Yo te
llevo dentro
I de X
Precedida por una nota de
“Agradecimientos” y editada en marzo de 2002 en Barcelona por Tusquets Editores
con el número 470 de la Colección Andanzas, La novela de mi vida, del escritor cubano Leonardo Padura (La
Habana, octubre 9 de 1955), comprende dos grandes segmentos: “Primera parte: El
mar y los regresos” y “Segunda parte: Los destierros”; más un epílogo rotulado
“Noticia histórica” (cuya fecha al calce es la datación de la obra en el barrio
donde vive y escribe: Mantilla, 1 de
enero de 1999-23 de junio de 2001), en cuyo último párrafo canta el habanero
Cantor de Mantilla convertido en omnisciente
voz narrativa:
Colección Andanzas núm. 470, Tusquets Editores Barcelona, marzo de 2002 |
“En las cataratas del Niágara, como homenaje a su gran cantor, ha sido colocada una placa de bronce con los versos de la famosa oda. En Toluca [Estado de México], existe una estatua de José María Heredia. En 1902, al proclamarse la independencia de la isla, la calle de Santiago de Cuba donde nació Heredia fue definitivamente bautizada con su nombre y muchos lo consideraron el Poeta Nacional. A dos siglos de su nacimiento su poesía sigue siendo estimada como la primera gran clarinada de la cubanía literaria y del romanticismo hispanoamericano, y poemas suyos como la oda ‘Niágara’ [de la que existen dos versiones: la Primera versión y la Versión definitiva], ‘En el teocalli de Cholula’, ‘Himno del desterrado’ y ‘La estrella de Cuba’ son estudiados como los más altos ejemplos de la naciente lírica del país, y citados por especialistas y lectores. Sus versos patrióticos hacen de José María Heredia el primer gran poeta civil de Cuba y el gran romántico de América, como lo reconoció José Martí, al evocar la memoria del poeta muerto en la miseria y el olvido.”
José María Heredia. Obra poética Editorial Letras Cubanas La Habana, abril de 1993 (contraportada) |
En este sentido, vale puntualizar que el eje o principal intriga de la urdimbre de La novela de mi vida —Premio Casa de Teatro 2001 en República Dominicana y Premio de la Crítica 2002 en España— es el manuscrito de las memorias autobiográficas que el Cantor del Niágara, el poeta cubano e independentista José María Heredia y Heredia, redactó —tuberculoso, miserable y moribundo—, con el auxilio de su esposa Jacoba Yáñez. (Vertiente narrativa en la que, por la soberana y libre decisión del autor, predomina el poder imaginativo y la conjetura, sobre el acopio bibliográfico y los datos y nombres históricos.) Y por ende es ella, ya viuda, quien las cierra con una nota fechada en “Ciudad de México, 12 de mayo de 1839”, que reza a la letra:
“Después de tres días de delirios y agonía, murió José
María Heredia y Heredia, a las diez de la mañana del jueves 7 de mayo de 1839,
en la casa de la calle del Hospicio de San Nicolás, número 15. Al morir tenía
treinta y cinco años, cuatro meses y siete días de vida. Fue enterrado esa
misma tarde, en la mayor pobreza, con la presencia de unos pocos amigos y sin
ningún reconocimiento oficial, a pesar de su antigua condición de diputado de
la nación [mexicana]. Su cadáver reposa en el Panteón del Santuario de María
Santísima de los Ángeles, en el cementerio de Santa Paula. La prensa mexicana
no publicó una sola esquela mortuoria. Al día siguiente de su muerte, el Diario del Gobierno de la República Mexicana
estampó una convocatoria para ocupar la vacante por él dejada.
“Su última voluntad fue que estos documentos fueran
entregados a la señora Dolores Junco, en Matanzas, isla de Cuba, para que ella
los hiciera llegar, cuando creyera oportuno, al señor Esteban Junco.
“Yo atestiguo, ante Dios y la posteridad, que hasta donde
conozco, ésta es la verdadera historia de la vida de José María Heredia, hombre
que disfrutó la gloria y murió en el olvido. Fue el Cantor del Niágara, de las
palmas y de la estrella de Cuba, la patria que amó cada día de su vida y por
cuya independencia sufrió destierro. Descanse en paz su alma.”
UAEM/Ayuntamiento de Toluca Biblioteca Nacional de Cuba José Martí/UNEAC Toluca, 2017 |
Pero si bien el epicentro de La novela de mi vida son las memorias autobiográficas que Heredia narra en primera persona, las dos grandes partes de la caudalosa y minuciosa obra comprenden tres puzles: tres vertientes narrativas, paralelas y entreveradas entre sí en sucesivos capítulos sin rótulos. Una es, precisamente, la que narra la vida de Heredia a través de su evocativa y reflexiva voz, hasta los patéticos momentos que preceden a su muerte. Otra es la que corresponde al póstumo, misterioso y azaroso destino de esas desconocidas e inéditas memorias manuscritas, que tiene como punto de partida el día 11 de abril de 1921, cuando el viejecillo y empobrecido José de Jesús Heredia, hijo del Cantor del Niágara, a sus 85 años de edad y porque presiente su muerte, entrega el sobre de Manila, atado con una cinta malva, a la logia masónica Hijos de Cuba con sede en Matanzas, quien a partir de entonces tiene por cometido su resguardo en el más absoluto secreto de los secretos, hasta que se cumpla el centenario de la muerte del poeta. Meollo no previsto por éste, sino ordenado por su madre, María de la Merced Heredia, en la casa matancera de su hijo Ignacio, tras la muerte por tuberculosis de Jacoba Yáñez —días después de su arribo desde México—, fallecida a los 33 años el 17 de junio de 1844, dejando allí en orfandad a dos de los cinco hijos que tuvo con el poeta: Loreto, la segunda, y José de Jesús, el quinto, quien cumplió tres años un día antes de que su padre muriera, y quien por su hermana Loreto supo del manuscrito hasta 1904 y entonces lo leyó y se convirtió en su albacea y en vigilante y censor de la imagen pública de su padre. Pero cuando en 1926, a sus 90 años, el viejecillo José de Jesús Heredia está en el lecho de muerte hospitalizado en la Quinta de Nuestra Santísima Virgen de Covadonga, al oír e inferir, de manera fortuita y circunstancial, que las cosas podrían torcerse con la súbita muerte de Ramiro Junco —nieto del poeta y su sobrino nieto—, les pide a Carlos Manuel Cernuda y a Cristóbal Aquino, dos viejos masones matanceros, que destruyan los papeles; pero sólo Cristóbal Aquino acepta la subrepticia y destructiva misión. Sin embargo, tras leer de un tirón las ciento dieciocho hojas —pese a que lo tenía prohibido—, decide preservarlas, en la secrecía de la logia, por su valor histórico, testimonial y documental. Pero en 1932, ante el inminente saqueo y destrucción de los esbirros que obedecen al dictador Machado, para salvaguardar el manuscrito, auxiliado por su hijo Salvador Aquino, pergeña un teatral, camuflado y escurridizo numerito con una falsa acta mecanografiada al vapor y decide, solitario y en secreto, entregárselo a Ricardito Junco, hijo del fallecido Ramiro Junco, un pillo enriquecido bajo la férula de la dictadura machadista y por sus voraces tejemanejes como gobernador de la provincia de Matanzas, quien durante seis años lo oculta en la caja fuerte del señorial palacio de Junco, donde vive. Pero como en 1938 sus fondos se han evaporado y su pariente Dominguito Vélez de la Riva y del Monte aspira a la presidencia de la República de Cuba y dado que faltan ocho meses para el 7 de mayo de 1939, día que los papeles deberían hacerse públicos, se los da a leer en una copia y los originales se los vende, en total secrecía, por 500 mil dólares contantes y sonantes, más la inextricable “promesa de que si difundía otra copia del manuscrito pagaría toda su fortuna a un asesino para que no dejara vivo a uno solo de los Junco”.
