jueves, 10 de febrero de 2022

Los crímenes de Oxford

La bruja bajo su máscara

 

I de VI

En una breve y anónima nota preliminar, Booket pregona (a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global) que el escritor argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962) “Ganó el Premio Planeta Argentina con Crímenes imperceptibles, novela traducida a 35 idiomas y llevada al cine por Álex de la Iglesia, con el título Los crímenes de Oxford, el mismo con el que fue publicada en España por Destino.” Es decir, a priori parece que por obvias estrategias de mercadotecnia, la novela, escrita en el idioma de Cervantes, adoptó el nombre de ese filme estrenado en 2008 en el idioma de Shakespeare. No obstante, vale aclararlo y subrayarlo, la novela Crímenes imperceptibles apareció primero 2003, en Buenos Aires, editada por Planeta Argentina (filial del todopoderoso Grupo Planeta) en la serie Autores Españoles e Iberoamericanos, con un tiraje de quince mil ejemplares y 248 páginas. Y luego,  con el título Los crímenes de Oxford, el 4 de marzo de 2004 fue publicada en España por Ediciones Destino, con tapas duras y sobrecubierta y 211 páginas. Y con el mismo objetivo de caja registradora, el todopoderoso consorcio transnacional Planeta, en “mayo de 2019”, la publicó en México “Bajo el sello editorial BOOKET”, precisamente en la serie Bestseller y con un formato de bolsillo (para los que no leen), listo para los desechos, dada la fragilidad de su factura. (Claro que paulatinamente se puede deshojar a la romántica manera de Cortázar; es decir, como si se tratase de una barata y decimonónica novela policial comprada con dos peniques en el estanquillo de una vaporosa y efímera estación, ir leyéndola durante un largo viaje en tren por Europa o en un destartalado guajolotero por Latinoamérica, e ir desprendiendo y arrojando por la ventanilla cada hoja leída.) A lo que se suma un par de llamativos anzuelos o eslóganes publicitarios rotulados en el frontis: “El asesinato como acertijo”, canturrea uno. Y el otro: “La novela en que se ha basado la película de Álex de la Iglesia”.

           

Serie Booket, Editorial Planeta Mexicana
México, mayo de 2019

         
Por si fuera poco el runrún y la parafernalia cazalectores, en la contraportada se lee un explosivo y tóxico cóctel; es decir, una falaz reseña que bien la habría podido urdir (y publicitar en el Oxford Times) el falaz Arthur Seldom, un inflado, cuentero, mitómano y hablantín catedrático de doctorado con oficina y casillero en el Merton College de Oxford:

            “Pocos días después de haber llegado a Oxford, un joven estudiante argentino encuentra el cadáver de una anciana que ha sido asfixiada con un almohadón. El asesinato resulta ser un desafío intelectual lanzado a uno de los lógicos más eminentes del siglo, Arthur Seldom, y el primero de una serie de crímenes. Mientras la policía investiga a una sucesión de sospechosos, maestro y discípulo llevan adelante su propia investigación, amenazados por las derivaciones cada vez más arriesgadas de sus conjeturas.

          


          “Los crímenes de Oxford, que conjuga los sombríos hospitales ingleses con los juegos del lenguaje de Wittgenstein, el teorema de Gödel con los arrebatos de la pasión y las sectas antiguas de matemáticos con el arte de los viejos magos, es una novela policíaca de trama aparentemente clásica que, en el sorprendente desenlace, se revela como un magistral acto de prestidigitación.”

 

II de VI

La voz narrativa de Los crímenes de Oxford es la de un matemático egresado de la Universidad de Buenos Aires, quien ha decidido revelar toda la verdad, y nada más que la verdad, tras enterarse del recién fallecimiento en Escocia de su otrora admirado mentor Arthur Seldom. Según evoca, los sucesos ocurrieron en el “verano del 93”. Por entonces ese narrador era un joven de 22 años, becado por un año en el Instituto de Matemática de Oxford, a donde llegó a principios de abril de ese año (“con el propósito secreto de inclinarme hacia la Lógica, o por lo menos, de asistir al famoso seminario que dirigía Angus Macintire”). Y a inicios del mes siguiente; o sea: “El primer miércoles de mayo” del 93, al regresar a Cunliffe Close donde se hospeda en un liliputiense departamento contiguo a la casa principal, se topa en la entrada nada menos que con el profesor Arthur Seldom, quien ronda los 55 años, y a quien nunca había visto, pese a saber de su prestigio en el mundillo de los matemáticos británicos de alto nivel. Tras la breve presentación, el joven argentino —quien nunca dice su nombre y sólo refiere que tiene “doble ele” (ídem las costillas de G)— se entera, por el propio Seldom, que su “primera esposa era de Buenos Aires” y por ende mordisquea y ladra el “perfecto castellano con un gracioso dejo porteño”. Dado que nadie les abre y la puerta está sin cerrar, ambos entran y descubren el sorpresivo escenario del recién asesinato de la señora Eagleton, la dueña de la casa, anciana y decrépita:

 

Guillermo Martínez

           
“[...] Avanzamos a la sala y nos detuvimos junto a la mesa en el centro. Le hice un gesto a Seldom para señalarle la chaise longue junto a la ventana que daba al jardín. Mrs. Eagleton estaba tendida allí, y parecía dormir profundamente, con la cara vuelta hacia el respaldo. Una de las almohadas estaba caída sobre la alfombra, como si se le hubiera deslizado durante el sueño. La orla blanca del pelo estaba cuidadosamente protegida con una redecilla y los lentes habían quedado sobre una mesita, junto al tablero del scrabble. Parecía haber estado jugando sola, porque los dos atriles con letras estaban de su lado. Seldom se acercó y cuando le tocó con dos dedos el hombro, la cabeza se derrumbó pesadamente a un costado. Vimos al mismo tiempo los ojos abiertos y espantados y dos huellas paralelas de sangre que le corrían desde la altura de la nariz por la barbilla hasta unirse en el cuello. Di involuntariamente un paso hacia atrás y reprimí un grito. Seldom, que había sostenido la cabeza con un brazo, reacomodó como pudo el cuerpo y murmuró consternado algo que no alcancé a escuchar. Recogió la almohada y al alzarla de la alfombra vimos aparecer una gran mancha roja ya casi seca en el centro. Quedó por un instante con el brazo colgado a un costado, sosteniendo la almohada, sumido en una honda reflexión, como si explorara las ramificaciones de un cálculo complejo. Parecía profundamente perturbado. Fui yo el que se decidió a sugerir que debíamos llamar a la policía.”

 

III de VI

El diestro prestidigitador de Los crímenes de Oxford (novela dispuesta en 25 capítulos y un “Epílogo”) es, desde luego, el matemático, ventrílocuo y titiritero argentino Guillermo Martínez, quien narra con amenidad —a través de la voz de su protagonista y de la voz de sus otros personajes—, los ficticios sucesos que giran en torno a ese asesinato (dizque el primero de una supuesta “serie lógica”), en los cuales, el ilusionista, verborreico, escenográfico, y sobre todo hábil mistificador y manipulador, es el matemático escocés Arthur Seldom.

