La Estatua de la Libertad y el ángel caído
Paul Auster |
Inscripción en la Estatua de la Libertad |
Se ignora si lo mataron o se mató.
Peter Aaron se halla en la cabaña-estudio de una casona de campo en Vermont. Ese 4 de julio de 1990 y tras la visita de dos agentes del FBI que encontraron su número telefónico de Nueva York en los restos de los bolsillos de Benjamin Sachs, ha decidido escribir una especie de reporte destinado a esclarecer posibles confusiones en relación al pasado y a las actividades de su difunto amigo.
Sin embargo, el relato de Peter Aaron no es una suma de datos: un sobrio informe destinado a la policía, ni un testimonio que desembrolle el trasfondo psicológico, ideológico, anarca y político que llevó a Benjamin Sachs a convertirse en El fantasma de la Libertad, un clandestino y solitario rebelde que desde el 16 de enero de 1988 se dedicó, en distantes puntos de los Estados Unidos, a colocar bombas en las réplicas de la Estatua de la Libertad, siempre teniendo el cuidado de no poner en peligro la vida de nadie; y cuyas detonaciones y comunicados a través de los mass media despertaron antipatías y simpatías y el consecuente uso y comercialización propia del arquetipo de la sociedad de consumo: camisetas y chapas con la imagen de El fantasma de la Libertad, caricaturas políticas, tema de editoriales periodísticos, de sermones y de polémicas radiofónicas; e incluso, en Chicago, hubo “un número de cabaret en el que el Fantasma desnudaba lentamente a la Estatua de la Libertad y luego la seducía”.
Traducida al español por Maribel de Juan, la novela Leviatán es una especie de casona de dos aguas repleta de pasillos y pasillitos, habitáculos de muchos tamaños, escaleras que suben y bajan, desvanes, minucias y anécdotas sentimentales y melodramáticas. En este sentido, pese al activismo de Benjamin Sachs y a los sesgos críticos (light) de la novela de Paul Auster, no es de índole política ni cuestionadora de la idiosincrasia gringa (¡oh paradoja!), ni de ciertos cuadros de costumbres del consabido american way of life, ni del trasfondo y las historias negras y cruentas en que descansa ese grandísimo y totémico emblema de los megalómanos y autodeificados Estados Unidos: la Estatua de la Libertad, símbolo de democracia, de libertad e igualdad ante la ley.
Peter Aaron, narrando asuntos sobre su propia vida doméstica y afectiva y sobre su desarrollo como escritor, cuenta la relación de los hechos desde que conoció a Benjamin Sachs en un bar de Nueva York, un día de 1975, no sin añadir algunos datos anteriores a tal fecha, como la circunstancia de que Sachs nació “el 6 de agosto de 1945”, por ende le gustaba pregonar que fue “el primer niño de Hiroshima nacido en Estados Unidos”; que se negó a ir a Vietnam, por lo que en 1968 lo encerraron en la cárcel durante más de un año, donde comenzó a escribir El nuevo coloso, concluida en 1973. Y según informa y reseña Peter Aaron, es una novela histórica sobre los Estados Unidos de entre 1876 y 1890, con personajes históricos, literarios y ficticios, en la que se exalta la figura de Henry David Thoreau (1817-1862), al cual Benjamin Sachs rindió pleitesía dejándose crecer el pelo y la barba. Y pese a que fue su primera novela (la única), lo colocó de inmediato en el mapa de los nuevos narradores, además de ser un prolífico autor de ensayos de todo tipo, notable entre la intelligentsia neoyorquina.
Henry David Thoreau (1817-1862) |
Frente al anarquismo que signó los últimos días de Benjamin Sachs, cabe destacar un fragmento de lo que Peter Aaron dice de El nuevo coloso: “La emoción dominante era la ira, una ira madura y lacerante que surgía casi en cada página: ira contra América, ira contra la hipocresía política, ira como arma para destruir los mitos nacionales”.
Todo iba por rumbos y contrastes más o menos previsibles (nadando de a muertito), hasta que el 4 de julio de 1986, durante los festejos del primer centenario de la Estatua de la Libertad, Sachs se cayó de una altura que “estaba a cuatro pisos del suelo”. Un tendedero amortiguó el golpe y no murió, pero sí trastocó el sentido de su vida. Abandonó sus frenéticas tareas ensayísticas (tenía, incluso, una agente que resolvía el asunto de los dividendos de su acreditada firma), rompió con Fanny, su mujer por más de 20 años, y su caída literalmente lo convirtió en un ángel caído, en un energúmeno hundido y enredado en un oscuro y laberíntico conflicto de culpas individuales y sociales.
Buscando su rescate, Peter Aaron, con apoyo de una editora, en 1987 le propone a Benjamin Sachs que reúna sus artículos y los publique en un libro. Sachs acepta. Deja Nueva York y se va a la cabaña-estudio de la casona de campo en Vermont (la misma donde en 1990 se halla Aaron), pero en vez de preparar el libro de artículos, empieza a escribir Leviatán, una novela que queda inconclusa.
Paul Auster |
Más tarde, en Nueva York, al enterarse por Maria Turner que el asesinado fue el marido de su amiga Lillian Stern y que además de asesino era un profesor universitario, Benjamin Sachs busca redimirse y viaja a Berkeley con la intención de entregarle a Lillian Stern el dinero de la bolsa de bolos (165 mil dólares) que halló en la cajuela del auto de Reed Dimaggio (una de sus maletas contenía utensilios para fabricar bombas). Sin embargo, en Berkeley se transforma en una especie de criado (con complejo de culpa) que limpia de arriba abajo las sucias y atiborradas habitaciones de la casa de Lillian Stern, bella ex prostituta, dizque masajista y modelo (que resucitaría a un muerto), quien vive con una hija que tuvo con Reed Dimaggio, de la que Sachs se hace un ferviente nano.
Luego de la espinosa relación afectiva con Lillian Stern, Benjamin Sachs, al revisar los izquierdistas y anarcas libros y papeles de Reed Dimaggio, lee la copia de la tesis que hizo sobre Alexander Berkman, una apología de la vida y obra de tal judío de origen ruso, autor de Memorias carcelarias de un anarquista y Abecedario del anarquismo comunista.
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Pero si a través del subjetivo testimonio de Peter Aaron no se explora el trasfondo psíquico de Benjamin Sachs: ¿cómo se engranan y desengranan los chips, los resortes, los tornillos, las tuercas, los alambres y los fluidos de esa sutil pulsión de relojería que transformaron su cerebro, sus ideas y su vida en un kamikaze o bomba de tiempo de carne y hueso?, por lo menos el lector sí tiene noticias de su azarosa y fragmentaria declaración de principios explosivos.
Por ejemplo, cuando Peter Aaron dice que Benjamin Sachs le dijo que se notaba que Reed Dimaggio “apoyaba a Berkman, que creía que existía una justificación moral para ciertas formas de violencia política. El terrorismo tenía un lugar en la lucha, por así decirlo. Si se usaba correctamente, podía ser un instrumento eficaz para llamar la atención sobre los temas en cuestión, para revelarle al público la naturaleza del poder institucional”.
Así, resulta lógico que para rendirle un tributo más a los santos patronos de su secreta identidad de rebelde “con causa”, Benjamin Sachs haya alquilado “un apartamento barato en la zona sur de Chicago” usando el nombre de Alexander Berkman.