domingo, 18 de mayo de 2014

Gabo. Cartas y recuerdos


              
De caso perdido a Premio Nobel de Literatura
   
                                   
I
Impreso en Barcelona, en febrero de 2013, por Ediciones B, Gabo. Cartas y recuerdos, parece, a simple vista, un nuevo libro donde el colombiano Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) evoca y tributa, una vez más, a su viejo amigo y compadre del alma Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014). No es precisamente así, pues pese a que el autor y la editorial (por obvia mercadotecnia) no lo consignan en ningún sitio, Gabo. Cartas y recuerdos es casi el mismo libro que Aquellos tiempos con Gabo (Plaza & Janés Editores. Barcelona, 2000). Es decir, no obstante el cambio del título, se trata de una edición revisada de éste, con minúsculas y muy esporádicas omisiones, modificaciones y añadidos, a la que sólo se le agregó un “Prólogo”, once cartas que Gabo le escribió a Plinio, y una breve iconografía en separata (ocho fotos en blanco y negro y cuatro a color). 
(Ediciones B, Barcelona, febrero de 2013)
 
(Plaza & Janés, Barcelona, febrero de 2000)
   
"Tres celebridades de Colombia fotografiadas en una calle de Bogotá en
1959: el escritor Álvaro Mutis, el pintor Fernando Botero y García Márquez."
Reza el pie de foto que se lee en la iconografía que ilustra Gabo. Cartas y
recuerdos
(Ediciones B, 2013); no obstante, la datación yerra, pues el
poeta y narrador Álvaro Mutis, entre "el 22 de septiembre de 1958" y "el
21 de diciembre de 1959", estuvo preso en el
Palacio Negro de Lecumberri de la Ciudad de México.
        Curiosamente, en la segunda foto en blanco y negro se observa en una calle a tres personajes caminando en animada conversación, cuyo pie reza: “Tres celebridades de Colombia fotografiadas en una calle de Bogotá en 1959: el escritor Álvaro Mutis, el pintor Fernando Botero y García Márquez.” Pero todo indica que “1959” es una fecha errada y “Bogotá” un lugar equivocado, pues casi al inicio del “Capítulo 13” de García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), el también colombiano Dasso Saldívar apunta que Álvaro Mutis (quien en “enero de 1954”, “desde su puesto de relaciones públicas de la Esso en Bogotá, había ‘rescatado’ a su amigo de la bohemia de Barranquilla, enviándole dos pasajes de avión y alojándolo en su casa, hasta conseguir que los dueños de El Espectador lo contrataran como redactor de planta, donde se convertía en el reportero estrella que “el viernes 15 de julio de 1955” viajaría a Europa como corresponsal) abandonó Colombia, “de forma precipitada”, “la mañana del 21 octubre de 1956” (“mientras García Márquez corregía compulsivamente El coronel no tiene quien le escriba en una buhardilla de París”) y tres días después llegó a la Ciudad de México vía Medellín y Panamá; se hospedó “las primeras semanas en la casa del pintor Fernando Botero y su esposa Gloria Zea” y “empezó a trabajar como ejecutivo de publicidad con Augusto Elías, de donde pasó un año después a la productora cinematográfica de Manuel Barbachano Ponce”. Puesto que incidiría en la ayuda que le brindó a Gabo para que en 1963 urdiera el guión de “El gallo de oro”, relato de Juan Rulfo, cuyos colombianismos fueron mexicanizados por Carlos Fuentes, y que acabó convirtiéndose en el mediometraje homónimo dirigido por Roberto Gavaldón, cuyo estreno data del “17 de diciembre de 1964”, según apunta el colombiano Eduardo García Aguilar en García Márquez: la tentación cinematográfica (UNAM, 1985).

(UNAM, México, 1985)
 
(Alfaguara, Madrid, 1997)
         Sobre el desfalco a la Standard Oil cometido por Álvaro Mutis, anota Dasso Saldívar: “Como jefe de relaciones públicas de la Esso colombiana, Mutis había manejado durante tres años un jugoso presupuesto destinado a las cosas más diversas: desde clubes y centros de beneficencia a toda clase de ayudas particulares. Sin embargo, de pronto el poeta empezó a invertir parte de aquel presupuesto en cosas que le salían del alma y de sus afanes de mecenas, como socorrer a los amigos que tenían problemas con la dictadura de Rojas Pinilla, auspiciar exposiciones de algunos pintores sin medios, pagar la edición del primer libro del poeta pobre de siempre, darle un billete de avión urgente a otro amigo que se iba, o celebrar los doscientos años del nacimiento del escritor y gastrónomo Brillat-Savarin, para lo cual hizo traer de París hasta el pan y la mantequilla. Cuando el gerente de la empresa lo llamó al orden, Mutis le dio unas explicaciones tan peregrinas, que en pocos días su caso pasó al criterio de los jueces. Gracias a la complicidad de sus amigos y de su hermano Leopoldo, el poeta pudo eludir la cárcel, viajando a México a través de Medellín y Panamá.” 

Pero sólo durante un tiempo, pues “el 22 de septiembre de 1958 apareció el heraldo negro de Lecumberri, y Álvaro Mutis fue llevado a prisión como paso previo a su extradición”. Cosa que no ocurrió, gracias a los tejemanejes de amigos y leguleyos. Y por fin “quedó libre el 21 de diciembre de 1959”. Constancia de ese período carcelero es su Diario de Lecumberri, libro editado en Xalapa, por la Universidad Veracruzana, con el número 19 de la colección Ficción, cuyo tiraje de dos mil ejemplares “se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos de la Nación el 20 de octubre de 1960”; pero también las misivas de Álvaro Mutis y los sesgos, apologías, crónicas y chácharas de Elena Poniatowska que se leen en el libro de ésta (con una rica iconografía en blanco y negro): Cartas de Álvaro Mutis a Elena Poniatowska (Alfaguara, México, abril de 1998).
(UV, Xalapa, 1960)
 
(Alfaguara, México, 1998)
         Vale suponer que tal foto, si no fue captada en Bogotá antes de que “el viernes 15 de julio de 1955” Gabo volara a Europa, quizá fue hecha en diciembre de 1960 en una calle de la Ciudad de México, pues según apunta Gerald Martin en Gabriel García Márquez. Una vida (Debate/Random House Mondadori, Colombia, 2009), Gabo y el argentino Jorge Ricardo Masetti, periodistas de Prensa Latina, la agencia de Cuba, en un vuelo que venía de La Habana (rumbo a Lima), “Justo antes de las Navidades” de 1960 (año en que Gabo, entre septiembre y diciembre, hizo varios viajes de Bogotá a La Habana, el último fue el que nos ocupa), “Hicieron parada un día en Ciudad de México y García Márquez quedó obnubilado al ver por primera vez la majestuosa capital azteca, sin imaginar que en el futuro pasaría allí buena parte de su vida. Álvaro Mutis acababa de ser puesto en libertad de la penitenciaría de Lecumberri [en realidad ya tenía medio año fuera de la cárcel] tras catorce meses de condena por malversación de fondos en Colombia, donde había sido generoso en exceso con algunos amigos en relación con el presupuesto que sus empleadores de Esso le habían dado para llevar a cabo sus relaciones públicas. García Márquez le hizo una visita y su amigo le dispensó la acostumbrada bienvenida: Mutis demostró ser igual de hospitalario cuando los gastos corrían de su cuenta.” 

