miércoles, 1 de septiembre de 2021

La Templanza

Batallas para negociar a  cara de perro

 

I de III

Editada por el consorcio Planeta, en marzo de 2015 se publicó, en España y en México, La Templanza, la tercera novela de la prolífica escritora española María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), que tal vez sea su obra de ficción más documentada, detallista y minuciosa, base de una homónima, bilingüe, sintética e irregular adaptación a una serie televisiva en diez episodios, estrenada en streaming, en la plataforma de Amazon Prime, el 26 de marzo de 2021, con una estructura distinta (un par de voces en off, rótulos, y dos espacios-tiempos o vertientes narrativas, paralelas y entreveradas entre sí durante dos décadas, que finalmente convergen en un mismo espacio-tiempo), y con angulares y relevantes modificaciones argumentales, añadidos y énfasis dramáticos y melodramáticos, propios del culebrón.

           

María Dueñas con La Templanza (2015)

           Dedicada a su padre (Pedro Dueñas Samper, que sabe de minas y gusta de vinos), La Templanza comprende 56 capítulos distribuidos en tres partes, cuyos rótulos aluden los epicentros geográficos, históricos y socioculturales donde transcurren los hechos decimonónicos del presente que narra la obra: “Ciudad de México”, “La Habana” y “Jerez”, los cuales se suceden entre los márgenes de un año: entre septiembre de 1861 y septiembre de 1862.   

         

El joven minero Mauro Larrea en Real de Catorce

Fotograma de La Templanza (2021)

           Oriundo de una humilde herrería de un pueblo de Castilla (donde fue un niño abandonado por su madre y “nieto sin padre reconocido de un herrero vascongado”), el viudo Mauro Larrea, fortachón y proclive a las mujeres y a los lupanares, tiene 47 años cuando en septiembre de 1861, debido a un imprevisto suceso en la estadounidense Guerra de Secesión —los sudistas ejecutaron a su fabricante yanqui “en la batalla de Manassas” (ocurrida el 21 de julio de 1861) y decomisaron la maquinaria pedida y pagada por él desde México—, aunado a un previo y pésimo cálculo empresarial (se endeudó hasta las heces e invirtió todos sus fondos), pierde la casi la totalidad de su fortuna, acumulada durante más de veinte años con la boyante y voraz extracción de la plata en varias minas mexicanas; legendariamente en Real de Catorce, donde pretendía agenciarse y monopolizar los derechos de amparo para explotar y socavar Las Tres Lunas, un prometedor yacimiento cuyo nombre quizá implique un oblicuo homenaje a la Media Luna (“toda la tierra que se puede abarcar con la mirada”), el extenso y fantasmal territorio del fantasmal cacique Pedro Páramo en el fantasmal Comala.

            Embutido y maquillado con el lastre y la acartonada coraza de los atavismos y escleróticos prejuicios que comparte con la alta, mojigata y engreída burguesía de la Ciudad de México, con el apoyo afectivo y la discreción de su hija Mariana (quien está casada y embarazada y reside en un “palacio de la calle Capuchinas”), y con el auxilio operativo de Elías Andrade, su apoderado, empieza a vender, sigilosamente, el mobiliario de la casona de descanso de su hipotecada hacienda de Tacubaya, y decide escabullirse a La Habana para eludir el bochorno, las habladurías y el mordaz chismorreo de las élites de alto pedorraje; y al unísono para encontrar el modo inmediato de multiplicar el dinero que le permita recuperar en un tris la cédula de propiedad de su residencia en el centro del país mexicano (“un viejo palacio barroco comprado a los descendientes del conde de Regla”) que, por un préstamo, se vio impelido a empeñar con su implacable y rancio enemigo: el usurero Tadeo Carrús, quien le impone unas vengativas y coercitivas reglas “al cien por ciento”: “en tres vencimientos”: el primero “de hoy a cuatro meses”; el segundo a los ocho y con el tercero cierran “la anualidad”. Pero además lo vapulea y le vomita, con odio y veneno, una perentoria amenaza: “Si en cuatro meses contados a partir de hoy no te tengo de vuelta con el primer plazo, Mauro Larrea, no voy a quedarme con tu palacio, no. [...] Lo voy a mandar volar con cargas de pólvora desde los cimientos a las azoteas, como tú mismo hacías en los socavones cuando no eras más que un vándalo sin domesticar. Y aunque sea lo último que haga, me voy a plantar en mitad de la calle de San Felipe Neri para ver cómo se desploman una a una tus paredes y cómo con ellas se hunde tu nombre y lo mucho o poco que todavía te quede de crédito y prestigio.” 

