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jueves, 1 de diciembre de 2016

El cielo protector



La diferencia entre algo y nada es nada



Paul Bowles
De 1949 data la primera edición en inglés de El cielo protector, quizá la más célebre de las obras del norteamericano Paul Bowles (1910-1999), cuya traducción al español, de Aurora Bernárdez (legendaria traductora y compañera de Julio Cortázar), apareció por primera vez en 1977. Sin duda, en tal celebridad (a estas alturas del siglo XXI) incide la adaptación cinematográfica que en 1990 estrenó Bernardo Bertolucci (a partir de un guión suyo y de Mark Peploe), porque además de ser un filme extraordinario, tanto al principio, como al final, entre los parroquianos del cafetín norteafricano donde se parla francés (en la novela es el café Eckmül-Noiseux, en Argel) figura el propio Paul Bowles, observando y reflexionando en silencio (con su voz en off).  
  Es tan magnética, sugestiva e impresionante la película de Bernardo Bertolucci, que ineludiblemente no pocos lectores de ahora, y de diversos idiomas y latitudes, leen y leerán la novela enlistando coincidencias y diferencias entre ésta y el filme, lo cual puede suscitar cierta intriga y suspense, si primero se observa el largometraje de 138 minutos (que no deja de ser una adaptación muy parcial de la novela y con significativas variantes y disimilitudes) y luego se asimila toda la riqueza de la obra literaria con la morosidad y los interludios que normalmente requiere la lectura de un libro. 
DVD de El cielo protector (1990), filme dirigido por Bernardo Bertolucci,
basado en la homónima novela de Paul Bowles.
        En 2006 la Editorial Seix Barral, en su ibérica página web, anunció la publicación, en la serie Biblioteca Formentor, de una nueva traducción de El cielo protector que, al parecer, supera la hecha por Aurora Bernárdez, pues incluye “el prólogo escrito por Bowles para la última edición americana que preparó en vida”. No obstante, tal libro sólo ha circulado en España, pero no en el país mexicano; y la versión que ahora mismo se puede encontrar en ciertas librerías es la impresa por Punto de lectura con el susodicho y legendario trabajo de Aurora Bernárdez (pero sin el prefacio de Paul Bowles), cuya “Primera edición en México” data de “mayo de 2001”. Sin embargo, para quien no es políglota, el inconveniente de tal traducción radica en que las numerosas palabras y frases, ya en francés o en árabe –usadas por Paul Bowles en su original–, no incluyen su traducción al español, lo cual pudo hacerse con una serie de pertinentes pies de página. 

Paul Bowles
(1910-1999)
Dividida en tres partes y treinta capítulos y firmada en Fez (Marruecos) por un tal Bab el Hadid, los protagonistas de la novela son tres jóvenes norteamericanos con solvencia económica, quienes en el contexto inmediato y aún reciente del término de la Segunda Guerra Mundial y con las rutas turísticas interrumpidas o destruidas en Europa, han podido trasladarse en un carguero, desde Nueva York a Argel, para emprender un azaroso e impreciso recorrido por África del Norte. 
En el momento de su desembarco en Argel, Port y Kit, los Moresby, ya tienen doce años de casados. Y Tunner, el amigo, sin ser íntimo ni incondicional de la pareja, fue invitado por Port “en el último minuto”, y prácticamente desembarca con ellos convertido en una presencia incómoda y molesta sobre todo para Port, quien más rápido que tarde trata de alejarlo de él y de su mujer, sin que nunca llegue a sospechar ni a descubrir la infidelidad en que Kit y Tunner se enredan durante un trayecto de once horas en tren, de Argel a Boussif. Muy poco suspicaz, Port hace tal paralelo recorrido en cinco horas, viajando en el Mercedes de los Lyle, hijo y madre (al parecer), australianos con pasaporte inglés, quienes en la novela son aún más abominables y repulsivos, ya por su racismo, su venenosa lengua y su horrenda personalidad, y por el hecho de que Eric, el torpe y retorcido vástago, se roba los pasaportes de Port y Tunner para venderlos en el mercado negro que en Messad se cultiva y fermenta en los cuarteles de la Legión Extranjera, latrocinio que adereza el obstinado alejamiento de Tunner que Port conjura comulgando en solitario consigo mismo. 
El incitador y el motor de la petulante y pretenciosa “expedición a lo desconocido” es Port, quien gracias a la herencia que le dejó su padre, vive sin trabajar y ya ha viajado por África del Norte, entre Trípoli y Dakar; él es el epicentro de los tres, el que define las categorías que supuestamente diferencian a un turista de un viajero, y quien denota, en buena parte de la novela, la carga idiosincrásica, existencial, corrosiva, nihilista, anarca y egocéntrica que lo caracteriza sólo viéndose la nariz. Por ejemplo, en Boussif, hablando de “política europea de posguerra”, sin mencionar las matanzas y devastaciones en Hiroshima y Nagasaki, dice: “Europa ha destruido al mundo entero.” “Tenemos que agradecerlo y lamentarlo. Espero que se borre ella misma del mapa”. Y unos renglones después: “¿Quién es la humanidad? Te lo diré. La humanidad es todos salvo uno mismo. Entonces, ¿qué interés puede tener para nadie?” [...] “Tú no eres nunca la humanidad; tú sólo eres tu propio yo desesperadamente aislado”. 
Síndrome solipsista que se trasmina en el hecho de que al empezar el viaje no se vacunó contra ninguna enfermedad. En el rasgo de que en su pasaporte haya dejado en blanco el registro de su profesión y que en los trámites del desembarco, al tratar de hacer lo mismo, Kit declare que es “escritor”. Y él, divagando sobre ello (antes de darse de topes contra la presencia de Tunner que frustra el fantaseo de la probable redacción), se divierte con “la idea de escribir un libro. Un diario en el que anotaría cada noche los pensamientos del día, cuidadosamente condimentados con notas de color local, en el cual quedaría clara y tranquilamente demostrada la verdad absoluta del teorema que anunciaría el principio, a saber, que la diferencia entre algo y nada es nada”.
Sentencia que ineluctable y dramáticamente se cumple y cobra agudo sentido cuando la tifoidea (que él ignoraba que tenía y que tal vez pescó entre el mosquerío y las inmundicias que infestan el mísero poblado de Aïn Krorfa) lo transforma de algo en nada, cuando Port, amortajado por el Capitán Broussard en un cuartucho del fuerte de Sbâ, es encontrado así por Kit, quien no presenció su muerte; y entonces la omnisciente y ubicua voz narrativa inserta una reflexión, con un tinte filosófico, que a ella le dijo Port sobre la vida y la muerte, dicha por él hace más de un año y que Kit no recuerda en ese momento: “La muerte está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión horrible. Pero como no sabemos, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todas las cosas ocurren sólo un cierto número de veces, en realidad muy pocas. ¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte entrañable de tu ser que no puedes concebir siquiera tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizá veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.”
Y sí que sólo lo parece, pues durante un paseo en bicicleta por los pétreos y desérticos alrededores de Boussif, observando en lontananza lo aparentemente “ilimitado”, Port cavila y le habla a Kit de lo que ve y siente: “el cielo aquí es muy extraño. A veces, cuando lo miro, tengo la sensación de que es algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo que hay de detrás.” Y entonces Kit, al oírlo, da un revulsivo paso al marasmo de la angustia y el desasosiego y quiere que le revele “lo que hay detrás”. Pero la respuesta de Port no puede ser menos contundente, desoladora, lapidaria y premonitoria: “Nada, supongo. Solamente oscuridad. La noche absoluta.”
Después del fallecimiento de Port y de la subrepticia fuga de Sbâ que emprende Kit (abandona el cadáver, elude a Tunner y a la autoridad militar francesa), la novela, en contraste con los atavismos del orbe occidental, se torna aún más corrosiva e iconoclasta, pues si bien Tunner, buscándola e indagando sobre su paradero desde Bou Noura, en realidad se queda allí deambulando en torno a sus personales y egocéntricos prejuicios que oscilan y se agitan dentro de él y el mundillo dejado en Estados Unidos, Kit, prendida a su auténtica identidad que resume y resguarda en el neceser con que huye (pasaporte, cheques de viajero, billetes de mil francos, alguna ropa y cierto maquillaje), se enrola con una caravana de camelleros que se internan por el Sáhara, donde la mayoría son criados y sólo un par “los amos”, uno más viejo y otro más joven, llamado Belqassim, quienes inician con ella una relación sexual en la que alternativamente la comparten. 
(Punto de lectura, México, mayo de 2001)
      Y cuando la caravana llega por fin a su lejano destino en un puerto del Sudán, Kit poco a poco tiene indicios del mundo medievalesco en el que se halla inmersa: la rica familia de Belqassim conduce caravanas entre lugares de Argelia y el Sudán; 
la laberíntica casa es de su padre, allí, además de las criadas y las esclavas, hay 22 esposas que pertenecen a sus hermanos y a su progenitor, entre ellas tres esposas del propio Belqassim, más otra que tiene hacia el Norte, en Mecheria.
Al principio, disfrazada de muchacho árabe, Belqassim la esconde y encierra en un cuartucho de techo bajo donde la alimenta y la utiliza; pero llega el momento en que las tres esposas (a quienes excita la presencia del supuesto joven y que su esposo duerma y se revuelque con él) descubren su naturaleza femenina y Belqassim, con una ceremonia y joyas, la hace su cuarta esposa. La certidumbre de que le pertenece, hace que éste aumente su ímpetu sexual, y Kit, que ha gozado con él desde el inicio, ahora goza más siendo poseída así, incluso hasta un límite quizá enfermizo, pues cuando Belqassim falta a las citas, ella padece una especie de síndrome de abstinencia y ansiedad y la negra que la custodia, para calmarla, le prepara una especie de somnífero.
Cabe decir que por circunstancias favorables, Kit logra salir de allí auxiliada por las tres esposas de Belqassim, para sin buscarlo ni quererlo, volver a caer en otras manos árabes que finalmente le roban los miles de francos que guardaba en el neceser, menos lo que lleva puesto y su pasaporte, el cual le sirve a las monjas de un hospital para que su identidad sea ubicada en ese puerto del Sudán y rescatada por el consulado norteamericano, quien a través de una tal Miss Ferry, ya de regreso en Argel, la traslade en un taxi, del aeropuerto al pie del hotel Majestic, donde le anuncia la probabilidad de que Tunner se encuentre allí esperándola. Sorpresiva e inesperada noticia que a Kit no le cae nada bien, por lo que quizá al lector no le resulte extraño que, sin decir agua va, de nueva cuenta se esfume en el anonimato.