Leonardo Padura en el cintillo de La novela de mi vida (Tusquets, 2002) |
Y la otra vertiente —la más cercana a los actuales tiempos del siglo XXI, iniciados con la caída de Batista y el triunfo de la Revolución Cubana el 1 de enero de 1959— es la que protagoniza el solterón Fernando Terry Álvarez, un eventual poeta del montón, ex marielito y desterrado profesor en Madrid de 48 años de edad, quien regresa a La Habana, con un mes de permiso para moverse en la ínsula supuestamente socialista, tras 18 años de exilio iniciado en mayo de 1980 por el puerto del Mariel, la embajada del Perú, y “el antiguo bar Cuatro Ruedas, donde estuvieron abiertas las oficinas para que todo el que se reconociera como una escoria antisocial diera el salto definitivo al exilio”: cuatro años de residencia en Estados Unidos (los tres primeros meses subsistiendo en una calurosa y asfixiante carpa en los jardines del Orange Bowl de Miami, capital de Florida donde un año trabajó de albañil y los tres siguientes de “custodio de los fondos del Museo Guggenheim”, en Nueva York, mientras residía en un departamentico en Union City, New Jersey) y los catorce restantes en un ático en la capital española, donde empezó de “acomodador de libros en una biblioteca” y al año de profesor de español y literatura en un liceo. La razón de ese perentorio retorno a la nostálgica y entrañable Isla Perdida (Se escucha música de guitarra, laúd, maracas y bongó. Es una melodía sensual, mulata, con olor a monte y sabor a ron, que engañosamente induce a pensar cálidos placeres, hasta que de tanto escucharla se llega a perder la conciencia de que nos acompaña.) obedece a que el doctor Mendoza, su otrora profesor de latín en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, ya jubilado y convertido en bibliotecario de la Gran Logia, recién rescató “varias cajas de documentos masónicos traspapelados en un sótano del Archivo Nacional y entre los papeles había hallado uno capaz de córtale la respiración: se trataba del acta donde se registraba el homenaje que en 1921 le rindiera la logia matancera Hijos de Cuba a José de Jesús Heredia, y donde se aseguraba que el viejo masón había entregado al Venerable Maestro un sobre sellado que contenía un valioso documento escrito por su padre, el cual debía quedar, desde entonces y hasta 1939, bajo la custodia de aquel templo, heredero del que había iniciado al poeta independentista en 1822”. Lo cual induce al profesor Terry a suponer que ese documento valioso “no podría ser otro que la presunta novela perdida de Heredia que por años —y sin el menor éxito— había tratado de localizar.” Quince días después de recibida la escueta información que desde La Habana le enviara por carta su amigo el poeta Álvaro Almazán, Terry “se presentó en el consulado cubano dispuesto a iniciar los trámites para obtener un visado que le permitiera el retorno temporal a su patria.”
II de X
El drama del destierro de
Fernando Terry empezó a enmarañarse de manera burda y grotesca con un infundio,
casi una especie de venenosa broma de malaleche, pero sin duda: un síntoma de
la carencia de libertades y de la represión dictatorial, ideológica e
intolerante que, no sólo su generación, vivía en Cuba durante la década negra de los años 70. Terry, muy
chipocludo y donjuán en un insaciable y deportivo festín sexual con maestras y alumnas, llevaba dos años impartiendo
clases en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. “Su tesis de
grado sobre la invención lírica de los símbolos y representaciones de la
cubanía en las obras de José María Heredia”, había recibido la máxima calificación (summa cum laude, se infiere); y el tribunal examinador dispuso que su tesis
“debía publicarse y convertirse en texto de consulta para los estudiantes”, y
que él, hijo pródigo del alma mater
coronado con laureles y fanfarrias, “se quedaría trabajando como profesor de la
Escuela de Letras. Mientras, al cumplir los requisitos necesarios, se le
iniciaría un expediente como candidato a doctor en Ciencias Filológicas para
que preparara, como trabajo científico, una nueva edición crítica de las
poesías de Heredia, comentadas y anotadas desde la novedosa perspectiva de su
estudio de graduado”.
Y en esas lides estaba, preparando su “tesis doctoral
sobre la poesía y la ética de José María Heredia” —que se quedó truca—, cuando,
mientras trinaba una clase con su cantarina voz de sinsonte de mil cuatrocientas
voces, fue interrumpido por la secretaria de la escuela, quien “le pidió que
bajara con urgencia a la oficina del decanato”. Pero allí no lo esperaba la
doctora Santori (su tutora y un poder en
la universidad que pudo salvarlo de la purga), sino “un mulato fornido,
varios años mayor que Fernando”, quien “se presentó como el compañero Ramón,
teniente de la Seguridad del Estado que atendía la Escuela de Letras de la
Universidad de La Habana”. (Luego, con otro pseudónimo, lo haría en el
Ministerio de Cultura, tácita e implícitamente mangoneado por el represor Luis
Pavón Tamayo, presidente del Consejo Nacional de Cultura durante el quinquenio gris: 1971-1976). Y sin decir
agua va, buscando el aturdimiento o el fulminante nocaut de un batazo, el
agente “le informó sin más preámbulos que en las investigaciones realizadas a
raíz del intento de salida clandestina del país del ciudadano Enrique Arias
Martínez, éste había confesado que entre las personas enteradas de su proyecto
se encontraba Fernando Terry Álvarez.” Y esta es, por increíble que resulte, la
descomunal e imperdonable “falta administrativa” (casi un “delito”) que
supuestamente ha cometido el boquiabierto y lelo profesor, porque —le echa en
cara ese policía— motu proprio debió
informar a las “instancias correspondientes”. Y además, para presionarlo, arrinconarlo
y tupirlo en la lona, le dice que ha espiado al grupo: “nosotros sabemos que
usted y varios de sus amigos tienen opiniones respecto a algunas medidas que se
han tomado en los últimos años” (y a la postre sabrá que particularmente
vigilaba al negro Miguel Ángel, por su militancia en la Juventud Comunista), y que
está específicamente enterado de los poemas que escriben él y Álvaro Almazán. “Una
lectura de sus poesías demuestra que usted no es precisamente un hombre
politizado. Y sepa que ésa no es nuestra opinión: es la de la dirección de la
escuela y la de alguien del núcleo del Partido...”
Y si
bien Fernando Terry, en ese ríspido interrogatorio, se niega a espiar y a ser
un chivato al servicio del régimen castrista, baja la guardia, se le ablanda la
sesera y afloja la viperina, pese a él, pues declara: “Una vez Enrique estaba
molesto por algo que le había pasado, ni me acuerdo qué fue, y me dijo que
cualquier día se montaba en una lancha y se iba... Era una de esas perretas que
le dan a él, cuando se ponía histérico..., porque, bueno, él es maricón. Por
eso yo ni le hice caso.” Es decir, se trata de una traicionera delación de
Fernando Terry, pues Enrique Arias, en uno de los encuentros en la azotea, les
confesó a los Socarrones —porque confiaba en ellos—, que era marica desde los doce años. (Íntima y secreta
revelación que fue motivo de anécdotas autobiográficas, chismes y bromas, como
la del “aguerrido secretario de la Juventud Comunista de la Facultad, a quien
desde entonces bautizaron como el dulce
pájaro de la Juventud”). Señalamiento grave, comprometedor y peligroso en
el intolerante y represivo contexto social y político de Cuba: “en la Escuela
de Letras eran asoladoras y cíclicas las purgas de homosexuales”, inextricable al
hecho de que se trata de una vigilada y espiada “facultad donde la ideología
tiene un peso tan importante”. De ahí que Enrique Arias, actor estudiantil y
dramaturgo con un libro premiado y publicado —y un activo homosexual casi en el
armario—, por su intento de fuga en una lancha (siguiendo a su novio, el ladrón
del bote), haya estado preso año y medio en una granja —quizá una de las
llamadas Unidades Militares de Apoyo a la Producción, donde por su
homosexualidad, lesbianismo, desviación ideológica o socarronería autosuficiente, eran recluidos intelectuales y
artistas—, pero allí no le extirparon lo marica ni las ganas de largarse de la isla perdida de la que nadie puede salir.
Y Fernando Terry, luego del interrogatorio de ese policía de la Seguridad del
Estado, regresó al aula a impartir la que
sería su última cantarina conferencia (El
ave canta aunque la rama cruja) —casi la
última carcajada de la cumbancha—, pues “Al día siguiente, cuando la decana
lo llamó a su oficina”, se enteró “que quedaba temporalmente suspendido de su
trabajo”.
