domingo, 12 de mayo de 2013

La pianista




Ya no puede verla como una persona

De 1983 data la primera edición en alemán de Die Klavierspielerin, novela de la austríaca Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag, octubre 20 de 1946), Premio Nobel de Literatura 2004. Y de 1993 data la traducción al español de Pablo Diener Ojeda, la cual, con el título La pianista, fue editada por primera vez en México, en 2004, por Random House Mondadori con el número 252 de la serie Literatura Mondadori, cuyo frontispicio (por razones publicitarias) reproduce un fotograma de La pianiste (2001), su adaptación fílmica en francés (con modificaciones y numerosas omisiones), guionizada y dirigida por Michael Haneke, que en el Festival de Cannes 2001 obtuvo la Palma de Oro por la “Mejor interpretación femenina” (Isabelle Huppert) y la Palma de Oro por la “Mejor interpretación masculina” (Benoît Magimel).
(Mondadori, México, 2004)
       Pese a la ironía, al sarcasmo y al corrosivo humor negro que prolifera y abunda en sus páginas, La pianista no es una obra placentera. Abultada con superfluas digresiones y múltiples y sucesivas reiteraciones, es una sórdida temporada en el infierno de la patética y patológica subsistencia de Erika Kohut, la gris y frustrada maestra de piano del conservatorio de Viena, quien pese a que ya ronda los 40 años de edad, es una infeliz solterona que aún vive con su madre, un sombrío y obtuso vejestorio que la domina, veja, cosifica y exprime (la mayoría de sus ingresos deben ir a la cuenta bancaria que contempla la compra de un departamento nuevo) y por ende la hija le oculta los retorcidos y oscuros hábitos de sus reprimidas pulsiones sexuales. 
       Hay una buena dosis de sadismo y venganza en el tratamiento autoritario, ríspido e intransigente que la maestra de piano aplica a sus alumnos. No obstante, el trastorno neurótico y mental que aqueja y refleja su conducta empieza a vislumbrarse con la escena que abre el libro: Erika llega al departamento que comparte con su madre más de tres horas después de que ésta la espera y por ende la increpa, la injuria y le arrebata el portafolio de las partituras de donde extrae el cuerpo del delito: un vestido nuevo (semejante a otros que ha comprado y no usa), que la madre tira al suelo y maltrata en medio de reclamos, amenazas, golpes, gritos, jalones de pelo y llanto, preámbulo de lo no menos mórbido y sintomático: duermen en la misma estrecha cama. 
       La omnisciente y ubicua voz narrativa plantea que tal dramática escena se repite con cierta periodicidad, a veces con mayor énfasis. Y lo mismo bosqueja con otros episodios habituales que trazan y abonan el perfil mental y el trastorno psíquico de la culta protagonista. Uno ocurre cuando la profesora Erika, después de sus clases de piano, viaja en tranvía hasta ciertos suburbios de Viena, donde en un subterráneo viaducto sobre el cual se desplaza el tren suburbano, entra en un peep-show (aledaño a un diminuto sex-shop), donde pululan yugoslavos, serbocroatas y turcos. Allí, encerrada en “una cabina de lujo”, introduce monedas ahorradas ex profeso y observa lujuriosas escenas en vivo. No se masturba, pero mientras mira, “levanta del suelo un pañuelo de papel cargado de semen y se lo acerca a la nariz. Respira, mira y deja transcurrir en ello un poco de su tiempo vital.”
 

