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miércoles, 29 de junio de 2022

Muerte lenta de Luciana B.

 

La extracción de la piedra de la locura

 

I de VII

Muerte lenta de Luciana B., novela del escritor argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962), se editó por primera vez en 2007 y, según pregona la mercadotecnia de Booket a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, fue “elegida por El Cultural entre los diez libros de ese año”. Y aunque lo omite en la presente edición impresa en México en agosto de 2019, es la base de la película española Las siete muertes (2017), dirigida por Gerardo Herrero a partir del guion escrito entre Marisol Alonso y el propio Guillermo Martínez. Pero también es la base del filme argentino La ira de Dios (estrenado el 15 junio de 2022), dirigido por Sebastián Schindel, autor del guion junto con Pablo del Teso. (Dos exégesis repletas de omisiones, variantes y añadidos, muy por debajo de la calidad y de las menudencias argumentales y subyacentes de su fuente literaria; thrillers psicológicos de la churrería del recuerdo del inconsciente colectivo que imantan, guardando las proporciones, aquella frase lapidaria y epigramática de Milan Kundera, legendario profesor de la Escuela de Estudios Cinematográficos de Praga, antes de que el 21 de agosto de 1968 la Unión Soviética orquestara la invasión militar a Checoslovaquia: las versiones cinematográficas de las grandes novelas son versiones del Reader’s Digest.)

II de VII

Expuesta en doce capítulos y un “Epílogo”, lo neurálgico de la novela se ubica y desarrolla, durante unas semanas que concluyen a fines de agosto, en un hipotético Buenos Aires anterior al boom de los teléfonos móviles y de la ubicua plaga de las redes sociales, y muy rezagado de la tecnología informática inmersa en los archivos periodísticos y en la web. Y es narrada en primera persona por la memoriosa voz de un solitario y gris novelista que, solterón y cuarentón, se gana la vida dando clases de literatura en alguna universidad porteña. (En el decurso de la trama hace un paréntesis; es decir, realiza un vuelo y una estancia de quince días en la ciudad de Salinas, donde, invitado por un Departamento de Letras a impartir un seminario de postgrado en la Universidad del Oeste, recita su “curso sempiterno sobre Vanguardias Literarias”, cuyo raquítico y pálido quorum tuvo que ser nutrido por “varios estudiantes muy jóvenes, que asistían como oyentes”, entre ellos una jovencita con ojos de plato con la que vive un efímero affaire.)

         

(Booket, agosto de 2019)

          
Ese oscuro novelista del montón nunca apunta su nombre, ni nadie lo pronuncia al dirigirse a él; pero sí revela que, ante la impronta demoledora de un tal Kloster —un prolífico escritor condecorado con la Cruz de Honor de la Legión Francesa que para su generación de evanescentes suspirantes era “el escritor que había que matar”—, al unísono del vertiginoso y deslumbrante ascenso de éste durante la última década, él se convirtió en una gris nulidad, en un ser casi inexistente recluido en sí mismo (afantasmado, una sombra de la sombra que era antes). Es decir, hace diez años Kloster, ajeno a la alharaca mediática, era un novelista secreto y de culto, admirado por la generación de pelotudos del anónimo narrador, cuya imagen pública se limitaba a dos o tres difusos retratos que se repetían en los forros de sus libros. Pero, precisamente hace una década, Kloster salió del enigma con un título que se vendió como tóxicas y alucinantes rosquillas afrodisíacas y con celeridad se transmutó en una rutilante celebrity hacedora de múltiples best sellers traducidos a diversos idiomas; lo cual hizo que la generación del anónimo narrador pusiera en duda su calidad literaria y por ello el alharaquiento coro de boludos decidió cortar cartucho y liquidarlo ipso facto; es decir, agarrarlo por los pelos y arrastrarlo al paredón. Según consigna el anónimo pelotudo: “Los lectores rasos, por miles, se apoderaron de pronto de esas primeras ediciones que habían circulado como una contraseña entre conocedores. Esto sólo podía significar una cosa: que Kloster no podía ser tan bueno como habíamos creído. Que debíamos, rápidamente, rectificarnos y disparar contra él. Para mi vergüenza yo también había participado en el pelotón de fusilamiento, con un artículo en el que ensayaba todas las formas de la ironía contra el escritor que más admiraba [...] y si bien habían pasado casi diez años, y aunque el artículo había aparecido en una revista oscura que ya ni siquiera existía, yo conocía demasiado bien la red de redes de la intriga literaria: alguien, sin duda, se lo habría puesto en algún momento debajo de los ojos y si lo había leído —y era la mitad de vengativo de lo que Luciana creía—, nunca me lo habría perdonado.”

          

Guillermo Martínez

          
Vale decir que el solitario y anónimo pelotudo no oía la cantarina voz de Luciana desde hace un decenio (sólo la oyó durante un mes), quien por entonces era la chica, de unos 18 años, a quien Kloster, cuarentón y enigmático, le dictaba sus fulgurantes novelas. Y por ello el recuerdo de la Luciana de hace una década le resulta inextricable a la evocación del abrumador Kloster; de quien dice, previo al trazo de su asumida y actual marginalidad: “Kloster parecía demasiado distinto, separado por abismos de la galaxia argentina, como una estrella fría y lejana. Y en los años siguientes, cuando Kloster había consumado esa transformación espectacular y estaba frenéticamente en todos lados, yo había hecho mi propio viaje al fin de la noche, y a mi regreso, si alguna vez había regresado, había preferido apartarme de todo y de todos, para encerrarme casi como un fóbico entre las cuatro paredes de mi departamento. Nunca había vuelto al ruedo literario y apenas salía ahora para mis caminatas y mis clases.”

 III de VII

Quizá el anónimo y nulificado novelista nunca hubiera conocido a Kloster ni hablado con él. Pero la inesperada y sorpresiva llamada telefónica que un domingo de modorra le hace Luciana, lo catapulta a buscarlo y a propiciar un diálogo. Antes de que Luciana llegue al edificio, suba en el ascensor, entre a su departamento (que aún tiene la horrible alfombrita gris de hace diez años) y le revele las minucias de la angustia y la fobia que la aqueja, trasmina y corroe, el memorioso novelista recapitula los pormenores de ese indeleble mes de hace un decenio en que, debido al yeso en una mano accidentada y al diligente enlace que hizo Campari, su editor, pudo conocer a la chica del dictado y dictarle su inminente segunda novela durante cuatro horas por sesión. “La chica se llama Luciana”, le dijo Campari, “pero mucho cuidado; ya sabés que Kloster es nuestra vaca sagrada [de hecho, el único disco de oro que adorna la oficina del editor es un cuadro con la tapa de la primera novela de Kloster]: hay que devolverla a fin de mes, intacta.” Pues durante cuatro semanas estará en Italia enclaustrado “en una de esas residencias para artistas donde se recluye para corregir sus novelas antes de publicarlas”, y a su regreso seguirá teniendo en exclusiva las virtudes de esa “secretaria perfecta en todo sentido”.

          

En busca del espejo perdido

           
Hace una década Luciana, entonces una nínfula de dieciocho años, era una chica alta y atractiva, agradable de mirar con el ojo cuadrado y la baba caída, cuya nota discordante, observada por la idiosincrasia ineludiblemente masculina y machista del anónimo escritor, más que sus caderas excesivas, era la ausencia de magnéticas y prometedoras glándulas mamarias. Según apunta el pelotudo: “Cuando abrí el primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo, y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada: la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tabla rasa.”

           

Fotograma de La ira de Dios (2022)

          Según el pelotudo, Kloster, profético, esculpió: “La venganza más cruel contra una mujer [...] era dejar pasar diez años para volver a mirarla.” Y por lo que observa, describe y reporta con elocuentes detalles, el vaticinio de ese profeta de la pampa se cumplió al pie de la letrina (como si hubiese sido un infalible cuchillo sin hoja al que le falta el mango soplado por Lichtenberg): el deterioro físico de Luciana resulta patético, cruel y lastimoso; parece obra de una mezcla de sádico y misógino cirujano plástico y torturador de la dictadura militar:

    “Podría decir que había engordado, pero eso apenas era una parte. Quizá lo más espantoso era ver cómo intentaba aflorar por los ojos la antigua cara que había conocido, como si quisiera buscarme desde un pasado remoto, hundido en el sumidero de los años. Me sonrió con algo de desesperación, para poner a prueba si podía contar aunque más no fuera con una parte de la atracción que había tenido sobre mí. Pero esa sonrisa equívoca duró apenas una fracción de segundo, como si también ella fuera conciente [sic] de que en una serie de amputaciones implacables había perdido todos sus encantos. Los peores presagios que yo había imaginado para su cuerpo se habían cumplido. La línea del cuello, el cuello terso que había llegado a obsesionarme, se había engrosado, y debajo del mentón tenía un abultamiento irremediable. Los ojos que antes eran chispeantes, ahora estaban empequeñecidos y abotagados. La boca se curvaba hacia abajo en una línea de amargura, y parecía que en mucho tiempo nada la hubiera hecho sonreír. Pero lo más atroz había ocurrido en su pelo. Como si hubiera sufrido alguna enfermedad nerviosa, o se lo hubiera arrancado en accesos de desesperación, todo un sector había desaparecido de su frente y sobre la oreja, donde estaba más ralo, se dejaban ver, como horribles costurones, partes grisáceas del cráneo. Creo que mi mirada se detuvo un instante más de lo debido con incredulidad horrorizada en esos despojos lacios y ella se llevó una mano sobre la oreja para ocultarlos, pero la dejó caer a mitad de camino, como si el daño fuera demasiado grande para disimularlo.”

