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viernes, 1 de noviembre de 2019

El gato negro y otros cuentos ilustrados de misterio e imaginación


El trece de un nigromante dedo flamígero

Con el número 2 de la Colección Grangaznate, en “diciembre de 2008” la madrileña editorial Valdemar publicó el libro en cartoné: El gato negro y otros cuentos ilustrados de misterio e imaginación, en cuya página legal se acredita que en 2006 apareció en Berlín editado por Die Gestalten Verlag GmbH & Co. KG. Con traducción de Mauro Armiño —viejo y connotado traductor de Poe al español— se trata de una anónima antología de 13 textos del norteamericano Edgar Allan Poe (Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849) urdida, se pregona en la cuarta de forros, para conmemorar el 200 aniversario del nacimiento del escritor que “propició, en opinión de H.P. Lovecraft, ‘un amanecer literario que afectó no sólo la historia del cuento fantástico, sino a la del relato corto en general, modelando indirectamente las tendencias y el rumbo de una gran escuela estética europea’”. De ahí las pastas duras, el buen tamaño (24.7 x 19.5 cm), el buen papel mate, el listón separador, el sobrio pero atractivo diseño, la cuidada tipografía, y el generoso espacio que ocupan las ilustraciones a color de “trece artistas plásticos contemporáneos” de varias nacionalidades, de quienes desafortunadamente no se dice ni mu ni pío sobre sus técnicas, pese a que se enlistan sus páginas web y sus correos electrónicos. Y en contra de lo que se anuncia en el título y en la contraportada, no todos los textos son relatos. Es decir, diez son cuentos y tres son poemas.
Colección Grangaznate núm. 2, Valdemar
Madrid, diciembre de 2008
     
Edgar Allan Poe
         En el ámbito del español la poesía de Edgar Allan Poe, además de que su traducción es mucho más difícil, no tiene la celebridad de su narrativa, en particular sus 67 cuentos. No obstante, inextricable a la icónica y popular fama de Edgar Allan Poe —ataviado de negro y con su capa militar de cadete de West Point—, aletea si cesar, en innumerables variaciones visuales y de toda laya, la imagen del cuervo que, originalmente, en medio de la fría y fúnebre noche arriba a la habitación del romántico poeta donde, melancólico y nostálgico, añora a Leonore, su fallecida amada (muerta quizá por la tuberculosis), y se posa en el marmóreo busto de Palas y vocifera y repite el consabido e inmortal estribillo: “Nunca más”. En este sentido, “El cuervo” es uno de los tres poemas de Edgar Allan Poe seleccionados por el anónimo dedo flamígero del editor de marras, los cuales aparecieron en inglés en el libro El cuervo y otros poemas (1845); está ilustrado con cinco oníricas, pesadillescas y nocturnas láminas abstracto-figurativas de Dirk Rudolph que parecen tintas (quizá lo sean), en las que predomina el café, el sepia, el negro y ciertos toques de rojo. Muchísimo menos interesantes y no tan logradas son el otro par de poesías. Una es “El gusano vencedor”, con dos cromos de Jan Feindt; y la otra es “Las campanas”, con cuatro tintas de Maria Tackmann.

Ilustración de Dirk Rudolph para  “El cuervo
  Casi resulta tautológico observar que las diez narraciones de Edgar Allan Poe seleccionadas en El gato negro y otros cuentos ilustrados de misterio e imaginación son de las más eximias y que se hallan en múltiples ediciones y antologías. Tales son: “Manuscrito hallado en una botella”, cuya primera edición data del 19 de octubre de 1833 —apunta Margarita Rigal Aragón en el volumen Narrativa completa (Bibliotheca AVREA, Cátedra, Madrid, 2011)—, ilustrado con ocho láminas a color de Jens Harder. “Hop-Frog”, publicado por primera vez el 17 marzo de 1849 (ídem), ilustrado con ocho dibujos coloreados de Jen Ray. “El corazón delator”, que latió por primera vez en enero de 1843 (ídem), con cuatro ilustraciones a color de Cheval Noir. “El gato negro”, impreso el 19 de agosto de 1843 (ídem), con siete dibujos en blanco y negro de Aaron Baggio. “El retrato oval”, publicado en abril de 1842 (ídem), con tres ilustraciones a color de Mateo. “El pozo y el péndulo”, que vio la luz en octubre de 1842 (ídem), con doce láminas a color de Samuel Casal. “El cuento mil y dos de Sahrazade”, impreso en febrero de 1845, con trece estampas a color de Hell. “La máscara de la muerte roja”, publicado en mayo de 1842 (ídem), con cuatro ilustraciones a color de Lars Henkel. “Los hechos del caso del señor Valdemar”, publicado en diciembre de 1845 (ídem), con ocho estampas a color de Vania/Ivan Zouravliov. Y “Un descenso al Maelström”, que vio la luz en mayo de 1841 (ídem), con trece ilustraciones a color de Fuyuki. 

Ilustración de Hell para “El cuento mil dos de Scherezade”
  Según apunta Julio Cortázar en su postrera nota sobre “El cuento mil dos de Scherezade” —su canónica traducción y ordenamiento de los 67 cuentos de Poe apareció en 1956 editada en dos tomos por la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente y luego la revisó y corrigió para la edición que Alianza Editorial publicó en Madrid en 1970—, es “Poco original, pues repite un procedimiento caro al siglo XVIII, este relato marca en la presente ordenación el comienzo de las composiciones secundarias de Poe. A su tema se le puede aplicar la observación de Brownell: empeñado siempre en hacer creer lo increíble, Poe invertía a veces su técnica. Aquí, en efecto, la verdad pasa por pura fábula.” Vale objetar que en el contexto de su tiempo quizá no haya sido muy original —no obstante, junto a las sucesivas y diversas ediciones y reediciones de Las mil y una noches, algunas preciosistas y con un bagaje enciclopédico, el consabido tema del postrero destino de la mítica y legendaria contadora de historias que las narra para salvar su vida ante la amenaza del rey (empeñado en matar cada noche una doncella después de poseerla) aún desvela y hace soñar la imaginación de los escritores y lectores del siglo XXI; ejemplos: Voces del desierto (Alfaguara, 2006), novela de Nélida Piñón, cuya primera edición en portugués data de 2004, y Las mil noches y una noche (Alfaguara, 2009), libreto teatral de Mario Vargas Llosa—; pero inextricable a la romanticista impronta arabesca y dieciochesca, aunada a la parodia de acotaciones científicas y pseudocientíficas que son la serie de notas al pie de página que pueblan el cuento de Poe, se transluce una pulsión lúdica, de goce estético e intelectual, del arte por el arte de contar historias, que es la quintaesencia y el non plus ultra que subyace y le da sustento a la urdimbre de los relatos, aún en los más sanguinarios, pesadillescos y tétricos, además de que no es una de “las composiciones secundarias de Poe”, como tampoco lo es el divertimento “El sistema del doctor Tarr y del profesor Fether”, que también figura en tal segundona y canónica clasificación cortazariana. 

Ilustración de Fuyuki para “Un descenso en el Maelström”
  Todo indica que se trata de un yerro de Julio Cortázar, como sin duda lo es un frijol negro en la sopa de letras, una minucia que descuella en su traducción de “Un descenso en el Maelström”. En tal cuento, un viejo pescador noruego de la costa de Lodofen ha servido de guía a un forastero con el que subió hasta la cima de la montaña Helseggen, “la Nebulosa”, desde donde se observa el punto exacto, entre las pequeñas islas y el mar, donde se forma el temido y terrible Maelström; allí, al socaire en lo alto del acantilado, casi al oído le narra la historia de su accidental e increíble descenso a las profundidades de tal vórtice veloz y oscilatorio, cuando cierta vez, a él y a sus dos hermanos, el fenómeno los sorprendió, a bordo de “un queche aparejado como goleta”, cuando regresaban de una faena pesquera. Julio Cortázar, en su traducción, escribe: “y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad”. No obstante, pese a que tal supuesto “hermano mayor” fue arrastrado fuera de la barcaza por la fuerza oscilatoria de la vorágine, reaparece junto al protagonista, lo cual no corresponde con la lógica del cuento. En este sentido, se lee, con precisión y certeza, en la versión de Mauro Armiño: “y el palo mayor arrastró consigo a mi hermano pequeño, que se había atado a él para mayor seguridad” y por ende ya no se le vuelve a ver y sí al hermano mayor, quien reaparece (el protagonista no sabía dónde estaba y cómo se salvó) y luego le disputa al narrador la armella, cercana al gobernalle, de la que éste se sostiene. Y en esto coincide con Doris Rolfe, cuya traducción se lee entre los trece Relatos de Edgar Allan Poe (Mil Letras, Cátedra, Madrid, 2009), antologados, prologados y anotados por Félix Martín: “y el palo mayor se llevó consigo a mi hermano, el más joven, que se había atado a él, creyendo que tendría más seguridad”.