Elfriede Jelinek
        Si en esos reductos underground cultiva y fermenta tal escatológico voyeurismo, donde ella sólo mira y huele, pero no toca ni se toca, tal manía tiene una variante en su hábito de ir a mirar, solitaria y de noche, al Prater de Viena, en horas en que por allí se ejerce la prostitución masculina y femenina, y donde, entre los arbustos, se fornica por dinero o placer. Esa rutina la voz narrativa la ilustra en un largo episodio en el que impera, aunada a su cáustica perspectiva crítica, desencantada y misántropa, cierta categórica xenofobia que parece compartir la propia Elfriede Jelinek: “El yugoslavo y también el turco desprecian por naturaleza a la mujer”, afirma en la página 134; “el cerrajero [austríaco] la desprecia solo si la encuentra sucia o cuando pide dinero por follar”. Es así que “Con espíritu de buen cazador, Erika avanza con soltura —como la lanzadera de un tejedor— a través del territorio que se extiende a lo largo y ancho de todo el verdor del Prater. Ha ampliado su área de acción; hace ya mucho tiempo que conoce las presas de su entorno inmediato. Aquí hace falta valor. Lleva buenos zapatos, con los que, en caso de emergencia —si fuera descubierta—, puede meterse entre matorrales, pisar mierda de perro, botellas de plástico vacías —con forma fálica, y que conservan restos de bebidas infantiles con colores envenenados (para cada gusto existe un tipo distinto de animal que canta en la televisión)—, montones de papeles pringados utilizaos con fines más que triviales, platos de cartón con restos de mostaza, botellas rotas o condones aún llenos que todavía conservan vagamente la forma de la polla. Nerviosamente husmea para eludir riesgos. Inhala aire y lo espira.” Erika, para mirarla, localiza a una pareja que está copulando (un poco después descubre que él es un turco y ella una austríaca ya mayor); el momento climático para la profesora ocurre cuando, por ver, experimenta unas ineludibles ganas de orinar y lo hace en cuclillas mientras sigue mirando, pero es descubierta y los susodichos zapatones le sirven para huir de prisa en medio de gritos e improperios del “habitante del Bósforo”.  
       Más desquiciante es el síndrome masoquista de la profesora de piano, cuyo progenitor primero fue recluido en un psiquiátrico particular y luego en el manicomio estatal de Steinhof, donde “murió completamente trastornado”. Además de que paulatinamente ha reunido una serie de utensilios con que espera ser torturada y fustigada por el amo-esclavo que añora y sueña, desde su adolescencia, oculta en una habitación o en el cuarto de baño del departamento que comparte con su madre, se pincha la piel o para sangrar se hace cortes con una navaja de afeitar que fue de su padre y que siempre lleva consigo: “Se sienta con la piernas abiertas frente al espejo de aumento que se usa para el afeitado y realiza un corte que agranda la abertura que constituye la puerta interior de su cuerpo. Entretanto ha ganado experiencia, de modo que el corte con la cuchilla no le causa dolor; sus manos, brazos y piernas se han usado muchas veces para estos experimentos. Su pasatiempo es precisamente hacerse cortes en el propio cuerpo.”
 