"Plinio y Gabo en 1959, cuando trabajaban juntos en la
agencia cubana de noticias Prensa Latina"
        Según pregonan los biógrafos de García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza también, éstos se conocieron en 1947 en un cafetín de Bogotá; pero empezaron a convivir y a ser amigos en París, en 1956, poco antes de que el cataquero, en la buhardilla del séptimo piso del Hôtel de Flandre, en la Rue Cujas del Barrio Latino, comenzara a escribir (y a reescribir en la máquina portátil roja que fuera de Plinio) lo que sería su segunda novela (fechada en “París, enero de 1957”): El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, Colombia, 1961). Sobre ese legendario tiempo en la Ciudad Luz, luego de que Gabo se quedara sin empleo y sin un quinto (en Bogotá el dictador Gustavo Rojas Pinilla clausuró El Espectador, del que era corresponsal, y él se gastó el dinero del boleto del avión de regreso), Plinio inicia su “Prólogo” con una estampa que, aunque no lo dice, está transcrita de la página 70 de El olor de la guayaba (Diana/La Oveja Negra, México, 1982), donde Gabo se ve a sí mismo y fugazmente reflejado en la imagen de otro:

(La Oveja Negra, Bogotá, 1982)
        “Había sido una noche muy larga, pues no tuve donde dormir, y me la pasé cabeceando en los escaños, calentándome en el calor providencial de las parrillas del metro, eludiendo los policías que me cargaban a golpes porque me confundían con un argelino [de hecho varias veces fue arrestado por la policía durante las redadas contra los argelinos, pues le veían cara de árabe]. De pronto, al amanecer, tuve la impresión de que todo rastro de vida había terminado, se acabó el olor de coliflores hervidos, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint Michel sentí los pasos de alguien que se me acercaba en sentido contrario, sentí que era un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando.”

Gabo y Plinio en París (1981)
        No es fortuito que Plinio Apuleyo Mendoza preludie su Gabo. Cartas y recuerdos con tal pasaje de El olor de la guayaba, del que casi al final apunta: “Cuando un editor francés me propuso hacer un libro de entrevistas con García Márquez (libro que se convertiría en El olor de la guayaba), él aprobó de inmediato la idea”. Pues ambos libros son el principal aporte bibliográfico que Plinio le ha destinado al hijo del telegrafista de Aracataca (“el mago de Macondo”), Premio Nobel de Literatura 1982, dado que “El caso perdido”, la principal y más larga de las cinco semblanzas biográficas reunidas en La llama y el hielo (Planeta, Bogotá, 1984), está contenida en Aquellos tiempos con Gabo. Pero si en El olor de la guayaba el protagonista es Gabriel García Márquez, en Gabo. Cartas y recuerdos el protagonismo es por pardita doble, pero matizado por el hecho de que las evocaciones y las puntualizaciones ideológicas, críticas y anecdóticas son de Plinio, aunadas a las reminiscencias y episodios que exclusivamente corresponden a la vida personal e íntima de éste. 

(Planeta, Bogotá, 1984)
     Pese a que el tiempo presente de Aquellos tiempos con Gabo (y por ende de Gabo. Cartas y recuerdos) se remonta a la segunda mitad de los años 90 del siglo XX, dos son los marcos temporales del libro (entre los que va y viene la memoria y el criterio de Plinio): desde la susodicha época en que se conocieron en un cafetín de Bogotá, en 1947, cuando “Luis Villar Borda, estudiante de primer año de Derecho”, lo tildó de “caso absolutamente perdido”, hasta la apoteósica ceremonia ocurrida el 8 de diciembre de 1982 cuando Gabo, en Estocolmo, “vestido de blanco liquiliqui de algodón”, “con una rosa amarilla en la mano, delante del rey y la reina” y “con las cámaras de televisión de 52 países fijas en él”, recibió el Premio Nobel de Literatura. 

Gabriel García Márquez
Premio Nobel de Literatura 1982
(Estocolmo, diciembre 8 de 1982)
        “La imagen queda fija [apunta Plinio], y yo vuelvo ahora atrás, al principio, al muchacho demacrado con un vistoso traje color crema que 35 años atrás, en un café sombrío de Bogotá, sin pedirnos permiso se ha sentado a nuestra mesa.

“El muchacho flaco y bohemio, con una carrera de Derecho abandonada, secreto devorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos como un caso perdido.”



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II


       Varias biografías de Gabo, por ejemplo, la citada de Dasso Saldívar: García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997) y la de Gerald Martin: Gabriel García Márquez. Una vida (Debate/Random House Mondadori, Colombia, 2009), abundan sobre los peliculescos episodios vividos por el cataquero en París y en torno a la gestación de El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961) y en México (“el lugar donde más tiempo ha residido”) y en torno a la gestación de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) y el boom que suscitó en la capital argentina y muy pronto en el orbe del español y en otras lenguas. Sobre tales sucesos (y algunos otros, como el viaje que Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez hicieron en 1957 por Alemania Oriental y la URSS), Gabo. Cartas y recuerdos no es nada profuso ni minucioso ni precisa numerosas fechas, nombres y datos; e incluso al autor a veces le falla la memoria. Por ejemplo, Plinio narra que en 1957 dejó el Viejo Continente y luego Gabo, ya rico y famoso, “lo traerá a Europa, de nuevo. Después de trece años de ausencia”; pues Gabo, ante el estancamiento de Plinio en Barranquilla y el deterioro de su matrimonio con Marvel Moreno (pese a sus dos pequeñas hijas: Carla y Camila), lo invitó, para empezar, “a reunirse con él y su familia en una isla perdida al sur de Sicilia, en Pantelaria” (luego recorrerían Sicilia en coche y el total de la península italiana y llegarían por carretera hasta París).
Plinio Apuleyo Mendoza, Gabriel García Márquez y Camila Mendoza Moreno (2000)
         “Recuerdo mi llegada a la isla [dice Plinio], el ardiente mediodía de agosto, los decrépitos hangares de aquel aeropuerto, que parecía una ciudad tropical, y Gabo, Gabo en mangas de camisa y Mercedes con una flotante túnica de colores, vistos por la ventanilla y el avión, a través del polvo que alzaba el anticuado avión de hélices que me trajo desde Sicilia.” 

Es decir, por lo que Plinio apunta, se infiere que corre el mes de agosto de 1970; pero unos párrafos más adelante, cuando Plinio aún está convaleciente en esa isla con los García Márquez (Gabo, Mercedes Barcha Pardo y sus hijos Rodrigo y Gonzalo, que era niños), anota: 
“Ellos habían comprendido y se trataba simplemente de estar ahí, nada más oyendo a Brahms o a los Beatles mientras el cielo desplegaba sobre la isla dormida su fiesta de estrellas; de proteger al amigo de su nueva soledad con los ritos cotidianos de la cocina, la mesa, el pan, el aceite, el vino, el plato de espaguetis humeantes, las risas, los niños, la televisión, solos en nuestra isla de encanto.
“Los cinco vimos maravillados, una noche, en la televisión, mientras afuera latía el mar, cómo el hombre había llegado a la luna por primera vez.” 
Neil Armstrong en la Luna
Julio 21 de 1969
    Y es con tal histórico, irrepetible e inolvidable suceso (el “pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”) donde descuella el pedúnculo umbelífero, pues Neil Armstrong piso la luna el 21 de julio de 1969 y no un día de agosto de 1970. 

     
Plinio Apuleyo Mendoza hojeando Gabo. Cartas y recuerdos (21013)
       Si El olor de la guayaba y Aquellos tiempos con Gabo son tributos y afectivos reconocimientos que Plinio Apuleyo Mendoza le rinde a un entrañable amigo, compadre y colega fuera de serie (“Antes de escribir cada capítulo, me lo contaba”; “Me enseñaba siempre sus manuscritos”, dice), Gabo. Cartas y recuerdos también es la anecdótica, resumida, arbitraria y esquemática crónica de varios fracasos y del crítico desencanto de Plinio el memorioso ante el totalitarismo engendrado por la Unión Soviética y frente a la burocratización y el pseudosocialismo que empantanó a la Revolución Cubana. En este sentido, el libro de Plinio también es un testimonio y una declaración de principios sobre el antagonismo ideológico y la filiación que, sobre Cuba y Fidel Castro, priva entre él y Gabriel García Márquez. 