     

Cartel de La ira de Dios (2022)

         No obstante, Luciana culpa de esa visible somatización a Kloster. Pero lo más demencial del intríngulis es que lo culpa de la muerte de Ramiro, su novio, ocurrida hace una década, cuando era salvavidas en una playa y se ahogó nadando en el océano; de envenenar con hongos a sus padres un año después; y de encausar la muerte de Bruno, su hermano mayor, asesinado hace cuatro años por un preso de la Penitenciaría de Buenos Aires que salía a robar con la complicidad de los custodios (y quizá de las autoridades policíacas). Pues según le cuenta, Kloster —una figura paterna para ella—, intentó besarla sin su consentimiento. Y ella, ofendida e incitada por su madre y por una belicosa y androfóbica abogada laboral, lo demandó por acoso. Y el término de las etapas de ese sañudo y colérico pleito judicial (Kloster paga la correspondiente indemnización) lo propició la súbita muerte de Pauli, su pequeña hija, quien era el ser que más quería; de cuyo deceso, dice, la culpa a ella y sólo a ella; lo cual es, dice, el epicentro de su venganza maniática y asesina, que culminará con su muerte y con la muerte del par de familiares que le quedan: su abuela Margarita, que hace una década ya estaba internada en un geriátrico; y su hermana Valentina, quien ahora tiene 17 años, y con la que cohabita en el último piso de un edificio con ascensor.

 

Cartel de Las siete muertes (2017)

          Según le cuenta Luciana al pelotudo, el anuncio (o declaración de guerra) de esa obsesiva vendetta está cifrada en la Biblia que Kloster le devolvió en el juzgado el día de la firma de la susodicha indemnización, pues el cordoncito rojo estaba colocado en el lugar del Antiguo Testamento donde Dios, con su estentórea voz de trueno, amenaza a los asesinos de Caín: “cualquiera que matare a Caín, recibirá un castigo siete veces mayor”. Y para ella esto significa: siete por uno. Y más aún: cree que algo terrible y asesino está por ocurrir, pues recién vio rondar y fisgonear a Kloster frente al geriátrico donde su abuela consume a fuego lento la última etapa; a lo que se añade el hecho de que su hermana menor, que se volvió fan de los libros de Kloster, está por entrevistarlo para la revista de la secundaria. Y más todavía (y para cerrar el neurótico y claustrofóbico cuadro SOS con agudos e histéricos decibeles): a lágrima pelada, con angustia, desesperación y temblorina en las manos, le dice que no quiere morir, que quiere saber por qué (no obstante le expuso que lo sabe en extremo). Y le pide que hable con Kloster y le pregunte. Y en el tácito e implícito trasfondo: que pare su manía persecutoria, vengativa y exterminadora.

            Pese a que el anónimo novelista en esa charla no tarda en inferir que Luciana “había sufrido alguna clase de trastorno mental por una sucesión de muertes desgraciadas” (y de hecho parece paranoica con delirio de persecución o esquizoide de atar con camisa de fuerza) y a que, según dice, “hasta cierto punto le había creído, tal como puede creerse en la revolución mientras se lee el Manifiesto comunista o Los diez días que conmovieron al mundo”, el pelotudo asume la heroica y detectivesca tarea de hablar con Kloster.

 IV de VII

Dándole vueltas a la biznaga: cómo acercarse a Kloster y jalarle la lengua (y quizá ponerle una zancadilla y atarle las manos), el anónimo novelista opta por llamarlo por teléfono, decirle que está por escribir, o está escribiendo, una novela donde Kloster es el personaje principal; que trata “De una sucesión de muertes inexplicables, alrededor de una persona”: Luciana, su fuente informativa; y que Kloster es la persona detrás de estas muertes y que quiere contrastar su versión. A esto Kloster le responde: “La versión mía... es curioso que lo diga. Yo también estoy escribiendo desde hace años una historia, digamos, con los mismos personajes. Claro que seguramente será muy distinta de la de usted.” En este sentido, el anónimo novelista le dice en su afán de persuasión: “Yo le mostraría estos papeles que escribí a partir de lo que me contó ella. Pero si usted me explica por qué no debería creerle, desistiría de toda idea. No querría, por supuesto, publicar algo que pudiera dañarlo de manera gratuita.”

            En resumidas cuentas, Kloster acepta el encuentro diciéndole que también quiere preguntarle por un detalle que incluirá en su novela en ciernes, pero no sin advertirle con cierta irritación: “Yo no tengo que convencerlo a usted de nada, yo no tengo que darle a nadie explicaciones. Si usted le da crédito a una loca, comprenderá que el problema no es mío. Será suyo.” Y el pelotudo, para apaciguar la ira in crescendo y lograr su objetivo y no regar el tepache fuera de la bacinilla, añade: “Por favor, no soy enviado de ella, no tengo ninguna relación con ella, me vino a ver después de diez años y como le dije antes, también a mí me pareció que estaba un poco trastornada.”

           

Fotograma de Las siete muertes (2017)

          Así que el pelotudo, para asistir al encuentro “mañana a las seis de la tarde” en casa de Kloster, se pasa la noche sin dormir y tomando café, mientras aporrea las teclas de la mastodóntica computadora con casi toda la historia que le contó Luciana durante esa charla dominguera que terminó en el departamento de ella, donde le mostró, como “prueba” dizque irrefutable contra Kloster, la Biblia donde en el Antiguo Testamento está cifrada y señalada la supuesta venganza; preciosista volumen anotado, heredado de su padre (jerarca de una secta religiosa), que ella manipula con unos guantes de látex, dizque para no borrar las huellas del presunto asesino, y que ella guarda desde su lejana época de alumna de biología. (No obstante, sus conocimientos micológicos los obtuvo primero a través de la praxis de su madre, quien solía recolectarlos en un bosquecillo del entorno de la casa de verano en Villa Gesell, ex profeso para la ritual tarta de aniversario de su matrimonio.)

            La casona de Kloster es una lujosa y onírica mansión de buen bourgeois con una biblioteca imponente. Y al ojearla, mientras Kloster va por el café, el anónimo novelista reporta: “En el hueco de un estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentosa, reposaba con su cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legión Francesa. Fui hasta otra biblioteca de cedro en medio de los ventanales, más angosta y con puertas vidriadas. Kloster había reunido allí las ediciones de sus propios libros, multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos, desde ediciones económicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura. Sentí otra vez, más agudo, el aguijón que me avergonzaba, el mismo sentimiento que, lo sabía, más allá de Luciana, me había espoleado contra Kloster en aquel artículo indigno y que podía resumirse en la queja silenciosa: ¿por qué él y yo no? Sólo puedo decir en mi defensa que era difícil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch Soames desposeído y borroso.”  

 V de VII

Max Beerbohm
(Retrato: William Nicholson)

El pelotudo no dice más de ese patético e infortunado poeta del cuento homónimo del escritor inglés Max Beerbohm —colocado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo al inicio de la canónica Antología de la literatura fantástica, cuya edición príncipe de Editorial Sudamericana está datada en Buenos Aires el 24 de diciembre de 1940—. Ínfimo poeta a quien el pintor y retratista Will Rothenstein se niega a dibujar para la portada de un libro sin título por el visceral prejuicio de que es un hombre que no existe. Lo cual conlleva o implica el signo definitorio y póstumo de la breve obra de Enoch Soames, pues el memorioso personaje (homónimo del autor) que narra y lleva la voz cantante del relato, casi rotula su epitafio en el íncipit: “Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la literatura de la penúltima década del siglo XIX, miré con ansiedad el índice, en busca del nombre SOAMES ENOCH. Temía no encontrarlo. En efecto, no lo encontré. Todos los otros nombres estaban ahí. Muchos escritores, así como sus libros ya olvidados, o que sólo recordaba vagamente, renacieron para mí en las páginas del señor Holbrook Jackson. Era un obra exhaustiva, brillantemente escrita. Aquella omisión confirmaba el fracaso total del pobre Soames.” Cuya diluida imagen el personaje Max Beerbohm describe cuando lo ve, impreciso, acercarse a la mesa del londinense Café Royal (dizque “centro de inteligencia y osadía”) que comparte con el joven Rothenstein: “Era una persona encorvada, vacilante, más bien alta, muy pálida, de pelo algo largo y negro [...] Usaba chambergo de corte clerical pero de intención bohemia, y una impermeable capa gris, que, tal vez por ser impermeable, no conseguía ser romántica.” Y dado que, vaporoso y trasparente epígono, vagabundeó entre los decadentistas de París y era aficionado a las frases en francés y al ajenjo, en el idioma de Mallarmé llama glauca hechicería a tal bebedizo. Y aunque era “cinco o seis años” mayor que Max Beerbohm, se hicieron conocidos y por ello brinda testimonio del pacto con el Diablo que Enoch Soames —un satanista católico por obra y gracia de Milton— hizo para viajar en un tris al futuro, precisamente a un siglo más tarde: al “3 de junio de 1997”, donde, en la biblioteca del salón de lectura del Museo Británico, al hojear el libro de un tal T. K. Nupton: “Literatura Britaniqa 1890-1900” (dizque “el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo XIX”), en la página 274 localiza una breve nota que transcribe y trae de regreso al presente, cinco horas más tarde, en un papel arrugado; exactamente a la mesa del minúsculo y “modesto Restaurant du Vingti
ème Siècle” de donde partió esfumándose en un pestañeo: “La silla de Soames estaba vacía. El cigarrillo flotaba en el vaso de vino. No quedaba otro rastro de Soames.” Sitio donde Max Beerbohm luego lo lee y comenta con Enoch Soames —quien incluso confirma rasgos de la uniformidad y masificación social que impera en ese futuro que en algo coincide en lo que luego se ve en la visionaria película silente Metrópolis (1927) de Fritz Lang y en la distópica novela Un mundo feliz (1935) de Aldous Huxley—, unos fugaces momentos antes de que retorne el Diablo y se le lo lleve para siempre a los infaustos horrores del Infierno.

