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sábado, 21 de mayo de 2016

La neblina del ayer



Ella también cantaba boleros

Premio Hammett 2006
(Tusquets, México, 2005)
Con La neblina del ayer (Tusquets, 2005), el cubano de Leonardo Padura Fuentes obtuvo, en 2006, el sonoro Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett, otorgado por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos durante la anual Semana Negra de Gijón (en el Principado de Asturias, España) a la mejor novela policíaca escrita en español. En La neblina del ayer es el verano de 2003, en La Habana, y Mario Conde, de 48 años, quien fue policía investigador entre 1979 y 1990, ya lleva trece años en el escuálido y magro negocio de la compra-venta de libros de viejo. 
En su papel de rastreador ambulante por las calles habaneras, imprevistamente se halla ante una “casona umbría de El Vedado”, en cuyo interior, con elocuentes rasgos de escasez de mobiliario y deterioro físico, se oculta y custodia, desde hace 43 años y en excelentes condiciones, una extraordinaria y onírica biblioteca, el regio acervo de tres generaciones de Montes de Oca (desde las guerras de Independencia), donde el Conde hojea y describe, con deleite y placer, auténticas joyas de la historiografía y bibliografía cubana y del globo terráqueo.
Una vez iniciados los primeros trámites que el ex policía y su socio Yoyi el Palomo acuerdan con los fantasmales custodios de la biblioteca: los hermanos Ferrero, Dionisio y Amalia (sesentones, empobrecidos y hambrientos), el Conde descubre, entre las páginas de un recetario imposible impreso en 1956, el recorte de un ejemplar de Vanidades fechado en mayo de 1960, donde una hermosísima cantante de boleros: Violeta del Río, anuncia su inminente retiro y su última presentación en el “segundo show del cabaret Parisién” (donde otrora Frank Sinatra cantara ante la mafia), pese a que en su breve y vertiginosa carrera apenas había grabado el “single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”, que nunca se hizo.
Tal icónico hallazgo, seductor para el Conde, y el hecho de que al parecer nadie sabe ni recuerda nada de tal bolerista, suscita las primeras interrogantes y pesquisas detectivescas del ex policía, las cuales se agudizan cuando los hermanos Ferrero les dicen, a él y al Yoyi, que un inesperado negro, alto, cojo, y con acento y verborrea de predicador adventista acaba de revisar los libros (como si alguien recién le hubiera delatado su oculta existencia), y más aún: cuando Dionisio aparece misteriosamente asesinado en la puerta de la biblioteca.
Leonardo Padura
El cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) tiene en su haber artículos periodísticos, ensayos, cuentos, novelas y guiones de cine. En sus obras policiales —el cuarteto de novelas “Las Cuatro Estaciones” y las novelas Adiós, Hemingway (Tusquets, 2006), La cola de la serpiente (Tusquets, 2011) y Herejes (Tusquets, 2013)— descuella Mario Conde, su recurrente protagonista y alter ego, quien en La neblina del ayer exacerba su bibliofilia, sus hábitos de lectura y su latente, idílico y reprimido sueño de algún día convertirse en escritor: “tener una pequeña casa de madera, a la orilla de una playa, donde dedicaría las mañanas de su imaginación a escribir alguna de las novelas que todavía planeaba, las tardes a pescar y deambular por la arena, y las noches a disfrutar de la compañía y el calor húmedo de una mujer, olorosa a algas, brisa marina y flores de efluvios nocturnos”.
Escrita en Mantilla, Cuba, entre el “verano de 2003” y el “otoño de 2004”, y dedicada a su mujer Lucía López Coll, el título de la novela proviene de un fragmento del bolero “Vete de mí”, de Virgilio y Homero Expósito, colocado por Leonardo Padura como epígrafe de la primera parte: 
                                                  Seré en tu vida lo mejor
                                                  de la neblina del ayer
                                                  cuando me llegues a olvidar, 
                                                  como es mejor el verso aquel
                                                  que no podemos recordar. 
Es decir, puesto que el acetato de 45 revoluciones de Violeta del Río sólo tiene un par de canciones: una en cada lado, La neblina del ayer se divide en dos partes, referidas como si fueran los dos lados del disco: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”, canción de Frank Domínguez. Y entre el conjunto de capítulos que conforman cada parte, aparecen entreveradas una serie de sentimentales, evocativas y dramáticas cartas en cursiva firmadas por una tal “Tu nena”, cuya identidad y destinatario se descubren mucho antes del final de la obra, pero cuya repartición cronológica a lo largo de las páginas forma parte del suspense (o de los suspenses) y de la urdimbre de preguntas y giros sorpresivos que el desglose de la obra implica alrededor de las dos susodichas desapariciones que tienen que ver con algo que se esconde en la biblioteca, intuye (“debajo de la tetilla izquierda”) y luego deduce el Conde: Violeta del Río en 1960 y Dionisio Ferrero en 2003.
Ahora que si los sucesos del presente ocurren durante un poco más de diez días del verano de 2003 en La Habana y en ellos se advierte una minuciosa mirada crítica, melancólica, dramática y desencantada de la vida cotidiana en ciertos míseros, violentos, desvencijados y astrosos recodos de la capital cubana, su intromisión y exploración cultural e histórica en la ínsula deambula por los años 50 (e incluso décadas antes) y atraviesa el entusiasmo y el frenesí ideológico y nacionalizador desencadenado con el triunfo de la Revolución en enero de 1959, y cómo esto, con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en un pantano no pocas veces pútrido y atacado por la paulatina, hedionda y supurante esclerosis múltiple. 
Sin embargo, la chispa, el humor, la lúdica espontaneidad, la ternura, el afecto, la inventiva y el jolgorio habanero esta allí, vivito, palpitando, sobre todo en lo que concierne al habla y a las vivencias de Mario Conde y su círculo de fraternos y entrañables amigos: Tamara (su amorosa cómplice), el perro Basura, y sus compinches: el Flaco Carlos (incluida su madre y sus virtudes culinarias de Maga del Caldero), quien ya no es flaco y sobrevive encadenado a la silla de ruedas ganada gracias a la estúpida y mercenaria guerra en Angola; el cristiano Candito el Rojo; el Conejo y su revulsiva visión histórica; y el Yoyi, veinte años menor que el Conde, con habilidad para los negocios emergentes e informales y quien ve a aquéllos (coterráneos del ex poli), no sin razón y con juguetona ironía, como homúnculos de otro planeta. 
Leonardo Padura sostiene la abrasiva amenidad en cada página. Y de la trama de La neblina del ayer (con múltiples menudencias, anécdotas y digresiones) un lector podría entresacar y antologar el conjunto de historias relativas a otros personajes que aparecen durante las reminiscencias del Conde o durante las indagaciones de éste (a veces acompañado por el Yoyi y su rutilante Chevrolet Bel Air 1956). 
Por ejemplo, lo que concierne al contrabandista y tratante de libros Pancho Carmona; a Rogelito, ex timbalero nonagenario; al ex periodista Silvano Quintero, quien siguió y publicitó la fugaz carrera de Violeta del Río; a Katy Barqué, megalómana ex cantante de boleros y rival de ésta; a Flor de Loto, bailarina y desnudista del Shangai y amiga de Violeta; a Cristóbal el Cojo, ex bibliotecario y otrora mentor del adolescente Mario Conde en el Pre de La Víbora; a Nemesia Moré, madre de los hermanos Ferrero; a Rafael Giró, bibliófilo, melómano, crítico de música y coleccionista de acetatos, quien le cambia al Conde su viejo disco de Violeta del Río por un ejemplar de la primera edición de Historia universal de la infamia que ostenta una dedicatoria de Borges a Victoria Ocampo, libro hallado y extraído de la biblioteca de los Montes de Oca.


