Un síntoma de descomposición social
I de IV
La edición ratificada de La mala hora, la tercera novela que publicó Gabriel García Márquez (1927-2014), apareció en 1966, en México, editada por Ediciones Era, precedida por una nota de Gabo que dice a la letra: “La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora.”(Ediciones Era, 20ª reimpresión, México, 2006) |
(Diana, 1ª ed., México, 2002) En la foto: el niño Gabito con una galleta |
Dámaso (Julián Pastor) y Ana (Rocío Sagaón) Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964), película dirigida por Alberto Isaac, basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez. |
Lola (Marisa Paredes) y el coronel (Fernando Luján) Fotograma de El coronel no tiene quien le escriba (1999), filme dirigido por Arturo Ripstein, basado en la novela homónima de Gabriel García Márquez. |
Quizá porque entre octubre y diciembre de 1955 Gabo, en Roma, había intentado estudiar guión y dirección de cine en el Centro Experimental de Cinematografía, pero quizá también porque ya instalado en la Ciudad de México en abril de 1963 comenzó a escribir guiones de cine —el primer fruto cristalizado fue El gallo de oro (1964), filme de charros, galleros y cantantes de rancheras dirigida por Roberto Gavaldón en base al guión de éste, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, cuyo argumento es de Juan Rulfo—, La mala hora tiene un cariz antiguo (casi decimonónico en sus numerosas minucias) y muy cinematográfico, con la topografía y los personajes muy tipificados. De modo que parece que el autor hubiera tenido en mente la guionización y el posible rodaje en un minúsculo pueblo a la vera de un río colombiano, cuyo entorno selvático puebla las calles de “hormigas voladoras” y deja oír “el alboroto de los loros y los micos”.
II de IV
A priori, el apelativo de “novela de los pasquines” hace suponer que el tema principal de La mala hora son los infamantes anónimos que los mezquinos habitantes del pueblo se dejan entre sí durante las noches y que suscitan entre ellos rencores, pleitos y asesinatos y la emigración de un individuo caído en desgracia o de familias enteras temerosas de ser blanco de la difamación o de la exhibición pública. Y sí que lo es pero de manera secundaria. Pues si bien la obra casi inicia con el asesinato de Pastor, un joven clarinetista y compositor, crimen que comete con una escopeta y a mansalva el gigantón César Montero (el pasquín dejado en su puerta durante la noche decía que su mujer era amante del músico), el tema que cobra mayor relevancia a lo largo de la novela es la corrupción, el enriquecimiento ilegal, el autoritarismo, la violencia, la impunidad, la manipulación y el abuso del poder del anónimo alcalde (un dictadorzuelo teniente que al unísono es el jefe de la policía), coludido al despotismo y al enriquecimiento ilícito de varios de los ricos del pueblo que se han forrado a su vera y extorsión. En tal ámbito descuella José Montiel, muerto hace dos años por una congestión cerebral, cuya viuda, con tres hijos en Europa (el hijo de cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París), vive “sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande”, cuya desmesurada fortuna administra el negro y servil señor Carmichael —personajes (con obvias variantes) de los cuentos “La viuda de Montiel” y “La prodigiosa tarde de Baltazar”—. El alcalde, que hace y deshace teniendo en mente su conveniencia y su lucro personal, llegó al pueblo hace años. “La madrugada en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con cuerdas y la orden de someter al pueblo, fue él quien conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, y la entraña implacable de los tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida.” Vale puntualizar que don Chepe Montiel era ese campesino “sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz”, quien aún no se ponía “su primer par de zapatos” y de quien el señor Carmichael fue contabilista, y por ende hizo lo que había que hacer: llevó “la contabilidad con los ojos cerrados.” Visos de la riqueza y del patrimonio que logró acumular se observan en la descripción de los detalles de la casa de la viuda de Montiel, ubicada en la plaza central del pueblo —en cuyo entorno ocurren buena parte de los sucesos de la novela—. Sus tierras comprenden tres municipios y se “atraviesan en cinco días a caballo”. El origen de su cruento y “Lindo negocio” lo resume con sarcasmo el peluquero (militante secreto de la proscrita y clandestina oposición): “mi partido está en el poder, la policía amenaza de muerte a mis adversarios políticos, y yo les compro sus tierras y ganados al precio que yo mismo ponga.” “Cuando pasan las elecciones [...] soy dueño de tres municipios, no tengo competidores, y de paso sigo con la sartén por el mango aunque cambie el gobierno. Yo digo: mejor negocio, ni falsificar billetes.” La viuda de Montiel (Geraldine Chaplin) Fotograma de La viuda de Montiel (1979), película dirigida por Miguel Littin, basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez. |
A César Montero el alcalde, en su papel de jefe de la policía, no lo encierra en una celda sino en un cuarto del “segundo piso de la alcaldía”; “una habitación simple”, “con un aguamanil y una cama de hierro”, donde pasa varios días sin comer hasta que lo confiesa el padre Ángel y éste reclama que lo tienen sin comer, entonces el acalde ordena a un agente que le traiga comida del hotel por cuenta del municipio: “Que manden un pollo entero bien gordo, con un plato de papas y una palangana de ensalada”. Ese trato especial que le brinda se debe a que busca algún beneficio monetario, dado que César Montero es un millonario “enriquecido en la extracción de maderas” a quien le echa en cara: “Todo lo que tienes me lo debes a mí [...] Había orden de acabar contigo. Había orden de asesinarte en una emboscada y de confiscar tus reses para que el gobierno tuviera cómo atender a los enormes gastos de las elecciones en todo el departamento. Tú sabes que otros alcaldes lo hicieron en otros municipios. Aquí en cambio, desobedecimos la orden.”