Gabriel García Márquez y el dictador Fidel Castro
     
Plinio Apuleyo Mendoza
        Entre los fracasos que bosqueja Gabo. Cartas y recuerdos figuran los “saldos rojos” con que Plinio, varias veces, se ve a sí mismo; ya cuando aún no ha escrito la postergada novela; cuando se aleja y luego recupera y pierde a Marvel Moreno; cuando él y Gabo, entre fines de 1957 y mediados de 1958, comparten, en Caracas, responsabilidades periodísticas en la revista Momento (presencian y reportan la caída y el destierro del dictador Marcos Rojas Pinilla en enero de 1958), hasta el visceral meollo que los obligó a renunciar, ocurrido tras el repudio popular que suscitó (el 13 de mayo de 1958) la visita a Caracas de Richard Nixon, entonces vicepresidente republicano de los Estados Unidos; la etapa en que ambos trabajan para Prensa Latina, la agencia cubana surgida tras el triunfo de la Revolución en enero de 1959, periodo (repleto de intrigas, acosos y amenazas) que concluye con la impostergable salida de ambos; fue entonces cuando Gabo, de nuevo sin empleo y casi sin dinero, viajó por tierra (con Mercedes y su hijo el pequeño Rodrigo) desde Nueva York a la Ciudad de México (llegaron “el domingo 2 de julio de 1961”, día que suicidó Ernest Hemingway, reza la leyenda, y los recibió y acomodó Álvaro Mutis); y la época en París (entre 1971 y 1972) en que Plinio, con el español Juan Goytisolo, urdía la edición de la revista Libre (subsidiada por Albina du Boisrouvray, la Patiño), la cual, intestinalmente, se vería marcada y lastrada por las polémicas, las divisiones, las deserciones y los escándalos mediáticos y políticos que provocó el legendario “caso Padilla”, desencadenado, en La Habana, cuando el 20 de marzo de 1971, tras un recital en la sede de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba), fueron detenidos y encarcelados Heberto Padilla y su mujer Belkis Cuza Malé por presuntas “actividades subversivas”. 

Gabo "trabajando para Prensa Latina" (Bogotá, 1959)
"Él con su bigotito fino, nervioso."
 
Mercedes Barcha Pardo antes de casarse con Gabo "el 21 de marzo de 1958
a las once de la mañana en la iglesia del Perpetuo Socorro", en Barranquilla.

"Ella, con su increíble parecido a Sofía Loren."
      En resumidas cuentas, Gabo. Cartas y recuerdos es un libro memorioso, testimonial, anecdótico, caprichoso y elusivo en numerosos puntos e intríngulis, ahora contrapunteado y recamado con la breve iconografía y las once cartas, en las cuales, entre sus comentarios, anécdotas e intrínsecas características e implicaciones, se pueden entresacar algunas frases y fragmentos: “Trago tranquilizantes untados en el pan, como mantequilla”; “salí adelante con el corazón dando saltos como sapo loco”; “Mi antiguo y frustrado deseo de escribir un larguísimo poema de la vida cotidiana, ‘la novela donde ocurriera todo’, de que tanto te hablé, está a punto de cumplirse. Ojalá no me haya equivocado”; “Lo más difícil es el primer párrafo”; “ya Hemingway lo dijo en los consejos más útiles que he recibido en mi vida: corta siempre hoy cuando sepas cómo vas a seguir mañana”; “Si lo que estás haciendo te importa de veras, si crees en él, si estás convencido de que es una buena historia, no hay nada que te interese más en el mundo y te sientas a escribir porque es lo único que quieres hacer, aunque te esté esperando Sofía Loren” (lo que recuerda que recién casados en Barranquilla el 21 de marzo de 1958, Yiyo, el menor de los once hermanos García Márquez, los vio en Cartagena, en la casa grande del Pie de la Popa, flacos y fumando sin cesar, “Él con su bigotito fino, nervioso. Ella, con su increíble parecido a Sofía Loren”); “el deber revolucionario de un escritor es escribir bien”; “la novela como fusil para tumbar gobiernos, es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba ningún gobierno”; “Ya puedes imaginarte la risa que me daba obligar a hacer cola en la puerta del apartamento a los críticos de Le Monde, Le Figaro, etc., once en total, y encontrarme después con que son como los Maldonaditos de allá, con las mismas manías, los mismos truquitos, la misma negligencia y las mismas pendejadas”; “Me ha tocado un destino de torero que ya no sé cómo conjurar”. 




Plinio Apuleyo Mendoza, Gabo. Cartas y recuerdos. Iconografía a color y en blanco y negro. Ediciones B. Barcelona, febrero de 2013. 264 pp.







Enlace a un documental donde Plinio Apuleyo Mendoza y otros evocan episodios de la vida de Gabriel García Márquez: http://www.youtube.com/watch?v=8qHCc2tn9Qg

Enlace a una entrevista a Gabriel García Márquez cuando aún era reciente su Premio Nobel de Literatura 1982: http://www.youtube.com/watch?v=YQimafhBqxg

