domingo, 13 de enero de 2013

Borges, sus días y su tiempo



Los libros y la noche
   
                  
I de II
Todo sugiere que el libro mayor que María Esther Vázquez le dedicó a Jorge Luis Borges (1899-1986) es su biografía Borges. Esplendor y derrota, que obtuvo, “en septiembre de 1995, el VIII Premio Comillas de biografía, autobiografía y memorias”, y que Tusquets Editores publicó, en febrero de 1996, en Barcelona. Y en segundo término: Borges, sus días y su tiempo, que Borges prologó y cuya primera edición, publicada en Buenos Aires por Javier Vergara, data de 1984, impresa veinte años después del primer viaje que hizo con él a Europa y de la primera biografía sobre el escritor: Genio y figura de Jorge Luis Borges (1964), editada en Argentina por la Eudeba (Editorial Universitaria de Buenos Aires), escrita por Alicia Jurado, su amiga y colaboradora en el ensayo Qué es el budismo (Columba, 1976). Pero también, en tal segundo término (o en un tercero) podrían ubicarse otros libros de María Esther Vázquez: Everness, un ensayo sobre JLB, editado por Falbo, en Buenos Aires, en 1965; y Borges, imágenes, memoria, diálogos, impreso por Monte Ávila, en Caracas, en 1977 (hay una segunda edición aumentada de 1980). 
(Tusquets, Barcelona, 1996)
Desde joven, María Esther Vázquez (Buenos Aires, 1937) fue lectora y discípula de Borges; en el último texto de Borges. Esplendor y derrota dice que acababa de cumplir 17 años de edad cuando se sumó a un grupo de alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras para visitarlo, por primera vez, en el departamento B del sexto piso de la calle Maipú 994, donde Borges, imposibilitado para leer y escribir desde 1955, vivía con doña Leonor Acevedo de Borges, su madre, y Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la criada que le sirvió a la familia Borges durante 38 años (hasta unos días antes de la muerte del escritor, acaecida en Ginebra el 14 de junio de 1986). “Durante unos años no volví a verlo [dice la biógrafa], hasta que en 1957 o 1958 empecé a trabajar en la Biblioteca Nacional [que Borges dirigió entre 1955 y 1973]. Fue mi primer empleo. Pero no estuve mucho tiempo; emprendí un largo viaje por Europa y al regresar empezó, entonces, lo que sería una entrañable amistad y una larga serie de tardes y de mañanas de labor compartida.” 
"Borges prologó y presentó el libro de cuentos de María Esther Vázquez
Los nombres de la muerte (Emecé, 1964). La imagen registra
un momento del acto realizado en 1964."
María Esther Vázquez fue amiga de Borges, su amanuense, su lazarilla y ordenanza en varios viajes y su colaboradora en Introducción a la literatura inglesa (Columba, 1965) y en Literaturas germánicas medievales (Falbo, 1965), versión corregida y aumentada del libro que Borges escribió con Delia Ingenieros: Antiguas literaturas germánicas (FCE, 1951). María Esther Vázquez también colaboró con él en La Biblioteca di Babele, serie de 33 libros de literatura fantástica que Borges dirigió y prologó a petición de Franco Maria Ricci, editor europeo que comenzó a publicarla en italiano, en Milán, Italia, y que sólo apareció en español en los años 80, editada en Madrid por Ediciones Siruela, cuyos prólogos han sido reunidos en el título Prólogos de La Biblioteca de Babel (Alianza Editorial, 2001), con un prefacio de Antonio Fernández Ferrer. Y según apunta la propia María Esther Vázquez en la “Cronología” de Borges, sus días y su tiempo, también está presente en un libro de Borges que es un objeto de lujo y una curiosidad para contados y selectos bibliófilos; según ella, “En mayo [de 1974] aparece en Milán la más lujosa edición que se haya hecho hasta el presente de una obra de Borges. Se trata del cuento El congreso, editado por Franco Maria Ricci, en la colección I segni dell’uomo. Es un volumen encuadernado en seda (35 por 24), con letras de oro, ilustrado con casi medio centenar de miniaturas de la cosmología Tantra a todo color y pegadas. Se imprimió en caracteres bodonianos sobre papel Fabriano, hecho a mano. Fueron tirados tres mil ejemplares numerados y firmados. El volumen tiene 141 páginas y se completa con una entrevista, una cronología y una bibliografía realizadas por la autora de este libro, especialmente para esa edición.”