Con tales chantajes y otras coacciones convienen su traslado nocturno para eludir el espectáculo de la mañana del día siguiente: tras la llegada de las lanchas, “durante medía hora el puerto estaría en ebullición, esperando que embarcaran al preso”. “Cinco mil pesos en terneros de un año”, le pide el alcalde. A lo que César Montero le agrega “cinco terneros más” para que lo remita “esa misma noche, después del cine, en una lancha expresa”.
(La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, junio de 1980) |
Vale observar que pese al dictamen del doctor Octavio Giraldo (personaje que también aparece en “La prodigiosa tarde de Baltazar”): “Esa ha sido siempre una característica de los pasquines”: “Dicen lo que todo el mundo sabe, que por cierto es casi siempre la verdad”; la peliculesca escena del sorpresivo asesinato del joven clarinetista y compositor implica y denota que esa lluviosa mañana del martes cuatro de octubre no esperaba que lo matara César Montero. Y el meollo del cruento infundio se transluce en un diálogo que sostienen Roberto Asís y su madre la viuda de Asís en la recámara de ésta:
“—Todo el mundo sabe que Rosario Montero se acostaba con Pastor —dijo él—. Su última canción era para ella.
“—Todo el mundo lo decía, pero nadie lo supo a ciencia cierta —repuso la viuda—. En cambio, ahora se sabe que la canción era para Margot Ramírez. Se iban a casar y sólo ellos y la madre de Pastor lo sabían. Más les hubiera valido no defender tan celosamente el único secreto que ha podido guardarse en este pueblo.”
Pero además la anónima difamación y deshonra pública también opera contra Roberto Asís y lo angustia, no se afeita y le quita el sueño esperando sorprender en la oscuridad al supuesto amante de su hermosa y odorífica esposa, pues en un pasquín se dijo que la hija de ambos no es de él. Y más aún, la enraizada difamación también reptó en torno a la reputación de su madre y de su padre Adalberto Asís:
“También Adalberto Asís había conocido la desesperación. Era un gigante montaraz que se puso un cuello de celuloide durante quince minutos en toda su vida para hacerse el daguerrotipo que le sobrevivía en la mesita de noche. Se decía de él que había asesinado en ese mismo dormitorio a un hombre que encontró acostado con su esposa, y que lo había enterrado clandestinamente en el patio. La verdad era distinta: Adalberto Asís había matado de un tiro de escopeta a un mico que sorprendió masturbándose en la viga del dormitorio, con los ojos fijos en su esposa, mientras ésta se cambiaba de ropa. Había muerto cuarenta años más tarde sin poder rectificar la leyenda.”
Vale observar, no obstante, que la pinta de gigante montaraz de Cristóbal Asís, el mayor de los ocho hijos del fallecido Adalberto Asís y su viuda, da por “cierta la versión pública y nunca confirmada de que César Montero era hijo secreto del viejo Adalberto Asís.”
