El primer libro que García Márquez publicó en México
I de III
Reza la leyenda (y algunos biógrafos) que Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014), con su esposa Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) y su hijo Rodrigo (Bogotá, agosto 24 de 1959) arribaron a la Ciudad de México “el domingo 2 de julio de 1961”, día que se suicidó Ernest Hemingway y por ende el primer artículo que publicó en el país mexicano fue sobre éste: “Un hombre ha muerto de muerte natural”, aparecido “el 9 de julio de 1961” en el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades, compilado en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984), cuyo copyright data de 1991. A mediados del mes anterior, tras la salida de Gabo de Prensa Latina (la agencia cubana infestada de obtusos comunistas) la pequeña familia, con escasos recursos, había partido de Nueva York viajando en autobús hasta Laredo, Texas. Según dice Gerald Martin en Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, Colombia, 2009), además de los visos racistas en contra de los negros y de las comunidades negras en el ámbito geográfico que nutrió la narrativa de William Faulkner, “En Montgomery, Mercedes y Gabo perdieron una noche de sueño porque nadie quería alquilar una habitación a unos ‘sucios mexicanos’” y en Nueva Orleáns recogieron un giro enviado por Plinio Apuleyo Mendoza desde Colombia, con el que buscaron “comer caliente” y “como Dios manda”. "Gabo poco después de su llegada a México" Foto incluida en Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013), de Plinio Apuleyo Mendoza. |
Sobre tal travesía apunta Gabo en “Regreso a México”, artículo fechado “el 26 de enero de 1983”, reunido en Notas de prensa (ídem):
(Diana, México, 2003) |
Luego de Laredo viajaron en tren hasta la Estación Buenavista, donde los esperaba Álvaro Mutis (Bogotá, agosto 25 de 1923-Ciudad de México, septiembre 22 de 2013)), quien los auxilió para instalarse en la capital mexicana y quien a Gabo le brindó los contactos para sus primeros empleos y escarceos con el cine.
(Ficción núm. 19, UV, Xalapa, octubre 20 de 1960) |
(Ficción núm.. 1, UV, Xalapa, marzo 25 de 1958) |
(Alfaguara, Madrid, 1997) |
“Entonces Mutis pensó que contra el síndrome de México sólo había una terapia definitiva: llevárselo al Caribe, a Veracruz, [al puerto] a que respirara el olor de la guayaba.
“Con el pretexto de entregarle a Sergio Galindo en Jalapa los originales de Los funerales de la Mamá Grande, se fueron un sábado por la mañana en el Ford rojo de Mutis, llevando por escudero a Francisco Cervantes [1938-2005], un joven poeta de veintitrés años que recibió en ese viaje su bautizo marino y para quien García Márquez pedía a gritos, eufórico desde la ventanilla del copiloto, que abrieran paso, carajo, ‘que llevamos una virgen del mar’.
“Tal como lo había previsto Mutis, el milagro se operó efectivamente en Veracruz, frente al mar hechizado de la infancia del novelista, pues éste, feliz y tras haber probado el chile bravío [el chile jalapeño] en una comida con el gobernador [Antonio Modesto Quirasco], se sacó la solitaria que llevaba dentro y le confesó: ‘Si existe Veracruz, si aquí también se puede hablar caribe, entonces yo me quedo en México. No hay ningún problema’. Y se quedó. Aquí plantaría sus árboles, criaría sus hijos [Gonzalo, su segundo y último hijo nació en México el 16 de abril de 1962] y escribiría la más inmortal de sus novelas, dando el salto definitivo hacia la fama y la gloria universales.”
(Editorial Sudamericana, Buenos Aires, mayo 30 de 1967) |
Pero el primer libro que Gabriel García Márquez publicó en México fue Los funerales de la Mamá Grande, su tercer libro y su primer libro de cuentos, impreso en abril de 1962 con el número 34 de la serie Ficción de la Universidad Veracruzana y con un tiraje de dos mil ejemplares, dedicado Al cocodrilo sagrado (Mercedes Barcha Pardo).
Vale recordar que su primer libro, la novela La hojarasca, fue impresa en Bogotá, “en mayo de 1955”, por Ediciones S.L.B. y tuvo escasa circulación. Y algo parecido sucedió con su segundo libro, la novela El coronel no tiene quien le escriba, impresa en Medellín, en “septiembre de 1961”, por Aguirre Editor. Y según dice Gerald Martin en su citada biografía, fue hasta abril de 1962, cuando Gabo, en México, vio y recibió los primeros ejemplares de El coronel, mes en el que con La mala hora ganó, en Colombia, el “Premio ESSO de Novela 1961” (“tres mil dólares”, que le sirvieron para comprarse su célebre Opel blanco y para pagar los gastos del nacimiento de su hijo Gonzalo).