       

Página 61 del Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
Antología de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares

        Pero tras leer la breve nota, al unísono de lo que parece y resulta en el presente una torpe, hilarante y rudimentaria redacción de un troglodita del futuro, lo que inquieta a Max, además de la coincidencia en los nombres —y pudo discutirlo con Enoch—, es que él no es cuentista, sino “un ensayista, un observador, un espectador”. Sin embargo, esa nota, datada y comentada en el futuro en ese libro de consulta del tal Nupton, sí fue escrita por el personaje Max Beerbohm unos años después de la desaparición de Enoch Soames, precisamente 78 años antes de 1997; o sea: en 1919, que es el año de la publicación del cuento en Seven men, libro del Max Beerbohm de carne y hueso. Ese extraño documento, traído del futuro sin la máquina del tiempo de H.G. Wells, que el personaje Max Beerbohm transcribe y dice tener a la vista (y que parece tecleado por un whatsappero del siglo XXI), reza al pie de la letra, tácitamente ratificando el shakesperiano y consabido apotegma: La vida no es más que una sombra que pasa [...] un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido:  

     

Páginas 40-41 de la Antología de la literatura fantástica
Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940

           “De la p. 274 de Literatura Britaniqa 1890-1900 x T.K. Nupton, publicado x el Estado, 1992: x ehemplo, 1 sqritor de la epoqa, Max Beerbohm, qe bibió asta’öl siglo 20, sqribió 1 quento do ai 1 typo fiqtisio llamado Enoch Soames — 1 pueta de tersera qategoría qe se qreía 1 henio e iso 1 paqto con el Diablo para saber qé pensaría dél la posteridá. Es una satyra un poqo forsada pero no sin balor x qe muestra qen serio se tomaban los ombres hóbenes desa déqada. Aora qe la profesión literaria a sido organisada como 1 seqtor del serbisio públiqo, los sqritores an enqontrado su nibel y an aprendido a aser su obligasión sin pensar en el maniana. El hornalero stá a l’altura del hornal; i eso es todo. Felismente no qedan Enoch Soames en esta epoqa.”

 VI de VII

Tras la silenciosa lectura de las cuartillas aporreadas por el anónimo novelista, Kloster lo elogia, pero le reprocha: “¿Qué me parece? Un relato clínico asombroso. Como los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extracción de la piedra de la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero nombre. Aunque el que eligió —y lo repitió despectivamente—, ¿a quién se le ocurriría?” Ante esto, el boludo apunta su humildona respuesta y comenta: “Sólo busqué un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento. Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de leer pudiera molestarle aquello.”

           

La extracción de la piedra de la locura (c. 1475-1480)
Óleo sobre tabla de El Bosco
Museo del Prado, Madrid

         Vale observar que Kloster parece muy seguro de sí mismo y que, como si estuviera muy relajado y tendido panzarriba en el íntimo y claroscuro diván del terapeuta, no se muerde la viperina para soltarse el chongo, desgreñarse y sincerarse en un sin número de pormenores de su pensamiento irónico, mordaz y crítico, y de su vida interior, secreta y personal. Verborreico torrente que abunda aún más en un segundo diálogo en el club nocturno donde suele practicar la natación. (Fue un atlético nadador con medallas en el pecho y mucho le queda de esa fortaleza). Es decir, como si fueran entrañables amiguetes de parrandas y tragos, y casi sin respirar ni dar pie a que hable su interlocutor, hace un largo y pormenorizado strip-tease, una lega confesión de lo más oculto, cáustico y controvertido. De modo que parece que suelta la sopa y toda la recontra sopa de letras y de alusiones y condimentos literarios; es decir, le revela muchísimo más de las minucias que subyacen del otro lado de los episodios y versiones que al pelotudo le contó Luciana. (Por ejemplo, el empecinado rencor y la psicosis de la otrora bellísima actriz que entonces era su esposa, y luego ex esposa, y que propició, dice, el ahogo en la bañera de su hija Pauli con el único objetivo de dañarlo a él.)

 

Oliver Sacks

          Pero entre el caudaloso torrente verbal destaca, como piedra angular, la referencia a la consubstancial seducción y coquetería de Luciana al oscilar el cuello y hacer tronar las vértebras del cogote; singular hábito que al pelotudo convertía en una especie de ansioso y babeante perro de Pavlov con las orejas erectas en espera de oír clic para lanzarse al ataque. “El truco del cuello. A mí también me lo hacía.” Apostrofa el anónimo machín cuando Kloster toca el tema, (no sin haber aludido la ausencia de pechos grandes cuando recién la contrató porque “Era la única entre todas las postulantes que no tenía faltas de ortografía”: “No era la clase de chica por la que yo fuera a sentir atracción sexual. Para decirlo crudamente: no tenía tetas.”): “Entonces, otro día, ella empezó una pequeña actuación con el cuello. Movía la cabeza de un lado a otro para hacer crujir las vértebras y echaba cada tanto la nuca hacia atrás como si tuviera un pinzamiento doloroso.” Vale contrastar, entonces, que con ese seductor preámbulo que sugería e invitaba al relax con un erótico masajito de siete leches, el pelotudo logró un postrero beso consensuado, pese al novio de ella. Pero como no irían ni fueron a más, dedujo, dizque muy docto y dolido, que aún estaba “en esa edad, a la salida de la adolescencia, en que las mujeres quieren ensayar su atractivo hombre por hombre”. Mientras que Kloster, hace una década, recién desempacado de esa estancia de un mes en Italia, e ilusionado como un adolescente onanista con volcanes de acné en erupción e inducido por el pavloviano clic del truco del cuello, se dio de topes contra el agreste rechazo y contra la estrepitosa, inmediata e iracunda ruptura. Y luego contra las etapas y trasfondos de la pecuniaria demanda de acoso que preludió el psicótico desasosiego de ella.

          

Fotograma de Las siete muertes (2017)

          Pero además de las observaciones y cuestionamientos que Kloster le hace al anónimo novelista y de que en un tenso momento le argumenta la probabilidad de que sea la misma Luciana, quien, dada su demencia (que también supuso el comisario Ramoneda), buscando inculparlo, haya urdido, de manera sutil y encubierta, el ahogo de su novio, la muerte de sus padres con setas venenosas, y el asesinato de su hermano mayor (quien era médico y la canalizó con una siquiatra que la internó durante quince días en una clínica siquiátrica después de la mortal intoxicación de sus padres), lo más trascendente, retorcido y oscuro de las revelaciones que le hace se hunden y empantanan en las movedizas aguas negras de lo quimérico, mítico y supersticioso (y quizá psicótico, embustero o diabólico), pues le confiesa en torno a la novela de la secta de asesinos cainitas que le estaba dictando a Luciana cuando se suscitó la ruptura:

 

Grabado en Los demonios de la lengua (La Orquesta, 1987)
Ensayo de Alberto Ruy Sánchez

         “Mientras yo le dictaba a Luciana, alguien me dictaba a mí. Era un susurro imperioso que vencía todo escrúpulo, toda vacilación. La escena que tenía por delante, la escena en la que me había detenido, tenía que ser particularmente horrorosa. Sangrienta sí, pero también metódica: la ejecución de una venganza cainita. Nunca antes había tenido que escribir algo así, en general yo siempre preferí crímenes más civilizados [sic], menos estentóreos. Pensé que no estaba en mi naturaleza, que nunca podría hacerlo. Y de pronto, lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacía comparecer con realidad perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilación milagrosa que no retrocedía ante nada, que mataba y volvía a matar [...] sentía aquello por primera vez. Pero no podría decir que esa voz me llevara benévola en brazos. Era más bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y superior que no me permitía desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso seguía a duras penas, que se había apoderado de todo, que parecía blandir por sí misma el cuchillo con una alegría salvaje, como si quisiera decirme: es fácil, es simple, se hace así y así y así. Cuando terminé de dictar esa escena estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me había quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiración. Un resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujó sobre Luciana. Recién volví del todo a la realidad cuando percibí que ella se resistía.”  