III de IV
Una comisión de damas católicas, entre ellas la “espléndida y floral” Rebeca de Asís —la esposa de Roberto—, “de una blancura deslumbrante y apasionada”, visitan al padre Ángel para conminarlo a que desde la iglesia interfiera en la interrupción de los venenosos pasquines, a los que él no les da mucha importancia. Y lo mismo hace la viuda de Asís preocupada por la sangrienta desgracia que pueda ocurrir con el desasosiego que aqueja a su hijo Roberto, y para ello un jueves lo invita a comer (“Una sirvienta descalza llevó arroz con frijoles, legumbres sancochadas y una fuente con albóndigas cubiertas de una salsa parda y espesa”), pues además de ser una mujer ricachona cuya numerosa familia (ocho hijos, sólo uno casado) tiene en la parroquia “dos escaños próximos al púlpito, donados por ellos, y con sus respectivos nombres grabados en plaquetas de cobre”, suele enviarle al cura su desayuno y cuando para la misa del domingo siete de sus ocho hijos llegan con las bestias cargadas de víveres, le envía a su casa, con “dos niñas descalzas”, “varias piñas maduras, plátanos pintones, panelas, queso y un canasto de legumbres y huevos frescos”. Así que el padre Ángel, quien es la influyente autoridad moral del pueblo, habla con el alcalde, quien tampoco se toma en serio los pasquines. Sin embargo, dado que el lucrativo negocio del alcalde es “la paz” con los ricos, impone el toque de queda, entre las ocho de la noche y la cinco de la madrugada, y recluta a un grupo de civiles para que hagan vigilancia y rondas nocturnas (tienen orden, además, de no hacer nada si sorprenden pasado de copas y fuera de horas a alguno de los hermanos Asís). Pero los pasquines siguen apareciendo y no atrapan a ningún responsable ni mucho menos hay algún tipo de investigación detectivesca. “Es todo el pueblo y no es nadie”, cifra Casandra —la adivina del circo nómada, que dizque sabe de quiromancia y lee las cartas—, cuando el alcalde le pide en la intimidad que los naipes le revelen “quién es el de estas vainas”. (La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, mayo de 1980) |
“—Pero será un hijo ilegítimo —dijo.
“—No le hace —dijo ella—. Ahora Arcadio me trata bien. Si lo obligo a que se case, después se siente amarrado y la paga conmigo.
“Se había quitado los zuecos, y hablaba con las rodillas separadas, lo dedos de los pies acaballados en el travesaño del taburete. Tenía el abanico en el regazo y los brazos cruzados sobre el vientre voluminoso. ‘Ni esperanzas, padre’, repitió, pues el padre Ángel permanecía silencioso. ‘Don Sabas me compró por 200 pesos, me sacó el jugo tres meses y después me echó a la calle sin un alfiler. Si Arcadio no me recoge, me hubiera muerto de hambre’. Miró al padre por primera vez:
“—O hubiera tenido que meterme de puta.”
(Ediciones Era, 44ª reimpresión, México, 2012) |
Y es que la viuda de Montiel, con dos años de viudez y ya medio repuesta de un recién colapso nervioso (quiso suicidarse tirándose por la ventana y se rumora que se volvió loca), ha preparado un baúl para irse del pueblo para siempre antes de que termine octubre y por ello encomienda al señor Carmichael para que opere la venta de los desmesurados bienes acumulados con latrocinios y asesinatos por José Montiel —apoyado por el alcalde y sus tres asesinos a sueldo— y el posible comprador es don Sabas. Pero éste, negándose a recibir al señor Carmichael, ha estado robando el ganado de la viuda de Montiel. Así que el alcalde encierra al señor Carmichael en la alcaldía y le cobra a don Sabas una buena tajada por el abigeato cometido: si por ejemplo ya “han sacado doscientas reses en tres días” y hecho “contramarcar con su hierro” a las bestias, le cobra “cincuenta pesos de impuesto municipal por cada res” y además lo frena: “A partir de este momento, en cualquier lugar en que se encuentre todo el ganado de la sucesión de José Montiel está bajo la protección del municipio”. Es decir, se colige, para el lucro personal del alcalde y no para el provecho público o para restituir a los antiguos propietarios.