Paul Bowles, El cielo protector. Traducción del inglés al español de Aurora Bernárdez. Punto de lectura, serie Biblioteca de bolsillo. 1ª edición mexicana, mayo de 2001. 412 pp.


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Enlace a un trailer de El cielo protector (1990), filme dirigido por Bernardo Bertolucci, basado en la novela homónima de Paul Bowles.


 

martes, 22 de noviembre de 2016

El sueño del celta



Qué niños son ésos sin primavera

Impresa en “septiembre de 2010”, El sueño del celta (Alfaguara, 2010), la última novela del peruano-español Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), comenzó a circular en el contexto mediático y global del anuncio y la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura 2010. “Hay cosas más importantes que el Nobel”, dijo. “Mi familia”. No extraña, entonces, que El sueño del celta esté dedicada a sus tres hijos: “Álvaro, Gonzalo y Morgana”, y a sus seis nietos: “Josefina, Leandro, Ariadna, Aitana, Isabella y Anaís”. Y que haya viajado a Estocolmo con toda su familia para el martes 7 de diciembre en la Academia Sueca leer su discurso de recepción (“Elogio de la lectura y la ficción”) —y que se le haya quebrado la voz y llorado al mencionar a Patricia Llosa, su prima hermana y su segunda esposa desde hacía 45 años, el eje afectivo de su propia prole, de él mismo y de su continua creatividad—, y para el viernes 10 de diciembre recibir, en la Sala de Conciertos y de manos de don Carlos Gustavo, Rey de Suecia, el diploma y la medalla de oro con el perfil de Alfred Nobel, y los diez millones de coronas suecas depositados en su cuenta bancaria (quizá en euros o en dólares).
Mario Vargas Llosa y su nieta Anaís rumbo a Estocolmo 
      El sueño del celta comprende quince capítulos articulados en tres partes: “El Congo”, “La Amazonía” e “Irlanda”. Más un “Epílogo” firmado por el autor en “Madrid, 19 de abril de 2010”; y dos páginas de “Reconocimientos” en torno a las personas, viajes, bibliotecas y acervos documentales que incidieron en su investigación para construir y armar la verdad de las mentiras que da sustento a su caudalosa novela, cuya trama urde de manera inextricable y magistral los datos históricos y reales con la conjetura y la imaginación.
Roger Casement poco antes de ser ejecutado en la horca el
3 de agosto de 1916 en la cárcel de Pentonville, en Londres
      En el “Epílogo” refiere la póstuma y tardía vindicación de la memoria del irlandés Roger Casement, el protagonista de su novela (ejecutado en la horca el 3 de agosto de 1916 en la cárcel de Pentonville, en Londres), pues “Tardó buen tiempo en ser admitido en el panteón de los héroes de la independencia de Irlanda”: “En 1965, el Gobierno inglés de Harold Wilson permitió por fin que los huesos de Casement fueran repatriados. Llegaron a Irlanda en un avión militar y recibieron homenajes públicos el 23 de febrero de ese año. Estuvieron expuestos cuatro días en una capilla ardiente de la Garrison Church of the Saved Herat como los de un héroe. Una concurrencia multitudinaria calculada en varios cientos de miles de personas desfiló por ella a presentarle sus respetos. Hubo un cortejo militar hacia la Pro-Catedral y se le rindieron honores militares frente al histórico edificio de Correos, cuartel general del Alzamiento de 1916, antes de llevar su ataúd al cementerio de Glasnevin, donde fue enterrado en una mañana lluviosa y gris. Para pronunciar el discurso de homenaje, don Éamon de Valera, el primer presidente de Irlanda, combatiente destacado de la insurrección de 1916 y amigo de Roger Casement, se levantó de su lecho agonizante y dijo esas palabras emotivas con que se suele despedir a los grandes hombres.”
El sueño del celta, la novela de Mario Vargas Llosa, también es una vindicación de la memoria y del legado de Roger Casement (pero no una beatificación marmórea) y de su itinerario aventurero, legendario y novelesco, y al unísono un artilugio narrativo que reconstruye e imagina los entornos humanos, geográficos, sociales y políticos, y los entresijos, duplicidades y contradicciones en su tarea humanitaria, anticolonialista y defensora de las vidas y derechos de los nativos en dos ámbitos distintos donde se extrae el caucho: en el Congo bajo el torturador y exterminador yugo de Leopoldo II, Rey de Bélgica y dueño del Estado Libre del Congo entre 1885 y 1909; y en la Amazonía peruana sometida, entre 1897 y 1913, al sanguinario abuso, tortura y masacre de una compañía británica que desde Londres acaudilla, con múltiples hilos de corrupción y deshumanización, el cacique peruano Julio César Arana. Y por último, su papel (humanitario, nacionalista, conspirativo y obnubilado) para incidir en la lucha armada por la independencia cultural y política de Irlanda. Todo urdido entre las peculiaridades y antagonismos de su persona y personalidad, como es su origen familiar (anglicano por el lado paterno y católico por el materno); las amistades que cultiva y con quienes dialoga; su doble vida de cónsul inglés al servicio de los intereses de la Corona y acérrimo activista proirlandés y antibritánico; las zonas oscuras y fantasiosas de su índole homosexual (reflejadas en sus diarios) que no implicaron la correspondida vivencia de una relación amorosa; las enfermedades que van minando su salud; y las reflexiones en torno al Alzamiento, a sus amigos, a su madre, a Dios, a la fe católica y al miedo a la muerte. 