Fernando Terry y Enrique Arias sólo pudieron discutir
sobre el escatológico y neurálgico intríngulis hasta que año y medio después
éste quedó “libre” y estigmatizado y excluido de por vida. “Nos engañaron a los
dos”, fue la persuasiva hipótesis de Enrique. (Después hubo otra charla, en
1978 —cuando llevaba “Más de un año sin verlo”—, la última, luego de que Terry,
maltratado y humillado, decide no regresar a la chamba de corrector de galeras
en la revista TabaCuba, carcelaria, burocrática,
roma y oficialista.) Y aunque el profesor Terry esperó con ansiedad y añoranza
una misiva de rectificación, nunca pudo reincorporarse a su trabajo de maestro
universitario. (La última vez que estuvo en la facultad fue el “día de
diciembre de 1976 en que esperó en vano toda una tarde para conversar sobre su
caso con la decana”, la doctora Santori, que lo dejó plantado, solo, solitario
y fóbico ante el acoso sistémico. En el ínterin al exilio, tuvo que emplearse
de operador del montacargas de la rotativa de un periódico, donde además hizo
servil e hipócrita “trabajo voluntario” para demostrar su afinidad ideológica
al “socialismo científico” del régimen castrista, como “encargarse de la
actualización del mural del sindicato y de la redacción de los discursos del
secretario del Partido, el de la Juventud y los del administrador”; de negro,
con grilletes en los tobillos, en la citada revista TabaCuba; y de ayudante de un carpintero vinculado al comercio
clandestino, temiendo, con los pelos de punta, “que el presidente del Comité de
Defensa de su cuadra pudiera comunicar que no tenía vinculación laboral” y por
ende sería “fichado como vago o antisocial”.) Y Enrique, un paria, marginado
para publicar y emplearse en el área de sus estudios, “Cuatro meses después” de
la última charla que tuvo con él, murió, a los 30 años, en la avenida del
Malecón, una noche de 1979, atropellado y destrozado por la mole de acero de un KP3 soviético —pesado vehículo de carga que
es un indicio de la sovietización imperante en Cuba desde 1963 hasta la
disolución de la URSS en 1991, lo que dio paso a la escasez y esclerosis
económica del llamado Período Especial—. (¿Un
alevoso suicidio o un simple capricho de un azar fabricado?, oscuro meollo
del que Terry se lamenta y se culpa.) “Tú todavía puedes esperar algo,
Fernando, pero a mí lo que me queda es esto —y señaló hacia las calles sucias y
despintadas, especialmente sórdidas en aquel rincón de la ciudad [el entorno
del parque Central y de ‘los portales siempre infectados de orines del antiguo
Centro Asturiano de La Habana’]—. Si me agarran tratando de montarme otra vez
en una lancha, me pueden meter preso no sé cuántos años. Si presento un libro a
una editorial, no me lo publican cuando sepan quién soy. No me van a dar
trabajo en nada que tenga que ver con lo que estudiamos. Yo sí no tengo base
para donde virarme y ni siquiera tengo alma de mártir. Además como soy maricón
y ya no me escondo para serlo... Estoy preso en las cuatro paredes de esta
isla. Y creo que después de todo me lo merezco: mi ‘tragicomedia’ tiene que ver
con una isla perdida de la que nadie puede salir. ¿Es casi simpático, no? Tanto
joder con la literatura, y la literatura termina vengándose de uno. Y de contra
todavía piensas que soy el culpable de todo lo que te ha pasado, ¿verdad?” Fue
de lo último que le dijo en ese último diálogo.
III de X
Durante sus estudios
universitarios, el grupo de los Socarrones (que empezó siendo una especie de juvenil
club de Tobi prohibido para la pequeña Lulú) tenía como lugar de encuentro y
tertulia —para sus textículos literarios y sus cuitas existencialistas con ron
y tabaco (una idiosincrásica y habanera variante de la deslenguada fenomenología del relajo cubano)—, la
azotea del astroso edificio donde vivía y aún vive Álvaro Almazán (con el techo
a punto de derrumbarse sobre él), quien en el presente es un cincuentón y
oscuro poeta con obra breve (dos poemarios), con tres hijos desperdigados de
infaustos matrimonios, sin fémina de planta e inclinado al trago hasta las
heces y las últimas consecuencias. (Estiro
el brazo/ encojo el codo/ Y a la salud de too/ me lo bebo too.) Pero
durante la época universitaria los ilusos Socarrones “vivían convencidos de
poder cambiar el destino literario del país”. No lo lograron. No son el
magnético círculo literario de los Socarrones autosuficientes de La Habana,
materia de estudio de epígonos y académicos de toda ralea. (No hay entre ellos —pese
a las prebendas y al reconocimiento del establishment, quizá algo artificial,
del que goza y se beneficia el poeta Arcadio Ferret con “ocho volúmenes,
ampliamente difundidos, premiados y comentados”—, ningún prolífico Príncipe de
Asturias de las Letras con rutilantes preseas en Cuba y en otras latitudes e
idiomas de la recalentada aldea global.) Y ahora son, sin excluir la cacofonía
y al desterrado (De un tumulto de males
cercado), una generación perdida, una más (escondida, sin rostro, sin
cojones), apaleada y sumergida hasta la calva (o el copete) en sus
individuales tareas de Sísifo en Isla Perdida
(donde proliferan los tácitos e implícitos letreros que ordenan: PROHIBIDO), ya profesionales con
mediocres salarios, ya con cierto éxito, suerte, picaresca, oportunismo y
arribismo, y la mayoría con rastros de supervivencia y resiliencia, e
ineludible o necia continuidad haciendo agua o nadando de a muertito en el
hediondo y estancado pantano. No obstante, al parecer, la generación perdida de
los Socarrones prometía, según lo transluce el elogio de la sombra del jubilado doctor Mendoza (“Total, ahora soy
un viejo de mierda, con un retiro que no me alcanza ni para empezar a vivir, y
si tomo leche y como carne es porque mi hijo más chiquito, el que no estudió,
tiene una tarima en un mercado campesino y gana como quinientos pesos al día
vendiendo carne de puerco y robándole a todo dios. Gana en un día casi tres
veces mi retiro de un mes...”), otrora el profe de latín en la universidad,
quien le canta a Terry como si percutiera una evanescente escultura fónica con
un tambó de la arcaica y ancestral Isla Perdida: “A pesar de lo socarrones
que ustedes podían ser, nunca volví a tener un grupo de estudiantes como aquél.
Desde que empecé a darles clase, yo sabía que no eran gente común.”
Foto de Padura en la 2a de forros |
Para celebrar el regreso sin gloria de Fernando Terry (Volver/ Con la frente marchita/ Las nieves del tiempo platearon mi sien), Álvaro Almazán, el Varo (cuyo apócope e índole evoca aquel epigrama con que era fustigado y desollado vivo el más triste de los alquimistas: Cuesta cuesta lo que Cuesta), pese a los reparos del bienvenido (Cuba, Cuba, que vida me diste), quien sólo quería verlo a él y al Negro, convoca a una reunión de espectros allí en la azotea (desde donde se otea el Capitolio y el mar y llega su olor), que él apostrofa: “la penúltima cena de los Socarrones”, maiceada con los dólares que aporta el desterrado (banquete, escuálido y conmovedor, que haría las delicias de Mario Conde y del Flaco Carlos, siempre hambrientos y glotones, escuálidos y conmovedores): “una meza presidida por una cazuela de arroz moro brillante y desgranado, custodiado por una fuente abarrotada de masas de puerco fritas, una docena de tamales en hoja, una pirámide de plátanos maduros fritos, la florida ensalada de lechuga, tomates y pepinos, además del flan de calabaza dormido en un piélago de caramelo de azúcar, todo preparado por una vecina de Álvaro que había encontrado una forma de vida en su maestría para la comida criolla, pues su salario de especialista A en Planificación apenas le alcanzaba para sobrevivir. La bebida —dos cajas de cerveza, tres botellas de ron y dos de vino tinto— era el aporte del guajiro Conrado, que lépero como siempre, se negó a revelar el origen del botín.”
Además
de Terry y del Varo, se apersonan ese lépero Conrado Peláez, tremendo gordo con
cara de ternero de tres papadas, que
ha hecho montones de dólares a la Rico McPato, apoyándose en la picaresca y en
los ilegales tejemanejes, a través de una empresa cubano-española de exportación-importación
y por ello tiene viajes a España, “casa en Miramar, auto japonés climatizado,
reloj suizo de oro, mujer y dos amantes, ropa elegantemente informal y un
envolvente aroma de colonias indelebles”; el poeta Ferret: el bello Arcadio, “considerado
por muchos una de las voces más notables de su generación, e incluso se hablaba
de la influencia ejercida en los más jóvenes: sin vanidad pero con orgullo
[...] aceptaba elogios, viajes, medallas, autos asignados y hasta precoces
homenajes, convencido de que los merecía”; Miguel Ángel, el Negro (el Hígado Negro de la literatura cubana:
“Ser negro en Cuba ha sido más difícil que ser maricón”, pontifica en la azotea
la tarde del “23 de octubre de 1974”, cuando escribía un cuento “Sobre un negro
que ahora mismo se siente discriminado”), perestroiko
ex militante del Partido, con esposa y dos hijos estudiantes de medicina, con
algún cuento impreso en México y España, y un par de novelas (editadas en
Francia “Por una editorial de mierda que paga una mierda”) que para Terry “eran
escalones de un aprendizaje capaz de colocarlo al borde de lograr algo grande”,
y la tercera en ciernes (un “texto amargo y esperanzador, donde se revelaba el
trauma histórico [y decimonónico] de una raza esclavizada y discriminada”), más
algunos artículos críticos del statu quo
cubano difundidos fuera de Isla Perdida,
y a quien conoce desde el cuarto grado de primaria, cuando “Aquel negrito
fuerte, más alto que el resto de sus compañeros”, que él veía “como una especie
de guardia rojo”, “se empeñó desde el principio en ser el jefe del destacamento
pioneril y el alumno más destacado del grupo”; el profe Tomás Hernández, quien preserva
el físico de Charles Atlas sin panza, pese a que lleva dos décadas dando clases
en la carrera de la que Terry fue defenestrado en un tris, y sin dar golpe en
los formidables artículos, ensayos y novelas que, decía, iba a escribir; y a
quien Terry, sin descartar a los otros (incluidos el par de muertos), supone el
probable chivato que lo delató y por ello —en una tensa discusión (sucedida
cinco días antes de irse de Cuba) sobre ese oscuro y maloliente meollo que
aletea gasificado y agudo en la atmósfera del grupo y que induce a cada uno (cada
uno en su turno, incluido el difunto Víctor a través de las postreras
revelaciones de Delfina) a hablar del punto neurálgico, purulento y
controversial, puntualizando no ser el delator—, Tomás, furioso, le resume a
quemarropa y vocinglero lo que piensa de él y el drama de su día a día en la isla perdida de la que nadie puede salir:
“—De
verdad creo que estás loco pal carajo, Fernando. ¿Qué ganaba yo con
chivatearte, dime? ¿Y de qué coño te iba a acusar y con quién?
