domingo, 1 de julio de 2018

Los perros duros no bailan

Estoy aquí para morir matando

Signada por un epígrafe transcrito de El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes, dedicada a una élite canina y dividida en doce capítulos con títulos, en junio de 2018 se publicó la primera edición mexicana del divertimento Los perros duros no bailan, caricaturesca fábula (novelística, crítica y negra) del escritor español Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, noviembre 25 de 1951), autor de los artículos testimoniales y autobiográficos reunidos en Perros e hijos de perra (Alfaguara, 2014). El protagonista de la obra es el Negro, un perro mestizo (“cruce de mastín español y fila brasileño”), que además es el héroe y la voz narrativa.  
Alfaguara, 5ª edición española
Valladolid, abril de 2015
    Reza el consabido dicho que los perros se parecen a sus dueños; y aquí, en el bestiario perruno que pulula en las páginas de la novela, esto es norma e hilarante tipología, pues la humanizada caracterización y conducta del catálogo de perros (incluso su habla, proclive a los refranes y a los aforismos) es radiográfica parodia de la conducta humana y de ciertos modos de hablar, vociferar, insultar y maldecir. En este sentido, el perro que al parecer se parece al novelista Arturo Pérez-Reverte (“miembro de la Real Academia Española”) es Agilulfo, “un podenco flaco, filósofo y culto” (que además de recitador de mitos, leyendas y atavismos, suele pontificar con frases en latín y en español), cuyo “dueño es un humano con biblioteca grande y que va mucho al cine”. “Ser o no ser, como dijo el bardo”, sentencia en su idioma canino.
   
Arturo Pérez-Reverte, Tintín y Milu
            El principal escenario de las aventuras y sucesos que evoca y narra el Negro (con paneos y encuadres cinematográficos) son ciertos márgenes de un prototipo de ciudad española (quizá Madrid). Al igual que otros pulgosos (La pulga hace guitarrista al perro), el Negro y Agilulfo suelen ir al “Abrevadero de Margot”, una especie de peña y bar perruno que se halla “junto a la destilería de anís que vierte su desagüe en el río”, donde se ponen a medias tintas o hasta las chanclas dándole “lengüetazos al canalillo”. Y se infiere que fue bautizado así porque la cantinera es “Margot la Porteña, la boyera de Flandes”, quien además de su origen argentino (por ende habla con los modismos y apócopes de un boludo de por allá), cuida el reducto de la contaminación: “limpia las basuras y los plásticos, y mantiene alejados a los gatos y sus meadas y a las palomas y sus cagadas”.
     Agasajándose con el anisado, Agilulfo y el Negro comentan la misteriosa desaparición, desde hace dos semanas, de Teo y Boris el Guapo. Teo es un sabueso rodesiano que era el mejor amigo del Negro, cuyo distanciamiento empezó al estrecharse el vínculo sexual que Teo estableció con Dido, “una setter irlandesa tirando a rubia, de andares elegantes”. Según jadea el Negro con los párpados a media asta y lamiéndose los bigotes: “Dido era un definitivo pedazo de hembra. Estaba tan buena que derretía el asfalto con sólo mover el rabo, y bastaba con verla caminar para comprender que lo sabía. Ellas, las perras, siempre lo saben.” Y del efebo Boris el Guapo, “un lebrel ruso de ojos dorados”, baste apuntar que “había ganado premios” y que “lo cruzaban de vez en cuando con espléndidas hembras de pelo rubio y largas patas, de esas que sólo ves fotografiadas en la revista Perros y Perras”.
       