Leonardo Padura, La neblina del ayer. Colección Andanzas (577), Tusquets Editores. México, 2005. 360 pp.



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"Vete de mí", Olga Guillot (voz) y la Orquesta Humberto Suárez

martes, 22 de septiembre de 2015

Aquello estaba deseando ocurrir


Ese tiempo es ahora

I de VI
Editado por Tusquets Editores con el número 849 de la Colección Andanzas, Aquello estaba deseando ocurrir, libro que reúne trece cuentos del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), apareció en Barcelona en “febrero de 2015” y en la Ciudad de México en “mayo de 2015”.
Dispuestos sin orden cronológico, cada cuento está fechado al final. Esto indica que el más viejo data de 1985 y de 2009 el más reciente. No obstante, dado el profesionalismo y la rigurosidad que caracterizan la premiada y reconocida narrativa del autor (es el onceavo libro que publica en Tusquets), y pese a que no lo refiere en una nota (tampoco dice si un cuento, varios o todos estaban inéditos o si se publicaron en Cuba de manera dispersa o en algún libro), es muy probable que los haya revisado para su edición en el presente título que circula y circulará en distintos países del orbe del español.
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
  Mario Conde, el célebre detective creado por Leonardo Padura, actúa en ocho de sus novelas anteriores a este libro de cuentos. Pero si bien en Aquello estaba deseando ocurrir no hay ningún relato policíaco ni en ninguno aparece Mario Conde, el consubstancial e idiosincrásico contexto social y político que vincula a los cuentos con tales novelas es el síndrome de pobreza, de miseria y rezago (en todos los órdenes) y la falta de libertades y de opciones democráticas y laborales que en Cuba implica y conlleva el estrepitoso fracaso social y cultural de la Revolución Cubana, la esclerosis múltiple de la economía y la corrupción burocrática y política del supuesto y demagógico socialismo; de ahí los visos de cubanos en el exilio, en particular en Estados Unidos.
En el primer cuento: “La puerta de Alcalá” (1991), Mauricio —“un oscuro y sancionado periodista cubano, acusado de no poseer la suficiente firmeza ideológica para ser un orientador de masas, según consta en su expediente”—, ha concluido sus dos años punitivos en las filas militares apostadas en Angola, temiendo morir durante “una inminente invasión sudafricana” y sujeto a la cotidiana y represiva orden de no caminar por las calles de Luanda después de las 18 horas. Gracias a su cultivada amistad con Alcides, el director del “semanario de los colaboradores en Angola”, consigue que su regreso a Cuba, a principios de febrero de 1990, sea vía Madrid. “Te vas el día tres por Madrid. Llegas allá a las cuatro de la tarde y sales el cuatro a las diez de la mañana para La Habana.” Le anuncia Alcides. El meollo: Mauricio, en Luanda, adquirió un libro iconográfico sobre Diego Velázquez, de segunda mano, y se obsesionó por la vida y obra del pintor y por María Fernanda, la otrora poseedora del libro, quien lo firmó y fechó el 9 de julio de 1974. Así que al leer en el Jornal de Angola una nota sobre la “exposición del siglo”: “TODO VELÁZQUEZ”, montada en el Museo del Prado “entre el 23 de enero y el 30 de marzo”, apeló la gestión con Alcides para pasar por Madrid y ver la retrospectiva, en particular dos cuadros. Pero cuando llega allí el museo está cerrado (por ser lunes) y a quien se encuentra caminando en las inmediaciones de la Puerta de Alcalá es a otro cubano: Frankie, a quien no veía desde hacía una década, cuando a él le faltaban tres meses para graduarse de filólogo y su amigo de arquitecto. Por entonces, Mauricio soñaba con ser un gran escritor y Frankie con ser un gran arquitecto.
Leonardo Padura
      Además de la resonancia tácita e histórica que implica que Frankie se haya ido a Estados Unidos por el puerto de Mariel declarando, para salir, que “era maricón” (durante el llamado “Éxodo del Mariel”, sucedido en 1980, entre el 15 de abril y el 16 de octubre, más de 125 mil cubanos se embarcaron rumbo a la Florida), Frankie y Mauricio trazan dos modelos contrapuestos. A Frankie, desde el punto de vista económico, le fue bien. Viste con elegancia y vive con solvencia en New Jersey (sin mujer ni hijos); está en Madrid por un congreso de arquitectura, pese a que no construye, pues trabaja “en una compañía especializada en las demoliciones”. El domingo vio la exposición de Velázquez y regresa a Estados Unidos el mismo martes en que su amigo vuela a Cuba. Mauricio, en cambio, viste con raída modestia y sólo tiene 16 dólares en el bolsillo. Pero añora su casa en La Habana, “con la mujer, los perros y los libros que tanta falta le hacían para vivir”. Más o menos a semejanza de Mario Conde, es un escritor frustrado con aspiraciones de escribir una obra que lo reivindique. Según le dice a Frankie, “Antes de ir para Angola todavía hacía el intento a cada rato. Publiqué como tres cuentos, pero son una mierda, no es lo que quiero. Eran cosas demasiado evidentes. Ahora a lo mejor escribo algo sobre una mujer que se llama María Fernanda y se pierde en la selva, y de un periodista que se enamora de ella y trata de imaginar qué le pasó.” Pero si el teniente investigador Mario Conde sueña con escribir una novela escuálida y hemingwayana, el periodista Mauricio planea “evitar cualquier influencia hemingwayana”. En lo que sí coinciden, curiosamente, es en el ámbito del pre de La Víbora, en su afición por el ron, por el béisbol, por los Industriales, por los Creedence y por las novelas de Raymond Chandler, además de que el Flaco Carlos, el más fraterno de los fraternos compinches de Mario Conde, está condenado a una silla de ruedas debido a una bala que en Angola le dio en la columna; y otro, Andrés, el reputado médico y otrora buen pelotero, en su momento y dada la asfixia y mediocridad laboral del entorno cubano, también emigra a Estados Unidos en la búsqueda de una mejor posición y un mejor futuro, para él y los suyos.
Según evoca la voz narrativa, Mauricio y Frankie “Se habían conocido cuando comenzaron el décimo en una secundaria de La Víbora y fueron compañeros de aula hasta terminar el pre. Los cinco años de la carrera los distanciaron un poco, se veían alguna noche para ir al estadio si los Industriales estaban en buena racha o los sábados para oír discos de Chicago y los Creedence y tomarse unos tragos de ron, pero Mauricio siempre lo consideró un buen amigo. Además, tenían otros gustos en común —Marilyn Monroe (como excepción) y las mujeres trigueñas (como patrón), las novelas de Raymond Chandler, el bar del Hotel Colina con su mural de perritos bebedores y los blue-jeans y las sandalias sin medias— y sentían lástima por los perros callejeros [ídem el Conde y por ende adopta y bautiza al perrucho Basura y luego a Basura II] y cierta inquina indefinible por los maricones. Y como Frankie era católico y Mauricio ateo maldiciente, nunca hablaban de religión: preferían soñar qué serían en el futuro. Claro: un gran arquitecto y un escritor famoso.”
II de VI
En julio de 2005 se publica La neblina del ayer, novela que Leonardo Padura firma en “Mantilla, verano de 2003-otoño de 2004”, donde recupera la figura de Mario Conde, luego de su protagonismo, como teniente investigador, en la cuarteta “Las cuatro estaciones” (de las que también escribió cuatro guiones de cine, “que algún día se filmarán, si Dios y el dinero lo quieren”): Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001). En La neblina del ayer, Mario Conde hace 13 años que se retiró de la policía y tiene por raquítico y ambulante oficio la compraventa de libros de viejo, entre ellos auténticas joyas bibliográficas, cuya reventa se potencia con los contactos y las habilidades mercantiles de su socio Yoyi el Palomo. Una de sus caminatas (voceando su oficio a cogote pelado) lo llevan a una delirante y regia biblioteca resguardada en un “caserón decadente y umbrío de El Vedado”, donde el Conde descubre, entre las páginas de un recetario imposible impreso en 1956, el recorte de un ejemplar de la revista Vanidades fechado en mayo de 1960, donde una hermosísima cantante de boleros: Violeta del Río, “la Dama de la Noche”, anuncia su inminente retiro y su última presentación en el “segundo show del cabaret Parisién” (donde otrora Frank Sinatra cantara ante la mafia), pese a que en su breve y vertiginosa carrera apenas había grabado el “single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”, que nunca se hizo. Esto es el germen que inocula e induce al Conde —detective nato, sabueso por naturaleza—, a rastrear la vida y los entretelones de tal fugaz bolerista, y la razón por la cual la novela se divide en dos partes tituladas como si fueran el par de lados de un disco de 45 revoluciones: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”. 
   