           

Guillermo Martínez

         
 A imagen y semejanza de innumerables cuentos policíacos y novelas policiales, al final de la obra el desocupado lector descubre (y respira, por fin, conjurando el insomnio) ciertos pormenores que subyacen, ocultos, en la pulsión de ese asesinato, ejecutado con odio, violencia, alevosía, saña, crueldad y ventaja por la nieta de la anciana: Beth, una atractiva y frustrada violoncelista de casi 29 años. Pero también escucha cierto ideario en la palabrería del cerebral matemático Arthur Seldom, lo que parecen inextricables y consubstanciales supersticiones psíquicas de éste, y los elásticos resortes y chips mentales que lo motivaron a encubrir a la asesina, improvisando e inventado para ello —con pistas falsas y una fantasiosa y sugestiva labia “matemática”, novelesca y culterana—, a un supuesto asesino serial que lo confronta y reta a él, desde la sombra y el anonimato, con la articulación de una supuesta “serie lógica” de supuestos “crímenes imperceptibles”, en los cuales el supuesto asesino serial dizque mata buscando causar el menor daño posible en personas que dizque estaban viviendo más de la cuenta.

  Con ese ejercicio de prestidigitación e hipocresía, el matemático Arthur Seldom engaña y manipula, sobre todo, al inspector Petersen, quien encabeza la quesque infalible y experimentada investigación policíaca de los sabuesos rastreadores de Scotland Yard (incluida el área forense y científica); pues Petersen, que no da pie con bola, termina convencido de que el asesino en serie era un tal Ralph Johnson, un alucinado lector de Los pitagóricos a Jesús, y de las populares noticias y artículos del Oxford Times, y padre de una niña confinada, en etapa terminal, en el sanatorio Radcliffe (“una chiquita muy pálida de unos siete años, con los ojos asustados pero valerosamente atentos y rulos largos en tirabuzón”), quien al desbarrancar en un acantilado el autobús escolar que conducía, se mató y mató en un tris a diez chavales, con el síndrome de Down, con el objetivo de obtener, exclusivo para su hija, el compatible pulmón que le hacía falta para salvarla de las garras de la inmisericorde muerte. Pero también engaña y manipula al joven argentino con quien, haciendo migas y compartiendo anécdotas y tragos en pubs (y la amistad de la enfermera Lorna), supuestamente reflexiona y conjetura con él para desentrañar el “críptico” significado de los signos gráficos (¡el acertijo de los acertijos!) que supuestamente deja el supuesto asesino serial (y que resultan ser una hilarante chapuza, ridículamente lógica, que induce al crédulo a chuparse el dedo meñique, dado que sólo se trata de la anacrónica “notación simbólica que usaban los pitagóricos” para representar el “uno, dos, tres, cuatro”). Pues si bien, a imagen y semejanza de un infalible gag de churro hollywoodense o novela negra, de repente —como por revelación esotérica, por el arte de birlibirloque de algún mago pitagórico o como si se le iluminara el atascado foco de la enmohecida sesera (“El lógico que era Charles Dodgson sabía que siempre es abrumadoramente más extenso lo que queda fuera de cada afirmación.”)—, la frase que le rumiara Beth sobre el cadáver de esa especie de marsupial que vio en el asfalto despanzurrado con su retoño en la tripa: “El angstum hace todo por salvar a su cría”, que él interpreta equivalente a la frase dicha por el inspector Petersen al sopesar el acto multiasesino del padre suicida: “Es difícil saber hasta dónde llegaría uno por su hijo”, le brinda el deductivo pálpito que ata los intrínsecos cabos (ídem una fulgurante flecha invisible que da en el blanco) y le desvela ipso facto el leitmotiv, oculto y camuflado por el matemático Arthur Seldom para proteger a Beth de la prisión, del proceso judicial y de la consecutiva condena carcelaria. Pero lo cierto y trascendente es que el boludo queda desguanzado y boqueando en la lona (casi lelo y viendo una cinética ronda de estrellitas y abstrusos signos matemáticos), luego de que el anecdótico y mitómano matemático Arthur Seldom —sentaditos en una banca del Museo Ashmolean, como si cuchichearan secretitos culo con culo y chiquitearan la pajita de un mismo mate—, le revela a quemarropa las ocultas e innombrables minucias y menudencias tras bambalinas del teatrito de la “serie lógica” del Mago de Oz, y por ello se muerde la lengua enrollándola (como si trazara “la letra O mayúscula de la palabra omertá”) y no denuncia a nadie para que se haga justicia, sólo por el lógico y elemental hecho, Watson, de que “Seguramente él iría a la cárcel también”. Es decir, el viejo y astuto Arthur Seldom, con su magnética fraseología y sugestiva personalidad, a esas alturas del tiempo (25 de junio de 1993) parece que dedujo con antelación (o quizá improvisa) que tiene al pelotudo en la palma de la mano (para algún malabar) o en la bolsa de los títeres (para otro numerito de la “serie lógica”), y por ende puede revelarle toda la sopa y nada más que la recontrasopa de letras y números (y quizá algo más), dado que infiere que no dirá ni mu ni pío ni miau (ni saltará de la chistera y correrá por su cuenta), pese a su presunto índice de IQ que presuntamente lo hizo ganarse la beca en el Instituto de Matemática de Oxford y descubrir, por sí mismo y en la solitaria oscuridad del tétrico laberinto, el oculto hilo de Ariadna que lo llevó a desenmascarar al racional y calculador Minotauro. (Aunque tal vez, para sus adentros, sí ladre a la mimoso y saltarín caniche: ¡guau! ¡Y más que guau!)

 

IV de VI

Pese a la fascinación y veneración que el protagonista le profesa al egregio Arthur Seldom, no parece que sea la gran figura de las matemáticas y de la lógica que pregona el joven argentino (criterio que parece compartir el maltratado y desdeñado Podorov, el becario y colega ruso de éste; e incluso Beth, violoncelista de la orquesta de cámara del Sheldonian Theatre; y Lorna, enfermera en el Radcliffe Hospital y fanática lectora de novelas policíacas). Para el caso, del novelesco y supuesto momento histórico, lo es el matemático Andrew Wiles, quien en “un seminario de Teoría de los Números” organizado en Cambridge, precisamente el “miércoles 23 de junio” del 93, se da por hecho que demostró el “último teorema de Fermat” (en suspenso desde hace “más de trescientos años de batallas”) ante la entusiasta expectativa bobalicona de los matemáticos de toditito el orbe, incluidos los matemáticos de Oxford, quienes en rebaño viajan en un autobús a la Universidad de Cambridge para presenciar el extraordinario evento, entre ellos Arthur Seldom; pero no el joven argentino, quien se queda en la intimidad con la sensual y deportiva Lorna. Y, según reporta, leyó en el Oxford Times, esa mañana y “bajo el título ‘El Moby Dick de los matemáticos’”, una “larga cronología de fracasos en los intentos por demostrar el teorema de Fermat”. Y añade reporteril: “El diario mencionaba al final que se estaban haciendo apuestas en Oxbridge sobre lo que ocurriría esa tarde en la última de las tres conferencias y que estaban por el momento seis a uno, todavía en contra de Wiles.” No obstante, ya pasadas las tres de la tarde de ese día, luego del habitual juego de tenis con Lorna, en una mastodóntica computadora del Instituto de Matemática lee en un e-mail el sonoro boom de la histórica noticia: “Allí estaba el breve mensaje que se propagada como una contraseña a todos los matemáticos a lo largo y ancho del mundo: ¡Wiles lo había conseguido! No había detalles sobre la exposición final; sólo se decía que la demostración había logrado convencer a los especialistas y que una vez escrita podía llegar a las doscientas páginas.” Así de chipocludo. (Es decir, “los especialistas asignados al referato” aún no “habían detectado una pequeña laguna que nadie lograba solucionar”, ni aún se entrevé la posterior colaboración del matemático Richard Taylor.)

