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jueves, 7 de enero de 2016

Siqueiros. La piel y la entraña



No hay más ruta que mi rollo
                               
I de IV
Publicado en agosto de 2003 por el FCE, Siqueiros. La piel y la entraña (27.6 x 19.6 cm) es un libro del periodista Julio Scherer García (México, abril 7 de 1926, ibídem, enero 7 de 2015), cuya primera edición en Ediciones Era data de “abril de 1965”, mientras que la segunda, editada por Promotora de Ediciones y Publicaciones, data de 1974. Con diseño gráfico de Vicente Rojo Cama, el libro (de pastas duras y sobrecubierta) incluye, en blanco y negro, una serie de dibujos y bocetos del artista seleccionados del archivo de la Sala de Arte Público Siqueiros. No obstante, hubiera sido más enriquecedor que además se reprodujeran, en color, las pocas obras pictóricas que el artista alude en varios textos.
(Tezontle, FCE, México, 2003)
Urdidos con un tratamiento literario más que periodístico, Siqueiros. La piel y la entraña reúne una miscelánea de 51 capítulos con título de índole biográfica-autobiográfica, precedidos por un prólogo de Julio Scherer donde vagamente refiere la entonces recién última estancia del pintor en el Palacio Negro de Lecumberri y su entonces recién “indulto presidencial”. Es decir, ante el vacío informativo (una clara negligencia y cómoda pereza del reportero y entrevistador), el lector, por sí mismo, tiene que recurrir a alguna bibliografía que le permita ubicar y precisar los históricos y biográficos datos y contextos sociales y políticos que el periodista omite. En este sentido, un pasaje de su prefacio resulta una especie de declaración de principios: 
Julio Scherer
(Ciudad de México, abril 7 de 1926-, ibídem, enero 7 de 2015)
“Digamos por último algo acerca de este libro:
“No es biográfico. Es, simplemente, una semblanza, el apunte de un carácter a través de hechos menudos, hasta insignificantes si se quiere, pero importantes para entender algo de lo que ocurre en el interior de un hombre. No hay aquí reseñas de acontecimientos ni preocupación por las efemérides. No existe un plan estricto y es el libro un tanto desordenado, como revuelta, confusa, sin principio ni fin lógico puede ser la conversación espontánea y aun la vida. Emociones, recuerdos, imágenes, ensueños, fantasías, teorías, todo junto forma estas páginas. Su contenido es en apariencia caótico, como caótica puede parecernos la mezcla de tierra, hojas, flores y agua que el vendaval arrastra.
“En la cárcel, durante su cautiverio, obtuve de Siqueiros el material de esta obra.” 
     El pintor murió a los 77 años el 6 de enero de 1974 “en su casa de Cuernavaca, Morelos” (fecha que explica la citada segunda edición del presente libro). Según dice Irene Herner en Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), el artista no “nació en Santa Rosa, hoy Camargo, Chihuahua” —dato muy divulgado y elusivo, como el hecho de que “Según Raquel Tibol hay varios pasaportes [del pintor], cada uno da una fecha de nacimiento diferente entre 1896 y 1897”—, sino en la Ciudad de México, el 29 de diciembre de 1896, y fue registrado “en 1902 en Irapuato, Guanajuato”, con el nombre de “José de Jesús Alfaro Siqueiros (no David)”. “El nombre de David [dice Herner] lo adoptó Siqueiros en Europa, en 1920, inspirado por la comparación que hiciera Gachita Amador [su primera esposa] entre el buen parecido de su marido y la escultura del David de Miguel Ángel.” No obstante, en las evocaciones urdidas por Julio Scherer el pintor se autonombra “José David Alfaro”, incluso en las que se ubican en la infancia (signada por la presencia de su católico padre Cipriano Alfaro —Caballero de Colón— y por la de su abuelo paterno, Antonio Alfaro Sierra, alias Siete Filos —libertino, borrachín, cuentero), amén de que su hermano, presente en varios recuerdos y anécdotas, se llamaba Jesús.
Irene Herner con su libro:
Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010)
Según Irene Herner, Siqueiros, “El 9 de agosto [de 1960] es aprehendido con lujo de violencia por el general Gómez Huerta (jefe del Estado Mayor Presidencial) en la casa del gran amigo de los artistas, el coleccionista Carrillo Gil, donde se había refugiado, y es encarcelado en Lecumberri (hasta el 13 de julio de 1964), acusado del delito de Disolución Social [no menciona otras presuntas transgresiones], junto con el anciano periodista Filomeno Mata, el maestro Othón Salazar y los dirigentes del movimiento ferrocarrilero: Demetrio Vallejo, Valentín Campa y Encarnación Pérez.”
Raquel Tibol, en Palabras de Siqueiros (FCE, 1996) —libro compilado y anotado por ella— dice que “Las acciones de solidaridad en su favor no conocieron fronteras ni diferencias sociales. Estudiantes, trabajadores, intelectuales, artistas, campesinos de México y de todos los continentes se movilizaron por miles y millones demandando su libertad.” En 1962, apunta, “La Quinta Corte Penal lo sentencia a ocho años de prisión como responsable del delito de Disolución Social. Entre las pruebas se incluye el contenido de su pintura.” No obstante, anota: “El indulto [que le devolvió la libertar el 13 de julio de 1964], firmado por el presidente Adolfo López Mateos y el subsecretario de Gobernación Luis Echeverría Álvarez, señalaba: ‘Que por la calidad de la obra artística de David Alfaro Siqueiros, y el reconocimiento de la misma en la República mexicana y en el extranjero, la realización de dicha obra puede quedar dentro de los límites que abarca el concepto de importantes servicios prestados a la nación.” Tal es así que el 18 de julio de 1980, por decreto del presidente José López Portillo, “se confiere a su obra el rango de Monumento del Patrimonio Artístico de la Nación, junto con José María Velasco, el Dr. Atl [Gerardo Murillo], Saturnino Herrán, José Clemente Orozco, Diego Rivera y Frida Khalo.”
(FCE, México, 1996)
Dado que entre 1960 y 1964 Siqueiros estuvo preso en Lecumberri (celda número 40 de la crujía “I”), el lector, a priori, supondría que fue la época en que Julio Scherer lo visitaba para conversar con él y urdir el libro aporreando su portátil máquina de escribir. Pero según una carta del pintor dirigida al periodista, fechada en la cárcel el 3 de julio de 1964 (diez días antes del indulto presidencial que lo liberó) —la cual se puede leer en Palabras de Siqueiros—, Scherer lo visitó “durante varios meses del año de 1961”, lapso en que el reportero, “a pocos metros de distancia del vigilante ad hoc nombrado para ello por la dirección de la ergástula”, “escribió a máquina” “387 páginas, a renglón cerrado”, dictadas por el pintor con el objetivo de concebir un “libro biográfico” o “autobiográfico”.    Mamotreto de marras (recuperado por el pintor a través de Angélica Arenal con la infructuosa intención de ser ordenado por él) del que Julio Scherer urdió “159 páginas, a renglón abierto”, las cuartillas originales de lo que casi un año después sería la primera edición de Siqueiros. La piel y la entraña. Tras leerlas en la celda para su revisión (y aún sin saber que sería liberado diez días después), el pintor le dice: “de ese material he podido sacar la conclusión de que usted en su proyecto utilizó algo más del 25%, excluyendo de mis relatos todos los preámbulos y conclusiones de carácter político, sobre todo aquellas que utilizo para evidenciar la capitulación política de los gobiernos de la oligarquía de nuestro país, es decir, despojó usted un organismo de la causa básica misma de su propia existencia, esto es, de su base social-política.” Y por ende el libro inédito de Scherer le parece al pintor que sólo reúne “algunas anécdotas y, entre éstas —además de inconexas—, las más superficiales”, que representan “una parte desvirtuada por habérsele despojado de su esencia política”. Pero no obstante sus objeciones y críticas, al final lo invita a rehacer y ampliar el plan: 
“¡Don Julio, don Julio!, hagamos el libro proyectado y no una simple mutilación literaria del mismo. Usted, que empezó conmigo a hacer ese trabajo, es el único que puede llevarlo a su culminación. No me niegue su solidaridad en tal orden, aunque pueda no estar conmigo de acuerdo en mi línea política. Los biógrafos, o quienes ayudan a hacer una biografía, no necesitan pensar como el biografiado.
“Por favor, venga a verme, para que yo de viva voz lo convenza de lo inconveniente de publicar el libro nuestro con sólo las dos orejas, la nariz y parte de los dedos en vez de hacerlo de cuerpo entero. Si usted se ha comprometido a que la publicación de nuestro trabajo se haga dentro de un plazo determinado, creo que en las condiciones políticas y legales de mi caso, en estos momentos, los editores, o posibles editores, comprenderán la necesidad de darnos un nuevo plazo.
“Lo abraza, DAVID ALFARO SIQUEIROS.”
Vale observar que tal anhelo del pintor sólo cobró forma en su legendario, polémico y póstumo libro de memorias (aún sin reeditar desde la primera edición de diez mil ejemplares): Me llamaban el Coronelazo (Grijalbo, 1977, 662 pp., incluido el útil índice de “Personajes que se mencionan en la obra” y el “Material fotográfico”: 32 fotos en blanco y negro con deficiente definición y yerros y omisiones en los pies), que si bien su mayor parte tiene su origen en el mamotreto dictado a Julio Scherer en 1961, pasó por el tamiz editorial de Angélica Arenal, la viuda de Siqueiros, quien además de prologarlo, le añadió “algunos escritos” que obraban “en el archivo de David” y ordenó el conjunto en XXVII capítulos con rótulos. 
(Grijalbo, México, 1977)
Llama la atención, al reseñista, el “Capítulo XVII”: “Por qué el ‘atentado’ contra Trotsky”, repleto de tergiversaciones, escamoteos, infundios, mentiras y falaces autojustificaciones. Dice, por ejemplo, que con la anuencia del gobierno mexicano y del presidente Lázaro Cárdenas, Trotsky estableció en Coyoacán “su cuartel general de lucha contra el gobierno soviético presidido por Stalin” y que allí se celebraban conspirativas, antiestalinistas y antirrevolucionarias reuniones de la IV Internacional. Que el objetivo del ataque armado (ocurrido la madrugada del 24 de mayo de 1940) —a todas luces terrorista—, tenía como objetivo incidir en la revocación del asilo brindado a Trotsky y por ende en desmantelar su presunto “cuartel general”. Según dice, querían “apoderarse de toda la documentación posible [cosa que no lograron], pero evitando hasta lo máximo cualquier derramamiento de sangre”; “de no conseguir nuestro objetivo, nos retiraríamos antes de matar o herir a nadie, aunque haciendo el mayor escándalo posible con las armas de fuego”. Y pese a que declara: “Nunca negué y no niego ahora que mi participación en el asalto a la casa de Trotsky el día 24 de mayo de 1940, objetivamente, conforme a la ley imperante, constituyó un delito y que por ese delito he pasado largos periodos de cárcel, más 3 años de exilio, la pérdida de fuertes cantidades depositadas por concepto de caución y una ofensiva infamante de carácter de escala internacional”, limita su rol y su heroica “participación personal” a un solo acto: “mi cometido fue el de inmovilizar a la defensa exterior de la casa de Trotsky, constituida por 35 policías mexicanos armados de máuseres y que cumplí adecuadamente con ese objetivo”. 