Colección Andanzas  núm. 577, Tusquets Editores
México, julio de 2005
       En el segundo cuento del libro: “Nueve noches con Violeta del Río”, datado en 2001, Leonardo Padura traza una variante de tal bolerista, cuyo preludio es una breve nota que reza: “Los boleros reproducidos total o parcialmente en el relato son: Me recordarás, de Frank Domínguez; Vete de mí, de Virgilio y Homero Expósito; y La vida es sueño, de Arsenio Rodríguez.”
Vale observar que la Violeta del Río del cuento, “La Dama Triste del Bolero”, nocturna estrella de La Gruta, un cabaret en La Rampa de La Habana, no es tan hermosa como “la Dama de la Noche”, la cantante de la novela, pero sí posee una virtud seductora para atraer y encandilar a un jovenzuelo que “el 13 de diciembre de 1967” cumplió 18 años. Cuando a fines de septiembre de 1968 el joven ya está en el “segundo curso en la universidad” y mora becado en una “habitación de la residencia universitaria” y vuelve a regalarse una noche en La Gruta oyendo la voz de Violeta del Río y mirando su actuación, ve que ella lo reconoce y canta y actúa para él, y por ello le brinda nueve noches de indeleble banquete sexual. La décima noche de amour fou debió ocurrir el 2 de octubre de 1968, pero esa vez el joven encontró clausurado La Gruta y todos los cabarets de La Rampa. La represiva causa revolucionaria: “todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa” y por ende “todos los artistas de clubes y cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”. 
       Luego de “Dieciocho días de investigación” detectivesca, el joven obtiene indicios de que “los artistas” laboran entre los cafetos del Calvario; allí, un “viejo cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’”, le dice que Violeta del Río “vino dos días la semana pasada” y que si quiere verla tendrá que ir a Miami, pues le “dijeron que el lunes se fue en una lancha”.
Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores
México, mayo de 2015
  La voz narrativa, que es la voz del otrora jovenzuelo que se enamoró de la bolerista Violeta del Río, cuenta que la volvió a ver 30 años después, en Miami, cuando “en mayo de 1998” viajó “por primera vez a los Estados Unidos, invitado a participar en un encuentro académico, y antes de regresar a La Habana logré pasar varios días en Miami, donde ahora viven muchos de mis viejos amigos, mi única hermana, casi todos mis primos y los que todavía respiran de mis tíos.” Sin buscarla ex profeso, la “noche del 16 de mayo” de 1998 la descubre en La Cueva, “un club de Miami Beach”, “uno de los muchos locales de moda en Ocean Drive”. Pero él tiene ahora casi 49 años y mujer y Violeta del Río, quien fuera la pequeña y esbelta “Dama de Triste del Bolero y animara las noches perdidas de La Gruta, tenía sesenta años, algunas libras de más, un poco menos de su voz gruesa de entonces y el pelo de un rubio más exagerado, cayéndole ya sin furia sobre la cara. Sin embargo, dueña de sus posibilidades, el espectro de la mujer que una vez me había enloquecido, todavía conservaba una fascinante comunicación con sus canciones, siempre susurradas, como dichas al oído, con aquel sentimiento interior que tan bien sabía expresar Violenta del Río.”
III de VI
Curiosamente, otro par de cuentos reunidos en Aquello estaba deseando ocurrir abordan el tema de la femme fatale, una seductora mujer que toma la iniciativa sexual y dirige los rituales y vericuetos lúbricos sobre la voluntad del hombre. En “Nueve noches con Violeta del Río” esto ocurre de manera clara y fehaciente entre el cabaret La Gruta y el cuartucho de una sórdida posada cercana a la universidad; y de un modo voluptuoso y lúdico se plantea y narra en “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)” (1996) y en “Nochebuena con nieve” (1999).
En “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca, un pobretón periodista cubano que se halla en Milán sin un clavo en el bolsillo, recibe de su amigo Bruno, como regalo por su 38 aniversario, un boleto de tren, “de ida y vuelta”, para que conozca Venecia durante un día (“un mito de lo deseado”: “ir a Venecia a enamorarme de una mujer”), previo al festín por su cumpleaños y ante la inminencia de su regreso a La Habana, pues su visa expira y no podría eludir la deportación a Cuba, donde lo espera “un minúsculo apartamento donde nunca llegaba el agua corriente” y un sueldo de periodista que “ya no le permitía ni alimentarse bien”. En el compartimiento de segunda clase del “intercity Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca se sienta frente a una atractiva y joven mujer, de lentes y de ojos verdes, quien lee en español al “Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales de los Incas. Historia General del Perú. Tomo II”. El circunstancial diálogo le revela que la fémina se llama Valeria, “que vivía en Padua y hacía estudios de posgrado en Madrid sobre la literatura española de los Siglos de Oro”. Valeria, que detesta Venecia (le resulta “una ciudad que parece un decorado para turistas”), lo invita a Padua, donde tiene un departamento y dice conocer los frescos de Giotto, dado que trabajó dos años como restauradora en “la capilla Scrovegni”. Pero el intríngulis de la invitación visual y estética, ya en el departamento y en medio de “la nube erótica”, ella se la apostrofa: “Me gustas, hombre”. Y le revela, con énfasis existenciales y egocéntricos, las reglas del efímero y fugaz juego sexual y clandestino que ella dirige: es casada y su “marido está ahora en París y llega en dos días”, pues, le dice, “Vivimos en Chioggia, a treinta kilómetros de aquí, en la casa de su familia, que por cierto tiene mucho dinero... Son marqueses... Yo creo que lo quiero a él, aunque sea capaz de hacer lo que he hecho contigo.” Así que la marquesa le regala, por gusto y placer, “Un día con dos noches” de lujuria (quizá los “tres mejores días de su existencia”), incluida “una bolsa con dos calzoncillos, una camisa y un cepillo de dientes”, pues Miguel Fonseca no lleva más que la ropa que viste.
Capilla de los Scrovegni
Padua, Italia
  Pero la quintaescencia y el nom plus ultra de lo erótico y pornográfico se lee en “Nochebuena con nieve”. Urdido con la mordacidad, el lúdico y deslenguado sarcasmo y el hilarante humor negro que no pocas veces refulge en las páginas del autor salpimentadas de cubanismos y modismos extirpados del habla cubana (mientras al unísono hace una crítica corrosiva y radiográfica del empobrecido entorno social engendrado por la Revolución dizque socialista), el relato cuenta la aventura sexual que el Monchy, un desgarbado borrachín de 37 años caído en el paro, vive la noche del 24 de diciembre de 1993. Rumiando las minucias y matices de su arraigada frustración y pobreza, el Monchy bebe cerveza sin hielo en el bar La Conferencia, donde es habitual. Inesperadamente aparece por allí su ex cuñada Zoilita, de 22 años, a quien conoce “desde que cumplió doce o trece años” y quien le gustaba y le gusta más que su ex esposa Zenaidita, quien, por cierto, le puso los cuernos “con un negro carpetero del Hotel Nacional”. Como si se tratase de un delirio etílico, Zoilita lo invita a beber al departamento de su abuela Zoraida, quien se ha ido “a pasar el Fin de Año a Las Villas” con su tía Zeida. Pero el meollo de la invitación radica en que Zoilita, quien aprendió a masturbarse espiando al Monchy mientras fornicaba con su entonces esposa Zenaidita, lo ha llevado allí para corporificar sus recónditos y fogosos deseos sexuales. De modo que ella, con su lenguaje “de estibador del puerto”, dirige y mueve la batuta de todo el erótico, jocoso y pornográfico episodio hasta que “Aquella Nochebuena (jamás se ha empleado mejor el calificativo) terminó como debía: con un final típico de cuento de hadas. Zoilita vio en un reloj que faltaban treinta y cinco minutos para las doce y recordó, en el mejor estilo de Cenicienta, que debía estar a medianoche en la casa de su novio. Se vistió deprisa, se recogió el pelo y se pasó un creyón por los labios” antes de decirle: “Quédate hasta que quieras. Cuando salgas, cierra y mete la llave por debajo de la puerta.”
El caso es que desde la tarde de esa fría Navidad, el Monchy hace guardia frente al edificio donde debía aparecer Zoilita “con la intención de regar las matas de su abuela”. Pero quien aparece caminando por allí, después de seis días de mísera guardia, es su ex esposa Zenaidita, quien le sorraja su sonoro “regalo de Fin de Año”, luego de saludarlo con “su habitual tono destructivo”: “Coño, Monchy, pareces un perro flaco con sarna”. “Está en Miami, se fue la madrugada del veinticinco en una lancha que vino a buscar a la familia del novio. Ya hablamos dos veces con ella y dice que está bien y que Miami es precioso y que...” blablablá.
IV de VI
Vale acotar que el tema de la mujer que toma la iniciativa sexual y manipula sobre la voluntad del hombre, de manera mínima y efímera también se advierte en un pasaje de “Mirando al sol” (1995). Desde la perspectiva del modo de hablar y pensar a lo idiota, en este cuento se narran las inmorales miserias y las sórdidas correrías delictivas y de baja raigambre de un abominable y vomitivo grupúsculo de vándalos habaneros, apostadores, drogadictos, briagos y promiscuos, quienes se intercambian las mujerzuelas que sexualmente alternan con ellos en orgías grupales, cuyo destino, luego del asesinato de un par de negros delincuentes y de un policía, es fugarse en una lancha rumbo a Miami, pero cuya falta de pericia, de combustible, de víveres y de agua los va desapareciendo en el mar hasta que ya cerca de la costa norteamericana (eso se infiere), con un helicóptero de la policía gringa sobre el bote, sólo uno de ellos está consciente. Entre las libertinas que se revuelcan con tales fétidos malhechores hay una: “la rubia Vanessa”, que nunca fornica con la pandilla porque vocifera que son “unos salvajes” que dejan “marcas” y “ella lo que quiere es una yuma que le dé dólares y la ponga a vivir en París”. Sin embargo, por su regalada y placentera voluntad, de pronto aparece desnuda entre ellos y, haciéndose la dormida, deja que le den por donde sea y como sea.
     Mientras que en el cuento “Según pasan los años” (1985) tal tema apenas se atisba e implícita y tácitamente se sugiere en potencia. Es decir, aquí se narra el reencuentro de Lucrecia y Elías, ambos de 27 años, el día del sepelio de José Manuel, quien murió en un accidente automovilístico. Los tres fueron compañeros en la secundaria y en el pre. Y por entonces, a sus 15 años, Lucrecia y Elías fueron novios y entre ellos terció e intrigó el fallecido. Al momento de morir, José Manuel era un funcionario del Ministerio de Comercio Exterior con viajes al extranjero; Lucrecia trabajó en un Municipio de Cultura y ahora lo hace en una editorial; y Elías, con los estudios universitarios truncos, está recién llegado en La Habana tras dos años de servicio militar en Angola. El memorioso y melodramático diálogo que inician en las honras fúnebres de su amigo, lo prosiguen en la penumbra de un club nocturno donde otrora, quinceañeros, fueron enamorados. Allí se agasajan y besan como “hace doce años”. Y entre los entresijos de lo que conversan y ocurre se entrevé que Elías anhela el inicio de una relación amorosa. Pero es Lucrecia la que marca el rumbo y decide, al final, que cada uno se va para su casa. “Todo como aquella noche.”
Cuarta de forros
  Vale añadir que en los otros cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir tal tema está ausente e incluso, en “Los límites del amor” (1987) se bosqueja más o menos lo contrario. En los polifónicos fragmentos de éste, algunos escritos en segunda persona, figura una pareja de cubanos que “Durante veinte meses” han sido amantes en un departamento de la décima planta de un edificio que en Luanda acoge a ciertos militares desplazados en Angola. Él, Ernesto, “segundo jefe de la guarnición”, durante los dos años de encomienda en Angola también ha sido asaltado y acosado por el miedo a morir. Y ella, Magaly, de entre 22 y 23 años de edad, es una “secretaria, soltera, camagüeyana, joven y bonita”, que él sedujo recién llegada de Cuba para que ex profeso se ocupara de los menesteres de la cocina y de la cama en el departamento que a él le asignaron. Pero Magaly se enamoró de Ernesto y supuso que sería su pareja. Ernesto también se enamoró, pero no tanto, pues en La Habana tiene a Tania, que es ingeniera y su esposa desde hace diez años, a quien quiere y con quien se cartea constantemente. Ahora, con muchos deseos y añoranzas de su vida en la isla (incluso tiene dos perros que evoca: el Terry y el Negro), Ernesto está a punto de volar a La Habana. Magaly lo presiona para que opte por ella y en su interior él se interroga y debate sobre lo que debe hacer ante ambas mujeres. ¿A quién escoger? ¿Con quién quedarse? Pero sobre el dolor y el desasosiego de la joven, Ernesto elige e impone su matrimonio y Magaly, que regresará a Cuba cuatro meses después, quizá no acepte el melodramático segundón papel de “querida”, de vergonzante segundo frente. 