Ilustración de Jens Harder para “Manuscrito hallado en una botella”
  No obstante, las traducciones de Julio Cortázar son celebérrimas, y además de sus múltiples reediciones en distintos sellos editoriales, pasan por ser las mejores en el ámbito del idioma español. De ahí que, por ejemplo, Jacobo, el Conde de Siruela, haya elegido su traducción del “Manuscrito hallado en una botella” en su Antología universal del relato fantástico (Atalanta, Girona, 2013). Con sus ineludibles variantes, en la versión de Mauro Armiño del “Manuscrito hallado en una botella” se lee el mismo fragmentario diario escrito a mano (y depositado en un frasco) por el sobreviviente que naufraga no muy lejos de las inmediaciones del “archipiélago de las islas de la Sonda”. Náufrago que parece un solitario fantasma (quizá lo sea y lo ignora) atrapado en un antiquísimo, onírico y pesadillesco buque fantasma de gigantescas dimensiones, con vetustos y herrumbrosos artilugios de navegación y expedición científica, cuya fantasmal y muy decrépita tripulación, de extraño e ininteligible idioma, no lo ve ni lo oye; quien narra su postrero destino y el preciso instante en que el navío (stultifera navis en pos del secreto de los secretos), negro como la pez, con el velamen desplegado y a toda velocidad, se hunde oscilando, en el Polo Sur, en las profundas fauces del abismo. 

Ilustración de Lars Henkel para “La máscara de la muerte roja” 
  En “Hop-Frog” —el nombre del bufón enano y cojitranco que significa salto de rana y que sirve en la corte de un rey obeso, bromista y autoritario— descuella la estratagema asesina y circense con que corona y venga, en medio de una palaciega mascarada, la ofensa, la humillación y la burla dada a él y a su colega la enana Trippetta por el soberano y sus gordinflones y alegres siete ministros. En “La máscara de la muerte roja” también se sucede una festiva mascarada en las entrañas de un egocéntrico y egoísta palacio cerrado y fortificado ante la peste que ha diezmado a la población circunvecina. Según dice la voz narrativa, “Jamás peste alguna había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el color y el horror de la sangre. Comenzaba por agudos dolores, seguía con desvanecimientos súbitos y concluía en un abundante derrame de sangre por los poros; poco después sobrevenía la muerte. Las manchas purpúreas en el cuerpo y especialmente en el rostro de la víctima eran las trompetas de la muerte que aislaban de todo socorro y toda simpatía. La invasión, el progreso y fin de la enfermedad era cuestión de media hora.” En medio del clímax de la orgiástica celebración de los enmascarados que deambulan de salón en salón (cada uno con su particular color y decorado), hace acto de presencia un extraño cuyo mortuorio atavío traza los signos de la muerte y de la epidemia. Es nada menos que la Muerte Roja ataviada o disfrazada de la Muerte Roja y con la máscara de la Muerte Roja y por ende el príncipe Próspero y sus nobles y cortesanos no tardan en vivir sus últimos minutos “inundados por un rocío sangriento”.

 
Ilustración de Mateo para “El retrato oval”
  En “El retrato oval” un viajero herido y su criado arriban a un solitario, gótico y romántico palacio ubicado en algún lugar de los Apeninos. Se instalan en una recámara “situada en una torre aislada del edificio”. La regia, astrosa y añeja habitación es al unísono una recargada galería de pinturas, tapices y trofeos heráldicos; y en el lecho halla un libro que expone la crítica y el análisis de las obras que lo rodean. A la luz de las velas lee hasta la medianoche. Al mover el candelabro para orientar la luz, descubre, en la penumbra de un nicho, un cuadro que no había visto; se trata del vivo retrato, de medio cuerpo, de una joven mujer, cuyo marco oval es “de un bello estilo morisco”. En el libro lee que se trata de la esposa del artista, quien obsesionado y abstraído en su creación, paulatinamente la fue pintando hasta insuflarle a la imagen la vida de la fémina, de tal modo que murió en el preciso instante en que él concluyó su obra. 

   
Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)
         En “El corazón delator” un loco neurasténico monologa los pormenores que, a la medianoche, lo instigan a matar a un solitario anciano con el que cohabita en una misma casa, a quien ya muerto descuartiza y entierra bajo los tablones de su recámara. No tolera y le produce aversión y fobia su horrendo y nauseabundo “ojo de buitre” cegado por una tela e incluso no soporta el latido de su corazón, que cree oír, y que a la postre sigue oyendo y lo sigue atormentado, y por ende se ve impelido a confesar a gritos su crimen ante los policías que, a las cuatro de la madrugada, han acudido a la casa porque algún vecino oyó un alarido en medio de la noche. 

Ilustración de Aaron Baggio para “El gato negro”
  En “El gato negro” también es un loco y un sádico asesino el que monologa y narra. Aunada a su inclinación por el alcohol y a los consabidos trastornos ópticos y mentales que tal estado implica, es la presencia de un felino negro y su posible reencarnación y maleficio lo que lo induce, delata y condena. Pues el minino, con sus siete vidas, corporifica “la antigua creencia popular que veía brujas disfrazadas de gatos negros”. Es decir, pese a que el beodo quiere y apapacha al gato negro, primero le saca un ojo con un cortaplumas y más tarde lo ahorca colgándolo de un árbol. Después de un tiempo, añorando al bicho, en una taberna encuentra un felino muy parecido a Plutón, que fue el nombre que le dio al gato mutilado y sacrificado, y que a todas luces es el mismo gato negro (pese a su mancha blanca en el pecho), pues además de que también está tuerto, cuando mata a su querida esposa de un hachazo en el cráneo y la empareda en el sótano donde subsistían en la pobreza y los agentes de la policía están allí indagando la desaparición de la mujer, son los horripilantes maullidos del gato negro dentro del muro los que delatan y desvelan su oculto crimen ante los gendarmes, quienes al oírlo derrumban el recubrimiento de la falsa chimenea y hallan el sanguinolento cadáver descompuesto de la fémina y “Encima de su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y el ojo único despidiendo fuego, estaba subida la abominable bestia”. Vale añadir que en la mancha blanca que el tuerto gato negro luce en el pecho, está cifrado el maleficio y presagio de la condena y destino del asesino, pues traza la espeluznante forma del patíbulo.

Ilustración de Samuel Casal para “El pozo y el péndulo”
        En “El pozo y el péndulo” un condenado por los monjes de la Inquisición, cuya herejía se ignora, escribe, medita y narra los pesadillescos, delirantes y maniáticos detalles de su terrible y aterradora tortura en un subterráneo calabozo en Toledo, la manera en que varias veces sortea la muerte y las angustiosas minucias de lo que parecía su inminente fallecimiento. Pues en los últimos instantes, en una apoteósica y angelical aleluya, el general Lasalle y el ejército francés entran triunfales, toman Toledo y cae la Inquisición. 

Ilustración de Vania/Ivan Zouravliov para “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”
      Según dice Julio Cortázar en su correspondiente nota, “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, en Londres, “fue tomado por un informe científico”. Lo cual casi coincide con Margarita Rigal Aragón cuando apunta que tal cuento “fue interpretado por los lectores como un caso verídico con gran sorpresa de Poe”. A mucha distancia de la soterrada mentalidad y de los atavismos y de la idiosincrasia de los humanoides de la época, impregnada por los prejuicios del mesmerismo, tal meollo no deja de sorprender, pues el final del relato reitera y denota aún más su índole y prosapia fantástica que transpira y late en cada página. Es decir, el homónimo alter ego de Poe hipnotizó al señor Ernest Valdemar in articulo mortis y bajo el poder de la hipnosis estuvo alrededor de siete meses muerto en su recámara sin que su cadáver se corrompiera y desde el más allá, con una tenebrosa voz de ultratumba y haciendo vibrar la lengua de sus mortuorios despojos, habló y dio fe de que estaba muerto. Y cuando tal latente, angustioso y horrorosísimo impasse es interrumpido por el volitivo influjo de la hipnosis del señor P, sucede lo aún más impensable. Según dice el narrador:

Ilustración de Vania/Ivan Zouravliov para “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”
  “[...] lo que realmente ocurrió fue algo para lo que ningún ser humano podía estar preparado.

