Mostrando entradas con la etiqueta Cine. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cine. Mostrar todas las entradas

sábado, 18 de abril de 2020

La fiesta del Chivo

Eres un témpano de hielo

Editada por Alfaguara, en febrero del año 2000 apareció en México la primera edición mexicana de La fiesta del Chivo, treceava novela del escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), cuya homónima y sintética adaptación cinematográfica en inglés, estrenada en 2006 bajo la batuta de su primo Luis Llosa Urquidi, resultó aburrida, gris y somnífera, pese a la magnética presencia de la actriz italiana Isabella Rosellini, quien caracteriza a Urania Cabral. Y entre el 22 de noviembre de 2019 y el 15 de marzo de 2020, se exhibió, en el madrileño Teatro Infanta Isabel, un homónimo y minimalista montaje teatral basado en la novela de Mario Vargas Llosa, con la adaptación y el libreto de Natalio Grueso, la dirección escénica del cineasta Carlos Saura y el actor español Juan Echánove en el protagonista papel del dictador dominicano Leónidas Trujillo, alias el Chivo. 
Mario Vargas Llosa y La fiesta del Chivo (2000)
      A estas alturas del globalizado siglo XXI ya han corrido ríos de tinta (e innumerables páginas web) sobre esta novela del Premio Nobel de Literatura 2010. En este sentido, aún antes de tocarla y hojearla el lector vargaslloseano ya sabe que el tema nodal es el asesinato del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, el legendario y abyecto dictador de República Dominicana desde el 24 de mayo de 1930 hasta el día de su muerte, ocurrida 31 años después, precisamente el martes 30 de mayo de 1961. 

(New York, Macmillan Company, 1966)
       La fiesta del Chivo no compila ninguna postrera bibliografía y sólo en la página 76 desliza una críptica alusión en la voz de Urania Cabral, cuyo doloroso y traumático estigma (sucedido a mediados de mayo de 1961 cuando ella tenía 14 años y el Chivo 70) la convirtió, en Estados Unidos, en una obsesiva estudiosa y coleccionista de libros sobre la “Era Trujillo”, y por ende le apostilla a su padre (el otrora senador Agustín Cabral, colaborador y cómplice de los crímenes y trapacerías del déspota): “Lo contaba el propio Crassweller, el más conocido biógrafo de Trujillo”. Pues el periodista norteamericano Robert D. Crassweller es autor de un olvidado best seller que Bruguera publicó en Barcelona, en 1968, con un sonoro título: Trujillo. La trágica aventura del poder personal, traducido al español por Mario H. Calicchio. (La edición príncipe en inglés: Trujillo: The Life and Times of a Caribbean Dictator, Macmillan Company la publicó en Nueva York en 1966.) Viene a cuento esto porque en la minuciosa y maniática urdimbre del espléndido libro de Mario Vargas Llosa, pese a que no es una novela histórica, abundan y proliferan en ella los hechos, los datos, las idiosincrasias, los vocablos, los personajes y los episodios históricos (y los sitios y lugares extirpados de la realidad y de la historia), y por ello se entrevé que, para apuntalar y construir la verdad de las mentiras, es decir, la apretada y detallista filigrana y los innumerables pedúnculos umbelíferos de su obra, hizo una exhaustiva investigación bibliográfica, hemerográfica, documental e in situ

Primera edición mexicana
(Alfaguara, febrero de 2000)

En la portada: Alegoría del mal gobierno, detalle del mural
realizado por Ambrogio Lorenzetti, entre 1337 y 1340, en el
Palacio Público de Siena, Italia.
      Con veinticuatro capítulos numerados con romanos, la poliédrica y polifónica novela La fiesta del Chivo discurre en tres vertientes principales entreveradas entre sí, cada una con numerosos e intestinos flashbacks, aunados a distintos y convergentes puntos de vista. La primera vertiente narrativa se sucede en 1996 y la protagoniza la dominicana Urania Cabral, una exitosa y políglota abogada egresada de Harvard, de 49 años y residente en Nueva York, quien después de 35 años de exilio y de no ver ni hablar con su odiado padre, intempestivamente ha hecho un vuelo a Santo Domingo para pasar allí tres días; pero sólo el último día visita a su octogenario progenitor, quien en silla de ruedas desde hace una década y sin habla por un derrame cerebral, aún subsiste (atendido por una enfermera) en la ahora vetusta y deteriorada casa donde ella vivió su infancia y el inicio de su adolescencia; lo cual da pie a que también visite a su septuagenaria tía Adelina Cabral, empobrecida y con la cadera rota, y a sus dos primas, no menos empobrecidas: Manolita y Lucindita (ésta de su misma edad) y a su sobrina Marianita, a quien nunca había visto. Encuentro, cena y charla no premeditada, cuyos tensos giros suscitan que durante esa larga sobremesa les revele y pormenorice la embarazosa y secreta razón por la cual a mediados de mayo de 1961, cuando tenía 14 años, las monjas norteamericanas del Colegio Santo Domingo la resguardaron, protegieron y auxiliaron para que de inmediato pudiera salir del país becada en Adrian, Michigan, precisamente en la “Siena Heights University que tenían allí las Dominican Nuns”, donde pasó cuatro años. Infausto secreto que al unísono explica por qué detesta a su padre desde lo más recóndito e íntimo de su ser y de su pensamiento (“yo no lo he perdonado ni lo perdonaré”), por qué nunca contestó sus cartas ni sus llamadas telefónicas; por qué optó por mantenerse ajena, callada y distante de su tía y de sus primas; por qué ha permanecido soltera; por qué siente asco y rechaza y no tolera a los hombres que intentan seducirla, poseerla y conquistarla; como ese Steve, un galán pelirrojo y canadiense que quiso casarse con ella cuando era “su compañero en el Banco Mundial” (“¿1985 o 1986?”), quien la radiografió con una sentencia que cala y no olvida: “Eres un témpano de hielo. Tú sí que no pareces dominicana. Yo lo parezco más que tú.”

   
Urania Cabral (Isabella Rosellini)
Fotograma de La fiesta del chivo (2006)
       Y por qué en el epicentro de la áspera y resentida diatriba contra su padre y contra la “Era Trujillo” (que monologa y rememora ante él) descuella su incomprensión de por qué a sus cercanos colaboradores y cómplices “Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban”, de tal modo que sin escrúpulos y sin reparos morales le entregaban su voluntad y sus esposas o sus hijas para que sexualmente hicieran lo que el Chivo quería y como quería en la Casa de Caoba, su lujosa leonera en San Cristóbal, ciudad donde nació y se celebró el ritual fúnebre que precedió a su entierro. “Esta noche, en la Casa de Caoba, haré chillar a una hembrita como hace veinte años”, se dijo a sí mismo el autócrata fantaseando en el inminente festín sexual que lo esperaba (pese a sus penurias con la próstata y con la improbable erección), precisamente la noche del martes que murió, acribillado por las balas de los conspiradores, en la carretera de Ciudad Trujillo a San Cristóbal. 
 