“—Eso
mismo dicen Miguel Ángel y los otros.”
“—Pues
yo no fui, y no jodas más con eso. ¿Qué coño tú te has creído que yo soy?
“—Ahora
mismo no lo sé...
“Tomás
no pudo evitar sonreír, y parecía más confiado.
“—¿Tú
sabes lo que te pasa a ti? Pues que eres un trágico y te gusta tenerte lástima.
Te encanta ver la mierda de los demás y no hueles la tuya... Mira, nunca te lo
he dicho, pero yo hablé con Enrique y él me dijo que tú lo acusaste de maricón.
¿O se te olvidó eso? Ya, ya sé que se te descojonó la vida y toda esa historia,
pero si hubieras sido un poco más inteligente y menos trágico te hubiera ido
mucho mejor. ¿Qué hice yo desde el principio? Cogerlo todo como venía y no complicarme
la vida. Uno ya es bastante viejo para creer que los muertos salen, que la
poesía sirve para algo, que Heredia no era un comemierda que se metió en una
camisa de once varas y después se pasó la vida lamentándose, igualito que tú.
¿Y tú qué aprendiste de todo eso? Ni cojones, Fernando, ni cojones. Has vivido
amargado y jodido, y te consuelas viendo y creyendo lo que te conviene ver y
creer...
“—¿De
qué coño estás hablando? ¿Qué sabes tú de mi vida?
“—Eso
mismo digo yo —lo interrumpió Tomás, alterado—: ¿Qué sabes tú de mi vida? Óyeme
un momento, mi socio, ya que estamos metiéndonos en la mierda, vamos a
revolcarnos de verdad: ¿tú sabes lo que es ser profesor de la bicentenaria y
benemérita Universidad de La Habana y tener que desayunar con un cocimiento de
hojas de naranja? ¿Tú has comido picadillo de cáscaras de plátano? ¿Tú has ido
en bicicleta de tu casa a tu trabajo, todos los días, durante cuatro años? ¿Tú
has visto a tu madre enfermarse de neuritis o de qué coño sé yo y quedarse
ciega en dos semanas? [La polineuritis
cegadora que, como una plaga silenciosa, comenzó a invadir la Isla durante
el Período Especial.] ¿Y has tenido miedo de que tu hija termine metiéndose de
puta? ¿O sabes lo que es reírle las gracias y servirle de chofer a un
extranjero comemierda que hace lo mismo que tú pero gana cien veces más dinero
que tú? Mira, Fernando, yo lo he aguantado todo y no tengo nada: un carro viejo
sin gasolina, una casa despintada y unos cuantos libros, porque cuando la cosa
se puso en candela les vendí los vendibles a esos mismos profesores extranjeros
para comprar aceite y leche en polvo y un poco de carne para mis hijos y mi
madre. En cuarenta años me he comido un barco de chícharos y he ido a más
reuniones que el presidente de la ONU. Pero no me paso el día llorando por los
rincones y lamentándome de cómo podía haber sido mi vida... ¿De qué tragedia me
vas hablar tú a mí?
“—Pero
yo tuve que irme...
“—¿Y
yo tengo la culpa de eso? ¿O la tiene el Negro, o el Varo, o quién coño la
tiene?”
IV de X
Penúltima cena de los
espectrales Socarrones, después de unos 25 años de no reunirse en la azotea, a
la que sólo faltaron el par de difuntos que Álvaro hace presentes con dos velas
encendidas: Enrique Arias y Victor Duarte, quien murió en 1981 cuando voló en pedazos al más allá. Víctor
tenía 32 años al morir; al término de la carrera empezó de asistente en el
Instituto de Cine, donde se hizo director de cortos y andaba de corresponsal de
guerra en Angola cuando murió, “víctima de una mina antitanques colocada en una
de las carreteras del sur”. Por cierto: el novelista también fue corresponsal
en Angola, enviado del periódico Juventud
Rebelde, según habla de ello con anécdotas en Leonardo Padura, una historia escuálida y conmovedora (2019), excelente
documental biográfico, opera prima de
la joven cubana Náyare Menoyo Florián; además de que lo apunta en su crónica
“La generación que soñó con el futuro”, compilada en su libro Agua por todas partes (Tusquets, 2019):
“Mi generación fue, también, la que nutrió de soldados a los ejércitos cubanos
en las guerras internacionalistas de Etiopía y Angola, en las que participaron
miles de jóvenes (incluso en edad de servicio militar, o sea, algo más de
dieciséis años), y en las que yo mismo me vi envuelto, pues debí trabajar un año
en Angola, por fortuna como corresponsal civil, por lo que merecí la distinción
de Trabajador Internacionalista que guardo en mi casa.” Y ya encarrerado el
gato con las citas tutti frutti, en un barco de papel por el mar de las Antillas,
el poeta Nicolás Guillén se desgañitó recitando a voz en cuello el panfletario
estribillo del “Son de Angola”: “¡Muera el gringo, viva Angola,/ viva el son!”
Editorial Letras Cubanas La Habana, julio de 1982 |
Según recapitula Fernando Terry, Víctor Duarte, con quien compartió “aula y equipo de pelota en la secundaria básica”, era el mejor de los Socarrones: un “mulato alto y fornido, bello y saludable”, discreto, moderado y sin aspavientos. Y quizá por ello Delfina se hizo novia de él y luego se casaron. Pero tras 18 años de nostálgico destierro, “Fernando creía que seguía enamorado de Delfina [Sentir/ Que es un soplo la vida/ Que veinte años no es nada/ Que febril la mirada/ Errante en las sombras, te busca y te nombra], como lo había estado desde que la conoció, al iniciarse el curso universitario de 1969, y como lo seguiría estando después, a pesar de haberse convertido en la mujer de Víctor.”
Según
la omnisciente voz narrativa, “Desde que apareció en sus vidas, Delfina fue
como un imán capaz de alarmar los instintos masculinos de los Socarrones: aun
cuando no era ni la más hermosa, ni la más elegante, ni la más culta de las
treinta y seis muchachas que iniciaron el curso, era la más atractiva de todas
por el desenfado y la sobriedad con que asumía la vida y su feminidad, y por la
sensación de realidad que la envolvía, como halo magnético. En las
conversaciones extraliterarias que solían tener en la azotea de Álvaro, cada
uno de ellos fue confesando la atracción que ejercía Delfina [...] Sólo Víctor
se abstuvo de hacer comentarios y tampoco los hizo después de aquella noche de
septiembre, apenas iniciado el segundo año de la carrera, cuando llegó a la
casa de Álvaro con Delfina tomada de su brazo: el asombro aturdió a los
Socarrones al ver a la muchacha en sus predios, pero la sorpresa se multiplicó
cuando vieron cómo Víctor la sentaba a su lado y le tomaba la mano, mientras
ella colocaba una de las suyas sobre un muslo del afortunado.”
El
club de Tobi: “Los Socarrones, puestos de acuerdo, fueron crueles y vengativos.
Encabezados por el propio Fernando, que taimadamente minó el terreno sin dar
nunca la cara, buscaron la manera de que Víctor no apareciera más en las
tertulias con su novia, aunque poco a poco terminaron por hacerse a la idea de
que Delfina no iba a ser la mujer de los mosqueteros —Tomás dixit—: una para
todos. Y al final la admitieron, como si fuera posible aceptar lo inaceptable,
al menos para Fernando, quien a pesar de su fidelidad a Víctor y de todos sus
triunfos en amores, siempre sintió un escozor al pensar en ella, hasta admitir
que estaba jodida y definitivamente enamorado de aquella mujer... [Y tras los
18 años de destierro], ¿Seguía enamorado?, se preguntó, después de darle un
beso en cada mejilla, a la usanza española. Entonces la tomó por los brazos y
dio un paso, para contemplarla a una distancia más propia.” (Guardo escondida una
esperanza humilde/ Que es toda la fortuna de mi corazón).