“Mientras ejecutaba rápidos pases hipnóticos entre exclamaciones de ‘¡muerto!’, que literalmente explotaban en la lengua y no en los labios del paciente, su cuerpo entero, de pronto, en un solo minuto o incluso en menos tiempo, se contrajo, se deshizo, se pudrió entre mis manos. En el lecho, a la vista de todos los presentes, sólo quedaba una masa casi líquida de repugnante, de execrable putrefacción.”
Vale añadir que tal instantánea disolución evoca, ineludiblemente, la no menos fantástica, vertiginosa y muy visual disolución de la gótica casona de los incestuosos gemelos Madeline y Roderick Usher en el pestilente y mórbido miasma de las negras aguas del aledaño lago.



Edgar Allan Poe, El gato negro y otros cuentos ilustrados de misterio e imaginación. Traducción de Mauro Armiño. Iconografía a color. Colección Grangaznate núm. 2, Valdemar. Madrid, diciembre de 2008. 240 pp.


sábado, 14 de septiembre de 2019

Cuento del Conejo y el Coyote

Érase que se era un Bugs Bunny zapoteco

Más allá de los mitos, leyendas, cuentos y fábulas de la tradición oral que preserva y acuña cierto orbe de la lengua zapoteca que aún se habla y parlotea en Juchitán y alrededores (incluidas las variantes dialectales), el Cuento del Conejo y el Coyote tiene cierta fama en español, y en la literatura mexicana, por la versión que se lee en Los hombres que dispersó la danza (1929), el primer libro que publicó el escritor oaxaqueño Andrés Henestrosa (1906-2008), cuya primera edición de 200 ejemplares fue pagada por Antonieta Rivas Mercado (1900-1931), la atormentada y suicida amante de José Vasconcelos y mecenas de la cultura mexicana que auspició, entre otros menesteres, la revista Ulises (1927-1928), el Teatro de Ulises (1928), la creación del patronato y del consejo de la Orquesta Sinfónica Mexicana dirigida por Carlos Chávez (1928), y la edición de los libros Novela como nube (1928), de Gilberto Owen, y Dama de corazones (1928), de Xavier Villaurrutia. 
      
De pie: Che Estrada Menocal (piloto de carreras), Amelia Rivas Mercado,
Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta Rivas Mercado, Xavier Villaurrutia
y Andrés Henestrosa. Sentado: Julio Castellanos y Toñito Blair Rivas.
(México, c. 1927)
           Pobrísimo, de guaraches y después de vender su burro, a los 16 años Andrés Henestrosa emigró de Juchitán a la Ciudad de México. Sólo hablaba el zapoteco y el huave y una pizca de español. (“Recibí el idioma zapoteco del seno derecho de mi madre, y del izquierdo el huave. Los demás idiomas de otros senos...”, decía el propio Henestrosa con un dejo edípico y de lúdica lujuria.) A través del pintor Manuel Rodríguez Lozano, Andrés conoció a Antonieta, quien era la más distinguida y culta de los cuatro hijos del arquitecto Antonio Rivas Mercado (1853-1927), a quien de joven en Saint-Germain-des-Prés apodaron El Oso tras derrotar, cuerpo a cuerpo, al descomunal oso de un gitano (una “noche del invierno de 1872”), pues desde los 11 años se había formado en Londres y en París, donde estudió arquitectura en l’École des Beaux-Arts e ingeniería en la Sorbona. Antonio Rivas Mercado, además, fue un controvertido director de la Academia de San Carlos (entre 1904 y 1911), defenestrado durante la larga y legendaria huelga estudiantil de la que el caricaturista y pintor José Clemente Orozco habla en su pintoresca y cáustica Autobiografía (escrita en 1942 y publicada en 1945 por la editorial de la Revista de Occidente y en 1970 por Ediciones Era). Y, entre otras cosas, constructor del actual Museo de Cera de la Ciudad de México, del Teatro Juárez de Guanajuato y de la Columna de la Independencia en la capital del país (el ombligo de México), con la que el régimen del dictador Porfirio Díaz quería (con ésta y otros monumentos y obras arquitectónicas) inmortalizar, y celebrar con gran fasto, las Fiestas del Centenario de la Independencia; columna conocida por la vox populi como El Ángel o El Ángel de la Independencia (pese a que la Victoria Alada original que la coronaba cayó y se hizo pedazos durante el terremoto del “28 de julio de 1957”) y consabido epicentro de un sinnúmero de manifestaciones y de espontáneas y ruidosas alharacas públicas y futboleras. Cuya legendaria impronta y resonancia sirvió para titular e ilustrar la portada de A la sombra del Ángel, novela biográfica (con iconografía) sobre la vida de Antonieta, escrita en inglés por Kathryn S. Blair, esposa de Donald Antonio Blair Rivas, el único hijo que tuvo Antonieta (nacido “el 9 de septiembre de 1919”), cuya primera edición en español (traducida por Leonor Tejeda) se publicó en México, en 1995, a través de Nueva Imagen.

      
A la derecha: Antonieta Rivas Mercado y Federico García Lorca
(Nueva York, 1929)

Foto: Emilio Amero
        Al joven Andrés Henestrosa, Antonieta le dio empleo y cobijo en su casa (“desde finales de 1927 hasta principios de 1929”; razón que explica el que Henestrosa haya hecho el papel del Caballo, en el Orfeo de Jean Cocteau, estrenado por los Ulises en el Teatro Fábregas el viernes 11 de mayo de 1928). Allí, por las noches, antes de dormir, a imagen y semejanza de la tierna mamacita que al hijito (o hijita) le narra un cuento canturreándole al oído, Antonieta le traducía y leía títulos como El libro de las selvas vírgenes de Rudyard Kipling, El decamerón negro de Leon Frobenius y Las musas lejanas, 14 tomos (nada menos) que abarcaban “mitos y leyendas de países tan remotos como Egipto, China, Alemania, India, Malasia, Francia, Rusia y Polonia”. (Dígale a Andrés que sigue siendo mi niño, le encargó Antonieta a Manuel Rodríguez Lozano al término de una carta escrita a mano, en París, el 1 de agosto de 1930.) Oyendo tales traducciones simultáneas y de viva voz, el joven Andrés Henestrosa tuvo la idea de escribir un libro basado en los mitos, leyendas y fábulas que había oído en su infancia. Así, puesto que aún no dominaba por completo la escritura del español, Antonieta redactó lo que él le dictaba. 
   
Retrato de Andrés Henestrosa (1924)
Óleo sobre tela y masonite de Manuel Rodríguez Lozano
           El 30 de noviembre de 1929, día que Andrés Henestrosa cumplió 23 años, “le entregaron el primer ejemplar impreso de Los hombres que dispersó la danza, que incluía un retrato del joven Henestrosa [quizá reproducción del óleo de 1924] y otros dos dibujos de [Manuel] Rodríguez Lozano”, el efebo homosexual y retorcido esposo de Nahui Olin (el pseudónimo de Carmen Mondragón con que la bautizó el Dr. Atl y con el que ella firmó poemarios y pinturas naif), la hermosísima hija del general Manuel Mondragón (el militar que encabezó el cuartelazo en La Ciudadela, entonces fábrica de armas y bodega de municiones, precisamente el domingo 9 de febrero de 1913, día que se desencadenó la histórica Decena trágica), quien pese a su deslumbrante belleza y fama (célebre y legendaria en el México de los años 20), terminó gorda, loca, miserable, astrosa, pestilente y vagabunda rodeada de gatos, en su casa y en la Alameda Central, donde se le solía ver mendingando, dándole de comer a los pichones y castrando al diosecillo y alado Cronos. No obstante, inmortalizada en murales, cuadros, dibujos y fotografías. 
     