          

El indio Santos Huesos y Mauro Larrea al llegar a La Habana
(La mulata Trinidad en un cameo)

Fotograma de La Templanza (2021)

         Seguido por su fiel y perruno criado, guardaespaldas y esbirro, el indio chichimeca de sonoro nombre español y rimbombantes apellidos de alcurnia literaria: Santos Huesos Quevedo Calderón (quien luce una folclórica y estilizada traza de folletín o historieta), el minero Mauro Larrea arriba a La Habana con tres capitales contantes y sonantes: el préstamo que le hizo Tadeo Carrús, los bolsones de cuero con el oro de su consuegra “la vieja condesa de Colima” (para que invierta y multiplique para ella en sus inciertos y aventureros negocios), y la copiosa suma monetaria de la herencia materna de una tal Carola Gorostiza, hermana menor del futuro suegro de Nico, el veinteañero y juerguista hijo de Mauro Larrea, quien por entonces anda en Francia en un período de supuesto aprendizaje “en las minas de carbón del Pas-de-Calais”; tarea impuesta por su presuntuoso y atávico padre, siempre preocupado por las apariencias conservadoras y burguesas, por el alto estatus y el qué dirán, quien no quiere que su peculiar retoño vaya por la libre, riegue el tepache y eche por la borda los intereses monetarios y sociales que implica casarse con Teresa Gorostiza Fagoaga, una joven de acaudalada dote, “descendiente de dos ramas de robusto abolengo desde el virreinato”.      

           

Editorial Planeta
Primera edición mexicana
México, marzo de 2015

        Entre las coloridas anécdotas y vivencias en La Habana (“una capital de vida licenciosa y derrochadora en la que el juego mueve querencias, designios y fortunas”) descuellan las relativas a la esclavitud y al tráfico y trata de esclavos, y a la aún improbable abolición y controvertida independencia de España; y el particular drama que sobre su abuela, esclava de origen africano, evoca doña Caridad, la obesa y mulata cuarterona que regenta la casa de huéspedes de la populosa calle de los Mercaderes (donde Mauro se aloja con su criado), quien (curiosa, cotilla y parlanchina) le canturrea un refrán habanero, propio para extranjeros recién desembarcados: “Tres cosas hay en La Habana que causan admiración: son el Morro, la Cabaña y la araña del Tacón.” Pero sobre todo destaca el hecho de que Mauro Larrea intenta que Carola Gorostiza se asocie a él y ambos inviertan en un modernísimo barco refrigerador. (Mientras, en un episodio, en la Plaza de Armas, una banda militar interpreta “los primeros compases de La Paloma de Iradier”; y en otro los paseantes corean “los primeros versos” de esa celebérrima y popular habanera que al parecer Sebastián de Iradier compuso hacia 1863: “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”; popularizada en México durante la breve presencia del emperador Maximiliano de Habsburgo y la emperatriz Carlota, la musa de la burlesca paráfrasis del “Adiós, mamá Carlota”, a quien cierto pueblo mexicano, con aliento chinaco, le canturreaba paródico, jocoso y vocinglero: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con desprecio que es un austríaco.” O también: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con cariño que es tu retrato.” Por aquello que repite el pegajoso y sentimental estribillo: “Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona.”) Pero Carola Gorostiza, por su parte, trata de involucrarlo, a espaldas de su marido, en el clandestino e inhumano negocio de un barco negrero. Y es por los equívocos de esos oscuros y subrepticios tejemanejes que sugieren un supuesto cortejo o amorío entre Mauro y Carola, que Gustavo Zayas, el cornudo esposo de ella, lo reta a una especie de “duelo de honor”, pero no a muerte con pistolas o espadas, sino en una mesa de billar, luego de verlo vencer, uno a uno, a los habituales caballeros del Café de El Louvre: “Al tocar la medianoche en el Manglar”; precisamente en la reservada mesa de billar de un pintoresco y abigarrado burdel (que tiene un baño decorado con un mural de escenas pornográficas y trazo naíf), cuya madama es una negra curvilínea y vieja ex prostituta de “ojos de miel” y “colmillo enjoyado”. “En casa de la Chucha. Una partida de billar. Si gano, no volverá a ver a mi esposa, la dejará para siempre en paz.” Y si pierde, le declara jactancioso: “Me iré. Me asentaré definitivamente en España y ella permanecerá en La Habana para lo que entre ustedes convengan. Les dejaré el terreno libre. Podrá hacerla su amante a ojos del mundo o proceder tal como les salga del alma. Jamás le importunaré.”

