Una fusión mortífera de la hoz y el martillo
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Homónima de un cuento de Raymond Chandler (1888-1959), El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009) es una de las novelas más laboriosas y voluminosas del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955). “Una fascinante historia sobre el asesinato de Trotski”, anuncia el cintillo publicitario, lo cual parece refrendarse con la foto que ilustra el frontispicio: una imagen datada “en Francia en 1933”, donde el otrora líder de la Revolución de Octubre de 1917 y creador del Ejército Rojo, juega con dos pastores alemanes.
(Tusquets, 1ra. edición mexicana, 2009) |
Tal licencia literaria o error histórico, pese a ser una minucia, no es el único yerro. León Trotsky y Natalia Sedova llegaron a la Ciudad de México, vía la estación de Lechería, en el tren proporcionado por el presidente Lázaro Cárdenas tras ser recibidos en el puerto de Tampico, “el 9 de enero de 1937”, por una breve comitiva en la que figuraba Frida Kahlo y por ende ella y Diego Rivera (aún convaleciente de “una infección en el hígado”) les brindaron refugio en la Casa Azul de Coyoacán. Desde que pusieron un pie en territorio mexicano comenzaron las protestas y campañas en contra de su presencia en el país, sobre todo orquestadas por la estalinista CTM (Confederación de Trabajadores de México) y por el estalinista Partido Comunista Mexicano (muy visible en pancartas exhibidas durante el desfile del 1º de mayo de 1940). La madrugada del 24 de mayo de 1940, en Viena 19, se sucedió el primer atentado contra la vida de León Trotsky, fallido asalto en el que participaron una veintena de estalinistas (mexicanos y ex combatientes españoles) disfrazados de militares y policías, entre los cuales estuvo el pintor David Alfaro Siqueiros, quien para eludir a la policía y la cárcel se fue a esconder, con su mujer Angélica Arenal, en el entorno de Hoxtotipaquillo, pueblo minero del estado de Jalisco. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que “Después de vivir más de cuatro meses prófugo, Siqueiros fue capturado y encarcelado en Lecumberri. Esta vez estuvo preso entre octubre de 1940 y abril de 1941.” Es decir, fue aprendido cuando Trotsky ya había sido asesinado. Lo cual también afirma Isaac Deutscher en Trotsky: el profeta desterrado (1929-1940) (Era, 1969): Siqueiros fue “Arrestado el 4 de octubre de 1940 (después del asesinato de Trotsky)”; y, con otra fecha, esto también se dice en “El asesinato de Trotsky” (Comunidad CONACYT, núm. 121-122, enero-febrero de 1981), reportaje de Eduardo Téllez Vargas, reportero de policía que en primera línea siguió el caso acompañando las investigaciones del coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe del servicio secreto de la policía de la Ciudad de México: “Mientras seguía el proceso en el juzgado de Coyoacán, el coronel Sánchez Salazar no cejaba en su idea de localizar y detener a David Alfaro Siqueiros, lográndolo el 26 de septiembre de 1940 —cuando ya había muerto don León Trotsky—, en la población de Hostotipaquillo, Jalisco, donde era protegido por trabajadores mineros y las propias autoridades locales, todas ellas de filiación comunista.”