   


           Vale recapitular que, por lo que apunta el pelotudo casi al inicio de la obra, Kloster, cuando aún era el escritor secreto y de culto de una minoría, ya era un legendario y mefistofélico hacedor de novelas malditas, de historias donde pululaba la muerte, el mal y la maldad; es decir, como si Kloster fuera ya el esotérico Gran Heresiarca adorado por su fanática cohorte de aspirantes a demiurgos menores y cada una de sus novelas: una temporada en el Infierno, un descenso al tétrico y negro corazón de las tinieblas. Según sopesa y pondera apologético: “En la contraportada de su primer libro se decía con cortesía que había algo ‘impiadoso’ en sus observaciones, pero quedaba claro, a poco que se leyera, que Kloster no era impiadoso: era despiadado. Sus novelas, desde los primeros párrafos, encandilaban, como los faros de un auto en la ruta, y demasiado tarde uno se daba cuenta que se había convertido en una liebre aterrada, quieta y palpitante, incapaz de hacer otra cosa que seguir, hipnóticamente, pasando las páginas. Había algo casi físico, y cruel, en la forma en que sus historias penetraban capas y removían miedos enterrados, como si Kloster tuviera un tenebroso poder de trepanador y a la vez las pinzas más sutiles para sujetarte. No eran tampoco exactamente —tranquilizadoramente— policiales (cómo hubiéramos querido poder descartarlo como un mero autor de meros policiales). Lo que había era, en su estado más puro, maldad. Y si la palabra no estuviera ya lavada e inutilizada por los teleteatros, ésa hubiera sido quizá la mejor definición para sus novelas: eran malvadas.”

     


        Y ahora, por lo que le revela al pelotudo, Kloster, con la novela que escribe, con interrupciones, desde hace un decenio —y que empezó a imaginar como una especie de expiación y venganza contra Luciana (por la pérdida de su hija que encausó la demanda de acoso que le impuso y que al unísono implicó la pérdida de la vida que llevaba) y que inició (para conjurar el vacío existencial y la página en blanco) haciendo primero una invocación a esa especie demonio tal si estuviera rezando en un subterráneo y oculto rito negro, y luego siguiendo la voz y el dictado frenético y delirante de esa variante de ángel exterminador que le sopla al oído, le agarra la mano y le mueve la pluma (algo como la sangre late y circula en ella)—, ha arribado a una latitud de suprema decantación y apoteosis estética (dice que es su mejor novela), y que funciona (aún antes de saber que ya era y es así) como si se tratase de una especie de rústica muñeca vudú a la que, por venganza, se le clava alfileres para causar daño (y aún más) en alguien focalizado en la vida real. Es decir, con el trazo y desarrollo de unos personajes equivalentes a él, a Luciana, a su novio, a sus padres, a su hermano mayor, y a su abuela, ocurre luego o enseguida la muerte de éstos. Pero ojo: Kloster no se atribuye la maquinación y ejecución de tales crímenes en la supuesta vida real donde vive y colea Luciana, sino que se los atribuye al otro, al ente maldito y asesino que lo habita y domina, como un poseso, a la hora de escribir esa obra en colaboración (y que por ende lo reduce a ser un mero ejecutante de la inspiración diabólica). Supuesto ser invisible que él llama: “mi Sredni Vashtar”, el críptico apelativo con que, en el homónimo cuento de Saki (H.H. Munro) —también seleccionado en 1940 en la Antología de la literatura fantástica—, el señorito inglés Conradín —un solitario, huérfano e hipocondríaco niño de diez años—, bautiza al hurón de los pantanos que, en el secreto altar del cobertizo de las herramientas del jardín —adora, ora y ruega—, como si fuese el dios pagano de su íntima religión (un dios que favorecía el impaciente lado feroz de las cosas) y que mata por él en el cobertizo —luego de gritar y cantar, a modo de ruego y maleficio, los versos de su particular peán de victoria y devastación—, a la persona que más odia y le hace imposible el día a día: la señora Ropp, su prima y tutora, que él apoda con desprecio “La Mujer”, quien lo oprimía y recluía en la casona (quizá ubicada en la Birmania Británica) atendida por la servidumbre y que, incluso, para dañarlo, vendió su querida “gallina del Houdán”. Y por ello ve por la ventana del comedor, antes paladear las tostadas que él mismo se prepara a la hora del té (según “La Mujer” las tostadas “eran malas para Conradín”), que esa idolatrada deidad sale del cobertizo casi como un intangible, evanescente y horrorosísimo espectro que se traslada al más allá: “Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Por la puerta salió una larga bestia amarilla y parda, baja, con ojos deslumbrados por la luz del atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y el cuello. Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre los arbustos. Ése fue el tránsito de Sredni Vashtar.”      

   

Páginas 238-239 de la Antología de la literatura fantástica
Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940

         En este sentido, cuando el anónimo novelista regresa de sus quince días en Salinas (donde lo más memorable y sustancioso fue la aventura de Humbert Humbert con la jovencita alumna) y en Buenos Aires han ocurrido una serie de simultáneos incendios en varias mueblerías (semejantes a los incendios simultáneos ocurridos cuando hace dos semanas voló hacia allá), y la abuela de Luciana figura entre los primeros catorce cadáveres del geriátrico que se hallaba encima de una de las mueblerías consumidas por el fuego, ella culpa a Kloster de ser el causante, y por ello habla por teléfono con el anónimo narrador. Y, neurótica y aterrorizada, lo incita a que se haga cargo del féretro de su abuela, y a que busque a Kloster de inmediato y hable con él para que no mate a su hermana, pues además de que Valentina hizo migas con Kloster durante la citada entrevista que le hizo para la revista escolar, no le cree ni una pizca de la demencial historia de los supuestos asesinatos iniciados hace una década. “No se da cuenta de que ella es la próxima”, le dice.

   

Fotograma de Las siete muertes (2017)

         El anónimo novelista localiza a Kloster en el club nocturno donde hace su diaria rutina de natación y donde juega solitario en una mesa de pool. Y pese a que Kloster le argumenta con rispidez su inocencia y el asombroso paralelismo entre lo que acaba de escribir en su novela en ciernes y al unísono acaba de ocurrir en la realidad (la muerte de la abuela entre los 14 fallecidos en el geriátrico y quizá más), acepta la petición de ir a hablar con Luciana para calmarla y persuadirla de que él no tiene nada que ver en ese deceso; pues, según le afirma al pelotudo, dejó de guardarle rencor después de la muerte de sus progenitores; lo cual ocurrió, hace nueve años, el día después de que Kloster escribiera la muerte de los padres de la personaje que equivale a Luciana: los de ésta fallecieron al envenenarse con unas setas que parecían comestibles y que su madre recolectó (con Valentina) ex profeso para la tradicional tarta de aniversario de su matrimonio; los de su novela murieron envenenados por las deletéreas emanaciones de una estufa.  

   Mientras durante esa noche fatal y dantesca Buenos Aires está convulsionada y atrofiada por los simultáneos incendios en varias mueblerías, Kloster y el anónimo novelista van en un taxi hacia el departamento de Luciana. Y al llegar y oprimir el timbre, la que baja en el ascensor y abre la puerta del edificio es Valentina, quien, para sorpresa del pelotudo (y del desocupado lector, lectora o lectore) es idéntica a la Luciana de hace diez años. Y cuando los tres recién han subido al último piso, oyen que Luciana se lanza por la ventana y muere. Y entre la onomatopeya de la caída, el triangular shock, el nerviosismo y el desconcierto, el pelotudo rescata “un papel que Luciana había clavado en el picaporte”. Y antes de guardárselo, lee que, con “letras grandes y apresuradas”, reitera post mortem la petición que unos minutos antes le hizo por teléfono sobre Valentina: Que al menos se salve ella.

 VII de VII

En el desolado entierro de Luciana a fines de agosto sólo estuvieron presentes Kloster y Valentina, quienes colocaron un solitario ramo de flores. Y el anónimo novelista fue a meter las narices, no tanto para expresar sus sentidas condolencias, sino para constatar lo que entrevió (y le cala hasta los huesos) desde el momento en que los tres subían en el ascensor rumbo al departamento de las hermanas B (¿podrían ser Borges, Bioy o Biorges?): una complicidad e íntima cercanía entre Kloster y Valentina. Meollo que en el cementerio se hace patente y deja entrever las posibilidades eróticas y afectivas entre ese variante de Humbert Humbert y esa seductora nínfula que aún no cumple los 18; quien además fue corregida y aumenta por el dedo flamígero de la naturaleza, pues físicamente se diferencia de su hermana en los turgentes y prometedores senos que sí tiene.