   

A la izquierda: Gustavo Zayas y Soledad Claydon
A la derecha: Mauro Larrea y Carola Gorostiza

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

           Vale apuntar que Gustavo Zayas también es un experto jugador (instruido en Jerez por un maestro importado de Francia y Mauro con un azaroso aprendizaje y entrenamiento en pulquerías, cantinas y burdeles de los poblados mineros); y según le dijeron los asiduos en El Louvre, “Desde que llegó a La Habana hace ya unos buenos años”, “no ha tenido rival en una mesa de billar”. O sea: es “el rey del billar habanero”. Pero Mauro Larrea, aconsejado por las inferencias y las estratégicas reflexiones del viejo sabio don Julián Calafat (el dueño de la Casa Bancaria Calafat, ubicada “en un caserón de la calle de los Oficios”, donde el minero resguarda sus posibles y las bolsas de oro de la condesa de Colima) —quien hace el papel de su consejero y padrino—, deja que Gustavo Zayas le gane la larga partida, quien desconcertado y picado lo reta de nuevo: “Una casa, una bodega y una viña [‘En el sur de España’] es lo que yo apuesto, y un monto de treinta mil duros lo que le propongo que aventure usted. Ni qué decir tiene que el valor conjunto de mis inmuebles es muy superior.” En este sentido, en esa segunda y trascendental “partida privada” (que inicia “casi a las seis de la mañana”: en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol), acuerdan que salgan los demás y sólo estén presentes don Julián Calafat y la Chucha, y el jorobado “Horacio como utilero”. Y tras decirle a la Chucha: “Yo me encargo de los gastos, negra. Tú sólo echa la moneda al aire cuando yo te diga” (“un doblón de oro” da volteretas por segunda vez “con el regio perfil de la muy españolaza Isabel II”), “El anciano recitó entonces los términos de la apuesta con la más adusta formalidad. Treinta mil duros contantes por parte de don Mauro Larrea de las Fuentes, frente a un lote compuesto por una propiedad urbana, una bodega y una viña en el muy ilustre municipio español de Jerez de la Frontera por la parte contraria, de las cuales responde don Gustavo Zayas Montalvo. ¿Están de acuerdo los dos interesados en jugarse lo descrito a cien carambolas y así lo atestigua doña María de Jesús Salazar?”

Doblón de oro de cien reales con el perfil de
Isabel II, reina de España entre 1833 y 1868


 

II de III

Al Viejo Mundo van “el Quijote de las minas y el Sancho chichimeca cabalgando de nuevo, sin rocín ni rucio que los sostuvieran”; es decir, seguido por el indio Santos Huesos, su criado, guardaespaldas y esbirro (quien es una especie de cómplice y servil esclavo sin las vejaciones y ataduras de un esclavo), Mauro Larrea viaja hasta Jerez de la Frontera a tomar posesión de sus nuevas propiedades: la casa, la bodega y la viña, que si bien están signadas por la ruina, el abandono y la desidia, el conjunto parece miliunanochezco, según la lectura que en la testamentaría hace don Amador Zarco, el viejo y obeso corredor de fincas: “Cuarenta y nueve aranzadas de viña con su caserío, pozos, aljibes y lindes correspondientes, las cuales detalló con profusión. Una bodega sita en la calle del Muro con sus naves, escritorios, almacenes y restos de dependencias, amén de varios centenares de botas —vacías muchas, pero no todas—, útiles diversos y un trabajadero de tonelería. Una casa en la calle de la Tornería con tres plantas, diecisiete estancias, patio central, patio trasero, cuartos de servicio, cocheras, caballerizas, y una extensión cercana a las mil cuatrocientas varas cuadradas, colindante por la izquierda, por la derecha y por detrás con tantos inmuebles anejos que asimismo quedaron pormenorizados.” 

