Una islita delicada y suave...
Publicada en francés, en 1967, por Éditions Gallimard, Viernes o los limbos del Pacífico (cuya traducción al español de Lourdes Ortiz data de 1986) es la reescritura que Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924) hizo de Robinson Crusoe (1719), novela del británico Daniel Defoe (c. 1660-1731). Se ha dicho —el mismo Tournier lo recuerda en un ensayo reunido en El viento paráclito (Alfaguara, 1994)— que una de las historias que posiblemente incidieron en la imaginación de Daniel Defoe es la del escocés Alexander Selkirk, quien un día de la primera década del siglo XVIII fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, frente a las costas de Chile. Allí vivió 4 años y 4 meses. Defoe, se piensa, pudo haber leído lo que se escribió sobre Alexander Selkirk y tal vez haya hablado con él. Pero el Robinson de York, el personaje de Daniel Defoe, naufraga en una isla del Caribe, cerca de la desembocadura del Río Orinoco, en el Atlántico, en la que vive 28 años. Así, el Robinson de Michel Tournier, también nacido en York, Gran Bretaña, el 19 de diciembre de 1737, naufraga el 30 de septiembre de 1759, a los 22 años, en una de las islas Juan Fernández. Allí, casi al término de la obra, al arribar una goleta mercante, se entera que es el 30 de septiembre de 1787; es decir, han transcurrido 28 años, 2 meses, 19 días, y tiene 50 años.
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Daniel Defoe
(Londres, c. octubre 10 de 1660, ibídem, abril 21 de 1731) |
Mientras estalla una tormenta, a bordo del Virginia, en el camarote de Van Deyssel, el capitán, con las cartas del tarot, le cifra al joven Robinson Crusoe los episodios de su destino. Al terminar de leer cada uno de los arcanos, ocurre el naufragio. Sólo al final de la novela, el lector y el propio náufrago, podrán conocer los alcances de tales predicciones. En un primer momento, Robinson Crusoe bautiza a la isla con el nombre de Desolación y emprende la tarea de construir el Evasión, un navío que, sólo al concluirlo, advierte la imposibilidad de moverlo; es decir, como si inconscientemente hubiera esperado que las aguas llegaran a él, tal como ocurrió con el Arca de Noé. Así, roído por el abandono, la soledad y el pesimismo, le da por tirarse en una charca lodosa, hasta que una serie de espejismos (con reminiscencias infantiles) amenazan con trastornar su cordura. Y es aquí, en medio de ese limbo al margen de la historia y del tiempo, cuando empieza a germinar un Robinson Crusoe que es, él solo, la suma de todos los hombres de la civilización occidental. Concibiéndose elegido por la Providencia, rebautiza a la isla con el nombre de Speranza (“la esperanza es una de las tres virtudes teologales”). Y siempre envuelto en la Biblia y nostálgico ante el mundo humano, semeja una especie de solitario Adán que inicia y construye una pequeña ciudad-estado hecha a imagen y semejanza del orbe que lo acuñó; su objetivo: dizque vencer la deshumanización que provoca el entorno salvaje.
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Robinson Crusoe |
No obstante su juventud y el breve lapso que vivió entre los suyos, Robinson Crusoe es un tipo con numerosos conocimientos, oficios y virtudes: en la agricultura, arquitectura, ganadería, etcétera, etcétera, por lo que descuella (quizá por su tácita salud de hierro) que no refiere nociones de herbolaria y farmacopea. Sólo dos veces sufre una misma dolencia: indigestión, una por comer filetes de tortuga con arándanos y otra debido a conservas y carne en salsa; y sólo una vez alude alimentos para prevenir el escorbuto. Él mismo (un modelo de orden, rigor, avaricia, raciocinio, locura y perversiones) organiza y escribe sus propias leyes, se nombra gobernador, administrador, general. Y dado que es excesivamente ritualista y religioso, es también el pontífice que oficia sus propias ceremonias religiosas, el pensamiento que, al ritmo de la clepsidra, preside, estipula y sanciona cada uno de los actos de cada día y de cada semana. Así, el log-book que escribe es un acto sagrado, ritual, narcisista, en el que registra lo trascendente de los acontecimientos y de sus meditaciones, que llegan a ser, muchas veces, además de exhibicionismo mnemónico e intelectual, breves devaneos y disquisiciones teologales, metafísicas y filosóficas sobre distintos tópicos, todo lo cual ilustra los tintes de su demencia solipsista.
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Michel Tournier |
Una de las vertientes más atractivas de esta novela de Michel Tournier es la que concierne a la vida sexual de Robinson Crusoe. Speranza, además del sentido sacro, tiene, para él, implicaciones femeninas: su nombre le recuerda a una italiana de la Universidad de York. Y al trazar el mapa de ella, observa que sus contornos son la silueta de una mujer sin cabeza, en cuya actitud “resultaba difícil separar lo que había de sumisión, de miedo o de simple abandono”.
