El lugar donde anida la tristeza
“Llega el día en que el día ya no llega, y el hombre/ se derrumba en la noche de la eterna tiniebla,/ despojado de rostro, sin memoria, exprimido,/ como grano de arena que se pierde en la arena.” Ineluctable fin melancólicamente cantado en “Llega el día”, poema del mexicano Elías Nandino (1903-1993). Y es precisamente este macabro punto final (apenas una minúscula y desapercibida tilde que corta de un tajo la respiración de un individuo perdido entre los miles y miles de infinitesimales individuos que infestan la aldea global) el que cobra relevancia en “La mortaja”, cuento del español Miguel Delibes (Valladolid, octubre 17 de 1920), que de ningún modo (pese a la porra de la contraportada) puede catalogarse como “uno de los mejores relatos cortos de la literatura española contemporánea”, no obstante que el prolífico autor recién fallecido (Valladolid, marzo 11 de 2010), miembro de la Real Academia Española desde 1973, fue sujeto de rutilantes y sonoras condecoraciones; por ejemplo: Premio Nadal en 1947, Premio de la Crítica en 1953, Premio Príncipe de Asturias en 1982, Premio Nacional de las Letras Españolas en 1991 y Premio Cervantes en 1993.
Miguel Delibes |
“La mortaja” ocurre durante unas cuantas horas en un desperdigado caserío español que circunda una planta de luz llamada Central o C.E.S.A. El Senderines, un chamaquillo, huérfano de madre, mientras juega entre los pedruscos, ve llegar al Trino, su padre. El hombre, borracho e indigesto, se derrumba en el camastro y ya no se levanta. Muere por sus excesos. Así, el Senderines, solitario y abandonado, y puesto que su padre yace desnudo, se ve impelido a vestirlo, es decir, a amortajarlo. Pero es tan pequeño y su padre tan grande y pesado, que tiene que solicitar auxilio para hacerlo.
El nombre del cuento implica, por extensión, las deplorables condiciones que pululan en ese sitio fantasmal, no muy distinto de la miseria, de la soledad y del abandono que se observa en Las Hurdes (1933), dramático documental de 30 minutos que Luis Buñuel (1900-1983) filmó en esa región de Extremadura, España, e ineludible pariente lejano de San Juan Luvina, el desolado, pedregoso y solitario ámbito del cuento epónimo de Juan Rulfo (1917-1986). En la geografía de “La mortaja” abundan los cerros de greda, blancos e inhóspitos. Durante el año sólo hay dos estaciones: verano e invierno, ambas extremosas. Sus habitantes son cadáveres, muertos que continúan de pie, amortajados en sí mismos, en su soledad, en su incomunicación, en sus míseras y desesperanzadas ocupaciones.
(México, 1994) |
“La mortaja” es también la corta visión cultural de los lugareños, con sus supersticiones y atavismos religiosos, con sus rudos y brutales vínculos. Por ejemplo, el Trino, estereotipo de macho, desprecia a su hijo por el simple hecho de que es flaco y débil, y no fuerte y robusto como él, pero también por sus fobias infantiles. “Los hombres no tienen miedo de nada”, le dice entre sus burlas y necedades.
En una de sus bravuconadas apuesta con Baudilio a ver quién de los dos se atraganta más. Con dos litros de vino adentro, se traga “dos docenas de huevos para empezar; luego se zampó un cochinillo y hasta royó los huesos y todo”. Esta desmesura es la que lo revienta. Y el hecho de que esa misma tarde haya madrugado al Goyo de dos puñetazos, debido a que éste dizque tenía “triunfo” en el juego, es la causa de que el ofendido se niegue a prestarle ayuda al Senderines. “He jurado por éstas no volver a mirarle a la cara y no dar un paso por él. Yo le estimaba, pero él me dio esta tarde dos guantadas sin motivo y ello no se lo perdono yo ni a mi padre”.
El protagonista, sin embargo, no es el muerto, sino el Senderines, el escuincle crecido al garete, quien no conoce la ciudad, esa tierra de pecado, reza uno. La omnisciente y ubicua voz narrativa, que hace migas sentimentales con él, lo sigue en su mirada infantil, en sus ingenuos devaneos, y en algunos de sus juegos y fantasías, como cuando él y el Canor iban a ver las ridículas hazañas pesqueras del Goyo al pie de la presa; en su colección de mosquitos despanzurrados en la cabecera de su cama; en la caza de una luciérnaga; o cuando él creía que los poderosos y hercúleos brazos de su padre eran los que impulsaban el boom boom de la Central, ese sonido que invade la zona, y que a él le parecía la estridencia de un gran corazón; o que Conrado, el Goyo y su progenitor, en la planta, apaleaban el agua sin cansancio, hasta que de ésta sólo quedaba el brillo, elemento con el que llenaban las bombillas para que en la noche los hombres tuvieran luz.
Miguel Delibes de niño Foto del Colegio de las Carmelitas Valladolid |
En este sentido, la voz narrativa también ilustra las fobias y pesadillas del Senderines que atizan algunos mitos y supercherías del entorno: que los voraces lucios traídos de Aranjuez pueden arrancar un brazo de una sola dentellada o comerse un niño entero, que dan brincos como títeres y pueden saltar la presa contra corriente; que si regresaba solo al lado de su padre muerto, éste podía quejarse si volvía a manipular sus piernas para vestirlo; “o que el sarnoso gato de la Central, que miraba talmente como una persona, se hubiera acostado a los pies de la cama y estuviese hablando”.
Pero por un momento, haciendo de tripas corazón, el pequeño Senderines, frente al cadáver, descubre “que metiéndose de un golpe en el miedo, cerrando los ojos y apretando la boca, el miedo huía como un perro acobardado”.
Aún así, cuando mediante el intrínseco resorte que mueve a los hombres (el interés, un pago contante y sonante) logra que el Pernales lo ayude a amortajar a su padre, no puede evitar que lo atenace el estupor ante la idea de pasar la noche junto al muerto, por lo cual, le ofrece al Pernales el radio y asunto concluido (el vivo Pernales, cuya facha y modus vivendi reflejan a un pordiosero, se apropia del traje nuevo del difunto, de los zapatos, del despertador, de una camisa).
Quizá este infeliz y olvidable cuento inocule en alguien (no falta un roto para un descosido) y entonces se dé a la tarea de conseguir, leer y atesorar la extensa narrativa de este autor entre los autores, que si respiran, conversan, caminan a tientas, escriben, lloran en seco, “es tan sólo porque su mineral corazón aún mueve su sangre”.
Miguel Delibes, La mortaja. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/ CONACULTA. México, 1994. 64 pp.
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