II de IV
Dado que para urdir los 51 capítulos de Siqueiros. La piel y la entraña el periodista Julio Scherer García “durante varios meses del año de 1961” visitó al pintor en la cárcel de Lecumberri (donde estuvo entre el 9 de agosto de 1960 y el 13 de julio de 1964), obviamente no faltan los comentarios y las anécdotas carceleras referentes e ilustrativas de tal período en el que fue acusado y condenado por el absurdo delito de Disolución Social. “¿No fue Jesucristo, como yo, una víctima del delito de disolución social, un perseguido?”, le puntualiza el retórico pintor al sacerdote jesuita Benjamín Pérez del Valle durante una visita “un día de Cuaresma”, diálogo infecundo (el cura le sugiere la vuelta al redil de la fe) que apenas ilustra lo que en otros capítulos es muy evidente: su clara mitomanía. Dice Scherer que Siqueiros “Es vanidoso como mitómano fue Diego Rivera y adusto José Clemente Orozco”. Tiene razón. Sin embargo, la vanidad en Siqueiros es inextricable a su proclividad mitomaníaca, ególatra y exhibicionista, visible en sus autorretratos, en sus historias y recuerdos donde el epicentro es él.
Siqueiros en el Palacio Negro de Lecumberri (c. 1960)
Foto: Héctor García
Pero en el libro también hay relatos que se remontan a otras dos legendarias estancias del pintor en Lecumberri (penal inaugurado el 29 de septiembre de 1900 y sede, desde el 27 de agosto de 1982, del Archivo General de la Nación). Según apunta Irene Herner en Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), tras ser reaprendido “el 30 de abril de 1930”, acusado de los “delitos de rebelión, motín y de atentar contra” la vida del presidente Pascual Ortiz Rubio, el pintor “estuvo preso en la cárcel de Lecumberri durante siete meses y al término de ese tiempo, por tratarse de un revolucionario [c. 1914-1919] y de un artista de su calidad, el gobierno le dio ‘libertad caucional, afianzada con 3,000 pesos’.” Más una sentencia a 15 meses de cárcel domiciliaria en “el pueblo minero de Taxco, en las montañas de Guerrero” (allí pintó mucho y recibió la visita de Sergei Eisenstein y Eduard Tissé), donde sólo estuvo “entre diciembre de 1930 y febrero de 1932”, pues rompió el arraigo y reincidió en su activismo político, causa de una “perentoria sugestión de abandonar el país”, cosa que hizo, apunta Raquel Tibol en Palabras de Siqueiros (FCE, 1996). 
En el centro: Siqueiros y Sergei Eisenstein 
(Taxco, Guerrero, México)
Este sentido, en el libro también hay recuerdos y anécdotas sucedidas cuando el pintor tuvo a Taxco por cárcel y sobre cuadros de caballete hechos allí. Y más aún, el capítulo “Prestado por una noche” bosqueja su vejatoria estancia en la Inspección General de Policía de la Ciudad de México cuando llevaba diez días preso tras el atentado contra el presidente Pascual Ortiz Rubio (ocurrido el 5 de febrero de 1930, día de su toma de posesión), encierro del que “Siqueiros pudo escaparse”, dice Irene Herner; pero lo más probable es que sus compinches militares, ex correligionarios suyos en la División de Occidente durante la Revolución, le hayan facilitado la huida (quizá el general Jesús Ferreira que lo pidió “Prestado por una noche” para que se emborrachara con él y gozara en un burdel llamado Viva Jalisco). Fuga que no le duró mucho, pese a que el propio Pascual Ortiz Rubio ya sabía que el pintor no había tenido nada que ver en el ataque que lo mandó la hospital (se dice en el capítulo “Podría tener lo que quisiera”) y que le suscitó una incurable angustia y neurosis que incidió en su renuncia a la silla del águila, hecha efectiva el 2 de septiembre de 1932.
La otra estancia en Lecumberri, sucedida, dice Irene Herner, “entre octubre de 1940 y abril de 1941”, remite al hecho de que Siqueiros, estalinista acérrimo, la madrugada del 24 de mayo de 1940 fue parte de un comando armado (una veintena de matones vestidos con uniformes de militares y policías), organizado por él (y un tal “francés”, un agente de la GPU, la “policía secreta de Stalin”, Eduardo Téllez Vargas dixit, y que Herner identifica como Jorge Dimitrov), que ametralló, lanzó bombas caseras e intentó robar documentos y asesinar —por órdenes de José Stalin—, a León Trotsky en su casa de Viena 19, en Coyoacán, en cuya recámara dormía con su esposa Natalia Sedova y en otra habitación contigua su nieto Sieva (de unos “12 o 13 años de edad”), quien resultó herido de una pierna por el roce de una bala. Tal fallido asesinato finalmente lo perpetró un tal “Frank Jacson” o “Jacques Mornard” (el catalán Ramón Mercader del Río), casi tres meses después, cuando en la tarde del 20 de agosto de 1940, en el estudio de la casa de Coyoacán, lo hirió en la cabeza con un piolet; herida que lo hizo morir, en el hospital de la Cruz Verde, al anochecer del día siguiente. 
José Stalin, Lenin y León Trotsky
Desde su expulsión y exilio en Turquía, en 1929, pululaba, urdida desde la URSS, una conjura internacional para espiar y acosar a Trotsky y a su familia y a los trotskistas, y Siqueiros fue parte de ella. Cuando Trotsky y Natalia Sedova llegaron a Tampico el 9 de enero de 1937, la GPU ya había ejecutado varios episodios, algunos cruentos. Pero además hubo protestas e intrigas por su presencia en México, no sólo las encabezadas por los estalinistas de la CTM y del PCM. Y esa madrugada del 24 de mayo de 1940 en la fortaleza de Coyoacán, dice Téllez, también dormían Alfred y Marguerite Rosmer, quienes de París habían traído a México “al pequeño Esteban” (Sieva o Vsevolod Vólkov). Sobre el ataque, según Téllez, Trotsky le dijo al jefe de la Policía y al jefe del Servicio Secreto tras entrar en la casa de Viena 19: 
“No sé qué hora era. Me parece que las 3 y tantas de la mañana. Dormía en mi alcoba al lado de Natalia, cuando desperté sobresaltado. Se escuchó una pequeña denotación en la alcoba del lado izquierdo a la mía donde estaba durmiendo mi nieto Esteban.
“Rápidamente jalé por los brazos a Natalia haciéndola caer al suelo. Nos colocamos debajo de la cama. Disparos de pistolas y ametralladoras no cesaban. De las paredes de mi alcoba caían pesados de tierra al golpear contra ellas las balas. Todos los disparos fueron hechos desde el jardín, a través de las puertas y ventanas... ustedes pueden observar los impactos [...]”
El reportero de policía Eduardo Téllez Vargas y León Trotsky
en la casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19)
Y sobre el por qué Siqueiros y su comando terrorista no lo mataron, Trotsky le dijo al reportero Téllez en una visita posterior al atentado:
“Cuando organicé el Ejército Rojo se acostumbraba matar generales u oficiales de alto grado. Esto se debía a la ambición que sentían muchos bolcheviques por llegar a puestos superiores eliminando a los que se consideraban más inteligentes o con mayor poder. Entonces yo hice instalar ametralladoras en las puertas de entrada a la alcoba donde dormía, de tal suerte que si se abría la puerta de la derecha, la de la izquierda disparaba la mencionada ametralladora y viceversa. En esta ocasión no entraron a mi alcoba porque supusieron que ese mismo sistema de defensa personal lo había instalado aquí. Es una de las cosas en que me apoyo, aún más, para suponer que fue Stalin quien me mandó matar. Él era el único que conocía mi sistema de defensa.”
Sobre tal crimen, en el anecdotario del libro ni el reportero ni el pintor dicen ni mu ni pío (sólo en el último capítulo: “La acción, meta suprema”, de manera tácita Siqueiros alude el avance contra “la fortaleza”). Pero sí se transluce que en Lecumberri no la pasó tan mal. Por ejemplo, en “A la cabeza de lo invertidos” —una anécdota donde figura la Bárbara”, un homosexual “vestido con falda negra” (obvia violación del reglamento) que acudió al pintor para que firmara una protesta—, se lee: “Como a las tres de la mañana despertó sobresaltado por el ruido del pasador general de las celdas de la crujía. Alguien tocó a su puerta. Era el director de la Penitenciaría, David Pérez Rulfo, por aquella época teniente coronel. En estado de embriaguez, sin un saludo siquiera, le dijo: ‘Me mandaste una carta encabezando una lista de sesenta putos. Te aseguro que la voy a guardar para la historia’. Y riendo le extendió, con flagrante violación del reglamento interior de la cárcel, una botella de anhelado, infrecuente coñac.”
Según se lee en Noticias sobre Juan Rulfo (UNAM/RM, 2003), volumen biográfico de Alberto Vital, David Pérez Rulfo (quien falleció al accidentarse con un caballo), es el tío paterno del joven Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno (el futuro Juan Rulfo) que le consiguió el empleo que tuvo en la Secretaría de Gobernación entre 1936 y 1947 (fue “clasificador de archivo” y “agente de Migración”). Y por lo que se lee en Confieso que he vivido (Seix Barral, 1984), las célebres memorias del poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973), las salidas de Lecumberri, en compañía de David Pérez Rulfo, fueron frecuentes o varias y claves para su liberación y refugio en Chile. Sin embargo, además de que Neruda pluraliza el apellido de Angélica Arenal, la entonces mujer y cómplice del pintor, descuella que maquille, atenúe y pretenda disipar la responsabilidad criminal de Siqueiros y su trasfondo estalinista, implícito en el fallido atentado contra Trotsky, su esposa y su nieto: 
Pablo Neruda
“David Alfaro Siqueiros estaba entonces en la cárcel. Alguien lo había embarcado en una incursión armada a la casa de Trotski. Lo conocí en la prisión, pero, en verdad, también fuera de ella, porque salíamos con el comandante Pérez Rulfo, jefe de la cárcel, y nos íbamos a tomar unas copas por allí, en donde no se nos viera demasiado. Ya tarde, en la noche, volvíamos y yo despedía con un abrazo a David que quedaba detrás de sus rejas.
“En uno de esos regresos de Siqueiros de la calle a la cárcel, conocí a su hermano, una extrañísima persona llamada Jesús Siqueiros. La palabra solapado [sic], pero en el buen sentido [sic], es la que se aproxima a describirlo. Se deslizaba por las paredes sin hacer ruido ni movimiento alguno. De repente lo advertías detrás de ti o a tu lado. Hablaba muy pocas veces y, cuando lo hacía, era apenas un murmullo. Lo que no era obstáculo para que en un pequeño maletín que llevaba consigo, también silenciosamente, transportara cuarenta o cincuenta pistolas [obvio que no las traía para cambiarlas por hostias o rosarios para distribuirlos entre los niños como si fueran chicles]. Una vez me tocó abrir, distraídamente, el maletín, y descubrí con estupor aquel arsenal de cachas negras, nacaradas y plateadas [...]” 
“Entre salidas clandestinas de la cárcel y conversaciones sobre cuanto existe, tramamos Siqueiros y yo su liberación definitiva. Provisto de una visa que yo mismo estampé en su pasaporte, se dirigió a Chile con su mujer, Angélica Arenales.
“México había construido una escuela en la ciudad de Chillán, que había sido destruida por los terremotos, y en esa ‘Escuela México’ Siqueiros pintó [Muerte al invasor, 1941] uno de sus murales extraordinarios. El gobierno de Chile me pagó este servicio a la cultura nacional, suspendiéndome de mis funciones de cónsul por dos meses.”
Vale observar que además de los tejemanejes de Neruda (autor de “Canto a Stalingrado”) para lograr que Siqueiros eludiera los 20 años de cárcel a que fueron sentenciados “todos los que tomaron parte en el asalto” —dice Eduardo Téllez Vargas en su reportaje “El asesinato de Trotsky” (Comunidad CONACYT, núm. 121-122, enero-febrero de 1981)—, el pintor contó con la ayuda del presidente Manuel Ávila Camacho, quien, apunta Herner, “le debía un favor desde tiempos de la Revolución”; “pero lo obligó a salir del país, arguyendo que de esa manera lo protegía de los trotskistas estadounidenses que querían asesinarlo.”  


