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jueves, 10 de febrero de 2022

El cantor de tango


                           
La voz en los laberintos que una y mil veces se bifurcan


El escritor argentino Tomás Eloy Martínez, nacido en Tucumán el 16 de juicio de 1934, falleció en Buenos Aires, aquejado por el cáncer, el 31 de enero de 2010. En su novela El cantor de tango (Planeta, 2004), semanas antes de que el 11 de septiembre de 2001 un par de aviones derrumbaran las Torres Gemelas de Nueva York, Bruno Cadogan, desde tal urbe, ha arribado a Buenos Aires tras un largo vuelo, subsidiado por dos becas: la Fulbright y la de su universidad neoyorquina. Como desde Nueva York prepara una tesis doctoral “sobre los ensayos que Jorge Luis Borges dedicó a los orígenes del tango” (y se halla atorado) y puesto que allí Jean Franco (quien dizque “supo que Borges iba a ser Borges antes que él mismo”) en una librería le dio visos de Julio Martel, un cantor de tango casi anónimo (del cual, pese a nunca haber grabado un elepé, se dice que es mejor que Carlos Gardel), para destrabar y darle aliento a su escrito decidió buscarlo en los meandros de la capital argentina, lo que de inmediato se torna laberíntico, repleto de obstáculos y quizá improbable. Esto le permite al autor Tomás Eloy Martínez describir el rito de danzar el tango y de cantarlo (cuyas inflexiones a veces reseña como si hablara del cante jondo y no del tango) y reinventar espacios, recodos, pasajes y menudencias de la fundación e historia de Buenos Aires, una ciudad porteña de solitarios cafés nocturnos que nunca cierran, donde los insomnes y ávidos lectores, dada la abundante pobreza, empiezan a leer un libro era una librería y lo siguen en otra y luego en otra, “de diez páginas en diez o de capítulo en capítulo” hasta que lo concluyen.
Tomás Eloy Martínez
(Foto: Gonzalo Martínez)
  En el aeropuerto Ezeiza “un muchacho desgarbado y mustio” (el Tucumano) aborda a Bruno y lo guía a una astrosa pensión, casi un conventillo, ubicada en la calle Garay, la misma legendaria calle donde a unos cuantos pasos estuvo la casa de Carlos Argentino Daneri (el primo de la esquiva Beatriz Viterbo), en cuya escalera del sótano, precisamente en el escalón 19, el personaje Borges descubre en la oscuridad el diminuto aleph (“una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor” y en ella, en un instante y “sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”); casa destruida en 1941 por Zunino y Zungri, los propietarios del inmueble.

     
“Elvira de Alvear, amiga de Borges de la alta sociedad y autora
de un libro de poemas para el que éste escribió un prólogo.
Solía visitar a Borges en la Biblioteca Miguel Cané. Murió loca
en 1959. En su memoria, Borges escribió un poema que fue
escrito en su lápida. Fue tal vez el modelo de
Beatriz Viterbo en su relato El Aleph.

Foto y pie en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999)
         
    Esto no resulta fortuito. Bruno se instala en la pensión de la calle Garay. Y pronto observa que en medio de la crisis económica, política y social que agobia al país, se organiza un tour municipal para turistas extranjeros que sigue una ruta de supuestos sitios borgesanos, entre ellos la pensión donde él se hospeda, ante la cual, la cicerone asegura que es semejante a la casa de “El Aleph”; y en ella también hay un sótano con una escalera de 19 escalones, pero habitado, desde 1970, por un mísero engendro: Sesostris Bonorino, “un empleado de la Biblioteca Municipal de Montserrat”, quien desde entonces escribe una Enciclopedia Patria que no puede concluir, el cual, según dice la matrona de la pensión, sí ha visto el aleph y lo que ha observado lo anota en las numerosas fichas que infestan las escaleras, las paredes, los trebejos y rincones de la covacha. 
Jorge Luis Borges
Director de la Biblioteca Nacional entre 1955 y 1973
(Foto: Eduardo Comesaña)
  Frente a tal lúdico tributo a Borges, cabe decir que mientras éste escribía “El Aleph” con su “letra de enano” y estaba enamorado de Estela Canto (a quien dedicó el cuento y regaló el manuscrito que terminó en la Biblioteca Nacional de España), era un miserable empleado subalterno de la Biblioteca Municipal Miguel Cané (estuvo allí casi nueve años infaustos: entre el 
8 de enero de 1938 y el 15 de julio de 1946, que el equiparó a los nueve círculos del Infierno) y que para jugar y burlarse de sí mismo, a su petulante y neurótico personaje Carlos Argentino Daneri lo colocó como un empleado “subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur”: “la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur”, quien en la realidad fue un antepasado de Borges y “uno de los primeros poetas argentinos”.
En la amplia pleitesía borgesana que trasmina las páginas de El cantor de tango descuella la forma del laberinto y su metamorfosis. Bruno Cadogan descubre que Buenos Aires (la ciudad, su gente, el tiempo) son un laberinto que implica mil y un laberintos en incesante movimiento y transformación, cuyo onírico y pesadillesco clímax él lo vive y padece en Parque Chas, donde las calles son “una sucesión de círculos —si acaso los círculos pueden ser sucesivos; no obstante, es allí donde se encuentra con Alcira Villar, la única Ariadna que posee el hilo invisible que puede sacarlo del movedizo e inestable laberinto y guiarlo hasta donde se halla Julio Martel.
        No asombra, entonces, que casi al inicio de esa dantesca y kafkiana infelicidad en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, en agosto de 1939, en el número 59 de la revista Sur, Borges haya publicado un  artículo cuyo pesadillesco final anticipa y prefigura la visión pesadillesca, kafkiana, opresiva y metafísica que trasmina las páginas de La biblioteca de Babel, cuento de su libro El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941).
       