Trujillo (Juan Echánove), Mario Vargas Llosa y Carlos Saura
          En este sentido, Urania se dice a sí misma ante el mudo vejestorio que es su padre, el otrora dizque inteligentísimo Cerebrito Cabral, cuya precariedad y paulatino consumo en la pobreza ella subsidia a fuego lento y a cuentagotas desde Nueva York (“Prefiero que viva así, muerto en vida, sufriendo”): “No lo entiendes Urania. Hay muchas cosas de la Era que has llegado a entender, al principio, te parecían inextricables, pero, a fuerza de leer, escuchar, cotejar y pensar, has llegado a comprender que tantos millones de personas, machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas de albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo, sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, a convencerse de que azotes y castigos son por su bien. Lo que nunca has llegado a entender es que los dominicanos más preparados, las cabezas del país, abogados, médicos, ingenieros, salidos a veces de muy buenas universidades de Estados Unidos o de Europa, sensibles, cultos, con experiencia, lecturas, ideas, presumiblemente un desarrollado sentido del ridículo, sentimientos, pruritos, aceptaran ser vejados de manera tan salvaje (o lo fueron todos alguna vez) como esa noche, en Barahona, don Froilán Arala.” Pues esa noche en Barahona, el Chivo, alharaquiento y vociferante epicentro de un concurrido grupúsculo de serviles machotes embriagados y fanfarrones, se jactó, en la cara de Froilán Arala, de fornicarse a su mujer: “la mejor, de todas las hembras que me tiré”. Esa fémina era muy bella y elegante y era amiga de la fallecida madre de Urania; y de niña le hacía cariños, le decía piropos y le daba regalos, pues vivía con su esposo frente a su casa y el Chivo solía visitarla para fornicársela, mientras Froilán Arala cumplía ex profeso misiones en el extranjero. 

     
Pedro Henríquez Ureña y familia
        No fue el caso del célebre e ilustre don Pedro Henríquez Ureña, secretario de Educación, al inicio del gobierno del Chivo, evoca Urania, pues ante una visita e intento semejante, prefirió renunciar e irse del país. Y aunque recuerda que Trujillo visitó a su madre y ésta no quiso recibirlo sin la presencia de su honorable y distinguido consorte, no está segura de si el Chivo lo hizo con su mamá o no, pues sí fue el caso su propio padre, el otrora secretario de Estado, ministro y presidente del senado Agustín Cabral, quien a sus 14 añitos, cuando su cama aún lucía un infantil “cubrecamas azul y los animalitos de Walt Disney”, se la entregó al Jefe acicalada ex profeso para el gran festín sexual del Chivo cabrío: un “vestido de organdí rosado” y “zapatos de tacón de aguja que le aumentaban la edad”, y en el colmo del cinismo: “el collarcito de plata con una esmeralda y los aretes bañados en oro, que habían sido de mamá y que, excepcionalmente, papá le permitió ponerse para la fiesta de Trujillo”, sólo para ella y él, muy juntitos y desnudos en la secreta intimidad y penumbra de la Casa de Caoba. Donde se sucedió el previsible, sádico y dramático estupro más allá de su ingenuidad e impúber comprensión, y donde lo oyó vociferar indelebles y sonoras procacidades e insolencias, entre ellas: “Romper el coñito de una virgen excita a los hombres. A Petán, a la bestia de Petán [su criminal hermano José Arismendy], lo excita más todavía con el dedo.”
   
Trujillo y Manuel de Moya Alonzo,
modelo del personaje Manuel Alonso, quien
en la vida real fue el alcahuete del Chivo, además
de elegirle 
los trajes, las camisas, las corbatas, los
zapatos, los perfumes y las cremas especiales para
blanquear la piel
”, dice Mario Vargas Llosa en
Conversación en Princeton (Alfaguara, 2017).
       La segunda vertiente narrativa de La fiesta del Chivo discurre por el último día de la abominable y nauseabunda vida del dictador Leónidas Trujillo, desde que despierta en su cama preocupado por el bochornoso descontrol prostático que lo acosa en cualquier momento y que lo obliga a cambiarse de ropa, hasta su muerte en la carretera hecho una sangrienta y pestilente coladera por la lluvia de balas. (Antes de que los caliés del SIM hallen su chorreante cadáver en la cajuela de un auto abandonado, en el lugar del asesinato encontraron botada su apestosa prótesis dental.) Y en tal vertiente narrativa, además de su patético estado de salud (se orina en los pantalones y lo agobia la disfunción eréctil), de la semblanza de su ideario, de sus prejuicios e idiosincrasia, del impuesto culto a su persona y a su madre, y de su autoritaria y criminal inmoralidad, egolatría y megalomanía para mandar, insultar, reprimir, violar, robar, despojar, corromper, sobornar, acumular dinero, sumar propiedades, torturar, aterrorizar, asesinar y manipular el poder y a sus serviles y rastreros subordinados, se ciernen datos, hechos, asesinatos, matanzas, genocidios (por ejemplo, el exterminio de los inmigrantes haitianos, denominada Masacre del Perejil, sucedida entre el 2 y el 8 de octubre de 1937) y numerosos episodios de la sórdida historia de República Dominicana en el siglo XX, de los horrendos y corruptos miembros de la estirpe del Chivo, de sus principales colaboradores y de su biografía. 

Trujillo, el Papa Pío XII y Jonny Abbes
García, jefe del SIM.
(Por ejemplo, a mediados de 1954, en Ciudad del Vaticano, el Papa Pío XII lo condecoró “con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio”.) Pero también se ilustra y bosqueja la situación política, social y económica que atravesaba el país en el año 1961, cuestionado por la Iglesia católica a partir de “la Carta Pastoral del Episcopado” (leída en todas las misas dominicanas “el domingo 25 de enero de 1960”) y asfixiado por las sanciones políticas y económicas impuestas por Estados Unidos y la OEA, agudizadas después del infructuoso atentado contra Rómulo Betancourt, presidente de Venezuela, ocurrido en Caracas, con un explosivo coche bomba, el 24 de junio de 1960; y local y socialmente por la tortura y el asesinado de las hermanas Mirabal el 25 de noviembre de 1960.
   
