viernes, 8 de diciembre de 2017

Diego Rivera, luces y sombras



Guía de forasteros
                            
I de II
El domingo 22 de febrero de 2015 falleció Raquel Tibol en la capital del país mexicano. A sus 91 años de edad seguía siendo una de las historiadoras y críticas de arte más cultas, prolíficas y polémicas de México. Nacida el 14 de diciembre de 1923 en Basavilbaso, provincia de Entre Ríos, Argentina, se naturalizó mexicana en 1961. Aún en Buenos Aires publicó, en Ediciones Botella al Mar, su primer libro de cuentos: Comenzar es la esperanza (1950), con el cual ganó el concurso “Iniciación” convocado por la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), cuyo presidente era Jorge Luis Borges y por ende firmó el acta de premiación (documento que ella posee).

Raquel Tibol
(1923-2015)
Raquel Tibol llegó a la Ciudad de México el 25 de mayo de 1953 “en calidad de secretaria de Diego Rivera, a quien conoció durante el Congreso Continental de la Cultura, celebrado en Santiago de Chile, al hacerle una entrevista para el periódico La Prensa, de Buenos Aires”, y a quien por entonces acompañó en su breve viaje a Bolivia, donde en La Paz quiso conocer las verdaderas condiciones laborales de los mineros de Catavi, pero los burócratas se lo impidieron.
  Si bien al principio Raquel Tibol se instaló en la Casa Azul de Coyoacán con el fin de entrevistar a Frida Kahlo (1907-1954) para una biografía, casi de inmediato comenzó a colaborar en suplementos literarios y en revistas. Fruto de los interrumpidos diálogos y de la difícil convivencia con la pintora son los legendarios “Fragmentos para una vida de Frida Kahlo”, hechos públicos el 7 de marzo de 1954 en el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades (“citados una y otra vez, dándole o no crédito a la fuente”), luego inmersos en sus libros: Frida Kahlo. Crónica, testimonios y aproximaciones (1977), Frida Kahlo: una vida abierta (Editorial Oasis, 1983) —en 1998 corregida y aumentada y publicada por la UNAM—, y Frida Kahlo en su luz más íntima (Lumen, 2005).

(Lumen, México, 2005)
Pese a las dispersas entrevistas que Raquel Tibol le hizo a Diego Rivera (nacido en Guanajuato el 8 de diciembre de 1886, muerto en la Ciudad de México el 24 de noviembre de 1957) y a los numerosos artículos y ensayos que ha escrito sobre su vida y obra (incluidos varios volúmenes iconográficos), Diego Rivera, luces y sombras (Lumen, 2007) no es un libro total y definitivo; es apenas un bosquejo de ciertos aspectos y capítulos de su biografía, de su trayectoria artística, y de su ideario y militancia política.

(Lumen, México, 2007)
Dentro de la múltiple, enorme e incesante creatividad de Diego Rivera, Raquel Tibol sobre todo centra su relato y análisis en la obra mural. De ahí sus preliminares bosquejos históricos que mínimamente le dan contexto al renacimiento del muralismo mexicano del siglo XX, y que en consecuencia en la última parte de su libro: “Algunos ejemplos del muralismo riveriano”, reseñe (con detalles, anécdotas, testimonios, y citas documentales, hemerográficas y bibliográficas) la técnica, las dimensiones, la ubicación y la temática de ocho murales de Rivera: La Creación (1922-1923), pintado a la encáustica en el Anfiteatro Bolívar de la entonces Escuela Nacional Preparatoria (hoy museo de la UNAM), “inaugurado el 9 de marzo de 1923”. Fases de la vida mexicana o La vida social de México (1923-1928), pintado al “fresco tradicional” en la entonces recién estrenada Secretaria de Educación Pública en “116 tableros distribuidos en los corredores de los tres niveles que circundan los dos patios, más el cilindro de una escalera lateral”. Enseñar la explotación de la tierra, no la del hombre y Evolución de la tierra y evolución de los hombres (1923-1946), pintados al fresco en varios ámbitos de la ex Hacienda de Chapingo, en el Estado de México, entonces Escuela Nacional de Agricultura (recién trasladada de San Jacinto) bajo la dirección del ingeniero Marte R. Gómez, gran promotor y coleccionista de pintura mexicana, entre ella la de Frida Kahlo, quien en 1944 lo retrató al óleo sobre masonite; tal bosquejo y relato de Tibol son de lo más enriquecedor del libro. México, del pasado remoto al futuro próximo (1929-1951), frescos en el Palacio Nacional, en la Ciudad de México, cuyo proyecto Diego no concluyó. La elaboración de un fresco y Cómo se construye una ciudad (1930-1931), fresco en la entonces School of Fine Arts de California, hoy el San Francisco Art Institute, en San Francisco, California. 

La Creación (1921-1922), mural de Diego Rivera
Anfiteatro Bolívar de San Ildefonso
Sueño de un domingo en la Alameda (1947), fresco pintado en el comedor del Hotel del Prado, entonces recién construido en la Avenida Juárez, a un costado de la Alameda Central, en la Ciudad de México, y que fue el más lujoso de la época; Raquel Tibol resume los entretelones que suscitaron que el 4 de junio de 1948 una violenta turba de católicos fundamentalistas atacara el mural para rasparle la frase “Dios no existe” atribuida al pensador liberal Ignacio Ramírez El Nigromante, dicha (al parecer en 1836) en un discurso en la Academia de Letrán, tesis que “marca históricamente el auge del liberalismo mexicano y la primera piedra para la definición nacional puesta por Juárez y sus colaboradores”; Rivera —acompañado por una comitiva en la que iban los pintores José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros y el narrador José Revueltas— la restauró; entonces la gerencia puso a un albañil a extirparla de nuevo, incluida la imagen del niño Diego tomado de la mano por la Calavera Catrina. Anota Tibol: “Este retrato representa a Rivera de nueve años con los atuendos domingueros: sombreo, cuello de mariposa y ancha corbata, chaleco, paraguas con mango de águila y las bolsas del saco llenas de alimañas. Los ojos en círculo algo saltones, el mentón redondo, los labios carnosos, la nariz más bien ancha y respingada. La suave sonrisa, que ya aparecía trazada en el boceto previo, revela las esperanzas del precoz enamorado, quien de niño soñaba con el mejor y más complicado de sus amores: Frida Kahlo, a quien le recitaría los más puros versos de José Martí. Nuevamente Rivera repararía el daño.” Como respuesta los concesionarios del hotel “decidieron cubrir el mural con una pantalla móvil, la cual se hacía a un lado cuando un visitante distinguido deseaba ver el tan discutido mural”. 

