y entren a Madrid. Proclive al trago y a la verborrea escéptica, misántropa y misógina, Donoso es un patán de baja estofa; un cobarde por los cuatro costados y un inculto que no duda en escurrir el bulto, hacerse de la vista gorda o robar a los cadáveres. Sin embargo, el par de discrepantes amiguetes frecuentan tabernas, puteros y algún espectáculo ilusionista en el Teatro de la Fantasmagoría, donde Diego ve por primera vez a la duquesa Ana Castelar posando de frívola y con fama de libertina, pese a que es la distinguida y adinerada esposa del duque de Altollano, un influyente y estratégico isabelino y cristino, pues es ministro de la Corte de María Cristina, la reina regente, confinada, con su séquito, en el palacio de La Granja de San Idelfonso, en tierra segoviana.

           

Palacio Real de La Granja de San Idelfonso

            El cuarto cadáver de una niña desmembrada apareció el 23 de junio de 1834 cerca de las casuchas del “Cerrillo del Rastro, no lejos del Matadero de Madrid”. Pese a que Diego ya había escrito sobre los crímenes de la Bestia (reportando leyendas y mitos sobre su supuesta naturaleza híbrida), esa cuarta víctima fue el primer cadáver que él vio con sus propios ojos. Tal es la impresión y la intriga que inicia una pesquisa detectivesca encaminada a una crónica que planea publicar en El Eco del Comercio. De modo que va al sitio donde en una rústica carreta fueron trasladados, dando tumbos, los restos de la niña: el Hospital General, desbordado de enfermos de cólera; allí habla con el doctor Albán, un joven que no es precisamente un médico forense, pero que sin embargo le muestra una “laceración de la muñeca”, indicio de que la “niña estuvo atada”. Y lo más extraño y misterioso: “una pieza de oro”, con “forma de aspa, un aspa formada por dos herramientas: dos martillos, o más bien dos mazas”, “clavada dentro de la boca de la niña”, precisamente en “lo que se suele llamar ‘campanilla’”.

 

“Un hombre y una mujer salvajes custodian un escudo
de armas en un vitral flamenco pintado hacia 1450.

Imagen y pie de Roger Bartra visibles en su libro:
El salvaje en el espejo (UNAM/Era, 1992)

            Si bien ese artículo don Augusto Morentín se lo publica en El Eco del Comercio, pues notifica que la Bestia no es un ser mitológico sino un criminal (“¡Los crímenes de la Bestia! ¡Los crímenes de la Bestia! Un asesino ha matado cuatro niñas en Madrid... ¡Los crímenes de la Bestia!”, vocean los chiquillos “de café en café, de plaza en plaza”), Diego pretende ir más allá: quiere saber si los otros tres cadáveres de niñas desmembradas también tenían una insignia clavada en el interior de la garganta. Por ende, le pide a Donoso que, en su calidad de policía, investigue entre sus colegas. Pero Donoso, vil fanfarrón y lenguaraz, se niega, dando por hecho que si algún poli halla una insignia de oro dentro del cogote de un cadáver, se la quedaría y no diría nada a nadie. Cosa que él mismo hace cuando, en posteriores circunstancias, va en compañía de la niña Lucía a cotejar la identidad del cadáver de la chiquilla descuartizada hallado en las inmediaciones de la Plaza de Toros, pues podrían ser los restos de su hermana Clara, desaparecida, precisamente, el día que ella mató al gigantón Marcial Garrigues, y que éste acuchilló a María y degolló a Pedro, vecinos de las huérfanas niñas en una abandonada fábrica de cerillas. Esos restos desmembrados no son los de su hermana Clara; pero Lucía reconoce los rasgos de la niña Juana, de 11 años e hija de Delfina, prostituta en el burdel de Josefa La Leona. Donoso, sin un pelo de detective, hosco y renuente a investigar nada que no le convenga o no sea de su interés, se niega a hurgar en la garganta de la que fuera la cabeza de la niña Juana; así que Lucía lo hace y extrae una insignia de oro con forma de aspa, que Donoso, ni tardo ni perezoso, mete en su bolsillo.

     

Otto Dix:
La gran ciudad (1927-1928)
Tabla 3 del tríptico

           Grisi, una actriz alcohólica y adicta al opio, leyó el susodicho artículo que “El Gato Irreverente” publicó en El Eco del Comercio. De modo que ella lo localiza en su cuchitril y le narra un caso semejante sucedido, hace un año, en París, precisamente con una hija que tenía: Leonor, de 12 años, que primero desapareció y alrededor de un mes después se hallaron sus restos desmembrados y una semana más tarde apareció, cerca del Sena, su cabeza decapitada. “En la boca tenía clavada una pieza de oro”: “Dos martillos cruzados”.

