Apúntese al club de corazones solitarios
Hombre lento,
novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de
1940), apareció en inglés, en 2005, editada en Nueva York por Peter Lampack
Agency, Inc. Y ese mismo año, traducida al español por Javier Calvo, fue
editada en España por Random House Mondadori y al año siguiente en México,
junto con un disco compacto (coeditado con Librerías Gandhi) que reproduce el
discurso que Coetzee leyó al recibir el sonoro Premio Nobel de Literatura
2003.
Dispuesta en 30 capítulos numerados, Hombre lento quizá no sea la novela más light y trivial de su abultada obra narrativa. El anciano Paul Rayment, un sesentón ex fotógrafo de origen francés y coleccionista de fotografía, un día del año 2000 pedalea su bicicleta por Magill Road —una calle de Adelaida, Australia— cuando un auto lo embiste y provoca la rápida e ineludible amputación de su pierna derecha (¡el muñón queda arriba de su rodilla!). Tal doloroso y traumático drama, narrado al inicio de la novela, hace suponer que el lector accederá a las menudencias y vericuetos psicológicos, circunstanciales e inmediatos de su nueva condición física, a todas luces residual (eso parece o en cierta medida es así). Pero lo que cobra mayor relevancia a largo de las páginas y del grueso de la narración, no es el dolor ni el calvario ni la angustia ni la desventura corporal y psíquica del protagonista adaptándose a sus nuevas condiciones físicas y mentales, sino la comedia de equívocos y enredos (y hasta de Perogrullo) en que su vida sentimental, íntima y cotidiana se ve inmersa. Y más aún: hay en ello un matiz fantástico y ficticio que trastoca y trasmina el realismo de la historia y la transforma en una alegoría de la vejez y de ciertas irremediables desventuras consubstanciales a ella.
Literatura Mondadori número 281 Primera edición mexicana (México, enero de 2006) |
El perder la pierna no implica para Paul Rayment enfrentarse a deficiencias médicas y sanitarias ni a embrollos burocráticos ni a la necesidad de trabajar para confrontar sus gastos. Su seguro de vida y su solvencia pecuniaria de viejo jubilado le brindan los sustentos que requiere y por ende puede proveerse de una enfermera especializada que en su cómodo departamento (con aire acondicionado) le brinda terapia física y servicio doméstico. Es así que la narración discurre por ámbitos realistas hasta el final del capítulo 12, cuando Paul Rayment le ofrece a Marijana Jokić, su diestra y eficaz enfermera croata, pagar la educación de su hijo Drago (de 16 años), desde el oneroso internado y “hasta que se gradúe como oficial de la marina”. La razón (y se lo confiesa): se ha enamorado de ella. Pero la mujer, nada más oírlo, se marcha, ipso facto, con Ljuba, su pequeña hija.
Al
día siguiente, en el capítulo 13, Marijana no regresa a trabajar, ni contesta
el teléfono ni le devuelve la llamada que hace a su casa en el distrito obrero
de Munno Para. Pero quien ese mismo día llega a su departamento en Coniston
Terrace, Adelaida Norte, es una tal Elizabeth Costello (protagonista de la novela
homónima que J.M. Coetzee publicó en 2003), quien sin invitación y sin que Paul
Rayment la conozca, se instala allí (como Petra en su casa) dispuesta dizque a
guiar y a dizque corregir los retorcidos renglones de su cojuda infravida de
diablo cojuelo. Y es con tal intrusa y su cometido donde el sentido realista se
altera y se rompe. Y esto es así porque la Costello, que también es una anciana
sesentona, conoce, en buena proporción, los íntimos secretos de Paul Rayment:
los que no le ha contado a nadie (como es el caso de la erógena ciega que él
vio y olió en un ascensor del hospital y que luego ella, sin que él se lo pida,
le contrata como sexoservidora a domicilio), y porque observa una conducta
omnisciente, absurda e imposible, tanto en ciertos intríngulis y antagonismos
de sus conversaciones, como por el hecho de que, pese a que se supone que es
una escritora con libros y fama y a que tiene una “bonita y antigua casa” en
Melbourne, opte por subsistir en los parques públicos con los inconvenientes de
una desvalida y pestilente vagabunda que carece de un centavo; mientras, a
imagen y semejanza de una obsesa que no tiene otra cosa en qué ocuparse para
castrar al diosecillo bajuno del alado Cronos, alterna y asedia la
cotidianeidad y los propósitos íntimos, secretos y personales de Paul Rayment y
los espacios domésticos de su cómodo departamento.