Santuario



Una negra amenaza sin nombre

Reza la somera leyenda que después de publicada su novela The Sound and the Fury (Jonathan Cape & Harrison Smith, Nueva York, 1929), William Faulkner (1897-1962) escribió, en tres semanas de ese aciago año, la primera versión de Sanctuary, cuyo tremendismo a uno de los editores le pareció impublicable (“Ambos terminaríamos en la cárcel”) y a él “barata”, “concebida para hacer dinero”. Pero tras recibir las galeras, Faulkner la reescribió y fue publicada en Nueva York, en 1931, por Jonathan Cape & Harrison Smith. Su truculencia la convirtió en su obra más vendida y en 1933 fue traducida al francés y adaptada en Hollywood en un filme de la Paramount dirigido por Stephen Roberts y protagonizado por Miriam Hopkins: The Story of Temple Drake.  
William Faulkner en 1931
La presente traducción del inglés al castellano de Santuario hecha por José Luis López Muñoz de la edición revisada por Faulkner en 1958, ha sido ampliamente difundida en el ámbito del idioma español, ya porque la comercializa la poderosa trasnacional Grupo Santillana Ediciones Generales a través del sello de Alfaguara y porque figura cedida y antologada en el tomo I de las Obras completas de William Faulkner editado en España, en 2004, por Aguilar, donde es precedida por un prólogo de Michael Millgate. Tal traducción también fue impresa en 1982, en Barcelona, por Ediciones Orbis, con el número 1 de la serie Los Premios Nobel, cuya distribución se hizo a través de estanquillos de periódicos y revistas, incluso de la Ciudad de México y de Xalapa.
Serie los Premios Nobel
(Orbis, Barcelona, 1982)
Pese a que al término la novela se debilita con el esbozo biográfico del matón Popeye, Santuario es una obra maestra inscrita en la saga del condado de Yoknapatawpha. En tal imaginario ámbito geográfico de la zona sur del río Mississippi (que oscila entre las inmediaciones y las poblaciones de Jefferson, Kinston, Oxford, Jackson y Memphis), Faulkner comprime una visión crítica y corrosiva en torno a los atavismos, la idiosincrasia, los prejuicios puritanos e intolerantes, la xenofobia, el machismo, la misoginia, los hábitos, los usos, las costumbres, las tradiciones, la división de razas y clases sociales, y la podredumbre social del orbe sureño de Estados Unidos en medio de la prohibición (históricamente sucedida entre 1919 y 1933). Todo lo proscrito por la ley seca (fabricación, transporte, distribución, venta y consumo de alcohol, y tácitamente la exportación e importación) ha sido trastocado y en ese mercado negro confluyen fabricantes y contrabandistas, y toda una gama de civiles y autoridades policíacas, judiciales y políticas. En ese sentido descuella “la casa del Viejo Francés”, una astrosa casona “construida antes de la Guerra Civil” (1861-1865), ubicada en una demarcación rural no muy lejos de Oxford y de Jefferson, que es el escenario donde desde hace cuatro años opera Lee Goodwin, fabricante de whisky, y donde coincide un grupo de bandoleros y contrabandistas. Pero también la casa de citas que en Memphis regentea la vieja Reba Rivers, bebedora de cerveza y de ginebra, quien fanfarronea sobre su poder y fama: “Cualquier persona de Memphis te dirá quién es Reba Rivers. Pregunta a cualquiera que te encuentres por la calle, tanto si es un policía como si no. He tenido a algunas de las personas más importantes de Memphis en este casa: banqueros, abogados, médicos; todos han venido. Tuve a dos capitanes de la policía bebiendo cerveza en el comedor y a su jefe en el piso de arriba con una de mis chicas. Se emborracharon, tiraron la puerta abajo y se lo encontraron en cueros, bailando como un loco. Un hombre de cincuenta años, que medía siete pies, con la cabeza de un alfiler. Buena persona. Me conocía bien. Todos conocen a Reba Rivers. Se gastaban aquí el dinero a manos llenas, ya lo creo que sí. Todos me conocen. Nunca he engañado a nadie, corazón.”
Dispuesta en XXXI capítulos, Santuario dosifica las anécdotas, los datos, el perfil psicológico y la personalidad, los lugares y tiempos, los matices y el suspense con enorme maestría y riqueza narrativa (incluidos rasgos y pasajes humorísticos) y por ende el lector se mantiene en vilo armando el rompecabezas. Los episodios nodales se suceden entre mayo y junio. Gowan Stevens, joven nacido en Jefferson y egresado de la Universidad de Virginia (donde dizque aprendió a beber como un caballero), tras un baile nocturno y una necia borrachera sucedida un viernes en Oxford, al día siguiente lleva en su auto a la joven Temple Drake, de 17 años, hasta la casa del Viejo Francés, donde sólo quería comprar una botella (se desviaron de su ruta a Starkville donde asistirían a un festivo partido). Pero está tan briago que choca su auto contra el tronco que interrumpe la trocha que lleva a la casa. En la espera de conseguir un coche que los saque de allí, aumenta su borrachera y se suceden violentos altercados con los contrabandistas, quienes no dejan de percibir la inquietante, delgaducha, semianiñada y pelirroja presencia de Temple, débilmente protegida por Ruby Lamar, la humilde y astrosa mujer de Lee Goodwin con un sórdido historial, y por Tommy, quien descalzo y sigiloso sigue los pasos del matón Popeye. 
El caso es que el domingo por la mañana (casi al final de la novela se sabe que era el 12 de mayo), Gowan Stevens, con una mezcla de cobardía y vergüenza ante sus desfiguros, abandona allí a Temple (un taxi pagado por él debía recogerla, pero nunca llega). Ella, escondida por Ruby para eludir el posible abuso de alguno de los contrabandistas, pasó la noche en el tapanco del desvencijado granero. Poco después de que despierta, Popeye se introduce en éste y se desencadena lo atroz: Tommy es asesinado de un balazo en la cabeza y Temple violada y secuestrada por Popeye, quien se la lleva en su poderoso Packard y la conduce hasta una habitación que en Memphis le renta a Reba Rivers. 
Horace Benbow, nacido en Jefferson y abogado en Kinston, recién dejó a su mujer después de diez años de matrimonio, más que por el asco a las gambas que semanalmente adquiere ésta, por la atracción incestuosa que experimenta ante su hijastra, la pequeña Belle. En su regreso a Jefferson (tiene una casa allí y su hermana Narcissa vive a cuatro millas del pueblo) pasó bebiendo, sin proponérselo, una noche en la casa del Viejo Francés. Allí conoció al matón Popeye, a Tommy, a un anciano ciego y sordo, a Lee Goodwin y a Ruby, quien tiene un bebé de éste. Al enterarse de que Goodwin está en la cárcel de Jefferson y que se le imputa el homicidio de Tommy y por tal será condenado a la horca, intuye la identidad del verdadero asesino y por ende, dada su estima por Ruby y por un personal sentido de la justicia, se propone, como abogado defensor, reunir las pruebas que demuestren su inocencia.
Goodwin y Ruby, por miedo, no quieren señalar a Popeye como el asesino; pero ella le confiesa la presencia de Temple en el escenario del crimen. El senador Snopes le vende a Horace la información de que Temple está en el burdel de Reba Rivers. Horace viaja a Memphis y trata de convencerla para que su testimonio salve a Goodwin de la horca.
Ya durante el juicio, que empieza el 20 de junio y concluye el día siguiente, Horace espera que Temple libre al acusado. Temple aparece el día 21 acompañada por su padre, que es juez en Jackson, y por sus cuatro hermanos. Pero ella no revela la identidad del asesino, sino que culpa a Goodwin. Y no es que por pánico encubra a Popeye, sino que por tácitas instrucciones de su padre dizque protege la reputación de éste y el supuesto honor de ella, pues así se elude ahondar en torno a los trasfondos del objeto que el fiscal del distrito exhibe como prueba hallada en el lugar del crimen: una mazorca que parecía “haber sido sumergida en pintura de color marrón oscuro”: el instrumento con que Popeye violó a la joven de 17 años, preludio de su secuestro. 
Ese interés por maquillar la reputación del juez de Jackson y de la propia Temple no es más que un indicio de la generalizada hipocresía y del intolerante puritanismo que impera y trasmina el corrompido orbe del condado de Yoknapatawpha. Las bebidas alcohólicas están prohibidas, pero se producen, contrabandean y circulan a raudales, incluso entre los estudiantes de Oxford, de cuyo “gallinero” (la residencia femenina) solía escaparse por las noches la locuaz y libertina Temple Drake. El vínculo agresivo y sadomasoquista que ella entabla con el matón Popeye, no es el de una víctima martirizada en contra de su voluntad, sino el de una hembra que, inquilina en un prostíbulo, juega con su papel de mantenida y “amante” de un matón que es impotente y al que le gusta mirar cómo otro hace lo que él no puede hacer. Narcissa, la acomodada hermana de Horace Benbow, para protegerlo del qué dirán, trata de que no viva en la casa de Jefferson sino en su residencia y de que pronto regrese a Kinston con su mujer, y de que ante todo abandone la defensa del acusado y la protección pecuniaria que les brinda a Ruby Lamar y a su bebé, porque las habladurías en Jefferson dan por supuesto que Goodwin es un asesino y ella una furcia con la que Horace se acuesta y que para sostener tal circunstancia, no lo saca de la cárcel. Tal es así que Horace no puede, en su casa, darles refugio a Ruby y a su bebé. Los instala en un hotel, pero poco después un puritano comité de señoras de la Iglesia baptista presiona al dueño para que los expulse. Ruby y su bebé se resguardan en la cárcel, gracias a la bondad de una mujer. Horace les busca nuevo alojamiento y sólo lo encuentra en la marginal casucha de una humilde anciana a la que dan por loca y bruja que prepara bebedizos para los negros. Horas después de que Lee Goodwin fue condenado a la horca, ya pasadas las 12:30 de la noche, una horda de enardecidos e intolerantes habitantes de Jefferson incendia la cárcel y así queman vivo al supuesto asesino; y cuando aparece por allí Horace, se oyen voces que amenazan con quemarlo, sólo por haber buscado que declararan inocente al creen el homicida. 
Siendo así de predecibles y normales las cosas que suceden en tal mórbido y violento entorno, no sorprende que el matón Popeye, quien gasta a manos llenas (mientras su madre lo “creía recepcionista en un hotel de Memphis durante el turno nocturno”), haya ido de crimen en crimen con elocuente impunidad. Cuando en agosto de ese año Popeye es “detenido en Birmingham por el asesinato de un policía” ocurrido el “17 de junio” “en una pequeña ciudad de Alabama”, se da el caso de que en realidad ese día él estaba en otro sitio matando a otra persona. No obstante, Popeye —quien siempre viste un ajustado traje negro, fuma como chacuaco y no bebe una gota de alcohol— prácticamente no mueve un dedo para defenderse y por esa errada imputación es ahorcado. 


William Faulkner, Santuario. Traducción del inglés al español de José Luis López Muñoz. Serie Los Premios Nobel (1), Ediciones Orbis. Barcelona, 1982. 336 pp.





miércoles, 7 de mayo de 2014

Los funerales de la Mamá Grande


 El primer libro que García Márquez publicó en México
                                


I de III
Reza la leyenda (y algunos biógrafos) que Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014), con su esposa Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) y su hijo Rodrigo (Bogotá, agosto 24 de 1959) arribaron a la Ciudad de México “el domingo 2 de julio de 1961”, día que se suicidó Ernest Hemingway y por ende el primer artículo que publicó en el país mexicano fue sobre éste: “Un hombre ha muerto de muerte natural”, aparecido “el 9 de julio de 1961” en el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades, compilado en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984), cuyo copyright data de 1991. A mediados del mes anterior, tras la salida de Gabo de Prensa Latina (la agencia cubana infestada de obtusos comunistas) la pequeña familia, con escasos recursos, había partido de Nueva York viajando en autobús hasta Laredo, Texas. Según dice Gerald Martin en Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, Colombia, 2009), además de los visos racistas en contra de los negros y de las comunidades negras en el ámbito geográfico que nutrió la narrativa de William Faulkner, “En Montgomery, Mercedes y Gabo perdieron una noche de sueño porque nadie quería alquilar una habitación a unos ‘sucios mexicanos’” y en Nueva Orleáns recogieron un giro enviado por Plinio Apuleyo Mendoza desde Colombia, con el que buscaron “comer caliente” y “como Dios manda”. 
"Gabo poco después de su llegada a México"
Foto incluida en Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013),
de Plinio Apuleyo Mendoza.