III de IV
Al inicio del doceavo capítulo del volumen Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner apunta:
“Según declaraciones de Siqueiros, en el asalto a la casa de Trotsky el 4 de mayo de 1940, no se trataba de matar a nadie, tampoco al guardián de Trotsky, de nombre Robert Sheldon Harte, cuya muerte en este contexto nunca se aclaró. Siqueiros y la brigada que organizó, atacaron con más de 200 tiros la casa de Trotsky, con la misión de hacer evidente que ahí se encontraba ‘su cuartel general de lucha contra el gobierno soviético’ [cita de Me llamaban el Coronelazo, Grijalbo, 1977, memorias póstumas del pintor ordenadas y editadas por su viuda Angélica Arenal]. Se trataba, aseguró, sólo de hacer escándalo y hacer notorio que éste había construido una fortaleza antisoviética en Coyoacán.
“‘Nuestro objetivo era asaltar y tomar el lugar —argumentó Siqueiros— nos retiraríamos antes que matar o herir a nadie, aunque haciendo el mayor escándalo posible con las armas de fuego’” [ídem]. 
No obstante, a Irene Herner le faltó puntualizar que se trató de un atentado fallido, urdido —dice el pintor en Me llamaban el Coronelazo—  tras los intentos de persuadir al presidente Lázaro Cárdenas de que pusiera punto final al asilo de Trotsky en México. Y si acaso fue cierto que no buscaban matar a nadie, sí pretendían generar todo el terror posible para que se fuera. En sus memorias, al relatar el episodio de su detención (“por el caso Trotsky”) en el entorno de Hoxtotipaquillo (pueblo minero de Jalisco), Siqueiros dice sobre su terror al sentirse atado, golpeado y amenazado por los militares que lo llevaban preso: 
“Entonces sentí exactamente todo lo que debe sentir un hombre cuando va a ser ajusticiado: sentí un terror horrible. Todas las cosas de la vida las veía yo resplandecientes; no obstante que era de madrugada y la luz aún no había salido, yo veía luces esplendorosas, las mujeres, los alimentos, los helados, todo, las sensaciones más poderosas y las más sutiles de la vida, todas las percibía yo con una nitidez increíble. Los sonidos. Los colores. Las formas. Las texturas. Las obras de arte. Tenía yo ganas de gritar, de correr, de pedir perdón, de hincarme, de besarles las botas a los soldados. No debían matarme. Era imposible. Yo tenía derecho a seguir viviendo...”
Vale repetir, además, que tal ataque se sucedió la madrugada del 24 de mayo de 1940, y no el “4”; y que las falaces autojustificaciones del pintor se contraponen a lo que se bosqueja (e ilustra con fotos) en “El asesinato de Trotsky” (Comunidad CONACYT, núm. 121-122, enero-febrero de 1981), reportaje de Eduardo Téllez Vargas, reportero de policía que siguió, en primera línea, las investigaciones policíacas y que reportó, en su momento, los episodios del caso. Pese a que en la crónica de Téllez también se observan ciertos yerros, allí se afirma:
Eduardo Téllez Vargas entrevista a Siqueiros por  el caso Trotsky
(octubre 5 de 1940)
“Por medio de [Antonio] Pujol [un refugiado español estalinista participante en el ataque] la policía tuvo conocimiento de que David Alfaro Siqueiros había alquilado en el pueblo de Santa Rosa, cercano al Desierto de los Leones, una casa que le servía de estudio y a la cual habían conducido por la fuerza a ‘Bob’ [el susodicho Robert Sheldon Harte, ‘quien estaba de guardia en la puerta principal’, secuestrado por los terroristas, quienes también se robaron el par de ‘automóviles que estaban en la casa de Trotsky para huir en ellos’].
“Se organizó una comitiva que encabezaba el jefe de la Policía general [José Manuel] Núñez y el propio coronel [Leandro A. Sánchez Salazar [jefe del Servicio Secreto y cabecilla de la investigación policíaca] rumbo al poblado de Santa Rosa.
“‘En esa casa, se descubrió que en el piso de la cocina, que era de tierra, estaba sepultado el cadáver de ‘Bob’, a quien Luis Arenal, cuñado del pintor, le había dado un tiro en la sien cuando dormía plácidamente sobre un catre de campaña [quizá por trotskista y por sus nexos con los trotskistas norteamericanos o para que no identificara a los atacantes o para que no hablara más, pues existe la versión de que era un agente doble que les facilitó el acceso a la casa-fortaleza].
“El cadáver fue exhumado y presentado a Trotsky quien inmediatamente lo identificó como el de su ‘fiel amigo’.”
Motivo por el cual —35 años antes de que en 1975 la casa de Viena 19 se habilitara como Museo Casa de León Trotsky y de que “el 24 de septiembre de 1982”, por decreto del presidente José López Portillo, fuera declarada “monumento histórico”— en uno de sus muros el propio Trotsky dispuso que en su honor se colocara una placa en inglés: “In memoriam of Robert Sheldon Harte/ 1915-1940/ Murdered by Stalin”.
Después del ataque a Trotsky, Siqueiros anduvo “cuatro meses prófugo”, narra Irene Herner, y “escapó de las autoridades yéndose a refugiar en las inmediaciones de Hoxtotipaquillo, en el estado de Jalisco, lugar que conocía desde los tiempos en que fue secretario general de la Federación Minera del estado [1927]. Ahí estuvo escondido, dormía en cuevas y en el monte. A veces solo, a veces con Angélica. Ahí lo encontró la tropa federal, una noche lluviosa, dormido sobre un charco. Se lo llevaron con la mayor violencia, atado de los brazos y del cuello, hasta que se apersonó el coronel Sánchez Salazar, el jefe de la policía de México, quien de inmediato ordenó que desamarraran al señor Siqueiros y pronunció [un discurso] ante éste y los 70 policías boquiabiertos que habían ido en persecución de un maleante”. Y en seguida Irene Herner transcribe de Me llamaban el Coronelazo un fragmento de tal discurso: una apología (quizá autoapología) al legendario papel de Siqueiros en la Revolución Mexicana (1914-1919), que al unísono exalta sus amistosos vínculos con altos mandos militares acuñados en ella. 
      “David Alfaro Siqueiros y Angélica Arenal, prófugos de la justicia por el asalto a la casa de Trotsky, se hicieron pasar por Macario Huizar y Eusebita, en las cuevas de Hoxtotipaquillo en la sierra de Jalisco, ca. 1940 [...] una imagen equivalente a la de las famosas parejas del cine mexicanista: Pedro Armendáriz y Dolores del Río, Jorge Negrete y Guadalupe Marín.” Anota Irene Herner en el pie de tal foto que se aprecia en la p. 211 de su volumen Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010). Pero debió leerse el nombre de la actriz Gloria Marín y no “Guadalupe”. Amiga de Siqueiros desde su juventud: “La conocí en el primer ataque y toma de Guadalajara, en 1914”, dice en “Guadalupe Marín o el esplendor”, capítulo de Siqueiros. La piel y la entraña (FCE, 2003), Lupe Marín primero fue modelo y esposa de Diego Rivera (con quien tuvo dos hijas: Guadalupe y Ruth) y luego fue mujer del poeta Jorge Cuesta. Nótese, además, que en “Sólo puede suceder en México”, capítulo de Siqueiros. La piel y la entraña, el pintor dice que él y Angélica Arenal se hicieron pasar por “Macario Sierra y Eusebita” (p. 55), lo cual también se lee en “Por qué el ‘atentado’ contra Trotsky” (p. 373), capítulo de Me llamaban el Coronelazo (Grijalbo, 1977); mientras que en la p. 114 de Siqueiros, vida y obra (Colección METROpolitana, Ediciones del STC, 1974), Raquel Tibol apunta otro apellido: “Después del asalto perpetrado a la casa de Lev Davidovich Trotsky, el 24 de mayo de 1940, Siqueiros se convirtió en el campesino ‘Macario Romero’ que anduvo prófugo en las sierras de Jalisco, hasta que fue descubierto y traído a la capital en el mes de octubre. Después de algunos meses de encarcelamiento, es deportado a la República de Chile.” Pero además el nombre de “Macario Huizar” que cita Irene Herner (sin acento en la i del apellido) remite a “La saga de Macario Huízar” (aquí sí con acento), capítulo de Siqueiros. La piel y la entraña; allí se dice que Macario Huízar, “asesinado por los cristeros”, era “comisario en el mineral de La Mazara” cuando el pintor era el “secretario general” de la Federación Minera de Jalisco [1927].
Los pormenores de tal episodio y del citado discurso que cita Herner se leen, ampliados, en “Sólo puede suceder en México”, capítulo de Siqueiros. La piel y la entraña (FCE, 2003), en el que ni Julio Scherer ni el pintor mencionan a Trotsky y mucho menos el atentado. Pero sí se dice que tras desatarlo y retornar al pueblo —antes de conducirlo a la Ciudad de México con comodidad y lúdicas distracciones (una competencia de tiro al blanco a un lado de la carretera)— en la presidencia municipal, en su honor, organizaron un festivo banquete-brindis. 
Aunado al hecho de que Irene Herner trata de atenuar el acto criminal y terrorista del pintor contra León Trotsky dándole crédito al supuesto de que no pretendían asesinarlo (sólo escandalizar) y no diciendo nada de su esposa Natalia Sedova y de su nieto Sieva (adolescente casi niño) que resultó levemente herido en una pierna por el roce de una bala y destacando que “Trotsky no murió, ni fue tocado por las balas en este asalto dirigido por Siqueiros”, a través de los pasajes de “Sólo puede suceder en México” se observa que el pintor no era una perita en dulce. Es decir, antes de que “la tropa federal” lo hallara monte adentro quezque “dormido en un charco” “una noche lluviosa” —“el 26 de septiembre de 1940”, dice Téllez, pero según apunta Isaac Deutscher en Trotsky: el profeta desterrado (1929-1940) (Era, 1969) fue “el 4 de octubre de 1940”—, supo del arribo del ejército —dice el propio pintor en el texto— cuando estaba durmiendo, no en una cueva o en un charco, sino “en la casa del secretario particular del alcalde de Hostotipaquillo”. “Angélica y yo [dice Siqueiros], disfrazados como campesinos de Los Altos de Jalisco, habíamos llegado a la ranchería [a cierta distancia de su escondite secreto] con la siguiente versión: Éramos Macario Sierra y Eusebita. Huíamos porque yo me había robado a la muchacha y sus parientes me querían matar. Por eso llevaba conmigo una subametralladora y nunca dejaba la escuadra calibre 45 que asomaba por encima de mi cinturón fuerte y ancho.” En la súbita huida ante la cercanía de los soldados, no pudo montar su caballo. “Cerca del pueblo de El Magueyito”, dice, despojó a un muchachito de su burro (quizá la única bestia de carga y transporte de un mísero núcleo familiar campesino). Dizque le dio “un rollo de billetes”; pero su mejor argumento fue cuando “Su estupor lo paralizó cuando se vio amenazado por el cañón de una subametralladora Thompson”.  
                             