(Emecé, 1999)

          
“Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo… Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse por otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como un divinidad que delira.
El cantor de tango, la novela de Tomás Eloy Martínez, es una obra magistral. Difícil es aludir y resumir todas las digresiones y el total de su riqueza anecdótica. Baste reiterar que para Bruno Cadogan el acceso al aleph y la búsqueda de Julio Martel (para oír su voz y las historias de los viejos tangos que interpreta y descifrar el mapa de su itinerario) constituyen lo central de su estancia en Buenos Aires.
Editorial Planeta Mexicana
México, agosto de 2004

        Para poseer la visión del aleph, Bruno se asocia al Tucumano; pero mientras éste, que es un muchacho iletrado y bugarrón, lo concibe como una chuchería de feria explotable ante los turistas extranjeros que siguen el tour de Borges, al gringo le interesa por sus posibilidades metafísicas.
Casi sin buscarlo, Bruno habla con Bonorino y baja (o vuela) con él al sótano. Además de las pistas que observa en el cuartucho y que le parecen “los fragmentos dispersos de un diccionario sin fin”: ve “dibujos que copiaban a la perfección las entrañas de un Stradivarius, o indicaban cómo se distribuye la energía de alto voltaje a partir de un núcleo de hierro, o repetían una máscara de los indios querandíes, o reproducían escrituras que jamás había visto ni imaginado”, la conversación con el subterráneo y deforme “bibliotecario Quasimodo” le da más indicios de la inequívoca existencia del aleph: le pide prestado un libro sobre los laberintos que sólo Bruno sabe que guarda en su maleta. Cuando lo hojea, el bibliotecario repite una lúdica jitanjáfora que pudo citar Alfonso Reyes en su legendario y canónico artículo de 1929: “Si quiero llegar al centro no debo apartarme del costado, si quiero caminar por el costado no puedo moverme del centro”; que evoca el aforismo de Alanus de Insulis que cita Borges en “El Aleph”: “una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”). Y entre otros ejemplos, Bonorino le cuenta ínfimos pormenores (que recuerdan el descomunal “vaciadero de basura” que es la indeleble memoria del joven tullido Ireneo Funes): que la noche de 1944 en que Borges y Estela Canto fueron detenidos unas horas en la cárcel por besarse en lo oscurito del anfiteatro del Parque Lezama, ella “llevaba en su cartera un paquete de cigarrillos Condal” y “había fumado dos de los nueve que le quedaban”, y él ocultaba en los bolsillos del saco “dos caramelos, varios billetes color herrumbre de un peso, y un papel en el que había copiado un verso de Yeats:” 
           Busco la cara que tuve
           antes de que el mundo existiera
      Lo cual remite a las secretas e infinitesimales minucias que Borges observara en el aleph, algunas funestas: “vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”. 
Sin embargo, cuando la pensión de la calle Garay súbita e imprevistamente tiene que ser desalojada de inmediato, pues al parecer ha sido vendida a “un estudio de arquitectos”, Bonorino, ante la pregunta de Bruno, se echa a reír y le niega la irrefutable existencia del aleph. El bibliotecario le entrega la libreta que contiene sus notas sobre la interminable Enciclopedia Patria y antes de refugiarse, con otros pensionados, en Fuerte Apache (que es otro dédalo de laberintos donde subsisten en la miseria más de 60 mil infrahumanos), batiendo las palmas le canta “un rap villero”: 
           Y vas a ver que en el Fuerte
           se nos revienta la vida.
           Si vivo, vivo donde todo apesta.
           Si muero, será por una bala perdida. 
Y es el 30 de diciembre de 2001, leyendo en un periódico la lista de recién fallecidos en Fuerte Apache, cuando Bruno se entera de la muerte de Bonorino. Si ya daba por descartada la existencia del aleph, el vaticinio o visión de su propio fin que el bibliotecario le cantó, vuelve a dar fe de que el aleph sí existe. Bruno, quien para entonces (bajo las instrucciones de Alcira Villar) espera que Julio Martel sobreviva en el hospital a la terapia intensiva, retorna a la calle Garay y encuentra la pensión convertida en escombros; pero a pesar de sus angustiosos y desesperados intentos, no halla el modo de verificar y contemplar ese minúsculo punto del espacio “que contiene todos los puntos” habidos y por haber.
Borges y el aleph
  Si la búsqueda del aleph constituye un rotundo fracaso, quizá en lo que concierne a Martel no haya fracasado tanto, pues si antes de que ocurra la muerte del cantor logra sostener un brevísimo diálogo con él, las únicas palabras que le oye cantar (nunca logra oírlo en sus azarosas y sorpresivas presentaciones, pese a que lo busca y lo sigue), se las canta al oído en su lecho de muerte: “Buenos Aires, cuando lejos me vi.” Y que son, según leyó Bruno en un anuncio, las primeras palabras que registra el cine sonoro argentino, que él oyera en Tango!, película, dizque de 1933, que días antes vio “en la salita del teatro San Martín”.
Y aquí cabe decir que si una parte de los lúdicos ingredientes que hacen amena esta novela de Tomás Eloy Martínez son las constantes alusiones, referencias y correlaciones librescas y literarias, otra parte son las numerosas alusiones y referencias cinéfilas; y más aún, muchos de sus detalles, bromas y sesgos resultan peliculescos (como la descripción inicial del Tucumano), por lo que parece que el autor imaginó y pensó en una posible adaptación cinematográfica. 
Según los testimonios recopilados por Bruno (sobre todo a través de Alcira Villar, quien es la atractiva mujer que amó y cuidó al enfermizo, feo, liliputiense, casi inválido y desahuciado Julio Martel), la voz del peculiar cantor, además de magnífica (“plena como una esfera”) y de ser una especie de aleph fónico circunscrito al pasado histórico de la Argentina, producía trastornos sobrenaturales e incluso epifanías, como la vez que cantó desde un balcón de un hotel de paso “que había en la calle Azcuénaga, detrás del cementerio de la Recoleta. Muchas parejas interrumpieron el fragor de sus pasiones y oyeron cómo la voz poderosa se infiltraba por las ventanas y bañaba para siempre sus cuerpos con un tango cuyo lenguaje no entendían ni habían oído jamás, pero que reconocían como si les viniera de una vida anterior. Uno de los testigos le contó a Virgili [el dueño de la sonora librería El Rufián Melancólico donde se canta y danza tango] que sobre las cruces y arcángeles del cementerio se abrió el arco de una aurora boreal, y que después del canto todos los que estaban allí sintieron una paz sin culpas.”
Según colige Bruno, los sitios que Martel elige para cantar (algunos laberínticos) trazan un mapa cuyo dibujo y sentido secreto trata de descifrar. Sin embargo, después de la breve y única plática que tuvo con él, concluye: “El mapa, entonces, era más simple de lo que imaginé. No dibujaba una figura alquímica ni ocultaba el nombre de Dios o repetía las cifras de la Cábala, sino que seguía, al azar, el itinerario de los crímenes impunes que se habían cometido en la ciudad de Buenos Aires. Era una lista que contenía un infinito número de nombres y eso era lo que más había atraído a Martel, porque le servía como un conjuro contra la crueldad y la injusticia, que también son infinitas.”