El sueño del celta traza un círculo a través de una estructura narrativa recurrente en la obra de Mario Vargas Llosa, cuyo seminal modelo parte de William Faulkner, en particular de Las palmeras salvajes (1939) —donde se narran dos historias paralelas (“Palmeras salvajes” y “El Viejo”)—, la primera novela que el joven Mario leyó de él, leída por primera vez en la legendaria traducción de Borges (Sudamericana, 1944), luego fue leyendo las demás durante sus años universitarios, lo que le “hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original”, dice en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993). Así, en El sueño del celta, de un modo alterno y entreverado, oscilando del presente al pasado y viceversa, la omnisciente y ubicua voz narrativa cuenta dos historias que son la misma historia. Es decir, en la serie de capítulos impares (I, III, V, VII, IX, XI, XIII y XV) se relatan los últimos días de Roger Casement en la prisión de Pentonville (fue detenido el Viernes Santo 21 de abril de 1916, día que desembarcó en Tralee Bay, y sentenciado a la pena capital a fines de junio) hasta el susodicho día que fue ahorcado “por alta traición” a Gran Bretaña (había sido cónsul inglés, condecorado y hecho noble por sus trascendentales servicios a la monarquía de George V: el Informe del Congo y el Informe del Putumayo. Mientras que en los capítulos pares (II, IV, VI, VIII, X, XII y XIV) la omnisciente y ubicua voz narrativa cuenta los pormenores de la biografía de Roger Casement, desde su “nacimiento, el 1 de septiembre de 1864, en Doyle’s Cottage, Lawson Terrace, en el suburbio Sandycove de Dublín”, hasta los episodios de sus conflictivos y desoladores dieciocho meses en una Alemania inmersa en la Gran Guerra que diezma y destruye a Europa, donde trata de formar la independentista Brigada Irlandesa entre los dos mil doscientos presos irlandeses recluidos en el campo de Limburg, pero por el hecho de que son militares reclutados por el ejército inglés y prisioneros de un enemigo de Gran Bretaña que mató y gaseó a sus compañeros en las trincheras de Bélgica, sólo logra agrupar a cincuenta y tres brigadistas, despreciados y marginados en el campo de Zossen. Pero también negocia que el país del Káiser, que primero admira y luego odia, facilite armas y municiones para las organizaciones clandestinas (y no) que planean un levantamiento armado en Irlanda que, piensa, sólo tendría éxito, liberándola, si Alemania al unísono guerrea con ellos contra el Imperio británico; cuyo punto culminante se dispara cuando en un hospital de Baviera le informan que el inminente Alzamiento de Semana Santa se llevará a cabo, pese a su oposición, y por ende se embarca en un submarino alemán U-19 que los deja (a él, al capitán Robert Monteith y al sargento Daniel Julian Bailey) en las inmediaciones de Tralee Bay (donde Roger Casement, en las ruinas del MacKenna’s Fort, fue detenido el susodicho Viernes Santo 21 de abril de 1916), mientras los “veinte mil rifles, diez ametralladoras y cinco millones de municiones” llegaron al mismo tiempo en un buque camuflado con bandera noruega, pero nadie estuvo allí para recogerlas y distribuirlas.
Roger Casement viajó al Congo siendo un jovenzuelo de veinte años que creía en el supuesto papel civilizador de los colonizadores. Y allí, durante casi dos décadas deambulando en el pesadillesco y terrorífico corazón de las tinieblas de la extracción del caucho, conoció a fondo el genocida y deshumanizado rostro del predador poder que impera y expolia a los aborígenes colonizados (“no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano”), y por reflejo y contraste allí descubrió su entrañable e inequívoca identidad irlandesa, el germen del “sueño del celta”: una Irlanda libre, autónoma, culta e independiente del Imperio británico. 
En Iquitos y en el Putumayo peruano, donde la esclavitud dizque está abolida desde 1854, al observar y meditar en torno a los abusos, injusticias, torturas, explotación y exterminio de los indios, y en torno a la fobia y el miedo que les impide enfrentarse a los armados hombres que los cazan, someten, esclavizan, manipulan, flagelan, torturan y asesinan, colige que la rebelión armada es la única vía para que Irlanda se libere e independice de Gran Bretaña y por ende se propone destinar a ello todo su trabajo y todas sus fuerzas.  
Roger Casement
(1864-1916)
Obviamente el heroico y patriótico “Sueño del celta” —que también es el título de “un largo poema épico” “sobre el pasado mítico de Irlanda” que escribió “en septiembre de 1906” (con su duplicidad de cónsul inglés y activista antibritánico)— sólo se quedó en un atisbo en ciernes; pero sin embargo vivió unos instantes de gloria, simbólicos y seminales, sin duda. “No había errado pensado que era una equivocación alzarse en armas sin una acción militar alemana simultánea [reflexiona en su celda de Pentonville], pero no se alegraba por ello. Hubiera preferido equivocarse. Y haber estado allí, con esos insensatos, el centenar de Voluntarios que en la madrugada del 24 de abril capturaron la Oficina de Correos de Sackville Street, [...] oír a Patrick Pearse leyendo el manifiesto que proclamaba la República. Aunque sólo por un brevísimo paréntesis de siete días, el ‘sueño del celta’ se hizo realidad: Irlanda emancipada del ocupante británico, fue una nación independiente.” 
Vislumbre onírico, evanescente y exultante que Alice Stopford Green, su amiga y mentora, también bosqueja en la última visita que le hace en la prisión de Pentonville: “Por unas horas, por unos días, toda una semana, Irlanda fue un país libre, querido [...] Una República independiente y soberana, con un presidente y un Gobierno Provisional [...] Patrick Pearse salió de la Oficina de Correos y, desde las gradas de la explanada, leyó la Declaración de Independencia y la creación del Gobierno Constitucional de la República de Irlanda, firmada por los siete.” [...] “mientras Pearse leía la Declaración de Independencia, muchas banderas republicanas irlandesas se habían izado en los techos de la Oficina de Correos, del Liberty Hall y, luego, vio las fotos de los edificios ocupados por los rebeldes de Dublín como el Hotel Metropole y el Hotel Imperial con banderas que el viento remecía en las ventanas y parapetos, había sentido que se le cerraba la garganta. Aquello tenía que haber provocado una felicidad ilimitada en quienes lo vieron […]”
Hubo en ello, al parecer, un claro afán de sacrificio, de convertirse en mártires de una rebelión armada que sabían perdida de antemano, y en consecuencia en simientes de una piedra angular y fundacional que debía multiplicarse, según le hizo ver a Roger Casement el joven Joseph Plunkett, delegado de los Voluntarios y del Irish Republican Brotherhood, quien lo visitó en Berlín, en abril de 1915, para insistirle en el envío de las armas y municiones y en la participación de Alemania en el ataque. “Hay algo que usted no ha entendido, me parece [le dijo a Roger]. No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir. Días, semanas. Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?”.


Mario Vargas Llosa, El sueño del celta. Alfaguara. México, septiembre de 2010. 504 pp.




