El espejo en el espejo
Con La amante fea (Tusquets, Barcelona, 1993) el español Josep Lluís Seguí (Valencia, 1945) quedó finalista del XV Premio La sonrisa vertical, certamen de narraciones eróticas convocado en España por Tusquets Editores.
Los amantes (mixta/cartulina, 1963) Pintura de Remedios Varo |
Josep Lluís Seguí comienza su novela La amante fea con el siguiente fragmento lapidario: “Acabarán por parecerse. Todos los amantes llegaban a tener cierto parecido físico entre sí.” Tal corrosiva, clarividente y venenosa sentencia remite, sin proponérselo, a Los amantes (1963), una de las célebres pinturas de la española Remedios Varo (1908-1963). En el cuadro de la artista, un hombre y una mujer, ambos con la misma complexión flaca y alargada y con facciones análogas de curtida y crónica tristeza, yacen sentados, en la banca de solitario un bosque, con los dedos entrelazados entre sí, inextricables (síntesis de su enamoramiento y mórbida cotidianidad). Sus corazones, cuellos y manos supuran y expelen una especie de vapor, una nube que es la suma y confusión de humores, temperaturas, pestilencias, sentimientos y pensamientos que comulgan y bullen en su interior y en la red carnal y emotiva (atracción-rechazo) que los ata. Los vapores, desde lo alto, se transmutan en gotas, en una lluvia que cae y ya se ha convertido en un río o lago, cuyas aguas, ligeramente agitadas, ya les han rebasado los tobillos y que de seguir así terminarán por hundirlos y ahogarlos, si es que antes no se esfuman entre los vapores. Sus largos cuellos y cabezas ovales son un par de espejos de mano, muy similares. Allí, dentro del reflejo de los espejos, yace el rostro de cada cual, cada uno con un ojo negro y el otro azul. Los rostros son idénticos. Son dos pero son un solo rostro atrapado en la contemplación de sí mismo. Los originales perdieron su identidad. Ahora el rostro/los rostros se miran a los ojos, se miran el interior, lo escudriñan con una mezcla de embeleso, hipnosis, hechizo narcisista, escepticismo, ceguera, hastío, estoicismo y profunda tristeza y melancolía. Tal estancamiento o condición cenagosa y paulatinamente suicida, viéndolo bien, resulta contradictoria ante las doradas flores de lis que adornan los mangos de los espejos y sus contornos y frente a su forma oval o de huevo, puesto que la flor de lis (esa flor imaginaria que deviene de ciertas vertientes mitológicas y metafísicas) es símbolo de iluminación, de conjunción y realización espiritual, y el huevo (y por ende la forma) simboliza el germen de la generación (incluso cósmica) y el misterio de la vida.
Tal existencialista fatalidad cifrada en la pintura de Remedios Varo aletea en La amante fea de manera no muy distante. El protagonista, un ejecutivo vacío y en perpetuo desasosiego sexual, se halla atrapado, principalmente, en los miasmas de tres relaciones: con la bella Isbel, su esposa, insípida para él; con Teresa, la potable ex amante, ya fallecida; y con Nelia, la fea, ante la cual, no sólo por antiestética y repulsiva, mira, se mira e imagina con fobia cómo el mimetismo (no sólo físico) que atosiga a las parejas hasta la esclerosis, empieza con ciertos detalles a volverlos parecidos: él y la fea repiten palabras, diálogos, gestos, deseos, y hasta una depresión, sin recordar quién los originó; y sintomática y elocuentemente se repiten viéndose al espejo: “Sus miradas se encontraron en un punto del espejo. Los ojos de la mujer le devolvieron su propia mirada. Había algo de él mismo en aquellos ojos, sus miradas ya eran semejantes.”
La amante fea (Tusquets, 1993) |
Pese a las porras que se cantan y anuncian en la segunda de forros, La amante fea no es la gran novela. El argumento, una mezcla de melodrama existencialistoide y erotismo de receta infalible, es pueril, superficial y predecible. Sin embargo, esto, que no riñe con su estilo de frases cortas, fragmentos y capítulos breves, quizá atraiga y guste a más de un ciento de lectores.
La amante fea se desarrolla a partir de la perspectiva del protagonista: un ejecutivo de clase media, solvente, que boga y sucumbe desgarrado por una serie de incertidumbres y angustias de índole sexual, constantes y antagónicas. El barniz de los roles sociales que cumple: el empleo y la oquedad matrimonial, camuflan lo que realmente es él: un tipejo carente de ideas y propósitos, solitario, egocéntrico, vacío como su deteriorada moral, incapacitado para construir el amor y ver más allá de sí mismo. Todo lo reduce a sus necesidades e insatisfacciones sexuales: “No hay más vida que la sexual.” Así, es un macho incorregible que se imagina y comporta como un donjuán común y corriente. Para él todas las mujeres son nalgas, y sus caras: el rostro humano de las nalgas, todas poseíbles. “Me gustaría acostarme con todas las mujeres que me resultan deseables”, le dice a Teresa, pero más bien se lo dice a sí mismo.