Tomás Eloy Martínez, El cantor de tango. Serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta Mexicana. México, agosto de 2004. 254 pp.

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Los crímenes de Oxford

La bruja bajo su máscara

 

I de VI

En una breve y anónima nota preliminar, Booket pregona (a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global) que el escritor argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962) “Ganó el Premio Planeta Argentina con Crímenes imperceptibles, novela traducida a 35 idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia, con el título Los crímenes de Oxford, el mismo con el que fue publicada en España por Destino.” Es decir, a priori parece que por obvias estrategias de mercadotecnia, la novela, escrita en el idioma de Cervantes, adoptó el nombre de ese filme estrenado en 2008 en el idioma de Shakespeare. No obstante, vale aclararlo y subrayarlo, la novela Crímenes imperceptibles apareció primero 2003, en Buenos Aires, editada por Planeta Argentina (filial del todopoderoso Grupo Planeta) en la serie Autores Españoles e Iberoamericanos, con un tiraje de quince mil ejemplares y 248 páginas. Y luego,  con el título Los crímenes de Oxford, el 4 de marzo de 2004 fue publicada en España por Ediciones Destino, con tapas duras y sobrecubierta y 211 páginas. Y con el mismo objetivo de caja registradora, el todopoderoso consorcio transnacional Planeta, en “mayo de 2019”, la publicó en México “Bajo el sello editorial BOOKET”, precisamente en la serie Bestseller y con un formato de bolsillo (para los que no leen), listo para los desechos, dada la fragilidad de su factura. (Claro que paulatinamente se puede deshojar a la romántica manera de Cortázar; es decir, como si se tratase de una barata y decimonónica novela policial comprada con dos peniques en el estanquillo de una vaporosa y efímera estación, ir leyéndola durante un largo viaje en tren por Europa o en un destartalado guajolotero por Latinoamérica, e ir desprendiendo y arrojando por la ventanilla cada hoja leída.) A lo que se suma un par de llamativos anzuelos o eslóganes publicitarios rotulados en el frontis: “El asesinato como acertijo”, canturrea uno. Y el otro: “La novela en que se ha basado la película de Álex de la Iglesia”.

           

Serie Booket, Editorial Planeta Mexicana
México, mayo de 2019

         
Por si fuera poco el runrún y la parafernalia cazalectores, en la contraportada se lee un explosivo y tóxico cóctel; es decir, una falaz reseña que bien la habría podido urdir (y publicitar en el Oxford Times) el falaz Arthur Seldom, un inflado, cuentero, mitómano y hablantín catedrático de doctorado con oficina y casillero en el Merton College de Oxford:

            “Pocos días después de haber llegado a Oxford, un joven estudiante argentino encuentra el cadáver de una anciana que ha sido asfixiada con un almohadón. El asesinato resulta ser un desafío intelectual lanzado a uno de los lógicos más eminentes del siglo, Arthur Seldom, y el primero de una serie de crímenes. Mientras la policía investiga a una sucesión de sospechosos, maestro y discípulo llevan adelante su propia investigación, amenazados por las derivaciones cada vez más arriesgadas de sus conjeturas.

          


          “Los crímenes de Oxford, que conjuga los sombríos hospitales ingleses con los juegos del lenguaje de Wittgenstein, el teorema de Gödel con los arrebatos de la pasión y las sectas antiguas de matemáticos con el arte de los viejos magos, es una novela policíaca de trama aparentemente clásica que, en el sorprendente desenlace, se revela como un magistral acto de prestidigitación.”