martes, 20 de septiembre de 2016

Cristóbal Nonato



La región más pestilente

Carlos Fuentes
Foto: Lola Álvarez Bravo
En Cristóbal Nonato (FCE, 1987), la caricaturesca y abigarrada novela del multiapapachado y superglorificado Carlos Fuentes [Panamá, noviembre 11 de 1928- mayo 15 de 2012], el ser y futuro engendro que habita el vientre de su madre, es el testigo omnisciente y ubicuo que observa el momento corporal y biológico en que sus padres lo conciben (para ganar el rimbombante y demagógico concurso con que el gobierno mexicano celebrará el Quinto Centenario del descubrimiento de América); por ende, sigue paso a paso las minuciosas transformaciones desde el segundo en que el espermatozoide fecunda al óvulo, hasta el minuto en que nace. 
Al cabo de tales nueve meses (que es la duración de la novela), en el papel de ojo avizor del génesis y omnisciente y ubicua voz narrativa que le charla al arquetipo del desocupado lector, presencia y observa la evolución que conforma y acuña su individualidad; pero sobre todo narra una serie de sucesos pretéritos y presentes que viven sus progenitores, cierta parentela y otros personajes, y que tienen como objetivo bosquejar el statu quo (social, cultural, político y económico) de la Ciudad de México y del territorio mexicano durante un hipotético 1992, lo que configura en sí la herencia familiar y la genealogía ancestral, histórica y congénita que lo espera y recibe con bombo y platillo aún antes de que pegue a todo cogote su primer chillido en la región más pestilente del país: Makesicko City, la metrópoli más poblada y contaminada sobre la que permanentemente se cierne una pestífera lluvia ácida y negra.
Carlos Fuentes
Foto: Rogelio Cuéllar
Tal es el punto nodal. Carlos Fuentes, para ello, parte de datos extirpados de la historia y la leyenda, de mitos precortesianos y de la tradición, y los mezcla y amasa con otros ingredientes surgidos de sus conjeturas y de su fantasía y salpimentados con ella. Sus supuestos atisbos visionarios (crítico-moralistas), de pitoniso de huitlacoche que lee y traduce los oscuros signos del espejo humeante, no revelan a un infalible clarividente de feria, turbante, culebra en el cogote y bola de cristal, ni a un sociólogo agudo que da en el blanco, sino a un novelista (del establishmnet y del star system) con sentido del humor que se maquilla con la máscara de quien supuestamente descree del tiempo mexicano y de su bonanza retóricamente nacionalista y dizque democrática. En Cristóbal Nonato, Carlos Fuentes imagina un apocalíptico y caótico país que ha perdido territorio a causa de la impagable deuda externa y por el estrepitoso crack de 1990; más agringado que nunca y hundido en la polución y en el desempleo; donde los subterráneos humanoides,  sino establecieron el trueque, transportan el dinero en carretillas para comprar alimentos; donde subsiste un nauseabundo presidente panista con corazón de masa priísta y estereotipado copetín engominado; donde el poder se “legitima” mangoneando los medios masivos (quezque 
Moviendo a México, dizque Por el bien de México) y enarbolando un plan de símbolos “nacionales” exacerbado a través de concursos frívolos; donde el ministro Robles Chacón, quien controla al gobierno, destruye Acapulco para acabar con el poder del cacique Ulises López; donde para detener el avance de una horda de guadalupanos se ordena su cruenta matanza, etcétera, etcétera. 
Tal agresivo fracaso social, político y económico, con lo trágico y dramático que conlleva, el autor lo traza y pergeña a través de una caricaturización exagerada y esperpéntica (que puede inducir o no a la risa). Cada personaje, con sus rasos, interrelaciones y vicisitudes, es grotesco, absurdo e hilarante. Esto es vertido con un lenguaje desenfadado y muchas veces populachero (en buena parte invención de Carlos Fuentes), procaz, desmadroso, aparentemente iconoclasta, híbrido, repleto de palabras y palabrejas en inglés o en un pseudoespaninglish. Pero no obstante el agringamiento del empequeñecido y aún más achaparrado país, la Unión Americana, con todo y penetración local (incluso introduce marines y tanques en el Estado de Veracruz) está dividida y sucumbe a imagen y semejanza de un gigantesco, babeante y supurante leviatán, genocida y voraz imperio.
        Mas tal cóctel, brebaje y menjurje narrativo a veces resulta muy sufrible y el lector pide a gritos raudos cafés y una abultada beca del COLACULTA para soportar la lectura culiatornillado en tal zona de desastre y tormento (propia para una ardua y banal disquisición en un somnífero y petulante simposio cacaendémico): páginas y páginas terriblemente aburridas y el desocupado lector da cabezada tras cabezada recordando a las mamacitas de todos los cabezotas nonatos habidos y por haber, pues tal lectura no lo transforma en un pensador de alta estofa, que amén de meditar en el incierto futuro, se divierte e intriga con la fascinante y maravillosa trama de un narrador sin igual. Pero lo que más cansa y enfada (y quizá divierte, ¡vaya contradicción!) ocurre cuando el titiritero y Mago de Oz, o sea Carlos Fuentes, se engolosina con el puro relajo, con el vil desmadre callejero, ya con reiteraciones prescindibles, con vericuetos tediosos, con burbujas palabreras, con largos fárragos colocados entre paréntesis consecutivos, o con el caprichoso jugueteo tipográfico: visual o efectista, nada eufónico, y poco o nada significativo.
En realidad, el tema central de Cristóbal Nonato es sencillo, muy simplote, alargado por las múltiples y desbordantes digresiones que constituyen el grueso del mamotreto, descendiente natural o putativo de Miguel de Cervantes y de Laurence Sterne.
En la portada: Xipe Totec (c. 900-1200)
La pieza es propiedad del Kimbell Art Museum
Fort Worth, Texas
En Cristóbal Nonato, como en varias de sus laureadas obras, la visión de la historia de México está urdida con resabios de mitos y arquetipos prehispánicos inmersos en la vida cotidiana. En este sentido, en Jipi Toltec resoplan los vestigios del pasado indígena; Mamadoc es la síntesis mestiza de la imagen de la mujer que el mexicano común quezque alienta en su inconsciente colectivo y en la que transluce su uterina vulnerabilidad enajenada y manipulable, pues es asumida a modo de emblema (inventado por el poder) de integración nacional; el Ayatola Guadalupano es el explosivo latente de un pueblo supersticioso, fanático y harapiento capaz de ser arrastrado a la sacralización violenta y criminal; Robles Chacón, Ulises López y Homero Fagoaga son estereotipos de funcionarios transas, auténticas mazacuatas prietas sin escrúpulos; Fernando Benítez, antropólogo maiceado y protegido por el Estado, adora a los indios en tanto adolece de un izquierdismo ingenuo y anacrónico. Pero no sólo ellos, otros personajes claves, folclorizados en su vestimenta, en sus rasgos, en su habla y en su comida, encarnan paradigmas que se entrecruzan y urden entre sí para ilustrar y contrastar los mil y un rostros del mexicano tipificado, decadente, finisecular, que marcha veloz a su extinción al atravesar y sorber las últimas gotas de la crisis que le quedan en el marasmo de la peste (incluyendo el fugaz fantaseo solidario que suscitaron los sismos de septiembre de 1985), con lo cual el autor parece concluir el decurso de su proyecto narrativo, donde por entonces ya había novelado hasta la saciedad, con mitos y estereotipos (urdimbre reprochada por los que esperaban el “montaje verídico”), ciertas respuestas y preguntas ante el constante escrutinio de la ontología mexicana, arribando y declinando en la modernidad.
Fernando Benítez
(1912-2000)
  Cristóbal Nonato, novela festiva, paródica, pantagruélica y bufa en nimios y numerosos detalles y anécdotas. Obra que confirma la habilidad de Carlos Fuentes para aparecer-desaparecer-reaparecer-y-entrecruzar a sus personajes en momentos inesperados. Páginas olvidables y somníferas que tal vez inciten una reflexión en torno a la responsabilidad (no sólo moral) de engendrar un hijo en un medio hostil y agresivo. Líneas que ridiculizan la democracia inexistente del lector al llamarlo con cinismo y sorna “Elector”. Mirada lúdica y aparentemente sin fe en un México del hipotético futuro [ya rebasado], donde entre la corrupción y lo derruido del hábitat, el PRI busca perpetuarse por los siglos de los siglos. Mundo catastrófico donde Pacífica (un lugar donde las contradicciones sociales se concilian para incentivar el progreso científico-tecnológico y la libertad artística, pero sin omitir la naturaleza dramática del ser humano) no es una utopía, como probable es que al achaparrado y achicado resto de México lo devoren las inmundas y malolientes aguas del mar, como ya lo hicieron con Chile. Por ende, Pacífica resulta ser, más que una esperanza, una ironía abismal, un espejismo de huitlacoche difícil de concebir en la trágica y evanescente realidad.
La mafia en La Ópera: Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas,
Fernando Benítez y Carlos Fuentes
Ciudad de México, 1965
Foto: Héctor García
Cristóbal Nonato, novela chocarrera de Carlos Fuentes que es al unísono una celebración o un homenaje a diversos autores citados por nombre o por obra o colocados en la trama en calidad de personajes: Ramón López Velarde, Francisco de Quevedo, José Vasconcelos, Juan Rulfo, Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y otros más; nómina donde descuella Fernando Benítez, puesto que además de ser uno de los tíos de los progenitores del omnisciente Cristóbal, desempeña particular relevancia en el curso de los sucesos. 
Novela publicada por la burocrática y oficiosa editorial del Estado (el rimbombante Fondo de Cultura Económica), que carnavalescamente critica al Estado del otrora partido único (¡oh inocua válvula de escape!), y con la que nosotros —supuestos “Electores” carnavalescos e ingenuos, sin voz y sin voto ante los moches y tinglados de los trepadores de la Cámara de Diputeibols y del Senado— jugamos a la “libertad de expresión”, a la “circulación libre de las ideas”, al pensamiento crítico y criticoide, y a la “lectura democrática” de una novela sin igual o equiparable a La silla del águila, que según el presidente Enrique Peña Nieto escribió Krauze.




Carlos Fuentes, Cristóbal Nonato. Colección Tierra Firme, FCE. México, 1987. 552 pp.