José Martí, el niño Diego, Frida Kahlo, la Calavera Catrina y José Guadalupe Posada
Epicentro del mural de Diego Rivera:
Sueño de un domingo en la Alameda Central  (1947)
       Censurado el fresco alrededor de ocho años, Diego se ablandó y recapacitó en Moscú durante su convalecencia (lo habían tratado de un cáncer en los testículos); y en un acto público al que acudieron periodistas y amigos, el 15 de abril de 1956 “Rivera subió al andamio para cambiar la inscripción”: en el papel que sostiene El Nigromante rotuló: “Conferencia en la Academia de Letrán-1836”. Dice Raquel Tibol: “Ya sin la mampara, la luminosa y dinámica composición narrativa de los Sueños de un domingo en la Alameda todavía quedaría encajonada otros cuatro años por las columnas del comedor.”
      La historiadora apunta que “En 1960 los peritos llegaron a la conclusión de que el hundimiento del edificio ponía en grave peligro el mural, que por entonces presentaba numerosas grietas. Entonces el INBA convocó a un equipo de los más confiables peritos de México, quienes aconsejaron la muy arriesgada maniobra de cortar la pared con todo y pintura, encapsularla en una estructura de acero para luego arrastrar el bloque de catorce y media toneladas hasta el vestíbulo. Los cálculos fueron hechos con tal precisión que, tras doce horas de dramático acarreo, los Sueños llegaron felizmente a su nuevo emplazamiento que debió haber sido el de los frescos sobre la flora y la fauna que Rivera no llegó a ejecutar.”
Observa Tibol que “Lo que deberá destacarse siempre es que si no hubiera sido removido en 1961 del sitio original, Sueños de un domingo en la Alameda se hubiera dañado de manera irremediable durante los terremotos del 19 y 20 de septiembre de 1985, pues el ala del comedor del Hotel del Prado quedó prácticamente destruida. En el vestíbulo, al gran tablero independiente sólo se le incrementaron antiguas fisuras y tuvo desprendimientos de escasa significación en una zona de la parte inferior derecha.” 
Fue entonces cuando intervinieron “Tomás Zurián y sus colaboradores del Centro Nacional de Conservación de Obras Artísticas del INBA”, quienes procuraron el embalaje en torno a los trabajos circundantes. Finalmente, ante el deterioro del edificio, se orquestó su restauración y el laborioso traslado a lo que ahora es el Museo Mural Diego Rivera (construido ex profeso en la Alameda), donde, según dice, desde “el 19 de febrero de 1988” se puede apreciar.
             
II de II
Para concluir la enumeración iniciada en la primera entrega de la presente nota, los siguientes son los tres últimos murales de Diego Rivera de los ocho que la crítica e historiadora de arte Raquel Tibol esboza en “Algunos ejemplos del muralismo riveriano” (con minucias técnicas, detalles, anécdotas, testimonios, y citas documentales, hemerográficas y bibliográficas), apartado con que concluye su libro Diego Rivera, luces y sombras (Lumen, 2007):
Un grupo de proletarios y Diego Rivera al pie de su polémico y
desaparecido mural Pesadilla de guerra y sueño de paz (1951-1952)
   Pesadilla de guerra y sueño de paz (1951-1952), “cuadro monumental o mural transportable” elaborado mediante “poliestireno sobre tela” (4.40 x 9.80), el cual se halla desaparecido (o quizá destruido). En vías de la Exposición de Arte Mexicano Antiguo y Moderno que Fernando Gamboa (“a fines del sexenio del presidente Miguel Alemán”) organizaba para mostrarse en “París, Estocolmo y Londres”, Diego Rivera recibió una invitación para participar. Pensando en la guerra de Corea y en las pláticas de paz entre la Corea del Sur y la del Norte, en bastidores colocados en el Palacio de Bellas Artes, Diego realizó una obra que, aún antes de concluirla, desaprobó y censuró Carlos Chávez, director del INBA, pues dada la retórica ideológica, política, crítica y propagandística en su temática, la consideró ofensiva para los países “amigos” donde sería montada la muestra (incluido el mafioso Tío Sam, en cuya tierra no sería exhibida) y por ende determinó que el gobierno mexicano (quizá recibió línea) no podía incluir tal postura, pues hacerlo sería dizque convalidarla.
Dentro de la previsible polémica que se desató y que Raquel Tibol bosqueja (con transcripción fragmentaria de documentos), anota que “En obediencia a órdenes cursadas por el secretario de Educación, Manuel Gual Vidal, a las diez y media de la noche del viernes 14 de marzo de 1952 un grupo, bajo la supervisión de Fernando Gamboa, llegó al tercer piso del Palacio de Bellas Artes, y con navajas cortaron al borde del bastidor la tela del mural” y se la llevaron. 
El caso es que “el 17 de marzo de 1952 Rivera solicita a Carlos Chávez la rescisión del contrato y devuelve dos cheques por cinco mil pesos cada uno. Pero el mural no le fue devuelto.” Y no lo recuperó hasta “mayo de 1953”, ya bajo la presidencia del veracruzano Adolfo Ruiz Cortines, “cuando le entregaron en la casa [azul] de Coyoacán un enorme tubo metálico que lo contenía”.
Por sus contactos, el pintor logró iniciar su venta al gobierno chino por “cinco mil dólares”; “como no existían relaciones entre China y México, la exportación se hizo a través de Checoslovaquia”, por lo que “le fueron adelantados a Rivera quinientos dólares, que se emplearon para pagar el embalaje y el transporte del mural hasta Praga”. Fue enviado “vía marítima el 30 de julio de 1953. Y ahí se le perdió el rastro.” Se ha buscado en Rusia y en China. Y Tibol desliza la sospecha de que tal vez se encuentre cerca: “en algún sitio de territorio mexicano”.

El pueblo en demanda de salud (1953)
Mural de Diego Rivera
El pueblo en demanda de salud (1953), hecho al “Fresco, temple de caseína, temple de emulsión resinosa, óleo y mosaico de vidrio” en el entonces Hospital de Zona Número 1 del IMSS (concluido en 1952 por el arquitecto Enrique Yáñez), luego nombrado Centro Médico La Raza, en cuya composición Diego Rivera constriñe “dos tiempos históricos: el prehispánico y el del México de los años cincuenta”.
Y por último (que no el último que hizo Rivera): El teatro de México (1953), hecho con mosaico de vidrio en la fachada exterior del Teatro de los Insurgentes, en el sur de la avenida homónima, en la Ciudad de México, el cual aún se encuentra en restauración y con dos grandes detalles ahora expuestos en el Palacio de Bellas Artes, y en cuyos segmentos históricos Diego esboza el teatro prehispánico, el colonial, el de la mestiza Independencia, el de la Revolución y el de la entonces época actual, en cuyo epicentro Cantinflas “tiende la mano derecha a un grupo de pudientes (el capitalista, el militar, el clérigo, la cortesana, hombres y mujeres de la burguesía), mientras con la izquierda deposita una moneda en una de las muchas manos de desvalidos que se tienden suplicantes. Los ricos están parados en lingotes de oro, al frente de los cuales hay una placa con las cifras 1,000.000 x 9,000. En el piso de Cantinflas y los pobres se pude leer un solo número: 20,000.000. Con estas cifras Rivera expresaba que en el México de aquel momento había nueve mil millonarios y veinte millones de miserables.”
Raquel Tibol
Si bien la claridad de Raquel Tibol al esbozar la factura y la temática de cada uno de los ocho murales de Diego Rivera resulta una amena guía de forasteros (pese a las erratas) o una invitación e incitación a cotejar (o a “recordar lo recordado”) con enriquecidos ojos no sólo sobre tales obras, sus múltiples datos, alusiones y argumentos enmarcan el hecho de que su libro carece de iconografía, amén de que el escueto “Testimonio gráfico” en blanco y negro (29 imágenes) observa serias deficiencias, no así las fotos que ilustran la primera, la segunda y la tercera de forros: un retrato de Diego tomado por Bernard Silberstein en 1940 y uno sin fecha de Raquel Tibol concebido por Raúl González.