 

Fotograma de Las siete muertes (2017)

         Allí en el panteón, Kloster discretamente le pide al pelotudo hacerse a un lado para cuchichear y le pregunta por lo que decía la nota que dejó Luciana antes de suicidarse. El boludo le recita la frase y le dice que entregó el papel a la policía y que habrá investigación. Cosa improbable, pues Kloster le hace ver que parece otro signo de locura. Y entre las asperezas que el pelotudo le espeta a quemarropa, destaca el hecho de que lo acusa de saber previamente lo que iba ocurrir. Kloster debate la imputación y vuelve a aludir al otro, al ser invisible que le dicta la escritura in progress, y lo que paralelamente o al unísono hace en la realidad sin consultarlo ni concordarlo con él: “Me daba cuenta de que no era yo el que escribía los hechos, sino alguien delante de mí.” Lo cual incita aún más la contenida rabia del boludo, quien, como si también echando chispas empezara a perder las tuercas y los tornillos, le echa en cara, alzando la voz y apuntando y blandiendo el dedo, ser el causante de todas las muertes: “¡Basta ya con eso! No lo creí ni la primera vez. Fue usted. Usted. Cada vez fue usted.” A lo que Kloster responde: “Muchacho: debería cuidarse”; “Está empezando a sonar como Luciana. Se lo voy a decir por última vez [...] lo único que hice, en todos estos años, fue escribir palabras sobre papel.”

            Y en ese rudo rifirrafe de compadritos de conventillo gruñendo y pelando los dientes en una taberna prostibularia en la esquina rosada del mítico y arrabalero barrio Sur de Palermo, el boludo lo amenaza para que se ponga a temblar y le agarren retortijones e insomnio de por vida: “Aunque no haya investigación”, “me voy a ocupar de escribirlo todo. Cada una de las muertes. Todo lo que Luciana me contó. Alguien tiene que saberlo.” Y Kloster, como si fuera un sonriente y ágil Cassius Clay porteño, le revira a ese aspirante a Monzón haciendo burlescos y sardónicos círculos en el ring:

           

Cassius Clay

        “Me parece muy bien que los novelistas escriban novelas [...] Casi le diría que me interesa ver cómo el campeón de lo aleatorio se las arregla para convertirme en el Gran Demiurgo. El que hunde bañeros sin tocarlos y sopla esporas en los bosques y saca asesinos de las cárceles y prende fuego a las ciudades. ¡Y tiene incluso poderes telepáticos para ordenar suicidios! Hará de mí un superhombre antes que un asesino. Vamos: usted lo sabe. No puede escribir todo eso sin caer en el ridículo.” Pero como el dogo argentino aprieta y no suelta la mandíbula, Kloster remata en el hígado buscando el nocaut:

           

Dogo argentino

         “Supongo que no puedo impedir que escriba lo que quiera. Pero quizás entonces yo también me decida a terminar mi manuscrito. Mi propia versión. Sólo lamento que todos creerán que está inspirada en los hechos. Que primero ocurrieron los hechos. Causa y efecto. Sólo usted y yo sabremos que están invertidos [...] Será una novela diferente de todas las que escribí hasta ahora. No sé la suya [...], pero la mía tendrá un final feliz.”

 

Guillermo Martínez, Muerte lenta de Luciana B. Novela Crimen y Misterio, Booket. México, agosto de 2019. 232 pp.

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Trailer de La ira de Dios (2022)

Trailer de Las 7 muertes (2017)

Las siete muertes (2017), película dirigida por Gerardo Herrero, basada en Muerte lenta de Luciana B. (2007), novela de Guillermo Martínez.

jueves, 10 de febrero de 2022

Los crímenes de Alicia

La memoria de Carroll

(o los pelotudos de la mesa redonda)

 

I de VII

Con su novela Crímenes imperceptibles, el narrador y matemático argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, julio 29 de 1962) obtuvo en su país el Premio Planeta Argentina 2003, cuya edición príncipe se publicó ese año en Buenos Aires. Y el 4 de marzo de 2004 apareció en España con el rótulo Los crímenes de Oxford, publicada por Ediciones Destino. Título más pegajoso y sonoro y a todas luces mucho mejor, el cual sirvió de base para The Oxford Murders (2008), filme en inglés dirigido por el cineasta español Álex de la Iglesia, quien elaboró el guion a cuatro manos con Jorge Guerricaechavarría. Y de nuevo en España obtuvo el Premio Nadal de Novela 2019 con Los crímenes de Alicia, publicada en abril de ese mismo año por Editorial Planeta Mexicana en la Colección Áncora y Delfín de Ediciones Destino; en cuya cuarta de forros se lee una breve y falaz reseña (¡desde luego intrigante! y salpimentada con una alabanza de ligas mayores y estelares) que el matemático Arthur Seldom, proclive a la falacia y al sofisma, quizá pudo pergeñar y publicitar en el Oxford Times:

           

Guillermo Martínez y
Los crímenes de Alicia

         “Oxford, 1994. La Hermandad Lewis Carroll decide publicar los diarios privados del autor de Alicia en el país de las maravillas. Kristen Hill, una joven becaria, viaja para reunir los cuadernos originales y descubre la clave de una página que fue misteriosamente arrancada. Pero Kristen no logra llegar con su descubrimiento a la reunión de la Hermandad. Una serie de crímenes se desencadena con el propósito aparente de impedir, una y otra vez, que el secreto de esa página salga a la luz.

            “¿Quién quiere matar al mensajero? ¿Cuál es el verdadero patrón que se esconde tras esta sucesión de crímenes? ¿Quién y por qué está utilizando el libro de Alicia para matar?

            “Para desentrañar lo que ocurre, el célebre profesor de Lógica Arthur Seldom, también miembro de la Hermandad Lewis Carroll, y un joven estudiante de Matemáticas unen fuerzas para llegar al fondo de la intriga, y serán peligrosamente arrastrados por unos crímenes impredecibles, en una investigación que combina la intriga con lo libresco.

            “Con una prosa tersa y precisa, Guillermo Martínez, autor de Los crímenes de Oxford, ha escrito una novela fascinante que en la tradición de Borges y Umberto Eco lleva el relato policial al terreno literario.”

Umberto Eco

II de VII

Los crímenes de Alicia es continuación de Los crímenes de Oxford. Es decir, la voz narrativa es la misma voz del joven matemático argentino becado en el Instituto de Matemática de Oxford. (No obstante, ni por equivocación o descuido, dado su asumido pacto de silencio, menciona a la asesina Beth y a la abuela asesinada, ni la actividad teatral, escenográfica y manipuladora de Arthur Seldom para encubrir ese asesinato. Pero sí evoca el falaz teorema, y lógico autoelogio, con que Seldom justificó y maquilló sus oscuros actos: “El crimen perfecto no es el que queda sin resolver, sino el que se resuelve con un culpable equivocado.”) En la primera novela los hechos se desarrollan en el verano del 93 y el narrador tiene 22 años; y en la segunda tiene ya 23 e inicia en el verano del 94. En la primera ocurre un asesinato; el primero (y el único) de una supuesta serie de crímenes cometidos por un supuesto asesino serial que supuestamente, desde la sombra y el enigma, reta y confronta al profesor Arthur Seldom, supuesto “paradigma de la inteligencia” y de las matemáticas. Y en la segunda ocurre un intento de asesinato, seguido por dos asesinatos que parecen cometidos por “alguien”, que desde la sombra y el camuflaje, parece querer impedir que la Hermandad Lewis Carroll dé cauce a la exhumación y difusión de un controvertido y oculto capítulo de la vida íntima del reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll), y, al unísono, denunciar una elitista y clandestina red de voyeristas pedófilos. Pero en ambas novelas juega un papel protagónico el consabido dúo dinámico: el becario argentino del Instituto de Matemática y su mentor Arthur Seldom, pues desarrollan juntos (y separados) varias especulaciones y pesquisas detectivescas; más aún en la segunda. De tal modo que configuran aún más una variante (diría el profesor Borges ante un multitudinario auditorio de la UBA) de los arquetipos inaugurados en 1841 por Edgar Allan Poe con The Murders of the Rue Morgue; es decir, el brillante y marisabidillo raciocinador es, sobre todo, el lógico y matemático Arthur Seldom; y su acompañante, epígono y admirador de sus virtudes intelectuales y cognoscitivas, es quien reporta, transcribe su voz (y las otras voces) y relata al desocupado lector.

           

Borges en el catafalco de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)

           En este sentido, descuella el hecho de que en la primera novela el joven becario narre que el matemático y lógico Arthur Seldom es autor de un
best seller sobre “las series lógicas”; y en la segunda de una Estética de los razonamientos, pues en el culmen de la trama los presuntos demiurgos de la mesa redonda, es decir, los “miembros plenos” de la selecta Hermandad Lewis Carroll (entre ellos Arthur Seldom), confabulados en el Sanctum Sanctorum del Christ Church College, exponen de viva voz, y en secreto, sus inferencias y razonamientos en torno a los hechos delictivos y subrepticios que los han orillado a reunirse, de nuevo, casi al final de la obra. Y entre sus voces (incluida la raciocinadora voz del inspector Peterson y la raciocinadora voz de Kristen Hill a través de una carta post mortem) el más chipocludo y luciente raciocinador, analista y detective es, desde luego, Arthur Seldom.