Seducido por la naturaleza femenina de la isla, es atraído por el “foco de Speranza, de donde partían radialmente todas las terminaciones nerviosas de aquel gran cuerpo”; desciende a la gruta, y a través de un orificio, luego de una especie de penetración, cae a una pequeña cripta, allí observa una flor mineral de erógeno aroma, pero lo más magnético es un alvéolo, donde se acomoda en postura fetal. En esa comunión erótica, edípica, genésica, iniciática, descuella, una y otra vez, su reflexión narcisista: “Se hallaba suspendido en una eternidad feliz. Speranza era un fruto que maduraba al sol, cuyo hueso desnudo y blanco, recubierto por mil capas de corteza, de cáscara y de peladuras, se llamaba Robinson.” Tales episodios se interrumpen cuando una gota de su semen le hace verse, desde su óptica devota, como un monstruo incestuoso. Más adelante, al no poder eludir la sensualidad de la isla ni sus propias pulsiones sexuales, empieza a penetrar un árbol, un quillai: allí “su sexo se aventuró en la pequeña cavidad musgosa que se abría en el punto de unión de las dos ramas”. Pasa dichosos meses con la quillai, hasta que en pleno acto sexual la picadura de una araña en su miembro le dicta una nueva restricción: la picadura equivale al mal francés, una enfermedad venérea que le advertía de los peligros de la vía vegetal. Sin embargo, la apoteosis lasciva ocurre al descubrir una zona lúbrica que llama loma rosa: unos arenales en cuya geografía ve protuberancias y formas femeninas. Allí siente que se halla en otra isla, que al penetrarla “tenía el cuerpo de la isla bajo sí” y que moría en los momentos culminantes: “He cavado mi tumba con mi sexo y he muerto de esa muerte pasajera que tiene por nombre voluptuosidad”.
Así, evocando, reescribiendo y reinterpretando fragmentos de la Biblia (del Cantar de los Cantares, por ejemplo), celebra su boda con Speranza. Poco después observa que, en los sitios donde había enterrado su simiente, primero desaparecen las hierbas y las gramíneas, y luego brotan una serie de mandrágoras (que nunca antes había visto en la isla), sus hijas, puesto que, según el mito, esas flores suelen surgir al pie de los cadalsos, allí donde los ajusticiados dejaron caer “sus últimas gotas de licor seminal”; es decir, “son, en suma, producto del cruce del hombre y de la tierra”.
Pero es un araucano, una mezcla de negro e indio, que Robinson Crusoe bautiza con el nombre de Viernes, el que empieza a trastocar tanto el statu quo edificado por su desvarío fundacional (civilizador-conquistador), como sus perversiones en loma rosa. Al principio, Viernes exacerba sus atavismos de hombre blanco. Desde su religiosidad egocéntrica, megalómana y automitificadora, Viernes es un negro del nivel más bajo de la escala humana, un salvaje cercano a los animales, enviado para él, por Dios, para que le sirva de esclavo. Así, además del desinterés por lo que piensa y siente el negro araucano, se la pasa reprobando su ocio y conducta lúdica e infantil.
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(Alfaguara/CONACULTA, México, 1994) |
Uno de los episodios críticos ocurre cuando Robinson Crusoe descubre que en loma rosa ha brotado una mandrágora acebrada, pues el maldito y odioso negro se la ha fornicado; por ende divaga y fantasea, incluso, con las formas de su muerte. En este sentido, al tropezar con las “dos pequeñas nalgas negras bajo las hojas” en plena fornicación de loma rosa, arremete a golpes contra Viernes. Hojeando la Biblia, busca al azar y halla versículos que interpreta, siempre automitificándose, como la condenación de tal sacrilegio. Pero también renuncia a volver a loma rosa.
Luego de una serie de trastornos que Viernes, el esclavo, engendra en el dizque civilizado orden de la isla, éste, accidentalmente, hace estallar los 40 toneles de pólvora que Crusoe atesoraba en la gruta y así destruye los edificios y atributos de la pequeña ciudad del amo. Robinson queda a merced de Viernes, pero más que nada porque así lo desea el inglés, porque intrínsecamente espera que nazca en él el hombre nuevo, el habitante de la otra isla, del limbo, de la eternidad que a veces vislumbraba y vislumbra. Viernes deja de ser su esclavo, lo trata de hombre a hombre (siempre distintos y antagónicos), se esmera por comprender sus hábitos, su ocio, su risa y sus juegos infantiles (nunca rituales). Al meditar, lo mitifica. E incluso comparten instantes de éxtasis cuando oyen la música elemental que emiten los instrumentos eólicos (un arpa y un tambor) pergeñados por el negro con los restos de un gran carnero. Sin embargo, Robinson Crusoe nunca logra acceder al mundo interior y cosmogónico del araucano.
Mientras que Viernes continúa con sus juegos y obsesión eolia, Robinson, que sigue siendo narciso y religioso, empieza a vivir sobre una araucaria y a adorar al sol. Cuando aparece un barco, el Whitebird, Viernes, con facilidad, se integra a la tripulación; pero Crusoe comienza a experimentar aversión hacia los hombres y hacia la cultura que tales europeos representan. Así, para permanecer en el dizque nivel superior, en ese trozo de eternidad (que sólo concibe y conceptualiza su solipsismo idealista, poético y mitificador), en el limbo intemporal poblado por seres inocentes (sólo dos), Robinson, sin consultar al negro, decide que ambos se quedarán en Speranza por siempre jamás.
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(Alfaguara, Madrid, 1994) |
Pero al día siguiente, cuando la goleta se ha marchado, descubre que Viernes se escapó llevándose todos los objetos de su mundo interior. Deprimido ante el abandono, Robinson Crusoe envejece en un segundo y decide morir en el alvéolo de la derruida gruta. Pero al disponerse a hacerlo es sorprendido por un niño: el pelirrojo grumete del Whitebird, quien dejó el barco para quedarse con él, cuya aura humana y afectiva lo revive e induce a revivir su adoración solar.
Mas nuevamente, con su tendencia sacerdotal, patriarcal, egocéntrica, pese a que el escuincle se llame Jaan Neljapäev, lo unge con sus palabras: “Te llamarás Jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.”
Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico. Traducción del francés al español de Lourdes Ortiz. Serie Fin de Siglo, Alfaguara/CONACULTA. México, 1992. 272 pp.
Hola! Gracias por la reseña. Tengo que hacer una crítica literaria en inglés y buscaba algo acerca de este libro, es uno de mis preferidos de todos los tiempos.
ResponderEliminarSaludos, Tana