IV de IV
En Siqueiros. La piel y la entraña (FCE, 2003) —libro urdido por el periodista Julio Scherer en base a charlas sostenidas en 1961 con el muralista David Alfaro Siqueiros durante su última estancia en la cárcel de Lecumberri (sucedida entre el “9 de agosto de 1960” y el “13 de julio de 1964”)— hay un capítulo que da ciertas luces en torno al ideario bélico del pintor. Se trata de “En el principio, era la pasión”, que en su mayor parte transcribe “la copia de una carta”, “dirigida a María Teresa Alberti”, que Siqueiros “escribió en el frente de España, el 27 de abril de 1938”. Luego de enumerar y lucir sus cargos militares en la Guerra Civil Española, Siqueiros dice: “En fin, la guerra como la plástica moderna (apenas prevista en mi acosado intento solitario) es mecánica y es física y es química y es síntesis, en suma. La guerra, como la plástica, expresa también de un golpe todo lo que hay de positivo y negativo en la naturaleza humana. Por eso no extraña mi vuelta a mi primera profesión, la de mi ya un poco lejana juventud. Más bien me parece que he ganado en la elección, toda vez que la guerra se aviene más a mi naturaleza súbita e impaciente.”
“Con un grupo de oficiales de la División de Occidente del
Estado Mayor al mando del general Manuel Diéguez, ex dirigente de
la huelga de Cananea y magonista. Siqueiros alcanzó el grado de
capitán en 1916.