La mala hora (la legendaria novela de los pasquines iniciada en París, en 1956, en el cuartito del séptimo piso del Hotel de Flandre de la rue Cujas del Barrio Latino, el mismo donde escribió El coronel) fue su cuarto libro publicado y según anota Dasso Saldívar: “La primera edición de Madrid se hizo el 24 de diciembre de 1962 en los talleres de Gráficas de Luis Pérez.” Pero con unas meteduras de pata que disgustaron al autor y por ende en la edición que Ediciones Era hizo en México, en “abril de 1966”, Gabo la precedió con una “Nota a la primera edición” que a la letra dice:
“La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora.”
(La Oveja Negra, 3a. ed. colombiana, Bogotá, junio de 1980) Edición sin la "Nota a la primera edición" firmada por Gabo en 1966. |
Cabe recordar que si bien la primera edición en libro de El coronel es la editada en Medellín, por Aguirre Editor, en “septiembre de 1961”, hubo una edición anterior hecha sin la autorización de Gabo, la cual, según lo consigna Mario Vargas Llosa en la “Bibliografía” de García Márquez: historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971), apareció en Bogotá en el número 19 de la revista Mito, correspondiente a “mayo-junio de 1958”, de la página 1 a la 38.
(Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971) |
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II de III
Los comentaristas, críticos y biógrafos de Gabriel García Márquez suelen brindar visos y minucias de que su narrativa anterior a la génesis de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) es un ejercicio preparatorio que se encamina a esa apoteósica y central “novela donde ocurre todo”, “que, como en el caso del Quijote, partiría en dos la historia de la narrativa en lengua castellana”. En una carta fechada el “22 de julio de 1967” que Gabriel García Márquez le escribió a su colega y compadre Plinio Apuleyo Mendoza, insertada en Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013), el hijo del telegrafista de Aracataca le dice:
(Ediciones B, Barcelona, febrero de 2013) |
(Debate, Colombia, 2009) |
Sepa esto o no, el lector de los 8 cuentos que reúne Los funerales de la Mamá Grande puede observar las interrelaciones con obras anteriores y posteriores a Cien años de soledad —descuella el caso de La mala hora, de la cual se desgajaron los cuentos, como también fue el caso de El coronel no tiene quien le escriba— y que los consabidos marcos geográficos que subyacen y gravitan en ellos son Macondo (Aracataca) y el anónimo pueblo con un puerto fluvial (Sucre).
(La Oveja Negra, 3ra. ed. colombiana, Bogotá, mayo de 1980) |
En “Un día de estos”, el segundo, “don Aurelio Escobar, dentista sin título y buen madrugador” —quien atiende a sus pacientes en su elemental y pobrísimo gabinete de rancho—, en el hosco, moroso y perentorio trato que le brinda al alcalde, quien luce una mejilla hinchada por un absceso y sin afeitar —variante con el que aparece en El coronel y en La mala hora—, transluce el cruento abuso del poder que éste ejerce en ese anónimo pueblo cuyo modelo real es Sucre, que también lo es en el tercer cuento: “En este pueblo no hay ladrones”, que tiene la particularidad de haber sido adaptado al cine en la homónima película, de 1964 , dirigida por Alberto Isaac (1923-1998) —con guión de éste y Emilio García Riera (1931-2002)—, en cuyo elenco, además de que García Márquez hizo el fugaz papel del boletero del cine del pueblo, descuellan notables figuras de la cultura: el actor (y luego cineasta) Julián Pastor encarnó a Dámaso (el tontorrón galán que se peina a la Jorge Negrete) y la bailarina Rocío Sagaón personificó a su embarazada mujer que lavando ajeno lo sostiene y lo provee de sus cajetillas de cigarros; Juan Rulfo y Carlos Monsiváis aparecen de jugadores de dominó; Leonora Carrington se ve entre los fieles de la inglecita donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; el pintor José Luis Cuevas es un jugador de billar; Emilio García Riera, crítico e historiador del cine mexicano, es un experto en billar; la periodista y narradora María Luisa la China Mendoza es una cabaretera; el actor Héctor Ortega es el mesero gay, amanerado y algo cómico; Luis Vicens, amigo de Gabo desde la época del Grupo de Barranquilla —quien participó en el legendario corto La langosta azul (1954), rodado en Playas de Puerto Colombia, Barranquilla—, caracteriza a don Ubaldo, el dueño del changarro donde Dámaso se roba las bolas del billar. El papel de Gabo como custodio de la entrada y boletero de cine evoca el supuesto rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su intento de estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (soñaba con convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró figurar dizque de “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), pese a que el filme data de 1954 y Gabo aún estaba en Bogotá trabajando como reportero de El Espectador. Pero Gabriel García Márquez, cita Dasso, no pudo acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme en la que también actúan Marcello Mastroianni y Vittorio De Sica, pues su chamba dizque “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.