Retrato de la boda de Manuel Rodríguez Lozano y Carmen Mondragón
México, agosto de 1913
Foto: Martín Ortiz
         Además de esposo de Nahui Olin, el pintor Manuel Rodríguez Lozano fue el destinatario de las 87 cartas de amor (y de algún otro papel desesperado) que Antonieta le escribiera, incluso desde París, poco antes de que en la Catedral de Notre Dame, la mañana del miércoles 11 de febrero de 1931, sentada en 
una banca que mira al altar del Crucificado, se diera, en el corazón, -con el revólver Colt 38 que fuera de José Vasconcelos (el mismo que en 1929 lo acompañó en toda la gira electoral)- el balazo que la mató, pero ya en el traslado al Hôtel-Dieu, un hospital de caridad no muy lejos de la iglesia. Y según apunta Fabienne Bradu en la biografía homónima de Antonieta que el FCE le publicó por primera vez en 1991, el cuerpo de la fémina, que aún no cumplía sus 31 años, “habitó la helada y oscura nave de la morgue durante cuatro días con sus noches, hasta que le encontraron un pedazo de tierra donde finalmente ponerla a descansar”. El lunes 16 de febrero de 1931 fue enterrada en el cementerio de Thiais, “a unos 20 kilómetros de París, sobre la carretera a Fontainebleau”. Y allí estuvo hasta 1936, cuando caducó la concesión de su tumba”, y sus restos fueron trasladados a la fosa común”.
José Vasconcelos y Antonieta Rivas Mercado
(Los Ángeles, diciembre de 1929)
        En la edición español-inglés de Los hombres que dispersó la danza impresa en México, en 1995, por el Grupo Serla, Litografía Turmex y Promotora Cultural Sacbé, prologada y anotada por Carla Zarebska, se lee algo de la génesis y tras bambalinas del libro de Andrés Henestrosa. Pero además resulta un deleite visual por la iconografía (debidamente datada en la postrera “Lista de obra”); es decir, por las reproducciones en blanco y negro y en color, entre ello las fotos de Graciela Iturbide, las viñetas de Miguel Covarrubias, el Retrato de Andrés Henestrosa (óleo sobre tela y masonite, 1924) de Manuel Rodríguez Lozano, y 16 de las láminas que el pintor Francisco Toledo hizo, hacia 1979, mediante gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel, para ilustrar, y al unísono narrar, lo que se cuenta en la fábula de la tradición oral zapoteca: Cuento del Conejo y el Coyote, pero como si se tratase de un cómic o de una historieta muda contada sólo con recuadros e imágenes. Una de las reproducciones, incluso, es la falsa portadilla de la serie (o libro de artista) donde Toledo anotó con letra manuscrita: “Este es el cuento del conejo y el coyote”.  

   
El panal de avispas (anverso)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
         Cabe recordar que en Xalapa, entre el 12 de marzo y el 6 de abril de 1992, en la entonces Galería del Estado, se exhibió
El mono de la tinta, mínima muestra del artista Francisco Toledo, curada por la poeta Elisa Ramírez, su ex mujer, con quien engendró dos de los cinco hijos del pintor: Benjamín y Laureana; y con quien organizó la fundación, en 1972, de la otrora célebre Casa de la Cultura de Juchitán, “situada en un convento restaurado”; breve retrospectiva que bosquejó su tarea de ilustrador de distintos y legendarios libros de artista, entre cuya obra lamentablemente no se pudo apreciar ninguna de las láminas que hizo para narrar e ilustrar el Cuento del Conejo y el Coyote, cuyos originales son propiedad de la Galería Arvil de la Ciudad de México.
Francisco Toledo y El mono de la tinta
         En Los hombres que dispersó la danza hay un capítulo que comprende cuatro fábulas, titulado “Cuatro relatos de animales”. En la primera fábula: “Dios castiga a Conejo”, éste, que resulta ser el arquetipo del embaucador, no duda en matar y desollar a otros animales (un tigre, un mono, un lagarto y una culebra) con tal de transformarse en un bicho grande y poderoso. De ahí el castigo divino que lo condena a regresar y a vivir en la Tierra, por los siglos de los siglos, “con las patas delanteras más cortas, las orejas largas y grandes y de fuera los ojos”. En la segunda fábula: “Conejo agricultor”, éste es un laborioso embustero cuyas sanguinarias trampas implican que los animales se devoren entre ellos, logrando, en el colmo de sus artimañas, que el hombre le perdone la vida en calidad de héroe bienhechor de la comunidad. En la tercera fábula: “Conejo y Coyote”, el primero, siempre astuto y mentiroso, se la pasa poniéndole burlonas, absurdas, tontas y caricaturescas trampas al segundo, que es todo un estúpido de lo más tontorrón, hasta que en el último engaño, el Conejo, mientras cabalga al Coyote, propicia que un Toro haga añicos a éste. Y en la cuarta fábula: “Conejo y Lagarto se hacen enemigos”, el primero, como todo un docto letrado, consulta libros e induce la reconstrucción de una injusticia, y desempeña el papel de un juez justiciero que beneficia al buenazo del Burro en contra del malvado Lagarto.

   
El dueño mete al conejo en una red (anverso)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
       En contraste con “Conejo y Coyote”, la susodicha tercera fábula escrita por Andrés Henestrosa (con Antonieta Rivas Mercado de amanuense y correctora de su incipiente escritura del español), la presente versión del Cuento del Conejo y el Coyote fue adaptada, de una variante de la tradición oral zapoteca, por Gloria de la Cruz y Víctor de la Cruz, en una serie de fragmentos alternos escritos en zapoteco y en español. La primera edición, coeditada por la SEP y Salvat, apareció en 1979 dentro de la serie Libros del Rincón de la Editorial Colibrí. Y de 1998 data la primera edición en la efímera serie infantil Circo de Arte de la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA, “con un tiraje de 5 000 ejemplares”, cuyo pequeño formato es muy parecido al formato de la serie Círculo de Arte, donde Francisco Toledo, en 2014, publicó un porno bestiario titulado Francisco Toledo para adultos (una mínima muestra de su prolífica y polimorfa iconografía pornoerótica). El principal atractivo y gancho visual (desde los forros) lo constituyen las ilustraciones que el pintor hizo a partir de tal fábula de la tradición oral zapoteca. Y si bien en la página legal se dice que son una cortesía de la Galería Arvil y que el fotografiado lo realizó Jesús Sánchez Uribe, al pequeño lector (o lectora) no se le informa sobre las características técnicas de las láminas originales, lo cual, incluso desde una perspectiva pedagógica, es cuestionable.
(CONACULTA, 1998)
Ilustraciones de Francisco Toledo
       Ante la versión del Cuento del Conejo y el Coyote editada en la serie Circo de Arte, cabe suponer que sería mucho mejor oírlo con las inflexiones y variantes que implica la tradición oral, ya en zapoteco o en un español salpicado de palabras en zapoteco, pues así como está escrito en español: una serie de fríos fragmentos (alternos y telegráficos) que se ciñen a las imágenes de Toledo, parece urdido para los mal llevados y traídos niños del octavo día (la prole estigmatizada con el síndrome de Down), o para los que están aprendiendo a deletrear, pero (se infiere) dizque sin una pizca de imaginación (lo cual es poco probable) y quesque además (se infiere) muy lejanos del avasallador bombardeo de las televisadas caricaturas, de los filmes fantásticos, de los violentos y ferozmente competitivos videojuegos (ahora infestando los teléfonos celulares de los chiquillos, y chiquillas, y por ende trastocando su maleable idiosincrasia), y de los mil y un cuentos, mil y una veces mejores que éste (¡oh sacrilegio de huitlacoche!), pese a su ancestral, mítica y mestiza raíz zapoteca. Por lo cual, no obstante las espléndidas ilustraciones de Francisco Toledo, quizá resultaba un pésimo regalo de reyes, de cumpleaños, de Navidad, de buena conducta o de puro gusto. Además de que en las librerías de Educal de entonces (la red de librerías oficiales del CONACULTA distribuidas sólo en algunos lugares del país mexicano), pese a que es un minúsculo, flaco y subsidiado librito de 40 páginas, lo vendían a 45 duros pesos (ahora lo venderían a 140 duros), más duros e improbables si la madre era una teca de a pie; es decir, una juchiteca vendedora de totopos, de iguanas o de camarón seco en el mercado de Juchitán. O el padre un mísero campesino o un harapiento pescador zapoteco.

El conejo en el huerto de chiles (anverso)
(g
ouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo del cuento Conejo y coyote (c. 1979)
        Al igual que en la versión de Andrés Henestrosa, en la presente variante al vivillo, mentiroso y tramposo Conejo le gusta robar y engullir los chiles que cultiva un campesino. Pero si cae en la trampa que el campesino le siembra con un negro monigote construido con cera de abejas, se la pasa poniéndole trampas al Coyote, su eterno perseguidor, siempre burlándose y riéndose de él por todas las tonterías que comete y le cree, dejando ver con ello que es un reverendo e incorregible burro de lo más burro. Y si en la versión de Andrés Henestrosa el Conejo propicia que el Coyote sea hecho trizas por un Toro que lo embiste, aquí, subiendo por una escalera, el Conejo se instala por siempre jamás en la Luna, de ahí la poética y postrera razón que explica por qué, por los siglos de los siglos, “el Coyote mira mucho hacia el cielo”.