V de VI
Por su parte, el cuento “El cazador” (1990) es protagonizado por un solitario, sombrío y joven homosexual que, desde su marginalidad y devaneos memoriosos e interiores, sale por los noches de su cuchitril habanero en busca de una aventura erótica o si es posible de una nueva relación amorosa. Y en “La muerte pendular de Raimundo Manzanero” (1993), de un modo fragmentario y polifónico se narran los equívocos y los antagónicos testimonios que rodean el misterioso e incomprensible suicidio de un hombre “de 46 años, casado,” que era “subdirector económico en funciones de la Dirección Nacional del CAN (Combinado Avícola Nacional)”, quien el domingo 21 de octubre de 1988 se ahorcó en su casa ubicada en “la calle Josefina 146 en el reparto Sevillano” de La Habana. Mientras que en “La pared” (1989) el “compañero Élmer Santana”, un gris burócrata que “estudió Economía porque bajó una orden de que era necesario para el país y no tuvo el valor de decir que no”, quien “dejó de jugar pelota porque en el pre fue dirigente y asistió a todas las actividades, las reuniones, los círculos de estudio y no pudo clasificarse entre los veinticinco peloteros de la provincia para la Nacional Juvenil y se mintió a sí mismo diciéndose que, total, la pelota no era lo importante”, contrasta y reflexiona sus ocultas frustraciones y sueños decapitados (quiso ser pelotero e ingeniero y viajar a Australia) al ver a un niño que bolea contra la pared en los bajos del edificio donde en La Habana se halla su oficina, con el cual charla brevemente, en tanto se proyecta en su infantil figura (quizá de ocho años de edad, zurdo como él y con su mismo nombre y el nombre de su hijo, quien además usa una gorra parecida a la que él usó y con un perro “sato blanco y negro de rabo enroscado y orejas duras” que le recuerda al perro que tuvo). 
     