       Sobre tal travesía apunta Gabo en “Regreso a México”, artículo fechado “el 26 de enero de 1983”, reunido en Notas de prensa (ídem):
(Diana, México, 2003)
         “Como experiencia literaria, todo aquello era fascinante, pero en la vida real —aún siento tan jóvenes— era un disparate. Fueron catorce días de autobús por carreteras marginales, ardientes y tristes, comiendo en fondas de mala muerte y durmiendo en hoteles de peores compañías. En los grandes almacenes de las ciudades del sur conocimos por primera vez la ignominia de la discriminación: había dos máquinas públicas para beber agua, una para blancos y otra para negros, con el letrero marcado en cada una. En Alabama pasamos una noche entera buscando un cuarto de hotel, y en todos nos dijeron que no había lugar, hasta que algún portero nocturno descubrió por causalidad que no éramos mexicanos. Sin embargo, como siempre, lo que más nos fatigaba no eran las jornadas interminables bajo el calor ardiente de junio ni las malas noches en los hoteles de paso, sino la mala comida. Cansados de hamburguesas de cartón molido y de leche malteada, terminamos por compartir con el niño las compotas en conservas. Al término de aquella travesía heroica habíamos logrado confrontar una vez más la realidad y la ficción. Los partenones inmaculados en medio de los campos de algodón, los granjeros haciendo la siesta sentados bajo el alero fresco de las ventas de caminos, las barracas de los negros sobreviviendo en la miseria, los herederos blancos del tío Gavin Stevens, que pasaban para la misa dominical con sus mujeres lánguidas vestidas de muselina: la vida terrible del condado de Yocknapatapha [sic] había desfilado ante nuestros ojos desde la ventanilla de un autobús, y era tan cierta y humana como en las novelas del viejo maestro.”

Luego de Laredo viajaron en tren hasta la Estación Buenavista, donde los esperaba Álvaro Mutis (Bogotá, agosto 25 de 1923-Ciudad de México, septiembre 22 de 2013)), quien los auxilió para instalarse en la capital mexicana y quien a Gabo le brindó los contactos para sus primeros empleos y escarceos con el cine.  
"Tres celebridades de Colombia fotografiadas en una calle de Bogotá en 1959:
el escritor Álvaro Mutis, el pintor Fernando Botero y García Márquez".
Reza el pie de foto que se lee en la iconografía que ilustra
Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, 2013); no obstante, la datación
yerra, pues el poeta y narrador Álvaro Mutis, entre "el 22 de septiembre de 1958"
y "el 21 de diciembre de 1959", estuvo preso en el Palacio Negro de Lecumberri
de la Ciudad de México.
         
(Ficción núm. 19, UV, Xalapa, octubre 20 de 1960)
       
(Ficción núm.. 1, UV, Xalapa, marzo 25 de 1958)
       Gracias a los oficios de Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932), Álvaro Mutis había publicado en Xalapa, “el 20 de octubre de 1960”, Diario de Lecumberri, número 19 de la colección Ficción de la Universidad Veracruzana, cuya serie inició con Polvos de arroz (publicada “el 25 de marzo de 1958”), novela del narrador xalapeño Sergio Galindo (1926-1993), al unísono su director editorial y director de la revista La Palabra y el Hombre, cuyo número 1 corresponde al trimestre “enero-marzo de 1957”. Diario de Lecumberri es constancia narrativa del oscuro y difícil período (entre “el 22 de septiembre de 1958” y “el 21 de diciembre de 1959”) que Álvaro Mutis vivió en el Palacio Negro de Lecumberri, debido a un desfalco cometido en Colombia en su calidad de jefe de relaciones públicas de la Standard Oil Company (la transnacional petrolera norteamericana conocida como la ESSO). Según narra Dasso Saldívar en su biografía García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), en 1959, aún preso, Álvaro Mutis “le escribió a García Márquez a Bogotá pidiéndole que le enviara algo suyo para leer. Éste le envió una copia de Los funerales de la Mamá Grande, que acababa de terminar hacia mediados de este año, y Mutis se los pasó después a la periodista Elena Poniatowska, quien lo visitó en compañía de Augusto Monterroso [1921-2003], para que se los propusiera a la editorial de la Universidad Veracruzana, en Jalapa, pero la periodista los extravió. El percance tuvo su lado positivo, pues a las pocas semanas de haberse instalado García Márquez en la ciudad de México, éste y Álvaro Mutis se fueron a Veracruz con el pretexto de entregarle al editor los cuentos extraviados, y fue entonces cuando el novelista decidió quedarse en México.”

(Alfaguara, Madrid, 1997)
  Según dice Dasso Saldívar que cuenta Álvaro Mutis: en medio de los escollos para adaptarse en el entorno defeño, a Gabo lo invadió “una especie de ensimismamiento pernicioso”: “el síndrome de México”.  

“Entonces Mutis pensó que contra el síndrome de México sólo había una terapia definitiva: llevárselo al Caribe, a Veracruz, [al puerto] a que respirara el olor de la guayaba.
        “Con el pretexto de entregarle a Sergio Galindo en Jalapa los originales de Los funerales de la Mamá Grande, se fueron un sábado por la mañana en el Ford rojo de Mutis, llevando por escudero a Francisco Cervantes [1938-2005], un joven poeta de veintitrés años que recibió en ese viaje su bautizo marino y para quien García Márquez pedía a gritos, eufórico desde la ventanilla del copiloto, que abrieran paso, carajo, ‘que llevamos una virgen del mar’.
“Tal como lo había previsto Mutis, el milagro se operó efectivamente en Veracruz, frente al mar hechizado de la infancia del novelista, pues éste, feliz y tras haber probado el chile bravío [el chile jalapeño] en una comida con el gobernador [Antonio Modesto Quirasco], se sacó la solitaria que llevaba dentro y le confesó: ‘Si existe Veracruz, si aquí también se puede hablar caribe, entonces yo me quedo en México. No hay ningún problema’. Y se quedó. Aquí plantaría sus árboles, criaría sus hijos [Gonzalo, su segundo y último hijo nació en México el 16 de abril de 1962] y escribiría la más inmortal de sus novelas, dando el salto definitivo hacia la fama y la gloria universales.”
     
(Editorial Sudamericana, Buenos Aires, mayo 30 de 1967)
       Es decir, si la edición príncipe de Cien años de soledad —su quinto libro publicado y el más trascendente— apareció en Buenos Aires “el 30 de mayo de 1967” editado por Sudamericana, fue escrito en México, entre mediados de julio de 1965 y mediados de 1966, precisamente en “La cueva de la mafia”, el cuarto-estudio de la casa que los García Márquez rentaban en el barrio de San Ángel Inn (“calle de La loma número 19”), al que sólo accedían Mercedes Barcha (su esposa desde el 21 de marzo de 1958) y dos parejas: Álvaro Mutis y Carmen Miracle, y Jomi García Ascot (1927-1986) y María Luisa Elío (1926-2009); no obstante, sólo a los dos últimos está dedicada, debido a que eran sus escuchas más entusiastas, sobre todo ella, a quien prometió dedicársela.

Los funerales de la mamá Grande (Ficción núm. 34, UV, Xalapa, abril de 1962)
es el primer libro que Gabriel García Márquez publicó en México.
El ejemplar de la imagen pertenece al acervo bibliográfico de Juan de la Cabada,
resguardado en la USBI Xalapa de la Universidad Veracruzana.
       Pero el primer libro que Gabriel García Márquez publicó en México fue Los funerales de la Mamá Grande, su tercer libro y su primer libro de cuentos, impreso en abril de 1962 con el número 34 de la serie Ficción de la Universidad Veracruzana y con un tiraje de dos mil ejemplares, dedicado Al cocodrilo sagrado (Mercedes Barcha Pardo). 