Borges recibe "una rosa de oro como homenaje a la sabiduría"
Universidad de Palermo, Sicilia (1984)
Ante tal rareza para adinerados, quizá valga el juego de citar dos costosos y singulares reconocimientos de entre los muchos que Borges recibió en Europa y en el continente americano. En la misma “Cronología” anota María Esther Vázquez que “el 21 de marzo [de 1984 Borges] parte para un viaje de cuatro meses que inicia en Palermo (Sicilia), donde lo hacen doctor honoris causa de la Universidad y recibe una rosa de oro como homenaje a la sabiduría, que pesa medio kilo”, nada menos. Y “a fines de julio [del mismo año] viaja a los Estados Unidos. Allí recibe otro doctorado honoris causa y el editor italiano Franco Maria Ricci ofrece una comida en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional de Nueva York para 450 personas y en su transcurso entrega a Borges 84 libras esterlinas de oro, la primera de 1899, año del nacimiento de Borges y así sucesivamente las 83 restantes de cada uno de los años que le tocó vivir.” Episodio del que Borges habla al término de la XVII entrevista con María Esther Vázquez reunida en Borges, sus días y su tiempo, entre cuyas líneas se lee: 
“La invención es realmente extraña. Resulta que desde que yo nací, sin saberlo, sin que nadie lo supiera tampoco, he ganado una libra esterlina por año. Eso no parece excesivo, pero cuando al cabo de 84 años uno recibe un cofre con 84 monedas de oro donde un lado está san Jorge...
Ahora el ex san Jorge, lo han defenestrado, lo han echado del Santoral.
“Sí, pobre. De un lado, está el pobre ex san Jorge con su dragón; del otro, efigies de Victoria, de Eduardo VII, de Jorge V, de Isabel II. Además, el oro tiene un valor mítico; 84 monedas de oro dan la sensación de un capital infinito.
Sobre todo por el valor de su antigüedad. ¿Quién, si no es un coleccionista o una señora casi centenaria, que haya conocido de niñita a la reina Victoria, puede conservar una moneda del año en que ella murió, 1901?
“¡Caramba! Uno piensa en la reina Victoria y la ve tan lejana en el tiempo y yo nací dos años antes de que ella muriera.
Bueno, pero pareces mucho más moderno que la reina Victoria.
“¡Eso espero!
“¿Quién juntó esas libras esterlinas?
“El editor italiano Franco Maria Ricci, quien dirige la revista de arte y literatura FMR, cuyo nombre corresponde a las iniciales de Ricci. A él se le ocurrió que la revista me diera ese premio rarísimo. Ahora bien, él inició la campaña de FMR, que ahora se venderá en los Estados Unidos, con una comida rarísima en la Biblioteca Nacional de Nueva York.
 “¿Tiene comedor la Biblioteca Nacional?
“No. Se habilitó en la sala de lectura. Había 450 invitados. El importó, conociendo lo que es la comida americana, cuatro cocineros de Parma y se comieron unos tortellinis no inferiores a los que nos había ofrecido en Italia. Hablaron muchas personas, me entregaron el premio y yo pensé: ‘Recibo un premio de Italia, un país que quiero tanto; me lo dan en Nueva York, una ciudad que quiero tanto, y me lo entrega Ricci, un viejo amigo y mecenas’. Todo parecía un sueño. Agradecí, al final de esa comida espléndida, desde una alta tarima, que me hacía recordar al patíbulo. Me sentí tan agradecido por lo singular de ese regalo. El cofre es muy lindo, del tamaño de un infolio y cada moneda tiene un nicho circular y las han puesto de tal manera que a veces se ve el santo y el dragón, o mejor dicho, el ex santo y el ex dragón. Pero el dragón da lástima porque san Jorge parece tan grande, tan poderoso con una gran lanza matando a un gusanito; no me parece equitativa esa lucha”.