Segunda de forros
           Y en “Adelaida y el poeta” (1988), un petulante y joven poetastra del establishment a punto de publicar un nuevo libraco (pero que subsiste en un cuartucho plagado de humedad y limitaciones) que cada dos meses asiste a la Casa de la Cultura (en el coche del Municipio de Cultura que pasa a recogerlo como si fuera una rutilante estrella) para oír y asesorar los trabajos de los aficionados y aprendices de un “taller literario municipal”, no se atreve a decirle a Adelaida, una anciana de 62 años que lo adora, admira e idealiza, lo que realmente piensa de su sensiblero y autobiográfico cuento (que no le publicaría “alguna revista de la Unión de Escritores” o sea de la UNEAC) y que al corro ella les receta de viva voz, y que ilusionada y felizmente concluyó aporreando su “esclerótica Underwood” durante “quince días”, bajo la cercana pero distante impronta de “un libro de Hemingway” que le gusta leer en la cama “Desde que el joven poeta les habló de la técnica de Hemingway”. Y en “Sonatina para Rafaela” (1988) una pianista no muy vieja, pero ya con 25 años de tocar el mismo piano en un mismo restaurante (le faltan “cuatro años para retirarse”), de la parada de la guagua cercana a su casa donde día tras día la espera y viaja 28 minutos de ida (y luego hará otros 28 minutos al regreso), hace el recuento de ciertas menudencias y carencias que signan la pobreza de su vida doméstica y la mediocre monotonía que implica “repetir las mismas canciones, en igual orden,” —las mismas doce piezas que estipula “la norma para músicos de centros gastronómicos de categoría uno”—, “todos los días, almuerzo y comida, Fin de Año y Primero de Mayo y día de los Padres”—, para decantarse en una inesperada y explosiva euforia bridando con el cantinero (lo cual rompe con su sobria rutina y conducta) —tras un espontáneo señalamiento del paso tiempo que oye decir a uno de los comensales (“Esa pianista debió de haber sido una mujer bonita”)—, rubricándola para sí con Según pasan los años (“Hace como un siglo que no la toco”), lo cual implica la íntima remembranza de un lejano e íntimo episodio, de cuando aún soñaba en convertirse en una gran pianista, con “Vestidos, luces, aplausos y un piano Steinway de cola, negro inmaculado, y un gran escenario, tachonado de terciopelo rojo”: 

     
Dooley Wilson, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman
Fotograma de Casablanca (1942)
          “Sólo un día aceptó una copa. Muy al principio. Él, vestido de traje azul oscuro, se le acercó para escucharla mejor mientras tocaba Según pasan los años, y le comentó que había visto más de diez veces la película y nunca escuchó a Bogart decir ‘Play it again’, aunque le aseguró que ella era tan hermosa como Ingrid Bergman en sus días de Casablanca [1942]. Entonces le pidió que empezara de nuevo aquella canción, él jamás la había oído tocar igual, ‘Play it again’, dijo él. Y entonces la invitó a una copa. Fue la única aventura extramatrimonial que tuvo Rafaela aunque casi la había olvidado.”



VI de VI
Y lo que en Aquello estaba deseando ocurrir hace singular y único a “La muerte feliz de Alborada Almanza” (2009), en relación al tratamiento realista de los otros doce cuentos del libro, es su toque mágico de realismo mágico. No obstante, es una minúscula y amena gota del mejor y más entrañable Leonardo Padura —Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015—, donde no faltan los detalles eróticos y esa infalible mirada crítica y corrosiva que ilustra y disecciona la miseria de la vida cotidiana en los reductos y arrabales habaneros signados por la injusticia social que implica y conlleva el fracaso de la Revolución Cubana, en este caso ya en los linderos posteriores al colapso económico de la URSS y su disolución asentada el 8 de diciembre de 1991 en el histórico “Tratado de Belavezha”. En “La muerte feliz de Alborada Almanza” una anciana muy viejita y flaca, estragada por la pobreza, las múltiples carencias, las penurias, la soledad, el hambre y “la rigidez de la artritis”, vive en su pobrísima covacha, ya muerta, los últimos minutos de su estancia en la tierra. Según ve en el almanaque, “que ella misma había fabricado”, que “el santo del día” es el de “su amado San Rafael Arcángel”. Todas las maravillosas y mágicas menudencias comestibles, domésticas y corporales que ese día inciden en la exultación y felicidad que la embargan se deben a la presencia de San Rafael Arcángel, quien se corporifica allí para llevarla al cielo. Pero ese San Rafael Arcángel no se parece a “la esfinge angélica y rosada que [la anciana] tenía en el cuarto” ni al par de arcángeles (atletas, corredores de fondo y blanco-transparentes) que en Milagro en Milán (1951) —la emblemática película del neorrealismo italiano dirigida por Vittorio de Sica— descienden del cielo para recoger la paloma divina y milagrosa que en un santiamén cumple la defensa y los hilarantes caprichos y deseos de los mil y un menesterosos, sino que es un “mulato alto, fuerte, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las alas que debía tener, pero que, entre las piernas, lucía un brillante músculo surcado de venas moradas, coronado por un glande rojo y pulido, como las manzanas que en otros tiempos Alborada ofrendaba a su querida santa Bárbara”. Y el diálogo que sostienen, previo a su ida al cielo, concluye con la concesión de los tres deseos que la anciana le pide al “mulato celestial”: “ver el mar”, “acariciar a un perro” y “oír un danzón” (a tales alturas la anciana está desnuda, bañada con Palmolive y sólo con “las raídas pantuflas extraídas de dos zapatillas viejas”):
        “—Concedido —dijo—. Con la condición de que me dejes bailar el danzón contigo. Hace siglos que no bailo.
        “—Será un honor —dijo Alborada y miró el atributo espectacular del mulato venido del cielo. Pensó que su cobardía había valido la pena: al fin y al cabo iba a un lugar donde había pasteles de guayaba calientes y Dios le había otorgado la mejor de las salidas del mundo. Su mano sintió entonces la caricia del pelo suave y denso del perro que había tenido cuando era niña y pudo ver, más allá del salón de lozas de mármol ajedrezadas, la plenitud azul del mar mientras comenzaban a sonar los primeros acordes de Almendra, su danzón favorito.”


Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 264 pp.
  