Arnold Schwarzenegger
        El Negro es un perrazo de ocho años con poderosas mandíbulas y con la fortaleza de Arnold Schwarzenegger (y quizá con su musculatura), cuya ascendencia se la recitó Agilulfo, el “filósofo y culto que sabe de estas cosas”. Según reporta el Negro: “asegura que nací para el combate; que soy un guerrero antiguo con una estirpe gladiadora tan vieja como la historia de los humanos. Por lo visto, mis antepasados destripaban osos y lobos en las montañas, leones en el Coliseo, acompañaron a las legiones romanas y despedazaron bárbaros en las selvas de Germania y el limes del Danubio, cazaron indios en el Caribe y esclavos negros fugitivos en las selvas amazónicas. Todo un currículum, dice Agilulfo. Quizá por eso, añade, los perros de mi casta, ya desde cachorros, tenemos ojos de viejo, alma llena de costurones y mirada resignada, hecha de siglos de sangre y fatalidad.”
      Durante un par de años el Negro fue un aguerrido perro de pelea; un temible campeón, célebre entre las jaurías (y entre la pestilente hez de la canalla: las hordas de negociantes clandestinos y apostadores del género infrahumano). Ahora es un ex combatiente a quien a veces se le va la chaveta con pesadillescas visiones de encarnecidas riñas y se pone rabioso, como ladrándole a la Luna sin ton ni son (obvio síndrome postraumático). Logró retirarse del coso de arena, y convertirse en un perro guardián de garaje doméstico, mediante una estratagema que narra. Apenas “cosa de un año atrás, recién retirado yo de los garitos de pelea”, dice, fue cuando allí, lengüeteando en el Abrevadero de Margot, conoció a Teo: “una noche en que cada uno bebía en el canalillo por su cuenta”.
      Por lealtad a esa amistad es que el Negro emprende la detectivesca búsqueda de Teo y de Boris el Guapo (“Un perro no es más que una lealtad en busca de una causa”). El Negro no le tema a nada, salvo a las furgonetas verdes de la perrera municipal, pues el apaño de esos empleados municipales implica el “camino de la Puerta Sin Retorno, la inyección letal y la Orilla Oscura”. El norte del sitio al que fueron a parar Teo y Boris se lo brinda Rufus, un galgo español, consejero de Tequila, “una xoloitzcuintle mexicana, inmigrante”, cuya “banda de perros callejeros controlaba todo el tráfico de huesos y restos de carnicería aprovechables al otro lado del río, cerca del puente nuevo”. El precio por la información (que no circuló a través de la frecuencia de Radio Perro) fue el robo de un solomillo (de unos tres kilos) que colgaba en la carnicería al fondo del “supermercado junto al puente”.
     El caricaturesco, jocoso y paródico trazo de la imagen y de la leyenda de la perra Tequila (descendiente de Xólotl) ilustran (aún más) por dónde van los ladridos de la narración. Custodiada en un callejón “por dos mastines del Pirineo grandes como hipopótamos, uno blanco y otro negro, que daban miedo con sólo mirarlos”, la madriguera de la mexicana es un característico “garaje abandonado”. Según ladra el Negro: 
 
Tequila
         “Uno de los mastines me empujó con el hocico contra una pared cubierta de grafitis mientras el otro iba a pedir instrucciones. Y al rato me dejaron pasar. Tequila estaba dentro del garaje, tumbada encima de unas cubiertas de neumáticos. Era fea de cojones. Una xoloitzcuintle de pura raza, de esos perros que se conservan en su tierra como algo especial aunque tienen la piel pelada y gris, excepto un mechón de pelo entre las orejas. Sin embargo, descienden directamente de los que tenían los aztecas, o una de esas tribus antiguas de allí, así que son muy valorados. Se contaba que Tequila había llegado a España de polizón en un barco portacontenedores, tras escaparse de un parque de la capital [quizá cercano a la Casa Azul de Coyoacán] y largarse a pata a Veracruz, con un par. Era despiadada y lista, y en menos de un año se había hecho dueña de aquella parte de la ciudad. La jefa de jefes. Su nombre real era Lupe, pero la apodaban la Reina Tequila; y hasta Los Chuchos del Norte le habían compuesto aquel perro-corrido que decía:

     También las cánidas pueden
     ladrarte peligrosas.
     Cuando se enojan son fieras
     esas caritas preciosas...”