El reportero Eduardo Téllez Vargas entrevista al pintor David Alfaro Siqueiros "por el caso Trotsky" Octubre 5 de 1940 |
Pues bien, en la novela de Leonardo Padura —que casi inicia con la transcripción de un fragmento del interrogatorio del coronel Sánchez Salazar al asesino material—, el pintor Siqueiros fue hecho preso antes del asesinato, por ende “Sánchez Salazar fue a verle [a Trotski] para informarle que habían detenido a Siqueiros en un pueblo del interior.” Y soltó la lengua, pero negó “la participación de ningún francés o polaco”, el equívoco judío (¿francés o polaco?) del que hablaban sus compinches ya aprendidos e interrogados, el escurridizo agente de la GPU (la policía secreta de Stalin) que organizó el asalto y que en la obra, Ramón Mercader y su mentor Kotov (el agente ruso de mil rostros que en 1937 lo reclutó en la Sierra de Guadarrama), apodan Felipe; y que según Irene Herner era “Jorge Dimitrov, encargado del servicio secreto estalinista de la URSS”; y que según supusieron Alfonso Quiroz Cuarón y José Gómez Robleda en su exhaustivo investigación de “1359 cuartillas” realizada en 1940 —apunta el periodista José Ramón Garmabella en “¿Quién fue Jacson-Mornard?” (Comunidad CONACYT, ídem)— no era otro que el propio asesino de Trotsky (el tal Jacques Mornard o Frank Jacson con su falsificado acento francés), quien, conjeturaron, había conocido a Siqueiros en España durante la Guerra Civil, además de haber “dirigido intelectualmente” el fallido asalto armado del 24 de mayo de 1940.
El reportero de policía Eduardo Téllez Vargas y León Trotsky en la casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19), sitio donde fue atacado con un piolet la tarde del 20 de agosto de 1940 |
En la espléndida y persuasiva novela de Leonardo Padura, Ramón Mercader, antes del asesinato no conoce ni conoció a Siqueiros (ya preso en Lecumberri en algún momento el pintor le envió un cuadro). Según el complot para asesinar a Trotski (la “Operación Pato”), urdido desde la URSS bajo las órdenes y el visto bueno de José Stalin, incluía dos etapas, armadas paralelamente, pero secretas la una ante la otra: el plan A, que fue el fallido atentado del 24 de mayo de 1940, dirigido por el camarada Felipe (dizque judío, francés o polaco); y el plan B, que fue el que ejecutó con el piolet el supuesto belga Jacques Mornard (con falsificados papeles del apócrifo canadiense Frank Jacson).
En la novela, lo que salvó y premió a Ramón Mercader del Río fue su disciplinado silencio sobre el intríngulis de la “Operación Pato” y el que no dijera una sola palabra sobre su verdadera identidad y su origen español, probado en 1950 “con huellas dactilares de su ficha policial anterior a la Guerra Civil Española”. Pero además ya había sido identificado cuando aún se realizaban las investigaciones policiales y el juicio: “recordaba como muy difícil el momento en que el juez instructor le habló de las evidencias de que su verdadero nombre era Ramón Mercader del Río, catalán de origen, pues unos refugiados españoles habían reconocido su foto en los periódicos, y hasta le puso delante una instantánea, tomada en Barcelona, donde él aparecía vestido de militar. La existencia de esa prueba conllevó más interrogatorios y torturas con el propósito de arrancarle una confesión, y cientos, miles de veces, le repitió las mismas preguntas (¿Qué cerebro armó su brazo? ¿Quiénes fueron los cómplices del crimen? ¿Quiénes lo mandaron aquí, quiénes lo auxiliaron, quiénes le proporcionaron los medios económicos para preparar el atentado? ¿Cuál es su verdadero nombre?). Sus respuestas, en todos los casos, en todos los años y coyunturas, siempre habían salido de la carta [escrita por el agente Kotov para que la dejara caer en Viena 19 tras matar a Trotski]: nadie lo había armado, no tenía cómplices, había viajado con el dinero que le facilitó un miembro de la IV Internacional cuyo nombre había olvidado, su único contacto en México había sido un tal Bartolo, no recordaba si Pérez o Paris, y él se llamaba Jacques Mornard Vandendreschs y había nacido en Teherán, durante una misión de sus padres, diplomáticos belgas, con los que después había vivido en Bruselas y no sabía nada de ningún Mercader del Río y, aunque se parecieran mucho, él no podía ser el hombre de la foto.”