      Cuando Diego busca a Grisi en el Teatro de la Cruz para más información, se entera que está desaparecida. Una colega actriz le dice que la vio discutir con un hombre, “bien vestido, con una levita”, cuyo empuñadura del bastón “parecía blanca, quizá de marfil, y tenía la forma de una mano”, quien a jalones y a la fuerza “la obligó a subir a un carruaje”. Posteriormente, en una subasta de la Junta de Beneficencia organizada en el palacete de la marquesa de Pimentel (cuyo número de encopetados contertulios rompe las restricciones del confinamiento), Diego, ataviado de petimetre, ve que don Ascencio de las Heras, que ha sido diplomático en Londres, posee un bastón idéntico al descrito por la citada actriz. Diego, puesto que se dispone a recuperar el anillo de oro robado por Lucía y que la señora Villafranca pretende subastar para entregarle el dinero al par de hijas de la difunta Cándida, le pide a Donoso, que está allí con su parche de tuerto y su luido uniforme de guarda real, que siga al diplomático, porque supone lo llevará a Grisi. Donoso lo sigue y averigua dónde vive el diplomático y que en el “barrio de los chisperos”, en “la popular casa de Tócame Roque”, esconde a Grisi en un misérrimo cuartucho del tercer piso, quien presa del pánico y de los síntomas de su drogadicción, entrecortadamente le revela al tuerto que la han amenazado, allá en París, tipos “muy poderosos”: “los carbonarios”.

   Con ese señalamiento, Diego Ruiz pregunta a la señora Villafranca por “los carbonarios”, que ella supone una inofensiva sociedad secreta, como muchas sociedades secretas que proliferan en los cafés, y le menciona algunos ejemplos: “El prior de San Francisco el Grande” (recién asesinado en la matanza de frailes y curas ocurrido el 17 de julio, a cuyo cadáver le cortaron un dedo para robarle un anillo de oro con dos mazas cruzadas, idéntico al anillo que Lucía robó al padre Ignacio García), “El marqués de Pimentel” y “Ascencio de las Heras”, quien en la susodicha subasta llegó a ofrecerle a Villafranca una considerable suma por el anillo de oro hurtado por Lucía al citado sacerdote, una reputada eminencia en teología y en botánica medieval. Pero Diego también consulta con el enciclopédico don Augusto Morentín, quien le resume el origen histórico y los supuestos ideales y objetivos antiabsolutistas de “los carbonarios”. Y le confirma que un anillo de oro con dos mazas cruzadas podría ser la seña de pertenencia a una secretísima sociedad secreta de esa índole. En este sentido, con el anillo robado por la niña Lucía, que a ésta le devolvió la señora Villafranca, se dispone a seguir a Ascencio de las Heras y colarse a una reunión secreta de “los carbonarios”. Cosa que logra hacer, con paciencia y sin apoyo del tuerto (porque éste se lo negó), siguiéndolo desde la sombra y luego mostrando el anillo en el portón de un solitario palacio que parece abandonado.

   

El martirio de San Andrés (1675-1682),
óleo de Bartolomé Esteban Murillo

              Antes de acceder a la penumbra del gran salón donde se celebra una extraña, morosa y silenciosa ceremonia, Diego elige al azar una de las tres negras túnicas con un enorme capuchón que le señala el ujier entre doce ganchos; tan grande (como de monje loco) que los cabizbajos “carbonarios” no se pueden ver el rostro entre sí. Diego observa, en la espaciosa sala, una enorme cruz con forma de equis; o sea: “una cruz de San Andrés de más de dos metros. En el centro de la cruz, grabado sobre la madera, dos mazas forman un aspa; el mismo símbolo que muestran dos estandartes que cuelgan de sendas lámparas. En los laterales del salón se abren pequeñas capillas en las que se adivina la presencia de nueve personas ataviadas con la misma túnica que lleva él, los rostros escondidos en los capuchones.” Pero sólo “Una de las túnicas tiene un bordado de oro en el pecho: la dos mazas cruzadas”; y por ende Diego infiere que es “el distintivo del Gran Maestre, que está sentado en la capilla a la derecha de la cruz”. El meollo empieza a cobrar un pesadillesco y delirante sentido cuando tres encapuchados salen y luego regresan “con una niña desnuda y con las piernas manchadas de sangre”. La pequeña es atada en la cruz y le colocan una copa de plata debajo de las piernas abiertas. De modo que sólo se oye un goteo: la sangre menstrual de la niña “que cae desde la entrepierna hasta la copa de plata en un chorro intermitente y penoso. Una gota y después nada. Dos goterones. Un hilillo. La niña tiene los ojos entornados, parece narcotizada. Durante casi una hora, mientras la copa se llena, nadie dice una palabra. Por fin, una voz gutural quiebra el silencio”: “Alabado sea Dios por ofrecernos a esta hija. Alabado seas, hija del Padre, por entregarnos tu pureza [...] Nos entregas la primera sangre, pura, para la sanación de los hombres, y al hacerlo, tu cuerpo ya será impuro para siempre.” Diego ve, entonces, que el Gran Maestre saca de una caja una insignia de oro con las dos mazas y se la prende a la niña dentro de su boca, la cual “deja escapar una arcada débil cuando le saca la mano”. Y luego oye la orden del demencial e inminente sacrificio: “Que el alma sea liberada del cuerpo corrupto.” La niña es atada a un potro de tortura ubicado detrás de la cruz. Y a punto de ser descuartizada, Diego se levanta y grita: “¡Parad! ¡¿Estáis locos’?!” Lo cual basta para que con un ligero gesto el Gran Maestre ordene su detención. Diego forcejea y grita: “¡Soltadme! Es sólo una niña. ¡¿Es que no lo veis?!” Súbito e imprudente impulso que culmina con lo previsible: el Gran Maestre, Ascencio de las Heras, “saca un cuchillo” y se “Lo hunde en su estómago y lo retuerce dentro de las tripas” con el furor y la saña de Jack El Destripador. Luego, “se arrodilla a su lado y, con gran delicadeza, coge la mano muerta de Diego y le quita el anillo”.