"María Esther Vázquez y Borges en el jardín de Villa Silvina en Mar del Plata, 1965"
Foto de Adolfo Bioy Casares
Además de los libros en colaboración de María Esther Vázquez con Borges, figura el hecho de que éste le dedicó el “Poema de los dones”. En la página 208 de Borges. Esplendor y derrota, la biógrafa lo refiere así: “En diciembre de 1958 Borges escribió el ‘Poema de los dones’ incluido en El hacedor, que apareció en 1960 [en Buenos Aires, editado por Emecé]. Posteriormente y en ediciones sucesivas, Borges me lo dedicó. Dedicatoria que persistió hasta su muerte; luego fue borrada. El editor B. del Carril dijo que fue una orden dada por quien ha heredado los derechos de Borges, María Kodama.” Lo cual es sólo un botón de muestra de toda la controversia y el cuestionamiento que resume y exhibe en su biografía en torno a María Kodama (Buenos Aires, marzo 10 de 1937), vertiente brevemente aludida en la “Cronología” de Borges, sus días y su tiempo.
Borges y María Kodama


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II de II
Algunos biógrafos apuntan que Jorge Luis Borges se enamoró de María Esther Vázquez y quiso casarse con ella, pese a que él era un anciano de 66 años y su asistente una joven de 24. En La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro (Gedisa, 1998), James Woodall narra el episodio con pelos y señales; entre lo que apunta se lee entre las páginas 264 y la 267: 
   “En el ‘Ensayo autobiográfico’ [que escribió en inglés con el auxilio de Norman Thomas di Govanni, publicado el 19 de septiembre de 1970 en The New Yorker] Borges no menciona los hechos ocurridos en 1965 y, según sospecho, tenía una buena razón para ello; esto estaba relacionado con María Esther Vázquez, un asunto que repentinamente se hizo penoso para él [...] 
(Gedisa, Barcelona, 1998)
   “En ese momento Borges y Vázquez estaban trabajando en dos proyectos: uno era la revisión del libro sobre literatura germánica que Borges había publicado con Delia Ingenieros en 1951; el otro proyecto consistía en una breve introducción para estudiantes argentinos de la literatura inglesa. La asociación profesional de Borges y María Esther se había desarrollado hasta convertirse en una estrecha camaradería y Borges sinceramente creía que el casamiento estaba en el tapete. Era éste un asunto que preocupaba a Leonor tanto como a su hijo. Leonor lo apremiaba para que tomara una decisión aunque no se sentía muy feliz con la idea de tener a María Esther como futura nuera. ‘Lo está exprimiendo como un limón’, habría dicho Leonor.
"El editor José Rubén Falbo con Borges y la autora durante la presentación de la
primera edición de Literaturas germánicas medievales (Col. De las palabras, Falbo,
Buenos Aires, 1965)  en la librería del primero de los nombrados. Buenos Aires, 1965."
  “En general, se consideraba que María Esther Vázquez se había mostrado complaciente con Borges. Cuando en noviembre de 1965 ella anunció que se casaría con Horacio Armani [se casaron el 14 de diciembre de 1965], Borges quedó sumamente abatido. Muchos de sus amigos afirmaban que la decisión de María Esther lo había alterado profundamente; la consideraba una especie de abandono, una defección. Es probable que la visita que hizo con ella al Perú acentuara las tensiones que había entre ellos; ciertamente, su compromiso con Armani, después del viaje que hicieron juntos desde la ciudad de Mendoza, fue un toque de difuntos para las esperanzas amorosas de Borges.”