 

II de VI

La voz narrativa de Los crímenes de Oxford es la de un matemático egresado de la Universidad de Buenos Aires, quien ha decidido revelar toda la verdad, y nada más que la verdad, tras enterarse del recién fallecimiento en Escocia de su otrora admirado mentor Arthur Seldom. Según evoca, los sucesos ocurrieron en el “verano del 93”. Por entonces ese narrador era un joven de 22 años, becado por un año en el Instituto de Matemática de Oxford, a donde llegó a principios de abril de ese año (“con el propósito secreto de inclinarme hacia la Lógica, o por lo menos, de asistir al famoso seminario que dirigía Angus Macintire”). Y a inicios del mes siguiente; o sea: “El primer miércoles de mayo” del 93, al regresar a Cunliffe Close donde se hospeda en un liliputiense departamento contiguo a la casa principal, se topa en la entrada nada menos que con el profesor Arthur Seldom, quien ronda los 55 años, y a quien nunca había visto, pese a saber de su prestigio en el mundillo de los matemáticos británicos de alto nivel. Tras la breve presentación, el joven argentino —quien nunca dice su nombre y sólo refiere que tiene “doble ele” (ídem las costillas de G)— se entera, por el propio Seldom, que su “primera esposa era de Buenos Aires” y por ende mordisquea y ladra el “perfecto castellano con un gracioso dejo porteño”. Dado que nadie les abre y la puerta está sin cerrar, ambos entran y descubren el sorpresivo escenario del recién asesinato de la señora Eagleton, la dueña de la casa, anciana y decrépita:

 

Guillermo Martínez

           
“[...] Avanzamos a la sala y nos detuvimos junto a la mesa en el centro. Le hice un gesto a Seldom para señalarle la chaise longue junto a la ventana que daba al jardín. Mrs. Eagleton estaba tendida allí, y parecía dormir profundamente, con la cara vuelta hacia el respaldo. Una de las almohadas estaba caída sobre la alfombra, como si se le hubiera deslizado durante el sueño. La orla blanca del pelo estaba cuidadosamente protegida con una redecilla y los lentes habían quedado sobre una mesita, junto al tablero del scrabble. Parecía haber estado jugando sola, porque los dos atriles con letras estaban de su lado. Seldom se acercó y cuando le tocó con dos dedos el hombro, la cabeza se derrumbó pesadamente a un costado. Vimos al mismo tiempo los ojos abiertos y espantados y dos huellas paralelas de sangre que le corrían desde la altura de la nariz por la barbilla hasta unirse en el cuello. Di involuntariamente un paso hacia atrás y reprimí un grito. Seldom, que había sostenido la cabeza con un brazo, reacomodó como pudo el cuerpo y murmuró consternado algo que no alcancé a escuchar. Recogió la almohada y al alzarla de la alfombra vimos aparecer una gran mancha roja ya casi seca en el centro. Quedó por un instante con el brazo colgado a un costado, sosteniendo la almohada, sumido en una honda reflexión, como si explorara las ramificaciones de un cálculo complejo. Parecía profundamente perturbado. Fui yo el que se decidió a sugerir que debíamos llamar a la policía.”

 

III de VI

El diestro prestidigitador de Los crímenes de Oxford (novela dispuesta en 25 capítulos y un “Epílogo”) es, desde luego, el matemático, ventrílocuo y titiritero argentino Guillermo Martínez, quien narra con amenidad —a través de la voz de su protagonista y de la voz de sus otros personajes—, los ficticios sucesos que giran en torno a ese asesinato (dizque el primero de una supuesta “serie lógica”), en los cuales, el ilusionista, verborreico, escenográfico, y sobre todo hábil mistificador y manipulador, es el matemático escocés Arthur Seldom.

           

Guillermo Martínez

         
 A imagen y semejanza de innumerables cuentos policíacos y novelas policiales, al final de la obra el desocupado lector descubre (y respira, por fin, conjurando el insomnio) ciertos pormenores que subyacen, ocultos, en la pulsión de ese asesinato, ejecutado con odio, violencia, alevosía, saña, crueldad y ventaja por la nieta de la anciana: Beth, una atractiva y frustrada violoncelista de casi 29 años. Pero también escucha cierto ideario en la palabrería del cerebral matemático Arthur Seldom, lo que parecen inextricables y consubstanciales supersticiones psíquicas de éste, y los elásticos resortes y chips mentales que lo motivaron a encubrir a la asesina, improvisando e inventado para ello —con pistas falsas y una fantasiosa y sugestiva labia “matemática”, novelesca y culterana—, a un supuesto asesino serial que lo confronta y reta a él, desde la sombra y el anonimato, con la articulación de una supuesta “serie lógica” de supuestos “crímenes imperceptibles”, en los cuales el supuesto asesino serial dizque mata buscando causar el menor daño posible en personas que dizque estaban viviendo más de la cuenta.