Jack el Destripador

IV de IX

En la matanza de frailes y curas del 17 de julio que tuvo por clímax la entrada de la vociferante, furiosa y destructora turbamulta a la basílica de San Francisco el Grande, descuella la destreza de un tal fray Braulio para defender y atacar. 

         

La degollación de frailes en San Francisco el Grande
(Obra de Ramón Pulido)

           
En el desplazamiento de la violenta turba callejera anticarlista agrediendo, saqueando e incendiando los templos y conventos católicos, fueron arrastrados Lucía y el ladronzuelo Eloy, quien, señalado de ser un mozalbete de los que envenenan las aguas de los pozos, muere acuchillado por un barbudo agitador a la altura de la Puerta del Sol. Y en medio de la confusión y de la violencia, Lucía ve que un cura de faja morada y ojos azules, a punto de ser linchado, lleva puesto un anillo igual al que ella robó al padre García en el piso de la Carrera de San Jerónimo. Y como ella busca por dónde ir para dar con su hermana Clara, supone que si habla con ese monje de faja morada obtendrá algún indicio sobre el gigante muerto y el anillo que éste buscaba en la casa del padre Ignacio. Así que sigue al grupo que pretende linchar al sacerdote de faja morada, pero éste escapa con agilidad lanzando algún patadón; y con otros frailes y curas se oculta en el interior de la basílica bajo la valiente y diestra protección y embestida de fray Braulio, pese a que está herido por una cuchillada que le dio el barbudo que enseguida mató.

           

Horrible matanza contra los jesuitas en la iglesia de San Isidro
(Litografía de Carlos Múgica)

           En medio de la violenta trifulca y del caos, Lucía, allí en la basílica, conoce al reportero Diego Ruiz, quien le tiende la mano y la lleva a su cuchitril para protegerla, aún sin oír su historia y por ende sin saber que la busca la policía por el asesinato de la Bestia; o sea: del militar Marcial Garrigues, cuyo cadáver él vio ese mismo día, en el escenario del crimen, acompañado del tuerto Donoso Gual y de cuyo bolsillo extrajo un frasco con una sustancia roja (sangre humana, al parecer), idéntico al frasco que halló al husmear en el piso, repleto de libros, que ocupara el fallecido teólogo y botánico medieval Ignacio García, y que también se guardó y luego entregó al doctor Albán para que analizara su contenido. Pero mientras Diego, ese anochecer, vive en la azotea un romántico y clandestino amorío con Ana Castelar, quien llega de improviso a su cuartucho, Lucía, que se había quedado dormida, se marcha de allí, no sin robar un marco de plata que sostenía un retrato de la madre de Diego.

          

Basílica de San Francisco el Grande

          
Luego de deambular solitaria durante la noche, Lucía va a la basílica de San Francisco el Grande en busca de fray Braulio. Y en su intento de hablar con el cura de la faja morada, Lucía le inventa al fraile una historia sobre un parentesco entre su madre y el monje de la faja morada y su anillo idéntico al anillo que supuestamente tenía su madre. El religioso la escucha y le invita del plato de gachas que come con una jarra de vino y le dice que vuelva mañana, que investigará, pues ese monje de faja morada era el prior de la basílica, a cuyo cadáver le cortaron un dedo para robarle el anillo.

