Piripi pipiripando
En 1878 el cubano José Martí (1853-1895) tuvo un hijo: José Francisco, nada menos que el muso inspirador de su poemario Ismaelillo (1882). En el fragmento inicial de la dedicatoria a su vástago, José Martí expresa su aversión ante las injusticias sociales e históricas, pero también el gran sentido ético, idealista y humanitario que lo distinguió: “Hijo: Espantado de todo, me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.”
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José Martí con su esposa Carmen Zayas Bazán y su hijo José Francisco |
José Martí publicó Ismaelillo en Nueva York, su base de operaciones durante buena parte de los últimos catorce años de su vida; allí mismo fundó La Edad de Oro, revista “de recreo e instrucción dedicada a los niños de América”, que la pensó mensual, pero que sólo logró cuatro números correspondientes a los meses de julio a octubre de 1889. En esas páginas José Martí publicó diversos textos escritos o adaptados por él; por ejemplo, los poemas “Los dos príncipes” y “Los zapatitos de rosa”, y los cuentos “Bebé y el señor don Pomposo”, “Nené traviesa” y “La muñeca negra”.
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(FCE, México, 1992) |
Los cuatro números de la revista La Edad de Oro se publicaron por primera vez en forma de libro en 1905, en Italia, a través de la Casa Editrice Nazionale, de Roma-Turín. Desde entonces han aparecido diversas reediciones en distintos países. Incluso hay una que data de 1942, impresa en México por la SEP. Para tener una idea de lo que fue la revista La Edad de Oro, el curioso lector de ahora (niño, adulto o anciano) puede recurrir, si quiere, a la “Edición crítica, anotada y prologada por Roberto Fernández Rematar”, que el Fondo de Cultura Económica publicó, en 1992, en la colección Tierra Firme.
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Una niña y Hans Christian Andersen |
“Los dos ruiseñores”, “(Versión libre de un cuento de Andersen)”, es uno de los cuentos que se leen en la parte correspondiente al número cuatro de La Edad de Oro. “Los dos ruiseñores” parece la transcripción de un cuento popular, fantástico, retomado de alguna vertiente oral, europea o latinoamericana, pero como lo indica el citado subtítulo de José Martí y la nota de Fernández Retamar: “Se trata de ‘El ruiseñor’, del danés Hans Christian Andersen (1805-1875)”; no obstante, a todas luces retocado por José Martí. La anécdota de “Los dos ruiseñores” se remonta a la legendaria y milenaria China, esa que desde Las mil y una noches habita, de mil y un modos, más de mil y una tradiciones habidas y por haber. Uno de los personajes es el emperador, rodeado, como suele ocurrir, por la maquiavélica cohorte de demiurgos menores, en este caso: los mandarines, que a los chinos del pueblo les dicen: “¡Puh!” o “¡Pih!””, mirándolos de arriba abajo; pero ante el emperador ninguno dice ni hace nada de esto, sino que más rápidos que un rayo láser se postran de hinojos o gritan: “¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé!”, y dan vueltas alrededor de él danzando con los brazos abiertos como si el emperador fuera un tótem vivo, con ojos de almendra, corona y espada.
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José Martí |
José Martí, humanista y educador, no dejó de imprimir sus convicciones independentistas. Al hablar de la monarquía que impera en China, dice transmutado en voz narrativa: “y no se gobiernan por sí, como hacen los pueblos de hombres”. Sin embargo, los chinos viven contentos con su monarca porque es un chino como ellos y no un violento conquistador que devore su comida, dicen, los trate como perros y los mande al otro mundo sólo porque quieren alimentarse y pensar por sí mismos. El emperador chino, además, es un filántropo. A imagen y semejanza de Harún al-Rashid, ciertas noches se disfraza y entre los chinos pobres reparte sacos de arroz y pescado seco; habla con los viejos y con los niños; les lee cosas de Confucio, como aquello de que los flojos son “peor que el veneno de las culebras”. Hace fiestas gratis en las que se oyen “las historias de las batallas y los cuentos hermosos de los poetas”. E incluso “abrió escuelas de pintura y bordados, y de tallar la madera”.
Así, cuando los tártaros invadieron el territorio, el emperador montó su caballo y se lanzó a la batalla como un soldado más. Montado en el caballo comía, dormía y bebía su vino de arroz, y no se bajó del caballo “hasta que no echó al último tártaro de su tierra”, precisamente como lo estaba haciendo José Martí poco antes de marchar por siempre jamás al más allá, pues el propio Martí, reza la leyenda, dejó “notas presurosas escritas sobre la montura del caballo o en las noches de campamento”. Resulta lógico, entonces, que una vez exterminada la pestífera plaga de tártaros, el emperador enviara hacia todos los pueblos un conjunto de pregoneros con largas trompetas y unos clérigos que iban recitando con voz martiana: “¡Cuando no hay libertad en la tierra, todo el mundo debe salir a buscarla a caballo!”
El emperador chino, pese a su bondad, tiene sus defectos, regla infalible que distingue a los hombres de carne y hueso, más aún cuando se trata de un monarca que habla para que todo lo que diga se cumpla de inmediato y sin chistar. Por ejemplo, manda a la cárcel a quien gasta mucho en sus vestiduras. Dado que le gusta la sopa de nidos de pájaros, muchas golondrinas se quedan sin ellos. A veces monologa con un frasco de vino de arroz, hasta que se queda tirado en el suelo y con las ropas manchadas. Pero esto lo hace sólo cuando entristece, que es cuando los hombres se desprecian y dicen mentiras.