Mercedes Barcha Pardo antes de casarse  en  Barranquilla con Gabriel García Márquez,
precisamente "el 21 de marzo de 1958 a las once de la mañana en la iglesia del Perpetuo
Socorro, en la Avenida 20 de Julio, tras un noviazgo de poco menos de tres años."
Imagen incluida en García Márquez. Una vida (Debate, Colombia, 2009),
biografía escrita por el británico Gerald Martin.
       Vale recordar que su primer libro, la novela La hojarasca, fue impresa en Bogotá, “en mayo de 1955”, por Ediciones S.L.B. y tuvo escasa circulación. Y algo parecido sucedió con su segundo libro, la novela El coronel no tiene quien le escriba, impresa en Medellín, en “septiembre de 1961”, por Aguirre Editor. Y según dice Gerald Martin en su citada biografía, fue hasta abril de 1962, cuando Gabo, en México, vio y recibió los primeros ejemplares de El coronel, mes en el que con La mala hora ganó, en Colombia, el “Premio ESSO de Novela 1961” (“tres mil dólares”, que le sirvieron para comprarse su célebre Opel blanco y para pagar los gastos del nacimiento de su hijo Gonzalo). 

La mala hora (la legendaria novela de los pasquines iniciada en París, en 1956, en el cuartito del séptimo piso del Hotel de Flandre de la rue Cujas del Barrio Latino, el mismo donde escribió El coronel) fue su cuarto libro publicado y según anota Dasso Saldívar: “La primera edición de Madrid se hizo el 24 de diciembre de 1962 en los talleres de Gráficas de Luis Pérez.” Pero con unas meteduras de pata que disgustaron al autor y por ende en la edición que Ediciones Era hizo en México, en “abril de 1966”, Gabo la precedió con una “Nota a la primera edición” que a la letra dice: 
“La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora.”
(La Oveja Negra, 3a. ed. colombiana, Bogotá, junio de 1980)
Edición sin la "Nota a la primera edición" firmada por Gabo en 1966.
        Tal validada edición de La mala hora, además de ser su cuarto libro que vio la luz, fue su tercer libro publicado en México, pues Ediciones Era, en 1963, le publicó la segunda edición de El coronel y por ende éste fue su segundo libro publicado en México.

Cabe recordar que si bien la primera edición en libro de El coronel es la editada en Medellín, por Aguirre Editor, en “septiembre de 1961”, hubo una edición anterior hecha sin la autorización de Gabo, la cual, según lo consigna Mario Vargas Llosa en la “Bibliografía” de García Márquez: historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971), apareció en Bogotá en el número 19 de la revista Mito, correspondiente a “mayo-junio de 1958”, de la página 1 a la 38.
(Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971)
  Por otra parte, la Universidad Veracruzana nunca volvió a editar Los funerales de la Mamá Grande (ni siquiera ha hecho una conmemorativa y anotada edición facsimilar). Y si bien a México llegaron ejemplares de posteriores ediciones impresas en España por Plaza & Janés, Bruguera, Mondadori y Alfaguara, y en Colombia por La Oveja Negra, Diana, la editorial mexicana que en México casi ha monopolizado la edición y reedición de los libros de Gabriel García Márquez, sólo lo editó por primera vez hasta “Noviembre de 1986”. Pero la curiosa segunda edición de Los funerales de la Mamá Grande —signada por el súbito y recién boom de Cien años de soledad— apareció en Buenos Aires, el 20 de septiembre de 1967, editado por Sudamericana en la Colección Índice. 

Estuche con el disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo ex profeso del crítico Emmanuel Carballo.
(UNAM, 4ta. ed. corregida, México,  marzo de 1998)
       
Estuche con el disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo de Emmanuel Carballo; y un DVD con un documtental
conmemorativo producido por el Canal 22 del CONACULTA.
(UNAM, 5ta. ed. corregida, México, marzo de 2007)
         Un efervescente período en el que en México aún era novedad la edición del disco con la voz de Gabriel García Márquez, número 10 de la serie Voz Viva de América Latina, colección de elepés que editaba el Departamento de Voz Viva de Difusión Cultural de la UNAM (ahora lo hace en discos compactos). En tal elepé la voz de Gabo leía (o lee) dos bloques de fragmentos de Cien años de soledad (lado A y lado B). Y en el cuaderno adjunto se reprodujeron éstos, precedidos por una “Presentación” que el crítico Emmanuel Carballo fechó en “(1967)”, lo cual remite al hecho de que apareció cuando la novela “estaba a punto de llegar a librerías de Buenos Aires” (“se distribuyó o publicó el 5 de junio” de 1967 y en 15 días ya se habían agotado “los ocho mil ejemplares de la primera edición”), por ende es el “primer ensayo sobre Cien años de soledad” (aparecería también en la Revista de la Universidad de México, correspondiente a noviembre de 1967), lo cual implica que durante el proceso de escritura el crítico mexicano fue uno de sus primeros lectores, pese a que no pertenecía al reducido y entrañable grupo de amigos de Gabo que solían reunirse con él por las noches en su rentada casa de San Ángel Inn.


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II de III
Los comentaristas, críticos y biógrafos de Gabriel García Márquez suelen brindar visos y minucias de que su narrativa anterior a la génesis de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) es un ejercicio preparatorio que se encamina a esa apoteósica y central “novela donde ocurre todo”, “que, como en el caso del Quijote, partiría en dos la historia de la narrativa en lengua castellana”. 
       En una carta fechada el “22 de julio de 1967” que Gabriel García Márquez le escribió a su colega y compadre Plinio Apuleyo Mendoza, insertada en Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013), el hijo del telegrafista de Aracataca le dice:
(Ediciones B, Barcelona, febrero de 2013)
      “Estoy tratando de contestar con estos párrafos, y sin ninguna modestia, a tu pregunta de cómo armo mis mamotretos. En realidad, Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años, y con el título de La casa, y que abandoné al poco tiempo porque me quedaba demasiado grande. Desde entonces no dejé de pensar en ella, de tratar de verla mentalmente, de buscar la forma más eficaz de contarla, y puedo decirte que el primer párrafo no tiene una coma más ni una coma menos que el primer párrafo escrito hace veinte años. Saco de todo esto la conclusión que cuando uno tiene un asunto que lo persigue, se le va armando solo en la cabeza durante mucho tiempo, y el día que revienta hay que sentarse a la máquina, o se corre el riesgo de ahorcar a la esposa.”

(Debate, Colombia, 2009)
       En Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, Colombia, 2009), Gerald Martin, al igual que otros biógrafos, confirma que La casa, que se ubica en “un lugar con ecos de Aracataca”, es “el germen de Cien años de soledad” y que hay “fragmentos que se conservan y que posteriormente se publicaron en El Heraldo de Barranquilla”. Pero su inicio no lo sitúa a los 17 años de Gabo, sino a los 21, entre “la segunda mitad de 1948, y con mayor ahínco a comienzos de 1949”. Y más aún cuando en 1950 siguiente se asienta su vínculo con el “Grupo de Barranquilla”. 