Wifredo Lam |
Ahora Delfina tiene 47 años y se pinta el pelo aún largo; no se volvió a casar; no tiene hijos ni amante fijo o visible desde hace unos tres años; cuida la endeble salud de su padre y se desplaza en guaguas. Aún trabaja como especialista en artes plásticas y tiene “un libro sobre los pintores cubanos de los ochenta”. Y por su especialidad, luego invita a Terry a una muestra de artistas jóvenes, curada e inaugurada por ella, “que se exhibía en uno de los palacios habaneros rescatados de la muerte segura”; misma que el desterrado, muy chingonauta, menosprecia o desprecia con ojo agrio de comisario bolchevique poniéndole tachas a Wifredo Lam con el ceño fruncido (y de paso a la selección de Delfina) y dizque muy sapiente y trotamundos: “Demasiado esnobismo, proporciones excesivas de posmodernidad forzada, necesidad evidente de estar más a la vanguardia que los centros generadores de vanguardia, nublaban la vista de unos pintores más parisinos, o neoyorquinos, o milaneses que cubanos, y con los cuales no había logrado establecer comunicación ni empatía.”
V de X
Vale resumir que Fernando
Terry, en La Habana, tiene a Carmela, su mamita (al parecer es hijo único),
quien aún vive en la misma casa donde cuela un buen café (Si no fuera por Emiliana/ Nos quedaríamos con las ganas/ De tomar café,
de tomar café [...] Se levanta muy
tempranito/ Y en un ratito cuela el café/ Y reparte en cada buchito/ Todo lo
bueno que usted le dé), mismo que el Negro ha degustado, de buchito en buchito, en las sucesivas
visitas que le ha hecho durante los 18 años del destierro de su hijo (¡Ay mamá Iné!/ ¡Ay mamá Iné¡/ Todo lo negro
tomamo café); donde hay árboles plantados por su padre muerto y están las
sepulturas de varios perros de su infancia y juventud: Coco, Negrito, Mocho y Canelo;
y donde dejó encajadas algunas cosas relativas a la vida que llevaba como
escritor de poemas, artículos y relatos, a su pesquisa sobre la vida y obra de
Heredia, y a su vínculo literario con los Socarrones, como es la copia definitiva de la Tragicomedia cubana (novela teatral), el
libreto inédito de Enrique Arias Martínez, que después de su muerte, “le fue
entregada por los padres de su amigo, con una breve nota que terminó de alarmar
sus lacerantes sospechas: ‘Esto es para Fernando’, decía el papel, sin más
órdenes ni deseos, sólo firmado por una E muy redonda, casi tanto como la rueda
del camión que acabó con la vida de su amigo”. Obra revulsiva, crítica, secreta
e íntima, sacada a relucir por el ortodoxo policía de la Seguridad del Estado
durante el interrogatorio a Enrique; quien le puso la grabación donde se oye
que Fernando Terry (obnubilado por la furia de saberse supuestamente denunciado
por su amigo), aflojó la sesera y la viperina delatando la naturaleza de maricón de Enrique y de querer irse de
Cuba en una lancha. Y en contrapartida de esa filosa cuchillada trapera,
Enrique, la última vez que habló con Terry, le echó en cara el hecho de que el
policía Ramón no le puso una grabación en la que él delatara que Fernando Terry
sabía que quería irse de Cuba: “Te sacó de paso y tú mismo dijiste lo que ellos
querían oír decir. Pero fíjate una cosa, él no te puso ninguna grabación mía.” Oculto
meollo que Fernando Terry sabe tan cierto como el “Himno del desterrado” y la
oda “Niágara”.
En
síntesis, los tres objetivos de Fernando Terry durante su mes de permiso en
Cuba son: hallar el manuscrito de Heredia; descubrir quién de los Socarrones fue
el presunto delator que presuntamente lo descarriló de la dulce vita en la universidad y por ello lo encaminó al inframundo y
al azar del destierro (errante y
proscrito me miro); y descubrir qué vínculo amoroso puede suceder con Delfina,
pese a que a sí mismo se ve medio calvo, barrigón y con ojeras permanentes (Vivir/ Con el alma aferrada/ A un dulce
recuerdo que lloro otra vez).
VI de X
En este sentido, también
vale resumir que en la pesquisa para hallar el manuscrito de Heredia se
involucran —acompañándolo, interrogando y especulando conjeturas e hipótesis—,
algunos de los Socarrones, como es el caso de Álvaro Almazán y Arcadio Ferret (pese
al inveterado pique que media entre ambos), con quienes hace el primer viaje a
Matanzas, en el auto de éste, y enseguida a Colón. Donde, en la búsqueda del
nonagenario masón Salvador Aquino —hijo del citado Cristóbal Aquino, quien de
la matancera logia Hijos de Cuba sacó en secreto, en 1932, el sobre Manila, atado con una cinta malva—,
localizan, como director del museo de Colón, al ojiazul Roberto Aquino, nieto
del anciano, lector de “la voluminosa biografía de Camus de Olivier Todd”, enterado
de la obra poética del célebre y bello Arcadio, y estudioso de las venturas y
desventuras biográficas y legendarias de Heredia y de la logia matancera Hijos
de Cuba, donde la noche del 21 de septiembre de 1822, a los 18 años, el Cantor del Niágara se hizo masón en una
ceremonia secreta, y luego secreto conspirador independentista y antiesclavista.
Placa conmemorativa de José María Heredia y Heredia en las Cataratas del Niágara |
Sobre los manuscritos secretos de Heredia, el nonagenario Salvador Aquino —muy lúcido, glotón y fumador de enormes puros—, quien se inició en la masonería en 1924, a los 18 años, y en 1930 empezó de secretario de la logia matancera Hijos de Cuba, les dice sobre Cristóbal Aquino, su padre, y sobre los papeles de Heredia, que nunca vio ni hojeó:
“Si de
algo estoy seguro es de que él no cogió nunca esos papeles y ni siquiera los
leyó, aunque sí me habló de que en el nicho del cuarto de los maestros estuvo
mucho tiempo el sobre amarillo, amarrado con un cordón morado.”
Y
además de parlotear y especular sobre dónde quedó la bolita, o sea: dónde
pueden estar los papeles o quién pudo sacarlos o tomarlos y ocultarlos, también
abordan aspectos de la leyenda y biografía de Heredia. Por ejemplo, comenta el
museógrafo Roberto Aquino:
“—Por
eso pienso que ese manuscrito no era una novela como se comentó una vez, sino
más bien unas memorias o algo por el estilo. Pero lo importante ahora es que
por más que la familia Junco trató de ocultar las cosas, en Matanzas se comentó
que Lola había tenido un hijo antes de casarse con Felipe Gómez...
“—De
Heredia se decían muchas cosas —protestó Álvaro—. También que se acostaba con
la mulata Luisa Montes, y que cuando el marido se enteró la mató a puñaladas.
“—Yo
conozco esa leyenda, aunque esto es distinto, sobre todo porque casi no se
habló del asunto... Pero el niño que se supone podía ser hijo de Lola nació en
enero de 1824, tres meses después de que Heredia se fue de Cuba. Entonces debió
de haber sido concebido en abril del 23...
“—¿En
abril? —preguntó Fernando, pero en realidad hablaba consigo mismo—. En esa
época él estaba en Matanzas...
“En
junio [de 1823] la familia sacó a Lola de la ciudad [de Matanzas] y la trajeron
a vivir al ingenio Miraflores, que estaba por aquí, muy cerca de Colón, y
Heredia nunca la volvió a ver. El acta de bautismo dice que el niño era hijo de
Rubén, el hermano mayor de Lola, y le pusieron Esteban Junco. Y Esteban era el
padre de Ramiro. Si el comentario es cierto, entonces Esteban era hijo de Lola
Junco, y Ramiro era su nieto...
“Y tú
piensas que Ramiro también era nieto de Heredia —remató Fernando la idea,
cuando sintió que el cigarro, olvidado entre sus dedos, empezaba a quemarle la
piel.
“Si el
manuscrito son unas memorias —siguió Roberto— y Ramiro las leyó, lo más posible
es que haya encontrado esta historia, si ocurrió como estamos suponiendo.
Entonces, todo lo que la familia había tratado de esconder durante un siglo, se
iba a saber cuando los papeles salieran a la luz.
“—Tiene
que ser, tiene que ser —se empeñó Arcadio.
“—No
jodas, Arcadio, eso parece una telenovela mexicana —comentó Álvaro.”
Pero
más bien parece el atávico enredo de una radionovela cubana que evoca la
adictiva, legendaria y lacrimógena historia decimonónica El derecho de nacer, la melodramática serie de radio creada por
Félix B. Caignet para la CMQ. (“Trescientos catorce capítulos de veinte minutos
cada uno, que arrojan una duración total de 6 280 minutos: 104 horas de
transmisión; un récord jamás superado en la historia del melodrama
radiofónico.”) La cual, en las ondas hertzianas, “Se inicia en Cuba, allá por
1948, cuando La Habana era todavía un gran hotel de Estados Unidos.” Y se oía,
paralizando la respiración y las actividades de los escuchas como si fuera la
final de la champions de beisbol (la Serie Mundial de Grandes Ligas) entre los Industriales de La Habana y los
Yankees de Nueva York (“Posiblemente explote la olla exprés, quizá el niño
ruede por las escaleras o los grandes del mundo se declaren la guerra, hay otra
guerra más importante”) “a través de 800 000 aparatos de radio distribuidos en
los hogares de La Habana, Matanzas, Santa Clara, Santiago de Cuba...” Por la
que el señor Caignet, ya célebre, “será llamado el Shakespeare del melodrama,
el Sófocles de los pobres, ¡el escritor más humano!” —Apunta Vicente Leñero en
“El derecho de llorar”, su lúdica e hilarante parodia de guion radiofónico, que
es una crónica periodística datada en 1970, compilada por Carlos Monsiváis en A ustedes les consta. Antología de la
crónica en México (Era, 1980)—.