  Con ese ejercicio de prestidigitación e hipocresía, el matemático Arthur Seldom engaña y manipula, sobre todo, al inspector Petersen, quien encabeza la quesque infalible y experimentada investigación policíaca de los sabuesos rastreadores de Scotland Yard (incluida el área forense y científica); pues Petersen, que no da pie con bola, termina convencido de que el asesino en serie era un tal Ralph Johnson, un alucinado lector de Los pitagóricos a Jesús, y de las populares noticias y artículos del Oxford Times, y padre de una niña confinada, en etapa terminal, en el sanatorio Radcliffe (“una chiquita muy pálida de unos siete años, con los ojos asustados pero valerosamente atentos y rulos largos en tirabuzón”), quien al desbarrancar en un acantilado el autobús escolar que conducía, se mató y mató en un tris a diez chavales, con el síndrome de Down, con el objetivo de obtener, exclusivo para su hija, el compatible pulmón que le hacía falta para salvarla de las garras de la inmisericorde muerte. Pero también engaña y manipula al joven argentino con quien, haciendo migas y compartiendo anécdotas y tragos en pubs (y la amistad de la enfermera Lorna), supuestamente reflexiona y conjetura con él para desentrañar el “críptico” significado de los signos gráficos (¡el acertijo de los acertijos!) que supuestamente deja el supuesto asesino serial (y que resultan ser una hilarante chapuza, ridículamente lógica, que induce al crédulo a chuparse el dedo meñique, dado que sólo se trata de la anacrónica “notación simbólica que usaban los pitagóricos” para representar el “uno, dos, tres, cuatro”). Pues si bien, a imagen y semejanza de un infalible gag de churro hollywoodense o novela negra, de repente —como por revelación esotérica, por el arte de birlibirloque de algún mago pitagórico o como si se le iluminara el atascado foco de la enmohecida sesera (“El lógico que era Charles Dodgson sabía que siempre es abrumadoramente más extenso lo que queda fuera de cada afirmación.”)—, la frase que le rumiara Beth sobre el cadáver de esa especie de marsupial que vio en el asfalto despanzurrado con su retoño en la tripa: “El angstum hace todo por salvar a su cría”, que él interpreta equivalente a la frase dicha por el inspector Petersen al sopesar el acto multiasesino del padre suicida: “Es difícil saber hasta dónde llegaría uno por su hijo”, le brinda el deductivo pálpito que ata los intrínsecos cabos (ídem una fulgurante flecha invisible que da en el blanco) y le desvela ipso facto el leitmotiv, oculto y camuflado por el matemático Arthur Seldom para proteger a Beth de la prisión, del proceso judicial y de la consecutiva condena carcelaria. Pero lo cierto y trascendente es que el boludo queda desguanzado y boqueando en la lona (casi lelo y viendo una cinética ronda de estrellitas y abstrusos signos matemáticos), luego de que el anecdótico y mitómano matemático Arthur Seldom —sentaditos en una banca del Museo Ashmolean, como si cuchichearan secretitos culo con culo y chiquitearan la pajita de un mismo mate—, le revela a quemarropa las ocultas e innombrables minucias y menudencias tras bambalinas del teatrito de la “serie lógica” del Mago de Oz, y por ello se muerde la lengua enrollándola (como si trazara “la letra O mayúscula de la palabra omertá”) y no denuncia a nadie para que se haga justicia, sólo por el lógico y elemental hecho, Watson, de que “Seguramente él iría a la cárcel también”. Es decir, el viejo y astuto Arthur Seldom, con su magnética fraseología y sugestiva personalidad, a esas alturas del tiempo (25 de junio de 1993) parece que dedujo con antelación (o quizá improvisa) que tiene al pelotudo en la palma de la mano (para algún malabar) o en la bolsa de los títeres (para otro numerito de la “serie lógica”), y por ende puede revelarle toda la sopa y nada más que la recontrasopa de letras y números (y quizá algo más), dado que infiere que no dirá ni mu ni pío ni miau (ni saltará de la chistera y correrá por su cuenta), pese a su presunto índice de IQ que presuntamente lo hizo ganarse la beca en el Instituto de Matemática de Oxford y descubrir, por sí mismo y en la solitaria oscuridad del tétrico laberinto, el oculto hilo de Ariadna que lo llevó a desenmascarar al racional y calculador Minotauro. (Aunque tal vez, para sus adentros, sí ladre a la mimoso y saltarín caniche: ¡guau! ¡Y más que guau!)

 

IV de VI

Pese a la fascinación y veneración que el protagonista le profesa al egregio Arthur Seldom, no parece que sea la gran figura de las matemáticas y de la lógica que pregona el joven argentino (criterio que parece compartir el maltratado y desdeñado Podorov, el becario y colega ruso de éste; e incluso Beth, violoncelista de la orquesta de cámara del Sheldonian Theatre; y Lorna, enfermera en el Radcliffe Hospital y fanática lectora de novelas policíacas). Para el caso, del novelesco y supuesto momento histórico, lo es el matemático Andrew Wiles, quien en “un seminario de Teoría de los Números” organizado en Cambridge, precisamente el “miércoles 23 de junio” del 93, se da por hecho que demostró el “último teorema de Fermat” (en suspenso desde hace “más de trescientos años de batallas”) ante la entusiasta expectativa bobalicona de los matemáticos de toditito el orbe, incluidos los matemáticos de Oxford, quienes en rebaño viajan en un autobús a la Universidad de Cambridge para presenciar el extraordinario evento, entre ellos Arthur Seldom; pero no el joven argentino, quien se queda en la intimidad con la sensual y deportiva Lorna. Y, según reporta, leyó en el Oxford Times, esa mañana y “bajo el título ‘El Moby Dick de los matemáticos’”, una “larga cronología de fracasos en los intentos por demostrar el teorema de Fermat”. Y añade reporteril: “El diario mencionaba al final que se estaban haciendo apuestas en Oxbridge sobre lo que ocurriría esa tarde en la última de las tres conferencias y que estaban por el momento seis a uno, todavía en contra de Wiles.” No obstante, ya pasadas las tres de la tarde de ese día, luego del habitual juego de tenis con Lorna, en una mastodóntica computadora del Instituto de Matemática lee en un e-mail el sonoro boom de la histórica noticia: “Allí estaba el breve mensaje que se propagada como una contraseña a todos los matemáticos a lo largo y ancho del mundo: ¡Wiles lo había conseguido! No había detalles sobre la exposición final; sólo se decía que la demostración había logrado convencer a los especialistas y que una vez escrita podía llegar a las doscientas páginas.” Así de chipocludo. (Es decir, “los especialistas asignados al referato” aún no “habían detectado una pequeña laguna que nadie lograba solucionar”, ni aún se entrevé la posterior colaboración del matemático Richard Taylor.)

