¡Nada se parece tanto al infierno
como un matrimonio feliz!
(Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995) |
Gabriel García Márquez |
Lo primero que se oye en el escenario, incluso antes de la tercera llamada, es el ruido de una vajilla que está siendo rota y hecha añicos con cierto júbilo, pero también con “una rabia inconsolable”. Los cacharros, los no siempre sacros recipientes de un ritual cotidiano, casi sobra decirlo, son los depósitos donde día a día se cocinan, se sirven y paladean los humores que pueden atemperar los afectos y las rutinas domésticas y familiares. Así, el destrozo implica el amargo sazón de un resquebrajamiento irremisible, de un perentorio exterminio.
Tal preludio es puntualizado con la primera y lapidaria frase que a sí misma se dice y vocifera Graciela ante un maniquí (el marido) que siempre permanecerá sentado e inmóvil leyendo el periódico, sumergido en la más negra, abyecta, sorda y ciega indiferencia: “¡Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz!” Así, todo lo que ocurre en la obra (flashbacks a episodios del pasado y retornos al presente) le da sentido a tales actitudes y palabras; constata los matices y fisuras de ese solitario averno e infelicidad doméstica que a luz pública se exhibe de otra manera, aunque no engañe la mirada de basilisco de ningún carroñero lobo ni de ninguna vieja cabra. Por ejemplo, Graciela recuerda: “Las revistas de comadres van a publicar que hemos pasado todo el día celebrando las bodas de plata en la cama.” De ahí el ambiguo matiz del claustrofóbico encierro en la rutilante jaula de oro: ¿sola con un fantasma inasible o con alguien de cuerpo presente que ignora el estiércol y el miasma de su neurótico y solitario parloteo?
Si el cúmulo de quejas, resquemores y resentimientos que monologa la protagonista, representan una serie de variaciones sobre consabidos y domésticos clisés, el juego escénico propuesto en el libreto, si está bien trazado, tampoco escapa a ciertos cánones dramatúrgicos y escenográficos. Son los casos en los que se va del presente al pasado y viceversa. En tales instantes de transición, la actriz mueve objetos apoyada por la móvil utilería y por la tramoya y por otros elementos que pueden ser la música, sus palabras, su canto o la sombra ausente de un criado. O cuando la iluminación enfoca ciertos ángulos del escenario o simplemente cuando la actriz habla ante el supuesto espejo, que es un marco hueco a través del cual da la cara al público como si en realidad estuviera observando sus rasgos y gestos.
Borges decía que la memoria es una forma del olvido, en el sentido de que lo que uno recuerda o elige recordar va siendo trastocado por ciertas vivencias (que pueden ser circunstanciales o convenencieras). Graciela se habla a sí misma, parece sincera ante sí, que dice la verdad y nada más que la verdad. Pero el lector ¿tiene que creerle al pie de la letra? ¿No se estará engañando a sí misma con un fardo de mentiras y de complejos y culpas que ha terminado por retorcer y creer para justificar y matizar su soledad y fracaso?
Esta fémina, amasijo de contradicciones, dibuja para sí una variante del consabido mito de la mujer que ama demasiado y pese a todo: por amor se entregó virgen al hombre de su vida y en contra de los atavismos y prejuicios familiares, por amor lo ayudó a conseguir un empleo, por amor aceptó acercarse a la casa de los padres de él, por amor ha resistido vejaciones, que mil veces la engañe con otras, especialmente con una mujer que le quita el sueño y la hace sobrevivir masacrada y corroída por los celos, y que es la querida con la que al parecer el marido tiene un rebaño de bastardos bajo la férula de un esposo postizo comprado por él. Sin embargo, Graciela siempre fue más fiel que un perro apaleado, nunca lo coronó con nadie, pese a que pudo hacerlo y a que ahora colige y apostrofa: “hay un momento de la vida en que una mujer casada puede acostarse con otro sin ser infiel”. Así, además de primera actriz y heroína de sí misma, es siempre la eterna víctima del villano y malvado de su cónyuge, cuya riqueza e influyentes nexos translucen las sucias complicidades con los hombres del dinero y del poder.
Gabriel García Márquez |
Pese a que nunca confiesa que no se le borran las macbethrianas manchas de las neuróticas manos, se sirvió con la cuchara grande: disfrutó la rancia posición de los Jaraiz de la Vera, los puercos vínculos, simulaciones y haberes de su marido; allí están las elocuentes joyas familiares en el cofre del tesoro, un botín de pirata, que si las arroja por la taza del retrete, las había atesorado para otros rutilantes y exhibicionistas fines; se transformó en una culta dama con cuatro doctorados, dos maestrías y dos lenguas extranjeras; y durante años se consoló con la para nada modesta ilusión “de una casa de reposo frente al mar”, donde, casi una reina, se iría a vivir “lejos de tanto horror”, seguida por la cohorte de demiurgos menores y diocesillos bajunos que para ella son sus hombres de letras.
Sin embargo, parece que está harta de ese sainete de cartón y oropel, que después de 25 años de matrimonio el estallido de la loza son los añicos y el saldo de la mala inversión de su vida. Haciendo agua en la pestilente charca de su derrota y escepticismo, las relaciones entre la gentezuela donde se mira y mueve le resultan un asco. Así, la androfobia con que una y otra vez sataniza y vapulea a su marido no es más que un indicio del miasma, a punto de reventar, que aún la atosiga y refleja con la fidelidad de un espejo: “No te aguanto más a ti travestido de manola, con la cara pintorreteada y la voz de retrasada mental cantando la misma cagantina de siempre”.
Pese a todo, según ella, tiene esperanza de rehacerse, de encontrar un hombre que la ame de verdad, aunque en el idilio que visualiza sólo habla de sexo, como si el sexo lo fuera todo y eterno, la piedra angular de la comunión afectiva, intelectual y doméstica. Si quizá esto es un espejismo, el último manotazo de ahogada, el vituperio moraloide con que flagela a su marido implica su propia autoflagelación e ineludible autocensura y condena. En este sentido, cuando literalmente (y como no queriendo, casi como un descuido) le prende fuego y lo sentencia a la hoguera de la eterna consumación, el lector puede entrever que esas llamas también la rozan y la tocan y quizá la envuelvan y la lleven a la extinción definitiva.
Gabriel García Márquez |
Gabriel García Márquez, Diatriba de amor contra un hombre sentado. Grijalbo Mondadori. Barcelona, 1995. 88 pp.