 

Mauro Larrea y su sombra el indio Santos Huesos

Fotograma de La Templanza (2021)

           No obstante, pese a lo caudaloso que se entrevé y a que en Jerez el negocio del vino vive una venturosa etapa (Jerez huele “A mosto, a bodega, a soleras, a botas. Jerez siempre huele así.” Un efluvio distinto a “los aires marinos de La Habana” y al “perenne aroma a maíz tostado de las calles mexicanas”), Mauro Larrea no pretende asentarse de nuevo en España y convertirse en vinatero y bodeguero (asuntos y meollos que desconoce), sino vender de inmediato a través de ese rechoncho corredor de fincas (“Un hombretón entrado en años de cuerpo tocinero, dedos como morcillas y recio acento andaluz; vestido a la manera de un labrador opulento, con un sombrero de ala ancha y su faja negra a la cintura”) y regresar ipso facto a la Ciudad de México-Tenochtitlán para saldar su deuda con Tadeo Carrús, recuperar su palacio de la calle de San Felipe Neri, y resarcir su estatus social y pudiente de minero ricachón, concentrándose en los beneficios que multiplicará con las subterráneas vetas de Las Tres Lunas. Sin embargo, el primer obstáculo con el que tropieza es el hecho de que, según la normativa testamentaria, esas valiosas posesiones no pueden ser fragmentadas ni vendidas por separado (sólo en un lote conjunto) hasta que hayan transcurrido veinte años después de la muerte de don Matías, el autoritario patriarca fundador del patrimonio de los Montalvo. Y ese lapso se cumple dentro de once meses y medio.

El clan Montalvo en la bodega

Fotograma de La Templanza (2021)
   
         Siempre al tanto de las apariencias y del qué dirán, Mauro Larrea, en el ínterin de que surja el comprador del lote conjunto, se instala con su criado y folclórico matón en la deteriorada casona-palacio de la calle de la Tornería y va a echarle un vistazo a la bodega en la calle del Muro, donde lo reciben, informan y guían dos añosos ex empleados del clan Montalvo. “Llevaban ambos alpargatas desgastadas por el empedrado de las calles, pantalones de paño basto y ancha faja negra en la cintura.” Y el parlanchín de éstos le dice al “señorito”: “Servidor fue arrumbador de la casa durante treinta y seis años, y aquí mi pariente unos pocos más. Se llama Marcelino Cañada y está sordo como una tapia. Mejor hable para mí. Severiano Pontones, a mandar.” Pero, casi sin advertirlo, los planes del “señorito” de 47 años empiezan a trastocarse cuando aparece ante él la seductora figura y la seductora personalidad de Soledad Claydon, distinguida y rutilante miembro de la estirpe de los Montalvo.

 

Soledad Claydon

Fotograma de La Templanza (2021)