           

Andrew Wiles

         
En contraste con ese garbanzo de a libra, el matemático Arthur Seldom publicó un apantallante “libro sobre las series lógicas” en el que incluyó “un capítulo sobre crímenes en serie”, mismo que la editorial (quizá llamada Planet) publicitó en el Oxford Times como un adelanto y por ende los ejemplares se vendieron como si fueran salchichas garapiñadas del Reader’s Digest, pues según comenta Seldom: “Muchos creyeron que se trababa de una nueva forma de novela policial.” Y “Fue por eso que se agotó tan pronto la primera edición del libro.” Lo cual suscitó, le dice al inspector Petersen, que reciba “todo tipo de cartas con confesiones de crímenes” (como aquél que le “aseguraba que mataba homeless cada vez que su boleto de ómnibus era un número primo”). Y, según supone, le dice al policía (mareando la perdiz), el asesino serial que lo reta a él con los crímenes y crípticos signos: “no estudió matemática de manera formal pero leyó ese capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie y considera, desgraciadamente, que soy la persona a la que debe desafiar.” Porque, según dice, el asesino serial, que no aprobó ni de panzazo, lo ve a él (¡faltaba menos!) como “el paradigma de la inteligencia”. Y en el colmo de su mezcla de charlatanería y superchería atiza el fuego fatuo ante la baba caída y los ojos de plato de Petersen y del becario argentino: “[...los crímenes fueron lo más leves posibles, si tiene sentido esta palabra. Pareciera que las muertes en sí no son exactamente lo que importa. Los crímenes son casi simbólicos. No creo que el asesino esté realmente interesado en matar, sino en señalar algo. Algo que seguramente tiene que ver con la serie de figuras que dibuja en los mensajes, la serie que empieza con un círculo y un pez. Los crímenes son sólo la manera de llamar la atención sobre esta serie y está eligiendo sus víctimas lo suficientemente cerca de mí con el único propósito de involucrarme. Creo que en el fondo es un problema puramente intelectual, pero que sólo se detendrá si logramos demostrarle, de algún modo, que pudimos resolver el sentido de la serie, es decir, que podemos predecir el símbolo, o el crimen, que vendrá a continuación.”

 

V de VI

Junto a su teatral habilidad para encubrir el asesinato cometido por la violoncelista Beth, el flamante autor de ese best seller “sobre las series lógicas”, también es un racista y aficionado al bullyng que finge no reconocer a Podorov —el becario y condiscípulo ruso del joven argentino en el Instituto de Matemática de Oxford—. Pues el ruso le brinda al sudamericano, sin que se lo pida y arrojando indicios sobre la idiosincrasia del prestidigitador escocés, un peculiar testimonio que quizá sea moneda corriente en los consuetudinarios tejemanejes, y facilidad para la impostura y la megalomanía, de su eminencia Arthur Seldom, quien sabe que el traumado Podorov “intentó suicidarse cuando no le dieron la medalla Fields”, misma que le otorgaron a uno de los alumnos del escocés. Según le cuenta Podorov (totalmente ajeno a los supuestos crímenes del supuesto asesino serial), hace tiempo oyó al matemático Seldom, hablar por primera vez, sobre los símbolos pitagóricos “durante una conferencia sobre el último teorema de Fermat”, la cual ocurrió “hace muchos años” en Rusia: “Tantos que, por lo que pude ver, Seldom ya no se acuerda de mí. Por su puesto, él era ya el gran Seldom y yo apenas un oscuro estudiante de doctorado de la pequeña ciudad rusa donde se organizaba el congreso. Le llevé mis trabajos sobre el teorema de Fermat, era lo único en lo que yo pensaba en aquel tiempo, y le rogué que me pusiera en contacto con el grupo de Teoría de Números de Cambridge, pero aparentemente todos estaban demasiado ocupados para leerlos. En realidad todos no —dijo—: un alumno de Seldom los leyó, corrigió mi inglés defectuoso, y los publicó con su nombre. Recibió la medalla Fields por la contribución más importante de la década a la resolución del problema. Ahora Wiles [en Cambridge] está por dar el último paso gracias a esos resultados. Cuando le escribí a Seldom sólo me respondió que mi trabajo tenía un error y que su alumno lo había corregido —rió secamente y sopló con fuerza una bocanada de humo hacia arriba—. El único error —dijo— es que yo no era inglés.”

           

Richard Taylor

       
Ese injusto, malicioso y frío desdén embona, como tornillo puntiagudo y aceitado, con la fría indiferencia que el lógico Arthur Seldom denota y transluce ante el violento asesinato de la señora Eagleton. Pues al unísono de su teatral prestidigitación para encubrir a la asesina, nunca expresa una sola palabra y ni un solo pensamiento (ni una sola fórmula lógica ni matemática) que implique afecto, empatía y respeto por la vida y la memoria de la víctima. Es decir, esto resulta aún más revelador, injusto y carente de ética, pues la señora Eagleton, además de anciana y convaleciente del cáncer y con notorias dificultades de movilidad (usa una silla de ruedas dentro de la casa y fuera de ella), fue esposa del mentor de Arthur Seldom. Según resume el joven argentino tras conocer y charlar con la abuela de Beth, “Mrs. Eagleton” “Había sido una de las tantas mujeres que durante la guerra participaron con inocencia en un concurso nacional de crucigramas, para enterarse de que el premio era el reclutamiento y la confinación de todas en un pueblito totalmente aislado, con la misión de ayudar a Alan Turing y su equipo de matemáticos a descifrar los códigos nazis de la máquina Enigma. Fue allí donde había conocido a Mr. Eagleton.” 

       

Alan Turing

       
Y según le dice Seldom al joven argentino tras el descubrimiento del cadáver de la anciana a aún en el escenario del crimen: “Harry Eagleton fue mi tutor de estudios y estuve algunas veces invitado a reuniones y a cenar aquí después de mi graduación. Fui amigo también de Johnny, el hijo de ellos, y de su esposa Sarah. Murieron en un accidente, cuando Beth era una niña. Beth quedó desde entonces a cargo de Mrs. Eagleton. Últimamente veía bastante poco a las dos. Sabía que Mrs. Eagleton estaba luchando desde hacía tiempo con un cáncer, y que tuvo varias internaciones... la encontré algunas veces en el Radcliffe Hospital.” Sitio donde más tarde (durante el tour en el que le muestra el patético automatismo del absurdo nonsense de los bekettianos restos del loco Frank Kalman —dizque “el continuador de los trabajos de Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas y los juegos del lenguaje”—) le revela que ese accidente ocurrió el 25 de junio de 1967, en el que también murió su esposa argentina (restauradora de arte), y que el único alharaquiento y desquiciado sobreviviente fue él. Y por ello estuvo recluido en el Radcliffe “casi dos años enteros”; y luego tuvo que regresar “cada semana durante todo otro año”. No obstante, no le puntualiza si fue recluso, e iba allí, por tratamientos físicos o psicológicos, o por ambas cosas, pues al parecer ese traumático accidente lo hace sentirse culpable de la muerte de los padres de Beth y de su otrora esposa; por ende, cada 25 de junio, ritualmente, visita el Museo Ashmolean y observa las minucias y trampantojos de un antiquísimo friso “que llegó al Museo Británico tres mil años después” de su creación, el cual, dice, entre las florituras de su verborrea “mítica” y dándoselas de “criminólogo” literario, fue restaurado por su fallecida mujer.