El ejecutivo tiene a la mano una guía del ocio en la que se consignan los teléfonos de las mujeres que el usuario puede solicitar para hacerlo como quiera y con cuantas escoja. Como indicio compulsivo, sintomático de su decadencia, vacío, angustia y ansiedad, al ejecutivo le gusta extraviarse en bares y burdeles. A Teresa, la buenona, la conoció en un bar; era la camarera; esa noche fue con él a la cama. A Nelia, la fea, la conoció en otro, ni recuerda en cuál; era una típica y horripilante mosca de bar babeando por allí; esa noche lo hizo con ella. Isbel, inefable belleza, mórbida y ya inasible, también fue con él la noche que la conoció. El signo definitorio de las tres melodramáticas relaciones es la incomunicación, siempre matizada por el egoísmo del ejecutivo, por su incapacidad para engendrar el amor, con todas las complicaciones y compensaciones que implica.
Teresa, la potable, ya murió. Tenía novio oficial y fuera de los encuentros sexuales con el ejecutivo, no se entendían ni se enamoraron. El protagonista, no obstante, ha deificado los detalles lúbricos de ella, y una y otra vez la evoca en su perpetuo delirio onanista: sus partes íntimas, los episodios que compartieron sus cuerpos, la proximidad con la muerte cuando ella conducía la moto de un modo vertiginoso y su consecuente fallecimiento.
Isbel, su esposa, protagoniza la vacuidad doméstica: la hermosa y tranquila fachada que puede lucir ante el establishmnet. El ejecutivo ignora lo que ocurre en el interior de Isbel; pero como datos elocuentes del vacío, la neurosis y la distancia: ya no hacen el amor, tuvo dos abortos que la atormentan, va al psiquiatra e ingiere somníferos.
Nelia, en cambio y pese a sus feos y nauseabundos rasgos, es su media naranja sexual, una chancla que usa cuando quiere, donde quiere y como quiere. No le importa su pasado ni su vida. Nada más le ordena “bésame” y ella se arrodilla a sus pies y lo hace. La frecuenta los miércoles y los sábados, pero puede improvisar, siempre oscilando entre la repugnancia y el deseo, el desprecio y el afecto, el anhelo de romper para siempre y la necesidad de verla y usarla como se le antoje. Según él, esto es amor, un amor maldito que sin embargo, por ser ella una fea, no podría acceder a un papel trascendental como el que representa y juega la belleza de Isbel frente al hipócrita maquillaje del statu quo.
Josep Lluís Seguí y la caricatura de Kikelin |
Toda novela que aspire a ser erótica y media porno tiene que ostentar ciertos consabidos y manoseados ingredientes. Así, en La amante fea, de Josep Lluís Seguí, no faltan las descripciones fetichistas de las ropas y de las partes de los cuerpos femeninos, las penetraciones, las felaciones, las visitas al prostíbulo, los encuentros casuales y efímeros, como el caso de la tipa que le hace una felación en su auto sólo para que el ejecutivo le dé dinero para comprar cigarros, o la colega casada con quien lo hizo, “de aparador”, en un portal.
Al personaje le gustan los pseudoaforismos, a veces no porque comulgue con su sentido, sino por el hecho de pronunciarlos: “El amor y la muerte provocan risa”; “Tengo la mirada triste de quien no hace más que contemplar a las mujeres”; “La pureza, la perfección, la belleza... no son contagiosas. Sólo las enfermedades y la fealdad lo son.”
El ejecutivo, siempre hueco, es una suma y resta de trivialidades y contradicciones. Así, solo y abandonado en el laberinto de sí mismo, todo el tiempo transpira y fantasea, incluso lascivamente, con la proximidad de la muerte; le teme y la evita, pero al unísono la busca en su naufragio interior, en la obsesión sexual. Es el tiempo del SIDA, pero el heroíno de sí mismo siempre es materia fácil y dispuesta para hacerlo sin condón: con sus amantes, en tropiezos fortuitos con desconocidas y en un burdel. La depresión y la fiebre que él trata de desaparecer con bourbon y con algún somnífero, y que más tarde Isbel y el médico tratan de conjurarle con nembutal, así como el dolor de estómago que lo persigue, quizá no sean síntomas de un terrible contagio o lesión, sino simples y agudizadas somatizaciones de su permanente angustia, neurosis y ansiedad. La velocidad y la manera en que conduce su auto: se estrella contra el carro de la basura y muere, pese al delirio y morbidez, no es una entrega a la muerte con los brazos abiertos y conocimiento de causa, sino un accidente imprudencial, semejante al accidente que al parecer borró del mapa a la motociclista de Teresa. “Mierda, la basura”, fueron sus últimas palabras, el último espejo que proyecta su calidad de desecho humano.
Josep Lluís Seguí, La amante fea. Colección La sonrisa vertical (85). Tusquets Editores. Barcelona, 1993. 176 pp.
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