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Para esbozar y desentrañar el contexto histórico, social y político en que se sucede el asesinato de León Trotski perpetrado por el catalán Ramón Mercader del Río (mano asesina de José Stalin), Leonardo Padura hizo una amplia investigación bibliográfica, hemerográfica, documental, geográfica y arquitectónica (in situ), que implica, en la urdimbre de su novela El hombre que amaba a los perros , un examen y una crítica sin concesiones a la gran mentira y putrefacción genocida y dictatorial en que muy pronto se convirtió la utopía del siglo XX: la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), dizque el primer estado proletario del mundo. Pero también implica una intromisión en los cruentos entretelones de la Guerra Civil Española (1936-1939), cuyo bando republicano era apoyado por armamento ruso y asesores soviéticos infiltrados, incluso, en los “paseos” y en las refriegas fraticidas contra los trotskistas y anarquistas, sin que en ningún momento tal apoyo haya contemplado el triunfo de la República ante el avance de los fascistas de Francisco Franco, sino urdir el trasfondo expansionista que implicó el pacto de no agresión firmado en septiembre de 1938 entre la Rusia de José Stalin y la Alemania de Adolf Hitler. Pero también la novela implica una radiografía más —rasgo distintivo en la narrativa del cubano Leonardo Padura— sobre la miseria (social, individual, educativa, cognoscitiva, ideológica, literaria, libertaria) fermentada y empantanada en la Cuba socialista, tanto cuando era satélite del imperio de la Unión Soviética, como cuando tras la disolución de ésta en 1991 se agudizaron la crisis y las múltiples carencias.
Leonardo Padura y El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009) |
En este sentido, la novela El hombre que amaba a los perros, dividida en tres partes y treinta capítulos, discurre por tres principales ámbitos, cuyas tramas y sucesos se desarrollan de manera alterna y paralela. Uno gira en torno al cubano Iván Cárdenas Maturell, quien tras la dramática muerte de Ana (su última mujer), ocurrida el 16 de septiembre de 2004 en su mísero y agrietado departamento de Lawton, empieza a cavilar en el miedo que le impidió escribir una tétrica historia que se remonta al 19 de marzo de 1977, cuando, a sus 28 años, en la playa de Santa María del Mar conoció a un avejentado y enfermo extranjero, al cual, por sus dos galgos rusos (Ix y Dax), apodó “el hombre que amaba a los perros”. Y a partir del primer encuentro concertado por éste (quien dijo llamarse Jaime López) y hasta el último, sucedido el 22 de diciembre de 1977, le contó, de forma oral, la historia del asesino y del asesinato de Trotski, sin que por entonces tuviera cabal idea, información y conocimiento de quién era Ramón Mercader del Río y quién había sido ese histórico prócer de la Revolución de Octubre, expulsado por Stalin y perseguido por “traidor”.
En 1983, aún en la casa familiar de Víbora Park (otrora construida por su finado padre) donde vivía con Raquelita, su mujer de entonces (embarazada de su segundo vástago), recibió, de manos de “una mujer, negrísima y alta”, una larga carta (más de 50 hojas manuscritas) guardada “desde mediados de 1978” (el año que Ramón se fue de Cuba y murió), donde el tal Jaime López refrendó su historia y entonces a Iván le dio el pálpito o la casi certeza de que éste no era otro que Ramón Mercader del Río. Cosa que pudo corroborar hasta que vio las fotos en la biografía de éste, publicada en España y escrita entre Luis Mercader del Río y el periodista Germán Sánchez, la cual en 1993 le fue enviada de manera anónima. Conjunto de incentivos para que por fin concluya la historia siempre postergada, los cuales casi culminan con la imprevista visita, en 1996, del negro alto y flaco que en 1977 custodiaba y auxiliaba al enfermo Jaime López durante sus encuentros en la playa de Santa María del Mar, quien además de brindarle algunos datos y de revelarle que fue él quien le remitió la carta y la biografía, le entrega la herencia que le dejó Ramón Mercader: su fosforera de bencina (quizá para que le dé fuego a todo el bagaje).