           

El sueño de la razón produce monstruos (1799)
Grabado de Goya

           
Pero lo más oscuro y retorcido de esa supuesta culpabilidad es que Arthur Seldom, razonable matemático y dizque lógico superlativo, supuestamente se siente y confiesa fatalmente visionario y vidente desde la infancia. Pero el desocupado lector, después presenciar su facilidad para el engaño, el ninguneo y la impostura, no sabe si en realidad es un supersticioso que cree que posee esa supuesta cualidad sobrenatural (“las conjeturas que hacía sobre el mundo real se cumplían, se cumplían siempre, pero por caminos extraños, de las maneras más horribles, como advertencia de que debía apartarme de ese mundo de todos”), o si miente (pues sigue metido hasta las cejas en el burbujeante matraz del contradictorio y trágico orbe) sólo para impresionar aún más al pelotudo argentino y jalarle aún más las narices. Es decir, dizque tras meter su cuchara (o la pata) ve terribles augurios o profecías (¿de loco visionario?) que luego se corporifican: los supuestos “monstruos que producen los sueños de la razón” (¡que hasta Goya grabaría!). Como es el caso de ese accidente ocurrido el 25 de junio de 1967; y el citado suicidio y asesinato de los diez chavales basquetbolistas con el síndrome de Down, ocurrido, en el mismo sitio, el 25 de junio de 1993.

 

VI de VI

Pero quien resulta la abominable y pestilente hez de la canalla es la asesina y violoncelista Beth. Si bien la novela no relata ningún episodio ni ninguna anécdota sobre las previsibles y humanas dificultades del vínculo abuela-nieta (quizá patológicas y biunívocas), nada justifica el violento y alevoso asesinato de la anciana casi inválida y convaleciente del cáncer. Pero lo que sí se lee son algunos visos del odio y del soez resentimiento de Beth hacia la señora Eagleton, pese a que hizo el entrañable papel de papá y mamá desde que quedó huérfana. Por ejemplo, al joven argentino le cuenta que su madre “era la única que sabía cómo era la bruja bajo su máscara”. Y según le dice: “Siempre me decía que si me quedaba sola y necesitaba ayuda recurriera al tío Arthur. ‘¡Si se te ocurre la manera de arrancarlo de sus fórmulas!’, me decía.” Lo cual, al parecer, es una grandísima mentira (semejante a las mentiras de su eminencia el lógico Arthur Seldom), pues su madre murió cuando ella tenía unos tres años.

         

Sheldonian Theatre

           
En contra de lo que pudiera pensar el desocupado lector (y el becario argentino), Beth odia su trabajo de violoncelista en la orquesta de cámara del Sheldonian Theatre. Y si pudiera, le dice, lo dejaría ipso facto y al unísono dejaría a la abuela ante la que, por alguna razón, tácita e implícita, se siente víctima y encadenada, por lo que, según manifiesta, no puede darle vuelo a la hilacha; es decir, ejercer su libertad individual y el rumbo de su vida íntima y de su destino más allá de Oxford. Y a ese par de odios se suma el menosprecio que expresa por Michael, su colega músico, con quien no obstante sostiene una relación sexual subterránea, porque está casado. Y con la frialdad y la indiferencia que la distinguen ante el recién asesinato de su abuela, pronto, y sin luto y sin duelo, actualiza, para ella y su ombligo, el mobiliario de la casa en Cunliffe Close y se desnuda allí con su amante para ducharse, planchar la oreja y etcétera. Y apenas transcurrido un poco más de un mes después del crimen, anuncia y celebra su arrejunte con el barrigudo de Michael.

            El corolario de la controvertida y deletérea conducta de Beth se lee en el “Epílogo”, luego del revelador diálogo que ese 25 de junio del 93 el becario argentino tuvo con Arthur Seldom en el Museo Ashmolean. Pues al salir de allí y dirigirse a pie a Cunliffe Close, se topa con ella: “estaba más feliz, más despreocupada, más hermosa” y sonriente al volante de un coche recién adquirido: “un pequeño auto descapotable, flamante, de un azul acerado” (quizá cosecha o botín de la herencia de la anciana Eagleton). Ella le toca el claxon y le hace señas para que se acerque. Pero en lugar de aceptar el aventón, muy serio la confronta con el hecho de que ahora sabe que ella mató a su abuela, pese a que no le menciona que Seldom le reveló los violentos matices del crimen con conocimiento de causa: “Me dijo que había usado unos guantes de gala para no dejar huellas, pero que había tenido, efectivamente, que luchar contra ella y que el taco de su zapato había desgarrado la manta. Pensó que la policía podía sospechar por este detalle que había sido una mujer. Tenía la manta en su bolso y convinimos en que la haría desaparecer.” Y entre las razones que ella le vomita al porteño con una contenida furia de neurótica mazacuata prieta, descuella el egoísta y egocéntrico meollo: “Creía que ella se moriría pronto y que habría para mí todavía la posibilidad de otra vida. Pero unos días después le dieron los nuevos análisis: el cáncer había remitido, el médico le había dicho que podía vivir otros diez años. Diez años más atada a esa vieja urraca... no hubiera podido soportarlo.” Diagnóstico clínico que muchos días antes de esa siniestra revelación, Lorna le comentó al boludo cuando éste rumia y deglute la falaz hipótesis, pergeñada e inducida por Seldom, de que el asesino serial mata a personas que están viviendo más allá de lo previsto: “Pero no es exactamente así el caso de Mrs. Eagleton”, le objeta Lorna: “Yo la encontré en el hospital y estaba radiante porque los análisis habían dado una remisión parcial de su cáncer. Justamente, el médico le había dicho que podía vivir muchos años más.”

     Un indicio de traumas mentales no resueltos desde la infancia es el hecho de que Beth, no obstante sus casi 29 años, aún se chupa el dedo para dormir y por ende lo tiene atrofiado: “delgado y muy pequeño”; es decir, luce un diminuto dedo de niña chiquita.

   

Marcus Keane
(c. agosto 26-29 de 1863)
Foto: Lewis Carroll (Charles Dodgson)

             
Obviamente, dado el explosivo paquete de frustraciones y represiones, odio y violencia, a priori se observa que Beth necesitaba a gritos (y necesita aún) urgente terapia psicológica o psicoanalítica o quizá psiquiátrica, pues para liberarse y alejarse de la opresión de su abuela paterna no necesitaba matarla. Pudo fugarse, simplemente, mandando todo al carajo (disfrazada o no de caperucita roja o de harapienta mendiga con los pies desnudos y mostrando un pezón o no en algún secreto rinconcito del Christ Church College; o de perdis: irse de música callejera y cantora de villancicos en Dublín). O pedirle guía y apoyo fraterno, terapéutico, intelectual y financiero al tío Arthur Seldom. Y una enfermera, facultada para el caso, pudo auxiliar a la decrépita señora Eagleton en sus cotidianas necesidades básicas, médicas e imprescindibles, mientras la nieta rompía la taza (y cada quien para su casa) y emprendía el sinuoso y serpentino camino que quería seguir fuera de esas redes domésticas, filiales y claustrofóbicas.

   

La fuga
(Alice Jane Donkin, octubre 8 de 1862)
Foto: Lewis Carroll (Charles Dodgson)

           
Al parecer Arthur Seldom era (o fue) amante de la madre de Beth. Sin embargo, quizá no sea su padre biológico. Pero el detonante que catapultó al viejo matemático a lanzarse y meterse de cabeza en el fango para encubrir y rescatar a Beth del castigo carcelario que implica su acto criminal, fue que lo llamara “papá” en el impreciso y telegráfico mensaje ológrafo que le dejó en el Merton College solicitándole ciega y perentoria ayuda. Según bosqueja el matemático argentino, Arthur Seldom le dijo en el Museo Ashmolean: “[...] aun en su desesperación supo perfectamente dónde ir a golpear. No sé en realidad, y no creo que nunca lo sepa, si es cierto lo que ella piensa. No sé qué pudo haberle contado su madre sobre nosotros. Nunca me había dicho nada antes sobre esto. Pero quizá para asegurarse de que la ayudaría jugó su carta extrema. —Buscó en el bolsillo interior de su saco y me extendió un papel doblado en cuatro. Hice algo terrible, decía la primera línea, en una caligrafía curiosamente infantil. La segunda, que parecía haber sido agregada en un rapto de desesperación, decía en caracteres grandes y desolados: Por favor, por favor, necesito que me ayudes, papá.