Sepa esto o no, el lector de los 8 cuentos que reúne Los funerales de la Mamá Grande puede observar las interrelaciones con obras anteriores y posteriores a Cien años de soledad —descuella el caso de La mala hora, de la cual se desgajaron los cuentos, como también fue el caso de El coronel no tiene quien le escriba  y que los consabidos marcos geográficos que subyacen y gravitan en ellos son Macondo (Aracataca) y el anónimo pueblo con un puerto fluvial (Sucre).
(La Oveja Negra, 3ra. ed. colombiana, Bogotá, mayo de 1980)
  En “La siesta del martes”, el primero, una humilde madre y su pequeña hija arriban a un caluroso pueblo que a eso de las dos de la tarde duerme la siesta “agobiado por el sopor” y lo hacen “en el escueto vagón de tercera clase” de un tren de vapor casi vacío que el lector colige es el astroso y célebre tren amarillo y por ende la descripción de la plaza central (donde la mayoría de las casas están construidas “sobre el modelo de la compañía bananera”) evoca a Macondo (Aracataca), ya abandonado por la multitudinaria hojarasca que otrora imantó la fiebre del banano. Resulta lógico, entonces, que Carlos Centeno, su hijo, el harapiento y descalzo ladrón que intentó robar a una viuda con “28 años de soledad”, haya muerto por una bala que le hizo pedazos la nariz y que ésta haya salido de “un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía”.
En “Un día de estos”, el segundo, “don Aurelio Escobar, dentista sin título y buen madrugador” —quien atiende a sus pacientes en su elemental y pobrísimo gabinete de rancho—, en el hosco, moroso y perentorio trato que le brinda al alcalde, quien luce una mejilla hinchada por un absceso y sin afeitar —variante con el que aparece en El coronel y en La mala hora, transluce el cruento abuso del poder que éste ejerce en ese anónimo pueblo cuyo modelo real es Sucre, que también lo es en el tercer cuento: “En este pueblo no hay ladrones”, que tiene la particularidad de haber sido adaptado al cine en la homónima película, de 1964 , dirigida por Alberto Isaac (1923-1998) —con guión de éste y Emilio García Riera (1931-2002), en cuyo elenco, además de que García Márquez hizo el fugaz papel del boletero del cine del pueblo, descuellan notables figuras de la cultura: el actor (y luego cineasta) Julián Pastor encarnó a Dámaso (el tontorrón galán que se peina a la Jorge Negrete) y la bailarina Rocío Sagaón personificó a su embarazada mujer que lavando ajeno lo sostiene y lo provee de sus cajetillas de cigarros; Juan Rulfo y Carlos Monsiváis aparecen de jugadores de dominó; Leonora Carrington se ve entre los fieles de la inglecita donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; el pintor José Luis Cuevas es un jugador de billar; Emilio García Riera, crítico e historiador del cine mexicano, es un experto en billar; la periodista y narradora María Luisa la China Mendoza es una cabaretera; el actor Héctor Ortega es el mesero gay, amanerado y algo cómico; Luis Vicens, amigo de Gabo desde la época del Grupo de Barranquilla —quien participó en el legendario corto La langosta azul (1954), rodado en Playas de Puerto Colombia, Barranquilla—, caracteriza a don Ubaldo, el dueño del changarro donde Dámaso se roba las bolas del billar. El papel de Gabo como custodio de la entrada y boletero de cine evoca el supuesto rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su intento de estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (soñaba con convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró figurar dizque de “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), pese a que el filme data de 1954 y Gabo aún estaba en Bogotá trabajando como reportero de El Espectador. Pero Gabriel García Márquez, cita Dasso, no pudo acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme en la que también actúan Marcello Mastroianni y Vittorio De Sica, pues su chamba dizque “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.
Luis Buñuel en el papel del cura que dicta un severo sermón contra los ladrones de
toda laya; fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964), dirigido
por Alberto Isaac, basado en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
Entre las feligreses, Leonora Carrington es la mujer ataviada de negro.
     
José Luis Cuevas en el papel de un jugador de billar, fotograma de la película
En este pueblo no hay ladrones (1964)
 
Abel Quezada y Juan Rulfo y tomando cerveza.
Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964)
   
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo
Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
         “La prodigiosa tarde de Baltazar”, el cuarto cuento, también se ubica en un anónimo pueblo cuyo modelo es Sucre. En Baltazar, el hacedor de “la jaula más bella del mundo” (“una aventura de la imaginación”, califica un médico), hay una pizca de la desmesura, del delirio y la locura de José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo en Cien años de soledad; y en Úrsula, su esposa, priva la sensatez, la perspicacia y el sentido común que distingue, generación tras generación, a Úrsula Iguarán, la esposa del citado José Arcadio Buendía. José Montiel, además de ser el mandón y enriquecido cacique que hace la siesta en la hamaca y duerme “sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la casa” y que se niega a pagarle a Baltazar los 60 pesos por la jaula que le encargó su hijo de “unos doce años”, tiene prohibido por el médico “coger rabia”. 

Y en “La viuda de Montiel”, el quinto cuento, el temido y ricachón cacique José Montiel (quien, confabulado con el alcalde, hizo su vertiginosa e inmensa fortuna con asesinatos y latrocinios toleraros por la dictadura que impera en el país) acaba de morir “en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido”. Para las honras fúnebres, a las que casi nadie asiste (sólo estuvieron “sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal”), su hijo no abandona el consulado en Alemania ni su par de hijas se distancian de la vida dulce y regalada en París (no regresan a ese “país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas”). Es así que ya muerto José Montiel y sin la amenaza coercitiva que ejercía sobre los habitantes del pueblo, los acumulados caudales de la extensa hacienda de su propiedad empiezan a perderse (y luego a ser saqueados): “Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito.” 
Transcurridos dos años, la viuda de Montiel tiene en su dormitorio una visión onírica donde el fantasma de la Mamá Grande (protagonista del último de los 8 cuentos y quien también aparece en Cien años de soledad) le revela el instante de su muerte:  
“La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
“—¿Cuándo me voy a morir?
“La Mamá Grande levantó la cabeza.
“—Cuando te empiece el cansancio del brazo.”
   Vale recordar que “La viuda de Montiel” —con detalles y variantes extraídos de La mala hora es el cuento en que se basó la película homónima, de 1979, dirigida por el chileno Miguel Littin, con guión de éste y José Agustín, rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, cuyo estreno mundial se sucedió en el Ágora de la Ciudad, en la capital veracruzana. En su reparto figuran: Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel), Nelson Villagra (José Chepe Montiel), Ernesto Gómez Cruz (el señor Carmichael), Katy Jurado (la Mamá Grande), Pilar Romero (Hilaria) y Alejandro Parodi (el alcalde), entre otros.
Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin
durante el rodaje del filme La viuda de Montiel (1979).


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III de III
En “La viuda de Montiel”, el quinto cuento de Los funerales de la Mamá Grande (UV, Xalapa, 1962), descuellan las menudencias, exageraciones y detalles (maravillosos o insólitos) que caracterizan el reputado y consabido realismo mágico garciamarquiano. Y lo mismo ocurre, pero con más caudal y énfasis, en “Un día después de sábado”, el sexto cuento, en donde además refulgen las pinceladas barrocas, como es el caso del sonoro y rimbombante nombre del sacerdote Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, con 94 años de edad y tres décadas de vivir en ese pueblo que sin duda es Macondo (cuyo intrínseco modelo es Aracataca), ya abandonado por la fiebre del banano y por la hojarasca que llegó y se fue con ella, pues, además de que su solitario y polvoriento hotelito tiene una tablilla que reza “Hotel Macondo”, el cura, enfundado en su “sotana blanca y averiguada con grandes remiendos cuadrados”, día a día, desde hace tiempo, se acomoda en un escaño de la solitaria estación del ferrocarril a la hora en que éste llega (y casi enseguida se marcha sin que nadie o casi nadie baje o suba), que es “la hora en que resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta”.
(Col. Índice, Sudamericana, Buenos Aires, 1967)
Ejemplar del acervo bibliográfico de Germán Dehesa resguardado
en la USBI Xalapa de la Universidad Veracruzana.
       “De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin parar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea —ya encendidas las luces— y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.”

Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo
        Casi resulta tautológico decir que tal pasaje, con su implícita referencia a la matanza ocurrida en Ciénega en 1928, remite y evoca a Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967), la novela central de Gabriel García Márquez. Así que no extraña que por esos días, en Macondo, esté “cayendo una lluvia de pájaros muertos” y que algunas aves rompan las alambreras y las “ventanas para morirse dentro de las casas” —lo que parece un premonitorio pasaje transcrito de Los pájaros (1963), le película de Alfred Hitchcock—. Y que la señora Rebeca, alarmada por esto, además del lejano parentesco con el obispo, sea viuda y prima hermana del coronel Aureliano Buendía, cuya casa no ha “vuelto a sosegarse desde cuando sonó un pistoletazo, hacía más de cuarenta años, y José Arcadio Buendía hermano del coronel, cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar”. Así que el cura, impelido por un moribundo pájaro que cae del cielo frente a él y frente a la casa de la señora Rebeca, al entrar y salir de allí, advierte “la humedad de la casa”, “la concupiscencia” y el “insoportable olor a pólvora en el cadáver de José Arcadio Buendía”, muerto hace cuatro décadas. 