           

Andrew Wiles

         
En contraste con ese garbanzo de a libra, el matemático Arthur Seldom publicó un apantallante “libro sobre las series lógicas” en el que incluyó “un capítulo sobre crímenes en serie”, mismo que la editorial (quizá llamada Planet) publicitó en el Oxford Times como un adelanto y por ende los ejemplares se vendieron como si fueran salchichas garapiñadas del Reader’s Digest, pues según comenta Seldom: “Muchos creyeron que se trababa de una nueva forma de novela policial.” Y “Fue por eso que se agotó tan pronto la primera edición del libro.” Lo cual suscitó, le dice al inspector Petersen, que reciba “todo tipo de cartas con confesiones de crímenes” (como aquél que le “aseguraba que mataba homeless cada vez que su boleto de ómnibus era un número primo”). Y, según supone, le dice al policía (mareando la perdiz), el asesino serial que lo reta a él con los crímenes y crípticos signos: “no estudió matemática de manera formal pero leyó ese capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie y considera, desgraciadamente, que soy la persona a la que debe desafiar.” Porque, según dice, el asesino serial, que no aprobó ni de panzazo, lo ve a él (¡faltaba menos!) como “el paradigma de la inteligencia”. Y en el colmo de su mezcla de charlatanería y superchería atiza el fuego fatuo ante la baba caída y los ojos de plato de Petersen y del becario argentino: “[...los crímenes fueron lo más leves posibles, si tiene sentido esta palabra. Pareciera que las muertes en sí no son exactamente lo que importa. Los crímenes son casi simbólicos. No creo que el asesino esté realmente interesado en matar, sino en señalar algo. Algo que seguramente tiene que ver con la serie de figuras que dibuja en los mensajes, la serie que empieza con un círculo y un pez. Los crímenes son sólo la manera de llamar la atención sobre esta serie y está eligiendo sus víctimas lo suficientemente cerca de mí con el único propósito de involucrarme. Creo que en el fondo es un problema puramente intelectual, pero que sólo se detendrá si logramos demostrarle, de algún modo, que pudimos resolver el sentido de la serie, es decir, que podemos predecir el símbolo, o el crimen, que vendrá a continuación.”

 

V de VI

Junto a su teatral habilidad para encubrir el asesinato cometido por la violoncelista Beth, el flamante autor de ese best seller “sobre las series lógicas”, también es un racista y aficionado al bullyng que finge no reconocer a Podorov —el becario y condiscípulo ruso del joven argentino en el Instituto de Matemática de Oxford—. Pues el ruso le brinda al sudamericano, sin que se lo pida y arrojando indicios sobre la idiosincrasia del prestidigitador escocés, un peculiar testimonio que quizá sea moneda corriente en los consuetudinarios tejemanejes, y facilidad para la impostura y la megalomanía, de su eminencia Arthur Seldom, quien sabe que el traumado Podorov “intentó suicidarse cuando no le dieron la medalla Fields”, misma que le otorgaron a uno de los alumnos del escocés. Según le cuenta Podorov (totalmente ajeno a los supuestos crímenes del supuesto asesino serial), hace tiempo oyó al matemático Seldom, hablar por primera vez, sobre los símbolos pitagóricos “durante una conferencia sobre el último teorema de Fermat”, la cual ocurrió “hace muchos años” en Rusia: “Tantos que, por lo que pude ver, Seldom ya no se acuerda de mí. Por su puesto, él era ya el gran Seldom y yo apenas un oscuro estudiante de doctorado de la pequeña ciudad rusa donde se organizaba el congreso. Le llevé mis trabajos sobre el teorema de Fermat, era lo único en lo que yo pensaba en aquel tiempo, y le rogué que me pusiera en contacto con el grupo de Teoría de Números de Cambridge, pero aparentemente todos estaban demasiado ocupados para leerlos. En realidad todos no —dijo—: un alumno de Seldom los leyó, corrigió mi inglés defectuoso, y los publicó con su nombre. Recibió la medalla Fields por la contribución más importante de la década a la resolución del problema. Ahora Wiles [en Cambridge] está por dar el último paso gracias a esos resultados. Cuando le escribí a Seldom sólo me respondió que mi trabajo tenía un error y que su alumno lo había corregido —rió secamente y sopló con fuerza una bocanada de humo hacia arriba—. El único error —dijo— es que yo no era inglés.”

           

Richard Taylor

       
Ese injusto, malicioso y frío desdén embona, como tornillo puntiagudo y aceitado, con la fría indiferencia que el lógico Arthur Seldom denota y transluce ante el violento asesinato de la señora Eagleton. Pues al unísono de su teatral prestidigitación para encubrir a la asesina, nunca expresa una sola palabra y ni un solo pensamiento (ni una sola fórmula lógica ni matemática) que implique afecto, empatía y respeto por la vida y la memoria de la víctima. Es decir, esto resulta aún más revelador, injusto y carente de ética, pues la señora Eagleton, además de anciana y convaleciente del cáncer y con notorias dificultades de movilidad (usa una silla de ruedas dentro de la casa y fuera de ella), fue esposa del mentor de Arthur Seldom. Según resume el joven argentino tras conocer y charlar con la abuela de Beth, “Mrs. Eagleton” “Había sido una de las tantas mujeres que durante la guerra participaron con inocencia en un concurso nacional de crucigramas, para enterarse de que el premio era el reclutamiento y la confinación de todas en un pueblito totalmente aislado, con la misión de ayudar a Alan Turing y su equipo de matemáticos a descifrar los códigos nazis de la máquina Enigma. Fue allí donde había conocido a Mr. Eagleton.” 