 

III de VII

La novela Los crímenes de Alicia comprende veintinueve capítulos, un “Epílogo” y una nota de “Aclaraciones y agradecimientos”. Pese a su matiz realista y al recurrente palimpsesto sobre ciertos pormenores de la biografía y leyenda de Lewis Carroll y su obra fotográfica y literaria (incluidos sus legendarios y censurados diarios) es, sobre todo, una obra de ficción, extremadamente amena, que conforma un ingenioso puzle repleto de anécdotas, detalles, subtemas, digresiones, matices, vueltas de tuerca, y giros sorpresivos e inesperados. 

     

Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino
México, abril de 2019

        En la vida real pudiera ser que el Príncipe de Gales, el heredero del trono del Reino Unido, galán de la
jet set y rutilante estrella de la chismografía rosa, fuera el presidente honorario de la Hermandad Lewis Carroll. Pero resultaría muy ingenuo, desenfocado e hilarante suponer que su nominación simbólica sólo fue conseguida por Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad —según le dice el verborreico Seldom al inspector Petersen—, “para que pudiéramos impresionar a nuestros corresponsales en el exterior e intercambiar materiales con universidades y círculos carrollianos alrededor del mundo”; de tal modo que, fuera de una vieja fotografía inaugural donde se ve al entonces joven Príncipe con el pleno de la Hermandad y de que nunca ha asistido a sus reuniones, sólo usan y pronuncian “su nombre” —en el mismo tenor inverosímil— cuando deben “recurrir al escudito para pedir alguna publicación universitaria extranjera”
.

           

Lewis Carroll
(1832-1898)

          Pero lo que resulta no menos inverosímil (o quizá más aún) es la hiperrelevancia que los “miembros plenos” de la Hermandad (un conjunto de vejestorios que llevan décadas escrudiñando y analizando vertientes, escondrijos, secretos y minucias de la vida y obra de Lewis Carroll) le dan a la edición, presuntamente autorizada y definitiva, de los sobrevivientes y expurgados diarios del reverendo Charles Dodgson: nueve (de trece) cuadernos archivados y catalogados en la Casa Museo de Guildford. Y más todavía al papel sustraído de allí por la veinteañera Kristen Hill del “ítem que dice Páginas cortadas del diario”; pues aún sin haberlo visto ni leído suponen que resquebrajará y hará trizas (y quizá polvo) el sentido, la arquitectura o el rumbo de toda la bibliografía biográfica existente sobre Lewis Carroll. 

       

Última página del manuscrito de Lewis Carroll:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

          Lo cual el desocupado lector confirma cuando la frase medular de ese papel es desvelado casi al final de la novela; pero, no obstante su brevedad y banalidad (relativa al motivo de la pelea entre la madre de Alice Liddell y el diácono Charles Dodgson), le sirvió a Kristen Hill para escribir a vuela pluma o a veloz maquinazo, no una adenda o una peculiar nota al pie de página de la biografía más voluminosa y “total” de Lewis Carroll (que en la novela es la escrita por Thornton Reeves, “miembro pleno” de la Hermandad, del que ella era asistente y además compiladora de datos y folios para todos los “miembros plenos”), sino un libro de probable (o no) edición póstuma: Ina in Wonderland. 

 

Edith, Lorina y Alice Liddell
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carroll

        Ina, vale apuntarlo, era la mayor de las tres hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith (de 13, 10 y 8 años de edad), a quienes el diácono Charles Dodgson, profesor de lógica y de matemáticas en el Christ Church College de Oxford, les contó de manera oral e improvisada, “el 4 de julio de 1862”, remando una barca en las aguas del río Támesis (o Isis), con su amigo el reverendo Robinson Duckworth y rumbo a una excursión a Godstow, las simientes de las Aventuras subterráneas de Alicia; las cuales, luego de la versión manuscrita con portada y dibujos suyos y con un postrero retrato (en ovalito) tomado por él a la niña homónima y preferida —misma que en 1864 le enviara a su casa como regalo de Navidad—, se convertiría, en 1865, en el inmortal libro infantil traducido a todos los idiomas del globo terráqueo y desde entonces sucesivamente reeditado y vivito y coleando en los sueños, las fantasías y los recuerdos no sólo de todas las chiquillas y chiquillos del mundanal orbe: Alicia en el país de las maravillas, con las célebres ilustraciones de John Tenniel; tan únicas y distintivas que cada “miembro pleno” de la Hermandad tiene su correspondiente tarjeta donde se ve al Conejo Blanco observando su reloj de leontina.

 

El Conejo Blanco
Ilustración: John Tenniel

IV de VII

Los miembros de la Hermandad Lewis Carroll no pretenden superar las ediciones anotadas de las dos Alicias urdidas por Martin Gardner (“Las dos Alicias no son libros para niños: son libros en los que nos convertimos en niños”, reza el teorema de Virginia Woolf); sino que cada uno, como si fuera un superlativo e inigualable hermeneuta, va a revisar y a anotar, con sesudas, exhaustivas y eruditas disquisiciones, los nueve cuadernos íntimos de Charles Dodgson (será “una authoritative edition”, declara con petulancia sir Richard Ranelagh), cuyos originales obran en la Casa Museo Lewis Carroll de Guildford; y en conjunto (un monstruoso cancerbero de nueve cabezas —el número de los círculos del Infierno—), quizá, en el oscuro trasfondo de su inconsciente colectivo y mancomunado, busquen configurar a mano (por aquella llevada y traída premisa de que toda lectura reescribe el texto) una especie de Pierre Menard, autor de los diarios de Lewis Carroll; y quizá, ineludiblemente y en su chochez, terminen pareciéndose a la mejor lectora de Cien años de soledad habida y por haber, según le contó Gabo a su amigo del alma Plinio Apuleyo Mendoza: 

     

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Foto: Fina Torres

           “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía y la señora le contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’.”

            Fisgona y caprichosa tarea de subalterno diosecillo bajuno (como retorcerle el cogote a Cronos con un lúdico pero insustancial crucigrama) que evoca el vaciadero de basuras que alude Funes el memorioso sobre las menudencias de su descomunal memoria indeleble: el recordar un día (y revivirlo minuciosamente en la memoria) le lleva exactamente un día (un funesday). Pero el non plus ultra de la quintaescencia de un escritor es la obra y no el consubstancial vaciadero de basuras que conlleva e implica el día a día de un ser humano de carne y hueso. Ese vaciadero, desde luego, puede interesar a los biógrafos, a los curiosos, fisgones y cotillas de las debilidades, de las patologías, de las fobias, de los fracasos, de las dudas, de las confesiones, de los secretos más íntimos, contradictorios, innombrables y polémicos. Pero, vale reiterarlo, lo trascendente y relevante en un escritor suele ser la obra, y no sus memorias, su autobiografía, sus entrevistas, sus cartas o sus diarios personales. No obstante, mucho depende, también, de la calidad angular, analítica y filosófica de su pensamiento y de su prosa poética (o no), y de lo que exponga y revele sobre sus creaciones artísticas y estéticas (o antiestéticas).  

Borges en Grecia

        La pretensión de ser la voz autorizada y definitiva de la memoria de Carroll trasvasada en sus diarios íntimos evoca el sentido de los consabidos versos de Borges que cantan: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo.” Lo que equivale a dar por supuesto que todo Carroll está en la palabra Carroll; tal y como ocurre con esa especie de inasible, evanescente e indeleble sustancia mágica y cognitiva que es la memoria de Shakespeare (una especie de aleph circunscrito a los días y a las noches del poeta y dramaturgo), codiciable, sobre todo, entre los especialistas y biógrafos entregados a escudriñar la vida y obra del autor de El mercader de Venecia. Según se revela en el homónimo cuento de Borges, esa especie de sustancia mágica y cognitiva se otorga y transmite sólo con decir: “¿Quieres la memoria de Shakespeare?” O algo amplificado, rimbombante y respetuoso: “Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.” Y el humanoide, el homúnculo o el especialista que la recibe únicamente debe asentirlo y pronunciar: “Acepto la memoria de Shakespeare.”

(Emecé, 2004)

                 Antes de recibirla en torno a un congreso shakespeariano, el alemán Hermann Soergel ya había redactado una “Cronología de Shakespeare” con cierta reputación en varios idiomas, incluido el español. Y Daniel Thorpe, el que le otorgó la memoria, escribió con ella “una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias.” Y ya encarrerado el gato y en posesión de la memoria de Shakespeare, antes de que terminara por anular la memoria de su identidad individual, Hermann Soergel pensó en una biografía (nunca realizada) que se sumó a su trunca traslación al alemán de Macbeth. Pero al inició, previo a la posesión de esa especie de infinitesimal aleph, refiere un aprehensivo e ilusorio anhelo que al parecer adecuarían y suscribirían los “miembros plenos” de la Hermandad (el codicioso cancerbero de nueve cabezas), poniendo Carroll donde se lee Shakespeare:

Borges y el aleph

         “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas: [...]”.  