Las hermanas Mirabal
      La tercera vertiente narrativa de La fiesta del Chivo le corresponde a los conspiradores apostados en la carretera para emboscar y matar a balazos al dictador. Y además de los motivos personales, familiares, sentimentales, vengativos, ideológicos y políticos que los han convocado en esa dispersa y variopinta conjura clandestina (de la que sin conocer todos los detalles está enterado el presidente fantoche Joaquín Balaguer, a quien el pueblo dominicano le canturrea al verlo pasar: “Balaguer, muñequito de papel”), también se dan visos del contexto represivo, criminal, sanguinario, histórico, social, pseudocultural, político y económico que oprimía y sangraba a los habitantes de República Dominicana (y por ende se amplía el funesto y ominoso panorama de la “Era Trujillo”), y de algunos frustrados intentos para derrocar al régimen, como fue la intentona de la Legión del Caribe en el verano de 1947; y el trascendente caso del Movimiento Revolucionario del 14 de Junio, apoyado e inspirado por el reciente triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959. 
     Y si bien el Chivo fue asesinado y esto resultó piedra angular para empezar a urdir una incipiente transición a la democracia, hábilmente manipulada por el entonces presidente Joaquín Balaguer (con la venia de la Iglesia católica y del nuevo cónsul norteamericano), la conspiración para matar al Chivo (con subterráneo, contrabandista y magro apoyo de la CIA) y dar con ello un golpe de Estado, no fue una estrategia milimétricamente planificada y realizada a imagen y semejanza de un infalible artilugio de relojería suiza. El grupo de vanguardia cometió garrafales errores de principiantes (pese a que había entre ellos curtidos militares y expertos tiradores) y no tenía plan B de escape, ni lugar prefijado ni alternativo para esconderse como escurridizos zorros o huir sin dejar rastros si algo fallaba, ni equipo médico ni oculta clínica médica para socorrer a los lesionados (superficialmente o de gravedad), ni las suficientes agallas para ejecutar al probable herido y evitar así la tortura y la delación que desvelara la identidad y el objetivo de los conspiradores. 
 
Ramfis y Joaquín Balaguer
     Y el general Pupo Román, el flamante jefe de las Fuerzas Armadas que iba a encabezar el golpe de Estado y la transitoria “Junta cívico-militar”, por miedo a que los trujillistas lo mataran por traidor, los traicionó a los primeros indicios y por ende los conspiradores se tornaron en el objetivo del propio general Pupo Román y más aún del coronel Johnny Abbes García, el sangriento y sádico jefe del SIM (Servicio de Inteligencia Militar), y de la cruenta y torturadora venganza de Ramfis, el hijo predilecto del Chivo, a quien tras bambalinas el presidente y acomodadizo Balaguer le hizo creer que era el todopoderoso poder tras el cómodo de la presidencia y por ende aprobó su cometido de rastrear, torturar y eliminar a los asesinos de papi. Y para ello, a través del “nuevo líder parlamentario” (el acomodadizo y arribista senador Henry Chirinos”, apodado “la Inmundicia Viviente” por el inmundo Chivo), hizo que el Congreso aprobara una “moción dando al general Ramfis Trujillo los poderes supremos de la jerarquía castrense y autoridad máxima en todas las cuestiones militares y policiales de la República”.
   
Joaquín Balaguer
      Sin desvelar las minucias y vericuetos del desenlace de tal vertiente narrativa: cómo se encumbra el astuto, camaleónico y maquiavélico presidente Joaquín Balaguer “para capear el temporal y conducir la nave dominicana hacia el puerto de la democracia” (en contubernio con la clase política, la Iglesia católica y el gobierno de los Estados Unidos), vale apuntar que, para afianzarse ante el promisorio y democrático porvenir, premia a dos sobrevivientes conspiradores: Antonio Imbert y Luis Amiama (escondidos durante seis meses, el primero en el departamento de unos diplomáticos italianos y el segundo en un clóset), a quienes recibe en el Palacio Nacional con bombo y platillo, luego de que el Congreso, con la Inmundicia Viviente en la cabeza (también apodado el Constitucionalista Beodo), ha promulgado una ley que los nombra “generales de tres estrellas del Ejército Dominicano, por los servicios extraordinarios prestados a la Nación”.
   
Mario Vargas Llosa y su primo Luis Llosa Urquidi
     Para concluir la breve y azarosa nota, hay que decir que en La fiesta del Chivo refulgen, como frijolillos saltarines en la espesa sopa de letras, algunos sorprendentes e indelebles lapsus del experimentado y diestro narrador que es Mario Vargas Llosa (proclive a los diminutivos y a las negras, lúdicas y socarronas ironías), presentes en los episodios del asesinato del dictador. Veamos. No se trata de Los siete magníficos ni mucho menos de Los siete samuráis, pero en la página 103 se lee que hay un “grupo de siete hombres apostados en la carretera a San Cristóbal, esperando a Trujillo. Porque, además de los cuatro que aguardaban en el Chevrolet [Antonio Imbert, Antonio de la Maza, Salvador Estrella Sadhalá y Amadito García Guerrero], dos kilómetros más adelante se hallaban, en un auto prestado por Estrella Sadhalá, Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel, y, un kilómetro más adelante, solo en su propio carro, Roberto Pastoriza Neret. De este modo, le cerrarían el paso y lo acribillarían con un fuego cerrado por delante y por atrás, si dejarle escapatoria.” En este sentido, en la página 247 se lee que “El Chevrolet Biscanye de Antonio de la Maza [que es el estruendoso bólido de la cuarteta de vanguardia] volaba sobre la carretera, acortando la distancia del Chevrolet Bel Air azul claro que Amadito García Guerrero [ayudante militar del Chivo] les había descrito tantas veces.” Es decir, sin ningún convoy de escoltas, el solitario Chevrolet Bel Air azul claro es donde viaja Trujillo con su chofer, que además es su viejo guardaespaldas; y el Chevrolet Biscanye, propiedad de Antonio de la Maza, es un auto importado de Gringolandia “hacía tres meses” y reforzado ex profeso para el asesinato del dictador. No obstante, entre las páginas 248-249 se lee: 
    “En pocos segundos el Chevrolet Biscanye recuperó la distancia y continuó acercándose. ¿Y los otros? ¿Por qué Pedro Livio y Huáscar Tejeda no aparecían? Estaban apostados, en el Oldsmobile —también de Antonio de la Maza—, sólo a un par de kilómetros, ya debían de haber interceptado el auto de Trujillo. ¿Olvidó Imbert apagar y prender los faros tres veces seguidas? Tampoco aparecía Fifí Pastoriza en el viejo Mercury de Salvador, emboscado otros dos kilómetros más adelante del Oldsmobile. Ya tenían que haber hecho dos, tres, cuatro o más kilómetros. ¿Dónde estaban?” 
   Es decir, en la página 103 Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel están en “un auto prestado por Estrella Sadhalá”; pero en la página 249 ese coche es “también de Antonio de la Maza”. Y el tal Fifí Pastoriza en la página 103 se halla “solo en su propio carro”; pero en la página 249 ese auto es el “viejo Mercury de Salvador”.  
   Curiosas contradicciones. Quizá Mario Vargas Llosa, aporreando las teclas a toda velocidad en su nuevo festín de Esopo, sintiéndose el mero Jaguar del Leoncio Prado disparando ráfagas de metralleta, estaba muy excitado, exultante y obnubilado matando al Chivo (tal vez catapultado por un potente trago de mezcal con gusano de maguey y pólvora), pues en la página 313, ya muertos el déspota y su chofer, y herido en el suelo Pedro Livio Cedeño, se lee: 
   
El Jaguar (Juan Manuel Ochoa)
Cadete del Colegio Militar Leoncio Prado
Fotograma de La ciudad y los perros (1985)
    “Las sombras de sus amigos se afanaban, sacando el carro del Chivo fuera de la autopista. Los sentía jadear. Fifí Pastoriza silbó: ‘Quedó hecho una coladera, coño’.
 