Colección Sala de Arte Público Siqueiros
Instituto Nacional de Bellas Artes


Foto incluida en Iconografía de David Alfaro Siqueiros (FCE, 1997)
Resulta lógico que el pintor Siqueiros —de catadura estalinista e implícitamente orgulloso de sus heroicos “cinco años” en la Revolución Mexicana (1914-1919) y de su estancia en Europa (1919-1922) becado por “la Secretaría de Guerra para estudiar arte” y “concurrir de vez en cuando a las prácticas del ejército galo en Saint-Cyr y otros lugares de Francia”— haga una apología de la guerra y esboce en tal carta, con su anacronismo y hueca retórica, una especie de estética de ésta equiparándola con el arte (cuya glosa evoca su preceptiva poliangular para trazar y concebir un mural). Pero asombra que para darle coba Julio Scherer, en el contexto de 1965 (el año de la primera edición del libro), le sigua el juego e incurra en premisas que lo emulan y están fuera de foco: “En la carta [Siqueiros] compara el arte con la guerra, dos realidades abismales donde el hombre se hunde, se hunde, pero sin avizorar el fondo. Porque el arte y la guerra son el hombre mismo en su manifestación más simple y rotunda. En el arte el hombre se desnuda y se exhibe, se muestra como es. En la guerra, igual. En las dos realidades lucha el hombre consigo mismo, pero de cara a sus instintos y a sus pasiones, sin nada que los encubra o disimule.”
No se necesita ser un erudito ni muy ducho para discernir que el arte es, ante todo, creación. Y en él cabe todo tipo de arte, incluso el ideológico, el propagandístico y testimonial, el que da fe de los desmanes y desastres que la guerra implica. La guerra, en cambio, es, ante todo, muerte, destrucción, ya del statu quo, de un pueblo o de una raza. Y al término: dominio, saqueo y ninguneo del más fuerte sobre el débil. El arte y la guerra son cosas distintas, antagónicas, pese a que se teorice sobre “artes marciales” y “artísticas” planificaciones escenográficas y coreográficas para ejecutar un ataque o una defensa. 
No hubo nada artístico en los genocidios, ejecuciones y batallas que registra la Revolución Mexicana, la Revolución de Octubre, la Guerra Cristera, la Guerra Civil de España, la 1ª y 2ª Guerra Mundial (ante la que Siqueiros redactó el manifiesto “¡En la guerra, arte de guerra!”, publicado en “Santiago de Chile, el 18 de enero de 1943”), ni en la Guerra de Vietnam que en 1965 bullía en la aldea global. Frente a la que por cierto, tras recibir el Premio Internacional Lenin de la Paz 1966, se quedó con el diploma y la medalla de oro, pero los 25 mil rublos los donó “a la República Democrática de Vietnam como homenaje a su lucha heroica”. Y en cuyo demagógico discurso de recepción, dicho “el 28 de octubre de 1967” en la embajada de la URSS en México, con hipocresía se llamó a sí mismo “un viejo combatiente por la paz”. —Tal manifiesto y el discurso se leen en Palabras de Siqueiros (FCE, 1996).
Cierto es que desde la prehistoria la guerra y el arte son consubstanciales en la especie humana, presentes a lo largo de todo el proceso civilizatorio; pero, para poner un margen que abarque la actualidad, desde la mejor perspectiva ética de mediados del siglo XX y del siglo XXI la guerra y el “asesinato considerado como una de las bellas artes” sólo son posibles en el ámbito de la creación artística, ya se trate de una novela histórica, negra o policíaca, de un trhiller fílmico, de un libreto teatral, de un perfomance, de un poema dramático, de una ópera, de una danza de la Muerte, de un ambulante teatrillo de títeres, de un mural, de un cuadro de caballete, de una serie de grabados, de un conjunto litográfico, de una escultura, de una instalación, de una foto construida, etc. En el ámbito de la realidad, de la vida humana y de la historia, el intríngulis y las connotaciones sociales y políticas de la guerra y del asesinato son de otra materia, de otra naturaleza psíquica, y por ende distintas y antagónicas al arte. 
Que no hay nada artístico en la guerra se transluce en varios de los capítulos reunidos en Siqueiros. La piel y la entraña. En “Adiós y tizna a tu madre”, por ejemplo, el pintor evoca el fugaz encuentro con un joven, “después del combate de Hermosillo contra Francisco Villa y sus fuerzas”, quien va en “el desfile de prisioneros que en esos momentos iban a ser pasados por las armas”. El muchachillo, de “unos 17 o 18 años”, condiscípulo suyo en la infancia, le pide ayuda identificándolo con el mote de su niñez: “¡Payaso!”. Siqueiros, soldado del Ejército Constitucionalista, no puede hacer nada y se queda callado.
“—Bueno, adiós y tizna a tu madre [le receta el jovenzuelo].
“En su semblante observé después esa mirada que no se dirige a nadie, típica de los hombres que saben que van a morir.
“Horas más tarde, cerca de la noche, contemplé el cadáver. Yacía sobre el polvo, en pleno campo, como algo inútil y grotesco. Aprecié la semejanza que existe entre un muerto y una casa semiderruida. Las fosas de la nariz, ¿para qué sirven ya? ¿Y qué significan los agujeros de lo que fueron alguna vez puertas y ventanas?
“¿Y qué es un cadáver en la revolución sino broza, escoria, una flor echa de lodo después de que pasaron sobre ella, machacándola, miles de botas y pies desnudos?”
¡Qué prosa poética! ¡Qué artísticas comparaciones y reflexiones! ¡Qué preciosa metáfora esa del cadáver convertido en “una flor echa de lodo”! Pero no se trata de un relato imaginado, sino del resumen (con retoques literarios para que suene bonito y se vea estético) de una ejecución real sucedida en medio del combate y en ello no hubo nada artístico ni poético, ningún presunto “arte de la guerra”.
       
El teniente coronel David Alfaro Siqueiros y el coronel mexicano Juan B. Gómez
durante la Guerra Civil de España (1937), quienes, dice el pintor en
Me llamaban el Coronelazo (Grijalbo, 1977), tras una cruenta sublevación
trotskista del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) en Barcelona,
se propusieron terminar con la presencia de León Trotsky en México:


Cueste lo que cueste nos dijimos todos el cuartel general de Trotsky
en México debe ser clausurado, aunque para ello tengamos que
encontrar una fórmula violenta.