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Enlace a "Me recordarás", de Frank Domínguez, con la voz de Anny Cauz. Enlace a "Vete de mí", de Virgilio y Homero Expósito, con Bebo Valdés (piano) y Diego El Cigala (voz).
Enlace a "La vida es sueño", de Arsenio Rodríguez, con Arsenio y su conjunto.
Enlace a "As time goes by" (con subtítulos en español), con la voz de Dooley Wilson e imágenes de Casablanca (1942).
Enlace a "Milagro en Milán" (1951), película dirigida por Vittorio de Sica.
Enlace al danzón "Almendra", con Acerina y su Danzonera.


miércoles, 20 de agosto de 2014

El hombre que amaba a los perros



Una fusión mortífera de la hoz y el martillo
                                    

I de II
Homónima de un cuento de Raymond Chandler (1888-1959), El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009) es una de las novelas más laboriosas y voluminosas del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955). “Una fascinante historia sobre el asesinato de Trotski”, anuncia el cintillo publicitario, lo cual parece refrendarse con la foto que ilustra el frontispicio: una imagen datada “en Francia en 1933”, donde el otrora líder de la Revolución de Octubre de 1917 y creador del Ejército Rojo, juega con dos pastores alemanes. 
(Tusquets, 1ra. edición mexicana, 2009)
 
Nacido en Ucrania el 7 de noviembre de 1879, Lev Davídovich Bronstein, conocido como León Trotsky, murió a las 19:25 horas del 21 de agosto de 1940 en el hospital de la Cruz Verde de la Ciudad de México tras ser mortalmente herido, la tarde del día anterior, en el estudio de su casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19) —ahora Museo Casa de León Trotsky—, por el golpe de un piolet en el cráneo, el cual le asestó un tal Jacques Mornard (o Frank Jacson, sin k), apócrifa personalidad del catalán Ramón Mercader del Río (1913-1978); crimen urdido y ejecutado por órdenes de José Stalin (1878-1953) por el que pasó 20 años preso (la mayoría en el Palacio Negro de Lecumberri) sin revelar ni aceptar su verdadera identidad (pese a que fue descubierta en 1950 por el criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón al cotejar sus huellas dactilares y sus fotos carcelarias con su ficha policial de 1935 resguardada en el Archivo de Identificación de la Dirección General de Seguridad, en Madrid) y sin decir una palabra sobre la trama del magnicidio y sus participantes, por lo cual, ya libre, en la URSS fue acogido y condecorado. Según la novela, “el viernes 6 de mayo” de 1960, el supuesto belga Jacques Mornard Vandendreschs, quien había operado en México con la falsa documentación del supuesto canadiense Frank Jacson, fue puesto en libertad y, con un pasaporte otorgado por el consulado checo, viajó a la URSS en un buque soviético (vía La Habana y Riga). En Moscú, “Rebautizado como Ramón Pávlovich López, fue confinado en un edificio de la KGB, en las afueras de la ciudad, hasta que una mañana le enviaron un traje nuevo y le ordenaron que a las seis de la tarde estuviera listo, porque pasarían a recogerlo. Esa noche Ramón Pávlovich volvió a entrar en el Kremlin [había estado en 1937 durante su entrenamiento, ya con el pasaporte soviético, falsificado en Valencia, con tal nombre] y recibió de manos de Leonid Brézhnev, jefe de Estado, las órdenes de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética, la placa que lo acreditaba como miembro del cuadro de honor de la KGB”. Lo curioso es que en el Moscú de 1960 el “jefe de Estado” no era Leonid Brézhnev, sino Nikita Jruschov.
Tal licencia literaria o error histórico, pese a ser una minucia, no es el único yerro. León Trotsky y Natalia Sedova llegaron a la Ciudad de México, vía la estación de Lechería, en el tren proporcionado por el presidente Lázaro Cárdenas tras ser recibidos en el puerto de Tampico, “el 9 de enero de 1937”, por una breve comitiva en la que figuraba Frida Kahlo y por ende ella y Diego Rivera (aún convaleciente de “una infección en el hígado”) les brindaron refugio en la Casa Azul de Coyoacán. Desde que pusieron un pie en territorio mexicano comenzaron las protestas y campañas en contra de su presencia en el país, sobre todo orquestadas por la estalinista CTM (Confederación de Trabajadores de México) y por el estalinista Partido Comunista Mexicano (muy visible en pancartas exhibidas durante el desfile del 1º de mayo de 1940). La madrugada del 24 de mayo de 1940, en Viena 19, se sucedió el primer atentado contra la vida de León Trotsky, fallido asalto en el que participaron una veintena de estalinistas (mexicanos y ex combatientes españoles) disfrazados de militares y policías, entre los cuales estuvo el pintor David Alfaro Siqueiros, quien para eludir a la policía y la cárcel se fue a esconder, con su mujer Angélica Arenal, en el entorno de Hoxtotipaquillo, pueblo minero del estado de Jalisco. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que “Después de vivir más de cuatro meses prófugo, Siqueiros fue capturado y encarcelado en Lecumberri. Esta vez estuvo preso entre octubre de 1940 y abril de 1941.” Es decir, fue aprendido cuando Trotsky ya había sido asesinado. Lo cual también afirma Isaac Deutscher en Trotsky: el profeta desterrado (1929-1940) (Era, 1969): Siqueiros fue “Arrestado el 4 de octubre de 1940 (después del asesinato de Trotsky)”; y, con otra fecha, esto también se dice en “El asesinato de Trotsky” (Comunidad CONACYT, núm. 121-122, enero-febrero de 1981), reportaje de Eduardo Téllez Vargas, reportero de policía que en primera línea siguió el caso acompañando las investigaciones del coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe del servicio secreto de la policía de la Ciudad de México: “Mientras seguía el proceso en el juzgado de Coyoacán, el coronel Sánchez Salazar no cejaba en su idea de localizar y detener a David Alfaro Siqueiros, lográndolo el 26 de septiembre de 1940 —cuando ya había muerto don León Trotsky—, en la población de Hostotipaquillo, Jalisco, donde era protegido por trabajadores mineros y las propias autoridades locales, todas ellas de filiación comunista.”
El reportero Eduardo Téllez Vargas entrevista al pintor
David Alfaro Siqueiros "por el caso Trotsky"
Octubre 5 de 1940

Pues bien, en la novela de Leonardo Padura —que casi inicia con la transcripción de un fragmento del interrogatorio del coronel Sánchez Salazar al asesino material—, el pintor Siqueiros fue hecho preso antes del asesinato, por ende “Sánchez Salazar fue a verle [a Trotski] para informarle que habían detenido a Siqueiros en un pueblo del interior.” Y soltó la lengua, pero negó “la participación de ningún francés o polaco”, el equívoco judío (¿francés o polaco?) del que hablaban sus compinches ya aprendidos e interrogados, el escurridizo agente de la GPU (la policía secreta de Stalin) que organizó el asalto y que en la obra, Ramón Mercader y su mentor Kotov (el agente ruso de mil rostros que en 1937 lo reclutó en la Sierra de Guadarrama), apodan Felipe; y que según Irene Herner era “Jorge Dimitrov, encargado del servicio secreto estalinista de la URSS”; y que según supusieron Alfonso Quiroz Cuarón y José Gómez Robleda en su exhaustivo investigación de “1359 cuartillas” realizada en 1940 —apunta el periodista José Ramón Garmabella en “¿Quién fue Jacson-Mornard?” (Comunidad CONACYT, ídem)— no era otro que el propio asesino de Trotsky (el tal Jacques Mornard o Frank Jacson con su falsificado acento francés), quien, conjeturaron, había conocido a Siqueiros en España durante la Guerra Civil, además de haber “dirigido intelectualmente” el fallido asalto armado del 24 de mayo de 1940.