Mezcal con gusano de maguey
      “Cuando sus amigos lo cargaron para meterlo en el Chevrolet Bel Air, el dolor fue tan vivo que perdió el sentido. Pero, por pocos segundos, pues cuando recuperó la conciencia aún no partían. Estaba en el asiento de atrás, Salvador le había pasado el brazo sobre el hombro y lo apoyaba en su pecho como una almohada. Reconoció, en el volante, a Tony Imbert, y, a su lado, a Antonio de la Maza. ¿Cómo estás, Pedro Livio? Quiso decirles: ‘Con ese pájaro muerto, mejor’, pero emitió sólo un murmullo.”
   Como ya habrá advertido el paciente y desocupado lector, el lapsus radica en que a Pedro Livio no lo subieron al coche del Chivo, sino al Chevrolet Biscanye de Antonio de la Maza, pues en ese momento el carro del dictador ya está afuera de la carretera. Incluso esto se sabe unos párrafos antes, pues en la página 312 Pedro Livio Cedeño, herido y tirado en el asfalto, “Percibió las siluetas de sus amigos cargando un bulto y echándolo en el baúl del Chevrolet de Antonio. ¡Trujillo, coño! Lo habían conseguido. No sintió alegría; más bien, alivio.” Y esto se hace así porque desde la página 173 se sabe que el pactado objetivo de la red de conspiradores es llevar el cadáver del Chivo ante los ojos del general Pupo Román, para que éste encabece el golpe de Estado y la “Junta cívico-militar”. 
   Y pese a que en la página 382 se reitera que el coche del Chivo es “el Chevrolet Bel Air 1957, color azul claro, de cuatro puertas, en el que siempre iba a San Cristóbal”, en la página 405 cambia de color: “En el kilómetro siete, cuando, en los haces de luz de las linternas de Moreno y Pou, [el general Pupo Román] reconoció el Chevrolet negro perforado, sus vidrios pulverizados y manchas de sangre en el asfalto entre los añicos y cascotes, supo que el atentado había tenido éxito. Sólo podía estar muerto luego de semejante balacera.”
 
Mario Vargas Llosa y La fiesta del Chivo (2000)
      En fin, qué lío. “Songo le dio a Borondongo/ Borondongo le dio a Bernabé/ Bernabé le pegó a Muchilanga le echó burundanga/ les jinchan los pies, Monina”. De cualquier manera: “El pueblo celebra/ con gran entusiasmo/ la Fiesta del Chivo/ el treinta de mayo.” Se lee en los versos de Mataron al Chivo, popular “Merengue dominicano” (que sin cesar cantaba jubiloso en la radio dominicana el Negrito Macabí con la Orquesta de Antonio Morel), que a manera de epígrafe preludia esta magnífica novela de Mario Vargas Llosa. “Mabambelé practica el amor/ Defiende al humano/ Porque ese es tu hermano, se vive mejor”.



Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo. Primera edición en Alfaguara México. México, febrero de 2000. 520 pp.


*********

"Burundanga" (1953), Celia Cruz y la Sonora Matancera.
"Mataron al Chivo", canta el Negrito Macabí con la Orquesta de Antonio Morel.
La fiesta del Chivo, documental de Univisión sobre la dictadura de Trujillo.
La fiesta del Chivo (2006), trailer de la película basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.
La fiesta del Chivo (2019), fragmento de un ensayo de la versión teatral basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.
La ciudad y los perros (1985), trailer de la película basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa.

jueves, 16 de abril de 2020

La Casa Azul de Coyoacán

Calidoscopio de obsidiana: el otro aleph

Nacida en Melbourne, Australia, en 1961, y desde 1998 residente en Edimburgo, Escocia, Meaghan Delahunt publicó en Londres, en 2001, a través de la prestigiosa editorial Bloomsbury, su novela In the Blue House (merecedora de varios premios en el orbe angloparlante), cuya traducción del inglés al español, de Jorge F. Hernández, se editó en Barcelona, en 2002, por Plaza & Janés, con el sonoro y llamativo título: La Casa Azul de Coyoacán, el cual, en la portada de la sobrecubierta (con atractivo diseño y el rótulo central con ligero relieve), precede a un eslogan mercadotécnico que parece subtítulo: “El triángulo amoroso de Trotski, Frida y Diego Rivera”.
(Plaza & Janés, Barcelona, 2002)
  Sin embargo, pese a que la novela aborda (sin ahondar) tal legendario y peliculesco enredo, éste no es el meollo; ni tampoco se centra ni desentraña todo lo ocurrido durante la histórica y breve estancia de León Trotsky y su esposa Natalia Sedova en la Casa Azul de Coyoacán (hoy Museo Frida Kahlo), donde nació y murió la celebérrima pintora.

León Trotsky y Natalia Sedova en la Casa Azul de Coyoacán (1938)
       
2ª de forros
  En la segunda de forros del libro, se dice que Meaghan Delahunt “fue miembro del Partido Trotskista-Socialista de los Trabajadores durante la década de los ochenta y recorrió buena parte de Australia en representación de las juventudes del partido”. Pues bien, en la urdimbre de la novela tal activismo no es fortuito, dado que León Trotsky resulta ser el personaje más relevante, pero no deificado, junto a un trazo crítico y mordaz de un Moscú miserable y gris, y de una Rusia acosada por las contradicciones y rezagos de la Revolución bolchevique y por la idiosincrasia dictatorial y sanguinaria de José Stalin y sus esbirros.