   
El conejo llega a la luna y el coyote lo busca en el cielo (revés)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
         Vale apuntar que en 2008, en la Ciudad de México, el Cuento del Conejo y el Coyote fue publicado por el FCE en dos colecciones y con mayor formato: Tezontle (coeditado con la Galería Arvil y en versión trilingüe: zapoteco, español e inglés) y Clásicos (versión bilingüe: zapoteco y español). Y si bien las ilustraciones en color son reproducciones fotográficas de las láminas originales que el pintor Francisco Toledo hizo hacia 1979 mediante gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel, y que son propiedad de la Galería Arvil, la versión del relato, con sus propias variantes en fragmentos en zapoteco y en español, es de la poeta Natalia Toledo, hija del artista, quien dice en los tres últimos párrafos de su prefacio: 
        “De la tradición maravillosa de contar que tenemos los indígenas proviene el Cuento del Conejo y el Coyote, que pertenece a todos, porque todos lo recreamos en nuestras palabras cuando lo volvemos a contar y así lo conservamos para las nuevas generaciones.
        “Como las estadísticas indican que en un futuro mediato desaparecerán muchas de las lenguas originarias de México, yo estoy enseñándole a hablar zapoteco a mi loro Nguengue, para que cuando no queden hablantes del didxazá [El idioma de las nubes, el idioma de los zapotecas] sobrevuele los tejados y arroje desde las alturas, mientras soñamos, las lecciones que aprendió.
       “Quiero contarles, a mi manera, la historia de Conejo y Coyote, inspirada, a su vez, en la versión que me contó mi padre [Francisco Toledo] cuando yo tenía ocho años, a la orilla del río de las nutrias, en una casa con un cielo lleno de murciélagos.”
El conejo le tira pitahayas al coyote (anverso)
(gouache, acuarela, pluma, tinta y lápiz sobre papel)
Ilustración de Francisco Toledo para el cuento Conejo y coyote (c. 1979)
        Vale añadir, por último, que la privilegiada y entrañable colaboración de Natalia Toledo con su padre comprende (por el momento) otros dos libros destinados al pequeño lector (y al chiquillo o chiquilla que todos llevamos dentro), ambos con textos en zapoteco y español, e ilustraciones en color de Francisco Toledo. Uno es Ba’du’ qui ñapa luuna’. El niño que no tuvo cama, coeditado, en 2013, en la colección Alas y Raíces, por el CONACULTA y la Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca; en cuya “Presentación” evoca la poeta:

“Mi bisabuelo paterno fue zapatero, se llamaba Benjamín Apolinaria, Min Puli, tuvo ocho hijos: Felicitas, Manuel, Cado, Felipa, Máximo, Flórida, Mexa y Francisco, mi abuelo. De todos, la tía Felicitas fue la única que se hizo zapatera, era algo único, porque en todo el pueblo no hubo ninguna mujer que se dedicara a hacer un trabajo considerado de hombres.
Francisco Toledo y su hija Natalia
(Juchitán, 1975)
Foto: Elisa Ramírez
       “Esta historia que se va a contar es la de mi abuelo. Él se la contó a mi papá y mi papá, que también se llama Francisco, nos la contó a sus hijos y así sucesivamente. Esta es la forma más efectiva que tenemos los zapotecas para desgranar las palabras y conservarlas en la memoria, así sobrevivirán hasta que la tierra abrace el cielo. Cuando yo la escuché tuve un sueño, una flor se estiraba de mi corazón a mi oído y me decía: ‘ponla sobre el papel’ y eso hice, sólo que pensé que tenía que contarla mi abuelo porque es a él al que le sucedió. Siéntense y paren orejas.”

Toledo jalando un papalote
         El otro libro, también bilingüe: zapoteco y español, se publicó, en 2005, en la colección Los especiales de A la orilla del viento, coeditado por el FCE y el Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca; se titula Guendaguti ñee sisi. La Muerte pies ligeros, y en su prefacio dice Natalia Toledo a quien quiera parar orejas y oírlo:

Natalia y su padre Francisco Toledo
Foto: Trino Maldonado
        “Escribí esta historia a partir de unos grabados que hizo el pintor Francisco Toledo sobre la muerte brincando el mecate con distintos animales de la región del Istmo de Tehuantepec, de donde él y yo somos.

“Quise escribir este cuento en zapoteco, mi lengua natal. Cuando me preguntan qué hablo, yo contesto ‘nube’. Se preguntarán cómo se puede hablar nube, bueno, los zapotecas dicen que su lengua desciende de las nubes; diixa’ significa ‘palabra’ y za, ‘nube’, y así como las nubes dibujan diversas formas de animales y objetos en el cielo, los zapotecas sabemos dibujar con las palabras.
“Me divertí mucho escribiendo este cuento, y espero que los niños zapotecas, chinantecos, mixes, mixtecos, mazatecos y los que hablan español también lo disfruten, pues cada lengua contiene su propio universo y su misterio.”


Francisco Toledo entre los niños


Andrés Henestrosa, Los hombres que dispersó la danza. Edición y prólogo de Carla Zarebska. Textos en español e inglés. Iconografía en color y en blanco y negro de Francisco Toledo, Graciela Iturbide y otros. Grupo Serla/Litografía Turmex/Promotora Cultural Sacbé. México, noviembre de 1995. 140 pp.
Cuento del Conejo y el Coyote. Texto en zapoteco y en español adaptado por Gloria de la Cruz y Víctor de la Cruz. Ilustraciones a color de Francisco Toledo. Serie infantil Circo de Arte, DGP del CONACULTA. México, noviembre de 1998. 40 pp.
Didxaguca’ sti’ Lexu ne Gueu’. Cuento del Conejo y el Coyote. Presentación de Josefina Vázquez Mota. Introducción de Natalia Toledo. Textos en zapoteco y en español. Versión de Natalia Toledo. Ilustraciones en color de Francisco Toledo. Colección Clásicos, FCE. México, agosto de 2008. 43 pp. 

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lunes, 3 de junio de 2019

El Rey de los Alisos

 Araña ganchuda girando sobre sí misma

Abel Tiffauges es el personaje central de El Rey de los Alisos, célebre novela de Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)), escrita en francés y publicada en 1970, en París, por Éditions Gallimard, por la que en Francia ese año mereció el Premio Goncourt, y en torno a la cual el autor discurre en un extenso, memorioso, autobiográfico y erudito ensayo reunido en El viento paráclito (Alfaguara, 1994). Traducida al español por Encarna Castejón, la novela El Rey de los Alisos fue impresa en Madrid, en 1992, por Alfaguara. Y su adaptación al cine, con el título The Ogre (1996) —El ogro—, guionizada por Jean-Claude Carrière y Volker Sholöndorff y dirigida por éste, no resultó muy afortunada, pese a los guionistas, al director y a la actuación protagónica de John Malkovich.   
Michel Tournier
(1924-2016)
     El nombre del protagonista de El Rey de los Alisos y el título de la novela no son gratuitos. Ambos implican una extensa y enmarañada red de significados, reescritura de mitos, leyendas, ceremonias, variaciones, parafraseos, glosas, iconoclasia, divertimentos por el divertimento mismo, espejos en los espejos, dobles y gemelos que coinciden y se antagonizan, homenajes, minucias: vasos comunicantes presentes a lo largo y a lo ancho de las seis partes que integran la corrosiva novela. Imposible comprimir el conjunto y su riqueza en una volátil página, por lo que yo y el mismo intentaremos resumir y reflejar algunas minucias.



   
(Alfaguara, Madrid, 1992)
      La primera parte: “Escritos siniestros de Abel Tiffauges”, está redactada a manera de diario personal y comprende los años 1938 y 1939. Al principio el protagonista, nacido el 5 de febrero de 1908 en Gournay-en-Bray, se halla en París, en el taller mecánico que le heredó a su tío paterno. Un accidente sin importancia le prohíbe el uso de la mano derecha. Se siente impelido a escribir con la izquierda; y para su sorpresa lo puede hacer con facilidad y con un grafismo extraño y recóndito. Esta es una de las razones por las que denomina a su diario Escritos siniestros. Otra es el hecho de que esa forma de escribir es una más de las características de Néstor que reencarnan en él. 
     