El segundo ámbito narrativo delinea el orbe y los movimientos de Ramón Mercader del Río, desde que en 1937 es un joven miliciano que en la Sierra de Guadarrama combate contra los fascistas que pretenden la toma de Madrid, donde, a través de Caridad, su madre, lo recluta Kotov (su mentor y agente soviético), pasando por su entrenamiento en Rusia (ex profeso para asesinar a Trotski), sus estancias en Europa y Estados Unidos (particularmente en París y Nueva York) como parte de la “Operación Pato”, hasta el instante de la tarde del martes 20 de agosto de 1940 en que golpea, con el piolet, el cráneo de León Trotski.
Caridad, madre de Ramón Mercader del Río |
Pero además de los entretelones de la conspiración y del espionaje para asesinar a Trotski y su entronque con el fallido atentado de “los mexicanos” (entre los que figuró David Alfaro Siqueiros), tal vertiente también bosqueja aspectos personales, sentimentales y psicológicos de la vida íntima y de la idiosincrasia de Ramón Mercader del Río y de su truculenta madre, quien también es parte de la “Operación Pato”; cuyo carácter despiadado y manipulador se advierte cuando, el día que recluta a Ramón en la Sierra de Guadarrama, sin decir agua va y delante de su otro hijo (Luis, de apenas 14 años), de un balazo en la frente le mata al Churro, su perrito lanudo adoptado en la trinchera. Amén de que en otro episodio le vocifera una especie de declaración de principios que la signa: “a los enemigos no se les golpea cuando están de pie, sino cuando se han arrodillado. ¡Y se les golpea sin piedad, carajo!”.
El tercer ámbito narrativo traza el periplo del exilio —y su intrincada problemática, la vida doméstica y familiar (incluso la lejana), y el activismo político e ideológico— de León Trotski, desde que el “20 de enero de 1929”, tras un año de confinamiento en Alma Atá (capital de Kazajstán) con Natalia Sedova y su hijo Liova (Liev Sedov), reciben el folio de la GPU donde se les informa que se ha decretado su expulsión del país y que deben abandonarlo “en un plazo de 24 horas”.
“León Trotsky y su esposa Natalia Sedova en la Casa Azul. Coyoacán, ca. 1938” . Imagen incluida en Frida Kahlo. Sus fotos (RM, 2010), tomo con “Edición y puesta en página de Pablo Ortiz Monasterio”. |
Tal peregrinaje (por Turquía, Francia, Noruega y México), que en la obra concluye con el asesinato de Trotski, está marcado por las constantes intrigas, infundios, espionajes y acosos de Stalin y sus esbirros, reflejado en una serie de asaltos, detenciones, condenas, deportaciones, fugas, muertes y asesinatos, y en las cruentas purgas en la URSS y en los siniestros procesos de Moscú de 1937 y 1938.
León Trotsky, Diego Rivera y André Breton (México, c. julio de 1938) |
La “Tercera parte” de la novela, denominada “Apocalipsis” e integrada por los capítulos finales (el 29 y el 30), es el epílogo, el cual no esboza el destino de Natalia Sedova ni el su nieto Sieva Vólkov (de 14 años) y su perrito Azteca, sobrevivientes en la casa-fortaleza de Coyoacán, ni el de la atomizada y famélica IV Internacional, ni el del ideario bibliográfico y hemerográfico legado por León Trotski. Sólo se centra en las otras dos vertientes narrativas.
El capítulo 29, titulado “Moscú, 1968”, bosqueja la vida de Ramón Mercader en la URSS, a donde llegó, tras ser liberado, en mayo de 1960, y donde le refrendaron la identidad de Ramón Pávlovich López. Y además de sus medallas (“Héroe de la Unión Soviética y de la Orden de Lenin”), que le sirven para no hacer filas y proveerse de servicios y víveres (algunos sólo para extranjeros y diplomáticos), desde hace dos años vive (con su mujer mexicana, dos hijos adoptados ya adolescentes y un par de cachorros borzoi: Ix y Dax) en un pequeño pero privilegiado departamento en un edificio desde cuya altura, “si miraba al sur, veía los edificios de la universidad y de la iglesia de San Nicolás; si volteaba al norte, divisaba el puente Krymski, por donde solía cruzar hacia el parque Gorki, y más allá podía entrever las torres y los palacios más altos del Kremlin”. No obstante, sus movimientos están limitados y vigilados por la KGB; y pese que sueña con regresar a Barcelona, no ve la posibilidad de que lo dejen salir de la URSS.