José Luis Cuevas en el papel de un jugador de billar, fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964) |
Abel Quezada y Juan Rulfo y tomando cerveza. Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964) |
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964) |
Y en “La viuda de Montiel”, el quinto cuento, el temido y ricachón cacique José Montiel (quien, confabulado con el alcalde, hizo su vertiginosa e inmensa fortuna con asesinatos y latrocinios toleraros por la dictadura que impera en el país) acaba de morir “en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido”. Para las honras fúnebres, a las que casi nadie asiste (sólo estuvieron “sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal”), su hijo no abandona el consulado en Alemania ni su par de hijas se distancian de la vida dulce y regalada en París (no regresan a ese “país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas”). Es así que ya muerto José Montiel y sin la amenaza coercitiva que ejercía sobre los habitantes del pueblo, los acumulados caudales de la extensa hacienda de su propiedad empiezan a perderse (y luego a ser saqueados): “Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito.”
Transcurridos dos años, la viuda de Montiel tiene en su dormitorio una visión onírica donde el fantasma de la Mamá Grande (protagonista del último de los 8 cuentos y quien también aparece en Cien años de soledad) le revela el instante de su muerte:
“La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
“—¿Cuándo me voy a morir?
“La Mamá Grande levantó la cabeza.
“—Cuando te empiece el cansancio del brazo.”
Vale recordar que “La viuda de Montiel” —con detalles y variantes extraídos de La mala hora— es el cuento en que se basó la película homónima, de 1979, dirigida por el chileno Miguel Littin, con guión de éste y José Agustín, rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, cuyo estreno mundial se sucedió en el Ágora de la Ciudad, en la capital veracruzana. En su reparto figuran: Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel), Nelson Villagra (José Chepe Montiel), Ernesto Gómez Cruz (el señor Carmichael), Katy Jurado (la Mamá Grande), Pilar Romero (Hilaria) y Alejandro Parodi (el alcalde), entre otros.
Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin durante el rodaje del filme La viuda de Montiel (1979). |
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III de III
En “La viuda de Montiel”, el quinto cuento de Los funerales de la Mamá Grande (UV, Xalapa, 1962), descuellan las menudencias, exageraciones y detalles (maravillosos o insólitos) que caracterizan el reputado y consabido realismo mágico garciamarquiano. Y lo mismo ocurre, pero con más caudal y énfasis, en “Un día después de sábado”, el sexto cuento, en donde además refulgen las pinceladas barrocas, como es el caso del sonoro y rimbombante nombre del sacerdote Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, con 94 años de edad y tres décadas de vivir en ese pueblo que sin duda es Macondo (cuyo intrínseco modelo es Aracataca), ya abandonado por la fiebre del banano y por la hojarasca que llegó y se fue con ella, pues, además de que su solitario y polvoriento hotelito tiene una tablilla que reza “Hotel Macondo”, el cura, enfundado en su “sotana blanca y averiguada con grandes remiendos cuadrados”, día a día, desde hace tiempo, se acomoda en un escaño de la solitaria estación del ferrocarril a la hora en que éste llega (y casi enseguida se marcha sin que nadie o casi nadie baje o suba), que es “la hora en que resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta”.(Col. Índice, Sudamericana, Buenos Aires, 1967) Ejemplar del acervo bibliográfico de Germán Dehesa resguardado en la USBI Xalapa de la Universidad Veracruzana. |
Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo |
A tales vínculos con Cien años de soledad, se añade el hecho de que el cura Antonio Isabel, nonagenario y algo senil (no puede recordar si en el Apocalipsis se habla de la “lluvia de pájaros muertos”), subsiste ante el descrédito de la mayoría de los fieles por haber dicho en el púlpito que vio al diablo. Así, cuando en la misa del domingo vocifera que vio al Judío Errante (que también figura en Cien años de soledad), se dictamina que perdió el juicio. Y así parece, pues además de otros visos, al monaguillo que recaudará las limosnas le ordena decir que “es para desterrar al Judío Errante” y que luego le entregue el dinero el joven forastero “que estaba solo al principio” diciéndole “que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo”.
Un sombrero que no necesita ese joven fuereño que el sábado viajaba en el tren amarillo rumbo a la capital y que al ver al sacerdote “Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel”. Y se bajó sólo para alimentarse. Pero mientras comía en el Hotel Macondo, el tren se fue con “el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación” de su madre agobiada por el reumatismo tras 18 años de ser la maestra en la escuelita de Manaure (“cuatro paredes de barro y cañabrava”). Su madre le acaba de regalar el sombrero por sus 22 años y es tan ingenuo que nunca antes había visto la luz eléctrica; y “la palabra ‘jubilación’” la interpreta “en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.”