Elfriede Jelinek
         Walter Klemmer, diez años menor que Erika Kohut, es un vigoroso joven de pelo rubio, que además de las clases de piano que toma con ésta en el conservatorio de Viena, cursa estudios técnicos de electricidad en el Politécnico y práctica el piragüismo. Klemmer, pese a que no está propiamente enamorado de su maestra de piano, se siente atraído por ella y modestamente la corteja durante varios meses en que Erika lo trata de manera arrogante, desdeñosa, grosera y esquiva. Sin embargo, en su interior también germina una secreta atracción y obsesión por el alumno, quien tiene su fama de donjuán, hasta el punto de que durante un ensayo que la orquesta de estudiantes del conservatorio practica en el gimnasio de una escuela superior, al observar cierto coqueteo entre Klemmer y una joven flautista de minivestido, un arrebato de celos la induce a alejarse del ensayo y en un baño a destrozar con pisotones un vaso de cristal envuelto en un pañuelo. Luego, los pedacitos y las astillas los introduce en el bolsillo del abrigo de la flautista que cuelga en los vestidores del gimnasio entre los atavíos de los otros alumnos de la orquesta. Después del ensayo, no tardan en oírse los gritos de la flautista que saca, del bolsillo de su abrigo, “una mano herida y cubierta de sangre”. En medio del alboroto, la hipócrita maestra de piano “simula malestar y malhumor por la cercanía de la erupción de la sangre” y se va de prisa rumbo a los retretes de esa escuela. Pero “En su interior, Erika lamenta no haber podido disfrutar hasta el final el crimen cometido contra la indecente muchacha.”
        Los sucios y hediondos retretes de los estudiantes de esa escuela no son nada higiénicos; no obstante, allí la busca y localiza Walter Klemmer. Y en medio de ese entorno de escatológicos efluvios, logra, por fin, acercarse a ella, besarla y manosearle la vagina. Pero no hay coito, pues muy rápido Erika toma el control. No permite que Klemmer vaya más allá de la felación y de la masturbación al que ella lo somete (incluso le lastima el pene y le prohíbe eyacular) y le anuncia que le dará por escrito las instrucciones de todo lo que podrán hacer. 
      En medio del tenso maltrato con que la maestra mantiene distante y a la expectativa a su alumno, quien ahora estudia menos y falla, le entrega la carta con las instrucciones. Klemmer, aún iluso, quiere pasar un fin de semana con Erika y leer la carta en un sitio especial, pero nada de esto logra. Obstinado en su cometido, él piensa que no es necesario ningún escrito para hacer lo que hay que hacer. Así que en un episodio sigue a Erika hasta el edificio donde vive y logra entrar al cuarto de ella, cuya puerta sin cerrojo, para impedir el paso de la gritona e imprudente madre, es bloqueada con “la cómoda de la abuela”. Erika, antes de cualquier cosa, insiste en que primero lea la misiva. “Exigirá que se cumpla lo que pide detalladamente en la carta, pero [oh contradicción: dizque] espera de todo corazón no verse sometida a lo que pide en la carta.” El caso es que se trata de todo un catálogo de perversiones donde le detalla los modos en que él debe torturarla y vejarla. Mientras lee, además de que él determina que “ya no puede verla como una persona”, ella, siempre en silencio (porque no se permite hablar) saca “una vieja de caja de zapatos” y despliega su colección de objetos de tortura. En el papel le dice “que siempre se dirigirá a él de forma escrita o por teléfono, nunca personalmente”. Es decir, con todo ello Klemmer ve, que aunque él sea el dizque amo y torturador, es ella la que dictará lo que se ha de hacer y cómo.  
       Walter Klemmer, quien según él no le haría daño (aunque “en alguna ocasión se me puede escapar la mano”), se marcha muy ofendido dando un portazo, no sin soltarle insultos, arrojarle la carta y expresarle que le repugna. Pero además de que esto preludia un escarceo incestuoso entre madre e hija (suscitado por ésta en la cama), poco después Klemmer denota que también él procrea una vertiente oscura y cruel. 
     Un episodio ocurre en un “cuartucho de las mujeres de la limpieza”, donde, entre las ásperas y nauseabundas descripciones pornográficas, él no consigue una erección y Erika siente arcadas y vomita en medio de una felación. Klemmer le surte improperios y “repite que Erika Kohut apesta terriblemente y que debería abandonar la ciudad lo antes posible”. Erika no se va. Y luego, ya en su casa, antes de dormir junto a su alcoholizada madre, se hostiga el cuerpo aplicándose en la piel las “pinzas plásticas para la ropa” y una serie de alfileres. 
       Otro episodio, más terrible, ocurre cuando Klemmer, repleto de cólera y frustración, busca descargar su ira sobre algún animal nocturno, pero lo hace contra un par de adolescentes que halla fornicando entre los matorrales. Es ya entrada la noche y Klemmer se desplaza hasta el “portal del edificio de Erika”, donde, pensando en ella, “se masturba con vehemencia”. Desde una cabina telefónica la llama; ella abre y se sucede el pasaje más violento y dramático de la obra: con la madre por allí (duerme en su cuarto y el ruido la despierta), Klemmer la insulta, la golpea y la viola y “le advierte que no debe comentarlo con nadie”.
       Nadie denuncia a Walter Klemmer. Pero días después Erika se dispone a vengarse de él, pues con un cuchillo afilado en la cartera llega hasta el Politécnico, donde a cierta distancia ve al joven reír entre un grupo de muchachas y muchachos. No se le acerca ni le dice nada, pero piensa que “!El cuchillo ha de llagarle al corazón!”. Ante su flaqueza, “Erika Kohut se hiere en un punto del hombro y comienza a sangrar.” Poco a poco se aleja de allí, acelerando el paso cada vez más.
Elfriede Jelinek


Elfriede Jelinek, La pianista. Traducción del alemán al español de Pablo Diener Ojeda. Serie Literatura Mondadori (252), Random House Mondadori. 1ª edición mexicana. México, 2004. 288 pp.




Nota publicada en Punto y Aparte (mayo 9 de 2013)


Enlace a La pianista (2001), película dirigida por Michael Haneke: http://www.youtube.com/watch?v=W35xHrZHPcQ



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