Ramón Mercader del Río, condecorado por la URSS |
El 23 de agosto de 1968, mientras lee una nota sobre la invasión rusa en Praga, recibe una llamada de Kotov, a quien no escuchaba ni veía desde agosto de 1940. A partir del día siguiente, Kotov, a quien no le fue tan bien (le quitaron sus medallas, pasó 12 años preso y subsiste en la diminuta ratonera de un horrendo y marginal multifamiliar), le comienza a revelar una serie de oscuras minucias implícitas o en torno al asesinato de Trotski, entre lo cual le corrobora lo que Ramón ya había entrevisto: que “había sido utilizado para cumplir una venganza”, que era “una pieza más que prescindible”, pues “el plan era [le dice] que tú mataras a Trotski y que los guardaespaldas te mataran a ti”.
El capítulo 30, el último, titulado “Réquiem”, se vincula al primero, rotulado “La Habana, 2004”. Pero no está abordado por la voz y la perspectiva de Iván Cárdenas Maturell, sino por la de Daniel Fonseca Ledesma, el amigo más cercano de Iván, quien otrora, para documentarse sobre Trotski, le consiguió tres libros proscritos y clandestinos en Cuba: la trilogía biográfica urdida por Isaac Deutscher (“‘el profeta’: desarmado, armado y desterrado, en ediciones publicadas en México a finales de la década de los sesenta”); quien además, con el Pontiac 1954 heredado de su padre, lo acompañó al cementerio a enterrar a Ana. De hecho, dice, la última vez que vio con vida a Iván fue el 19 de septiembre de 2004, unos días después del entierro. Día que le habló de su inminente necesidad (intrínseca, neurótica, moral y existencial) de concluir el postergado libro sobre Ramón Mercader. Pero además de decirle que se lleve las sobadas hojas manuscritas de éste (con anotaciones de Iván), le anunció que no buscaría publicarlo y que lo haría depositario de las cuartillas para que haga con ellas lo que considere debido. A través de unos amigos se había enterado de que Iván “no quiere ver a nadie”, pues al parecer “está terminando de escribir algo”. El caso es que hasta el 22 de diciembre de 2004 (exactamente 27 años después de la última charla de Iván y Mercader), Daniel decide buscarlo, a eso de las tres de la tarde, en el mísero departamentito de Lawton, para invitarlo a que con él y su esposa pase la Nochebuena. No lo halla y un vecino le dice que desde “hace tres días” no lo ha visto. Luego de buscarlo en varios sitios y de preguntar a varias personas, es hasta la noche cuando retorna al departamentito. “Frente a la puerta [dice] me envolvió una atmósfera hedionda que no había advertido esa tarde, y la premonición se convirtió en evidencia.” Ya adentro describe el dramático escenario: los puntales de madera que sostenían el techo cedieron y en la cama, bajo “los pedazos de madera, concreto y yeso”, advierte el cuerpo de Iván y el del Truco, su perro de “pelambre amarilla”. Ve también, dice, “una caja de cartón, rotulada con mi nombre, donde estaban todos aquellos papeles escritos por él y Ramón Mercader”. Pero Daniel Fonseca no es Max Brod y por ende no se propone la póstuma edición, sino tras cerrar el “ataúd de mi amigo”, dice, “la cruz del naufragio (de todos nuestros naufragios) y esta caja de cartón, llena de mierda, de odio y de toneladas de frustración y de mucho miedo, se irán con él: al cielo o a la podredumbre materialista de la muerte. Quizá a un planeta donde todavía importen las verdades.”
Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros. Colección Andanzas (700), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, noviembre de 2009. 576 pp.