Diego y Frida en el comedor de la Casa Azul de Coyoacán
Dentro de las oscuridades y cambios de piel del muralista sin duda descuella su controvertido y contradictorio zigzagueo ideológico y político, no sólo aludido por Raquel Tibol en su capítulo “El pintor que militó en política”. No falta por allí alguna anécdota curiosa y simpaticona; por ejemplo, cuando al reseñar la polémica pública y periodística (y en el seno de la izquierda mexicana) entorno a las celebraciones del centenario del natalicio de Diego Rivera, Tibol transcribe un fragmento de Mi testimonio. Memorias de un comunista mexicano (1978), del “antiguo militante Valentín Campa (1904-1999)”, quien en 1986 le solicitaba a la dirección del PSUM (“surgido en 1981 al fusionarse el Partido Comunista con otras organizaciones de izquierda para una acción unitaria”) la “expulsión post mortem de Rivera”, que él ya había requerido en 1977 al PCM: por “traidor a la clase obrera”. Bajo la intransigente línea dura del Sexto Congreso del KOMINTERN, Diego fue expulsado del PCM el 6 de julio de 1929 (pese a que en 1927 había sido invitado a Moscú por Lunacharsky, Comisario del Pueblo para la Educación de la URSS, a participar en las celebraciones del décimo aniversario de la Revolución de Octubre); y no obstante algunos apoyos que les brindó y a varias solicitudes de reingreso, no fue reincorporado hasta 1954 tras varias deliberaciones protocolarias y burocráticas. En su citado libro de memorias, Valentín Campa recuerda así la folclórica y sonora expulsión plenaria del muralista: “Rivera, con las actitudes grotescas que lo caracterizaban, limpiaba su pistola sobre la mesa mientras se realizaba la discusión y al final habló. Dijo que Diego Rivera votaba por su expulsión del Partido Comunista para que el acuerdo fuera por unanimidad; sólo objetaba el cargo de traidor al Partido y a la clase obrera pues él se consideraba un burgués cuando había ingresado al Partido; luego, a quien había traicionado era a la burguesía, su clase.”
Frida y Diego en San Francisco (c. 1940)
Foto de Nickolas Muray
Pero el periodo más nefasto y obtuso quizá Diego Rivera lo corporificó cuando se hizo informante y delator en la embajada de Estados Unidos en México, pues al parecer creyó que debía volverse cómplice del imperialismo norteamericano para detener y derrotar la expansión implícita en la entonces recién alianza del nazismo y el estalinismo. Apunta Tibol: “Al producirse el pacto germano-soviético de 1939 y la anexión por la URSS de Polonia oriental, los estados bálticos y otros territorios, Rivera sufre tal descontrol que llega a ofrecerse, en enero de 1940, como informante de la embajada estadounidense [hasta junio de tal año] en cuestiones tales como objetivos del Partido Comunista, filiación de los refugiados españoles, colaboración en México entre estalinistas y nazis. Sus ‘revelaciones’ no fueron tomadas en serio, aunque el FBI (Buró de Investigaciones Federales) lo tenía vigilado. En algunos de los encuentros llegó a proporcionar una lista de cincuenta nombres de agentes estalinistas infiltrados en el gobierno mexicano [que aún presidía el general Lázaro Cárdenas]. En diciembre de 1939 había anunciado públicamente su decisión de testificar ante el Comité Dies (comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos para actividades antiestadounidenses), cosa que hizo y que fue considerada por diversos sectores como una acción intervencionista de Estados Unidos en asuntos internos de México.”

Diego Rivera y Frida Kahlo en cubierta (c. 1931)
Foto atribuida a Manuel Álvarez Bravo

Raquel Tibol, Diego Rivera, luces y sombras. Iconografía en blanco y negro. Lumen/Random House Mondadori. México, 2007. 280 pp.


jueves, 5 de octubre de 2017

La isla del Dr. Moreau

El aire se poblaba de gritos y aullidos

De 1896 data la primera edición en inglés de La isla del Dr. Moreau, celebérrima novela del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), punto de partida de citas y parafraseos cinematográficos y televisivos y de dibujos animados y de argumentos de infumables y soporíferos filmes basados en ella: el primero es una película silente de 1911 dirigida por Joe Hamman y la última, homónima de la novela y de 1996, es el horripilante churro dirigido por John Frankenheimer, protagonizado por Marlon Brando, Val Kilmer y David Thewlis. Tan implantados pululan los avatares y las fantasmagorías de la isla del doctor Moreau (en el inconsciente colectivo de los homúnculos que infestan las catacumbas de la laberíntica y recalentada aldea global) que resulta ineludible no recordar el vaticinio que el demiurgo Jorge Luis Borges articula al término de “El primer Wells” —ensayo publicado por él en el número 9 de la revista Los Anales de Buenos Aires (septiembre de 1946), luego compilado en su libro Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952)—: “De la vasta y diversa bibliografía que nos dejó, nada me gusta más que su narración de algunos milagros atroces: The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The Plattner Story, The First Men in the Moon. Son los primeros libros que yo leí [en la basta biblioteca paterna de innumerables libros ingleses donde creció, se infiere]; tal vez serán los últimos... Pienso que habrán de incorporarse, como la fórmula de Teseo o la de Ahasverus, a la memoria general de la especie y que se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos.”
(Alianza Editorial, 2ª ed., Madrid, 2014)
       La traducción al español de Catalina Martínez Muñoz de La isla del Dr. Moreau en la serie El libro de bolsillo de la madrileña Alianza Editorial (la primera data de 2003 y la segunda de 2014) no es una exhaustiva edición crítica, con prólogo, notas y bibliografía; no obstante, tiene seis pies de página. Por ejemplo, el que corresponde al apellido “Huxley” telegrafía al pie de la letra: “Thomas Henry Huxley (1825-1895), fisiólogo británico que, de 1846 a 1850, tomó parte en una expedición científica por el océano Pacífico y por Insulindia [el archipiélago malayo]. Amigo de [Charles] Darwin, fue un defensor de las teorías de éste.” Esto implica que con esa única y casi cifrada alusión novelística H.G. Wells le rinde un lúdico tributo a quien fue su mentor en The Normal School of Science de Londres. Allí, becado, estudió durante tres años, entre 1884 y 1887. Pero no se tituló y sólo lo hizo a fines de 1889 —dice el propio Wells en su Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943)— al recibir un “diploma de licenciado del Colegio de Profesores”, “con honores sólo en Zoología”. Entrañable y seminal circunstancia pedagógica que Borges menciona en su prólogo a La puerta en el muro (La Biblioteca de Babel núm. 11, Ediciones Siruela, 1984), antología de cinco cuentos de H.G. Wells: “Fue discípulo de Thomas Huxley, apodado el bulldog del darwinismo.” 