Serie Crónicas/Biblioteca Era Ediciones Era, 2a ed., México, 1981 |
Vicente Leñero, a un lado del expreso colado a la cubana y con un enorme Montecristo haciendo humo entre los dientes, dibuja una enorme sonrisa de Negrito Sandía (Del verano, roja y fría/ carcajada,/ rebanada de sandía), se frota las palmas y con sus dedos largos, levemente puntiagudos y lampiños aporrea veloz las teclas de la Olivetti de su oficina, en la Zona Rosa, repleta de libros, periódicos y revistas Claudia:
Vicente Leñero |
“El señor Caignet coloca sus dedos velludos y ligeramente chatos sobre la rémington y comienza a dar a luz (efectos de sonido: ruido de teclas)) la conmovedora historia de Elena del Junco [nótese y óigase el sonoro y coincidente apellido de alto pelaje]: una linda cubana de la más aristocrática sociedad habanera, primogénita del aristocrático chapado a la antigua y no menos rígido don Rafael del Junco, quien enamorada del hijo del peor enemigo de don Rafael (recuérdese Romeo y Julieta) se entrega a él en un rapto de amor, de locura, de éxtasis, de inexperiencia, y concibe en sus entrañas (ya no se siga recordando a Romeo y Julieta) un ser inocente, un angelito, una criatura de Dios a la que por cobardes prejuicios sociales el canalla seductor desea privar de su existencia (acorde musical dramático). ¡Jamás lo permitiré! —responde Elena, iracunda—. ¡Jamás! Esta criatura que palpita ya en mis entrañas es una víctima de nuestro pecado, es inocente y tiene... tiene... —titubea Elena tomando bríos— ¡el derecho de nacer! (nuevo acorde musical dramático).”
Vale
contrastar que, según revela el Cantor
del Niágara en sus memorias, Lola Junco, a quien le escribe poemas y llama:
ninfa del Yumurí, también se entrega,
virgen, “en un rapto de amor, de locura, de éxtasis, de inexperiencia”. Lo cual
fue el inicio de una clandestina y entrañable pasión amorosa en el secreto
ámbito del Yumurí, pues Lola Junco ya estaba comprometida con ese Felipillo
Gómez, de familia negrera. Se transluce que la pudiente y conservadora familia
Junco sí dispuso que ese inocente angelito, que se formaba en el vientre de
Lola (¡válgame Dios!), sí tenía el derecho
de nacer, pero no el derecho de ser el hijo de ella y del pobretón poeta
Heredia (por muy famosillo y galán que fuera en los salones de alto pedorraje),
ni de mancillar el honorable honor ni el rimbombante nombre de la presuntuosa familia
Junco. Y por ende se ordenó que Lola, embarazada, se trasladara de Matanzas al
ingenio familiar de Miraflores a concebir en secreto, siempre acompañada de la
negrita Teté, su joven esclava, confidente y cómplice en los encuentros
clandestinos en el Yumurí, quien podría haber hecho el papel protector de la
negra Mamá Dolores ocultado el fruto del secreto amorío de su ama. Pero con
conocimiento de causa y una abultada dote, la familia Junco tramó y orquestó el
matrimonio de Lola con el Felipillo Gómez. Y que el inocente angelito: Esteban
Junco, con indiscutible, feliz y cristiano derecho
de nacer, figurara a la luz pública como hijo de Ramón (¡aleluya!), el
hermano mayor de Lola. Por una carta de ella que le entregó la negrita Teté,
Heredia supo del embarazo cuando aún estaba en Matanzas. Y antes de partir al
exilio en 1823, en otra carta le dijo que el bebé había muerto y dio por
cancelada la relación amorosa. Es decir, el desterrado Heredia sólo supo de
Esteban Junco, trece años después, porque a mediados de 1836 obtuvo dos meses
de permiso para visitar Cuba, otorgados por el gobernador de la isla, nada
menos que el autoritario capitán general Miguel Tacón. Es decir, sólo la mañana
del 26 de diciembre de 1836, día de San Esteban, logró verla y hablar con ella
en un umbroso recodo de la catedral de Matanzas. Según narra el poeta en sus
memorias:
José María Heredia y Heredia |
“Apenas clareaba cuando ocupé mi puesto de vigilancia. A pesar del frío, me sudaban las manos y las piernas me temblaban, como en los viejos tiempos. Faltando diez minutos para las siete la vi salir de su casa, acompañada por una esclava para mí desconocida. Aunque sólo tenía treinta años, la señora que vi andar hacia la iglesia, vestida de negro hasta el cuello cerrado, sin adornos ni joyas visibles, parecía mayor. Una huella de amargura había marcado su boca, con un triste descenso de las comisuras: aquella boca hermosa, que tanto besé. El pelo, recogido hacia atrás con rigor, mostraba las vetas blancas de un prematuro encanecimiento. Una desazón angustiosa me tocó el pecho al ver lo que había quedado de la ninfa del Yumurí, la más bella alhaja del cofre matancero, la muchacha suave y bien armada de carnes con la que viví los más intensos días de mi amor juvenil.”
En el clandestino
diálogo en una banca del patio interior de la iglesia repleto de naranjos, signado
por un furtivo beso preliminar en los labios y uno apasionado al término
(obviamente ella lloró: ¡tenía el derecho
de llorar!), pudo enterarse de que Lola y él fueron víctimas de las órdenes
y atavismos de la todopoderosa familia Junco; que desde entonces y desde
siempre ella lo ama y lo seguía amando (Yo
te llevo dentro/ Hasta la raíz/ Y por más que crezca/ Vas a estar aquí/ Aunque
yo me oculte tras la montaña/ Y encuentre un campo lleno de cañas/ No habrá
manera ni rayo de luna que tú te vayas/ Que tú te vayas). Y que todo el
tiempo su matrimonio con el negrero Felipe Gómez ha sido una infeliz e ingrata
farsa, vengativa y machista; incluso le arrebató a la negrita Teté (Métete Teté, que te metas Teté) y la
envió al ingenio a cortar caña. (La
chiquita que yo tengo/ tan negra como e,/ no la cambio po ninguna,/ po ni
ninguna otra mujé./ /Ella laba, plancha, cose,/ y sobre to, caballero, ¡cómo
cocina!)
Ese
doloroso episodio explica por qué Heredia, enfermo y moribundo, dispuso que sus
memorias fueran entregadas a Esteban Junco, el hijo que no conoció, quien tal
vez nunca supo quiénes eran sus verdaderos padres. Y de hecho, en las postreras
páginas de sus memorias, Heredia se dirige a él. No obstante, al parecer, ese
destinatario nunca se enteró del manuscrito. Y al día siguiente de que el
anciano José de Jesús Heredia depositara las memorias en la matancera logia
Hijos de Cuba el 11 de abril de 1921, le pide a Ramiro Junco —hijo de Esteban
Junco— que se haga cargo de ellas al cumplirse el centenario de la muerte del
poeta el 7 de mayo de 1939. Pero Ramiro Junco, sin saber que moriría de un
infarto en 1926, unas horas antes del fallecimiento del nonagenario José de
Jesús Heredia, no acepta el encargo; él quiere seguir siendo el que siempre ha
sido (la piedra eternamente quiere ser
piedra y el tigre un tigre) y no está dispuesto a mover un dedo ni un ápice
por las memorias de su auténtico padre por muy Heredia que haya sido y sea en
sus poemas y en la historia de Cuba. No obstante, desde la distancia y el
mutismo, le enviaba algún dinerillo al viejecito José de Jesús, su empobrecido
tío abuelo, descubierto como tal en ese solitario y áspero diálogo, en los
márgenes del Yumurí, en que rechazó el papel de albacea.