Edición conmemorativa del 40 aniversario de
Cien años de soledad
Real Academia Española
Asociación de Academias de la Lengua Española
(Alfaguara, Colombia, marzo 6 de 2007)
Texto revisado por el autor para esta edición de un millón de ejemplares
        A tales vínculos con Cien años de soledad, se añade el hecho de que el cura Antonio Isabel, nonagenario y algo senil (no puede recordar si en el Apocalipsis se habla de la “lluvia de pájaros muertos”), subsiste ante el descrédito de la mayoría de los fieles por haber dicho en el púlpito que vio al diablo. Así, cuando en la misa del domingo vocifera que vio al Judío Errante (que también figura en Cien años de soledad), se dictamina que perdió el juicio. Y así parece, pues además de otros visos, al monaguillo que recaudará las limosnas le ordena decir que “es para desterrar al Judío Errante” y que luego le entregue el dinero el joven forastero “que estaba solo al principio” diciéndole “que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo”. 

Un sombrero que no necesita ese joven fuereño que el sábado viajaba en el tren amarillo rumbo a la capital y que al ver al sacerdote “Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel”. Y se bajó sólo para alimentarse. Pero mientras comía en el Hotel Macondo, el tren se fue con “el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación” de su madre agobiada por el reumatismo tras 18 años de ser la maestra en la escuelita de Manaure (“cuatro paredes de barro y cañabrava”). Su madre le acaba de regalar el sombrero por sus 22 años y es tan ingenuo que nunca antes había visto la luz eléctrica; y “la palabra ‘jubilación’” la interpreta “en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.”
“Rosas artificiales”, el séptimo cuento, se sucede en la humilde casa de un pueblo (que sin duda es el anónimo pueblo con un puerto fluvial, lo revela La mala hora) donde viven tres mujeres devotas: Mina, una joven enamorada en secreto y que así ha estado escribiendo cartas a un amor platónico e imposible; su esquiva madre y la abuela ciega, pero con la capacidad de auscultar y ver el entorno con el oído, la lógica y el corazón. Allí, Mina, auxiliada por Trinidad, “experta en el rizado de pétalos”, confecciona pedidos de rosas urdidas a mano. El toque extraño o maravilloso lo rubrican los ratones que durante la noche cayeron en las trampas de la iglesia y que Trinidad lleva en una caja de zapatos y que terminan en el excusado.
“Los funerales de la Mamá Grande” es el octavo y último cuento del libro. Y en él se narra el deceso y las apoteósicas pompas fúnebres de esa legendaria matrona, “virgen y sin hijos”, “soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes de septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”, cuyo retintín (se apuntó en la segunda entrega de la nota) aparece en Cien años de soledad.
Gabriel García Márquez coronado con Cien años de soledad (1967)
       Esa enriquecida y todopoderosa cacique, cuya muerte suscita “una conmoción nacional” y alegatos y debates entre los hombres del poder político y gubernamental de un tácito país latinoamericano cuyo modelo es Colombia, llevó por nombre el de María del Rosario Castañeda y Montero hasta que “asistió a los funerales de su padre, y regresó por la calle esterada investida de su nueva e irradiante dignidad, a los 22 años convertida en la Mamá Grande”. “Nadie era indiferente a esa muerte”, pues “Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres, y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos” desde los tiempos de la Colonia. De modo que “La aldea se fundó alrededor de su apellido”. Y en el momento de la elaboración del larguísimo testamento destinado a sus “nueve sobrinos, sus herederos universales”, los límites de sus extensos dominios territoriales comprenden “las seis poblaciones del distrito de Macondo, incluso la cabecera del municipio, de manera que todo el que habitara una casa no tenía más derecho de propiedad del que le correspondía sobre los materiales, pues la tierra pertenecía a la Mamá Grande y a ella se pagaba el alquiler, como tenía que pagarlo el gobierno por el uso que los ciudadanos hacían de las calles”.

       A estas alturas del libro y de la nota, casi resulta tautológico volver a observar que ciertos personajes de la obra garciamarquiana aparecen en varias narraciones en circunstancias idénticas o parecidas. Y así ocurre con el sacerdote Antonio Isabel, nonagenario y senil en “Un día después de sábado”, pero ligero y caminando por su propio pie. En “Los funerales” es casi centenario y senil también, pues habla solo; pero ahora es un tremendo obeso, de modo que se necesitaron diez hombres para llevarlo “desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones”. Y por ende también fueron diez hombres los que tuvieron que “subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volver a subirlo en el minuto final” de la extremaunción. 
El cuento casi concluye con el carnavalero festín popular (“40 grados a la sombra”), autorizado por “el presidente de la República”, con que se celebran los funerales de la Mamá Grande: “En las calles congestionadas de ruletas, fritangas y mesas de lotería, y hombres con culebras enrolladas en el cuello que pregonaban el bálsamo definitivo para curar la erisipela y asegurar la vida eterna; en al placita abigarrada donde las muchedumbres habían colgado sus toldos y desenrollado sus petates, apuestos ballesteros despejaron el paso a la autoridad [...]”
Colección Los Premios Nobel
(Ediciones Orbis, Barcelona, 1982)
         En la enumeración de los multitudinarios asistentes oriundos de todas las latitudes geográficas no pasa por alto, para muchos lectores, el pasaje que remite a El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y a Cien años de soledad y que a letra dice:

“Hasta los veteranos del coronel Aureliano Buendía —el duque de Marlborough a la cabeza, con su atuendo de pieles y uñas y dientes de tigre— se sobrepusieron a su rencor centenario por la Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar al presidente de la República el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía sesenta años.”  
Así, tampoco pasan por alto el guiño a “los mamadores de gallo de La Cueva” (presentes en los funerales), que implícitamente celebra al Grupo de Barranquilla (Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Alejandro Obregón, “literalmente vertebrados”, dice Dasso Saldívar, “por los veteranos escritores José Félix Fuenmayor y Ramón Vinyes, ‘el sabio catalán’ de Cien años de soledad”), los cofrades con quienes Gabo, “en diciembre de 1949”, empezó a hacer vida bohemia y quienes originalmente son los destinatarios de la famosa frase: “Escribo para que mis amigos me quieran más”; y por ende, Álvaro, Germán y Alfonso también son aludidos en El coronel y en Cien años.

"Grupo de Barranquilla. De izquierda a derecha, de pie: Alfredo Delgado, Carlos de la Espriella,Germán Vargas,
Fernando Cepeda, Orlando Rivera (Figurita). Sentados: Roberto Prieto, Eduardo Fuenmayor, Gabriel García
Márquez, Alfonso Fuenmayor, Ramón Vinyes ('el sabio catalán') y Rafael Mariaga."
Imagen incluida en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997),
biografía de Dasso Saldívar.
     Según anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), “‘Mamar gallo’, de donde vienen ‘mamagallismo’ y ‘mamagallista’, es una expresión popular, de uso corriente hoy en toda Colombia, que designa el particular sentido del humor de los habitantes de la Costa Atlántica. En general, suele usarse como sinónimo de tomar el pelo, pero en términos garciamarquianos ‘mamar gallo’ es el humor fino, carente de mal gusto, es, como lo ha precisado el mismo García Márquez, ‘entrarle a las cosas más serias, más fastidiosas, como ni no las estuviéramos tomando en serio por miedo a la solemnidad’. ‘Mamar gallo’, según algunos etnolingüistas, es una expresión procedente de Venezuela, y parece que tiene su origen en la costumbre de los galleros de mamar o chupar la cresta de los gallos. También significa en algunas regiones colombianas acariciar o besar [o chupar] la vulva de la mujer.”



Gabriel García Márquez, Los funerales de la Mamá Grande. Colección Ficción núm. 34, Universidad Veracruzana. Xalapa, abril de 1962. 152 pp.



     Enlace a En este pueblo no hay ladrones (1964), película de Alberto Isacc basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez

      Enlace al papel de Gabriel García Márquez en la película En este pueblo no hay ladrones (1964)