   
(Espasa Calpe, Buenos Aires, 1943)
         Y que el propio H.G. Wells refiere en su Experimento de autobiografía, precisamente en el subcapítulo “El profesor Huxley y la biología (1884-1885)”: “El día en que caminé desde mi alojamiento por el parque de Westbourne y a través de los jardines de Kensington, hasta la Escuela Normal de Ciencias, firmé a la entrada de aquel enorme edificio de ladrillos y terracota, y subí por el ascensor al laboratorio de biología, fue uno de los días más grandes de mi vida. Todos mis conocimientos hasta entonces habían sido de segunda mano, sino de tercera o cuarta. Había leído mucho, me había atestado de libros de texto, me había examinado por escrito con la convicción de que estaba muy lejos de los hechos concretos y más lejos aún de las observaciones en los pensamientos, de las cualificaciones vivientes y de las teorías de primera mano que constituyen la realidad científica. Hasta entonces yo no había tenido más que los informes impresos e insuficientes, y descuidadamente escritos con frecuencia, de los libros de texto, reproducidos en unos cuantos diagramas y grabados. Ahora, por una serie de circunstancias favorables, había obtenido el derecho de ponerme en contacto con todo aquello de que sólo había oído hablar. Aquí había microscopios, disecciones, modelos, diagramas al lado de los objetos que aclaraban, ejemplos, museos, respuestas inmediatas, explicaciones, discusiones. Y aquí estaba a la sombra de Huxley, el observador más agudo, el más generalizador, el gran maestro, el más lúcido y valiente de los controversistas. Me habían asignado a su curso de biología  elemental, y después había de ir con él también a estudiar zoología.” 

 
Thomas Henry Huxley

Retrato en Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943)
       Y Anthony West (hijo de Rebeca West y H.G. Wells) algo alude de tal circunstancia pedagógica en su libro de memorias H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993). En este sentido, en Experimento de autobiografía (publicado en inglés en 1934 y traducido en México por León Felipe) se observa un retrato de Thomas Henry Huxley donde posa con grandes patillas, tres voluminosos libros y un cráneo humano en la mano; mientras que Anthony West ilustra el episodio con una imagen donde el joven Wells posa con un cráneo humano en la mano y con el esqueleto de un gorila junto a él, cuyo pie de foto reza: “H.G. Wells en la Escuela Normal de South Kensington [en Londres], como alumno del curso de biología elemental del gran Thomas Henry Huxley.”

H.G. Wells en la Escuela Normal de South Kemsington, como alumno del
curso de biología elemental del gran Thomas Henry Huxley.

Retrato y pie en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993)
    Lo cual remite a dos pasajes de citado subcapítulo del Experimento de autobiografía; en el primero, H.G. Wells evoca: “Aquel año que pasé en la clase de Huxley fue, sin duda, el año más educativo de mi vida. [...] Trabajé mucho en realidad todo aquel primer año. El escenario de mis trabajos estaba en el piso alto de la Escuela Normal, el Real Colegio de Ciencias, como se llama ahora, un piso que hoy se dedica a otros menesteres. Había un gran laboratorio con ventanas que daban a las escuelas de arte, provisto de mesas, pilas, grifos; y enfrente de las ventanas, estantes de preparaciones coronados por diagramas y dibujos de disección. En las mesas estaban nuestros microscopios, los reactivos, las cápsulas, animales disecados... En nuestros libros de notas apuntábamos nuestros resultados. Sobre las puertas había encerados, donde el ayudante G.B. Howes, que después fue el profesor Howes, un dibujante maravilloso y diligente, dibujaba con tizas de colores. Era un hombre, este Mr. Howes, pálido, de barba negra y muy nervioso, una especie de Svengali con gafas; ligero y vívido, y precipitado siempre, contrastaba notablemente con la reposada reflexión del maestro. El mismo Huxley daba las clases en el salón de conferencias adyacente al laboratorio, una habitación cuadrada, cubierta de estantes negros que contenían esqueletos de mamíferos y cráneos expuestos para mostrar sus homologías, una serie de modelos en cera del crecimiento de un pollo y otros materiales por el estilo. Cuando yo conocí a Huxley era un hombre viejo, de faz amarilla y cuadrada, con ojos pequeños, pardos y brillantes, agazapados en sus cuencas bajo las cejas espesas y grises, y patillas grises también. Hablaba con una voz clara y firme, sin prisa y sin rezagos, volviéndose al encerado que estaba detrás de él para dibujar algún diagrama, y sacudiéndose siempre el polvo de la tiza que se le quedaba entre los dedos, con un gesto de disgusto antes de resumir. Por entonces estaba enfermo, y Howes, inquieto, nervioso y brillante, tomaba su puesto, hablando y dibujando sin respiro y dejando el encerado siempre lleno de líneas graciosas de colores. Detrás del auditorio había cortinas que daban al museo dedicado a los vertebrados. Se decía que cuando Huxley daba clases, Carlos Darwin solía a veces sentarse detrás de aquellas cortinas a escuchar, hasta que su amigo y compañero terminaba. Entonces sólo hacía un año, poco más o menos, que había muerto Darwin (murió en 1882).” En el segundo pasaje, Wells apunta: “Este curso de biología de Huxley era pura y estrictamente de carácter científico. No tenía más fin que el crecimiento, el escrutinio y la perfección de la ciencia dentro de su campo. Jamás supe de aplicaciones prácticas o negocios a donde llevar lo que estábamos aprendiendo allí, y, sin embargo, los beneficios de la economía y de la higiene que han surgido de la labor biológica en los últimos cuarenta años han sido inmensos. Pero estos aspectos eran desdeñados en nuestro estudio. Durante aquel año me encontré cada vez más pobre. Mal alimentado y no muy bien alojado. Pero esto no me importaba nada cuando consideraba la vida que estaba surgiendo en mi mente. Trabajé sin descanso y pasé un año, más feliz aún, que el que había pasado en Midhurst. Me vi un poco embarazado por la irregularidad y la inseguridad de mi educación general, pero, a pesar de ello, fui uno de los tres estudiantes que componía la primera clase en los exámenes de zoología que sirvieron de prueba a nuestra labor.”  
   