           

Pareja de amantes desigual (1925)
Obra de Otto Dix

         De nuevo en la calle, Lucía ve el retrato a lápiz, que el tullido a ella le hizo en el prostíbulo de La Leona, impreso en la portada de El Observador. El chiquillo que vocea el periódico le cambalachea un ejemplar por el marco de plata que le robó al periodista. Pero, dado su analfabetismo, regresa al cuchitril de Diego para que le lea todo lo se dice de ella y del asesinato cometido en el burdel. Diego lo hace y vuelve a escuchar su historia, pero con más atención; y por ende confirma que ese Marcial Garrigues era la Bestia, o sea: el asesino de cuatro niñas descuartizadas; cuya cuarta víctima fue hallada en el Cerrillo del Rastro, y cuyas averiguaciones le revelaron que se llamaba Berta, que era cantaora con un grupo de gitanos, y que Genaro, su padre, enfermo del cólera, fue confinado en el Hospital General, a donde pudo entrar, escudriñar y dar con él, porque Ana Castelar, que apareció allí y es una influyente miembro de la Junta de Beneficencia, lo hizo pasar camuflado de médico. Y como pretende indagar más sobre esos cuatro crímenes y el misterio del anillo de oro y al unísono ayudar a la niña Lucía a encontrar a su hermana Clara, le pide que no salga del cuarto, puesto que la busca la policía por el asesinato del militar. No obstante, pese a esa recomendación de no salir del cuartucho, en un momento, Lucía se tuza la larga, frondosa y llamativa melena roja, cubre su pelona cabeza y sale a la calle.

 

V de IX

Vale resumir que fray Braulio es en realidad Tomás Aguirre, un destacado y hábil guerrillero carlista, cuya misión en Madrid es investigar la muerte del teólogo y botánico medieval Ignacio García, quien era un informante carlista infiltrado en la sociedad secreta de los supuestos “carbonarios”. Y por lo que se lee en la obra: la posesión de un anillo de oro con dos mazas cruzadas, el padre Ignacio, pese a su sabiduría y a su postura carlista y a su inofensiva apariencia de que no mata una mosca ni muerde un plátano, llegó a ser uno de los doce integrantes que conforman la sanguinaria cresta de esa sociedad secreta precedida por el Gran Maestre. En este sentido, ante los cruentos hechos y desconcertantes y contradictorios sucesos que implica la guerra carlista, Tomás Aguirre tiene dudas de su fe y de su misión. Y, pese a él, acaba involucrándose de lleno —con perspicacia detectivesca, arrojo, violencia y riesgos—, en los propósitos de la niña Lucía, empeñada, con mucho valor e intuición detectivesca, en hallar y rescatar a toda costa a su hermana Clara, pues “la Bestia es en realidad una hidra, un monstruo de varias cabezas”. En este sentido, debido a las preguntas que el falso fraile se hace y a las violentas y amenazantes indagaciones que emprende, ambos rastrean y localizan (dándole cobijo a una viejecilla) el redingote marrón que Lucía robó en el piso del padre García, porque también lo buscaba Marcial Garrigues, y descubren, oculta en el dobladillo, una lista manuscrita con las siglas de los nombres y los apodos del cenáculo de “carbonarios”.

          

La hidra

            
En su indagatoria, fray Braulio se introduce en la casona del diplomático Ascencio de las Heras; quien también era un carlista infiltrado en “los carbonarios” y por ende hojea sus papeles y libros de índole carlista. Ascencio no puede hablar y está muriendo, al parecer de cólera, que contrajo súbitamente, según le dice su maniatada ama de llaves y amante; y le señala un frasco del que no dejaba de beber y que contiene “un líquido espeso y marrón”, cuyo olor fray Braulio olfatea y reconoce: “Un olor fuerte, terroso, el olor del campo de batalla regado de cadáveres. Olor a Sangre.” Y “Se guarda el frasco.” De allí, con los militares que casi le pisan los talones —pues irrumpen con violencia en la casa para ejecutar a Ascencio y de paso al ama de llaves—, el fraile escapa, a pesar de que cojea, porque se estropeó el tobillo en otra fuga, llevándose, además, el intrigante y andrajoso vestido de niña con que Ascencio regresó el día anterior.