Foto incluida en Iconografía de David Alfaro Siqueiros (FCE, 1997).
       En “Justicia mexicana en el Toboso”, en medio de la Guerra Civil de España, “el coronel mexicano Juan B. Gómez, jefe de la 92 brigada mixta”, le pide al “teniente coronel Alfaro Siqueiros” que lo acompañe,  en su auto, a matar a un 
traidor” español que tienen preso. Siqueiros lo hace y, allí en lo oscurito, le toca ejecutar el tiro de gracia: le dispara en la sien toda la carga de su revólver. Pero además añade:
“En España eran típicos los llamados paseos, esto es la muerte a sangre fría, sin proceso ni juicio, en parajes apartados de la carretera
“Pero lo que nosotros habíamos hecho, extranjeros al fin y al cabo, estaba rodeado de un aparato extraño, de metódica frialdad: habíamos tratado a un español más allá de la indiferencia y el desprecio.
“Al advertir jefes y oficiales que no descendía nadie más del vehículo y que nosotros nos encaminábamos a las oficinas del coronel Gómez, muchos rostros se volvieron y algunas bocas, con aparente disimulo, nos escupieron en los pies.
“Poco después, el jefe de la 92 brigada mixta fue conducido a Cabeza de Buey. Sería sometido a interrogatorio. A mi vez fui llamado a declarar como testigo.
  “En virtud de nuestra calidad de mexicanos en servicio voluntario de la República Española se determinó que al coronel Gómez sólo se le hiciese una severa amonestación.”
En el capítulo “Un delator se equivocó de frente”, otro “traidor”, acusado de delatar a “sus compañeros rojos”, se halla pidiendo clemencia “a borbotones en el centro de un grupo de oficiales del 87 batallón de la brigada 46”. Esta vez Siqueiros espera la “respuesta de Cabeza de Buey, a cuyo alto tribunal había confiado el caso”. 
“Las órdenes eran terminantes.
“Moriría el traidor, ejecutado por hombres de su propia compañía, y Emilio Fontaner, el capitán, explicaría la causa del fusilamiento.
“A mediodía, dorado el paisaje, Fontaner dijo al hombre que expiraría en unos segundos:
“—Como tú lo que querías era irte donde está Jesucristo y, según tú, está del lado de nuestros enemigos, te vamos a dar la oportunidad de que vayas allá rápidamente.
“Llorando, dijo:
“—Que así sea...”
  Otro “bello” episodio de cuando el día a día también era escrito con “el arte de la guerra” se relata en “En nuestro país no hay invertidos”, donde Siqueiros se remonta a los “Días después de que las fuerzas de Francisco Villa tomaron posesión de la plaza de Guadalajara, una vez evacuada ésta por las tropas carrancistas de Manuel M. Diéguez”. Se anunció el inminente arribo del “caudillo de la División del Norte”. Los lugareños adornaron las calles y la plaza para recibirlo. Así, “Una mañana de sol Francisco Villa llegó a Guadalajara en un tren militar.” La multitud lo recibió y lo encaramó en una “espléndida jaca negra con arreos de oro y plata”, propiedad de un tal “Cuesta Gallardo, uno de los charros más ricos y apuestos de todo Guadalajara”. Ya en el zócalo, el Centauro del Norte inició su arenga en contra de los hacendados y sobre la justicia que traería la Revolución.     “Pero sucedió entonces algo insólito: un individuo, uno entre los veinte mil que estaban en la plaza, interrumpió al caudillo con estas palabras estentóreas:
“—No podemos creer en tus promesas, general Villa, porque los que te rodean, lo que te fueron a recibir a la estación y te regalaron el caballo en que hiciste el recorrido hasta aquí, ésos, general Villa, son los hacendados de que tú hablas. Y el que te regaló el caballo que tanto te ha gustado es Cuesta Gallardo, quizá el peor de todos.”
Esto bastó para desatar su cólera. Sacó el revólver y a gritos entró al Palacio de Gobierno y buscó a Gallardo, a quien no conocía. “Lo arrastró al balcón y ahí, en presencia de todos, le vació la pistola”.
Volátil era la vida durante la Revolución Mexicana. Así, no asombra que el pintor —héroe de sí mismo, mitómano y cuentero por antonomasia— se vea, en el capítulo “Ante la muerte, serenos y procaces”, “Envuelto en su prestigio de oficial de la División de Occidente, comandada por el general Manuel M. Diéguez”, narrándoles “a los pasajeros y oficiales españoles reunidos en la sala principal del Alfonso XII”, el barco que en 1919, junto a su esposa Gachita Amador, lo conducía a Europa:
“En México nos matamos porque sí. Y eso es lo extraordinario. Hace apenas unos días, antes de embarcar, una amiga mía le dijo a otra amiga mía, y fíjense bien que eran mujeres y no hombres quienes así hablaron y actuaron:
“—Oye, tú, ¿nos matamos?
“—Pues nos matamos.
“...Y se mataron.”


Julio Scherer García, Siqueiros. La piel y la entraña. Iconografía en blanco y negro. Tezontle, FCE. México, 2003. 176 pp.