H.G. Wells en 1876

Retrato en Experimento de autobiografía (Espasa Calpe, 1943)
       Vale añadir que páginas antes, Wells bosqueja su estancia en Midhurst, pueblito del condado de West Sussex, donde entre 1883 y 1884 fue profesor de niños en una casa-escuela, y donde dio una nocturna y rudimentaria clase sobre varias de las “materias del plan científico del Departamento de Educación”, y donde en secreto concursó para obtener la beca que lo convirtió en alumno de Huxley (influjo que se refleja en el hecho de que su primer libro publicado, dice, fue un pedagógico y escolar Texto de biología): “El Departamento de Educación de aquella época no estaba muy satisfecho con la clase de ciencia que enseñaba en el país, y trataba de reunir sus clases desperdigadas en escuelas de ciencia organizada para producir así un tipo mejor de maestro que el de los graduados clásicos, clérigos, etc., en quienes había confiado hasta entonces. Se enviaron con este objeto circulares a los que en los exámenes habían obtenido mejores notas, y en estas circulares se ofrecía un número determinado de becas, libres de todo gasto, para estudiantes en la Escuela Normal de Ciencias en South Kensington, con una guinea a la semana para el mantenimiento durante el curso y un billete de segunda clase para ir a la capital. Yo leí aquel papel azul con desconfianza, lo llené en secreto y con nerviosidad y me encontré de pronto que me habían aceptado como ‘teacher in training’ por un año en el curso biológico del profesor Huxley, el gran profesor Huxley cuyo nombre veía en los periódicos y era conocido en todo el mundo.”
H. G. Wells
           Vale puntualizar, entonces, que Edward Prendick, el náufrago británico que incidentalmente se refugia en la minúscula isla del doctor Moreau, en su primera conversación le dice “que había pasado algunos años en el Royal College of Science [nombre posterior de la citada Normal School of Science de Londres], y que había llevado a cabo ciertas investigaciones biológicas bajo la dirección de Huxley”. Lo cual calma un poco el agresivo recelo, la neurosis y la suspicacia de Moreau (estuvo a punto de abandonarlo en el mar), y por ello le dice falaz: “Da la casualidad de que todos los que estamos aquí somos biólogos. Esto es, en cierto modo, una estación biológica”. Y el hecho de la pequeña isla del doctor Moreau se localice en algún lugar del Océano Pacífico Sur (no muy lejos del entorno de Apia, puerto de la isla de Samoa), quizá también sea un guiño o un tributo o un homenaje a su inolvidable y vertebral maestro Thomas Henry Huxley. (Dice su memorioso discípulo en su Experimento de autobiografía: “Nuestra principal disciplina era el análisis riguroso de la estructura vertebrada, de la embriología vertebrada y de la sucesión de las formas vertebradas en el tiempo. Nosotros sentíamos que nuestra tarea particular era determinar relaciones de grupos mediante la crítica más aguda de la estructura.”) Quien, por cierto, fue abuelo del escritor Aldous Huxley (1894-1964), autor de la novela Un mundo feliz (1932), piedra angular en el devenir de la ciencia ficción durante el siglo XX y XXI, cuyo término en inglés sience-fiction se atribuye a Hugo Gernsback (1884-1967), editor de Amazing Stories, revista norteamericana, especializada en el género, que empezó a circular en Nueva York en abril de 1926. 

Aldous Huxley
     
(Nueva York, abril de 1926)
         La isla del Dr. Moreau
, una envolvente y fantástica novela de aventuras con su incipiente y anacrónica pátina de ciencia ficción, se divide en un prólogo y veintidós capítulos con números y apropiados rótulos. Ese preámbulo está escrito y firmado por Charles Edward Prendick, sobrino del otrora náufrago Edward Prendick, quien al parecer había decidido dedicarse en el Pacífico Sur “a las ciencias naturales para huir del aburrimiento de una holgada independencia”. El tío Edward Prendick ya murió y su sobrino halló, entre sus póstumos papeles, el manuscrito de las memorias que prologa y publica, pese a que el tío no dejó alguna “nota que indicara expresamente el deseo de su publicación”. Según dice el sobrino, “La única isla que se conoce en la zona en que mi tío fue rescatado es la Isla de Noble, un pequeño islote volcánico completamente deshabitado.” Y por lo que luego se pormenoriza a lo largo de las novelescas memorias del tío, ese “pequeño islote volcánico” sin arcilla fue el ámbito de su supervivencia y de los aventurados y crueles experimentos con animales hechos por el doctor Moreau. Según se lee en la “Introducción” del sobrino, “El 1 de febrero de 1887” su tío Edward Prendick (“un caballero particular”) zarpó del Callao (al parecer el puerto del Perú) a bordo del Lady Vain en calidad de pasajero; barco que “naufragó tras colisionar con un pecio cuando navegaba a 1° de latitud sur y 107° de longitud oeste”; y por ende el tío “había sido dado por muerto”. Según el sobrino, “El 5 de enero de 1888, es decir, once meses y cuatro días después” del naufragio del Lady Vain, su tío Edward Prendick “fue rescatado a 5° 3’ de latitud sur y 101° de longitud oeste en un pequeño bote cuyo nombre era ilegible, pero que al parecer perteneció a la desaparecida goleta Ipecacuanha. Su relato fue tan extraño que lo tomaron por loco.” 

    Vale adelantar que en el último capítulo de sus memorias, Edward Prendick dice que al tercer día de haber zarpado de la isla del doctor Moreau a bordo de ese bote del Ipecacuanha (con un comprensible aspecto de sucio salvaje y greñudo cavernícola delirante), “fue rescatado por un bergantín que cubría la ruta entre Apia y San Francisco.” Apia es el susodicho puerto de Samoa, isla de la Polinesia, en Oceanía; y San Francisco sin duda es el consabido puerto norteamericano de California. Pero Edward Prendick (especie de alter ego de H.G. Wells) regresó a Londres con cierta psicosis y muy misántropo y por ello, luego de una consecutiva terapia con un psiquiatra que durante varios años ha tratado de conjurar su fobia y sus esquizoides visiones (cuyos rescoldos no se apagan por completo y a veces brotan), concluye sus días terrenales viviendo en el campo (y no en Londres) distanciado de la gente y entregado a la lectura, a la experimentación química y a la observación de la bóveda celeste. Según apunta en el idílico y poético broche final de sus circulares memorias: “Me he alejado del caos de las ciudades y de las multitudes, y me paso el día rodeado de libros doctos, de ventanas llenas de luz en esta vida iluminada por las resplandecientes almas de los hombres. Veo a pocos extraños, y mi servicio doméstico es muy reducido. Dedico los días a la lectura y a los experimentos de química, y paso muchas noches claras en el laboratorio de astronomía. El brillo de las estrellas me produce, aunque no sepa cómo ni por qué, una sensación de paz y seguridad infinitas. Creo que es allí, en las vastas y eternas leyes de la materia, y no en las preocupaciones, en los pecados y en los problemas cotidianos de los hombres, donde lo que en nosotros pueda haber de superior al animal debe buscar el sosiego y la esperanza. Sin esa ilusión no podría vivir. Y así, en la esperanza y la soledad, concluye mi historia.”
   
H.G. Wells en Australia (1939)