            Luego, en el cuartucho donde vivía Diego, el fraile le revela a Lucía que en realidad no es un monje sino un carlista llamado Tomás Aguirre, por ende se quita la sotana y se pone un blusón que era del reportero recién asesinado. Pero lo que atrae la atención y desconcierta a Lucía no es el parloteo del fraile sobre su disfraz y el carlismo, sino el andrajoso vestido de niña que trajo, pues su madre Cándida se lo regaló a ella cuando tenía diez años y lo llevaba su hermana Clara cuando despareció. A esto se añade que Lucía, que observa en la mesa el “pequeño frasco lleno de lo que parece sangre coagulada” que trajo el fraile, le indica a éste que es “Sangre de menstruación”. Así que Lucía toma el frasco y furiosa se lanza a la calle rumbo al Hospital General, seguida por el guerrillero que le pide explicaciones, pues en la mañana de ese día ella estuvo allí con el doctor Albán, quien con sus rudimentarios experimentos le confirmó que el contenido del par de frascos que le entregó Diego a él es “sangre menstrual”. Pero además, el doctor Albán le dijo, aleccionándola y divagando, que “Antes se creía que la sangre de individuos sanos podría servir para curar a personas enfermas”. Y que “En 1492, el papa Inocencio VIII se estaba muriendo y, para tratar de salvarlo, su médico le hizo beber la sangre de tres niños de diez años.” “¿Se salvó?”, le pregunta Lucía.

           

El papa Inocencio VIII

           “—No, se murieron tanto él como los niños. Eran supercherías medievales, la gente se creía cualquier cosa.

            “—Los cuentos no pasan nunca de moda, doctor. La gente los necesita.

            “—No te falta razón: cuando empezaba a estudiar recuerdo que leí el trabajo del doctor Baltasar de Viguera. Recopilaba algunos usos que se daba al menstruo a lo largo del tiempo. Con esa sangre los curanderos preparaban ungüentos, y daban remedio a tal número de dolencias que más parecía obra de la santísima Virgen María: si te frotabas con la sangre, se iban las verrugas, te curaba la gota y hasta la epilepsia. Ignorancia y supersticiones, no hay pero pareja. Aunque no te lo creas, se decía que, si una mujer menstruante salía desnuda a terreno abierto, se regulaba la atmósfera; no había tempestades ni tormentas. El cielo quedaba de un azul prístino, los pájaros cantaban y la brisa esparcía el olor de las amapolas. Por desgracia, y por mucho que la ciencia avance, quedarán cabezas huecas que creen que la Tierra es plana y que la sangre menstrual te alivia las calenturas.”

            Así que Lucía, sentada en el suelo del laboratorio, colige como buena detective: “La primera sangre”, “Las matan cuando tienen la primera sangre. Eso es lo que están esperando, por eso todas las niñas tienen los mismos años...”

            En este sentido, cuando Lucía conduce al guerrillero rumbo al Hospital General, “Le habla de la visita que hizo al doctor Albán esa misma mañana y de los experimentos que este practicó.” Y cómo ella “ha llegado a la conclusión de que la Bestia —o los carbonarios, le da igual— secuestra a las niñas que todavía no han tenido el menstruo. Las mantienen encarceladas hasta que llega ese día.”

             El hecho de que el diplomático bebía del frasco que lleva Lucía para que el doctor Albán examine su contenido, enfatiza que ilustres carlistas encubiertos, con bagaje intelectual y religioso (incluso con buena posición ante la Corte de la reina regente), creían que ese filtro de primera sangre de menstruo, obtenido mediante un diabólico y deshumanizado rito criminal con visos pseudorreligiosos (mencionan a Dios y rezan en latín), era un remedio que te volvía inmune al cólera o te aliviaba de la enfermedad. (Incluso el juez Julio Gamoneda, de ideología carlista y amante de Josefa La Leona, intenta que se cure del cólera con ese filtro de sangre de menstruo, pues es uno de los Doce Maestros de esa sociedad secreta.) Curiosamente, Teodomiro Garcés, el boticario carlista que le da información al guerrillero Tomás Aguirre —que le corta los grilletes con un hacha y le trata y venda una herida que trae en un costado, y que alude los sucios métodos de la Inquisición que defiende la causa del carlismo—, no se alarma de que ese filtro de sangre se obtenga matando niñas. Así que con sus palabras, una especie de intrínseca declaración de principios, convalida al padre Ignacio García y al diplomático Ascencio de las Heras: “Como farmacéutico no lo apruebo. Como hombre... ¿Quién no haría todo lo que estuviera en su mano para sobrevivir al cólera? Aunque fuera matar una niña.”

            Pero lo que Lucía quiere que el doctor Albán le revele es si esa sangre del frasco es sangre de niña. Y aunque no lo expresa, y muy en el fondo para nada lo desea, quiere saber si esa sangre es de su hermana Clara. No obstante, lo único que revela la prueba del doctor Albán es que es sangre de menstruo. Pero a partir de la petición del guerrillero Tomás Aguirre, el doctor Albán, con un rudimentario método llamado “ensayo Marsh”, determina, mezclando unos pelos arrancados al cadáver del diplomático “con sulfuro de hidrógeno y ácido clorhídrico”, que “Don Ascencio de las Heras ha sido envenenado con arsénico”.