Fotograma de El ogro (1996)
      Cuando Abel Tiffauges era un pequeño alfeñique asistió al colegio San Cristóbal, en Beauvais. Allí conoció al precoz, misterioso y mafioso Néstor, un escuincle obeso, miope y fuerte, dedicado al tráfico de influencias que trasminan el comportamiento, el trueque y los malos hábitos de sacerdotes y acólitos, quien le brindó protección, privilegios, premoniciones y augurios, el cual murió asfixiado en el cuarto de calderas del antiguo colegio San Cristóbal. En el presente de la novela y hasta el borde del apocalíptico abismo con que concluye, Abel Tiffauges utiliza unos gruesos lentes que antes no usaba y se halla convertido en un gigante de un metro noventa y uno y ciento diez kilos de peso; es decir, es muy parecido a Néstor, pero corregido y voluminosamente aumentado (lógica inversión maligna que corporeiza y varía su maniática obsesión por los dobles y gemelos).

      
San Cristóbal cargando al Niño Jesús, fresco de Tiziano
(1523, 300 x 179 cm)
Palacio Ducal de Venecia
      Abel Tiffauges piensa que todo es signo. Se concibe eterno y predestinado a cumplir una trascendental y cosmogónica tarea, definida por su innata e intrínseca vocación de ogro, fórico y cristobalesco. A través de su psicótica y arbitraria cosmovisión, interpreta, divaga y reflexiona sobre todo tipo de signos inmersos en su infancia y adolescencia, en sus circunstancias congénitas, en la historia, en su cotidianeidad, y en un sinnúmero de hechos y acontecimientos relevantes e irrelevantes, auxiliado por una serie de vocablos acuñados por él. Abel Tiffauges cree que el hado redactó su destino, que Dios existe; pero es tan escéptico y pesimista como misántropo, desquiciado y mitómano. Sus bramidos matinales y sus champús de mierda (literalmente introduce la cabeza en el excusado) son maneras de vociferar e imprecar contra el statu quo y la infecta humanidad. Con su particular perspectiva sarcástica y mordaz cuestiona la educación religiosa, los libros sagrados, exhibe las vilezas y maldades infantiles, ridiculiza el fasto y las corruptelas de la Iglesia católica, critica toda forma de poder político, y condena la guerra a imagen y semejanza de una misa negra: la glorificación de un culto satánico. Piensa que su sino nestoriano está marcado, sobre todo, por el mito de San Cristóbal, el gigante que se convirtió en Santo al llevar sobre sus hombros a un niño que pesaba igual que el globo terráqueo, el cual estuvo a punto de hundirlo en el río y que luego resultó ser Cristo; por la leyenda de Albuquerque, quien se salva del peligro marítimo al cargar a un niño sobre los hombros; y por la que cifra El Rey de los Alisos, el poema de Goethe que un arqueólogo comienza a recitar para ungir el bautizo de los restos fósiles de un hombre del siglo I recién exhumado. De ahí que su mayor placer, su éxtasis fórico —metafísico y no sólo sensorial— se cumpla al pie de la letra cuando carga a un niño sobre los hombros; meollo que teoriza y corrobora en su taller, en los Campos Elíseos e incluso en el Louvre, imitando, con un niño de carne y hueso, las posturas fóricas de varias esculturas. Él mismo se autonombra: “Portador del Niño, microgenitomorfo y último vástago de los gigantes fóricos”; evoca el arquetipo de Atlas; reinterpreta y particulariza su hado como uranóforo y astróforo, hacia cuyo modelo debe orientar su vida para concebir y esculpir su propia apoteosis, exultación y desenlace. En este sentido, como si en sus adentros escuchara la insondable voz de Nostradamus, vaticina —y no se equivoca— que su fin “triunfal será, si Dios lo quiere, caminar por la tierra con una estrella más radiante y dorada que la de los Reyes Magos sobre los hombros”.

       
Niño (París, 1954)
Foto: Henri Cartier-Bresson
      A Abel Tiffauges le atraen y fascinan los niños que no tengan más de doce años, no sólo porque los clasifica como ideales para realizar el acto fórico, sino también por la secreta e inconfesable lascivia que le despiertan. Desde su viejo Hotchkiss los persigue, acecha y graba sus voces y gritos cuando juegan en los patios escolares; luego, en su habitación, oye una y otra vez esas cintas que lo embriagan. Atrapa sus imágenes con una cámara que se coloca sobre los genitales para darse “el gusto de tener un sexo enorme”; y, como todo un incontinente y lujurioso voyeur, colecciona y asimila esos niños como una forma de devorarlos o llevarlos en sí mismo: “la fotografía es un arte de hechicería encaminado a asegurarse la posesión del ser fotografiado [...] Es un modo de consumo al que generalmente se recurre a falta de algo mejor, y es obvio que si los bellos paisajes pudieran comerse, los fotografiaríamos menos”, anotó en su diario.

      
Michel Tournier
       Abel Tiffauges reconoce sus signos particulares en los signos de Eugenio Weidmann, un alemán que asesinó a siete personas (número que evoca el número de las asesinadas esposas del Barba Azul de la tradición popular y que Charles Perrault inmortalizó el año de 1697 en un homónimo cuento que, se dice, está inspirado en los asesinatos seriales de Gilles de Rais), cuyo proceso sigue a través de la prensa, y a cuya ejecución en la guillotina convertida en catártico espectáculo público —remember a Juana de Arco y a Gilles de Rais, cuyo intríngulis Michel Tournier novelizó en Gilles et Jeanne (Gallimard, 1983)— no puede dejar de asistir. Y puesto que para convertirse en el pesado gigante que es, Abel Tiffauges se habituó a comer, diariamente, dos kilos de carne cruda y cinco litros de leche bronca, y dado que su apellido (en la novela esto es tácito e implícito y no se precisa) es el nombre de uno de los legendarios castillos del citado Gilles de Rais (el Château de Tiffauges, también conocido como le Château de Barbe-Bleue), permanece latente, en todo instante, la amenaza de que en un momento a otro se transforme en un espeluznante y gigantón Barba Azul, en un voraz e insaciable ogro pederasta, sádico y sodomita, que quizá, invocando al terrorífico fantasma del noble del siglo XV, degüelle y devore a las pequeñas víctimas revolcándose en su sangre y vísceras: “Ya que no dispongo de poderes despóticos que me aseguren la posesión de los niños que deseo, utilizo la trampa fotográfica”, se dice.

     
Niños (Bretaña, c. 1885)
Foto: Frank Meadow Sutcliff
        Sin embargo, nada de esto ocurre. Y el primer capítulo de la novela concluye cuando el comienzo de la Segunda Guerra Mundial lo rescata de la cárcel, del juicio y de los equívocos que lo señalan como el violador de una hermosa niña que inició su prematuro papel de ninfeta. 

       
Fotograma de El ogro (1996)
       A partir de “Las palomas del Rin” —el segundo capítulo de El Rey de los Alisos—, Michel Tournier empieza a narrar la cotidianeidad de Abel Tiffauges a través de una voz omnisciente y ubicua, y sólo los dos capítulos finales están entreverados por anotaciones de los íntimos Escritos siniestros; es decir, el protagonista no pierde la manía de escribir con la mano izquierda, que implica, dentro de él, la recóndita presencia de Néstor. Ahora Abel Tiffauges se halla entre las filas de la Armada Francesa; y es, sobre todo, un colombófilo experto, entregado a cumplir con estoicismo ese pasaje que dicta la inextricable e insondable cifra de su hado, a la cual pertenecen, como símbolos opalescentes, las palomas gemelas concebidas en un laboratorio, idénticas, pelirrojas, que forman un huevo al ensamblarse entre sí, y la paloma plateada de ojos violeta que le requisa, con sangre fría y para el ejército francés, a la viuda Unruh. Asunto que implica y que alude el imperativo depredador que caracteriza a Abel Tiffauges, y que es el rasgo más inflexible y menos humano que lo define y prefigura, sin que él lo sepa, su postrera conversión en el Ogro del Castillo de Kalterborn, allá en los confines de Prusia Oriental, el gigante que requisa niños para abastecer la carnicería nazi cuando el poderío alemán se resquebraja en mil y un pedazos, y cuyos especímenes más atractivos —y emblemáticos dentro de la coreografía y escenografía heráldica de su último acto astrofórico— lo constituyen, precisamente, un par de gemelos-espejo, pelirrojos como zorrillos, y un niño de cabellos blancos y ojos violeta.