Retrato en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993)
      El doctor Moreau, el propietario y mandamás de la isla, de “por lo menos un metro ochenta” de estatura y el pelo blanco, tiene por mano derecha y segundo de a bordo a un tal Montgomery, quien es el joven treintañero que propició el rescate de Edward Prendick cuando solitario, sin agua, inconsciente y moribundo iba a la deriva en un bote tras el naufragio del Lady Vain. Al descubrirlo en el vaivén del mar, el rubio Montgomery y el negroide M’ling, su raro ayudante, iban de regreso a la isla del doctor Moreau a bordo de la citada goleta Ipecacuanha, propiedad de John Davies, su alcohólico, melenudo y pelirrojo capitán, “tocado con una gorra blanca”. Montgomery pudo auxiliarlo y reanimarlo con inyecciones y brebajes porque estudió medicina en Londres (cinco aciagos años, dice, de “mala comida, alojamientos miserables, ropas raídas, vicios lamentables”). Pero tras llegar a las inmediaciones de la isla del doctor Moreau, Edward Prendick de nuevo estuvo a punto de convertirse en un náufrago a bordo del mismo bote del Lady Vain (que había sido remolcado y “estaba medio lleno de agua, sin remos ni provisiones”), pues el irascible, borrachín, racista y lépero capitán John Davies se negó a transportarlo en su goleta (al parecer se dirigía a Hawai) y el necio y egocéntrico doctor Moreau se opuso a darle refugio en la isla. No obstante, tras un breve lapso de terror a la deriva, la lancha de Moreau, bajo la persuasión de Montgomery, regresó por él; barcaza donde previamente fue acarreado el cargamento de provisiones y de animales que Montgomery y su ayudante traían en la goleta Ipecacuanha. Según le dice Montgomery a Prendick en ese episodio preliminar, el Ipecacuanha “Es un pequeño mercante que viene de Arica y Callao”, y que él viene de Arica, que es un puerto de Chile. Pero más tarde Prendick sabrá que en realidad retornaba de un puerto de África, a donde Montgomery iba una vez al año, y donde “Apenas se relacionaba con la gente en aquel pueblecito marinero de mulatos españoles.”
    Ya en la isla y a regañadientes, el doctor Moreau dispone que Prendick se hospede en la habitación de Montgomery (donde hay una tumbona, una hamaca y una estantería con “libros viejos, principalmente obras de cirugía y ediciones de los clásicos latinos y griegos”), que es un cuarto que introduce a un patio interior y luego al recinto de piedra donde el doctor tiene su laboratorio y realiza sus experimentos. Un lugar prohibido para Prendick y por ende la puerta que da al patio interior y que lleva a él debe estar siempre cerrada con llave; “es una especie de cámara de Barba Azul”, le dice Moreau. 
    Ni Montgomery ni Moreau le revelan ipso facto qué tipo de investigaciones realiza el doctor en ese secreto laboratorio. Ante sus interrogantes, Montgomery, pese a que le dice que la “isla es un lugar infernal”, trata de despistarlo y le responde con tonteras y evasivas. Pero Edward Prendick, ineludiblemente y desde que llegó, al unísono de los rugidos y aullidos del puma (traído en una jaula en el Ipecacuanha) que constantemente oye desde su cuarto, elucubra sobre las rarezas físicas de los grotescos y feísimos habitantes que pueblan la isla (casi todos con las manos malhechas, deformes e incompletas, y dizque incapaces de reír), empezando por el negroide M’ling, el feo ayudante de Montgomery (que tiene “las orejas puntiagudas y cubiertas de un vello fino de color marrón”), y por los “tres hombres vendados”, oscuros y extraños, que iban en la citada lancha del doctor Moreau, los cuales ayudaron con el acarreo de las provisiones y de los animales (el puma, una llama, seis perros, una veintena de conejos), que “Hablaban entre sí en tono gutural” y que a él le parece “una lengua extranjera”.
    Pronto el retintín del apellido del doctor lo traslada a diez años antes en Londres, cuando Edward Prendick era “un chaval” y Moreau “debía tener” “unos cincuenta años” y “era un eminente cirujano”, célebre por sus descubrimientos “sobre la transfusión de sangre” y su “investigación sobre tumores malignos”. Entonces, según dice, supo de él a través de un folleto, publicado por un editor sensacionalista, que incitó su expulsión de Inglaterra tras exponer ante la opinión pública, y frente a la ética y a los escrúpulos de la comunidad médica, la “crueldad desmesurada” de sus experimentos. Según evoca, el titular del folleto voceaba: “¡Los horrores de Moreau!” Y, dice, “El mismo día de su publicación, un pobre perro, desollado y mutilado, escapó del laboratorio de Moreau.” El caso es que Prendick, que aún ignora lo que ocurre en la isla, se pregunta: “¿Qué significaría todo aquello? Un vivisector de mala fama y esos hombres tullidos y deformes...” 
    Llega el momento en que Edward Prendick, que desde su cuarto no ha dejado de oír los terribles y desquiciantes alaridos del puma (parece que lo martirizan), tiene la certeza de que en el laboratorio “¡Estaban torturando a un ser humano!” Entonces cruza la puerta prohibida y en el patio ve que “Un aterrorizado galgo de caza gañía y se retorcía de dolor” y que “En el fregadero había sangre, sangre oscura, mezclada con sangre escarlata”. Y “Luego” [dice], a través de una puerta abierta, bajo la imprecisa claridad de la penumbra interior, vislumbré algo dolorosamente atado a una estructura, lleno de cicatrices, rojo y vendado.” 
 
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996)
        Aterrorizado, Prendick no tarda en suponer “que Moreau estaba practicando la vivisección con un ser humano” y que él es un cebado e inminente conejillo de Indias de “esos repugnantes canallas” (Montgomery y el doctor), y que “la isla sólo estaba habitada por los dos vivisectores y sus víctimas” (los grotescos y feos humanoides), y que algunas de ellas podrían ser obligadas a atacarlo. En su súbita huida del recinto, sólo lleva “una endeble estaca con un clavo en la punta, una ridícula parodia de maza”, que sin embargo no duda en emplear hasta que la pierde en una caída (ni tampoco duda en usar un revólver cuando lo tiene en su poder). No lleva alimentos ni agua y, pese a su formación biológica, desconoce “por completo la botánica”, por lo que no puede consumir “las raíces o los frutos que allí crecían”. Andando en la selvática floresta, se le acerca el Hombre Mono, o sea “la simiesca criatura que aguardaba a la lancha en la playa” cuando él llegó a la isla. Pese que el Hombre Mono habla con la legendaria y mítica torpeza de Tarzán y es “poco menos que idiota”, lo lleva a “las cabañas”, donde tiene su “casa” y hay comida.
     “Las cabañas” son en realidad una pestilente y oscura gruta donde los monstruos de la isla tienen sus guaridas. Según Prendick, “era un estrecho pasillo entre altas paredes de lava, con una abertura en su rugosa caída, y, a ambos lados, montones de palletes, hojas de palma en forma de abanico y cañas apoyadas contra la pared formaban un conjunto de impenetrables, toscas y oscuras madrigueras. El tortuoso sendero que ascendía por el barranco apenas superaba los tres metros de ancho y estaba cubierto de fruta podrida y otros desperdicios, lo que explicaba el desagradable hedor del lugar.” Pero el epicentro de ese reducto terrícola infestado de horrendas bestias es que allí se oficia, en la semioscuridad del semicircular hipogeo, un dogmático ritual que oficia “el Recitador de la Ley”, un supuesto “Hombre de Pelo Plateado”, es decir, un monstruo “cubierto de pelo gris, como un skye-terrier”, que habla con un “acento inglés” “asombrosamente correcto”. Prendick, como si estuviera preso en un campo de concentración enemigo, se ve obligado a repetir y a hacer la mímica de la “estúpida fórmula”; una cantinela que rezan y corean los miembros de la subterránea secta, mientras todos “se balanceaban hacia los lados, dándose con las manos en las rodillas”. Por ejemplo, repiten a capela: “No caminarás a cuatro patas: ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No sorberás la bebida; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” “No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?” Y a esa “larga lista de prohibiciones” (“demenciales, imposibles e indecentes”, que algunos quebrantan en secreto), añaden una especie de coda, un rezo donde rinden pleitesía y reconocimiento vocal a su tácito y todopoderoso Creador: “Suya es la Casa del Dolor.” “Suya es la Mano que crea.” “Suya es la Mano que hiere.” “Suya es la Mano que cura.” Y así, camuflado en la tribu (una parodia de etnia salvaje y cavernícola), atestigua las menudencias de esa extraña “ceremonia absolutamente demencial”. Según deduce allí, “Moreau, tras animalizar a aquellos hombres, había infectado sus cerebros enanos con una especie de deificación de sí mismo”. 
 