III de III

Atractiva, elegante y majestuosa, Soledad Claydon anda alrededor de las cuatro décadas. Aún “sin haber cumplido los dieciocho” se casó en Jerez con el británico Edward Claydon y desde entonces había residido en Londres, donde tienen cuatro hijas (Marina, Lucrecia, Brianda y Estela) que nunca aparecen ni interactúan en la novela. (“La mayor de diecinueve, la pequeña acaba de cumplir once”; “las dos pequeñas, internas en un internado católico en Surrey, y las mayores en Chelsea”, “al recaudo de unos buenos amigos”.) Su matrimonio con ese viudo marchante de vinos (treinta años mayor que ella y con un malcriado hijo de su primera esposa) fue impuesto y pactado, por interés y conveniencia, por el abuelo don Matías, el susodicho patriarca del clan Montalvo. Cuando Sol Claydon localiza a Mauro Larrea en la muy deteriorada y astrosa casona-palacio donde vivió su infancia, su adolescencia y su primera juventud, apenas hace casi dos meses que regresó de Londres y se instaló en Jerez, con su marido, en una casona ubicada en el número 5 de la Plaza del Cabildo Viejo. Sólo hasta que se vuelven cómplices a través de una serie de actos ilícitos y coercitivos con los que ambos pelean “a cara de perro” (sin excluir cierta dosis de violencia), Sol le revela a Mauro que ella, desde hace siete años, está al frente y al mando del negocio que presidía su esposo; la causa, oculta por ella ante el escrutinio de su hijastro y de la sociedad, es que desde entonces el viejo Edward Claydon está desconectado del mundo debido a una especie de locura o demencia senil, cuyos momentos críticos e inconsciencia la fémina controla y manipula con fármacos y drogas. Y como Alan Claydon, el hijo de Edward, pretendía dejar, en Londres, sin un clavo a Soledad y a sus cuatro hijas, ella hizo una serie de oscuras falsificaciones, tejemanejes, desfalcos y fraudulentos traspasos destinados a sus hijas y a su primo Luis Montalvo, el heredero de los bienes de la estirpe (la casa, la viña y la bodega); los cuales, antes de morir en Cuba y de ser enterrado en la Parroquia Mayor de Villa Clara, legó a su primo Gustavo Zayas Montalvo, mismos que éste perdió en la citada partida de billar ante el minero Mauro Larrea. (La pulsión teleológica o el quimérico non plus ultra de Gustavo Sayas era, al parecer, deshacerse de Carola Gorostiza y retornar a Jerez con suficiente parné para iniciar una onírica, ilusoria y quizá improbable reconquista amorosa.) A esto se añade el hecho de que Soledad Claydon sólo sabía con antelación (por un primer testamento) que eran sus cuatro hijas las herederas de su primo Luis y no su primo Gustavo, a quien ella parece despreciar desde lo más recóndito de su cascabelero esqueleto.

 

Mauro Larrea y Soledad Claydon
Carola Gorostiza y Gustavo Zayas

Protagonistas de la serie: La Templanza (2021)

              A través de la maraña novelística, el entretenido y desocupado lector (o lectora) descubre que Luis Montalvo —a quien Mauro Larrea nunca conoció con vida—, además de ser literalmente el enano de la familia (por ello lo apodan Comino o Cominillo), era frágil, acomplejado, incompetente y falto de carácter. Y que el insensato e imprevisto homicidio de su hermano mayor en un coto de caza (quien iba a ser el legatario elegido por el todopoderoso dedo flamígero del abuelo Matías), lo colocó, unos días después del casorio de Sol con Edward Claydon, como el heredero que nunca quiso ser. Oculto e innombrable crimen que signó y preludió el resquebrajamiento de la cohesión y bonanza de la estirpe de los Montalvo, y que inculpó a Gustavo y por ello el abuelo Matías lo expulsó y exilió en Cuba, la Gran Antilla, territorio de la Corona Española. Por si fuera poco el culebrón (parecido al “libreto de una opereta digna del Teatro Tacón”, que quizá rubricaría ex profeso la dramaturga cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda), Gustavo, al ver trunco su mutuo y lúdico enamoramiento con su prima Sol, aceptó, en silencio y doblando la cerviz, el castigo y la marginación por un asesinato que no cometió y por ello, antes de que el moribundo Comino falleciera en el cafetal que Gustavo poseía en Cuba (precisamente en la provincia de Las Villas), el enano decidió retribuirlo heredándole la casa, la viña y la bodega. Intríngulis en el que además, en las mientes del desahuciado Comino y a espaldas de Gustavo, incidieron las persuasivas e insinuantes cartas que desde Cuba (a Jerez) le escribía Carola Gorostiza, inextricables al coqueteo, a la voluptuosidad, y a las soterradas ambiciones pecuniarias que caracterizan a esa elegantísima y guapetona fémina con un tentador cuerpo de pecado.  