IV de IV
Tres de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962) ocurren en Macondo: el que le da título a la colección, “La siesta del martes” y “Un día después de sábado”. Un Macondo que en cada relato tiene sus particularidades y variantes, al igual que el Macondo del “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (cuento publicado en Bogotá, en el número 4 de la Revista Bimestral de Cultura, correspondiente a octubre-noviembre de 1955), el de la novela La hojarasca (Ediciones S.L.B, 1955) y el de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967). En el cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, la casona donde la cacique vivió y muere a los 92 años “en olor de santidad”, está en un Macondo que es la cabecera del municipio cuyo homónimo distrito comprende seis poblaciones; en La mala hora (Era, 1966) la casona donde falleció la Mamá Grande no está en Macondo (cuyo modelo es Aracataca) sino en el anónimo pueblo con un puerto fluvial (cuyo modelo es Sucre) —que es el escenario de los otros cinco cuentos de Los funerales y de las novelas El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y Crónica de una muerte anunciada (La Oveja Negra, 1981)— y allí, durante ese lluvioso y caluroso octubre, que va del “Martes cuatro” al “Viernes 21”, vive la viuda de Montiel, con dos años de viudez y sus hijos en Europa (el hijo del cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París). Dice la voz narrativa:Gabo, Geraldine Chaplin y Miguel Littin durante el rodaje de La viuda de Montiel (1979) |
Tal anécdota de realismo mágico es una de las pocas de tal índole que se leen en La mala hora, novela donde campea el realismo. Curiosamente, la respuesta a la pregunta que la viuda de Montiel le hace al fantasma de “la Mamá Grande destripando piojos en los corredores”, la recibe en un sueño que se lee al final del cuento “La viuda de Montiel”:
“Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
“—¿Cuándo me voy a morir?
“La Mamá Grande levantó la cabeza.
“—Cuando te empiece el cansancio del brazo.”
Abel Quezada y Juan Rulfo Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964) |
“El alcalde empezó a tomar la sopa. Siempre había pensado que aquel hotel solitario, sostenido por agentes viajeros ocasionales, era un lugar diferente del resto del pueblo. En realidad, era anterior al pueblo. En su destartalado balcón de madera, los comerciantes que acudían del interior a comprar la cosecha de arroz, pasaban la noche jugando a las cartas, en espera del fresco de la madrugada para poder dormir. El propio coronel Aureliano Buendía, que iba a convenir en Macondo los términos de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón, en una época en que no había pueblos en muchas leguas a la redonda. Entonces era la misma casa con paredes de madera y techo de zinc, con el mismo comedor y las mismas divisiones de cartón en los cuartos, sólo que sin luz eléctrica ni servicios sanitarios. Un viejo agente viajero contaba que hasta principios del siglo hubo una colección de máscaras colgadas en el comedor a disposición de los clientes, y que los huéspedes enmascarados hacían sus necesidades en el patio, a la vista de todo el mundo.”
Luis Alcoriza y Gabriel García Márquez |
Jugador de billar (José Luis Cuevas) Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964) |
El la barra: Abel Quesada y Juan Rulfo Sentados: Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964) |
“Las ventanas se cerraban a su paso. Una mujer se acerba corriendo con los brazos abiertos, por la mitad de la calle, en sentido contrario. Había hormigas voladoras en el aire limpio. Todavía sin saber qué ocurría, el alcalde desenfundó el revólver y echó a correr.
“Un grupo de mujeres trataba de forzar la puerta del cuartel. Varios hombres forcejeaban con ellas para impedirlo. El alcalde los apartó a golpes, se puso de espaldas contra la puerta, y encañonó a todos.
“—Al que dé un paso lo quemo.
“Un agente que la había estado reforzando por dentro abrió entonces la puerta, con el fusil montado, e hizo sonar el pito. Otros dos agentes acudieron al balcón, hicieron varias descargas al aire, y el grupo se dispersó hacia los extremos de la calle. En ese momento, aullando como un perro, la mujer apareció en la esquina. El alcalde reconoció a la madre de Pepe Amador. Dio un salto hacia el interior del cuartel y ordenó al agente desde la escalera:
“—Encárguese de esa mujer.”
Dentro, el alcalde organiza la mortaja y el entierro del asesinado. Y con violencia y arbitrariedad impide que su madre lo vea. Y cuando llegan el cura y el doctor Giraldo, quien esperaba que el alcalde lo llamara para hacer la autopsia, y el padre Ángel quiere ver el cuerpo de Pepe Amador, el alcalde a ambos les anuncia la versión oficial: “Se fugó”. A lo que el médico replica lo que nadie ignora: “En este pueblo no se pueden guardar secretos. Desde las cuatro de la tarde, todo el mundo sabe que a ese muchacho le hicieron lo mismo que hacía don Sabas con los burros que vendía.” Y además de que al cura el alcalde le receta a bocajarro que “debe estar complacido”, porque “ese muchacho era el que ponía los pasquines”, tal espinosa conversación termina con reyerta, porque el teniente los amenaza con una carabina e inicia una cuenta para que se retiren antes de abrir fuego, lo cual rubrica con una declaración bélica: “Estamos en guerra, doctor.”
Luis Buñuel en el papel del cura De negro, entre las fieles, Leonora Carrington Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964) |
La última cena |