Debols!llo número 342/8 Primera edición mexicana (México, 2006) |
En medio de la efímera visita de la hetaira ciega (él paga 450 dólares por el manoseo y el servicio y previamente tiene que ponerse “una hoja de limón sobre cada ojo” y vendarse los ojos con una media de nailon de la Costello), Paul Rayment, se pregunta: “¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas?” Y en la misma tesitura pusilánime en la que él es el títere que la Costello mueve a su antojo, más adelante divaga sobre la posibilidad de que la narradora lo esté utilizando para construir un personaje de un libro en ciernes. E incluso en que tal vez ella no exista y que él ya haya muerto sin mayor pena ni gloria. Sin embargo, tal ficticio tejemaneje implica y desvela lo relevante y trascendente de la prestidigitación: que la escritora Elizabeth Costello, con su desfachatez, locura y contradicciones, es alter ego del verdadero titiritero y ventrílocuo: el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee; y que Hombre lento es sólo un artilugio literario donde el narrador, prestidigitador nato, hace y deshace a su antojo con el lelo lector del octavo día.
Coetzee y su alter ego |
Luego de un breve tiempo de hacerse la ofendida y desaparecida, Marijana regresa al departamento de Paul Rayment, pero no para trabajar de inmediato, sino para dejarle un folleto del Wellington Collage, el costoso internado que ha elegido su hijo Drago. Esto desencadena una tormenta doméstica en casa de los Jokić: Miroslav, el marido de Marijana, golpea a su mujer y ella se refugia en casa de su cuñada, que no la aprecia. Y Drago, con una mochila a cuestas, no tarde en pedirle refugio a Paul Rayment. Y el anciano solitario y cojo, que añora la paternidad que no procuró con nadie, le brinda cobijo en su estudio y pronto la estancia del adolescente altera el orden, la calma chicha y el sosiego budista del departamento, pues además de que a veces Marijana deja allí a la pequeña y alharaquienta Ljuba, Drago lleva a un compinche, y por ende sus charlas, pitorreos y ruidos se los tiene que soplar el vejete, aún en las horas del supuesto descanso y sueño.
Miroslav,
quien es obrero montador en una fábrica de autos, vigila, en su astrosa
camioneta, en las inmediaciones del edificio donde vive Paul Rayment. Éste lo
invita a hablar; y el dialogo desvela que el enojo del croata no es por ver
humillado su honor de macho cabrío ante el préstamo a plazo indefinido y sin
intereses que pagará el internado de su hijo Drago (el obrero Miroslav,
incluso, conviene con el viejo Paul la creación bancaria de una cuenta de
fideicomiso), sino los celos y la inseguridad (pese a sus 18 años de
matrimonio) ante la creencia de que su mujer está “en proceso de ser embaucada,
para alejarse de su corazón y de su hogar, por un cliente forrado de dinero y
familiarizado con el mundo del arte y de los artistas” y que “el elegante
entorno de Coniston Terrace le está enseñando a despreciar el mundo de la clase
obrera de Munno”.
Además
de las abundantes digresiones y de las pinceladas y anécdotas biográficas sobre
la idiosincrasia, el pasado y el presente de Paul Rayment (muy pocas sobre la
Costello y los Jokić), la novela ilustra dos episodios donde el hecho de estar
cojo, solo y viejo conlleva sus ineludibles inconvenientes. Una le ocurre
cuando al ducharse con su andador Zimmer, éste se resbala y él “cae y se golpea
en la cabeza contra la pared” y no puede levantarse. Por fortuna logra
telefonear a Marijana, quien va, lo auxilia y apapacha. Él le pide que se quede
toda la noche, pero ella le dice que su caída no es una urgencia médica. Y
entre el debate en que el anciano cojo le reitera su amor, ella se va; pero
antes le recomienda que se apoye en una amiga y que si tiene necesidades
mayores que cogerle la mano, que se apunte en un “club de corazones solitarios”;
y a imagen y semejanza de un vociferante y visceral escupitajo, le resume su triste y
asfixiante rutina, para nada parecida a la de una curvilínea masajista de lujo
diplomada en Cancún, especialista en los siete masajes para resucitar al muerto:
“¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de
señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo
detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo ‘Haz
esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae
vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra
ventana, no me gusta esto, no me gusta eso’. Llego a casa cansada hasta los
huesos, suena teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: ‘Es urgencia, ¿puede
venir...?’”