martes, 7 de octubre de 2014

El indio que mató al padre Pro



  Escupe por un colmillo y es un troglodita, un matón         



                                
I de II

(FCE, México, 2005)
Editado en 2005 (con tres mil ejemplares) en la Colección Tezontle del FCE, El indio que mató al padre Pro (27.8 x 19.02 cm) es un libro del periodista Julio Scherer García (Ciudad de México, abril 7 de 1926, íbidem, enero 7 de 2015), cuyos lomos y pastas duras tienen el logo y la tipografía repujadas y una sobrecubierta de lujo. En contraste con tal pompa (cuyo diseño de forros e interiores es de Leonardo Pérez Ramírez), la foto que ilustra el frontispicio figura sin crédito y el papel de las páginas interiores no es el más adecuado para la reproducción de las imágenes en blanco y negro, seleccionadas de varios acervos: Fototeca del INAH, Fototeca del Fideicomiso Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, Fondo Miguel Palomar y Vizcarra, Fondo Aurelio Acevedo, Centro de Estudios sobre la Universidad (UNAM), y Colección particular de la familia De León Toral.
    Con un “Prólogo” de la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, ex directora de Comunicación y Análisis Histórico de la frustrada y extinta Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, El indio que mató al padre Pro es una mezcla de reportaje y entrevista al general Roberto Cruz, originalmente publicado en “ocho entregas”, “entre el 2 y el 9 de octubre de 1961”, en el periódico Excélsior. En sentido sentido, ni la prologuista ni el autor datan los ejemplares en que aparecieron, ni tampoco dicen si el texto de Scherer fue objeto de enmiendas o no. Es decir, amén de las citas al pie de página de la historiadora, el reportero no incluyó ninguna hemerografía ni ninguna bibliografía. Ni tampoco se acredita al autor (o autores) de la antología fotográfica, cuyas notas e identificaciones de los retratados, en varios casos, incluyen pertinentes y útiles croquis. 
Según dice la historiadora (lo cual explica el sonoro y acusatorio título del libro), “El motivo del reportaje, en 1961, fue la pretendida beatificación del padre Pro, que no se logró sino hasta 1988, cuando se anunció la reforma que les devolvería, 1992, la personalidad jurídica a las iglesias y a sus ministros.” Es decir, el general Roberto Cruz, en su papel de jefe de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México —que funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública” bajo las órdenes dictatoriales del general Plutarco Elías Calles, presidente de México entre el 1 de diciembre de 1924 y el 30 de noviembre de 1928 (cuyo Maximato duró hasta fines de noviembre de 1934)—, en medio de la sangrienta efervescencia de la Guerra Cristera (1926-1929), fue quien “investigó” el atentado al general Álvaro Obregón sucedido el 13 de noviembre de 1927 en el Bosque de Chapultepec y que diez días después derivó, por órdenes de Calles y sin el debido juicio, en el perentorio fusilamiento (junto con otros imputados) del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la seglar Liga Nacional de Defensa Religiosa (o Defensora de la Libertad Religiosa), surgida el “14 de marzo de 1925” ante las restricciones y prohibiciones impuestas por el Estado a través de varios artículos clave de la Constitución Política del 5 de febrero de 1917 (el 3º, el 5º, el 24º, el 27º, el 130º), crisis agudizada con la aplicación de la llamada “Ley Calles” (duras reformas al Código Penal, entre ellas la prohibición del culto), promulgada el “31 de julio de 1926”.
     El sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la Liga Nacional de Defensa Religiosa, fusilado, sin juicio, el 23 de noviembre de 1927 en el paredón de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México, cuyo inmueble estaba donde ahora se halla el Edifico El Moro de la Lotería Nacional (Paseo de la Reforma núm. 1). Según la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, “Desde las celdas de la Inspección, ese acto que se creía no tendría mayores consecuencias, fue observado también por Agustín Lara [1897-1970], quien años más tarde escribiría: ‘Corrían los tiempos de aquella absurda persecución contra los católicos [1926-1929], en que la religión, suprema libertad del hombre [sic], era un delito... Él [Pro] se curaba con mentolátum una pequeña herida que tenía en una pierna, y a veces, compartía con nosotros las viandas que del Café Colón le mandaban’.”
“¿Cuál es la versión de Roberto Cruz sobre las causas que desataron la violencia entre los dos poderes? 
“Dice textualmente: 
“Cuando surgió lo que se ha dado en llamar el conflicto religioso, me encontraba al frente de la Inspección General de Policía. Este llamado conflicto fue provocado por el alto clero, con motivo de la entrevista que un reportero [de El Universal, publicada el 4 de febrero de 1926] le hizo al arzobispo de México [José Mora y del Río]. La pregunta crucial al prelado fue qué opinaba la Iglesia respecto de las leyes que nos rigen. El arzobispo contestó que eso no eran leyes y que, por tanto, la Iglesia no las respetaría.
“Así surgió el conflicto. Ese día vi al presidente Calles en Palacio. Apenas me saludó y me recibió con estas palabras que no olvidaré mientras viva: ‘Lo que ha dicho es un reto al gobierno y a la Revolución. No estoy dispuesto a tolerarlo’. Estaba muy excitado. Se ponía de pie y ocupaba luego su silla de trabajo. ‘No estoy dispuesto a tolerarlo.’ Me repitió varias veces. Entonces ordenó —y me lo ordenó a mí, antes que a nadie— ‘que ya que los curas se ponían en ese plan, se aplicaría la ley tal y como estaba’. Habríamos de cerrar conventos, clausurar seminarios, expulsar sacerdotes extranjeros, oponernos a toda manifestación de culto, impedir que siguieran funcionando colegios confesionales. Habríamos de actuar de inmediato. Pero, ¿quién tuvo la culpa? Yo sostengo que el alto clero, por sus declaraciones inoportunas, innecesarias y completamente antipolíticos de su prelado. ¿A quién se le ocurriría desafiar así a un hombre como Calles? ¿Qué no sabían qué clase de pulgas tenía ese señor?”
Dividido en ocho capítulos, cada uno está precedido por una fecha; del I al V por la fecha “Los Mochis, Sin., septiembre de 1961”, la cual implica que Julio Scherer, a “30 grados sobre cero”, charló con Roberto Cruz en la hacienda La Guazá, propiedad de éste, que “en yaqui” significa “tierra de siembra”; el capítulo VI es el único que muestra la fecha así: “Los Mochis, Sin., 6 de octubre” (sin el año); mientras el VII y el VIII repiten: “Los Mochis, Sin., octubre de 1961”.
Tanto la prologuista como el reportero esbozan la trayectoria del general Roberto Cruz, nacido “en Guazapares, Chihuahua, el 23 de marzo de 1888”, pero residente, de pequeño y con su familia, en Torín, Sonora, un pueblo donde jugaba entre los niños yaquis y por ende aprendió el habla yaqui. No obstante, se observan discrepancias entre los datos que brindan. Por ejemplo, según la historiadora —quien escribe “Torín” con acento, mientras Scherer no— “A los 20 años, a pesar de su juventud, ya era presidente municipal de Torín” (o sea en 1908) y según ella “Cruz inició formalmente su carrera de militar en 1913, después del asesinato de Madero y José María Pino Suárez”. Pero según el reportero lo hicieron presidente municipal después de que el 20 de noviembre de 1910 estallara la Revolución y el joven Roberto Cruz participara en “combates de secundaria importancia” (o sea: tomó las armas tres años antes de 1913); luego de tales primeros combates: “Vino la paz y regresó a Torin. Ahí lo esperaban sus amigos de siempre, que pronto hicieron de él una figura relevante: presidente municipal.”
Vale observar que tal presunta “formalidad” la historiadora la circunscribe al legendario hecho de que el coronel Benjamín Hill, “brazo derecho de Obregón”, lo nombró capitán primero, al frente de “su compañía de Voluntarios del Yaqui”, organizada por él, “compuesta por 180 indios”. Episodio que Julio Scherer traza con tintes literarios y novelescos, procedimiento con el que matiza su reportaje-entrevista:
“Qué principios aquellos, tan modestos, tan humildes, principios de soldado párvulo cuando, en los inicios de la lucha contra Victoriano Huerta [1913], se presentó formalmente ante el coronel Benjamín Hill y le llevó a sus 200 yaquis, a los voluntarios de aquella región de Torin [‘rata’, en yaqui], para él tan entrañable como sus mismas tres estrellas [otorgadas, junto con el rango de general de división, por el presidente Álvaro Obregón el ‘9 de febrero de 1924’ tras la cruenta batalla de Ocotlán contra ‘la rebelión delahuertista, en la que se alzó el 40% del ejército’].
“Impresionado por las tropas que tenía ante sí, por el aire resuelto de esos indios del norte de México, altos, musculosos, con fama de valientes, tiradores como quizá no los haya mejores en toda la República, Benjamín Hill felicitó a Roberto Cruz. ‘Te voy a dar el nombramiento de teniente coronel, muchacho’, le dijo. Pero aquello no fue del agrado de éste. Lleno de vida, confiado en su futuro feliz por el primer gran éxito militar que en esos momentos alcanzaba, se comportó como un hombre adusto que desprecia los honores y prefiere acogerse a la sobriedad, ese camino estrecho por el que sólo se aventuran los que creen en ellos mismos.
“‘Soy muy joven, coronel’, le dijo a Benjamín Hill. ‘Déme usted nombramiento de capitán primero. Si sirvo para las armas, tengo tiempo de progresar, porque aún soy muy joven [tenía 25 años], y lograr más tarde un grado alto. Si no, me quedo donde estoy.’ Y en la actitud y maneras del bisoño debe haber advertido su superior un orgullo que le estallaba en el pecho. ‘Está bien’, le contestó. ‘Y así se hizo’, dice ahora el general de división y Cruz de Guerra de Primera Clase, con el énfasis de quien expresa: ‘No podía equivocarme. ¡Cómo hubiera sido posible que una cosa así ocurriera!’”
Hay que observar que esa flamante “Cruz de Guerra de Primera Clase” es, según el reportero, “la presea más alta del Ejército”, que en 1960, a sus 72 años, le fue colocada en el pecho por Adolfo López Mateos, entonces presidente de la República, la cual “culminó la carrera del general, pues semanas más tarde pediría su retiro de las armas”.
Julio Scherer García
(México, abril 7 de 1926, ibídem, enero 7 de 2015)
Ahora que si con el tratamiento literario el reportero sólo bosqueja y no ahonda ni precisa los hechos ni los datos históricos, da cabida a una larga digresión sobre la vejatoria arbitrariedad carcelera contada por David Alfaro Siqueiros cuando, tras el atentado al presidente Pascual Ortiz Rubio ocurrido el 5 de febrero de 1930 (día de su toma de posesión), llevaba diez días preso en la Inspección; ataque que también implicó el encarcelamiento y la expulsión del país, el 24 de febrero de 1930, de la fotógrafa comunista Tina Modotti. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que esa vez el pintor dizque “pudo escaparse”. Tras ser reaprendido el “30 de abril de 1930” estuvo 7 meses preso en Lecumberri. Luego, “entre diciembre de 1930 y febrero de 1932”, tuvo a Taxco “como su prisión domiciliaria”. Raquel Tibol, en Palabras de Siqueiros (FCE, 1996), añade que en 1932 violó ese arraigo de “15 meses”; y tras reincidir en su activismo político, recibió una “perentoria sugestión de abandonar el país”. Aunque Julio Scherer no lo anota, tal digresión también se lee, ampliada y con ligeros cambios, en “Prestado por una noche”, capítulo de su libro Siqueiros. La piel y la entraña (FCE, 2003), cuya primera edición en Era data de 1965. 


 II de II

Según se observa en las páginas de El indio que mató al padre Pro (FCE, 2005), reportaje-entrevista del reportero Julio Scherer García, el general Roberto Cruz, con sus preseas militares, cargos castrenses, puestos públicos durante los explosivos y controvertidos regímenes presidenciales de Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), todo permeado por sus bravuconadas y desplantes, resulta un personaje pintoresco, repleto de contradicciones y claroscuros, héroe de sí mismo. Según dice: “Nunca fui un segundón. Si puedo hablar de la Revolución es porque la he vivido. No soy un militar de dedo, como tantos otros, ni debo mis condecoraciones a la gracia de nadie. Lo que tengo, me lo he ganado. Aquí en el cuerpo tengo cinco balas enterradas y aquí, en la mente, el recuerdo de más de cien batallas.” Será melón. Habrá quien se trague y deguste la píldora, como fue el caso de “su amigo, Gonzalo N. Santos, cacique potosino”. Roberto Cruz, es, a todas luces, un personaje secundario y con leyenda negra, en cuyos tres históricos episodios que boceta (y no ahonda) el reportaje-entrevista (el fusilamiento sin juicio del padre Pro y otros imputados, la ejecución del general Francisco Serrano y su grupo, el asesinato del virtual presidente reelecto Álvaro Obregón y el fusilamiento de José de León Toral) se muestra —con sus prejuicios, limitadas ideas y carencia de ética— cínicamente incapacitado para desobedecer una dictatorial orden, cruenta y genocida, del general Calles, sólo por el hecho de ser el Presidente de la República, casi un monarca que podía hacer y deshacer a su antojo, que “se comportaba como si él mismo fuese el águila y la serpiente de nuestro escudo”. Y más aún: habla de él con respeto y admiración. Y quizá con gratitud, pues defenestrado por el propio Calles de la jefatura de la Inspección General de la Policía de la Ciudad de México tras el asesinato de Obregón (ocurrido el 14 de julio de 1928 cuando el dibujante y fanático católico José de León Toral lo balaceó en el restaurante La Bombilla de San Ángel), Cruz no tardó en pasarse al bando contrario; es decir, pese a que entonces era “jefe de Operaciones Militares en Michoacán, estado gobernado por su gran amigo Lázaro Cárdenas”, se involucró en la rebelión escobarista iniciada con un manifiesto, el 3 de marzo de 1929, por el general José Gonzalo Escobar, cuyo objetivo era impedir que Calles impusiera un nuevo presidente títere (que a la postre fue Pascual Ortiz Rubio, quien ocupó la silla del águila entre el 5 de febrero de 1930 y el 2 de septiembre de 1932). Pero Calles, el todopoderoso Jefe Máximo, quien el 4 de marzo de 1929 encabezó la fundación del Partido Nacional Revolucionario (antecedente del actual PRI), como virtual secretario de Guerra y Marina de Emilio Portes Gil (presidente interino entre el 1 de diciembre de 1928 y el 4 de febrero de 1930), alentó y dirigió las operaciones militares que los derrotaron alrededor de tres meses después. Según el último pie de foto del libro, “Calles vencedor perdonó la vida a Cruz, quien partió al exilio en Estados Unidos. Regresó hasta 1935 y se alejó de la política.” 
Pero no fue para siempre, pues según comenta la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas en su “Prólogo”: Roberto Cruz, “En marzo de 1952, en carta pública enviada al periódico El Universal, acusó al secretario de la Defensa Nacional, general Gilberto R. Limón, de conducta ilegal y peligrosa. Al participar como candidato a senador por Sinaloa, en la campaña política de Miguel Henríquez Guzmán a la Presidencia, Cruz fue detenido y acusado de subversivo. Sabedor de lo que podía sucederle por ejercer sus derechos cívicos, solicitó protección de la justicia federal contra la policía judicial del Distrito y Territorio Federales y contra la policía dependiente de la Dirección Federal de Seguridad. Este amparo se lo otorgó el licenciado Clotario Margali mediante una fianza de 200 pesos. Después de lo cual mantuvo una sana distancia frente al candidato independiente.”
“Si no fuera por el curita, por Pro [le dice el general Cruz a Julio Scherer con una frase que repite y varía], yo no tendría esa fama de troglodita, de hombre primitivo, de matón. Y pasaría por lo que soy: por un hombre culto, fino”. “Que puede sostener conversaciones de horas, sobre cualquier tema y con cualquier persona, así sea erudita y de la más esmerada educación.” Pero además “Habla de su buen gusto para vestir, de cómo en la Ciudad de México [a la que desde su hacienda La Guazá, en Los Mochis, Sinaloa, podía desplazarse en alguno de poderosos ‘seis vehículos’] y especialmente por las calles de Madero, se le verá siempre ‘con un flucs impecable, finísimo, porque eso sí [dice], me gusta vestir como un caballero y, aunque está mal que lo diga, luzco no sólo distinguido, sino muy distinguido.” 
     El general Roberto Cruz el 23 de noviembre de 1927, día en que el padre Pro fue fusilado, sin juicio previo, entre los presuntos responsables del atentado contra el general Álvaro  Obregón, sucedido diez dían antes en el Borque de Chapultepec.
                                           