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Lo que pensó Carlos Fuentes del entonces candidato a la Presidencia de la República

martes, 13 de septiembre de 2016

Dos veces única (1 de 2)

  Y Prieta Mula por siempre

I de VII
En la copiosa y polifacética obra de Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1939), pese al sucesivo reconocimiento de que es objeto por tirios y troyanos, abundan los lapsus y los yerros, y ejemplo de ello es el sonado y polémico caso del poema apócrifo atribuido a Jorge Luis Borges en “Un agnóstico que habla de Dios” —su texto incluido por Miguel Capistrán en la “Nueva edición” de la antología Borges y México (Lumen, 2012)—, los que se leen en el texto y en la iconografía de Octavio Paz. Las palabras del árbol (Plaza & Janés, 1998), en sus esbozos biográficos recogidos en La siete cabritas (Era, 2000) y en sus novelas Tinísima (Era, 1993) y Leonora (Seix Barral, 2011). En sentido, Dos veces única (Seix Barral, 2015), novela sobre la vida de Lupe Marín (1895-1983), no es la excepción.
En la foto: Diego Rivera y Lupe Marín con
su primera hija en la casa de Mixcalco 12
(México, c. 1925)

(Seix Barral, 1ª ed. mexicana, septiembre de 2015)
  En Dos veces única, Elena Poniatowska no optó por una novela exhaustiva, analítica y biográfica en sentido estricto; es decir, por una obra donde con hilo sutil y de manera inextricable se entretejiera la hipótesis, la conjetura, la anécdota y la imaginación literaria con los datos fehacientes e históricos, cuyo basamento y argamasa implica la consabida investigación preliminar y la ineludible consulta documental, bibliográfica y hemerográfica. Desde luego que la narradora hizo sus parciales indagaciones, lo cual refleja en su prefacio, en la postrera lista de entrevistados, en la bibliografía y en las citas y transcripciones insertadas en el cuerpo de la obra. No obstante, su opción narrativa —fragmentaria, esquemática, desparpajada, dicharachera, lúdica y arbitraria— presupone toda la libertad que se permitió para construir la personalidad o el perfil de sus protagonistas, para hacerlos hablar, dialogar y actuar, y para manipular a su antojo y como le venga en gana el tiempo y la cronología, las consabidas leyendas que pululan sobre los personajes y los consabidos episodios de la historia de la cultura y de la política del siglo XX mexicano, más los datos documentales y bibliográficos.

Elena Poniatowska coronada Reina de la Intelectualidá
por Eugenia León y Jesusa Rodríguez
  Ilustrada con viñetas de Carmen Irene Gutiérrez Romero, Dos veces única está dividida en 50 capítulos numerados y con rótulos. Parte del escenario del México de los años 20 en que Lupe Marín surge como modelo y esposa por la iglesia de Diego Rivera (1886-1957) y luego musa y esposa por lo civil de Jorge Cuesta (1903-1942), sin dejar de aludir el núcleo familiar del que provenía y el pueblo del estado de Jalisco donde nació (“Zapotlán el Grande el 16 de octubre de 1895”), hasta su fallecimiento en la Ciudad de México casi a los 88 años (“La mañana del 15 de septiembre de 1983”). Debe su título no sólo al obvio hecho de que fue mujer de Diego Rivera y de Jorge Cuesta (con el pintor tuvo dos hijas y con el poeta un hijo), sino también al relevante rasgo de que, según lo narrado, estuviera donde estuviera e hiciera lo que hiciera Lupe Marín se sentía “única”, y a que escribió dos “únicas” novelas con transposiciones autobiográficas y mucha mala leche (“no escribió con sangre sino con caca”, dijo alguna vez Octavio Paz de Salvador Novo); una de ellas titulada con tal apelativo: La Única (Editorial Jalisco, 1938), y la otra: Un día patrio (Editorial Jalisco, 1941), cuyo rótulo, curiosamente, prefigura el día que habría de morir 32 años después.  

   
Portada de La Única, libro escrito por Guadalupe Marín Preciado (1938),
Dibujo al carbón de Diego Rivera. La cabeza de la izquierda corresponde
a la autora y la de la derecha a su hermana Isabel 
 [más bien es al revés].
En la cabeza seccionada de Jorge Cuesta se aprecia claramente el párpado
izquierdo más abajo que el derecho. Se aprecia también que el trazo
que corresponde al ombligo del cuerpo bicéfalo está formado por las letras
C y J, iniciales de Jorge Cuesta.

Pie de foto que se lee en la 
“Iconografía” del volumen
Jorge Cuesta. Obra reunida III (FCE, 2007), editado por
Jesús R. Martínez Malo, Víctor Peláez Cuesta y Francisco Segovia.
     
Página interior de La Única (Editorial Jalisco, 1938)
Dibujo de Diego Rivera
      Según dice Elena Poniatowska en su prólogo: “Lupe Rivera Marín leyó la versión íntegra de Dos veces única como también lo hizo Juan Coronel.” Lo cual no significa, se infiere, que aprobaran o estuvieran de acuerdo con todo lo narrado por ella ni con la ligereza y el desparpajo con que lo hace ni con los sesgos, matices y omisiones que aplica. Esto puede suponerse porque el trazo de la Lupe Marín de la novela es muy negativo (y no sólo en lo que concierne al hecho de que fue una pésima madre) y muy simplista en numerosos casos y porque algunos de los fallos en que incurre la autora se los pudieron haber enmendado. Más bien, se colige, significa que respetan su perspectiva y su libertad para narrar y cuestionar no sólo a las personas y al poder político y gubernamental, pues por ejemplo, en el “Capítulo 36/Adiós al maestro”, la auscultación crítica de Elena Poniatowska también bosqueja los arribistas y pecuniarios beneficios que implicó la militancia de Guadalupe Rivera Marín en el hegemónico, antidemocrático, corrompido, ominoso y demagógico PRI:
   
Lupe Marín y la dos hijas que tuvo con Diego Rivera:
Ruth (Chapo) y Guadalupe (Pico)
       
Diego con sus hijas Pico y Chapo
       “También Lupe Rivera se aficiona a los elogios. En la Cámara, en el Senado, la costumbre es rendirse ante el poder. Premios como el de Economía justifican todos los maltratos del pasado. Al darle México su lugar, Lupe entra al mundo de los desayunos políticos en Sanborns, las reuniones con diputados, las prebendas, las cenas y los cocteles en los que la reconocen y festejan la más nimia de sus palabras. Imposible permanecer ajena a las reverencias o los halagos. De niña, su madre la humilló tanto que ahora los premios la compensan. Ya no son suficientes los vestidos que le cose su madre, ahora en su clóset se acumulan los trajes para cada ocasión. Si el traje es azul, los zapatos son azules, la bolsa azul, las joyas de lapislázuli, la mascada en torno al cuello hace juego con el resto del atuendo. La uniformidad es la regla en la Cámara; todos dicen al unísono y las prebendas se acumulan en bonos, prestaciones; hay un Cadillac en el futuro de cada uno, la casa en las Lomas, la de los fines de semana en Cuernavaca o Tepoztlán, el club de golf, el de Industriales, la mesa reservada en el Ambassadeurs. La Cámara es una madre más amorosa de lo que fue jamás Lupe Marín, el gabinete le es tan familiar como su propia casa. ‘Lupita, dichosos los ojos’. Los presidentes de la República la abrazan, Adolfo López Mateos y Gustavo Días Ordaz la invitan a Los Pinos; ahora la valora su antiguo pretendiente, Luis Echeverría, así como los jefazos del Ejército cuajados de medallas y condecoraciones. El general [Alfonso] Corona [del Rosal] le pide consejos.
  “El embajador de Italia echa la casa por la ventana para recibirla: ‘Tu sei la Regina!’. Cuando el presidente le ofrece ser senadora —seis años en la cúspide del poder—, la que antes fue Pico o Piquitos siente que ha llegado lejos por mérito propio. Vale por sí misma, no por ser hija de Diego Rivera. Embajadora en la FAO, logra que se instaure en Roma la Oficina de la Mujer. ¿Qué diría Diego si la viera en su curul?”
Diego Rivera con sus hijas Guadalupe y Ruth
y una mujer no identificada por mí

II de VII
Guadalupe Rivera Marín y Juan Rafael Coronel Rivera figuran como coordinadores del volumen Encuentros con Diego Rivera (Siglo XXI, 1993), con cuyo auxilio —junto con otros libros, iconografías, visitas in situ y páginas de la web— pueden despejarse algunos de los yerros y falsedades en que Elena Poniatowska incurre en Dos veces única. En el “Capítulo 2/La Prieta Mula” —que es el mote con que en la obra Diego cariñosamente llama a Lupe— la voz narrativa (especie de dicharachera alter ego de la autora) cuenta que Rivera pinta el mural La Creación (1922-1923) en el Anfiteatro Bolívar de San Ildefonso porque se lo “aconseja Roberto Montenegro”, lo cual es falso, pese a que sea cierto en la verdad novelística. Según la narradora, “A Lupe, criolla de Jalisco, [Diego] la sitúa detrás de una mujer desnuda con un rostro faunesco. La cubre con un rebozo rojo.” Y nada más. No narra otra cosa sobre la notoria y relevante presencia de Lupe Marín en ese mural. Vale recordar, entonces, que en su ensayo sobre La Creación que se lee en el volumen Diego Rivera. La obra mural completa (Taschen, 2005) —pesado librote no exento de yerros y contradicciones (ídem el citado Encuentros)— Juan Rafael Coronel Rivera apunta: “Una de sus modelos para este mural fue Lupe Marín (María Guadalupe Marín Preciado), a quien conoció entre diciembre de 1921 y febrero de 1922. Ella posó para tres figuras y para todas las manos que se representan en la obra; aquellas fueron La Fuerza, El Canto y La Mujer, y Lupe posó en ese orden. Para la última figura del listado, ella es una desnuda mujer que por aquel entonces inició una relación sentimental con el pintor.” 
     