       
Niño (Nueva York, 1962)
Foto: Diane Arbus
         En “Hiperbórea” —el tercer capítulo de El Rey de los Alisos—, Abel Tiffauges, prisionero del Tercer Reich, llega a un campo de concentración cercano a Moorhof, un pequeño poblado de Prusia Oriental. Su conducta sumisa, estoica, mansa, rumiante, trabajadora y apartada del grupo de prisioneros al que pertenece, propicia el que pueda frecuentar una solitaria cabaña que para él representa la riqueza, la felicidad, la libertad, y a la cual denomina Canadá, pensando, con solipsismo, en esa mítica tierra con los mismos atributos que Néstor le describía al leerle La trampa de oro de James Oliver Curwood, y cuyos idénticos valores reconocerá, casi al término de la novela, en el significado del barracón homónimo del que le habla Efraim, el niño judío, cuando paradójicamente le platica sobre las atrocidades de Auschwitz. En esa fría y penetrante luz hiperbórea que rodea a la cabaña, creee que todos los símbolos brillan con un resplandor inigualable, y que Alemania es el país de la esencias puras que necesita la conjunción astral que dicta su cosmogónico sino. En un recorrido cercano a Walkenau, tiene noticias del hallazgo de un cadáver enterrado en las turberas de ese lugar. Se desplaza hasta allí y resulta que se trata de los susodichos restos fósiles del siglo I: un esqueleto con las cuencas oculares cegadas por una venda que luce en el centro una estrella de seis puntas de metal color oro. Y mientras escucha las conjeturas del científico y la ocurrencia de bautizarlo con el epíteto de El Rey de los Alisos y empieza a musitar el poema de Goethe, es descubierta la calavera de otra osamenta, tal vez el cráneo de un niño; imágenes y significados (del texto y los restos) que desde entonces acompañarán sus íntimas reflexiones interpretativas.

         
Adolf Hitler y Hermann Göring
        En “El ogro de Rominten” —el cuarto capítulo de la novela—, Abel Tiffauges ha sido trasladado a la Reserva de Rominten, donde sirve al jefe de los guardabosques y donde está muy cerca de Hermann Göring, el corpulento mariscal del Tercer Reich, practicante de los ritos sangrientos de la montería, coleccionista de cornamentas, insaciable devorador de carne de venado, experto en falología y cropología (cuyos detalles se podrían describir o transcribir con la malsana pulsión dactilográfica de un flagelado negro de galeote). Pero lo más importante para Abel Tiffauges es que le otorgan un gran caballo, un “gigante castrado de Trakehnen”, “negro como el azabache”, cuyos “reflejos azulados en forma de aureolas concéntricas” lo inducen a llamarlo Barbazul. Tiffauges siente que Barbazul es su otro yo; al cuidarlo se reconcilia consigo mismo. Y nuevamente vuelve aletear la probable aparición de un ogro pederasta y devorador de niños que rinda pleitesía a Gilles de Rais, quizá Tiffauges, quizá Göring, aunque éste, pese a sus excesos y extravagancias, en realidad es un “pequeño ogro folclórico y ficticio, escapado de algún cuento de abuela”, si se le compara con Adolf Hitler, “el ogro de Rastenburg”, que cada 20 de abril, para celebrar su cumpleaños, exige “quinientas mil niñas y quinientos mil niños de diez años, vestidos para el sacrificio, es decir, completamente desnudos, para amasar con ellos su carne de cañón”.

   
Niño (Canadá, 1966)
Foto: Robert Bordeau
          En “El ogro del Kalterborn —el quinto capítulo de El Rey de los Alisos—, Abel Tiffauges, junto con Barbazul, traslada su residencia de prisionero al castillo de Kalterborn, tan antiguo como son los castillos de Tiffauges, Machecoul y Champtocé, donde Gilles de Rais celebró sus orgías, torturas y asesinatos de niños. La descomunal mole se distingue por tres espadas más grandes que las normales (la antigua insignia de la región y emblema de los escudos de armas del castillo, que alude las dos espadas de los Portadores de Espada y la espada de los Teutones), que están selladas, en el piso de la terraza mayor, con las puntas hacia el cielo y coronan así la torre más alta, la que en su base voladiza, en una especie de nicho excavado en el contrafuerte, se halla apoyada sobre los hombros de un ciclópeo Atlante de bronce que parece sostener, no sólo la enorme torre, sino el total de la monumental fortaleza. “Retorcido y crispado bajo aquel peso agobiante, el oscuro coloso estaba en cuclillas, con las rodillas a la altura del mentón, la nuca doblada en ángulo recto y los brazos alzados y empotrados en la piedra”. Cuando Abel Tiffauges lo descubre y observa, piensa que ese gigantesco titán ha sido incrustado allí por el hado tan sólo en su honor. Y pese a su megalomanía no se equivoca, porque al término de la novela, la disposición heráldica del conjunto forma parte de la rúbrica con que lo signó el inescrutable poder celeste.
   
Atlas (c. 300 a. antes de C.)
Museo Nacional de Nápoles
        El castillo de Kalterborn ha sido habilitado como napola nazi: una escuela militarizada que adiestra a cuatrocientos niños y adolescentes, de entre 10 y 18 años, escogidos bajo risibles criterios racistas y militares. En ese sitio, Abel Tiffauges conoce a un protagonista de La Noche de los Cuchillos Largos, que es el director; a un raciólogo especializado en la catalogación de la raza judeobolchevique, la que supuestamente origina todos los males existentes, cuyos logros resumen los “ciento cincuenta tarros de cristal, numerados del uno al ciento cincuenta”, cada uno de los cuales contiene “una cabeza humana en perfecto estado de conservación”, etiquetados: Homo Judacus Bolchevicus. Entre sus absurdas y kafkianas pesquisas de delirante científico loco se halla la fabricación del onírico paradigma de la raza aria: el “hombre sin igual que dominará el mundo, Homo Aureus”; pero también ese raciólogo es el especialista que revisa y clasifica a los niños que ingresan a la napola nazi. Por su parte, el General Conde von Kalterborn, un emblema viviente de la rancia y polvorienta estirpe aristocrática que otrora habitó el castillo de Kalterborn, se halla al margen de lo que ocurre en la napola, concentrado en sus estudios históricos y heráldicos; Abel Tiffauges dialoga con él sobre la lectura de los signos y su intrínseca relación, pero más que nada atento a sus enseñanzas, subrayados y premoniciones. Ambos llegan a tenerse cierta confianza. Y en una de esas charlas, poco antes de que la Gestapo llegue por el General, le comenta, entre otras cosas que fustigan al nazismo, lo que ve y vaticina en la cruz gamada: “araña que ha perdido el equilibrio y gira sobre sí misma, amenazando con sus patas ganchudas a todo cuanto se opone a su movimiento...”

     
Fotograma de El ogro (1996)
      La rutina de la napola de Kalterborn, sensible a la erosión: las ineludibles y estentóreas derrotas del ejército alemán, da pie para que Michel Tournier, oscilando entre la historia, el mito, la leyenda y el trastrocamiento fantástico, acometa lo absurdo, irracional, cerrado, ciego y cruel de la instrucción y exaltación racista, nacionalistoide, patriotera y genocida, impartidas en las escuelas paramilitares que engendró el Partido Nacional Socialista y la psicótica y carnicera megalomanía de Adolf Hitler y su cohorte y esbirros.

     
Fotograma de El ogro (1996)
      En un principio, Abel Tiffauges, siempre enfrascado en el delirio interpretativo que lo hace sentirse el Atlante del globo terrestre escogido por el dedo flamígero de su cosmogónico hado, se dedica a conducir una carreta por caseríos y villorrios que circundan el castillo de Kalterborn, con la cual decomisa y transporta los víveres que alimentan a los niños y adolescentes. Pero cuando la situación se torna más crítica: empiezan a escasear los oficiales y suboficiales y los maestros civiles, y la ausencia de buena parte de los infantiles aspirantes reduce la densidad atmosférica de la napola (cuyos efluvios odoríficos lo enervan y casi sustituyen el voluptuoso placer que implica el acto fórico), Abel Tiffauges se transforma en el pesadillesco y terrorífico Ogro de Kalterborn que azola el entorno: montado sobre Barbazul y acompañado de once perros dóberman se dedica a recorrer los alrededores para requisar los niños que le gusten. Un anónimo escrito en papel rústico que se hizo circular en Gelhenburg, Sensburg, Lötzen y Lyck, lo bautiza y advierte a las madres sobre el Ogro de Kalterborn que “codicia vuestros hijos”: “un gigante montado en un caballo azul y acompañado de una jauría negra” que se roba a los niños para siempre.  