El
otro episodio le ocurre en la mañana del día siguiente. El anciano y cojuelo Paul
Rayment, que no pudo dormir (la pasó “Angustiado, lleno de remordimientos,
dolorido, incómodo”), al verse corroído por la necesidad de orinar y el dolor
de espalda, “con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera”, “se rinde y se
orina en el suelo”. Así enredado, vergonzante, húmedo y apestoso a pipí lo
encuentra Drago, quien llega a recoger la bolsa con sus últimas cosas. El
chaval lo auxilia con los menesteres inmediatos y Paul no puede reprimir “un
acceso de llanto”, un patético y lastimoso “llanto de anciano”.
Navegando
en la solipsista burbuja de idealización amorosa y protectora que vive Paul
Rayment, le escribe una carta al obrero Miroslav Jokić, donde le reitera su
apoyo monetario para la educación del muchachito Drago y quizá también para sus
dos hijas: la pequeña Ljuba y la adolescente Blanka. En su papel de
filantrópico padrino de la familia croata, le solicita “una llave de la puerta
de atrás”, pues, dice, “no albergo ningún plan para quitarle a su mujer y a sus
hijos. Tan solo le pido poder rondar por ahí, abrir mi pecho, cuando esté usted
ocupado en otro lugar, y derramar las bendiciones de mi corazón sobre su
familia.”
Fotografía de Antoine Fauchery |
Pero también le solicita que el mozalbete Drago le devuelva una foto antigua de su valiosa colección (cuyo total donará, tras su muerte, a la Biblioteca Estatal de Adelaida), impresión decimonónica y original hecha por el propio Antoine Fauchery (1823-1861), nada menos, cuyo sustracción fue advertida por la fisgona Costello. Para Paul Rayment se trata de un robo, aunque no irá a la policía; mientras que la Costello colige la probabilidad de que se trate de una broma de adolescentes urdida entre Drago y su compinche. En el sitio donde estaba la impresión original, los chavales dejaron un fotomontaje, una copia manipulada en la computadora donde se aprecia el rostro de Miroslav Jokić “vestido con una camisa abierta y un sombrero, y además con bigote, codo con codo junto a aquellos mineros de Cornualles e Irlanda de cara adusta que vivieron en una época remota.”
Fotografía de Antoine Fauchery |
Incitado por la Costello, ella y Paul Rayment van en taxi a la casa de los Jokić a reclamar la incunable foto y a reiterar el padrinazgo de él. La actitud de Marijana, además de que vuelve a deducir con acierto las intenciones amorosas y humanas del vejete Paul, no es la de una fémina que supuestamente en Croacia estudió pintura y fue restauradora de arte, sino la estereotipada tozudez de una inculta y ramplona ama de casa que no puede distinguir entre una fotocopia y una invaluable e histórica impresión vintage; y más aún: se ofende, no por el latrocinio de Drago, sino porque según ella “aporrean la puerta como policía” y porque el padrino “ahora dice que le robamos”.
Don Quijote y Sancho “volando” con Clavileño Ilustración de Ricardo Balaca (siglo XIX) |
A tal meollo se añaden dos corolarios. Uno es que al término de tal visita el viejo Paul Rayment descubre que Drago, con cierta ayuda de su padre, está por concluir la construcción de un triciclo (¡el auténtico velocípedo celeste!, ¡más veloz que Clavileño!), regalo y tributo para el anciano cojuelo, para que, moviéndolo con las manos, pueda desplazare en ese artefacto algo chusco y ridículo, en cuyo tubo tiene pintado “con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: ‘PR Exprés’”. La pequeña Ljuba pregunta por el significado. “PR, el Hombre Bala”, le responde Paul Rayment. Pero la niña, sonriéndole, le apostrofa la dramática e irrefutable verdad: “¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!”
J.M. Coetzee |
El otro corolario es que la anciana Elizabeth Costello, no sin patetismo (y sin los arquetípicos y consabidos tiempos del cólera), insiste en que ella y el anciano pueden vivir juntos, ya en Melbourne o en otro sitio, signados por “Los cuidados del amor”. Pero él se niega porque, dice, “esto no es amor. Es otra cosa. Es menos que amor.”
J.M. Coetzee, Hombre lento. Traducción del inglés al español de Javier Calvo. Literatura Mondadori número 281, Random House Mondadori. 1ª edición en México, 2006. 264 pp.
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