Retrato de Lupe Marín (1924),
óleo sobre tela de Diego Rivera
     
Retrato de Lupe Marín (1938),
óleo sobre tela de Diego Rivera
     
Retrato de Lupe Marín (1945),
óleo sobre tela de Juan Soriano
       Es decir, las manotas que se ven en La Creación son las manotas que a Lupe Marín la hacían “única” —y que Diego Rivera inmortalizó en dos célebres retratos al óleo (uno data de 1924 y otro de 1938) y que Juan Soriano también inmortalizó en su Retrato de Lupe Marín (1945) y en varios cuadros de la serie de Lupes abstracto-figurativas que hizo entre 1961 y 1963— y esa primigenia mujer desnuda de supuesto “rostro faunesco” también es el rostro de Lupe Marín, como primordialmente y sin ninguna duda lo es en la imagen de La Fuerza —que Raquel Tibol, en su ensayo sobre La Creación que se lee en Diego Rivera, luces y Sombras (Lumen, 2007), describe así: “ojos claros, mirando a lo lejos, las manos una encima de otra, sobre el borde del escudo y tendiendo ancho puñal de combate está La Fortaleza, su escudo es rojo carmín, bordado de bermellón, en el centro un sol de oro”. No obstante, si bien se ve, el rostro de La Danza —que baila con los brazos en alto al son del Canto y de La Música, observada por la sedente y bobalicona “mujer desnuda con un rostro faunesco”—, pese a que no posee el color verde de los ojos de Lupe, tiene un dejo ella. 

 
El rostro de Lupe Marín es el rostro de La Fortaleza,
detalle de La Creación (1922-1923),
mural a la encáustica de Diego Rivera
en el Anfiteatro Bolívar de San Ildefonso
     
Detalle de La Creación donde se aprecia a la alegoría de
La Fortaleza con el rostro de Lupe Marín
     
Detalle de La Creación donde Lupe Marín posó para
las alegorías de El Canto y La Mujer
   
La Creación (1922-1923), mural a la encáustica de Diego Rivera
Anfiteatro Bolívar de San Ildefonso
Centro Histórico de la Ciudad de México
     Vale añadir que tal especie de “ceguera” también se observa en otras minucias de Dos veces única; por ejemplo, en el “Capitulo 23/Los subrealistas”, se lee: “Mientras Lupe disfruta sus últimos días en París, Diego y Frida llegan a Detroit el 20 de abril de 1932. Edsel Ford, hijo de Henry Ford, ofrece veinte mil dólares por unos murales en el patio interior del Instituto de Arte. A los costados del panel central Rivera pinta dos mujeres gigantescas: una rubia y otra morena que llevan en sus brazos frutas y verduras del mercado de Michigan.” Pero lo cierto es que —ambas desnudas y sedentes— la rubia sólo sostiene entre sus brazos espigas de trigo y la morena sólo manzanas.
La rubia con espigas de trigo.
Detalle de La industria de Detroit (1932-1933),
fresco de Diego Rivera.
 
La morena con manzanas.
Detalle de La industria de Detroit (1932-1933),
fresco de Diego Rivera
     
Detalles de La industria de Detroit  (1932-1933),
fresco de Diego Rivera.
Instituto de Artes de Detroit, muro este.
        Y en el “Capítulo 32/El primer nieto”, donde se cuenta que “el 2 de junio de 1947” nace el primer hijo de Lupe Rivera Marín, registrado con el nombre de “Juan Pablo Gómez Rivera”, apunta la voz narrativa: 
    “Diego, indiferente a todo lo ajeno a su pintura, levanta al niño en brazos. Pronto se fastidia. Solo le gustan los niños que pinta. 
“—Si este es hijo de un Gómez Morín espero que el próximo no sea de Francisco Franco —arremete contra su hija.” 
Diego Rivera retratando a su hija Guadalupe Rivera Marín y a su nieto Juan Pablo Gómez Rivera en
Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central  (1947),
fresco en el desparecido Hotel del Prado
  Pero lo que olvida o ignora la “omnisciente” novelista es que ese mismo año de 1947, en el Hotel del Prado, Diego pintó a Lupe Marín y a las dos hijas que tuvo con ella: Lupe y Ruth (Pico y Chapo), en el extremo del lado derecho de su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, y que su hija Lupe posó para él cargando a su nieto, el bebé Juan Pablo, ataviado con un largo ropón de niña; y que el inmortal retrato de éste en el mural le salió con una enorme cabezota y retocados rasgos aniñados y amujerados. 

   
Detalle de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947) donde se aprecia
el rostro de Lupe Marín, el rostro de Ruth Rivera Marín y el rostro de Guadalupe Rivera Marín
cargando a su hijo el bebé Juan Pablo Gómez Rivera.
       Y luego, sobre tal mural, en el “Capítulo 35/El último autorretrato”, después de que el pintor, según la narradora, regresa de la URSS (donde se trató el cáncer en la próstata), dizque “a los setenta y un años” —que en rigor debió cumplir el 8 de diciembre de 1957, pero murió el 24 de noviembre de ese año—, quesque “Lo primero que hace Diego al regresar de la Unión Soviética es eliminar la frase del Nigromante en su mural del Hotel del Prado: ‘Dios no existe’. En su lugar escribe ‘Constitución de 1917’.” El cambio 
—precisa Raquel Tibol en su citado libro— en realidad ocurrió “el 15 de abril de 1956” después de permanecer “oculto durante ocho años”; y lo más relevante y trascendente del cambio: la frase que Diego escribió para sustituir el “Dios no existe” no fue “Constitución de 1917” (lo cual sería incongruente y absurdo), sino “Conferencia en la Academia de Letrán el año de 1836”, tal y como se puede ver y leer en el Museo Mural Diego Rivera; histórico acto registrado por periodistas y fotorreporteros que estuvieron presentes, entre ellos Héctor García, de quien en la página 261 de Pata de perro. Biografía de Héctor García (CONACULTA, 2007), volumen de Norma Inés Rivera, se aprecia una foto, con su correspondiente pie, que lo testimonia; y en la página 495 del citado librote Diego Rivera. La obra mural completa se ve otra imagen del mismo fotógrafo y en la página 494 una foto a color del detalle del mural donde, bajo la imagen tutelar de Benito Juárez (1806-1872), se observa al maduro pensador liberal Ignacio Ramírez (1818-1879), quien firmaba sus artículos periodísticos con el pseudónimo de El Nigromante, sosteniendo el pergamino donde se lee: “Conferencia en la Academia de Letrán el año de 1836”; leyenda que remite al hecho histórico de que siendo un joven estudiante de la Academia Literaria de San Juan de Letrán pronunció un discurso que causó revuelo (sobre todo entre católicos y conservadores) al declarar: “No hay Dios; los seres humanos se sostienen por sí mismos.” 
     
Detalle de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947) donde El Nigromante
sostiene el pergamino que reza: 
“Conferencia en la Academia de Letrán el año de 1836”,
sitio donde originalmente Diego Rivera escribió la revulsiva frase para

los católicos y la intolerante derecha:“Dios no existe”.
     