En su página de “Agradecimientos”, Meaghan Delahunt asienta que para pergeñar su libro realizó en varios países una amplia investigación bibliográfica, documental y testimonial. Pero su obra, si bien bebe y dialoga con tales fuentes y fragmentariamente las resume y reescribe a modo de palimpsestos, no es una reconstrucción histórica al pie de la letra, sino un artilugio literario donde las conjeturas, las hipótesis y la imaginación (sobre todo la imaginación) son piedra angular.
Dividida en cinco partes integradas por un buen número de escuetos capítulos, La Casa Azul de Coyoacán es un polifónico y fragmentario puzle (ídem las minúsculas y cambiantes piezas de colores de un calidoscopio) que va y viene por el tiempo, el espacio, la historia, la memoria, la introspección, y las voces personales e interiores (evocativas y meditabundas) de una serie de personajes; por ejemplo, Rosita Moreno, la mejor fabricante de Judas de la Ciudad de México; León Trotsky, héroe de la Revolución de Octubre, estratega y cabeza del Ejército Rojo, perseguido político, fundador de la IV Internacional, y víctima de la venganza y de la purga estalinista; Natalia Sedova, su esposa y madre de los hijos de éste, perseguidos y asesinados; Jordi Maar, español, ex miliciano en la Guerra Civil de España, guardaespaldas de Trotsky en México y amante furtivo de Frida Kahlo; Ramón Mercader, el asesino material de Trotsky; Iossif Stalin, el trepador, genocida y tirano de la totalitaria URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas); Nadezhda Alliluyeva, su segunda esposa; Lavrenty Pavlovich Beria, cercano cómplice del sanguinario hombre de hierro, quien desde el laberíntico centro de Operaciones ubicado en la prisión de Lubianka, en Moscú, conspira y orquesta el asesinato de Trotsky; Mijaíl, un oscuro y misérrimo ingeniero de minas que en los años treinta labora en la subterránea y ciclópea construcción del metro de Moscú, en tanto subsiste, con su madre y hermana, en una hacinada, astrosa y maloliente vecindad comunal que otrora fue la regia mansión de un rico mercader; David Leontevich Bronstein, el padre de León Trotsky; Vishnevski, el médico personal de Stalin durante veinte años, caído en desgracia mortal por no curar los padecimientos crónicos que hicieron morir al dictador el 5 de marzo de 1953. Y entonces, el “6 de marzo” de tal año, “al otro lado del mundo” —dice la voz narrativa—, “en una casa azul de Ciudad de México, la artista Frida Kahlo se despierta de un sueño intranquilo, intenta alcanzar los sedantes que están al lado de su cama. Le duele la pierna amputada. Todo le duele, pues Él se ha ido. Coge su libreta de cuero rojo y una pluma de la mesa camilla. Escribe: 
“EL MUNDO, MÉXICO, EL UNIVERSO ENTERO HA PERDIDO SU EQUILIBRIO CON LA PÉRDIDA, LA MUERTE DE STALIN.
“YA NO QUEDA NADA.
“TODO SE REVUELVE.”
(La Vaca Independiente, México, 1995)
  Además de que la verdadera amputación (hasta la rodilla) ocurrió en “agosto de 1953”, si se coteja el facsímil del Diario de Frida Kahlo, editado en México en septiembre de 1995 por La Vaca Independiente (con prefacios de Carlos Fuentes, Karen Cordero, Olivier Debroise y Graciela Martínez-Zalce), se observa que la recreación narrativa de Meaghan Delahunt no es textual, pues en el Diario se lee lo siguiente, con la rupestre caligrafía manuscrita y a color de la pintora, y en la postrera “Transcripción del diario con comentarios” de Sarah M. Lowe, cuya fecha errada supone e implica que Frida Kahlo registró la muerte de Stalin, no el día que murió, sino días después:

Página del Diario de Frida fechada el 4 de marzo de 1953
  “MORIR/ Coyoacán 4 de marzo de 1953/ EL MUNDO MEXICO TODO EL UNIVERSO perdió el equilibrio con la falta (la ida) de STALIN—

Yo siempre quise conocerlo personalmente pero no importa ya— Nada se queda todo revoluciona/ —MALENKOV—“


Página del Diario de Frida fechada el 4 de marzo de 1953


     
Autorretrato con Stalin (c. 1954),
óleo sobre masonite de Frida Kahlo
        En tal oscilar por el tiempo y por el espacio, por las lejanas latitudes y geografías, por el pasado y las distintas memorias y voces, además del constante y reiterativo tono melancólico, no pocas veces elegiaco y algunas veces poético, descuellan varias fechas: 9 de enero de 1937, el día que Natalia Sedova y León Trotsky llegaron al país mexicano por el puerto de Tampico y Frida Kahlo los recibió (en la cuarta de forros del libro se reproduce un célebre y borroso fotograma alusivo); el 21 y 22 de agosto de 1940, días en que se sucedió el ataque por la espalda, con el piolet, al cráneo de Trotsky y su consecuente, paulatino e ineludible fallecimiento en el hospital de la Cruz Verde; y el 13 de julio de 1954, día de la muerte de Frida Kahlo.

Natalia Sedova, Frida Kahlo y León Trotsky
(Tampico, enero 9 de 1937)
  En la verdad novelística de Meaghan Delahunt, Frank Jacson (falsa identidad y máscara de Ramón Mercader) es un tipo culto (en contraposición al rupestre perfil trazado por Alfonso Quiroz Cuarón, el célebre investigador y criminólogo que en 1950, en los archivos policíacos de Barcelona, descubrió su verdadera identidad); por ende se reúne, en enero de 1940, en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, con su beligerante madre (Caridad del Río) y con el inefable Coronelazo Siqueiros, precisamente durante la apertura de la Exposición Internacional del Surrealismo. Y si bien tal trío dinámico en su reserva y confabulación estalinista está pergeñando la Operación Utka (para asesinar a Trotsky), entre los contertulios de la muestra deambula André Breton, heresiarca de los surrealistas de París. Pero en la vida real Breton sólo estuvo en México entre el 18 de abril y el 1 de agosto de 1938, según lo asienta Fabienne Bradu en su libro Breton en México (Vuelta, 1996).

León Trotsky, Diego Rivera y André Breton
(México, 1938)
 
Esquina de la Casa Azul de Coyoacán en 1938, cuando
León Trotsky y Natalia Sedova vivían refugiados allí.
 
Esquina de la Casa Azul de Coyoacán en 2004
Hoy Museo Frida Kahlo
     
Esquina de la fortificada casa de la calle Viena de Coyoacán donde vivió León Trotsky
Hoy Museo Casa de León Trotsky
        Ante tales licencias, no asombran muchísimas más. Por ejemplo, en “julio de 1940”, en su casona de la calle Viena en Coyoacán (hoy Museo Casa de León Trotsky), cuando aún es reciente el fallido primer intento de matarlo con ráfagas de metralletas (sucedido el pasado 24 de mayo bajo la batuta del Coronelazo Siqueiros) y por ende la están fortificando con torreones y demás parafernalia defensiva, Trotsky observa en su estudio un mapa de la república mexicana que dizque le gustaba a Serguei Eisenstein, quien, según rememora, lo visitó en forma clandestina e incluso furtivamente viajó con él por “los cerros que rodean Taxco”, en el estado de Guerrero. 