Hasta la China de entonces viajaban hombres que luego escribían libros de muchas páginas sobre las mil y una maravillas de por allá, como el palacio del emperador, en cuyos jardines había naranjos enanos, peces nunca vistos, y “unos rosales con rosas rojas y negras, que tenían cada una su campanilla de plata, y daban a la vez música y olor”. Pero la cosa más atractiva y maravillosa de todas, según los libros, era un ruiseñor cuyo canto hechizaba a quien lo oía.
Cierta vez, el emperador, leyendo uno de estos libros, descubrió que él no conocía ni había oído al celebérrimo pájaro de los mil y un cantos. “¡Parece que en los libros se aprende algo!”, se dijo. Y ordenó a sus mandarines que buscaran y trajeran al ruiseñor: esa noche lo quería oír. Los muy ignorantes tampoco sabían del ave cantadora, pero tenían que encontrarla, si es que querían evitar que el emperador caminara sobre sus cabezas. Sólo una cocinerita del palacio sabía del pájaro. Lo había oído al cruzar el bosque cuando regresaba de ver a su mamá, a la que le llevaba las sobras de la mesa del emperador. El mandarín principal le pidió a la chinita cocinera que los llevara al árbol del ruiseñor, y de premio le concedería “el privilegio de ver comer al emperador”.
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La niña María Mantilla y José Martí (Nueva York) |
El ruiseñor, que sabe hablar (tal y como lo saben hacer muchos de los animales que viven en las fábulas), acepta dar un concierto en palacio. La corte se viste con gran pompa. Y para el sencillo y diminuto ruiseñor, en el centro de la sala, le colocaron un paral de oro. Cuando cantó “a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta”. Todos los chinos y chinas se conmovieron hasta las lágrimas; y el emperador mismo quiso colocarle su chinela de oro, pero el ruiseñor, modesto, “metió el pico en la pluma del pecho” y con su cantó dijo: “No necesito la chinela de oro, ni el botón colorado, ni el birrete negro, porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un emperador.” Maravilladas, las mujeres chinas hacían gárgaras y gorgoritos tratando de imitarlo. Y a los chinitos bebés que nacían los bautizaban “Ruiseñor”, “pero ninguno cantó nunca una nota”.
Un día, un Maquiavelo envió un ruiseñor de metal. Su caja era de oro y “por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes”. Un letrero decía: “¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!” Al pájaro de metal le daban cuerda y cantaba un vals. La corte dispuso que los dos pájaros cantaran (una especie de duelo para que ver quién era el más fufurufu). “El vivo cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial cantaba a compás, y no salía del vals.” El pájaro mecánico cantó 33 veces seguidas; así, no advirtieron cuando el vivo se escapó. Inducidos por el maestro de música, los chinos decidieron que el artificial era mejor, porque con los cantos imprevistos del otro quezque no se podían enseñar al pueblo las reglas de la música, pero con el mecánico dizque sí. Y esto se hizo, mientras que el ruiseñor vivo, a imagen y semejanza de un bicho piojoso, fue desterrado del imperio por el mismo emperador.
El ruiseñor mecánico recibió el título de “cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover”.
Y llegaron los días, para beneplácito del maestro de música, en que todos los chinos, desde los muy niños hasta los muy viejos, se sabían de memoria el vals del pájaro mecánico: lo repetían en todos los instantes. Eran, precisamente, como los “lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas”, que todo se “aprenden de memoria sin preguntar por qué”, y que según Confucio, decía el emperador, “van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo”.
Sin embargo, un día en que el emperador escuchaba embelesado el canto de siempre del ruiseñor mecánico, que le salta un resorte y se terminó la música. El médico no pudo hacer nada; sólo el relojero, pero con la salvedad de que el ave de metal solamente podría cantar una vez al año. El maestro de música hizo un berrinche, insultó y lanzó rayos y centellas, pero no tuvo más remedio que resignarse a la suerte del pájaro.
Pasaron cinco años y el emperador estaba por morir. Vino la Muerte y se sentó sobre él, ya con la corona del emperador sobre su cabeza y con la bandera y la espada de su mando entre las garras. El emperador veía que lo rondaban “cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego”. Eran sus buenas y malas acciones que venían a recordarle el peso de sus actos. El emperador, angustiado, para olvidarse de sus culpas, quería, por lo menos, que tocaran la tambora mandarina, ya que el pájaro mecánico estaba inservible junto a él. El emperador chino no tardaría en dar su último suspiro, pero en ese instante se empezó a oír el canto del ruiseñor vivo. Le habían dicho que el emperador estaba en las últimas, y él había venido volando “a cantarle de fe y esperanza”. Con su música disipó las sombras que lo rondaban. La Muerte, con sus ojos huecos y fríos, también lo oía. Por un canto le dio al emperador la corona de oro, por otro la espada de mando y la bandera por uno más. El ave cantó sobre “la hermosura del campo santo”, y la Muerte, fascinada con esas palabras-espejo, se marchó a sus dominios a mirar tales cosas.
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En su libro La niña de Nueva York: una revisión de la vida erótica de José Martí (FCE, México, 1989) José Miguel Oviedo argumenta que María Mantilla era hija del apóstol cubano |
Así, el ruiseñor, un pájaro celeste, revivió a quien lo había desterrado, un notable emperador chino, bondadoso, que sin embargo ignora cosas y tiene sus defectos. El emperador será casi un vidente, un monarca con mejores cualidades para gobernar, pues el ruiseñor le promete que la cantará “de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren”. Y esto es un pacto secreto, pues el ave, pensando en la plaga de Maquiavelos, le pide: “¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro!”.
José Martí, “Los dos ruiseñores”, en La Edad de Oro, edición crítica, anotada y prologada por Roberto Fernández Retamar. Colección Tierra Firme, FCE. México, 1992. 248 pp.