       

Alan Turing

       
Y según le dice Seldom al joven argentino tras el descubrimiento del cadáver de la anciana a aún en el escenario del crimen: “Harry Eagleton fue mi tutor de estudios y estuve algunas veces invitado a reuniones y a cenar aquí después de mi graduación. Fui amigo también de Johnny, el hijo de ellos, y de su esposa Sarah. Murieron en un accidente, cuando Beth era una niña. Beth quedó desde entonces a cargo de Mrs. Eagleton. Últimamente veía bastante poco a las dos. Sabía que Mrs. Eagleton estaba luchando desde hacía tiempo con un cáncer, y que tuvo varias internaciones... la encontré algunas veces en el Radcliffe Hospital.” Sitio donde más tarde (durante el tour en el que le muestra el patético automatismo del absurdo nonsense de los bekettianos restos del loco Frank Kalman —dizque “el continuador de los trabajos de Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas y los juegos del lenguaje”—) le revela que ese accidente ocurrió el 25 de junio de 1967, en el que también murió su esposa argentina (restauradora de arte), y que el único alharaquiento y desquiciado sobreviviente fue él. Y por ello estuvo recluido en el Radcliffe “casi dos años enteros”; y luego tuvo que regresar “cada semana durante todo otro año”. No obstante, no le puntualiza si fue recluso, e iba allí, por tratamientos físicos o psicológicos, o por ambas cosas, pues al parecer ese traumático accidente lo hace sentirse culpable de la muerte de los padres de Beth y de su otrora esposa; por ende, cada 25 de junio, ritualmente, visita el Museo Ashmolean y observa las minucias y trampantojos de un antiquísimo friso “que llegó al Museo Británico tres mil años después” de su creación, el cual, dice, entre las florituras de su verborrea “mítica” y dándoselas de “criminólogo” literario, fue restaurado por su fallecida mujer.

           

El sueño de la razón produce monstruos (1799)
Grabado de Goya

           
Pero lo más oscuro y retorcido de esa supuesta culpabilidad es que Arthur Seldom, razonable matemático y dizque lógico superlativo, supuestamente se siente y confiesa fatalmente visionario y vidente desde la infancia. Pero el desocupado lector, después presenciar su facilidad para el engaño, el ninguneo y la impostura, no sabe si en realidad es un supersticioso que cree que posee esa supuesta cualidad sobrenatural (“las conjeturas que hacía sobre el mundo real se cumplían, se cumplían siempre, pero por caminos extraños, de las maneras más horribles, como advertencia de que debía apartarme de ese mundo de todos”), o si miente (pues sigue metido hasta las cejas en el burbujeante matraz del contradictorio y trágico orbe) sólo para impresionar aún más al pelotudo argentino y jalarle aún más las narices. Es decir, dizque tras meter su cuchara (o la pata) ve terribles augurios o profecías (¿de loco visionario?) que luego se corporifican: los supuestos “monstruos que producen los sueños de la razón” (¡que hasta Goya grabaría!). Como es el caso de ese accidente ocurrido el 25 de junio de 1967; y el citado suicidio y asesinato de los diez chavales basquetbolistas con el síndrome de Down, ocurrido, en el mismo sitio, el 25 de junio de 1993.

 

VI de VI

Pero quien resulta la abominable y pestilente hez de la canalla es la asesina y violoncelista Beth. Si bien la novela no relata ningún episodio ni ninguna anécdota sobre las previsibles y humanas dificultades del vínculo abuela-nieta (quizá patológicas y biunívocas), nada justifica el violento y alevoso asesinato de la anciana casi inválida y convaleciente del cáncer. Pero lo que sí se lee son algunos visos del odio y del soez resentimiento de Beth hacia la señora Eagleton, pese a que hizo el entrañable papel de papá y mamá desde que quedó huérfana. Por ejemplo, al joven argentino le cuenta que su madre “era la única que sabía cómo era la bruja bajo su máscara”. Y según le dice: “Siempre me decía que si me quedaba sola y necesitaba ayuda recurriera al tío Arthur. ‘¡Si se te ocurre la manera de arrancarlo de sus fórmulas!’, me decía.” Lo cual, al parecer, es una grandísima mentira (semejante a las mentiras de su eminencia el lógico Arthur Seldom), pues su madre murió cuando ella tenía unos tres años.

         

Sheldonian Theatre

           
En contra de lo que pudiera pensar el desocupado lector (y el becario argentino), Beth odia su trabajo de violoncelista en la orquesta de cámara del Sheldonian Theatre. Y si pudiera, le dice, lo dejaría ipso facto y al unísono dejaría a la abuela ante la que, por alguna razón, tácita e implícita, se siente víctima y encadenada, por lo que, según manifiesta, no puede darle vuelo a la hilacha; es decir, ejercer su libertad individual y el rumbo de su vida íntima y de su destino más allá de Oxford. Y a ese par de odios se suma el menosprecio que expresa por Michael, su colega músico, con quien no obstante sostiene una relación sexual subterránea, porque está casado. Y con la frialdad y la indiferencia que la distinguen ante el recién asesinato de su abuela, pronto, y sin luto y sin duelo, actualiza, para ella y su ombligo, el mobiliario de la casa en Cunliffe Close y se desnuda allí con su amante para ducharse, planchar la oreja y etcétera. Y apenas transcurrido un poco más de un mes después del crimen, anuncia y celebra su arrejunte con el barrigudo de Michael.