   
Serguei Eisenstein
(México, 1931)
Foto: Agustín Jiménez
       
En el centro: David Alfaro Siqueiros y Serguei Eisenstein
(Taxco, 1931)
       Pero en la vida real la estancia de Eisenstein en México se sucedió entre diciembre de 1930 y marzo de 1932; período durante el cual —además del rodaje inconcluso de ¡Que viva México! en distintas locaciones del interior del país— con su camarógrafo Eduard Tissé visitó Taxco, pueblo platero que David Alfaro Siqueiros en 1931 tenía por cárcel, pues “El 30 de abril [de 1930] es aprendido y pasa siete meses en la Penitenciaria de la ciudad de México [‘el temido Palacio Negro de Lecumberri’] y después 15 meses arraigado judicialmente en la ciudad de Taxco” (condena que quebrantó), según lo anota Raquel Tibol en la cronología de Palabras de Siqueiros (FCE, 1996); esto porque había sido sentenciado “bajo el cargo de rebelión y sedición” —dice Irene Herner en Siqueiros, del paraíso a la utopía (SCDD, 2010)— por su presunta participación en el atentado contra Pascual Ortiz Rubio, presidente de México entre el 5 de febrero de 1930 y el 2 de septiembre de 1932, ocurrido precisamente el día de su toma de posesión; sitio al que llegó tras las fraudulentas elecciones efectuadas tras el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón, realizado por un tal José de León Toral, “fanático cristero”, el 17 de julio de 1928 en el restaurante La Bombilla, en San Ángel. (Por tal magnicidio, León Toral, el 9 de enero de 1929, fue ejecutado en el paredón de la Penitenciaria de Lecumberri). Un tal Daniel Flores, “fanático católico”, descargó su pistola contra el lujoso automóvil cubierto en que se desplazaba el presidente Pascual Ortiz Rubio y lo hirió en un carrillo y por ende lo llevaron al hospital de la Cruz Roja. El aspirante a magnicida fue detenido y sentenciado a 19 años de cárcel; pero luego el 23 de abril de 1932 apareció asesinado en su celda. Suceso no menos peliculesco —en medio de la sangrienta Guerra Cristera, del Maximato y del acoso anticomunista— que también incitó, el 7 de febrero de 1930, la detención y encarcelamiento de la fotógrafa Tina Modotti —militante del Partido Comunista Mexicano, activista antifascista y miembro del Socorro Rojo Internacional— y su expedita expulsión de México, ocurrida el siguiente día 24 en el puerto de Veracruz, de donde zarpó a bordo del Edam, un barco carguero en el que también iban otros dos deportados: Isaak Abramovich Rosenblum y Johann Windisch; y al que en la escala en el puerto de Tampico subió el héroe de las mil máscaras: Vittorio Vidali (Enea Sormenti y el comandante Carlos Contreras), mentor, camarada y compatriota de Tina, pero camuflado bajo el disfraz y el falso pasaporte de un tal Jacobo Hurwitz Zender, según lo cuenta Margaret Hooks en su biografía: Tina Modotti. Fotógrafa y revolucionaria (Plaza & Janés, 1998). 

Borges y el aleph
  Curioso es que en agosto de 1940, con su asesinato a la vuelta de la esquina (claro que León Trotsky lo ignoraba, pese a que podía ocurrir), en una de sus meditaciones originadas por el desasosiego y el insomnio, la omnisciente voz narrativa diga que el materialista y racionalista ucraniano conjeturó una especie de epifanía que ineludiblemente recuerda e implica la simultaneidad del espacio-tiempo que se sucede y observa a través del diminuto aleph acuñado por Borges en su consabido cuento: Trotsky “sabía que en la física de Einstein, el futuro estaba allí, esperando a que se entrara en él. Los círculos de una piedra tirada al agua, el reflejo de uno mismo en el agua ya contenido previamente en el espacio-tiempo. Todos los tiempos coexistían. Su tiempo con Frida seguía estando allá afuera. Y con la memoria lo podía tocar.”

   
Autorretrato dedicado a León Trotsky (1937),
óleo sobre tela de Frida Kahlo.
En el papel que sostiene su imagen se lee:

Para León Trotsky con todo cariño dedico esta pintura, el día 7
de noviembre de 1937. Frida Kahlo. En San Ángel, México.
       Tal divagación mental, erótica y metafísica, coincide con una de las cualidades que distinguen a Rosita Moreno, quien resulta ser uno de los personajes más entrañables y significativos en el tejido novelístico urdido por Meaghan Delahunt. En la página 257 de Frida: una biografía de Frida Kahlo (Diana, 9ª ed., 1991), de Hayden Herrera, se recoge un testimonio de una marchante del mercado (al parecer de Coyoacán) llamada  Carmen Caballero Sevilla, quien vendía extraordinarios Judas, así como otras artesanías, como juguetes o piñatas hechas por ella misma. Diego también iba a comprar cosas, pero la señora Caballero recuerda que ‘la niña Fridita me consentía más; pagaba un poco mejor que el maestro. No le gustaba verme sin dientes. En una ocasión un hombre me golpeó y perdí los dientes; bueno, más o menos en la misma época le hice algo muy bonito a ella y como regalo me dio estos dientes de oro que ahora traigo. Le agradezco mucho sus atenciones. Sólo le di el esqueleto y ella lo vistió, con todo y sombrero’”.
     