      Vale añadir, entre paréntesis, que ese prototipo de inmigrante no es el único. Por ejemplo, hay por allí “Un tal Moro”, “un chucho flaco y pulgoso”, “venido de Marruecos o de un sitio de ésos escondido en un camión”, a quien tres bestias neonazis (dos dóberman y un pastor belga) están a punto de destripar; pero el Negro y Mórtimer, un pequeño teckel, los surten. Helmut, el líder de esas tres bestias neonazis, dice peyorativo de Tequila: “esa traficante panchita de mierda”. Y sobre su pandilla perruna ladra una consubstancial supremacía racista y una xenofobia de puertas cerradas parecida a la que el megalómano y egocéntrico Donald Trump ladra sobre los inmigrantes sin papeles (de origen mexicano y centroamericano) en Estados Unidos: “Tiene pulgas la cosa. Esos inmigrantes vienen y se instalan aquí como en su casa. Delincuentes, es lo que son. Escoria. Y nadie hace nada... Europa se va al carajo y nadie hace nada.”
     
Donald Trump 
        Así que Rufus, el galgo español y sabihondo consejero de Tequila, le dice al Negro sobre el sitio a donde fueron llevados Teo y Boris el Guapo: “Hay unas chabolas en la Cañada Negra. Allí los guardan en jaulas y los entrenan. No tiene pérdida, porque oyes los ladridos desde lejos. A los campeones los llevan al Desolladero.” 
    Para no desvelar todos los vericuetos de la travesía para rescatar a Teo y a Boris el Guapo, vale resumir que el Negro, quien dice y repite que no es muy listo (pero esto nadie lo cree ni yendo a bailar a Chalma), logra infiltrarse en la Cañada Negra, un asentamiento irregular de miserables chabolas en los sucios márgenes de la urbe, donde un grupúsculo delincuencial tiene sus camuflados reales. Allí, custodiadas por un dogo mestizo (el guardia de seguridad), hay una serie de jaulas en las que subsisten encerrados una veintena de perros de distinta catadura (cada uno en su correspondiente jaula), robados o capturados en la calle para que sirvan de sparrings (carne de cañón) ante un perro de pelea. Y, eventualmente, si poseen la debida fortaleza y ferocidad (es decir, si matan a su contrincante), son trasladados a la Barranca, donde sólo hay dos o tres jaulas con los auténticos perros de combate, los cuales son entrenados, alimentados y dopados para confrontarlos a muerte en el Desolladero. O sea al mismo cruento sitio (más o menos encubierto) donde el Negro peleó y fue campeón durante dos años. Y que al oírlo pronunciar por Rufus, apunta: “Aquella palabra siniestra me hizo volver de nuevo atrás. El Desolladero: una nave industrial abandonada en las afueras de la ciudad, donde se celebraban las peleas de perros. Prohibidas por las leyes de los humanos, pero con la policía —ella sabría por qué— haciendo la vista gorda. Humo de cigarros, sudor, griterío cruel, billetes grasientos que cambiaban de dueño. Allí no tenías enfrente a sparrings más o menos indefensos, sino a perros entrenados como tú. Profesionales de colmillos aguzados, músculos duros e instinto ciego de matar, ante los que te situabas vaciando la mente de todo cuanto no fuera pelear para sobrevivir. Para esquivar una vez más, sin saber cuántas veces aún podrías conseguirlo, la Orilla Oscura.”
   