   

Carola Gorostiza

Protagonista de la serie: La Templanza (2021)

        Y si en La Habana, el minero Mauro Larrea fue testigo de que Carola Gorostiza actuaba y negociaba a espaldas de su marido, en Jerez supone que Soledad Claydon hace lo mismo cuando, al término de la visita que ella le propuso (primero en calesa y luego a caballo) para mostrarle el territorio de La Templanza, es decir: la extensión, la casa de la viña, la tierra albariza y las viñas (que parecen atrofiadas y muertas), Sol le pide que se haga pasar por su primo Luis Montalvo ante la inminente presencia de un escribano y un abogado inglés enviados por Alan Claydon a cotejar y constatar los datos de las transacciones financieras que ella manipuló. Por ello le puntualiza a priori: “Falsifiqué los documentos, las cuentas y las firmas de los dos: la de Luis y la de mi marido. Después, una parte de esas acciones y propiedades las transferí a mis propias hijas. Otras, en cambio, siguen a nombre de mi difunto primo.”     

          

Soledad Claydon y Mauro Larrea en la viña

Fotograma de La Templanza (2021)

         Para apuntarlo con brevedad y sin desvelar las numerosas menudencias, trasfondos, intrigas y vericuetos que conlleva el suspense y los vaivenes, equívocos y sucesos de la detallista y puntillosa urdimbre de la novela (en la que a veces Mauro o Soledad sueltan o contienen la última carcajada de la cumbancha), vale resumir que todo deriva en un incipiente y novelesco vínculo amoroso entre la viuda y marchante de vinos y el viudo e indiano Mauro Larrea (de ahí la ilustración de la portada). Pero también entre la mulata Trinidad con su turbante encarnado (baila yambó sobre un pie, la otrora esclava de Carola Gorostiza, quien, obligada por Mauro, tuvo que otorgarle el escamoteado documento ológrafo de manumisión) y el indio chichimeca Santos Huesos, siempre con su sarape de colores, su filoso cuchillo (pa’ lo que mande su mercé), su larga melena y el “paliacate anudado a la cabeza bajo el ala ancha del sombrero” (quizá con holgados calzones de manta cruda hasta el tobillo, descalzo o de guaraches, y tal vez con el peliculesco trotecito del indio Tizoc), quienes fincan su destino en Cuba (precisamente en Cienfuegos, donde “echaron un hijo al mundo”), a donde arrearon desde Cádiz a bordo de una fragata que transporta un cargamento de sal gorda.

     

El indio Tizoc
(Pedro Infante)

          Vale añadir que en ese mismo navío de carga, en una minúscula y claustrofóbica camareta, trasladan a Carola Gorostiza, secuestrada y coaccionada con una aguja hipodérmica y sin haber podido cumplimentar su cometido de hacerse con los bienes que, alega, no pertenecen a Mauro Larrea, si no a su marido (ausente en España y a quien Sol nunca volvió ver después de casarse e irse a Londres con Edward Claydon). Mientras que en otro minúsculo aposento llevan, engañado y secuestrado, al codicioso, egoísta, díscolo, lépero y agresivo Alan Claydon, quien además de haber sido desvalijado por una caterva de salteadores (al parecer rucios y analfabetas) que lo abandonaron casi desnudo en una zanja, fue blanco de un tasajo de filoso cuchillo de matancero mexicano que Sol le aplicó en el rostro y del que brotó sangre, precisamente a modo de furiosa y vengativa rúbrica y marca de fuego tras el frustrado y violento intento de obligarla a firmar unos documentos; es decir, Alan Claydon quería arrebatarle lo que consta a nombre de sus hermanastras (“las gitanas del sur de España”, las moteja), y lo que ella depositó en un lugar secreto; y, por si fuera poco, pretendía anularla e “inhabilitar a su padre”. Pero además, al ideograma de ese elocuente corte de cuchillo, se le agrega la posterior quebradura de ambos pulgares (que lleva entablillados por el doctor Manuel Ysasi), orden dada por el indiano y valentón Mauro Larrea (luego de rescatar a Sol de las manazas del hijastro) y ejecutada en el acto por su esbirro el indio Santos Huesos; cuyo primera encomienda clandestina, justiciera e ilegal —una especie de pacto de sangre que lo convirtió en la sombra de su patrón y amo, ocurrida cuando era un chamaco en el salvaje y lejano pueblo minero de Real de Catorce y apenas “llevaba un par de meses trabajando en sus pozos”—, fue sacar y ocultar los cadáveres (ultimados a golpes por el iracundo y viudo minero) de un par de briagos que asaltaron su solitaria casa con la intención de violar a la niña Mariana y a la indita Delfina, la nana del chiquillo Nico (cuya madre murió por una sepsis puerperal tras el parto en el pueblo castellano), quien “no paraba de llorar y gritar como un poseso”, “arrinconado en una esquina y medio tapado por un colchón de lana que sobre él había volcado su hermana a modo de parapeto”.