“Rosas artificiales”, el séptimo cuento, se sucede en la humilde casa de un pueblo (que sin duda es el anónimo pueblo con un puerto fluvial, lo revela La mala hora) donde viven tres mujeres devotas: Mina, una joven enamorada en secreto y que así ha estado escribiendo cartas a un amor platónico e imposible; su esquiva madre y la abuela ciega, pero con la capacidad de auscultar y ver el entorno con el oído, la lógica y el corazón. Allí, Mina, auxiliada por Trinidad, “experta en el rizado de pétalos”, confecciona pedidos de rosas urdidas a mano. El toque extraño o maravilloso lo rubrican los ratones que durante la noche cayeron en las trampas de la iglesia y que Trinidad lleva en una caja de zapatos y que terminan en el excusado.
“Los funerales de la Mamá Grande” es el octavo y último cuento del libro. Y en él se narra el deceso y las apoteósicas pompas fúnebres de esa legendaria matrona, “virgen y sin hijos”, “soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes de septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”, cuyo retintín (se apuntó en la segunda entrega de la nota) aparece en Cien años de soledad.
Gabriel García Márquez coronado con Cien años de soledad (1967) |
A estas alturas del libro y de la nota, casi resulta tautológico volver a observar que ciertos personajes de la obra garciamarquiana aparecen en varias narraciones en circunstancias idénticas o parecidas. Y así ocurre con el sacerdote Antonio Isabel, nonagenario y senil en “Un día después de sábado”, pero ligero y caminando por su propio pie. En “Los funerales” es casi centenario y senil también, pues habla solo; pero ahora es un tremendo obeso, de modo que se necesitaron diez hombres para llevarlo “desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones”. Y por ende también fueron diez hombres los que tuvieron que “subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volver a subirlo en el minuto final” de la extremaunción.
El cuento casi concluye con el carnavalero festín popular (“40 grados a la sombra”), autorizado por “el presidente de la República”, con que se celebran los funerales de la Mamá Grande: “En las calles congestionadas de ruletas, fritangas y mesas de lotería, y hombres con culebras enrolladas en el cuello que pregonaban el bálsamo definitivo para curar la erisipela y asegurar la vida eterna; en al placita abigarrada donde las muchedumbres habían colgado sus toldos y desenrollado sus petates, apuestos ballesteros despejaron el paso a la autoridad [...]”
Colección Los Premios Nobel (Ediciones Orbis, Barcelona, 1982) |
“Hasta los veteranos del coronel Aureliano Buendía —el duque de Marlborough a la cabeza, con su atuendo de pieles y uñas y dientes de tigre— se sobrepusieron a su rencor centenario por la Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar al presidente de la República el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía sesenta años.”
Así, tampoco pasan por alto el guiño a “los mamadores de gallo de La Cueva” (presentes en los funerales), que implícitamente celebra al Grupo de Barranquilla (Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Alejandro Obregón, “literalmente vertebrados”, dice Dasso Saldívar, “por los veteranos escritores José Félix Fuenmayor y Ramón Vinyes, ‘el sabio catalán’ de Cien años de soledad”), los cofrades con quienes Gabo, “en diciembre de 1949”, empezó a hacer vida bohemia y quienes originalmente son los destinatarios de la famosa frase: “Escribo para que mis amigos me quieran más”; y por ende, Álvaro, Germán y Alfonso también son aludidos en El coronel y en Cien años.
Según anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), “‘Mamar gallo’, de donde vienen ‘mamagallismo’ y ‘mamagallista’, es una expresión popular, de uso corriente hoy en toda Colombia, que designa el particular sentido del humor de los habitantes de la Costa Atlántica. En general, suele usarse como sinónimo de tomar el pelo, pero en términos garciamarquianos ‘mamar gallo’ es el humor fino, carente de mal gusto, es, como lo ha precisado el mismo García Márquez, ‘entrarle a las cosas más serias, más fastidiosas, como ni no las estuviéramos tomando en serio por miedo a la solemnidad’. ‘Mamar gallo’, según algunos etnolingüistas, es una expresión procedente de Venezuela, y parece que tiene su origen en la costumbre de los galleros de mamar o chupar la cresta de los gallos. También significa en algunas regiones colombianas acariciar o besar [o chupar] la vulva de la mujer.”
Gabriel García Márquez, Los funerales de la Mamá Grande. Colección Ficción núm. 34, Universidad Veracruzana. Xalapa, abril de 1962. 152 pp.
Enlace al papel de Gabriel García Márquez en la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
Enlace al papel de Luis Buñuel (el cura) en el filme En este pueblo no hay ladrones
Enlace a la voz de Gabriel García Márquez leyendo un pasaje de Cien años de soledad (1967)