            Esto coloca en las antípodas al guerrillero y a la niña detective. Pues Tomás Aguirre estalla: “¡Están envenenando carlistas! ¡Eso es lo que hacen los carbonarios con la sangre! No sé qué les dirán. A lo mejor, como a Ascencio de las Heras, que si la beben serán inmunes al cólera. Y, por lo que voy hilando, supongo que al padre Ignacio también. Me da igual qué supercherías usen. El fin último es matar a buenos hombres que estaban luchando por la causa.”

            A lo que Lucía, furiosa, replica: “¡¿A quién le importan los carlistas!? Berta, Juana, mi hermana... ¡Es a ellas a las que están matando! Si esos dos estaban allí y los han envenenado, espero que ardan en el infierno.”

            El guerrillero Tomás Aguirre se larga a cumplir con su deber de “buen soldado”. Y Lucía se queda allí, sola en el desierto, “Varada en la puerta del hospital”.

 

VI de IX

Sin bosquejar todos los detalles y vericuetos del carozo de la mazorca y del desenlace de la obra, vale decir que en el epicentro de esa sociedad secreta de supuestos “carbonarios” descuella el cerebro manipulador y multiasesino del Gran Maestre, quien, resulta, no es el diplomático Ascencio de las Heras, sino Ana Castelar, la venenosa y pestilente hez de la canalla (maldita, hipócrita, maquiavélica, sádica y cruel por donde se le vea). Nada menos que la jefa de su marido el duque de Altollano y de los Doce Maestros elegidos por su retorcido dedo flamígero de mazacuata prieta; pues ella, con un aprendizaje en París en los intestinos de un secreto círculo carbonario, es la creadora de “La promesa del filtro de sangre”, la supuesta “cura del cólera”. Así que “Cuando lo consideró oportuno, replicó [en Madrid] el círculo de los Doce Maestros bajo la promesa de que a quien alcanzara ese honor le sería revelado el mayor secreto de los carbonarios. El remedio contra todos los males. Era como una de esas bellas flores carnívoras, que desprenden sus encantos para atrapar a sus víctimas.” Pero al término de los sanguinarios y crueles rituales para obtener la primera sangre de las niñas enseguida descuartizadas, “sin que nadie lo advirtiera, deslizaba unas gotas de arsénico en el frasco”. Secreta e infalible arma anticarlista de la que sólo está enterado su marido el duque de Altollano, poderoso ministro de la Corte de la reina regente, y con la que envenenó, entre otros encubiertos carlistas, al diplomático Ascencio de las Heras y al teólogo y botánico medieval Ignacio García.

   

Potro de tortura

          Pero ese novelístico meollo tiene un punto neurálgico de contradicción e inverosimilitud; es decir, el decurso de la obra desvela que la duquesa Ana Castelar se acercó, siguió, sedujo y espió al ingenuo y romántico Diego Ruiz para neutralizarlo en su pesquisa periodística. Pero él hubiera reconocido su femenina y seductora voz cuando el Gran Maestre ordena que lo detengan y cuando antes de clavarle el cuchillo le dice a quemarropa: “No vas a ninguna parte.” Que “Es la misma voz que pedía el sacrificio” de la niña Juana desnuda y atada en el potro de tortura, cuya negra túnica es la única que luce el emblema de las dos mazas de oro cruzadas. Y más aún porque la voz narrativa relata: “Ascencio de las Heras se arrodilla a su lado, y con delicadeza, coge la mano muerta de Diego y le quita el anillo.” Pero luego, en la parte postrera de la novela, en busca de la vuelta de tuerca y del afán sorpresa (con que los lectores quedan estrábicos, boquiabiertos y con el cuello torcido), resulta que el Gran Maestre no es el diplomático, si no Ana Castelar, la creadora y dirigente de esa secretísima y sangrienta sociedad secreta; cuya apestosa presencia, oculta bajo la túnica y la capucha, sí reconoce el juez Julio Gamoneda: “siempre se había presentado con el rostro cubierto, pero me bastó oír su voz para reconocerla. Ella elige a quién entra en el círculo y quién no. Está a cargo de los doce maestros, de las niñas...”, le confiesa en un violento interrogatorio al guerrillero Tomás Aguirre, unos segundos antes de que irrumpan los soldados enviados por el duque de Altollano y lo ejecuten sin preámbulos, no sin que el guerrillero logre quitarle el guardado anillo de oro con las dos mazas cruzadas; mismo que luego le sirve para colarse en la negra ceremonia pseudorreligiosa con que los supuestos “carbonarios” pretenden culminar el sacrificio de la niña Clara; donde también reconoció la voz de Ana Castelar oculta en su capucha y túnica de Gran Maestre.