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996)
      Edward Prendick al parecer no se equivoca en lo segundo, pero sí en lo primero. Es decir, cuando Moreau logra acercársele en la gruta y más o menos lo apacigua y le empieza a explicar con latinajos sus razones y el intríngulis de sus experimentos, le aclara que esos seres monstruosos (que se asustan y controlan con el chasquido del látigo y a latigazos) no son humanos sino animales viviseccionados, sometidos en el laboratorio a “Un proceso de transformación en seres humanos”, algunos hechos con trozos de distintos ejemplares. Por ejemplo, el negroide M’ling (el servil, tontorrón y poco diestro ayudante de Montgomery) es “un cruce de mono y cabra”, que además “vive en una perrera detrás del recinto”; el Hombre Mono, orgulloso de sus cinco dedos e incontinente parlanchín con dos dedos de frente, es “un oso mezclado con perro y buey”; y la Osa-Zorra, maloliente y desagradable, es una “mezcla de zorro y osa”.
   Pese a que no confía en Montgomery y mucho menos en Moreau, tras esa primera aclaración y tras recibir el par de revólveres de sus anfitriones, Prendick accede a regresar al recinto, donde el doctor, quizá sólo para oírse a sí mismo, o para que lo entienda y se vuelva cómplice y auxiliar suyo, le hace un recuento de su ideario y de sus experimentos hasta el presente; es decir, según le dice: su praxis “Desde hace veinte años (contando los nueve que pasé en Inglaterra)”. Según Montgomery, quien dejó la Gran Bretaña desde hace once o diez años siguiendo a Moreau, éste “En total había creado casi ciento veinte Monstruos”, de los cuales en ese momento hay “poco más de sesenta”, “sin contar las monstruosidades menores que vivían entre la maleza y carecían de forma humana” (en su huida Prendick llega a ver “Tres extraños saltamontes de color rosa, grandes como gatos”). Pero el egocéntrico, intrínseco y megalómano objetivo de los experimentos del doctor Moreau él mismo lo resume y proyecta en una frase que le suelta a su inesperado huésped: “Esta vez acabaré por completo con el animal, esta vez haré una criatura racional de mi propia invención.” Que para el caso es el puma que llegó a la isla al mismo tiempo que Prendick y que tanto lo horrorizó al oírlo desde su habitación y más todavía al descubrirlo sanguinolento y con vendas en el secreto laboratorio. “Tengo esperanzas en ese puma: he trabajado intensamente en su cabeza y en su cerebro...”, le dice.
 
Fotograma de La isla del Dr. Moreau (1996)
       Tras el señalamiento que le hace Prendick de que “estos animales hablan”, Moreau alude con vaguedad “la ciencia del hipnotismo”. Pero todo indica que le miente cuando le informa que él no es la causa de que los monstruos se agrupen en las guaridas y que tengan una especie de sociedad y un credo al que llaman “la Ley”: “Son ellos quienes se marchan. Los echo cuando empiezo a descubrir en ellos al animal, y lo cierto es que se van allí. Temen esta casa [la llaman ‘la Casa del Dolor’] y me temen a mí. Lo que hay allí es una especie de parodia de la humanidad [...] Es asunto suyo. A mí me producen una terrible sensación de fracaso. No me intereso por ellas. Supongo que siguen las directrices del misionero canaca y llevan un remedo de vida racional, ¡pobres bestias! Hay algo a lo que llaman la Ley. Cantan himnos, construyen sus propias guaridas, recogen fruta de los árboles y arrancan hierbas; incluso se casan. Pero yo veo más allá de todo eso, veo el interior de sus almas y sólo encuentro el alma de las bestias, bestias perecederas, su cólera y el deseo de vivir y satisfacerse a sí mismas... Y sin embargo, son extrañas, complejas, como todo ser vivo. Hay una especie de creciente rivalidad entre ellas, parte vanidad, parte instinto sexual inútil, parte curiosidad inútil. El resultado es para mí una vana burla.” 
   Vale acotar que ese misionero de raza amarilla que Moreau menciona en su perorata, era —según le dijo a Prendick en ese mismo recuento—, uno de los seis canacas, ya fallecidos, que llegaron a la ínsula, “Hace casi once años”, con él y Montgomery: “una especie de misionero que le enseñó a leer” al primer hombre que Moreau creó en la isla con un gorila, “o al menos a deletrear, y le inculcó ciertos conceptos morales básicos. Pero, al parecer, las costumbres de la bestia dejaban mucho que desear.”  
(Sur, Buenos Aires, 1952)
   En este sentido, vale observar que el dogmático, impositivo y totalitario credo de “la Ley”, además de proveerles de cierta socialización y cohesión grupal y de someter a los sectarios miembros de la horda a una especie de reglamentaria lobotomía en la que los monstruos apelan a una supuesta naturaleza humana que debe prevalecer en ellos sobre su intrínseca y salvaje animalidad, resulta, a todas luces y como lo observó Prendick, una especie de deificación que Moreau hizo de sí mismo, pues en el rito y en sus versículos lo adoran y deifican a él y no a otro; por ende, esa parodia de subterráneo culto judeocristiano y de hilarante parodia de tabla mosaica que recitan, danzan y percuten los monstruos en la oscuridad del semicircular hipogeo, no parece ser el producto de un proceso de enseñanza-aprendizaje inculcado por un bienintencionado misionero canaca, sino un híbrido y malévolo implante dizque humanizante y civilizatorio (pergeñado y acuñado para ejercer el dominio ideológico y la manipulación de la conducta) de un locuaz diosecillo bajuno o demiurgo menor idéntico al doctor Moreau, aspirante a monarca absolutista de su propia distopía y pretendido semidiós creador de su propia especie y progenie (no en vano Borges refleja ese oscuro y sectario culto en un corrosivo espejo: “conventículo de monstruos sentados que gangosean en su noche un credo servil es el Vaticano y es Lhasa”, y es el yihadista DAESH, añadiríamos ahora), más aún si se recuerda que Moreau le revela a Prendick en esa sesión explicativa: “Además, soy un hombre muy religioso, Prendick, como ha de ser todo hombre en su sano juicio. Puede que yo crea haber visto más caminos del Hacedor que usted, porque he seguido Sus leyes, a ‘mi manera’, durante toda mi vida, mientras que usted, según tengo entendido, se ha dedicado a coleccionar mariposas. Y le aseguro que el placer y el dolor no tienen nada que ver con el cielo o el infierno. ¡Placer y dolor! ¿Qué son sus éxtasis teológicos sino las huríes de Mahoma, pero en la oscuridad? Esta reserva de hombres y mujeres agredidos por el dolor y el placer, Prendick, llevan la marca de la bestia, la marca de la bestia de la cual proceden. ¡Dolor! El dolor y el placer serán para nosotros una característica sólo mientras nos movamos entre el polvo...”
   Apenas “siete u ocho semanas” (o “quizá más”) después de la llegada de Edward Prendick a la isla ocurre la sonora “catástrofe” que trastoca de raíz los cimientos del entorno. El torturado, tumefacto y sanguinolento puma rompe los grilletes y escapa del recinto. En la violenta huida, Prendick queda con un brazo roto. Y poco después él y Montgomery descubren los restos mortuorios de la bestia y del doctor Moreau. Para que no cunda el caos ante la pérdida de Moreau, Prendick, como si fuera el pitoniso de huitlacoche o el visionario profeta del nopal que vislumbra en un islote el águila devorando una mazacuata prieta, proclama ante los crédulos monstruos que presencian el hallazgo de los restos del supuesto patriarca: “¡Hijos de la Ley! ¡Él ‘no’ ha muerto!” “Ha cambiado de forma. Ha cambiado de cuerpo”. “Durante algún tiempo no lo veréis. Está... allí” (señala “hacia lo alto” con su dedo flamígero), “y desde allí os vigila. Vosotros no lo veis, pero Él sí os ve a vosotros. ¡Respetad la Ley!”. El caso es que parece que los supersticiosos monstruos le creen, entre ellos el Recitador de la Ley, quien nombra a Prendick con pensamiento bíblico: “Hombre que camina por el mar”. Y esto parece el preludio de una época en la que él o Montgomery o algún monstruo representará la reencarnación o el glorioso regreso del soberano y diosecillo bajuno que ve y manda desde lo alto empuñando el cetro del poder y restallando su todopoderosa voz de trueno. Pero tal cosa no sucede y más bien se torna el preámbulo de la degradación y fin de la delirante invención de Moreau. 
   Montgomery, afectado desde el principio por su dipsomanía, escepticismo y apego a ciertos monstruos (e incapaz de huir de la isla, de sí mismo y de Moreau), no resulta nada razonable. Y en medio de una francachela con un grupo de monstruos que prueban los efectos del coñac que les brinda, organiza en la playa la quema del par de lanchas que hay en la ínsula, previendo y frustrando la posibilidad de que Prendick se fugue. Al salir precipitadamente hacia la hoguera en la playa, Prendick vuelca una lámpara sobre unos baúles, cuyas llamas provocan el incendio y destrucción de todo el recinto. Cerca de la fogata donde arden los tablones de las lanchas, Prendick ve el cuerpo degollado de M’ling; mientras Montgomery, tirado bajo el cadáver del Recitador de la Ley, agoniza y fallece con las garras de éste en el cogote. 
 