Alfaguara, 1ª edición mexicana
México, junio de 2018
       Luego de ganarse una jaula en la Cañada Negra con sus cualidades de imbatible perro de pelea, el Negro traza una semblanza de ese caserío (con visos de basurero) donde se vende y consume droga (tal vez heroína adulterada) y donde la vestimenta de las mujeres quizá se deba a un origen étnico, marginal e inmigrante:
    “Durante la noche me habían puesto un cacharro con agua y unos pocos restos de comida de humanos en un cuenco. Despaché con apetito la comida, me enjuagué el hocico dolorido con el agua antes de bebérmela toda, y luego, sin prisas, estudié los alrededores; chabolas, coches grandes nuevos y viejos, abollados y polvorientos, objetos inservibles y amontonados: frigoríficos, televisores, lavadoras. Unos niños de aspecto sucio jugaban entre ellos, y un grupo de mujeres de faldas largas y pañuelos en la cabeza charlaban a lo lejos. A veces, ante la indiferencia de los críos y las mujeres, algún humano de mal aspecto, flaco y cochambroso, se acercaba por el camino que llevaba a la carretera de la ciudad, entraba en una chabola, salía al poco rato para sentarse cerca y se metía algo con una jeringuilla en un brazo y o en los muslos, o los tobillos. Todo tenía un aspecto sórdido y siniestro.” 
    Luego de exhibir aún más sus virtudes de perro de pelea, el cancerbero de las jaulas de la Cañada Negra, el dogo mestizo, se acerca a la jaula del Negro para averiguar quién cagarrutas es y le da la información que busca. Sobre Teo le dice: “no deja enemigo vivo”. “Lo tienen en el Desolladero.” “Por lo que cuentan, ha hecho ganar un costal de dinero a sus amos. Vive allí y pelea casi cada noche... Según parece, es un luchador nato. Un killer.” Y esa misma noche le facilita la salida del encierro y lo lleva a la jaula donde tienen preso a Boris el Guapo, que no es sparring ni mucho menos guerrero, sino un semental de lujo al que cruzan con perras finas para que el grupúsculo gansteril venda los costosos cachorros. Según le dice el propio Boris encerrado en una jaula con tres perras: “Estoy hecho una mierda, Negro. [‘Exprimido como un limón de paella’] Todo el día que te pego, y no paran de traerlas... Son insaciables, oye. Tremendas. No sabes cómo son, de verdad. Y cuando se juntan, ni te digo —miró de soslayo a las hembras dormidas—. Aquí tiras un cipote al aire y no toca el suelo.” 
   
Brad Pitt
        Según ladra el Negro al verlo echado en la penumbra: “tardé en reconocerlo porque parecía otro. El Brad Pitt perruno al que yo había conocido semanas atrás, el de los ojos de oro aterciopelados, el del pelo rubio y sedoso de lebrel ruso con pedigrí y abuelos en la corte de los zares, el nacido para posar haciendo posturitas en las portadas de las revistas caninas, era ahora un despojo demacrado, con unas ojeras que le llegaban al hocico, la trufa descolorida y la piel pegada a los huesos.” No obstante, el trío de perras que están encerradas con Boris el esmirriado no cantan mal las rancheras, pues según aúlla el Negro: “las tres cánidas estaban de aquí te espero. O sea. Espectaculares de la muerte. Una, la que había ladrado primero, era una pastora shetland que quitaba el hipo, esbelta y de largas patas. Una especie de Charlize Theron perruna, para que me entiendan. Y las otras, ya digo: una afgana de orejas con melena hasta el lomo y patas que parecían bailar cuando caminaba, y una Beagle regordetilla pero compacta, con mucho donde apoyarse. Las tres espléndidas, en todo lo suyo. Y olían a perra en celo desde veinte patas de distancia.”
   
Charlize Theron
        Pero el objetivo del Negro no es liberar a Boris con pasito tun tun a dos patas y perder la crinolina ipso facto, sino que los mafiosos lo entrenen y lo lleven al Desolladero y lo confronten con Teo el despiadado killer. Ya en el Desolladero y para colocarse frente a Teo, el Negro se obstina en que no lo saquen del circular coso en una sesión de tres peleas consecutivas (“Estoy aquí para morir matando”). Primero derrota a “un moloso negro con patas marrones” y luego a “un pastor francés”, cuyo previo diálogo está de ladrido loco:
     “—Date pog muegto, peggo español —gruñó el gabacho, bajito pero claro.
    “—Antes me vas a chupar el ciruelo —respondí—. Franchute de mierda.
    “Parpadeó, confuso.
    “—¿El cigüelo?
    “—La polla, subnormal.”
   Vale ladrar que el aspecto de Teo es otro, el de un perro marcial que ha vivido una terrible temporada en el infierno, en lo profundo del corazón de las tinieblas. Según reporta el Negro: “Apenas lo reconocí. Le habían recortado las orejas y el rabo, y se veía más flaco y musculoso. Su pelo trigueño rojizo estaba rapado por todo el cuerpo, y en la piel del lomo, el pecho, las patas y el hocico tenía marcas y cicatrices recientes. Pero lo que me costó más trabajo de identificar fueron sus ojos: siempre habían sido de color castaño oscuro, con reflejos dorados —a Dido la volvían loca esos reflejos—, aunque ahora parecían haber cambiado de tonalidad, como si en las últimas semanas las cosas vistas y los horrores vividos los hubieran decolorado hasta convertirlos en dos círculos fríos de escarcha pálida, que miraban el mundo y me miraban a mí como si nada tuviera consistencia real.”  
   