    Sin embargo, inextricable a la creciente, angustiosa y fóbica pérdida y anulación de su memoria personal (“Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.”), éste resume el vaciadero de basuras que implica y conlleva la posesión de la memoria de Shakespeare:

    “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.

Borges saludando a monseñor

        “Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía [...] ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce [‘Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare’... y no]; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?”

 

Shakespeare

V de VII

Curiosamente, entre los “miembros plenos” de la conspirativa mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, no hay o no descuellan los filólogos ni los lingüistas. Arthur Seldom es lógico y matemático y al parecer también lo es Raymond Martin, el compilador de los acertijos lógicos de Charles Dodgson; y quizá también lo es Thornton Reeves, el citado biógrafo y ex condiscípulo del otrora joven Arthur Seldom, pues su joven auxiliar, Kristen Hill, no es egresada de letras inglesas, sino de matemáticas, graduada a los 19 años y ex alumna del profesor Seldom, pero con su tesis inconclusa. El doctor Albert Raggio es siquiatra y Laura, su esposa, es sicóloga y autora de “un libro muy sorprendente sobre la lógica del sueño y los simbolismos de cada animal en la historia de Alicia”. Henry Haas, un peculiar enano con “aspecto de un Peter Pan envejecido y tímido”, es el compilador de “la correspondencia de Carroll con todas sus amigas niñas”, el organizador del “archivo de todas las fotos que les sacaba a esas niñas”, y antólogo y comentarista de una iconografía de esas imágenes elegidas por su diminuto dedo flamígero. 

       

Alice Liddell como La mendiga
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carro
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         Pero además, cultiva en secreto una sospechosa y artística inclinación con la que emula a Lewis Carroll: con alguna juguetería (y quizá utilería) se provee de un trato amistoso con niñas menores de doce años y las retrata, pero no con la cámara y el proceso del colodión, sino a lápiz; por ende, escondida en su casa, preserva una rica galería de esos espléndidos dibujos de fina y meticulosa calidad. 

         

Xie Kitchin
(Christ Church Studio, Oxford, julio 1 de 1876)
Foto: Lewis Carroll

         Josephine Grey —anciana notoriamente decrépita (necesita auxilio y apoyo para caminar con lentitud, pero fue una intrépida corredora de autos en su juventud y ahora tiene un antiguo y abollado Bently que maneja su chofer y criado pakistaní o hindú)—, también es biógrafa del autor de Alicia, sin que se diga si es literata o matemática. No obstante, el más controvertido de esa variopinta fauna no es el supuestamente reprimido retratista de niñas con visos de pedófilo dizque encadenado por la opaca o translúcida moralina o ética de sí mismo, sino el viejo Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, pues amén de que es un escritor “muy reconocido de novelas de espionaje”, “Fue viceministro de Defensa del Reino Unido durante muchos años” (el verdadero poder tras bambalinas, colige el becario argentino). Quizá con estudios matemáticos; y quizá también con instrucción militar (y con diplomados en interrogatorios y técnicas de tortura), policíaca y leguleya, pues ante el fallido y dramático intento de matar a Kristen Hill atropellándola (en el Radcliffe se recupera con increíble celeridad del coma y de la trepanación en el cráneo, pero pierde el movimiento de las piernas y la capacidad de engendrar hijos), seguido del envenenamiento del editor de los libros de la Hermandad, de la desaparición del periodista Anderson, y de las manipuladas y retocadas fotos de niñas desnudas (y no) que “alguien”, al parecer, les remite desde la sombra y el anonimato a cada uno de los “miembros plenos” (incluido el Príncipe), se revela como una especie de arcaica y apestosa larva durmiente, espía encubierto y activo agente del M15; o sea: del servicio secreto y de la inteligencia del poder monárquico del Reino Unido, ante el cual, su eminencia Arthur Seldom, resulta ser su ineludible oreja y utilitario informante y hablantín de cabecera.  

 

VI de VII

Es tal la intrínseca codicia y el arribismo de los boludos de la mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, que con la publicación de la edición anotada y supuestamente definitiva de los nueve diarios íntimos de Charles Dodgson cavilan forrarse (de por vida) al mejor postor y al unísono traicionar y defenestrar a Leonard Hinch, “el editor de Vanished Tale y de todos los libros de la Hermandad” desde el inicio. Es decir, según le revela Arthur Seldom al becario argentino (rayando en lo inverosímil): “tuvimos una oferta difícil de rechazar de una de las editoriales más grandes de Estados Unidos. Basta decir que por el mismo trabajo que estábamos dispuestos a hacer ad honoren cada uno en nuestro tiempo libre, ahora nos ofrecen una pequeña fortuna y además, quizá más importante, un porcentaje de los royalties futuros, algo así como una renta vitalicia.” Es decir, al unísono de las especulaciones en torno al papel sustraído por Kristen Hill, los “miembros plenos” debaten si deben venderse a la editorial gringa o proseguir con su editor histórico, quien además de publicarles sus libros (entre ellos uno de Arthur Seldom: A través de los silogismos y lo que Carroll encontró allí), ha cedido “parte de los derechos para gastos de la Hermandad”. Pero en el chismorreo del ínterin, como parte de la conspiración, los “miembros plenos” han puesto en entredicho la moral y la conducta de Leonard Hinch, pues tiene fama de acosador sexual de jovencitas. No obstante, el editor, que no es “miembro pleno”, no se queda de brazos cruzados: ronda las reuniones secretas de los pelotudos de la mesa redonda en el Sanctum Sanctorum del Church Christ College; y para no verse descarrilado del negocio, hipoteca su casa e iguala la suma ofrecida por la editorial norteamericana. Mientras los boludos discuten en secreto la defenestración o no de Leonard Hinch, éste, disgustado y ansioso (y devorando bombones), dialoga con el becario argentino en un pasillo aleñado al Sanctum Sanctorum donde se observa “la colección completa” de los ilustres títulos publicados por su editorial y le resume una cáustica radiografía de lo que piensa sobre “los máximos expertos en Carroll” y sobre esos libros publicados por él:

           

Xie Kitchin y sus hermanos en San Jorge y el Dragón
(Christ Church Studio, Oxford, junio 24 de 1875)
Foto: Lewis Carroll

           “Cada uno que terminaba su librito sobre Carroll venía corriendo a mí. Me pedían, me insistían, me adulaban. Fíjese la cantidad de títulos y titulitos. Avergonzarían a cualquier otro editor: libros sobre las obras de teatro infantiles de Carroll, sobre su tartamudeo, sobre sus callos; sobre sus sermones, sobre sus cuentas de lavandería y sobre cada hojita de Oxford que pisó. Y después, por supuesto, el segundo aluvión: libros sobre los libros sobre Carroll, el catálogo de los catálogos. A todos les dije que sí. Y cuando por fin hay un libro, uno, que me permitiría recobrar algo de todo lo que perdí con ellos, así me lo agradecen: ¡al pasillo, como lacayo! ¿Sabe que tuve que hipotecar mi casa, lo único que logré comprar en toda una vida dedicada a esos malditos libros? Y todo para emparejar una oferta demencial. Es injusto: una editorial internacional tiene toda la eternidad para recuperar la inversión; a mí, en cambio, no me quedan tantos años por delante... Pero en fin —suspiró—, supongo que hay cosas mucho peores. Basta pensar en esa pobre chica [Kristen Hill]. Usted fue con Arthur al hospital [Radcliffe], ¿no es cierto? ¿Pudo verla después? Uno tiente a suponer que la gente joven se conoce toda entre sí.”

           

Beatrice Hatch
(Christ Church Studio, Oxford, marzo 24 de 1874)
Foto: Lewis Carroll

            Sin embargo, pese a su incertidumbre y malestar viperino, sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, le comunica la resolución estipulada por el pleno de los pelotudos de la mesa redonda: “Querido Leonard: me alegra decirte que la votación fue unánime. Cada uno de nosotros recordó su libro en tu colección y todo lo que te debemos.”

            No obstante, todo indica que Leonard Hinch pretende cobrarse la revancha con la bilis y las tripas de cada uno de los pelotudos, pues a través de la TV nacional y del periodista “del canal cultural universitario” que le sigue los pasos (y las ocultas y controvertidas huellas), esa noche anuncia los burlescos entretelones de su plan editorial, mismo que reporta el becario argentino desde su covacha del college:

            “Recordé de pronto que saldría en el noticiero la nota sobre la edición de los diarios y pasé los canales hasta dar con la emisora de la universidad. La nota ya estaba empezada. El periodista —que se llamaba Anderson finalmente— sostenía el grueso micrófono delante de Leonard Hinch y detrás se veían, avejentados y ruinosos, los miembros de la Hermandad. Seldom parecía casi un refuerzo juvenil entre ellos. Hinch hablaba sobre cómo se dividirían el trabajo y explicó que se irían publicando los volúmenes a razón de uno por año, con una investigación exhaustiva de todos los nombres de la época que aparecían mencionados por Carroll. El periodista preguntó, algo perplejo, cuántos años llevaría entonces todo el proyecto. Nueve volúmenes: nueve años, dijo Hinch con orgullo, y la cámara volvió a pasear, de izquierda a derecha, casi con ironía, por los rostros huesudos y descarnados, como si el hombre tras la cámara se estuviera preguntando, igual que yo, cuántos de ellos vivirían para verlo.”