     
Diego y Frida con un Judas
Diego con Judas en su estudio de San Ángel
         En la novela de Meaghan Delahunt fue el marido de Rosita Moreno el que le rompió la dentadura y Frida le regaló unos dientes de oro. Aficionado al pulque, ex miliciano en la Guerra Civil de España y minero estalinista, figuró en el grupo disfrazado de policías (dirigido por Siqueiros) que intentó matar a Trotsky el susodicho 24 de mayo de 1940; y durante Semana Santa del tal aciago año, él y otros mineros llevaron un enrome Judas con la efigie de Trotsky para quemarlo en el Zócalo (corazón del ancestral territorio azteca), monigote financiado por el estalinista Partido Comunista Mexicano y hecho por las artesanales manos de Rosita Moreno. Su puesto lo tiene en el mercado Abelardo Rodríguez (donde en la vida real, erigido en 1934, aún se aprecian varios deteriorados murales hechos por ayudantes y discípulos de Diego Rivera) y es tan colorido y abigarrado que en él coinciden, además de los Judas de Semana Santa, pirámides de calaveritas de azúcar para el 2 de noviembre, juguetes, frutas y piñatas para las posadas. Allí conoció al gigantón Diego Rivera acompañando a Frida Kahlo (
el elefante y la paloma); quien luego llevó al Viejo, o sea a León Trotsky, y a quien le leyó las líneas de la mano. Y el último 2 de noviembre que lo vio vivito y coleando ella le regaló un ex voto: “un pequeño cuadro de hojalata grabado con la forma de un corazón”, quezque “para que lo proteja”. Pero los tradicionales ex votos, pintados en pequeñas láminas cuadradas o rectangulares —si bien los coleccionaba Frida en la Casa Azul y André Breton (¡matanga dijo la changa!) sustrajo varios de una o de varias iglesias pueblerinas durante su recorrido por Puebla y Cholula en compañía de Trotsky y comitiva— se hacían y se hacen por encargo: para agradecer el favor del santo, del Cristo o de la Virgen ante algún infortunio, calamidad, maleficio o padecimiento conjurado.   
Ex voto pintado por Hermenegildo Bustos (1832-1907)
   
Ex voto pintado por Hermenegildo Bustos (1832-1907)
     
Ex voto pintado por Hermenegildo Bustos (1832-1907)
      El cúmulo de rasgos y sorprendentes paradojas que es Rosita Moreno implica que haya supervisado la hechura de “una mascarilla mortuoria del señor Trotski”, y que también haya hecho el molde de sus manos y visto la cremación de sus restos mortuorios.

Foto de León Trotsky coleccionada por Frida Kahlo
Pero lo más trascendente de sus poderes de chamana y pitonisa no es sólo que en ella la quiromancia es ciencia cierta e infalible (por ende vio y leyó el ineluctable destino de León Trotsky sin revelarle que la Calavera Catrina le pisaba los talones), sino que posee la memoria y la sabiduría mítica, cosmogónica y ancestral de su pasado precortesiano y prehispánico y de su sangre azteca químicamente pura; en consecuencia puede ver en su espejo de obsidiana, sin superponerse, al unísono y en forma simultánea, el destino eterno de cada muerto en el más allá, es decir, en el ultraterreno Mictlán.

4ª de forros de La Casa Azul de Coyoacán (Plaza & Janés, 2002).
La imagen registra la llegada de León Trotsky y Natalia Sedova
al puerto de Tampico el 7 de 
enero de 1937.
Frida Kahlo los recibió en nombre de Diego Rivera.

Meaghan Delahunt, La Casa Azul de Coyoacán. Traducción del inglés al español de Jorge F. Hernández. Plaza & Janés. Barcelona, 2002. 288 pp.



*********


Ensayo sobre la ceguera


Érase una vez mil y un ciegos errantes

La primera edición en portugués de Ensayo sobre la ceguera, novela de José Saramago —Premio Nobel de Literatura 1998— data de 1995 y de 1996 la traducción al castellano de España de Basilio Losada. En el crucero de una atestada calle de una ciudad sin nombre, que podría ser una ciudad de la Europa actual, un individuo, frente al volante de su auto, repentinamente se queda ciego. Es el primer caso de una epidemia que no tardan en bautizar con el nombre de ceguera blanca o mal blanco, puesto que el ciego no se hunde en un mundo de sombras y tinieblas, sino que todo lo ve blanco, “como si hubiera caído en un mar de leche”. 
José Saramago
(1922-2010)
Premio Nobel de Literatura 1998
     Luego del primer caso, ocurren otros que brindan la conjetura de que quien tiene contacto frontal con un ciego de éstos, muy pronto se convertirá en un ciego más. Así, ante el terror, desconocimiento y rápida propagación de la nueva enfermedad, el ministerio de salud y el gobierno nombran una Comisión de Logística y Seguridad que, con auxilio de la policía y del ejército, se da a la tarea de localizar y remitir a los ciegos y posibles contagiados a un viejo edificio que fue manicomio. Allí no les facilitan afanadores ni médicos ni enfermeras ni medicinas ni ningún botiquín; el drenaje, los retretes y regaderas están en mal estado; carecen de ropa, de sábanas, de extintores de incendios y de otras cosas de primera necesidad. Así, el encierro y el reglamento que día a día les comunica un altavoz que manipulan los soldados que los vigilan con orden de disparar a quien se les acerque o intente huir, es una extrema deshumanización y negación de los derechos humanos más elementales. Están allí sin bañarse ni quitarse lo que llevan puesto; sucios, malolientes, hambrientos, abandonados, atascando y desbordando las letrinas y los pasillos; casi sin noticias del exterior; sin las típicas ONGes haciendo manifestaciones e impugnaciones frente al cercado, y sin ningún socorro nacional e internacional, como si las personas y los países de todo el mundo estuvieran ciegos de remate. 
Las abyecciones que se padecen en el manicomio semejan una pesadilla, como las grotescas y fantasmagóricas deformaciones proyectadas por una laberíntica y amarillenta sucesión y amasijo de espejos deformantes. El número de reclusos llega a lindar los 300. A través de las noticias que reporta a los demás el viejo de la venda negra, un ciego que atesora una radio portátil, se tienen visos de los abundantes desastres que la ceguera blanca está suscitando por aire, mar y tierra. No sólo se han improvisado otros sitios para recluir más ciegos (“fábricas abandonadas, templos sin culto, pabellones deportivos y almacenes vacíos”), sino que la peste de la ceguera blanca está destruyendo la ciudad y al país entero. Es decir, no se ha encontrado remedio alguno y la epidemia, con celeridad, está fuera del control de los médicos y autoridades. Incluso, el ciego radioescucha llega a captar el horrorosísimo instante en que el locutor, frente al micrófono, pierde la vista. 
El ciego de la pistola
(Gael García Bernal)


Fotograma de Ceguera (2008)
  Pero la degradación inhumana, insalubre y excrementicia, y los mil y un infortunios de los ciegos hacinados en el manicomio se agudizan aún más cuando surge entre ellos una mafia (alrededor de 20 rufianes), encabezados por un ciego que empuña una pistola. La mafia se apodera de una sala del ala izquierda y de las cajas de comestibles que los soldados les dejan día a día, y les impone a los otros ciegos, a cambio de cierta cantidad de víveres, la entrega de los objetos de valor. Cuando éstos se terminan, les exigen la entrega de sus mujeres a través de un método rotativo: primero les toca a las mujeres de una sala, otro día a las de otra, hasta agotar las cinco salas que existen, y de nuevo comienza el ciclo. 