 

Guillermo Martínez, Los crímenes de Oxford. Bestseller. Booket/Editorial Planeta Mexicana. México, mayo de 2019. 214 pp.    

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Trailer de The Oxford Murders (2008), película dirigida por Álex de la Iglesia, basada en la novela Los crímenes de Oxford (2004) de Guillermo Martínez.

"Teorema de Thales (divertimento matemático)", de Les Luthiers, conjunto de instrumentos informales. 

Trailer oficial de The Oxford Murders (2008), película dirigida por Alex de la Iglesia, basada en Los crímenes de Oxford (2004), novela de Guillermo Martínez. 

jueves, 6 de enero de 2022

Corazón de tinta


Si una noche de lectura un niño


Cornelia Funke
De 2003 data la primera edición en alemán de Corazón de tinta, novela fantástica de la germana Cornelia Funke (Dorsten, 1958), con ilustraciones suyas, traducida al español por Rosa Pilar Blanco e impresa en Madrid, en 2004, dentro de la serie Las Tres Edades, de Ediciones Siruela. Según anuncia el cintillo, “después de El jinete del dragón” (editada en alemán en 1997 y en 2002 en castellano) “llega un nuevo best-seller internacional de ‘la Rowling alemana’”, con “más de 2.500.000 ejemplares vendidos en Alemania, Estados Unidos y Reino Unido”. Quizá esto sea verdad y no sólo se trate de un alarde publicitario, pues en español es una delicia repleta de maravillas.
     Según Siruela, Corazón de tinta es para lectores de doce años “en adelante”. Tal vez sea más o menos así; lo cierto es que si se trata de un niño o de un adolescente, tiene que ser un lector consumado y de fondo, pues la obra casi llega a las 600 páginas. Y si bien un infante puede disfrutar los pormenores de Corazón de tinta, el regocijo de un lector mayor (o con más lecturas) será distinto en lo que concierne a las citas y referencias bibliográficas y mitológicas diseminadas en la historia. Es decir, Corazón de tinta es una celebración de la literatura fantástica de todos los tiempos, del poder mágico de la lectura y un tributo al libro como vehículo para vivir, soñar, viajar o trasladarse al instante a mil y un mundos quiméricos y prodigiosos, pero no exentos de peligros, de terribles aventuras y de maldad; de ahí que al término figure una “Nota bibliográfica” que consigna 22 libros clásicos (localizables en español) y que la novela y cada uno de sus 59 capítulos inicien con un epígrafe que la mayoría de las veces no es una o dos líneas, sino un pequeño y sonoro fragmento. Pero las principales y trascendentales alusiones míticas y literarias (el juego y el festejo) se hallan a lo largo de la urdimbre de la trama.
     
Colección Las Tres Edades, Ediciones Siruela
Madrid, 2004

         No es fácil comprimir y en capsular en una reseña periodística todo lo que ocurre en la voluminosa Corazón de tinta. Hay en ella una lucha entre el bien y el mal, entre los personajes buenos y los malos, en la que al término —después de mil y un infortunios, sinsabores, riesgos, aventuras y actos heroicos y cobardes—, triunfan la mayoría de los benévolos y no todos los malvados son derrotados por completo. Sin embargo, los sucesos no se plantean ni se desarrollan así de simple, pues Cornelia Funke, además de su prodigiosa imaginación, es una maestra del suspense, de las escenas de acción y movimiento, de los escenarios y detalles emblemáticos (y no), y de los giros sorpresivos.
        Entre los héroes de la novela destacan Mo y su hija Meggie, de doce años. Ambos son voraces y doctos lectores. Si desde pequeña, con su habilidad manual, ella ha hecho sus propios libros, su padre es una especie de médico de libros, pues su oficio es restaurar los libros antiguos y los maltratados por el uso o por el abandono. El meollo, que sucede en la Europa del siglo XXI, comienza a desencadenarse cuando a la campirana casa de ambos arriba Dedo Polvoriento, un tragafuegos y malabarista al que Mo no veía desde hacía nueve años, quien lleva oculta en su mochila a su mascota Gwin, una pequeña marta con cuernos. Con secretos cuchicheos ante Meggie, Dedo induce a Mo a viajar a un derruido pueblo fantasma extraviado en las montañas de Liguria, donde tiene su guarida el más malévolo de lo maleantes de la obra: Capricornio, quien se comporta con la peliculesca y pestilente majestad de un mafioso experto en el secuestro, el asesinato, la tortura, la extorsión, el robo, el incendio de pueblos, casas y personas, y en la acumulación de dinero y tesoros.
     Para viajar con Dedo Polvoriento a tal pueblo maldito, Mo (quien lleva con él un libro prohibido para Meggie) deja, a muchos kilómetros de distancia, a su hija con Elinor, tía de la madre de la niña, desaparecida desde hace nueve años; la tía Elinor es solitaria, adinerada y de mal genio, y en su enorme casona (rodeada por un bosque y un lago) atesora lo principal de su solitaria vida: una vasta biblioteca de libros valiosos y antiguos.
     A Mo lo apodan Lengua de Brujo porque si lee en voz alta un libro puede suscitar que ciertos personajes o cosas de la narración se trasladen al orbe real y que, como una especie de intercambio ineludible y maligno, algunas personas de éste, sin quererlo ni desearlo, desaparezcan y se introduzcan en tal libro y por ende subsistan atrapados en su historia. Es decir, si esto supone la existencia de una infinidad de mundos paralelos al globo terráqueo, la cualidad de Mo es una virtud que no controla del todo, pues implica una peligrosísima dosis de azar.
     Fue hace nueve años (y esto lo ignora Meggie) cuando Mo, leyendo en alta voz el libro que le esconde a su hija, perdió a su hermosa esposa e hizo surgir en el mundo a Capricornio, a varios de sus secuaces y a Dedo Polvoriento, quien padece una entrañable y dolorosa nostalgia por el entorno del libro, repleto de duendes, hadas y hombrecitos de cristal, y donde el fuego tiene otra conducta y otras posibilidades lúdicas.
     Así, y para acrecentar su poder, Capricornio necesita los servicios de Lengua de Brujo: quiere que le extraiga de los libros las fortunas que figuran en ellos (cosa que Mo sólo consigue mediante la lectura de un pasaje de La isla del tesoro, pues de un episodio de Las mil y una noches erradamente trae a un muchachito árabe llamado Farid) y que además le traslade del libro (prohibido para Meggie) a la Sombra, el verdugo, un ser espeluznante y descomunal, sin rostro, del que se dice que “Capricornio había encargado a un duende o a los enanos, que son expertos en todo lo que procede del fuego y del humo, que creasen a la Sombra con la ceniza de sus víctimas. Nadie se sentía a salvo, pues se decía que Capricornio había ordenado matar a los creadores de la Sombra. Pero todos sabían una cosa: que era un ser inmortal, invulnerable y tan despiadado como su señor.”
     Persuadido por el tragafuegos y luego prisionero de Capricornio, Mo, al principio, sólo busca hacer retornar a su mujer perdida hace nueve años y Dedo solamente ansía el retorno al orbe del libro del que nunca, junto con Gwin, debió salir sin su consentimiento. Las cosas no serán tan sencillas ni lineales. Y para la apoteosis que preludia el final (no del todo feliz) de la novela (pese al paisaje de cuento de hadas que infesta el jardín y la casona de la tía Elinor) será necesario que Meggie, atrapada por ciertos esbirros de Capricornio, se empeñe en descubrir, y descubra, que también ella posee el don de hacer traer al mundo los personajes de un libro mediante la lectura en voz alta (es el caso del hada Campanilla y el caso del soldadito de plomo) y que Fenoglio, el autor del libro prohibido, encarcelado por Capricornio, reescriba cierto pasaje, lo que a la postre, no sin jugarse el pellejo al unísono de los otros héroes en tareas simultáneas, funciona a modo de conjuro leído en alta voz.