   Y más aún: “Al enterarse del compromiso de María Esther Vázquez, Borges fue a ver al dentista y se hizo extraer dientes y muelas. Esa parecía ser la única solución a su desazón: un poquito de dolor físico para distraer su espíritu de aquel fracaso sentimental.”
  Este último episodio lo comenta así Leonardo Tarifeño en el número 78 de la revista virtual Origina (agosto de 1999), precisamente en un fragmento de su artículo “Viaje al fondo del Borges galán”: 
   “Corre 1965 y Borges se entera que María Esther Vázquez, a quien tenía en la mira matrimonial, va a casarse con el poeta Horacio Armani. Un personaje de Hemingway se habría emborrachado; Philip Marlowe hubiera enunciado dos o tres frases inolvidables contra el poder rubio. Pero la literatura norteamericana nunca fue de las favoritas del autor de Historia universal de la infamia, así que rápidamente decide extirparse las tres muelas que debía arreglarse. El cruel experimento dental suponía que el dolor físico podría reemplazar, o al menos atenuar, el dolor espiritual. Hundido en esa rara sospecha, al rato llega a su despacho de la Biblioteca Nacional con un pañuelo ensangrentado en la boca. Su amigo y vicedirector de la Biblioteca, José Edmundo Clemente, se alarma y le pregunta qué le pasó. La respuesta es tan extraña que jamás podrá olvidarla: ‘Vengo del dentista. Me fui a sacar unas muelas y le pedí que lo hiciera sin anestesia. Estoy triste por un asunto de faldas. Quería olvidar el dolor, Clemente, pero creo que no puedo olvidarlo.”
"José Edmundo Clemente y Borges en el despacho de la Biblioteca Nacional,
delante el globo terráqueo que perteneció a José Ingenieros.  (Circa, 1962)"
   Ante su pintoresco relato, hay que objetarle a Leonardo Tarifeño que cierta literatura norteamericana, en determinadas épocas y episodios de su vida, sí estuvo entre las favoritas de Jorge Luis Borges y baste citar, por lo menos, tres nombres: Walt Whitman, Herman Melville y Edgar Allan Poe; y el hecho de que con Esther Zemborain de Torres Duggan escribió el ensayo o guía de forasteros: Introducción a la literatura norteamericana (Columba, 1967). 
(Punto de lectura, Madrid, 2001)
  Borges, sus días y su tiempo es un personal y testimonial modo de tributar al poeta ciego de Buenos Aires y una manera de proponer un acercamiento a su obra y a múltiples facetas de su persona y de su biografía. Así, también es el trabajo de una reportera y periodista literaria. Es decir, el libro tiene su origen en las grabaciones de una serie de entrevistas que la joven María Esther Vázquez le hizo a Borges para la Radio Municipal de Buenos Aires, entonces ubicada “en un sótano del Teatro Colón”; pero también lo entrevistó en su despacho de la Biblioteca Nacional y en su departamento de la calle Maipú. Quizá el libro no le diga mucho a un ávido lector que profese el culto de Borges y por ende haya leído un sinnúmero de entrevistas y de biografías donde Borges habla de los mismos temas o casi de los mismos temas que aborda aquí, como puede ser el caso de Borges. Esplendor y derrota, pues es obvio que los casetes de las entrevistas (y sus otros libros) le sirvieron a María Esther Vázquez para elaborar su premiada biografía.
"Borges y María Esther Vázquez durante el diálogo que realizaron en el
Auditorium de Mar del Plata, 1984.
Fotografía de J.P. Mastropasqua."
  Borges, sus días y su tiempo se divide en las siguientes partes. El prólogo de Borges; el prefacio de María Esther Vázquez y una nota que hizo ex profeso “para la presente edición”, fechada en el “invierno de 1999”. Luego sigue la primera parte del libro: “Aproximación al personaje”, que comprende tres breves y anecdóticas estampas: “Borges a los 65 años”, “Borges a los 75 años” y “Borges a los 85 años”, más un esbozo misceláneo: “Borges por dentro”, donde alude la virtud memorística de Borges:
 “Uno de los atributos más envidiables de Borges era su memoria, fundamento de su notable erudición, que le permitió acumular conocimientos que parecen infinitos.