            El corolario de la controvertida y deletérea conducta de Beth se lee en el “Epílogo”, luego del revelador diálogo que ese 25 de junio del 93 el becario argentino tuvo con Arthur Seldom en el Museo Ashmolean. Pues al salir de allí y dirigirse a pie a Cunliffe Close, se topa con ella: “estaba más feliz, más despreocupada, más hermosa” y sonriente al volante de un coche recién adquirido: “un pequeño auto descapotable, flamante, de un azul acerado” (quizá cosecha o botín de la herencia de la anciana Eagleton). Ella le toca el claxon y le hace señas para que se acerque. Pero en lugar de aceptar el aventón, muy serio la confronta con el hecho de que ahora sabe que ella mató a su abuela, pese a que no le menciona que Seldom le reveló los violentos matices del crimen con conocimiento de causa: “Me dijo que había usado unos guantes de gala para no dejar huellas, pero que había tenido, efectivamente, que luchar contra ella y que el taco de su zapato había desgarrado la manta. Pensó que la policía podía sospechar por este detalle que había sido una mujer. Tenía la manta en su bolso y convinimos en que la haría desaparecer.” Y entre las razones que ella le vomita al porteño con una contenida furia de neurótica mazacuata prieta, descuella el egoísta y egocéntrico meollo: “Creía que ella se moriría pronto y que habría para mí todavía la posibilidad de otra vida. Pero unos días después le dieron los nuevos análisis: el cáncer había remitido, el médico le había dicho que podía vivir otros diez años. Diez años más atada a esa vieja urraca... no hubiera podido soportarlo.” Diagnóstico clínico que muchos días antes de esa siniestra revelación, Lorna le comentó al boludo cuando éste rumia y deglute la falaz hipótesis, pergeñada e inducida por Seldom, de que el asesino serial mata a personas que están viviendo más allá de lo previsto: “Pero no es exactamente así el caso de Mrs. Eagleton”, le objeta Lorna: “Yo la encontré en el hospital y estaba radiante porque los análisis habían dado una remisión parcial de su cáncer. Justamente, el médico le había dicho que podía vivir muchos años más.”

     Un indicio de traumas mentales no resueltos desde la infancia es el hecho de que Beth, no obstante sus casi 29 años, aún se chupa el dedo para dormir y por ende lo tiene atrofiado: “delgado y muy pequeño”; es decir, luce un diminuto dedo de niña chiquita.

   

Marcus Keane
(c. agosto 26-29 de 1863)
Foto: Lewis Carroll (Charles Dodgson)

             
Obviamente, dado el explosivo paquete de frustraciones y represiones, odio y violencia, a priori se observa que Beth necesitaba a gritos (y necesita aún) urgente terapia psicológica o psicoanalítica o quizá psiquiátrica, pues para liberarse y alejarse de la opresión de su abuela paterna no necesitaba matarla. Pudo fugarse, simplemente, mandando todo al carajo (disfrazada o no de caperucita roja o de harapienta mendiga con los pies desnudos y mostrando un pezón o no en algún secreto rinconcito del Christ Church College; o de perdis: irse de música callejera y cantora de villancicos en Dublín). O pedirle guía y apoyo fraterno, terapéutico, intelectual y financiero al tío Arthur Seldom. Y una enfermera, facultada para el caso, pudo auxiliar a la decrépita señora Eagleton en sus cotidianas necesidades básicas, médicas e imprescindibles, mientras la nieta rompía la taza (y cada quien para su casa) y emprendía el sinuoso y serpentino camino que quería seguir fuera de esas redes domésticas, filiales y claustrofóbicas.

   

La fuga
(Alice Jane Donkin, octubre 8 de 1862)
Foto: Lewis Carroll (Charles Dodgson)

           
Al parecer Arthur Seldom era (o fue) amante de la madre de Beth. Sin embargo, quizá no sea su padre biológico. Pero el detonante que catapultó al viejo matemático a lanzarse y meterse de cabeza en el fango para encubrir y rescatar a Beth del castigo carcelario que implica su acto criminal, fue que lo llamara “papá” en el impreciso y telegráfico mensaje ológrafo que le dejó en el Merton College solicitándole ciega y perentoria ayuda. Según bosqueja el matemático argentino, Arthur Seldom le dijo en el Museo Ashmolean: “[...] aun en su desesperación supo perfectamente dónde ir a golpear. No sé en realidad, y no creo que nunca lo sepa, si es cierto lo que ella piensa. No sé qué pudo haberle contado su madre sobre nosotros. Nunca me había dicho nada antes sobre esto. Pero quizá para asegurarse de que la ayudaría jugó su carta extrema. —Buscó en el bolsillo interior de su saco y me extendió un papel doblado en cuatro. Hice algo terrible, decía la primera línea, en una caligrafía curiosamente infantil. La segunda, que parecía haber sido agregada en un rapto de desesperación, decía en caracteres grandes y desolados: Por favor, por favor, necesito que me ayudes, papá.

 

Guillermo Martínez, Los crímenes de Oxford. Bestseller. Booket/Editorial Planeta Mexicana. México, mayo de 2019. 214 pp.    

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Trailer de The Oxford Murders (2008), película dirigida por Álex de la Iglesia, basada en la novela Los crímenes de Oxford (2004) de Guillermo Martínez.

"Teorema de Thales (divertimento matemático)", de Les Luthiers, conjunto de instrumentos informales. 

Trailer oficial de The Oxford Murders (2008), película dirigida por Alex de la Iglesia, basada en Los crímenes de Oxford (2004), novela de Guillermo Martínez.