Cornelia Funke, Corazón de tinta. Ilustraciones de la narradora. Traducción del alemán al español de Rosa Pilar Blanco. Serie Las Tres Edades número 115, Ediciones Siruela. Madrid, 2004. 600 pp.

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martes, 16 de noviembre de 2021

Los casos de monsieur Dupin

 Un genio de lo intelectual

 

Entre los mil y un libros en español que reúnen los tres cuentos detectivescos del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) se halla el titulado Los casos de monsieur Dupin, impreso en 2019, en España, por Ediciones Abraxas. Con primorosas y bellas erratas, y maquetación y diseño de portada de Vanessa Diestre (que parece ilustrar no al chevalier Dupin sino a Sherlock Holmes en París), la traducción del inglés es de Alberto Laurent, quien la precede con un prefacio titulado “La narrativa detectivesca de Poe”, en donde afirma: “Entre 1840 y 1845, el agudo genio de Edgar Allan Poe produjo cinco relatos en los que quedaron postulados para siempre los principios generales de la narración policíaca.” De ahí que la antología esté dividida en dos partes; en la primera, homónima del libro, figuran: “Los crímenes de la rue Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”; y en la segunda, rotulada “Apéndice”, figuran: “El escarabajo de oro” y “Tú eres el hombre”.

           

Ediciones Abraxas
(España, 2019)

              Si bien el traductor cita, en su preámbulo, un fragmento de “El cuento policial” célebre conferencia informal de Jorge Luis Borges datada el “16 de junio de 1978” (en la Universidad de Belgrano), en el que se lee decirle al auditorio: “[...] Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.” No refiere que allí Borges, entre sus divagaciones, esboza la tesis de que “Poe ha dejado cinco ejemplos” de “cuentos de razonamiento”, “cinco cuentos policiales”, los nombra; los cuales son, precisamente, los traducidos y antologados por Alberto Laurent en Los casos de monsieur Dupin. En este sentido, parece que la idea de traducir esos cinco relatos, y antologarlos en un libro, deviene de las alusiones dichas por Borges en esa conferencia, la cual el traductor leyó en el póstumo volumen IV de las Obras completas de Borges, publicado por María Kodama, en 1996, en Barcelona, a través de Emecé Editores.

   

Emecé Editores
(Barcelona, 1996)

          No obstante, pudieron ser siete (contando a “El hombre de la multitud” y a “La caja oblonga”), según lo que expone Margarita Rigal Aragón en “Poe y el relato policíaco” (donde bosqueja, precisamente, los postulados y los principios generales de la narración policíaca inaugurados por el norteamericano), capítulo de su extensa “Introducción general” al ladrillesco tomo de Edgar Allan Poe: Narrativa completa, publicado en Madrid, “el 7 de octubre de 2011”, por Ediciones Cátedra en la Bibliotheca AVREA, el cual agrupa, cronológicamente, las traducciones que Julio Cortázar hizo de los 67 cuentos de Poe; más La narración de Arthur Gordon Pym, traducido por éste, y Julius Rodman, traducido por ella; quien además de su erudito ensayo preliminar incluyó una “Cronología” biográfica, una “Relación de los lugares en los que Poe vivió”, una comentada “Selección bibliográfica”, y un conjunto de sesudas notas: una por cada texto de Poe compilado en el volumen.

     

Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
(Madrid, 2011)

            Si bien Alberto Laurent también incluyó una serie de notas (pero al pie de página) en cada uno de los cinco cuentos que tradujo para Los casos de monsieur Dupin, su antología no es una edición crítica y anotada. De hecho, extrañamente —y no es peccata minuta—, no transcribió las fechas de la primera edición de cada uno de los cinco cuentos (ni se leen en la página legal): ni en el prólogo (donde habla de la génesis de la narración policíaca) ni en sus notas. Y sólo al término de cada uno colocó el título original en inglés.

    Vale observar, entonces, que según la datación cronológica que reporta Margarita Rigal Aragón en Narrativa completa, “El hombre de la multitud” (“The Man of the Crowd”) es la narración número 27 de Poe, publicada en “Diciembre de 1840” en Burton’s Gentelman’s Magazine. En su “Introducción general” dice que “se ha dicho que es en realidad la primera historia detectivesca de Poe”; lo cual parece reiterar en su correspondiente nota: “Esta narración es considerada como el germen de los relatos detectivescos de Poe.” Y al parecer es así, pues “El hombre de la multitud” está narrado por la voz de un observador que, desde la mesa de un café en el epicentro del multitudinario Londres, inicia el obsesivo seguimiento (detectivesco) de un individuo, cuyos rasgos y facha le llaman poderosamente la atención. Imbuido en una visual atmósfera dickensiana de costumbres multitudinarias e individuales, ese seguimiento y espionaje traza un círculo: inicia una noche a través del cristal de una ventana del “café D...” y concluye en la noche del día siguiente en las inmediaciones de “ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad”: “la calle de hotel D...” Es obvio que ese germen de detective anónimo no posee las virtudes analíticas y deductivas del chevalier Auguste Dupin; pero eso sí: a imagen y semejanza de un cultivado y sabiondo (de cuño poeniano) exhibe o saca a colación sus conocimientos librescos, filosóficos, culteranos y políglotas. Y por ser un convaleciente que ha pasado “varios meses de enfermedad”, se siente en “el reverso exacto del ennui”: con una excitación del pensamiento y de los sentidos (y de las pupilas de los ojos) que lo hace verse “capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada”. El individuo de la multitud (en incesante movimiento) que frente a la ventana del café magnetiza y concentra su atención parece ser un sesentón (o setentón) en situación de calle (vagabundo del alba, lo llamaría el poeta Efraín Huerta). Pero lo que lo atrae sobremanera es la expresión de su rostro; según narra: “Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio.” Es decir, se trata de alguien cuyo rictus y arraigados rasgos faciales pueden representar el arquetipo del mal y de la maldad. Y quizá se trate de algún dikensiano malvado: ladrón o asesino, pues cuando ya va siguiéndolo de cerca, casi pisándole los talones y bufando en sus orejas, dice el germen de detective: “Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz del farol lo alumbraba de lleno, puede advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no me engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a donde quiera que fuese.” Y sí: lo sigue durante toda la noche; incluso durante su estancia en “uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra”, ubicado en algún suburbio de los bajos fondos londinenses, del que emergen a la altura del amanecer. Lo cual preludia la intempestiva interrupción del seguimiento (casi un tope de borrego contra la piedra: Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre, reza Borges) y su conjetura final: “Este viejo”, dice, “representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae¹ [¹El Hortulus Animae cum Oratiunculis Aliquibis Superadditis, de Grünninger. Nota al pie de Poe], y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que ‘er lässt sich nicht lesen’ [no se puede leer].” Vale observar que Cortázar no tradujo los vocablos ajenos al idioma de Shakespeare que se leen en el cuento, ni siquiera el epígrafe en francés atribuido al filósofo y moralista La Bruyère. Pero Margarita Rigal Aragón sí lo tradujo y reza (deslizando el retintín a lo largo de las volutas y vaivenes del cuento): “Ese terrible mal: ser incapaz de estar solo.”