 “Alguien ha dicho alguna vez que la obra de Borges está plagada de citas falsas. Esta es una afirmación mal intencionada; si existen, están inventadas en función de un especial sentido del humor y pueden hallarse en la literatura humorística que escribió con Bioy Casares. Pero es notable comprobar, a quien haya trabajado con él, cómo podía citar de memoria con absoluta seguridad. A menudo, para asegurarse de un dato, me indicaba que consultara tal tomo de su biblioteca, citaba el número de la página en que se encontraba y si había una ilustración la describía, y allí estaba la frase o el pasaje que necesitaba y la ilustración que él recordaba. Eduardo Mallea me dijo cierta vez, con una expresión feliz, que la memoria de Borges era simultánea, y eso era exacto. Una palabra, un recuerdo, desencadenaban en él una serie de relaciones inesperadas: todo parecía simultánea y mágicamente convocarse a través de su recuerdo para llegar a la comprobación o al fin deseado. Años atrás, al leerle un poema de Montale en que este autor nombraba al sabiá [‘pequeño pájaro oriundo del Brasil’], le pregunté qué significaba esa palabra para mí desconocida. Me contestó citándome unos versos en portugués que había oído cantar en 1914, cuando el barco que lo llevaba a Europa hizo escala en Río de Janeiro y donde se nombraba a este pájaro.”
"Borges y María Esther Vázquez. Al fondo el Monumento a la Bandera.
Rosario, 1983"
  Tal celebración de Borges el memorioso resulta definitoria, pues además de que estaba imposibilitado para leer y escribir desde 1955, Borges, sus días y su tiempo es, centralmente, un libro de entrevistas donde descuella la memoria de Borges, quizá sobre todo cuando evoca y resume, de un modo poético, argumentos de ciertas narraciones, como ocurre en la entrevista IX donde habla de “La literatura fantástica”, la cual, no obstante, a veces le fallaba. Por ejemplo, en la página 161, al hablar de la novela policial y al citar a Chesterton, María Esther Vázquez le afirma que éste “no ha escrito ninguna novela policial”. Y Borges le responde que “no, pero sí un centenar de cuentos policiales que tienen un carácter doble”. Es decir, en tal lapsus ambos olvidaron que Chesterton es el autor de El hombre que fue Jueves (1915), novela policial que Alfonso Reyes prologó y tradujo del inglés al español, publicada en 1922, en Madrid, por la editorial Saturnino Calleja. 
Alfonso Reyes con su perro Alí (Buenos Aires, 1927)
G.K. Chesterton (1874-1936)
  Además de que Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue un autor que Borges frecuentó con entusiasmo a lo largo de su vida —por ejemplo, figura entre los escritores que él, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo seleccionaron para la Antología de la literatura fantástica (Sudamericana, 1940), y entre los que él y Bioy Casares eligieron para el primer tomo de Los mejores cuentos policiales (Emecé, 1943) y entre los que él escogió y prologó para las series La Biblioteca de Babel y Biblioteca personal—, cabe recordar que el joven Borges, entre 1927 y 1928, conoció en Buenos Aires a Alfonso Reyes (1889-1959) cuando éste fue embajador de México en Argentina. En la página 415 del Ficcionario (FCE, 1985), Emir Rodríguez Monegal anota que ambos solían almorzar “los sábados entre largas pláticas literarias” y que según Borges de Alfonso Reyes “aprendió a depurar el estilo neoclásico barroco vanguardista de sus comienzos para acercarse al clasicismo de su madurez”. Y al respecto, en la página 110 de Borges. Esplendor y derrota, se lee: “Entre las amistades felices a las que alude Borges, se contó la de Alfonso Reyes, humanista mexicano y embajador de su país en la Argentina precisamente en 1927, que ejerció una notable influencia sobre nuestro escritor. ‘Pienso en Reyes [dijo Borges] como el primer estilista de la prosa española de este siglo; con él he aprendido mucho sobre simplicidad y manera directa de escribir’”.   