Alice Liddell en 1870
Foto: Lewis Carroll


 

VII de VII

En la urdimbre de Los crímenes de Alicia, a través de las pesquisas, de los vaivenes de las pistas falsas, de las evidencias, de las deducciones, de los engaños, de los equívocos, y del coro de los argumentos y razonamientos, se desvela, casi hasta el final de la obra, el trasfondo que explica el intento de matar a Kristen Hill atropellándola (y su posterior suicidio), el envenenamiento del editor Leonard Hinch y la decapitación del periodista Anderson. (Salpimentado el embrollo con el supuesto sentimiento de culpa, quizá falso, del sofista Arthur Seldom, debido a la verborreica superstición personal de que donde mete las narices, la cuchara, la cola o la pata, ocurren cosas dramáticas y monstruosas.) Asimismo, por qué esos tres crímenes (ejecutados por distintas manos) parecen referir, y casi escenificar, anecdóticos detalles indelebles que se narran por siempre jamás en el libro de Alicia. (Lo cual da pie a que el becario argentino, ansioso por verse, otra vez, en el laberinto de la intriga y el misterio de otra supuesta serie de crímenes, le pregunte a su mentor: “¿Quiere decir que quizá sea esta la serie? ¿Muertes basadas en escenas del libro de Alicia? ¿Crímenes arrancados del País de las Maravillas?”). Y por qué, con las fotos de niñas desnudas (y no) enviadas a los pelotudos de la mesa redonda (incluido el Príncipe), parece que ese “alguien” es un cruzado, o un puritano (quizá psicótico) que ataca y protesta contra la presunta pedofilia del fotógrafo de niñas Lewis Carroll; y luego, también, contra el tráfico de pornografía infantil que produce y comercia, desde la clandestinidad y con una elitista clientela, nada menos que el editor histórico de los libros publicados por la Hermandad.    

           

Xie Kitchin dormida en el sofá (1873)
Foto: Lewis Carroll

        Pero además, en esa misma urdimbre se observa que la sustracción del papel de la Casa Museo de Guildford saca a la palestra, y pone en evidencia, la encarnizada rivalidad y las egocéntricas ambiciones de los investigadores que hurgan lo más íntimo, escabroso y morboso de los secretos de la vida privada de Lewis Carroll; es decir, Kristen Hill descubrió el papel y lo ocultó, para sí, porque al unísono de que sabía que el crédito y los intereses del copyright se los podía arrebatar y agandallar el biógrafo Thornton Reeves, ella entrevió la posibilidad de pasar a la historia primero con un artículo y luego con el libro que escribió con rapidez antes de suicidarse. Y Thornton Reeves confiesa en secreto, ante los pelotudos de la mesa redonda, que él también leyó el papel en el ítem Páginas cortadas del diario; pero ante la eminente publicación de su biografía “total” (que ya estaba en prensa), optó por omitirla. Lo cual transluce que, pese a su presunta experiencia y trayectoria, actuó como un simple mercachifle y tontorrón del octavo día. Pues nada le hubiera costado exponer en separata lo que hubiera que argumentar, enmendar y debatir, incluso contra sí mismo.

           

Ilustración de Lewis Carroll incluida en su manuscrito:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

         Pero lo más dramático y pestilente de todo ese marasmo de condiciones y debilidades humanas es lo que manipula, ningunea, oculta y superpone sir Richard Ranelagh en su papel de operador del M15 al servicio de la presunta integridad moral del Príncipe y del poder monárquico del Reino Unido (después de todo fue como si lo hubiera ordenado la propia Reina de Corazones). El inspector Peterson, honroso (y torpón) sabueso rastreador de Scotland Yard, había descubierto que el periodista Anderson (trunco alumno de matemáticas y ex alumno de Seldom) chantajeaba por una periódica cantidad al enano Henry Haas, el secreto dibujante de niñas menores de doce años. Y Anderson, indagando el envenenamiento de Leonard Hinch, se enteró de que agentes de la policía habían hallado en la editorial una serie de fotos de niñas desnudas (con apariencia decimonónica) y una encriptada lista de clientes de alta posición social (¡el intocable alto pedorraje de los polimorfos perversos del Reino Unido!) Y estaba por publicar un reportaje sobre ello en el Oxford Times. Pero, debido a la poderosa y estratégica intervención de sir Richard Ranelagh, nunca llegó a hacerlo y su cabeza apareció decapitada en la zona del río donde otrora paseaba en barca el cuentacuentos Lewis Carroll con las tres hermanas Liddell; ámbito donde hace tiempo, un día antes de cumplir los doce años, se suicidó la hija de los Raggio, fanática lectora del libro de Alicia y onírica sabedora de las minucias de la vida y leyenda de Lewis Carroll en relación a su amistad con niñas menores de doce años; y donde el enano Henry Haas, con su inofensivo aspecto de viejecito Peter Pan que no mata una mosca ni muerde un plátano, suele deambular y fisgonear con algún juguetito para seducir alguna niñita incauta y dibujarla a placer.

           

Puente del Magdalen College de Oxford
(verano de 1861)
Foto: Lewis Carroll

          Para no involucrar ni salpicar la quesque impoluta reputación del Príncipe, nada se publicará del envío de fotos de niñas desnudas a los pelotudos de la mesa redonda, ni del consumo de pornografía infantil entre la clase pudiente del Reino Unido. No habrá más investigación policial (el inspector Peterson dice que presentará su renuncia), pero dizque se romperá la red pedófila. Sin embargo, no se revelará la identidad de los clientes (encriptada en un código inventado por Lewis Carroll); y al parecer, dado el elocuente caso omiso, tampoco se indagará ni revelará la identidad de quienes producían las imágenes para venderlas en ese exclusivo mercado negro. Ni tampoco se divulgará la verdad sobre la decapitación del periodista Anderson (le metieron en la garganta las trizas de la foto de una niña desnuda) y dónde quedó su cuerpo desaparecido; lo harán figurar como una víctima de “una célula de espionaje serbia” a la que dizque estaba investigando para un reportaje en el Oxford Times. Tampoco se dirá nada sobre el envenenamiento de Leonard Haas (era diabético y engullía bombones); ni nada sobre el intríngulis del suicidio de Kristen Hill (y quizá su libro nunca se publique, dada la influencia y el obtuso y retorcido envanecimiento del biógrafo Thornton Reeves). Para comprar su silencio y complicidad de simples y oscuros diosecillos bajunos (bajo el maquillaje de presunta “seguridad nacional” y “máximo secreto”), sir Richard Ranelagh (emisario de la monarquía y del M15) les anuncia, en la mesa redonda del Sanctum Sanctorum del Church Christ College, que los miembros de la Hermandad Lewis Carroll serán “nombrados caballeros reales como él” y las viejecitas Josephine Grey y Laura Raggio “se convertirán en Dames”.

           

Ilustración: John Tenniel

         Ante tales hechos y determinaciones irrefutables (¡Dios salve a la Reina!), resulta matemáticamente lógico que el viejo Arthur Seldom le diga a su pupilo argentino que votó en contra por ser escocés (¿será verdad?) y que su vida corre peligro, que debe irse de inmediato de Inglaterra y que él mismo puede comprarle el boleto de avión y hablar con Emily Bronson, su supervisora académica en el Instituto de Matemática. Pero el joven becario, antes de hacer las maletas e irse al día siguiente en un vuelo nocturno, hace un breve viaje en tren a Guildford, donde a las afueras del pueblo la madre de Kristen Hill cultiva su huerto contiguo a su solitaria casa, quien le transmite otros pormenores de los últimos pensamientos y actos de su única hija. Y por ello le entrega, para su sorpresa, un sobre blanco donde se lee la letra G y que contiene el papel hurtado de la Casa Museo, que Kristen le dejó de regalo junto con una breve carta de despedida. Pero el boludo tiene sus algoritmos éticos; así que antes de regresar en tren a Oxford, va a pie a la Casa Museo Lewis Carroll, no muy lejos de la cima donde se hallan los restos del castillo de Guildford, con el propósito de restituirlo en el sitio que le corresponde en el ítem Páginas cortadas del diario. De modo que lo cambia por el papel que, debido a las maquinaciones y órdenes trasbambalinas y subterráneas del decrépito pero poderoso sir Richard Ranelagh, el jipioso matemático Leyton Howard, ex alumno de Arthur Seldom y perito calígrafo de “la sección científica del Departamento de Policía”, había falsificado ex profeso (y verificado la supuesta autenticidad con el software corrido y manipulado por el becario argentino para verificar, en una mastodóntica computadora del sótano del Instituto de Matemática, la autenticidad del papel sustraído por Kristen Hill).

 

 

Guillermo Martínez, Los crímenes de Alicia. Premio Nadal de Novela 2019Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino (Editorial Planeta Mexicana). México, abril de 2019. 334 pp.    

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"Borges y yo", poema en prosa de Borges recitado por él mismo.

Les Luthiers: "Teorema de Thales" ilustrado.