   Casi sobra decir que como esa contradicción e inverosimilitud hay otras menudencias. Por ejemplo, cuando Lucía, después de asesinar al gigantón Marcial Garrigues, toma conciencia del sentido de su advertencia preliminar: “Tú tienes algo que me interesa y yo tengo algo que te interesa a ti.” Lucía sale de la recámara del burdel corriendo sin zapatos; o sea: a pata pelada y con una ligera bata que muestra su desnudez, y llega hasta la fábrica de cerillas abandonada en busca de su hermana Clara. No la encuentra allí; pero sí ve lo queda de sus dos vecinos, los padres del pequeño Luis: María está acuchillada “en un charco de sangre”; mientras Pedro, el esposo de ésta, “Apoyado contra el muro del patio”, ¡aún está vivo!, pese a que la sangre “mana a borbotones de un tajo abierto en su garganta”: “El corte del cuello es una boca abierta que vomita sangre”. Sólo faltó —como ingrediente de realismo mágico echado al caldero por una de las seis manos de Carmen Mola—, que hablara desde el más allá (o desde el más acá) y le dijera, con una voz de ultratumba parecida a la voz del señor Valdemar, qué pasó con Clara; pero no puede. Y antes de que fallezca, Lucía intenta, con las manos, taponar el tajo.

          

Carmen Mola con La Bestia
(Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero)

           
Si bien, y asombrosamente, la niña Lucía —indiscutible heroína de las mil y una peripecias que conlleva la caja de sorpresas (o de Pandora)—, logra salvar y rescatar a su hermana Clara, quien estuvo a punto de ser descuartizada en el potro de tortura de los supuestos “carbonarios” en medio de un voraz y aterrador incendio accidentalmente provocado por la antorcha que llevaba al entrar el guerrillero Tomás Aguirre, resulta bastante inverosímil —más increíble que el increíble modo en que ella se introduce al palacio abandonado a través de un hoyo; es decir, para sortear la Cerca y llegar al supuestamente abandonado palacio de Miralba, haciéndose de un farol, se mete a un oscuro pozo y baja por unos escalones de hierro y cruza el nauseabundo albañal repleto de cascadas, conductos y aguas negras que primero le dan a la cintura y luego casi hasta el cuello cuando ya ha perdido el farol; cuyos posteriores escalones metálicos la llevan a una tapa de madera que da a la carbonera que colinda con el subterráneo octógono abovedado en la piedra donde están encerradas y gritando seis niñas horrorizadas por el tóxico humo del incendio—, sino sobre todo la peligrosísima y peliaguda manera en que por ese mismo oscuro, laberíntico, resbaloso, hediondo y pantanoso conducto carga y saca a su desfallecida hermana, rescatada, increíblemente, del voraz incendio y del potro de tortura. Fétido y deletéreo laberinto de conductos, cascadas y aguas negras por donde también escapan las seis niñas sobrevivientes, cuyos cerrojos de las celdas abrió el tuerto Donoso Gual, quien además de guiar a las seis niñas y sacarlas de allí, inesperadamente agarra la mano de Lucía en el preciso instante en que está a punto de que su exhausto cuerpo caiga y regrese a las profundidades del oscuro y fétido pozo, luego de colocar afuera, con su último esfuerzo, el aún inconsciente cuerpo de su hermana.

 

VII de IX

Vale señalar que la presencia del tuerto Donoso Gual se explica porque el guerrillero Tomás Aguirre, haciendo a un lado su objetivo carlista, investigando y guerreando para ayudar a Lucía y a su hermana Clara, fue por él para que lo acompañara y reforzara en su incursión en el palacio abandonado. El guerrillero Tomás Aguirre mostró el anillo que era del juez Gamoneda; pero tuvo que colarse amenazando con un hacha al viejo ujier y luego se vio impelido a matarlo tras defenderse de una súbita cuchillada que el anciano le lanzó y por ello soltó la antorcha que provocó el fuego que se diseminó en el interior del vetusto palacio de Miralba. En su violenta embestida y vociferante exigencia, ya al pie del potro de tortura donde aún estaba el inconsciente y atado cuerpo desnudo de Clara a punto de ser descuartizado, el duque de Altollano le hundió una daga que lo mató, pero el guerrillero tuvo tiempo de clavarle el hacha en el cráneo (cayó abrazado por su asesino). Afuera del palacio, oculto en la floresta del otro lado de la Cerca, el tuerto vio el humo y el avance del incendio y la huida de varios encapuchados. Y por eso, pese a su cobardía y a ignorar lo que ocurría en el interior del vetusto edificio, se metió por el pozo de aguas fecales que lo llevó hasta los gritos de las niñas encerradas en la mazmorra y a la carbonera donde llegaba el humo del incendio y donde había un camastro, un crucifijo, un látigo, ropas, y las llaves con que liberó a las seis niñas, sacadas por él a través de la laberíntica y apestosa cloaca.