 

Edgar Allan Poe

          Margarita Rigal Aragón, la crítica y editora de Narrativa completa, apunta que “Los crímenes de la calle Morgue” (“The Murders of the Rue Morgue”) es el relato 28 de Poe, publicado en “Abril de 1841” en Graham’s Lady’s and Gentelman’s Magazine. El cual, con “El misterio de Marie Rog
êt” y “La carta robada”, conformó la consabida y trascendental trilogía detectivesca protagonizada por el marisabidillo y genio de la raciocinación C. Auguste Dupin. “El misterio de Marie Rogêt” (“The Mystery of Marie Rogêt”), apunta, es el relato 37 y se publicó “Entre noviembre y diciembre de 1842 y febrero de 1843” en Ladies’ Companion. Y según dice siguiendo a Mabbot: “este cuento es de una gran trascendencia para la historia de la literatura, pues se trata del primer intento de resolver (empleando para ello la ficción) un asesinato real”. En la trama, el prefecto de la policía parisina le promete “una recompensa económica” por resolver el crimen. “Había nacido así” alecciona Margarita, “el ‘asesor’ o ‘consultor’ de la policía, que posteriormente sería aprovechado por Arthur Conan Doyle para crear al mundialmente famoso Sherlock Holmes.” Pero en “Esta ocasión el chevalier no visita la escena del crimen, sino que intenta resolverlo a través de las distintas noticias que habían aparecido en la prensa; con ello”, apunta, “nace también el detective de ‘sillón’.” No obstante, “es el [relato] menos interesante para ser leído”, Borges dixit; quien con el pseudónimo de H. Bustos Domecq y a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares, crearía al detective de sillón Isidro Parodi, quien desde una celda de la Penitenciaría de Buenos Aires resuelve abstrusos crímenes. Y “La carta robada” (“The Purloined Letter”), el relato número 50 de Poe, fue publicado en “Septiembre de 1844” en The Gift; y resulta todo lo contrario que el anterior, pues según afirma Margarita: “es una de las historias más famosas de Poe, considerado por algunos como el mejor de todos sus relatos y por muchos, incluido él mismo, como su mejor cuento de raciocinio.” Esto último quizá también lo compartiría Borges, pues “La carta robada” fue seleccionada por él en cuatro antologías. Primero, con Adolfo Bioy Casares y sin prefacio, en Los mejores cuentos policiales (Buenos Aires, Emecé Editores, 1943); la cual, con cambios en la selección, se reeditó con el rótulo Los mejores cuentos policiales (2) (Madrid, Alianza/Emecé, 1983), signada por un “Prólogo” datado por ambos en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, que es una canónica reseña y celebración del angular aporte de Poe, misma que empieza diciendo: “A partir de 1841, fecha de la publicación de The Murders in the Rue Morgue, primer ejemplo y de algún modo arquetipo del género policial, éste se ha enriquecido y ramificado considerablemente.” Luego, con un “Prólogo” suyo, figura en la antología de cinco cuentos de Poe titulada, precisamente, La carta robada, número número 18 de La Biblioteca de Babel, colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges (a petición de Franco Maria Ricci), editada en Madrid, en 1985, por Ediciones Siruela. Y, por último, en la antología de nueve relatos de Poe titulada Cuentos, número 65 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges (que dirigía con el auxilio de María Kodama), editada en Madrid, en 1986 (año de su fallecimiento) por Hyspamérica, en cuyo “Prólogo” repite: “De un solo cuento suyo que data de 1841, The Murders in the Rue Morgue, que aparece en este volumen, procede todo el género policial: Robert Louis Stevenson, William Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle, Gilbert Keith Chesterton, Nicholas Blake y tanto otros.”

     

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 65
Hyspamérica Ediciones
(Madrid, 1986)

         
 “El escarabajo de oro” (“The Gold Bug”), el relato número 40 de Poe, apunta la crítica y editora de Narrativa completa, fue “Publicado en dos entregas”, en The Dollar Newspaper, “los días 21 y 28 de junio de 1843”. Y sobre él dice: “Junto con ‘Los crímenes de la calle Morgue’ es, posiblemente, el cuento más famoso de Poe y uno de los mejor conseguidos del autor, que atrae la atención tanto de adultos como de jóvenes. Poe usó la figura de un famoso pirata, el capitán William Kidd, como fuente inspiración más directa.”

       “La caja oblonga” (“The Oblong Box”), el relato número 49 de Poe, se publicó en “Septiembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Y según apunta Margarita: “Al igual que en [el] caso de ‘El misterio de Marie Rogêt’, la inspiración le vino a Poe de la mano de una historia real, la del asesinato del impresor Samuel Adams (17 de septiembre de 1841) a manos de John C. Colt; Colt colocó el cuerpo sin vida de Adams, recubierto de sal, en una caja de madera y lo embarcó a Saint Luis. En esta ocasión, sin embargo, no era la intención del escritor la de resolver el crimen, que ya había sido solventado por las autoridades.” [...] “Este relato es considerado por la crítica, en general, como una de las piezas menores de Poe. Se trata, sin embargo, de una excelente muestra del humor de Poe, en la que prueba cómo sabe combinar los elementos reales con los ficticios, dando también cuentas de su buen hacer en el arte de mistificar, y con la que ayuda, no sabemos si de manera consciente o no, a inventar la figura del detective ‘despistado’, desarrollada con gran éxito en personajes de la cultura popular tales como el Inspector Clousseau, el detective Colombo o el Inspector Gadget.”

     Lo más probable es que Poe, con “La caja oblonga”, no se propuso incidir en la creación de “la figura del detective despistado”; ni mucho menos pretendió, con tal cliché, influir en el incierto devenir televisivo y cinematográfico y de los dibujos animados del siglo XX.

    El anónimo personaje que narra en “La caja oblonga” se embarca, en Charleston, en el paquebote Independence, con destino a Nueva York. Pero nunca llega en esa embarcación, dado el violento naufragio acaecido no muy lejos de Roanoke Island, adonde arriba el grupo de sobrevivientes a bordo de una chalupa, luego de cuatro días a la deriva, entre ellos el capitán Hardy y el narrador. Antes de iniciar el trunco viaje en el Independence, el narrador ve que en la lista de pasajeros se halla el nombre de Cornelius Wyatt, un joven pintor, ex condiscípulo suyo “en la Universidad de C...” (Quizá Charlottesville, donde aún está la Universidad de Virginia en la que el joven Poe fue un controvertido y pendenciero alumno durante diez meses de 1826.) Pero también ve que su nombre figura en tres camarotes, e indaga que con el artista viajarán sus dos hermanas y su esposa. Más una criada y un supuesto exceso de equipaje, según deduce y supone con un notorio esfuerzo mental. La enfermiza y perruna intriga del narrador inicia al unísono de sus obsesivas observaciones y del espionaje pseudodetectivesco en torno a lo que hace y no hace su amigo (y su prole), que muy cercano no es, pese a que dice que solían “andar siempre juntos”, dado que nunca había visto a su hermosísima esposa, “la más encantadora y cultivada de las mujeres”, sin duda una sílfide con un tentador cuerpo de pecado.