DVD de La isla del Dr. Moreau (1996)
       Látigo en mano y gritando recriminaciones, postraciones, amenazas y órdenes a mansalva (“¡Saludad!”, “¡Inclinaos ante mí!”) de nuevo parece que Prendick será el nuevo califa y barrigón reyezuelo de la isla de los monstruos. “El Maestro y la Casa del Dolor volverán otra vez. ¡Ay de aquel que quebrante la Ley!”, les amaga. Y si bien al inicio de ese período se le acerca un Hombre Perro (San Bernardo) que lo llama “Maestro” y se declara su fiel “esclavo” y lo tilda con un pensamiento mágico semejante al palimpsesto bíblico que le endilgara el Recitador de la Ley: “¡oh tú que caminas sobre las aguas!”, también reaparece, en el selvático y agreste escenario, un quebrantador de “la Ley” (¡oh Judas!), el feroz, peligroso, ágil y ovijerde Hombre Leopardo, que no reconoce su pretendida autoridad y por ello lo confronta y se convierte en su latente peor enemigo. Para protegerse y resguardarse, Prendick se va con los monstruos a subsistir en las guaridas del hediondo barroco.
    Según apunta Edward Prendick, “Así empezó el período más largo de mi estancia en la isla del doctor Moreau”; “diez meses que pasé en compañía de aquellas bestias semihumanas”. Sin embargo, no todo el tiempo estuvo confinado en las guaridas, ni se convirtió en el dictadorzuelo resucitado del “más allá”, ni en el nuevo revelador y recitador de “la Ley”. Paulatinamente los monstruos, todos con consubstanciales deficiencias mentales, perdieron su capacidad de hablar a la Tarzán (quizá les faltaba el “educativo” tratamiento hipnótico en dosis precisas y controladas) y poco a poco se fueron animalizando. Se convirtieron en monstruosos animales muy peligrosos para él (carnívoros y promiscuos) y por ende abandonó las pestilentes guaridas. Incluso olvidaron “el arte del fuego y sentían hacia él un renovado temor”. Lo cual le sirvió para protegerse, convertido ahora en un solitario fugitivo atrapado en una isla infestada de fieras salvajes (su fiel San Bernardo, ya sólo perro, muere en un ataque del Hombre Leopardo); un sigiloso y camuflado cavernícola que dormía de día y andaba alerta cada noche, pues según dice, cuando “No debían quedar más de veinte carnívoros”, “Casi todos pasaban el día durmiendo, y la isla le habría parecido desierta a cualquier recién llegado; pero de noche el aire se poblaba de gritos y aullidos.”
 
The Island of Dr. Moreau (London, 1896)
        Durante esos diez meses de pesadilla no dejó de otear y escudriñar el océano ni de suponer que algún navío podría rescatarlo. Por ello solía mantener el fuego de una fogata para que el humo diera visos de su presencia en la pequeña ínsula. También “Confiaba en el regreso anual del Ipecacuanha, pero nunca llegaba.” Pues Montgomery, a bordo de esa astrosa goleta (“cascarón”, la llamó), “Sólo una vez al año iba a África para negociar con el agente de Moreau, tratante de animales.” Pese a su torpeza manual, carencia de materiales y de herramientas e ignorancia de la carpintería, dos veces intentó construirse una balsa. La primera vez que lo logró, su “falta de sentido práctico” se hizo evidente porque la armó “a más de un kilómetro del mar, y antes de poder arrastrarla hasta la orilla se había hecho pedazos”. Pero su siempre anhelada salvación llega el sorpresivo día en que “Hacia el sudeste” atisba una vela (un intenso episodio contado con la detallista maestría, amena y visual, que distingue lo mejor de la narrativa de H.G. Wells, entre la que figura La isla del Dr. Moreau). Tras una noche en que trabaja sin descanso para mantener el fuego de una fogata que lo haga visible, cuando ya está cerca el bote que divisó el día anterior, ve que “Había dos hombres a bordo, uno en la proa y otro en el timón.” Prendick se agita con saltos y movimientos y se desgañita para que lo oigan y lo vean. Pero nada ocurre. Los hombres permanecen inmóviles y la barca va a la deriva, como en zigzag. Así que espera a que la corriente la arrastre hasta la arena. Según dice, “Los hombres que la ocupaban estaban muertos, llevaban muertos tanto tiempo que se cayeron a pedazos cuando intenté desembarcarlos. Uno de ellos tenía una melena roja como la del capitán del Ipecacuanha, y en el fondo del barco había una gorra blanca, muy sucia.” 
   
H.G. Wells con su primer traje de etiqueta (enero, 1895)

Retrato y pie en H.G. Wells. Aspectos de una vida (Circe, 1993)
      Esa errante barcaza con dos muertos (que evoca el barco errante repleto de hediondos cadáveres que atisba el náufrago Arthur Gordon Pym) es el bote que le sirve a Edward Prendick para irse por fin de la isla con un barril de agua y navegar “a la deriva durante tres días” con su pinta de esmirriado, greñudo, mugroso y loco troglodita, hasta que lo rescató el susodicho “bergantín que cubría la ruta entre Apia y San Francisco”.


Herbert George Wells, La isla del Dr. Moreau. Traducción del inglés al español y notas de Catalina Martínez Muñoz. El libro de bolsillo (L94), Alianza Editorial. 2ª edición. Madrid, 2014. 192 pp.