Detalle de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947) donde
se aprecia al pensador liberal Ignacio Ramírez (1818-1879)
bajo la imagen tutelar de Benito Juárez (1806-1872)
      Pero el caso es que en la novela, luego del regreso de Moscú en 1956, dizque “a los setenta y un años”, y de haber dizque cambiado la mentada frase del Nigromante por “Constitución de 1917”, “Lola Olmedo lo invita a Acapulco”, pues “Alega que vivir al nivel del mar le hará bien”; y dizque “Allá pinta, en 1954, su último autorretrato: un Diego enflaquecido que sostiene con una mano la paleta y con la otra su corazón, la tristeza dibujada en su rostro.” ¡En 1954! O sea, que Diego Rivera, acompañado de la galerista Emma Hurtado, su última y tercera esposa desde el 29 de julio de 1955, no sólo en 1956 regresó de Moscú a la Ciudad de México y luego, convaleciente, viajó a Acapulco, sino que viajó a dos años antes, a 1954, para pintar “su último autorretrato”. ¡Recontra viaje al pasado! Sin duda a través de la máquina del tiempo. ¡Ciencia ficción pura!

Diego Rivera y Emma Hurtado en el hospital de Moscú
Invierno de 1955-1956

III de VII 
Según dice Elena Poniatowska en su prólogo: “tanto Dos veces única como Leonora o Tinísima pueden ser el punto de arranque para que un verdadero biógrafo rescate la vida y obra de personajes fundamentales en la historia y en la literatura de México.” Quizá. Pero lo cierto es que en Dos veces única abundan las nimiedades parecidas a las expuestas y numerosas aseveraciones erradas y pasajes controvertidos que por igual implican e incitan el desacuerdo, la consulta y la polémica. Por ejemplo, pese a que los estridentistas (1921-1927) nunca conformaron una brigada vasconcelista ni se integraron a las misiones culturales de José Vasconcelos, secretario de Educación Pública entre el 1º de octubre de 1921 y el 27 de julio de 1924, en el “Capítulo 6/La italiana”, se lee: “En las misiones culturales Luis Quintanilla, el grabador Leopoldo Méndez y el autor de El café de nadie [Ediciones de Horizonte, 1926], Arqueles Vela, Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide y Fermín Revueltas se convirtieron en educadores y ordenan la vida de los demás antes que la suya. Primero son los niños sin escuela y luego los campesinos de calzón de manta los que observan al bellísimo Leopoldo trazar las letras del alfabeto sobre un pizarrón o sobre la arena de la playa o sobre un muro en la calle o sobre un grano de arroz. Para complacerlos, Méndez dibuja a cada uno de sus espectadores y arranca las hojas de su cuaderno: ‘Toma, toma, toma tú, toma, ándale’ y les regala el único retrato que tendrán en la vida. Al despedirse insiste en repetir: ‘Ustedes son la semilla de nuestro continente’.”
Los estridentistas en Xalapa (c. 1926):
Ramón Alva de la Canal, Germán List Arzubide, Manuel Maples Arce,
Arqueles Vela y Leopoldo Méndez.
          Otro ejemplo de añadido de su cosecha se lee en el “Capitulo 23/Los subrealistas”, cuando en el supuesto abril de 1932, ya separada de Jorge Cuesta y recuperada de un trastorno corporal y psicológico, Lupe Marín está en París, porque Rivera le paga el viaje, y se hospeda en el “Hotel de Suez en el Boulevard Saint Michel, donde solía hospedarse Diego” —dice el Ilya Ehrenburg de la novela—; pero el que se hospedó allí, entre mediados de junio y mediados de agosto de 1928, fue el Jorge Cuesta de la vida real. Guiada por el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón —quien no deja de galantearla y en tratar de ligar un acostón con ella—, Lupe Marín le pide que la lleve a “conocer a Marika, la hija de Diego, para ver si de veras se parece tanto a él como cuentan”. (La muy morbosa también quiso ver el sitio en la Catedral de Notre Dame donde el 11 de febrero de 1931 se suicidó Antonieta Rivas Mercado con la pistola de José Vasconcelos). 

     
Antonieta Rivas Mercado
(1900-1931)
Foto: Tina Modotti
      Según dice la voz narrativa: “En la casa casi vacía la joven Marika, de dieciocho años y mirada triste, saluda con gracia. Es alta, de cabello oscuro”. Tras examinarla, Lupe confirma: “No hay duda, te pareces a Diego más que nadie que haya visto jamás.” Pero en la vida real —y es de sobra consabido—, Marika, la hija que Diego Rivera tuvo con la pintora rusa Marevna Vorobieva-Stebelska (1892-1984), nació el 13 de noviembre de 1919, en París, “en un hospital de beneficencia pública” (murió en Londres el 14 de enero de 2010). Esto lo argumentan varios historiadores (que varían la castellanización del apellido de Marevna), entre ellos Olivier Debroise en la página 101 de Diego de Montparnasse (FCE, 1979). No obstante, desde junio de 1911 la esposa de Diego Rivera era la pintora rusa Angelina Beloff (1879-1969), quien lo recuerda en sus póstumas Memorias (UNAM, 1986) y a quien conoció en Brujas, Bélgica, en el verano de 1909. O sea, Marika Rivera, en la vida real, a mediados de 1932 tenía 12 años y no 18, y su rostro para nada se parecía al rostro de Diego Rivera. Esto puede observarse, por ejemplo, en Casanova (1976), película dirigida por Federico Fellini, donde Marika Rivera hace el papel de Astrodi; y en la página 138 del citado Encuentros con Diego Rivera, donde se reproduce en blanco y negro un retrato a la acuarela, sin fecha, que Marevna Vorobieva le hizo a su joven hija; más una fotografía de su rostro, con atavío y pose de actriz de cine, que Marika Rivera le envió, en 1954, al pintor “con una dedicatoria [manuscrita] en el reverso”: “Marika to mon cheri papa Diego”.

     
Retrato de Marika Rivera, acuarela sin fecha
de Marevna Vorovieba-Stelbelska
       
Marika Rivera en 1954. Foto enviada a Diego Rivera con una
dedicatoria en el reverso
”:
Marika to mon cheri papa Diego
     
Marika Rivera
(1919-2010)
      Y en Diego Rivera. Palabras ilustres 1886-1921 (MCEDRFK/INBA, 2007) se reproduce a color, sin fecha y en dos páginas contiguas (342-343), un retrato colectivo de Marevna Vorobieva-Stebelska de largo título: Homenaje a los amigos de Montparnasse: Diego Rivera, Marevna y Marika, Ilya Ehrenburg, Chaim Soutine, Amadeo Modigliani, Jeanne Hebuterne, Max Jacob, Moises Kisling y Zborowsky
El retrato de Diego Rivera con sombrero, bigotillo y barba que se ve en la reproducción del lienzo evoca los conocidos retratos fotográficos del Diego Rivera de los años de su primera estadía estudiantil en España y de la posterior época cubista en Montparnasse; además, se observa que la niña Marika Rivera no tenía un pelo de parecida con el pintor. 
Diego Rivera
(París, c. 1911)

     
Detalle de Homenaje a los amigos de Montparnasse, lienzo sin fecha de Marevna Vorovieba,
donde se observa a ésta con su hija Marika Rivera y a Diego Rivera con sombrero,
bigote y barba
     
Homenaje a los amigos de Montparnasse: Diego Rivera, Marevna y Marika,
Ilya Ehrenburg, Chaim Soutine, Amadeo Modigliani, Jeanne Hebuterne,
Max Jacob, Moises Kisling y Zborowsky
, lienzo sin fecha de Marevna Vorovieba
         Vale añadir que la idea de que Marika Rivera se parecía muchísimo al pintor, Elena Poniatowska ya la usó en la supuesta voz de Angelina Beloff, precisamente en la carta al muralista fechada el “28 de enero de 1922” que se lee en
Querido Diego, te abraza Quiela (Era, 1978), nostálgica, melancólica y entrañable narración construida a través de doce misivas de la pintora al pintor, fechadas entre el “19 de octubre de 1921” y el “22 de julio de 1922”, ella esperándolo en la pobreza en París y él progresando en México, cuya información, dice la autora en una postrera nota, mucho le debe a La fabulosa vida de Diego Rivera, biografía de Bertram D. Wolfe, cuya primera edición neoyorquina en inglés data de 1963 y en español de 1972, traducida por Mario Bracamonte.
 