     El caso es que en el meollo del relato descuella el hecho de que ese personaje que observa y espía no posee las virtudes analíticas, deductivas y estratégicas del raciocinador Auguste Dupin. De modo que su roma inteligencia quizá sea semejante a la inteligencia del instruido y culto amigo del chevalier, pues es incapaz de ver más allá de su nariz. Es decir, pese a que lo observa, no logra desentrañar por qué la supuesta esposa del pintor es inculta y fea, y no bella y cultísima; y por qué, por las noches, la presunta cónyuge sale del camarote del marido y ocupa el vacío camarote de la criada; mientras él pasa las horas de la noche encerrado con la caja oblonga (que, supone, resguarda un valioso lienzo: quizá “una copia de La última cena de Leonardo”), que fue el último cargamento en incorporarse para la travesía. No sorprende, entonces, que cuando ya el Independence está a punto de naufragar, el narrador, desde la chalupa con los otros sobrevivientes, crea, por instantes, que el pintor se salvará al arrastrar la caja oblonga hasta la borda, atarse a ella y lanzarse así al mar. Y es el capitán Hardy el que le da un indicio del trasfondo del suicidio que en esos instantes se desarrolla frente sus ojos cuando le dice que “volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.” Y un mes después de ese trágico episodio, el narrador cuenta que casualmente se encontró en Broadway con el capitán Hardy, quien entonces le resume los dramáticos sucesos tras bambalinas que él, pese a observar y espiar, no pudo descubrir ni inferir.

     

Julio Cortázar

              En la danza de las fechas, che Cortázar apunta, en su correspondiente nota, que “La caja oblonga” se publicó en “septiembre de 1844” en el mismo medio que registra Margarita Rigal Aragón. Y su lapidaria (y quizá mojigata) paráfrasis revela lo que imagina que ocurría por las noches cuando el pintor Cornelius Wyatt se encerraba, solo, con la caja oblonga; en cuyo interior yacía el curvilíneo, frío y fétido cadáver de su auténtica consorte, “parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas”: “Otra transparente presencia de la necrofilia, que se muestra sin ambages y en su forma más repugnante.”

    “Tú eres el hombre” (“Thou Art The Man”) es el relato 52 de Poe y se publicó en “Noviembre de 1844” en Godey’s Lady’s Book. Según reporta la editora de Narrativa completa: “Para buena parte de la crítica poeniana, en este relato humorístico Poe pretendía burlarse de sus tres cuentos policiacos en los que Dupin es el protagonista. Hasta se ha llegado a hablar de deconstrucción del género policiaco de la mano de su propio creador. Constituye, sin embargo, como el lector comprobará, otra excelente muestra de la deuda de este género para con Poe, pues introduce aquí el entorno rural que hasta entonces había estado ausente.”  

       

Páginas de Espuma
(México, noviembre de 2018)

          Vale observar que Margarita Rigal Aragón, pese a su patente y sobrada erudición, también incurre en varios lapsus (a lo que se añaden algunas erratas a lo largo del volumen), bastante nimios, por cierto, pero que pudieron corregirse. Por ejemplo, botón de muestra uno: en la página 56 apunta: “Unos pocos meses antes de la publicación de ‘Los crímenes’ [en ‘Abril de 1841’], aparecía en el Saturday Evening Post de Filadelfia una reseña literaria escrita por Poe, en la que comentaba los primeros capítulos de Barnaby Rudge de Dickens [...]” Sin embargo, no fue “Unos meses antes”, sino al inicio del siguiente mes, pues se publicó el “1 de mayo de 1841”, según se lee en la página 291 del volumen de Edgar Allan Poe: Ensayos completos I (México, Páginas de Espuma, 2018). Botón de muestra dos: entre las páginas 59 y 60 apunta: “También con anterioridad a ‘La carta robada’ [publicada en ‘Septiembre de 1844’], Poe había publicado otras dos piezas que algunos críticos consideran como de ‘pseudo-razonamiento’, pero que son de una importancia fundamental en el desarrollo de la ficción detectivesca; se trata de ‘La caja oblonga’ (septiembre, 1844) y ‘Tú eres el hombre’ (noviembre, 1844)”. Es decir, si leemos bien lo apuntado por ella (incluso en la glosa cronológica de los 67 relatos), no fue con “anterioridad”, pues “La carta robada” y “La caja oblonga” se publicaron en “Septiembre de 1844”, y “Tú eres el hombre” en “Noviembre de 1844”. Botón de muestra tres: hablando sobre “Tú eres el hombre” dice en la página 60: “La forma de resolución sigue un procedimiento similar al de ‘La carta robada’: hasta el final no se nos explica el método analítico seguido para desenmascarar al culpable.” Pues, ojo, es todo lo contrario: al final de ambos cuentos ¡sí! “se nos explica el método analítico”. En “La carta robada”, Dupin se lo cuenta a su íntimo y nocturno amigo (y por ende al lector), quien es la voz narrativa y el transcriptor de la entrecomillada voz del chevalier Dupin. Y en “Tú eres el hombre” lo hace la voz cantante del relato, quien es el único residente de la aldea de Rattleborough que tiene una mirada detectivesca, perspicaz y analítica, y por tanto ha desentrañado, como un buen detective, los actos criminales, la impostura y los movimientos ocultos del camuflado e hipócrita Charley Goodfellow, el asesino del ricachón Barnabas Shuttleworthy, quien se había puesto al frente de la búsqueda del cadáver y de la imputación del presunto asesino. Y para desenmascararlo ante la embriagada comunidad (y liberar de la cárcel al supuesto criminal: el sobrino y heredero del asesinado), le tiende una macabra y jocosa trampa con el cadáver y un truco de ventriloquía y de ilusionismo teatral y escenográfico.

    Esto resulta ser una especie de modus operandi o recurso narrativo de Poe, pues en “Los crímenes de la rue Morgue” el chevalier Dupin, una vez desentrañado el caso del par de espeluznantes asesinatos en el cuarto cerrado (cliché de la narrativa negra inaugurado por Poe), puntualmente le detalla a su amigo y acompañante su procedimiento de observación, análisis e inferencia —que es la prueba en acto del método de raciocinación utilizado por él: el completo tratado sobre la ciencia de raciocinio expuesto en la primera parte del cuento, cuyas páginas, apunta Margarita, son “consideradas tediosas”—. Y en “El escarabajo de oro”, una vez que en la isla de Sullivan el tal William Legrand (un raciocinador a la altura de Auguste Dupin), con ayuda de su esclavo Júpiter y de su admirador y amigo de la cercana población de Charleston (quien es la voz narrativa), han localizado, desenterrado, trasladado, contado y ordenado el miliunanochesco tesoro pirata que otrora enterró y ocultó el capitán Kidd (con dos cadáveres), le explica al amigo (y al unísono al desocupado lector) los pormenores del rocambolesco método para descifrar el abstruso criptograma que yacía oculto en el sucio pedazo de pergamino donde pareció trazar una calavera al dibujar el escarabajo; pero también le cuenta sus detectivescas andanzas para localizar el sitio. Y, al término, le revela el toque teatral, lúdico, socarrón y escenográfico que implica el hecho de que, para burlarse y reírse de ese amigo y del supersticioso y tontorrón Júpiter —quienes lo creían loco—, para dizque atinarle al punto exacto donde estaba enterrado el tesoro bajo la arena, de pura chusca puntada hizo utilizar el escarabajo dorado. Es decir, hizo subir al timorato y rezongón Júpiter por el tronco de un altísimo tulipanero, llevando con él el escarabajo (bicho que le da terror y cree de oro macizo y de infecta y mala entraña), localizar allí una añosa calavera clavada, introducir el insecto por una de las horrorosísimas cuencas del cráneo, y hacerlo bajar atado a una cuerda como si fuera una especie de yoyo (en lugar de una plomada).

 

Edgar Allan Poe, Los casos de monsieur Dupin. Antología, prólogo, traducción y notas de Alberto Laurent. Ediciones Abraxas. España, 2019. 248 pp.