           

La madre Constanza y el indiano Mauro Larrea

Fotograma de La Templanza (2021)

        Mientras el joven naviero Antonio Fatou, la seductora marchante Soledad Claydon, el indiano Mauro Larrea, y el solterón y doctor Manuel Ysasi (entrañable amigo de la familia y otrora infeliz pretendiente de Inés Montalvo, la hermana mayor de Sol), están confabulados en Cádiz ultimando ese par de subrepticios secuestros y contrabando a La Habana que con sigilo inicia antes del alba, ocurre un incendio en Jerez (nunca se sabe qué o quién lo causó), precisamente en el convento de Santa María de Gracia, donde la Reverenda Madre de esas monjas “agustinas ermitañas” (“recluidas en la oración y el recogimiento al margen de las veleidades del resto de los humanos”) es la madre Constanza, o sea: Inés, la hermana mayor de Sol; y donde, ante las garras y el asedio de Alan Claydon, escondieron al viejo Edward, con quien de joven la monja soñó con casarse y vivir por siempre jamás en Londres; pero al hacerlo con Sol siempre la detestó y nunca la perdonó. La religiosa, casi inflexible y dura de roer, pudo ser rescatada del fuego y de los ardientes escombros gracias al arrojo del experimentado minero Mauro Larrea (en ese heroico episodio se dislocó un codo) y por ende las hermanas Montalvo pudieron darse un abrazo después de más de veinte años sin verse ni hablar, no sin que Sol le soltara, previamente, un sonoro y fugaz bofetón a su resentida hermana que se negaba a recibirla y a dialogar con ella. Y el viejo Edward Claydon, quizá en un lapso de intuitiva o mediana lucidez (o perdido en una fantasmagórica y laberíntica e infernal pesadilla), logró escabullirse del convento en llamas e introducirse en la mansión de la calle de la Tornería que ahora posee y habita el indiano Mauro Larrea. No obstante, se suicidó “sesgándose la yugular con precisión quirúrgica”. Cuando lo encuentran, después de buscarlo, tenía, “En la pechera, chorros de sangre. En la garganta, clavada, una escuadra de cristal.” [...] “Estaba sentado de espaldas a la puerta. Erguido, en una de las cabeceras de la gran mesa de los Montalvo. La misma mesa en la que se sirvió el almuerzo tras su propia boda, la misma en la que cerró tratos con el viejo don Matías degustando el mejor oloroso de la casa. La mesa en la que se rió a carcajadas con las ocurrencias de sus tremendos amigos Luis y Jacobo [los vástagos del patriarca del clan: el padre del liliputiense Comino y el padre de Sol, ambos juerguistas e irresponsables por antonomasia], e intercambió miradas galantes con dos bellezas casi adolescentes [Inés y Soledad] entre las que acabó eligiendo a la que habría de ser su mujer.”

 

El viejo Edward Claydon recién casado con Soledad Montalvo

Fotograma de La Templanza (2021)

          La viuda, de luto, regresó a Londres sin despedirse. Y nueve meses después, en septiembre de 1862, retorna a Jerez de la Frontera, ya sin la negra vestimenta del duelo, y ya enmendados los retorcidos y chuecos renglones de sus malabares e infracciones financieras, donde en La Templanza halla al indiano Mauro Larrea convertido en un prometedor vinatero y bodeguero, con quien hace migas y convenios para producir el amor y una firma signada por ambos en las etiquetas: “Montalvo & Larrea, Fine Sherry, se leía en ellas”.  

 

 

María Dueñas, La Templanza. Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2015. 542 pp.

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"La Paloma", de Sebastián de Iradier, cantada por la soprano Olimpia Delgado Herbert.

"Adiós, mamá Carlota", canción burlesca contra la Intervención Francesa de Vicente Riva Palacio. Intérprete: Amparo Ochoa.     

Trailer oficial de La Templanza (2021).

  

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