Paradójicamente, esta exigencia de la mafia funciona como afrodisiaco y laxante moral, pues seis de las siete mujeres de la primera sala del ala derecha (en la que hay cerca de 40 ciegos), se dedican a gratificar, por gusto y placer, las necesidades sexuales de los varones de la misma sala.
Si dentro del manicomio la lucha por el poder y el sometimiento de los otros y de las mujeres es un reflejo de la corrupción y degradación ética del espectro social, entonces la imagen del globo terráqueo (un inmenso, enfermo, purulento, fétido, ciego, decadente y desahuciado manicomio destruyéndose a sí mismo) es de lo más terrible. “No hay límites para lo malo, para el mal”, dijo el primer ciego como si estuviera pudriéndose en el miasma de los horrores de una guerra o de un campo de concentración de judíos o de una franja de palestinos sometidos y aterrorizados por la ocupación militar de los judíos. Y más adelante puntualiza la voz narrativa: “la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza”. 
El oculista ciego guiado por su esposa
(Julianne Moore y Mark Ruffalo)


Fotograma de Ceguera (2008)
  El primer acto temerario que intenta romper el control de la mafia, lo pergeña y efectúa la mujer del oculista, el único humano cuyos ojos nunca se contagian del mal blanco y sin que se sepa por qué, quien desempeña el suicida papel de samaritana ante el pequeño grupo que la rodea, los suyos, llega a decir. En un momento, cuando las 15 mujeres de la segunda sala del ala derecha van a cumplir la exigencia orgiástica de la mafia, la mujer del oculista, sin decir nada a nadie y con unas tijeras, le corta la garganta al ciego de la pistola, en un instante en que éste sometía a una nauseabunda fellatio a una de las reclusas. Se desata un zafarrancho y hay otros muertos, pero fracasa la derrota de los mafiosos y la situación empeora. Con otro líder que se apodera de la pistola, el ciego contable que sabe braille, la mafia se repliega e interrumpe el flujo alimenticio. Ante la hambruna, un grupo de 17 ciegos, luego son 34, con el viejo de la venda negra como estratega, intenta, con fierros arrancados a las camas, tomar por asalto la sala de los criminales. Hay otros muertos y de nuevo fracasa el descalabro de los bandoleros. Y sólo son vencidos cuando otra ciega suicida, también sin consultar a nadie, con un encendedor que ocultaba, se desliza frente a la sala de los mafiosos y desencadena un incendio que se propaga por todo el manicomio. 

Las escenas del incendio es uno de los pasajes más alucinantes, dantescos y peliculescos de Ensayo sobre la ceguera, novela escrita con esa apretada fluidez verbal que distingue el estilo narrativo del lusitano José Saramago (Azinhaga, Santarém, Portugal, noviembre 16 de 1922-Tías, isla de Lanzarote, España, junio 18 de 2010), que puede gustar o no, poblado de digresiones y de un sinnúmero de detalles que alargan las anécdotas, y a veces con un sentido del humor que carece de sentido del humor.
Fotograma de Ceguera (2008)
  Una vez fuera del manicomio, que ya desde antes del incendio había sido abandonado por los soldados y el gobierno, cobra mayor protagonismo un grupo de siete despojos, seis de ellos sin vista: el primer ciego y su esposa, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, el niño estrábico, y el oculista y su mujer, quien es la que ve y les sirve de guía y auxilio ante la odisea que emprenden por las calles de esa ciudad devastada por los estragos de la ceguera blanca, carente de gobierno y de organización alguna, en la que proliferan los excrementos, los hedores, las putrefacciones, los montones de basura, los ratas y los perros hurgando, los cadáveres a la intemperie, los coches y autobuses abandonados, las tiendas y supermercados saqueados, sin agua ni luz, y los errantes grupos de ciegos deambulando por aquí y por allá en busca de comida, habitando casas, sitios y departamentos que no son los suyos, y donde la moral y las costumbres sexuales, como en el manicomio, se han tornado flexibles, puesto que la promiscuidad abunda hasta la saciedad y la náusea. 

En medio de ese orbe demencial, decadente y destructivo, que parece encaminarse al exterminio de la especie, y donde la delirante prioridad es conseguir o robar cualquier tipo de alimentos, extraídos donde se pueda y cada vez más escasos, la mujer del médico y su grupo, más el perro de las lágrimas, concluyen su itinerario por los restos de la ciudad sin nombre instalándose en el quinto piso donde ella y su marido tienen su apartamento. Este grupo, aunque quizá haya otros que la novela no ilustra, parece conformar la única tabla de salvación que tienen los humanoides asolados, al parecer en su totalidad, por la pandemia blanca. Y esto, sobre todo, porque en la cohesión y fraternidad del grupo, descuella la calidad ética y el heroísmo de la mujer del oculista. 


Alfaguara, 1ª reimpresión mexicana
México, octubre de 1998
   Mucho antes de que el lector finalice la presente reimpresión de Ensayo sobre la ceguera, terminada en México, por Alfaguara, el mes de octubre de 1998, advertirá que las pastas se desprenden y las hojas se desgajan, como si lo hubiera maquilado un grupo de mercaderes sin escrúpulos que se hacen los ciegos tercermundistas. Pero el lector que navegue o haya navegado por las tinieblas que José Saramago pinta en estas páginas, nunca sabrá, al parecer, qué otras atrocidades hubieran ocurrido si la ceguera blanca, a imagen y semejanza de un siniestro e inescrutable artilugio de Dios, no hubiera desaparecido del mapa. Pues por fortuna las pesadillas soñadas y padecidas en tal laberinto de soledad (blanco pero sombrío) empiezan a desvanecerse, precisamente, cuando el primer ciego, de pronto, recupera la vista, como tocado por una varita mágica que una hada buena de otra narración dejó por aquí, y en cadena, luego de la chica de las gafas oscuras y del oculista, los otros ciegos —se sabe porque gritan de exultación por aquí y por allá—, comienzan a recuperar el sentido de la vista, la facultad de mirar el entorno; pero también la ancestral y atávica manía de ver lo que se quiere ver y hacer que no se ve lo que se ve. 
  Así, el lector, conciliado o contento consigo mismo, puede respirar tranquilo y suspirar de nuevo con la cuarta estrofa de “Flor en la luz”, soneto de Carlos Pellicer: 

     Dichosa luz la que en tus ojos vive.
     Tú se las das al día como flores
     y como flores a quien esto escribe.


José Saramago, Ensayo sobre la ceguera. Traducción del portugués al español de Basilio Losada. Alfaguara. 1ª reimpresión mexicana. México, octubre de 1998. 376 pp.


*********
Enlace a un trailer de Blindness (2008), filme dirigido por Fernando Meirelles, basado en Ensaio sobre a cegueira (1995), novela de José Saramago.
Enlace a un trailer de Ceguera (2008), película dirigida por Fernando Meirelles, basada en Ensayo sobre la ceguera, novela de José Saramago.