El reportero de policía Eduardo Téllez Vargas y León Trotsky
en la casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19), sitio donde fue
atacado con un piolet la tarde del 20 de agosto de 1940
En la espléndida y persuasiva novela de Leonardo Padura, Ramón Mercader, antes del asesinato no conoce ni conoció a Siqueiros (ya preso en Lecumberri en algún momento el pintor le envió un cuadro). Según el complot para asesinar a Trotski (la “Operación Pato”), urdido desde la URSS bajo las órdenes y el visto bueno de José Stalin, incluía dos etapas, armadas paralelamente, pero secretas la una ante la otra: el plan A, que fue el fallido atentado del 24 de mayo de 1940, dirigido por el camarada Felipe (dizque judío, francés o polaco); y el plan B, que fue el que ejecutó con el piolet el supuesto belga Jacques Mornard (con falsificados papeles del apócrifo canadiense Frank Jacson).

La mano del reportero Eduardo Téllez Vargas sostiene el piolet utilizado por Jacques Mornard o Frank Jacson (Ramón Mercader del Río) para atacar en el cráneo a León Trotsky. En la novela de Leonardo Padura, si bien el piolet fue escogido por el propio asesino, Kotov, su mentor y agente soviético de mil rostros, lo aprueba “por el simbolismo que encerraba su uso. Era cruel, violento, vengativo: una fusión mortífera de la hoz y el martillo”.
En la novela, lo que salvó y premió a Ramón Mercader del Río fue su disciplinado silencio sobre el intríngulis de la “Operación Pato” y el que no dijera una sola palabra sobre su verdadera identidad y su origen español, probado en 1950 “con huellas dactilares de su ficha policial anterior a la Guerra Civil Española”. Pero además ya había sido identificado cuando aún se realizaban las investigaciones policiales y el juicio: “recordaba como muy difícil el momento en que el juez instructor le habló de las evidencias de que su verdadero nombre era Ramón Mercader del Río, catalán de origen, pues unos refugiados españoles habían reconocido su foto en los periódicos, y hasta le puso delante una instantánea, tomada en Barcelona, donde él aparecía vestido de militar. La existencia de esa prueba conllevó más interrogatorios y torturas con el propósito de arrancarle una confesión, y cientos, miles de veces, le repitió las mismas preguntas (¿Qué cerebro armó su brazo? ¿Quiénes fueron los cómplices del crimen? ¿Quiénes lo mandaron aquí, quiénes lo auxiliaron, quiénes le proporcionaron los medios económicos para preparar el atentado? ¿Cuál es su verdadero nombre?). Sus respuestas, en todos los casos, en todos los años y coyunturas, siempre habían salido de la carta [escrita por el agente Kotov para que la dejara caer en Viena 19 tras matar a Trotski]: nadie lo había armado, no tenía cómplices, había viajado con el dinero que le facilitó un miembro de la IV Internacional cuyo nombre había olvidado, su único contacto en México había sido un tal Bartolo, no recordaba si Pérez o Paris, y él se llamaba Jacques Mornard Vandendreschs y había nacido en Teherán, durante una misión de sus padres, diplomáticos belgas, con los que después había vivido en Bruselas y no sabía nada de ningún Mercader del Río y, aunque se parecieran mucho, él no podía ser el hombre de la foto.”

II de II
Para esbozar y desentrañar el contexto histórico, social y político en que se sucede el asesinato de León Trotski perpetrado por el catalán Ramón Mercader del Río (mano asesina de José Stalin), Leonardo Padura hizo una amplia investigación bibliográfica, hemerográfica, documental, geográfica y arquitectónica (in situ), que implica, en la urdimbre de su novela El hombre que amaba a los perros , un examen y una crítica sin concesiones a la gran mentira y putrefacción genocida y dictatorial en que muy pronto se convirtió la utopía del siglo XX: la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), dizque el primer estado proletario del mundo. Pero también implica una intromisión en los cruentos entretelones de la Guerra Civil Española (1936-1939), cuyo bando republicano era apoyado por armamento ruso y asesores soviéticos infiltrados, incluso, en los “paseos” y en las refriegas fraticidas contra los trotskistas y anarquistas, sin que en ningún momento tal apoyo haya contemplado el triunfo de la República ante el avance de los fascistas de Francisco Franco, sino urdir el trasfondo expansionista que implicó el pacto de no agresión firmado en septiembre de 1938 entre la Rusia de José Stalin y la Alemania de Adolf Hitler. Pero también la novela implica una radiografía más —rasgo distintivo en la narrativa del cubano Leonardo Padura— sobre la miseria (social, individual, educativa, cognoscitiva, ideológica, literaria, libertaria) fermentada y empantanada en la Cuba socialista, tanto cuando era satélite del imperio de la Unión Soviética, como cuando tras la disolución de ésta en 1991 se agudizaron la crisis y las múltiples carencias. 
Leonardo Padura y El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009)
En este sentido, la novela El hombre que amaba a los perros, dividida en tres partes y treinta capítulos, discurre por tres principales ámbitos, cuyas tramas y sucesos se desarrollan de manera alterna y paralela. Uno gira en torno al cubano Iván Cárdenas Maturell, quien tras la dramática muerte de Ana (su última mujer), ocurrida el 16 de septiembre de 2004 en su mísero y agrietado departamento de Lawton, empieza a cavilar en el miedo que le impidió escribir una tétrica historia que se remonta al 19 de marzo de 1977, cuando, a sus 28 años, en la playa de Santa María del Mar conoció a un avejentado y enfermo extranjero, al cual, por sus dos galgos rusos (Ix y Dax), apodó “el hombre que amaba a los perros”. Y a partir del primer encuentro concertado por éste (quien dijo llamarse Jaime López) y hasta el último, sucedido el 22 de diciembre de 1977, le contó, de forma oral, la historia del asesino y del asesinato de Trotski, sin que por entonces tuviera cabal idea, información y conocimiento de quién era Ramón Mercader del Río y quién había sido ese histórico prócer de la Revolución de Octubre, expulsado por Stalin y perseguido por “traidor”.
En 1983, aún en la casa familiar de Víbora Park (otrora construida por su finado padre) donde vivía con Raquelita, su mujer de entonces (embarazada de su segundo vástago), recibió, de manos de “una mujer, negrísima y alta”, una larga carta (más de 50 hojas manuscritas) guardada “desde mediados de 1978” (el año que Ramón se fue de Cuba y murió), donde el tal Jaime López refrendó su historia y entonces a Iván le dio el pálpito o la casi certeza de que éste no era otro que Ramón Mercader del Río. Cosa que pudo corroborar hasta que vio las fotos en la biografía de éste, publicada en España y escrita entre Luis Mercader del Río y el periodista Germán Sánchez, la cual en 1993 le fue enviada de manera anónima. Conjunto de incentivos para que por fin concluya la historia siempre postergada, los cuales casi culminan con la imprevista visita, en 1996, del negro alto y flaco que en 1977 custodiaba y auxiliaba al enfermo Jaime López durante sus encuentros en la playa de Santa María del Mar, quien además de brindarle algunos datos y de revelarle que fue él quien le remitió la carta y la biografía, le entrega la herencia que le dejó Ramón Mercader: su fosforera de bencina (quizá para que le dé fuego a todo el bagaje). 
El segundo ámbito narrativo delinea el orbe y los movimientos de Ramón Mercader del Río, desde que en 1937 es un joven miliciano que en la Sierra de Guadarrama combate contra los fascistas que pretenden la toma de Madrid, donde, a través de Caridad, su madre, lo recluta Kotov (su mentor y agente soviético), pasando por su entrenamiento en Rusia (ex profeso para asesinar a Trotski), sus estancias en Europa y Estados Unidos (particularmente en París y Nueva York) como parte de la “Operación Pato”, hasta el instante de la tarde del martes 20 de agosto de 1940 en que golpea, con el piolet, el cráneo de León Trotski.
Caridad, madre de Ramón Mercader del Río
Pero además de los entretelones de la conspiración y del espionaje para asesinar a Trotski y su entronque con el fallido atentado de “los mexicanos” (entre los que figuró David Alfaro Siqueiros), tal vertiente también bosqueja aspectos personales, sentimentales y psicológicos de la vida íntima y de la idiosincrasia de Ramón Mercader del Río y de su truculenta madre, quien también es parte de la “Operación Pato”; cuyo carácter despiadado y manipulador se advierte cuando, el día que recluta a Ramón en la Sierra de Guadarrama, sin decir agua va y delante de su otro hijo (Luis, de apenas 14 años), de un balazo en la frente le mata al Churro, su perrito lanudo adoptado en la trinchera. Amén de que en otro episodio le vocifera una especie de declaración de principios que la signa: “a los enemigos no se les golpea cuando están de pie, sino cuando se han arrodillado. ¡Y se les golpea sin piedad, carajo!”.
El tercer ámbito narrativo traza el periplo del exilio —y su intrincada problemática, la vida doméstica y familiar (incluso la lejana), y el activismo político e ideológico— de León Trotski, desde que el “20 de enero de 1929”, tras un año de confinamiento en Alma Atá (capital de Kazajstán) con Natalia Sedova y su hijo Liova (Liev Sedov), reciben el folio de la GPU donde se les informa que se ha decretado su expulsión del país y que deben abandonarlo “en un plazo de 24 horas”.