Perros de pelea
        Y además parece que Teo no lo reconoce, que está ido, que algo borró su memoria y que habrá bronca mortal. Pero luego de un furioso encontronazo, de un principio de sanguinaria pelea a muerte (el Negro vaticina su derrota), el nombre de Dido apacigua a Teo y parece que los recuerdos de su vida pasada vuelven a su entrecejo; de modo que ambos acuerdan huir del Desolladero, no sin causar a mansalva destrozos y muertes de infrahumanos; una encarnizada matanza. De allí se van trotando hacia la Cañada Negra; y, con apoyo del dogo custodio, liberan a todos los perros enjaulados, incluidos los canes de la Barranca. El Negro se propuso no matar ninguna persona de la Cañada Negra, mucho menos a menores de edad (los cachorros); pero Teo no asumió tal postura. El Negro da por hecho que Teo regresará con él (antes del secuestro vivía con una viejecita que le daba de comer y a quien le cuidaba la casa); pero Teo, inspirado en la rebelión emancipadora de Espartaco (el esclavo, quizá encarnado por Kirk Douglas, de cuya leyenda contra el imperio romano les habló el culto Agilulfo), decide irse al monte y se va a pata pelada seguido de la mayor parte de la alharaquienta jauría, incluidos el dogo custodio, Boris el esmirriado y sus tres perras. 
 
Espartaco
(Kirk Douglas)
            Según le dijo Teo, “Aún quedan campos, bosques y montañas donde una jauría resuelta puede refugiarse. Arroyos donde encontrar agua, conejos que atrapar, ganado al que atacar para comer... Lugares donde ser libres, como nuestros primos los lobos.” No obstante, esa imagen ideal, utópica y onírica (ajena a la quintaesencia y al non plus ultra de la ancestral ley de la selva: o matas o te matan) no fue piedra angular, fundacional y ontológica de su tribu salvaje, “que, poco a poco, engrosó con la llegada de otros proscritos abandonados o fugitivos”. Pues en lugar de mantenerse distantes de los asentamientos humanos (libres de la esclavitud del hombre) y hacer una vida silvestre, esquiva y furtiva, se dedicaron, con ímpetu vengativo, a asediarlos y atacarlos con empeño y descaro, como si el Gran Perro les hubiera soplado al oído el milenario y eterno axioma que contrapone no sólo a las especies: “Mataos los unos contra los otros, por lo siglos de los siglos”. En este sentido, reporta el Negro: “con el paso del tiempo, aquella jauría se había vuelto aún más dañina que una manada de lobos. Una especie de peligrosa guerrilla perruna. A menudo recibíamos, a través del mundo de los humanos, noticias de sus incursiones: periódicos arrugados con fotos, alguna imagen entrevista en la televisión de nuestros amos o en las tiendas de electrodomésticos con escaparates a la calle. Perros echados al monte causan estragos, decían. Bandoleros de cuatro patas asolan el campo. Protestan los ganaderos, pastores y demás. Imágenes de caballos, terneras y ovejas destrozados, apriscos y establos ensangrentados. Los perros asilvestrados siembran el terror. Etcétera.”
   Así que “ocho meses después” de que Teo emprendiera su fuga al monte seguido por su tribu de bestezuelas depredadoras, Fido, el perro policía, les da la mala noticia cuando el Negro salía “del Abrevadero de Margot con Agilulfo y Mórtimer, el teckel”: “Les tendió una emboscada esa policía rural de los humanos, la Guardia Civil. Pillaron a varios atacando un redil de ovejas. Se estaban dando un banquetazo cuando les fueron encima. Teo estaba con ellos... Era el jefe, claro.”
   Ante la deprimente y lastimera imagen que implica el “camino de la Orilla Oscura” (o sea: “perrera, inyección y a dormir el sueño eterno”), Agilulfo, exultante y proclive a imaginar y recitar mitos y leyendas, les puntualiza dando una vuelta de tuerca: “¿Pobre, dices?... ¿Teo?... Nada de eso. Pensadlo un poco. Ha sido feliz ocho meses, corriendo por los montes y los campos. Como él quería: libre. Un maquis canino. Con sus camaradas perros.” “Y sus camaradas perras”, añade Mórtimer, “relamiéndose el hocico”, “Que no habrán sido, reguau, mala compañía durante todo ese tiempo.”
   