            Foto antologada en La Cristiada (FCE/Clío, 2007), volumen iconográfico de Jean Meyer.
Tan distinguido y guapo como cuando lucía sus impecables uniformes militares o sus trajes de charro, que también le gustaba vestir y lucir. De hecho, según narra en “septiembre de 1961”, “hace apenas cuatro años”, en 1957, en la capilla construida por su primera mujer en la hacienda La Guazá, se casó en segundas nupcias vestido de charro (“como en un 16 de septiembre”) y ante un sacerdote católico autorizado por “el obispo de Sinaloa”: “sombrero galoneado de filtro gris”, negro el traje de charro, “con botonadura de plata y adornos del mismo metal. Ella, la novia [Soterito Burbos], entonces de 29 años [‘40 años más joven que él’], lucía con su traje de china poblana y se cubría la cabeza y parte de los hombros con un rebozo de Santa María.”
No es que el general (“Masón del grado 32”, que “cree en el más allá”) fuera mocho. De hecho, varias veces le recalca a Scherer (ya en el caso del padre Pro, ya en el de León Toral o ante la Cristiada) no creer en las cosas del catolicismo; pero sí se muestra y exhibe condescendiente ante la fe cultivada por su madre (quería que alguno de sus hijos fuera sacerdote) y por sus esposas (ambas proclives a llenar la casa de imágenes y efigies religiosas). En “septiembre de 1961”, a los 73 años, allí en La Guazá, tiene una pequeña hija con Soterito Burbos, “la última de sus 37 hijos”. Seis hijos son de su primer matrimonio con la finada y “muy católica Luz Anchondo”, con quien estuvo casado 35 años (casi los mismos de la placa metálica con que ella “dedicó ese hogar a la Virgen de Guadalupe”) y con quien en 1934 visitó Castel Gandolfo. “Boato, mucho boato. Boato por todos lados [testimonia el general]. Qué lujo, qué aparato el de esos señores. Por donde se levantara la vista no se veía sino boato. Que la Guardia Suiza, que los cuadros de los grandes pintores, que los corredores con estatuas de mármoles. La verdad sea dicha nos gustó mucho todo ese bombo”. Pero no fueron allí para arrodillarse los dos, sino para que ella recibiera la bendición del Papa Pío XI, en cuya “Secretaría” le entregaron a ésta “un cuadro con la efigie de Su Santidad, en la que le concedían indulgencias a ella, a su marido, a su hijos...” Mientras “Los otros 31 [hijos del general]... aquí y allá”. Por ende declara tener “mas de 100 nietos y bisnietos por él conocidos”, algunos de los cuales estuvieron presentes en la fiesta de su segunda boda, “día que lo acompañaron 200 amigos”. 
Y más folclórico aún: en sus tiempos de jefe de la temible Inspección General de Policía (lo fue entre “el 28 de agosto de 1925” y “el 17 de julio de 1928”) —que según él funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública”—, cuando bullía la persecución religiosa y el culto estaba proscrito por la Ley Calles, en su “casa de la colonia Hipódromo, en la esquina de Celaya y Tehuacán”, para honrar la fe de doña Luz Anchondo (“Era una señora muy guapa. ¡Viera de joven qué bien plantada era!”), cada domingo, a las 8 de la mañana, había misa. Desde la recámara y desde el baño, el general oía “ese dulce murmullo que se forma con las jaculatorias y oraciones de los creyentes”. Y luego, un buen desayuno: “Ya en el comedor, se sentaba al lado del ‘curita’ como dice Cruz. ‘Él, en la cabecera, como debía ser, y yo, a su lado, a la derecha.’ Se comía con apetito, ‘como si fuera una primera comunión’: tamales, chocolate, atole, gelatinas y muchas cosas más. El número de comensales nunca fue menor de 15 y muchas veces mayor de 30. Tablas y más tablas se agregaban entonces a la mesa, ‘a fin de que todos estuviera cómodos y pudiesen platicar a gusto’. Con frecuencia la charla se prolongó hasta las 11 y 12 de la mañana.
“Roberto Cruz salía entonces con rumbo a un sitio, siempre el mismo: el Lienzo Charro.”
     Cuando el 2 de octubre de 1927, el presidente Calles, allí en el Castillo de Chapultepec, que entonces era la residencia presidencial, le ordenó la ejecución del general Francisco Serrano, el general Cruz, según narra, le pidió que lo relevara de tal orden, por el simple hecho de que “Pancho” era su amigo, correligionario de armas (y compinche de parrandas en cabarets, burdeles y tugurios de juego), además de haber sido su inmediato superior cuando era subsecretario y Serrano el secretario de Guerra y Marina en el régimen de Obregón. Calles lo liberó de tal mandato. No obstante, al día siguiente, el 3 de octubre de 1927, en las inmediaciones de Huitzilac, Morelos, un regimiento de soldados dirigidos por el general Fox, cumplimentó la orden de Calles aplicando una sádica masacre al grupo (Serrano y “13 personas más”) que pretendía la no reelección del candidato oficial Álvaro Obregón y la próxima Presidencia de la República para el general Francisco Serrano. 
      Según el general Cruz, ese 2 de octubre de 1927, en el Castillo de Chapultepec, quiso “salvar a Serrano”: “Con todo respeto, con el mayor comedimiento le supliqué al presidente Calles: ‘No fusile usted a Pancho. Ha sido amigo nuestro. La asonada que intentó no tiene importancia ni ha puesto en peligro la estabilidad del gobierno. No lo mate. Depórtelo a Estados Unidos o enciérrelo en Tlatelolco’.”
No obstante, un breve diálogo que Julio Scherer traza, transluce la sumisa catadura del general Cruz y su miserable ideario de soldado obtuso, incapaz de convertirlo en un objetor de conciencia:
“—Si Calles hubiese ratificado su primera orden, y le hubiese ordenado que lo fusilara, ¿usted lo habría hecho?
“—Por su puesto. Calles era el presidente de la República y yo un soldado.
“—¿A pesar de todo?
“—A pesar de todo.”
No extraña, entonces, que declare no haberse conmovido ante el fusilamiento del padre Pro ni estar arrepentido de su papel de verdugo:
“—Cómo puede estarlo un militar que cumple con su deber, con una orden del presidente de la República.
“—¿Volvería a actuar como entonces?
“—Por su puesto.”


Julio Scherer García, El indio que mató al padre Pro. Prólogo de Ángeles Magdaleno Cárdenas. Fotos en blanco y negro. Col. Tezontle, FCE. México, 2005. 88 pp.