“León Trotsky y su esposa Natalia Sedova en la Casa Azul. Coyoacán, ca. 1938 . Imagen incluida en Frida Kahlo. Sus fotos (RM, 2010), tomo con “Edición y puesta en página de Pablo Ortiz Monasterio”.
Tal peregrinaje (por Turquía, Francia, Noruega y México), que en la obra concluye con el asesinato de Trotski, está marcado por las constantes intrigas, infundios, espionajes y acosos de Stalin y sus esbirros, reflejado en una serie de asaltos, detenciones, condenas, deportaciones, fugas, muertes y asesinatos, y en las cruentas purgas en la URSS y en los siniestros procesos de Moscú de 1937 y 1938.

León Trotsky, Diego Rivera y André Breton
(México, c. julio de 1938)
La “Tercera parte” de la novela, denominada “Apocalipsis” e integrada por los capítulos finales (el 29 y el 30), es el epílogo, el cual no esboza el destino de Natalia Sedova ni el su nieto Sieva Vólkov (de 14 años) y su perrito Azteca, sobrevivientes en la casa-fortaleza de Coyoacán, ni el de la atomizada y famélica IV Internacional, ni el del ideario bibliográfico y hemerográfico legado por León Trotski. Sólo se centra en las otras dos vertientes narrativas.
El capítulo 29, titulado “Moscú, 1968”, bosqueja la vida de Ramón Mercader en la URSS, a donde llegó, tras ser liberado, en mayo de 1960, y donde le refrendaron la identidad de Ramón Pávlovich López. Y además de sus medallas (“Héroe de la Unión Soviética y de la Orden de Lenin”), que le sirven para no hacer filas y proveerse de servicios y víveres (algunos sólo para extranjeros y diplomáticos), desde hace dos años vive (con su mujer mexicana, dos hijos adoptados ya adolescentes y un par de cachorros borzoi: Ix y Dax) en un pequeño pero privilegiado departamento en un edificio desde cuya altura, “si miraba al sur, veía los edificios de la universidad y de la iglesia de San Nicolás; si volteaba al norte, divisaba el puente Krymski, por donde solía cruzar hacia el parque Gorki, y más allá podía entrever las torres y los palacios más altos del Kremlin”. No obstante, sus movimientos están limitados y vigilados por la KGB; y pese que sueña con regresar a Barcelona, no ve la posibilidad de que lo dejen salir de la URSS. 

Ramón Mercader del Río, condecorado por la URSS
El 23 de agosto de 1968, mientras lee una nota sobre la invasión rusa en Praga, recibe una llamada de Kotov, a quien no escuchaba ni veía desde agosto de 1940. A partir del día siguiente, Kotov, a quien no le fue tan bien (le quitaron sus medallas, pasó 12 años preso y subsiste en la diminuta ratonera de un horrendo y marginal multifamiliar), le comienza a revelar una serie de oscuras minucias implícitas o en torno al asesinato de Trotski, entre lo cual le corrobora lo que Ramón ya había entrevisto: que “había sido utilizado para cumplir una venganza”, que era “una pieza más que prescindible”, pues “el plan era [le dice] que tú mataras a Trotski y que los guardaespaldas te mataran a ti”.
El capítulo 30, el último, titulado “Réquiem”, se vincula al primero, rotulado “La Habana, 2004”. Pero no está abordado por la voz y la perspectiva de Iván Cárdenas Maturell, sino por la de Daniel Fonseca Ledesma, el amigo más cercano de Iván, quien otrora, para documentarse sobre Trotski, le consiguió tres libros proscritos y clandestinos en Cuba: la trilogía biográfica urdida por Isaac Deutscher (“‘el profeta’: desarmado, armado y desterrado, en ediciones publicadas en México a finales de la década de los sesenta”); quien además, con el Pontiac 1954 heredado de su padre, lo acompañó al cementerio a enterrar a Ana. De hecho, dice, la última vez que vio con vida a Iván fue el 19 de septiembre de 2004, unos días después del entierro. Día que le habló de su inminente necesidad (intrínseca, neurótica, moral y existencial) de concluir el postergado libro sobre Ramón Mercader. Pero además de decirle que se lleve las sobadas hojas manuscritas de éste (con anotaciones de Iván), le anunció que no buscaría publicarlo y que lo haría depositario de las cuartillas para que haga con ellas lo que considere debido. A través de unos amigos se había enterado de que Iván “no quiere ver a nadie”, pues al parecer “está terminando de escribir algo”. El caso es que hasta el 22 de diciembre de 2004 (exactamente 27 años después de la última charla de Iván y Mercader), Daniel decide buscarlo, a eso de las tres de la tarde, en el mísero departamentito de Lawton, para invitarlo a que con él y su esposa pase la Nochebuena. No lo halla y un vecino le dice que desde “hace tres días” no lo ha visto. Luego de buscarlo en varios sitios y de preguntar a varias personas, es hasta la noche cuando retorna al departamentito. “Frente a la puerta [dice] me envolvió una atmósfera hedionda que no había advertido esa tarde, y la premonición se convirtió en evidencia.” Ya adentro describe el dramático escenario: los puntales de madera que sostenían el techo cedieron y en la cama, bajo “los pedazos de madera, concreto y yeso”, advierte el cuerpo de Iván y el del Truco, su perro de “pelambre amarilla”. Ve también, dice, “una caja de cartón, rotulada con mi nombre, donde estaban todos aquellos papeles escritos por él y Ramón Mercader”. Pero Daniel Fonseca no es Max Brod y por ende no se propone la póstuma edición, sino tras cerrar el “ataúd de mi amigo”, dice, “la cruz del naufragio (de todos nuestros naufragios) y esta caja de cartón, llena de mierda, de odio y de toneladas de frustración y de mucho miedo, se irán con él: al cielo o a la podredumbre materialista de la muerte. Quizá a un planeta donde todavía importen las verdades.”

Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros. Colección Andanzas (700), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, noviembre de 2009. 576 pp.