 
Niño negro y un gran danés blanco (Harlem, c. 1960)
Foto: George Zimbel
       Y mientras la recuperación de la densidad atmosférica, el control del castillo de Kalterborn, la catalogación y ficheo racial y el adiestramiento de los infantes quedan relativamente en sus manos, los atributos de los escuincles y sus olores —que él asimila y desmenuza con su olfato maniático y supradesarrollado— despiertan nuevamente su concupiscencia, la amenaza de que el ogro deje de ser, por fin, un simple forzudo, servil y dizque buenazo, que decomisa y entrega los niños a la carnicería nazi; el que fetichista y vanidosamente intenta que le hagan una capa con los cabellos de todos los niños que atesora en unos sacos, pero sólo logra que le rellenen con ellos un colchón, un edredón y una almohada. No obstante, mullido y regodeándose en ellos, los olores le quitan el sueño, lo hacen llorar y enloquecer con angustia y ansiedad: destripa los objetos y los arroja al estanque vacío que ocuparon los peces rojos del raciólogo nazi; se lanza sobre los cabellos, se revuelca en ellos, y perruna y maniáticamente reconoce el aroma y los matices de cada uno de los pequeños efebos y termina babeante y convulsionado por chillidos incontenibles. E incluso, con la misma intensidad lasciva, reprimida, iconoclasta y herética, llega a ungir a los chiquillos untándoles un menjurje en los labios y a preguntarse sobre la posible floración seminal de San Cristóbal al cargar sobre sus hombros al Niño Dios.
   
San Cristóbal cargando al Niño Jesús,
óleo sobre tabla de El Bosco
(113 x 71.5 cm)
Museo Boymans van Beuningen de Rotterdam
          En “El astróforo” —el sexto y último capítulo de la novela—, la situación parece próxima a desencadenar al ogro pederasta, sodomita y devorador de niños que se agita en el carcelero interior de Abel Tiffauges, al ser bañado por la sangre de un escuincle que explota frente a sus ojos: manto púrpura que pesó sobre sus hombros, atestiguando, según él, su dignidad de Rey de los Alisos. En sus Escritos siniestros consigna, entonces, que la “carne abierta y herida es más carne que la carne intacta”, revelando que su atracción por la carne viva, ensangrentada, se remonta a su infancia, cuando en el colegio San Cristóbal, obligado a lavarla, tuvo que posar sus labios sobre los labios de una herida que un niño se hizo en una pierna: lo que sintió, anota en su diario, fue “un exceso de alegría de una violencia insoportable, una quemadura más cruel y profunda que todas las que sufría y he sufrido después, pero una quemadura de placer”. Exultación que prefigura el erótico estado de gracia que Gilles de Rais experimenta al darle a Juana de Arco el único beso que le dio en su fulgurante vida, precisamente en los labios de la herida en la pierna que la religiosa se hizo durante la batalla, y que Michel Tournier relata en su citada novela Gilles y Juana (Alfaguara, 1989), urdida años después de El Rey de los Alisos.
     
(Alfaguara, Madrid, 1989)
      Sin embargo, las circunstancias, proyectadas en un espejo de inversión benigna, cambian de sentido. El avance del Ejército Rojo causa el constante arribo de refugiados y la evacuación nocturna, fantasmal y siniestra, de los campos de concentración. Una de esas caravanas deja tirado, a la orilla de la carretera, un niño de edad y sexo indefinido: tenía “un número tatuado en la muñeca izquierda y una J amarilla destacándose sobre una rojiza estrella de David cosida en el lado izquierdo de la capa”. Al cargar al Niño Portador de la Estrella y cabalgar con él hasta la napola de Kalterborn, Abel Tiffauges experimenta su primera astroforia. Todo se invierte. Abel Tiffauges lo esconde en el castillo de Kalterborn, alimenta y cura; y el niño judío, llamado Efraim, con una memoria, sensibilidad, mística, premoniciones e inteligencia fuera de lo común, le revela las crueldades de los campos de concentración. Pero más que nada, con sus relatos, Abel Tiffauges descubre Auschwitz: “una Ciudad Infernal que correspondía, piedra por piedra, a la Ciudad Fórica con la que había soñado en Kalterborn. Canadá, el pelo tejido, las listas, los perros doberman, las investigaciones sobre los gemelos y la densidad atmosférica, y, sobre todo, por encima de todo, las falsas duchas; todas sus invenciones, todos sus descubrimientos se reflejaban en el horrible espejo invertidos y llevados a una infernal incandescencia.”

     
Niños (París, 1944)
Foto: Robert Doisneau 
        Cuando los tanques soviéticos y los soldados avanzan sobre el castillo de Kalterborn, Tiffauges se olvida de los escuincles nazis y trata de salvarse salvando, únicamente, al representante de los judíos y gitanos, esos pueblos errantes, destruidos y dispersos, descendientes del otro Abel: el bíblico, esos hermanos de los que su corazón y su alma se sentían solidarios, que habían caído en masa en Auschwitz bajo los golpes de un Caín con botas y casco, pseudocientíficamente organizado. El gigante Abel Tiffauges, convertido en el Caballo de Israel, en Behemoth, coloca sobre sus hombros al Niño Portador de la Estrella de David, exactamente como el gigantón Cristóbal hiciera con el niño que luego resultó ser Cristo, mientras evoca la leyenda del conquistador portugués del siglo XV que escuchó y leyó en su infancia, precisamente en un papel que redactó el padre superior del colegio San Cristóbal y con el cual, ya arrugado, le limpió el trasero a Néstor después de que éste, sentado en el trono, defecara unas grandes manzanas: Albuquerque, hallándose en el mar y en grave peligro, cargó a hombros a un niño, con el único fin de que su inocencia le sirviese de garante y recomendación ante el favor divino para ponerse a salvo.

     
Fotograma de El ogro (1996)
       En medio de esa ambientación heráldica y dantesca, cifrada por el cumplimiento de los presagios, por los sonoros destellos apocalípticos, por el misticismo intrínseco de Efraim y por el sentido que adquiere la colocación escenográfica y coreográfica de los cosmogónicos signos del trágico hado, Abel Tiffauges, con Efraim montado sobre él, trata de encontrar rescoldos, salidas. Al perder sus gruesos lentes queda más ciego que un topo de alcantarilla, entonces el Niño Portador de la Estrella de David lo toma por las orejas y lo guía: es ya el Caballo de Israel que huye a imagen y semejanza de “un náufrago en pleno océano que nada instintivamente, sin esperanzas de salvación...” Pero más adelante, igual que el gigante Cristóbal sentía hundirse en el río con el peso de ese niño que cada vez pesaba más y más y que no sabía que era el Niño Jesús, Abel Tiffauges, olvidado de la “ambigüedad de la foria, cuya regla es que uno posea y domine en la medida en que sirve y se abniega”, ciego y con los brazos extendidos, es conducido por el niño a un bosquecillo plagado de alisos y pantanos, mientras siente que el peso y la fuerza irresistible, inequívoca, que lo guía y lleva sobre los hombros lo hunde cada vez más. “Cuando alzó por última vez la cabeza hacia Efraim, no vio más que una estrella de oro de seis puntas, que giraba, lentamente en el cielo negro”. El gigantesco Atlas astróforo, cristobalesco y nestoriano, queda enterrado igual o a imagen y semejanza de El Rey de los Alisos, el fósil del siglo I cegado por una venda que tenía en el centro una estrella dorada de seis puntas, otrora descubierto en las turberas de Walkenau y que evocando a Goethe bautizó así el arqueólogo de la Academia de Ciencias de Berlín que lo exhumó y examinó.



Michel Tournier, El Rey de los Alisos. Traducción del francés al español de Encarna Castejón. Alfaguara Literaturas número 337, Alfaguara. Madrid, marzo de 1992. 464 pp.
Jane Corkin y Gary Michael Dault, Children in photography 150 years. Iconografía a color y en blanco y negro. Prefacio y notas en inglés. A Firefly Book, Ontario, Canadá, 1990. 312 pp. 



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