Editorial Letras Cubanas La Habana, abril de 1993 |
Vale resumir que si bien el desocupado lector (lectora o lectore) lee las inéditas y serpenteantes memorias del poeta José María Heredia y Heredia a lo largo de la novela, Fernando Terry no logra dar con ellas; supone que por alguna desconocida razón ya no existen, quizá por un acto destructivo. No obstante, en la víspera de su regreso a la buhardilla madrileña, la sesentona doña Carmencita Junco (Carmen Alodia Junco y Vélez de la Riva) —hija de Anselmo de la Caridad Junco y Ponce de León, hijo del susodicho Ramiro Junco, y sobrina del citado malandrín y ladronzuelo Ricardito Junco—, matrona del restaurante Palmar de Junco en El Vedado (a donde Terry y el Varo previamente acudieron a dialogar y a preguntarle por el manuscrito del Cantor del Niágara), lo llama por teléfono a la casa de su madre para que en la abigarrada recepción del paladar (que semeja un bazar de objetos y trebejos usados, viejos y antiguos), comprometiéndolo a no hablar a nadie de ello, lea en secreto la desconocida, secreta, y última carta manuscrita que Heredia le dejó a Lola Junco, rubricada y datada en México, 3 de mayo de 1839, donde además de hablarle de la escritura de sus memorias y de la íntima confianza, complicidad y auxilio de su querida esposa Jacoba Yáñez, le puntualiza que están destinadas a ella y a Esteban Junco, el hijo de ambos: “dejo a su juicio y voluntad el destino final de estos papeles: él debe decidir si se hacen públicos o si considera preferible hacerlos desaparecer y cubrir la verdad —que no sólo su verdad y la de su padre— con el manto del silencio.”
VII de X
Cabe resumir que Fernando
Terry, cuando le restan unos doce días en Cuba, sí templa con ese obscuro objeto del deseo; o sea: sí
pega el chicle y se empata con Delfina. Y llega el erótico instante en que,
enamorado, siente que ella es “su mujer”. Pero Delfina, se transluce, no piensa
ni siente que Terry es “su hombre”, pues ella no lo seguirá a su minúsculo ático
en el corazón de Madrid, porque, se ve, no tiene los resortes afectivos ni los
tornillos y parámetros mentales para hacerlo: no está enamorada y en ella pesa
mucho el recuerdo de Víctor después de 17 años de muerto: “Yo lo quería mucho,
Fernando. Víctor fue mi novio y mi marido y era el mejor hombre del mundo. No
merecía morirse, y mucho menos sintiendo que yo iba a sufrir...”. Intríngulis inextricable
al hecho de que está muy arraigada en La Habana (“Quiero seguir aquí aunque me
esté comiendo un cable. No me da la gana irme...”) y allí tiene su empleo
(relativo a las artes plásticas) y un buen departamento (codiciado por la danza
de galanes, donde vive sola) y procura la alimentación y la salud de su padre.
Un Madrid donde todo indica que en su pequeña e insular buhardilla él reproduce Cuba, su nostálgica y particular Cuba dentro de esa íntima isla de cuatro paredes; un carcelero e
íntimo exilio interior semejante, en el nom
plus ultra de la quintaesencia, al carcelero exilio interior del
octogenario poeta Eugenio Florit, quien si bien había salido de Cuba hacía más de treinta años, jamás había salido de la isla,
pues recreó su particular ínsula cubana
en un cerrado y climatizado habitáculo de cuatro
por seis metros (...esa que os parece
isla no es tal, sino un gran pez que se tumbó a descansar en medio del mar...),
dentro de los márgenes de la liliputiense casa en el South West de Miami, donde
el viejo Florit residía con su hermano Gerardo (y la hija de éste, loca de
atar) cuando Terry lo visitó para conocerlo, “mientras trabajaba como albañil
en las obras del Downtown de Miami”. Si antes de despedirse, el anciano Florit
tocó en el piano Linda cubana, pieza
del musicólogo y compositor Eduardo Sánchez de Fuentes de la que no necesitaría
en el atril la “manoseada partitura”, Terry, de vuelta en Madrid, podría volver
a oírla, nostálgico, en el vinilo de mercadillo colocado en el plato de su prehistórico tocadiscos evocando la sensual
geografía humana de Delfina saliendo de la regadera, desnuda bajando la escalera o dormida en la cama (...vemos la hermosura de la isla,
precisamente cuando no vemos la isla...), quien de los fenecidos rescoldos
de sí mismo revivió sus aires de poeta.
VIII de X
A los 27 días de su
regreso, cuando le quedan un par de días de su permiso en Cuba, muere el doctor
Mendoza. A la ceremonia fúnebre y masónica en la Gran Logia acuden Delfina y
los seis Socarrones: Terry, el Varo, el Negro, el bello Arcadio, el lépero
Conrado y el profe Tomás. Y sin buscarlo ni preverlo, de pronto observa que
junto al hijo menor del doctor Mendoza se halla un mulato fortachón y canoso,
con “dedos ensortijados” y “dos gruesas cadenas de oro” en el cogote, en quien
reconoce “los ojos incisivos” y la jeta de perro en que “Tantas veces su
memoria había vomitado”, “incluso en el infierno lo habría reconocido”. Es
decir, se trata del “compañero Ramón”, aquel polimorfo “teniente de la Seguridad
del Estado” que propició la pérdida de su empleo en la universidad y su
destierro y el encarcelamiento de Enrique en una granja por haber intentado
huir de la isla en una lancha robada. Así que, en el momento propicio, cuando el
mulato sale de la logia para fumar, Terry lo sigue y se le acerca y en el
áspero diálogo no tarda en confrontarlo preguntándole: “¿Quién fue el que me
chivateó y dijo que yo sabía que mi amigo se iba?” Y el bato, porque le va bien
con las triquiñuelas vendiendo carne de puerco con Jorgito Mendoza (y quizá con
otros tejemanejes en el mercado negro) y porque hace diez años lo despidieron
(con una patada en el culo) de esa represiva policía de espionaje ideológico y
político al servicio de la ortodoxia del “socialismo científico”, no tiene
empacho ni escrúpulos para revelarle el hediondo intríngulis de la hez de la canalla:
“Ramón parecía divertido y miraba a Fernando como a un
ser extraño.
“—¿Quién te dijo que alguien te chivateó?
“—Tú me lo diste a entender.
“—O tú lo quisiste entender. Mira, que yo me acuerde, lo
que hice fue tirarte un anzuelo. Nosotros sabíamos que ustedes se reunían, que hacían
sus tertulias y que se mataban a poemas. Tratamos de captar a uno de ustedes,
no me acuerdo cómo se llama, un negrito él...
“—¿Miguel Ángel?
“—No me acuerdo el nombre. Era un supermilitante. Y el
hombre nos mandó a cagar. Entonces pasó lo del que quiso irse en una lancha y
vi el cielo abierto. Te tiré el anzuelo, a ver si querías colaborar, pero tú no
quisiste y te enredaste en las patas de los caballos. Yo hice un informe, para
que te halaran las orejas y te tuvieron amarrado cortico, pero alguien en la
universidad se acobardó y decidieron sacarte de la escuela.
“—Eso
es mentira.
“—¿Mentira?
¿Por qué yo iba decirte una mentira ahora? Mentiras te dije ese día y tú te las
tragaste. Nadie dijo nadie de ti. Ni el mariconcito que estaba preso ni ninguno
de tus amigos. Te embarraste tú solo y los de la universidad te aplicaron la
máxima, porque también se apendejaron.
“—Sigo
sin creerte. No puedo creerte.”
No obstante,
parece que hay algo de cierto en las palabras del ex agente de la Seguridad de
Estado. Y en tal sentido resulta razonable que el Varo le haya dicho a Terry
con antelación: “Mira, Fernando, yo también te lo dije cuando llegaste: no fue
nadie. Y no porque seamos más guapos, ni más bárbaros ni nada de eso: si nos
apretaban, cualquiera de nosotros podía decir lo que fuera y acusarte de
cualquier cosa. Pero dio la casualidad de que no nos preguntaron...” Es decir,
al único al que interrogaron y soltó la sopa cuando Enrique ya estaba preso fue,
precisamente, Fernando Terry, el cantor de letrina.
No
obstante, ni el rector universitario ni la decana ni los alumnos ni sus colegas
movieron un dedo ni chistaron. Nadie. Se quedó solo y acojonado en el mierdero y
oscuro laberinto de la soledad. El
doctor Mendoza, por lo menos, se disculpó a
posteriori: “Yo lamenté mucho que te sacaran de la escuela... Aquello me
pareció un disparate y se lo dije a la decana, aunque no me atreví a hacer
nada. ¿Qué podía hacer yo? Pero siento que tenía que haber hecho algo.” Y la
doctora Santori, su tutora y decana en esa época —ya en el retiro, pero aún
dando clases en la facultad y por ello ya lleva unos 50 años con la investigación
y la docencia—, insiste en hablar con él, antes de que se marche de Cuba, para
pedirle perdón. De eso se entera Terry cuatro días antes de irse, cuando la localiza
en el tercer piso de la Escuela de Letras, dando cátedra en el aula número 19, la
misma aula donde él cantó su última clase con su cantarina voz de sinsonte de
mil cuatrocientas voces. “Creo que conmigo se lavó las manos y dejó que me
cortaran el cuello. Si ella se mete en candela no me hubieran botado”, les
revira al Negro y al profe Tomás, quien fue el mensajero de la perentoria cita:
“La Santori te espera mañana a las diez, después de que termine sus clases. Ve
si te sale de los cojones...”