Retrato de Angelina Beloff (1909),
óleo sobre tela de Diego Rivera
       
María del Pilar Barrientos de Rivera en 1917
   
La madre y la hermana del pintor Diego Rivera
         El familiar del muralista cuyo rostro era inequívocamente muy parecido al suyo era el de su madre: doña María del Pilar Barrientos de Rivera; pero también su hermana María —autora de Mi hermano Diego (SEP/GEG, 1986), libro biográfico y de memorias concluido en 1960— se parecía mucho a él; y tanto en éste, como en Encuentros con Diego Rivera, se observan varias fotos que lo confirman. Y la Lupe Marín de la novela debía de saberlo, pese a que parece que lo ignora, puesto que, según se lee en el “Capítulo 3/La boda de un comunista”, el “día de la boda” de Diego Rivera y Lupe Marín, celebrada “El 20 de julio de 1922” en la iglesia “de San Miguel Arcángel en la calle de San Jerónimo”, la madre del pintor estuvo allí. Pero ¿por qué el comunista y ateo de Diego Rivera se casó por la Iglesia? (remember la célebre y dogmática frase de Karl Marx: “La religión es el opio del pueblo”). Al parecer, no fue sólo para complacer a los padres y a la familia de la novia. Sobre ello, Juan Rafael Coronel Rivera, en su citado ensayo sobre La Creación, formula una respuesta: “Angelina Beloff aguardaba en París el regreso de su marido, pero las intenciones de Rivera ya eran claras: Angelina era cosa del pasado, y por ello no dudó en proponerle matrimonio a Lupe. Hasta su muerte, Marín decía que era la única mujer de Rivera, ya que sólo con ella se había casado por el rito de la Iglesia católica; más en realidad la situación era otra. Rivera no podía desposarse por lo civil debido a que, legalmente, no se había separado de Beloff. Diego Rivera y Guadalupe Marín contrajeron matrimonio en la Parroquia de San Miguel Arcángel, ubicada en la calle de San Jerónimo número 95, en la ciudad de México, el día 20 de julio de 1922; los bendijo el presbítero Enrique Servín.” 
Diego Rivera y Lupe Marín embarazada
(Iztacalco, Viernes de Dolores de 1924)

IV de VII
Otro ejemplo de lo omitido y arbitrario que se lee en Dos veces única puede ser lo relativo a Ulises (1927-1928), Revista de curiosidad y crítica coeditada por Xavier Villaurrutia y Salvador Novo (gracias al mecenazgo de Antonieta Rivas Mercado), que sólo hizo 6 números, y que es anterior a la revista Contemporáneos (1928-1931), que llegó al número doble 42-43. Sin precisar las fechas, los Contemporáneos ya lo son antes de serlo y dizque actúan en bloque o en comparsa; es decir, cuando aún son los Ulises y Jorge Cuesta inicia su cortejo de Lupe Marín y dizque asisten en manada a las tertulias que ella, al margen de su marido, celebraba en su legendaria casa de Mixcalco 12. Así, la narradora pone énfasis en el supuesto afrancesamiento de los Contemporáneos y en el supuesto hecho de que son contrarios a la pintura de Diego Rivera y a su ideología nacionalista y comunista. No obstante, omite el hecho de que en el número 5 de la revista Forma, editada en 1927, Xavier Villaurrutia publicó un breve y elogioso artículo ilustrado donde esboza de manera vaga y genérica la formación y trayectoria del pintor: “Historia de Diego Rivera”; y en el número 5 de la revista Ulises, correspondiente a diciembre de 1927, los Ulieses le rindieron un reconocimiento o tributo a Diego Rivera al reproducir, sin datar, dos óleos de caballete (característicos del estilo riverino en boga): el retrato de una niñita indígena y el retrato de un niñito indígena, y dos encuadres de sus murales que ilustran su nacionalismo y mexicanismo popular in progress. En ese momento, además, se ha concretado el galanteo de Jorge Cuesta y la ruptura de Lupe Marín y Diego, quien estaba en la URSS, invitado a los festejos conmemorativos del décimo aniversario de la Revolución de Octubre, cosa que los editores de Ulises enrevesada e irónicamente comentan sin firma en la sección “El curioso impertinente”: Para Rusia —¿se nos quedará en Alemania?— partió Samuel Ramos, acompañando a Diego Rivera —¡que no se nos quede en Rusia!— Esperemos, para verles de nuevo en México, que Alemania sea, para aquél, demasiado Oriente, y demasiado el Occidente, Rusia, para Diego.”
       
Xavier Villaurutia (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
     
Jorge Cuesta (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
   
Salvador Novo (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       En este sentido, en el “Capítulo 10/Los Contemporáneos” se lee en el único pasaje donde se menciona a la revista Ulises: “El ingenio de los Contemporáneos, su discurso sobre sí mismos y la revista Ulises hartan al Panzas, que conoce a fondo la vanidad de la bohemia. Alguna vez asistió al Teatro Ulises de Antonieta Rivas Mercado y vio al pintor Manuel Rodríguez Lozano huir despavorido como si fuera el diablo. A él, el sarcasmo de Novo no le dice nada. Los Contemporáneos aficionados a su Prieta Mula le ofrecen un dejà-vu de lo que conoció en el París de principios de siglo cuando lo llamaban le Mexicain.” 

    
Portada del número 1 de la revista Ulises
Mayo de 1927
     
Portada del número 1 de Contemporáneos
Junio de 1928 
     
Antología de la poesía mexicana moderna
firmada por Jorge Cuesta
Mayo de 1928
      Y luego, en el “Capítulo 12/El Monte de Piedad”, sin precisar la fecha de la edición (el número uno de la revista Contemporáneos data de junio de 1928), la narradora apunta en un breve pasaje: “En el primer número, el pintor Gabriel García Maroto critica a Diego Rivera. En respuesta, Diego arremete contra los Contemporáneos y los llama ‘maricas’.” Obviamente el conflicto no fue tan simple y lo que omite es que Gabriel García Maroto (1889-1969), pintor español, quien además diseñó la portada de la revista, era contemporáneo de Diego y no de los Contemporáneos, y que en su ensayo —repleto de generalizaciones, circunloquios y vaguedades—, pese a la crítica, al escarnio y al menosprecio, incluso en las postreras notas “a los grabados”, no deja de ponderar ciertos aspectos del talento artístico y técnico de Rivera. Y más aún: la respuesta a los Contemporáneos no se limitó a una exclamación visceral —Diego los “apodó ‘los anales’ (debido a la ostentación que algunos de ellos hacían de su homosexualidad)”, apunta Reyna Barrera en Salvador Novo, navaja de la inteligencia (Plaza y Valdés, 1999)—, sino que en el Corrido de la Revolución Proletaria, realizado 1928 en el segundo piso de la Secretaría de Educación Pública (donde Salvador Novo y Xavier Villaurrutia tenían sus oficinas), pintó un panel en el que se lee: “el que quiera comer que trabaje”, donde además de colocar cabizbaja y triste a la ricachona y filántropa Antonieta Rivas Mercado recibiendo una escoba de una revolucionaria con carruchera y rifle, ridiculizó a Salvador Novo, a cuatro patas y con orejas de burro, recibiendo una patada en el trasero de un niño revolucionario que parece ser un autorretrato del muralista y por ende también resulta un contraataque a los versos satíricos que Novo le endilgó in crescendo por esa época: “La Diegada”, “Sonetos a Diego”, “Décimas al mismo” y “Quintilla a lo mismo”. 
     
El que quiera comer que trabaje, panel del
Corrido de la Revolución Proletaria (1928),
fresco de Diego Rivera en el segundo piso de la SEP
       En su Guía de los murales de Diego Rivera en la Secretaria de Educación Pública (SEP, 1986), el crítico e historiador Antonio Rodríguez esboza así el panel El que quiera comer que trabaje: “El pintor responde aquí, en forma sarcástica, a los poetas y escritores que se burlaron de la pintura mural y de otras formas del arte afines al pueblo. Diego Rivera parece autorretratarse en el soldado que empuja con el pie al personaje elegante, pero con orejas de burro y en ridícula postura, que algunos consideran un retrato caricaturizado de Salvador Novo [apodado Nalgador Sobo, incluso se recuerda en el “Capítulo 21” de Dos veces única]. De hecho, el artista quiso simbolizar con ello a los representantes de un arte elitista, ajeno a las luchas e inquietudes populares y revolucionarias. La mujer con la escoba, a quien obligan a trabajar, representa a María Antonieta Rivas Mercado, promotora del grupo de teatro de vanguardia ‘Ulises’, y a quien debemos un importante epistolario.” 
El que quiera comer que trabaje (1929)
Foto: Tina Modotti


Elena Poniatowska, Dos veces única. Viñetas de Carmen Irene Gutiérrez Romero. Biblioteca Breve/Seix Barral. 1ª ed. México, septiembre de 2015. 416 pp.


Continúa y concluye en Dos veces única (2 de 2)