VIII de IX

Vale decir que Ana Castelar, huyendo en su carruaje conducido a todo galope por el cochero, creía haber salvado el pellejo y pensaba en volver a organizar, en otro palacete abandonado, el cónclave de los Doce Maestros bajo sus negras órdenes y sanguinarios caprichos. Pero en el trayecto empieza a ser minada por los inequívocos síntomas de envenenamiento por arsénico.  Y como no trae consigo el frasco con la primera sangre de la niña Clara al que ella agregó una dosis de arsénico —filtro con el que se disponía a eliminar al médico (uno de los Doce Maestros) que, por disposición de ella, mantenía viva pero drogada con opio a Grisi, secuestrada en el piso del tuerto por un grupo de soldados y recluida en el Hospital del Saladero, habilitado ex profeso para los enfermos de cólera—, con la rápida progresión de los síntomas, recapitula en su memoria y deduce que en la violenta pelea que tuvo con la niña Lucía en el salón de los espejos donde se celebraban los rituales, la chiquilla le dio un rozón en el labio con un cristal roto que le produjo una herida de la que manó sangre, y que ella supuso un trozo de uno de los espejos que estallaron con las llamas; pero ahora deduce que era un trozo del frasco que contenía la sangre menstrual mezclada con arsénico, que en algún momento de la agitación y de la riña debió caérsele y quebrarse. 

             

Detalle de La cabeza de Medusa (1599-1600),
óleo de Caravaggio

             Cuando el cochero arriba a su domicilio, Ana Castelar ya está muerta. Ya no pudo volver a disfrutar de su esplendente y ostentoso palacio de Hortaleza, donde hay un magnífico jardín con aves en cautiverio, entre ellas un fantástico colibrí rojo como un cardenal o como una garza roja, que asombraría a muchos expertos ornitólogos.
 

Colibrí garganta de rubí

IX de IX

El primero de septiembre de 1834 el periódico El Eco del Comercio le hizo justicia a la memoria del joven reportero Diego Ruiz, pues sus ocho páginas fueron destinadas a la crónica inconclusa que dejó al morir asesinado, “firmada por El Gato Irreverente” y completada por don Augusto Morentín con los datos obtenidos a través del tuerto Donoso Gual, quien fue el que le entregó al director el manuscrito inconcluso. “Allí se habla de la Bestia, de los carbonarios, del círculo de los Doce Maestros que portaban la insignia de las dos mazas cruzadas, de las niñas rescatas, del asesinato de carlistas, del palacio de Miralba y, sobre todo, de los duques de Altollano y de las seis niñas asesinadas es este ritual medieval.”

            Como reconocimiento a su “heroica” participación en el caso, el tuerto Donoso Gual, que había renunciado a la Guardia Real, fue readmitido y además lo pusieron a cargo de un área de investigación, que imita a Scotland Yard y que se funda con él, y que le da el privilegio de ir de paisano y no de uniforme; cosa que al tontorrón y gilipollas “no le gusta nada. No le parece propio de un policía llevar un traje como los funcionarios que trabajan en los ministerios, pero son las normas y las va a cumplir.” (Habrá que ver hasta dónde, dada su proverbial cobardía e inclinación a guardase lo que no es suyo y a hacerse de la vista gorda, como cuando le ordenaron localizar y detener a la Roja que mató al militar Marcial Garrigues y no lo hizo.)

        

Otto Dix:
La gran ciudad (1927-1928)
Tabla 1 del tríptico

         Las chiquillas Lucía y Clara fueron adoptadas por doña Inmaculada de Villafranca. Se ve que la pequeña Clara se la pasa bomba con el apapacho de Villafranca y su gusto por estrenar vestidos de relumbrón. Lucía, por su parte, rechazó el ofrecimiento de la meretriz Delfina de reintegrarse al burdel que Josefa La Leona regentaba en la calle del Clavel, reducto frecuentado por adúlteros de alto pedorraje, sacerdotes encumbrados y religiosos con parné que pujan en la subasta de una niña virgen, más aún si es pelirroja de arriba y abajo. Planea aprender a leer y escribir y aspira a “convertirse en periodista, igual que Diego Ruiz”; si puede, “será la primera que ejerza la profesión en España”. La mala espina, que no le ha confesado a nadie, es que presenta ciertos síntomas del cólera. Quizá se salve, quizá no.

 

Carmen Mola, La Bestia. Madrid, 1834. Premio Planeta 2021. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta Mexicana. México, noviembre de 2021. 542 pp.