Al
parecer, Fernando Terry fue un discípulo preferido y promovido por la doctora
Santori, pues le dice en el diálogo: “Nunca he vuelto a tener un alumno como
tú. Ni siquiera Enrique fue tan bueno [...] Ni antes ni después. Por eso quise
que te quedaras de profesor en la escuela. Yo pensaba que tú serías mi mejor
sustituto.”
“Yo
podía haberte salvado”, le confiesa, pero anteponiendo su renuncia, y no se atrevió
a hacerlo (por miedo o cobardía o por las dos cosas) y ahora se arrepiente y le
pide perdón. No obstante, al parecer movió la pirinola tras bambalinas sin
decirle a él ni mu ni pío, pues le asegura: “Protesté, le escribí al rector, al
ministro, al ideológico del Partido, pero no renuncié...”
“—No
sabía eso. ¿Y qué le respondieron, profe?
“—Me
daban largas. Decían que tú habías cometido un error, que el compañero de la
Seguridad había hecho un informe, que después tu actitud no había sido la más
correcta, que esperáramos un tiempo... Hasta que me encabroné y dije que si no
arreglaban las cosas iba a ver a quien tuviera que ver. Y por fin te mandaron
esa carta, pero ya era tarde.” Y sí que lo era, pues la “reparadora
rectificación” a Terry le “llegó mes y medio después de haberse iniciado su
exilio”. Es decir, cuando a voces ya había sido vilipendiado de “escoria antisocial”
y marielito por las alharaquientas
hordas de la ortodoxia, e incluso por la vocinglera xenofobia de otros
intolerantes cubanos exiliados y residentes en Miami.
“—Todo
fue un estupidez. Alguien le dijo al policía que yo sabía que Enrique quería
irse.
“—¿Sabes
una cosa? Yo no estoy tan segura de eso. Para mí fue una trampa que te
pusieron. Cuando fui a ver a la gente de la Seguridad que atendían la
universidad, ellos me dijeron que tú mismo te habías acusado...
“—¿Pero
cómo es posible?
“—Eso
dije yo, y entonces me pusieron una grabación tuya diciendo que a Enrique le
había pasado algo y dijo que cualquier día se montaba en una lancha... Yo les
dije que no era posible que por una tontería así te troncharan tu carrera... y
entonces me enseñaron un informe sobre ti de la revista TabaCuba. Ahí te acusaban de desviado ideológico, de
autosuficiente, de tener mala actitud ante el trabajo y en las tareas
políticas, todas esas cosas de las que pueden acusar a cualquier persona
inteligente. Ellos mismos me dijeron que nada de eso era grave, que en un par
de años, quizá menos, podías volver a la escuela. Y en ese momento no hice lo
que tenía que hacer: poner mi renuncia contra tu regreso... Cuando Tomás me
dijo que te habías ido por el Mariel me sentí tan culpable que casi me enfermo.
Me di cuenta de que todos nosotros, los que podíamos haber hecho algo, pero
sobre todo yo, éramos culpables de perderte.
“Fernando
sintió cómo se le secaba la garganta. La posibilidad, tantas veces soñada en
sus días de marginación, de que recibía una llamada telefónica y le pedían que
volviera a la escuela, había estado más cerca de lo que él imaginara, y podía
haber llegado mucho antes de aquel mes de mayo de 1980, cuando se embarcó hacia
el exilio. Su vida, entonces, se habría reencauzado, y todo hubiera sido
diferente. Pero resultó que una confesión estúpida, el extremismo implacable de
unas personas y la falta de decisión de otras habían ganado la batalla, sin
necesidad, siquiera, de que alguien lo hubiera delatado. El absurdo de su
destino le parecía ahora simplemente ridículo.”
No
obstante, pese a lo acertado de ese razonamiento, le dice a la Santori:
“—No,
doctora, yo sigo creyendo que alguien me acusó...
“—Cuando te fuiste, yo vi al rector y se lo dije: que nosotros te habíamos botado del país. Pero él me respondió que tú mismo le habías dado la razón a los que te acusaron...”
IX de X
Delfina y los seis Socarrones acompañan a Fernando Terry hasta el último minuto de su mes de permiso en Cuba, pues la última tertulia en la azotea se sucede durante la noche, la madrugada y el amanecer de despedida a la que él llevó, como sorpresa y para ser leída entre ellos, la copia definitiva de la Tragicomedia cubana (novela teatral), legada a él por Enrique Arias Martínez. Obra inédita, sacada a relucir por éste en la tensa discusión que ambos tuvieron después de que pasara el año y medio preso en la granja, donde la conjetura central del actor y dramaturgo quedó cifrada en la frase: “Nos engañaron a los dos”:
“—Nos
engañaron a los dos —repitió el otro, y por fin lo miró de frente: en sus ojos
había una humedad alarmante y un reto sostenido.
“Fernando
creyó que podría agredirlo. La insistencia de Enrique en aquella idea del
engaño le generaba una exasperación homicida, pero la estampa casi desvalida de
su antiguo compañero lo contuvo.
“—¿Qué
ganaba yo con decir una mentira? Dime, ¿qué ganaba si de todas maneras me iban
a meter preso?... Yo no te acusé de nada. Pero ellos sí me dijeron que tú les
habías dicho que yo escribía cosas que no eran revolucionarias y que...
“—¿De
qué estás hablando? —Fernando saltó cuando sintió la puñalada en un costado.
“—Tú
lo sabes bien: tú fuiste el único que leyó una parte de la ‘Tragicomedia
cubana’. Y según ellos, tú les dijiste que eso era una obra de un resentido
político...
“—¿De
dónde tú sacas toda esa mierda? —Lentamente Fernando se puso de pie.
“—De
lo que me dijeron ellos, coño —gritó, y también abandonó su sillón. De pronto,
la cautela y la vergüenza de Enrique parecieron esfumarse—. ¿Pero es que no
entiendes? Nos engañaron, nos jodieron a los dos. Óyeme bien, Fernando: o nos
pusieron una trampa o me acusó alguno que sabía lo que yo estaba escribiendo, y
ese mismo te acusó a ti de...”
En su vieja recámara, dentro
del cajón, “[...] Ahora Fernando descubrió que, flotando sobre su poesía, se
hallaba una carpeta rotulada como C-O-P-I-A-D-E-F-I-N-I-T-I-V-A de la Tragicomedia cubana (novela teatral), y
sintió que no estaba preparado para aquella profanación. [Obra aún en ciernes
la tarde del ‘23 de octubre de 1974’, mencionada, pero no sacada a relucir en
el jolgorio y relajo vespertino de los Socarrones en la azotea fumando y
bebiendo: ‘Hasta que no la termine no leo nada. Ya lo advertí, ¿no?’, dijo
Enrique; y el Negro le reviró: ‘Oye, Enrique, procura que esa cosa sea buena,
porque llevas como un año jodiendo con eso, y nunca la terminas.’] Pero una
fuerza exterior, empeñada en violar su voluntad, lo obligó a extraer la
carpeta. En una primera hoja Enrique repetía el título de su texto, sin agregar
su nombre. Como si no quisiera hacerlo, Fernando pasó la hoja y se enfrentó a
las letras mecanografiadas, desvaídas por el tiempo, y penetró un mundo sin
fondo en el que comenzó a caer sin tener el mínimo consuelo de un asidero:
“Se escucha música de guitarra, laúd, maracas y bongó. Es
una melodía sensual, mulata, con olor a monte y sabor a ron, que engañosamente
induce a pensar cálidos placeres, hasta que de tanto escucharla se llega a
perder la conciencia de que nos acompaña. El sol comienza a nacer, tropical y
alegremente, mientras el cielo, negro, se va pintando de gris hasta dar paso a
un resplandor azul. Con la claridad gradual empieza a dibujarse el contorno de
Isla Perdida: montañas al fondo, entre las que se despliegan valles verdes
poblados de palmas deliciosas, ceibas, júcaros, caobos y majaguas. Los mangos y
los ciruelos están florecidos y entre sus ramas vuelan sinsontes, tomeguines y
discretas bijiritas, todos despreocupados y al parecer felices, tal como debió
ocurrir en los días anteriores a la definitiva expulsión.
“En el primer plano del espacio escénico se ven casas, de
diversa arquitectura y antigüedad, dispuestas en calles estrechas y opresivas.
Un cierto aspecto de abandono, de pueblo fantasma, da carácter al lugar en el
que no se advierte ninguna presencia humana, aunque por todas partes se leen
carteles en los que aparece la palabra PROHIBIDO.
“El proscenio ha sido inundado con un agua intensamente
azul que reverbera: es el mar, siempre proceloso, que demarca el mínimo espacio
de Isla Perdida, rodeándola, oprimiéndola, cerrándola en sí misma. Este mar es
un elemento importante, y se repetirá como un leitmotiv a lo largo de la trama, pues complementa el sino de los
personajes y determinará incluso su ser histórico, marcado por esa
indestructible circunstancia insular.” (La
maldita circunstancia del agua por todas partes.)
Leonardo Padura, La novela de mi vida. Colección Andanzas núm. 470, Tusquets Editores. Barcelona, marzo de 2002. 352 pp.
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