Espartaco
(Kirk Douglas)
         El caso es que ya separados de Fido, el perro policía, los tres amigos (el Negro, Agilulfo y Mórtimer) observan, en el escaparate de “una tienda de electrodomésticos”, la emisión de un telediario que exhibe los recientes destrozos causados por la pandilla de Teo el killer. Según reporta el Negro: “Pegamos los tres el hocico al escaparate. Las imágenes mostraban un paisaje parecido a un campo de batalla: las puertas de un aprisco rotas, el suelo ensangrentado y media docena de ovejas panza arriba con cara de panolis, hechas cisco a dentelladas. Más muertas que mi abuela. Era evidente que alguien se había dado un buen festín con ellas. Después salía un pastor muy enfadado, hablándole al micrófono mientras señalaba la matanza. Y al cabo, entre dos humanos guardias civiles que vigilaban, la cámara se acercaba a la reja de una jaula.”
   En esa jaula hay dos cánidos presos, quizá los únicos sobrevivientes de la guerrilla. Uno es un perro chicuelo y el otro es Teo el frío killer. Según apunta el Negro: “A diferencia del pequeñajo, al que superaba en tres palmaos de estatura, mi antiguo amigo no intentaba congraciarse con nadie. Miraba a la cámara erguido y firme, desafiante, como diciendo: ‘Lo haría otra vez en cuanto me soltarais’. Nunca lo había visto tan imperturbable, tan seguro de sí. Permanecía sentado sobre las patas traseras, musculoso y duro, con las fauces ensangrentadas y aquellos ojos que seguían pareciendo cuajados de escarcha, pero que ahora mostraban un brillo entre resignado y divertido. Un relampagueo irónico.”
 
Espartaco
(Kirk Douglas)

Fotograma de Spartacus (1960)
        “Como Espartaco”, pontifica Agilulfo con admiración ante la mitificada imagen del esclavo rebelde e indómito, seguido hasta la muerte por su infame turba de nocturnas aves, las irrefrenables bestezuelas de la noche. Y esto basta para que también el Negro vea en la elección de Teo (y en su corto destino) una imagen indeleble y una historia poética y feliz que lo regocija y congratula. Que además es matizada y potenciada por la melancólica perspectiva de Agilulfo, que con su tendencia mitómana y cinéfila lo sitúa mucho más allá del planeta Tierra, en una lejana latitud de la bóveda celeste, que tal vez sólo ha sido vislumbrada por la perra Laika en su fugaz viaje sin retorno. “Ha visto atacar naves en llamas más allá de Orión”, ladra, parafraseando una de las últimas frases que, antes de morir, reza Roy Batty (el último androide Nexus 6) casi al final de la película de culto Blade Runner.
Roy Batty
(Rutger Hauer)


Fotograma de Blade Runner (1982)



Arturo Pérez-Reverte, Los perros duros no bailan. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, junio de 2018. 168 pp.



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