"Borges frente a una biblioteca en el comedor de su casa de Maipú 994.
Su figura oculta los tomos de la Enciclopedia Británica, cuya edición de
1911 era muy querida por el escritor. Enero de 1979.
Fotografía tomada por Marciano Saucedo."
  La segunda parte de Borges, sus días y su tiempo, que es la central y se titula “Conversaciones”, comprende 17 entrevistas que le hizo María Esther Vázquez. Fueron editadas a partir de los temas que se aluden en los subtítulos y si bien no están dispuestas en orden cronológico, se advierte que la más antigua data de 1962 y las más recientes de 1984. La única hasta entonces inédita, transcrita para la presente edición, es la XV, fechada en 1982. 
   La tercera parte: “Encuentros”, comprende cuatro charlas en las que además de María Esther y Borges figura otro escritor: “Con Eduardo Gudiño Kieffer en 1972”, “Con Francisco Luis Bernárdez en 1974”, “Con Raimundo Lida en 1977” y “Con Manuel Mujica Láinez en 1977”.     
   Luego sigue “Desde la misteriosa orilla”, una nota nostálgica y melancólica que María Esther Vázquez fechó el “15 de junio de 1986”, es decir, un día después de la muerte del escritor.
  Enseguida aparece un puñado de “Frases y anécdotas” de Borges, algunas comentadas y otras no. Y por último la “Cronología” y la “Bibliografía”, más doce fotografías en blanco y negro (con sus correspondientes pies) insertadas entre las páginas 224 y 225. 


María Esther Vázquez, Borges, sus días y su tiempo. Prólogo de Jorge Luis Borges. Iconografía en blanco y negro. Punto de lectura (164). Madrid, 2001. 356 pp. 






martes, 8 de enero de 2013

Kitchen



Como agua para soñar en el más allá

Según Tusquets Editores, el verdadero nombre de la escritora japonesa Banana Yoshimoto es Maoko, quien en 1988, con 26 años, publicó en su idioma su primer libro: Kitchen, cuya traducción del japonés al español (editada por primera vez en octubre de 1991 en Barcelona) incluye la novela homónima y el cuento “Moonlight Shadow”, el cual escribió para ilustrar su tesis de licenciatura. Se dice que en Japón el libro obtuvo de inmediato críticas favorables y dos premios muy cotizados: el Kaien y el Izumi Kyoka; y lo que es más sorprendente: “¡más de seis millones de lectores!” 
Banana Yoshimoto
Tal vez en japonés la novela y el relato sean algo extraordinario y Banana Yoshimoto un monstruo narrativo a la altura de la precocidad y el talento del legendario narrador y suicida Yukio Mishima (1925-1970). Sin embargo y pese al bombo y platillo con que se anuncia y dora la píldora: es “hija del crítico literario Ryumei Yoshimoto, auténtico gurú de la literatura nipona en los años 60”, la traducción del japonés al español que hicieron Junichi Matsuura y Lourdes Porta exhibe un libro simplote, de ínfima calidad. Esto inclina a suponer que Kitchen, en el Japón, fue un fenómeno de ventas, una efímera burbuja, un best seller inflado por la exacerbada publicidad.
(Tusquets, 1ra. reimpresión mexicana,  1991)
Kitchen es el relato que hace Mikage Sakurai, una jovencita que abandona sus estudios de fotografía para emplearse de ayudante de una famosa maestra de cocina (la Chepina Peralta del Japón, con programa televisivo y viajes por el país). Sus padres fallecieron. Creció con sus abuelos. El abuelo murió cuando ella iba en la secundaria y la abuela acaba de morir. Es por esta dolorosa y elegíaca acumulación de pérdidas que su condición de solitaria y huérfana se agudiza y traduce en un continuo lloriqueo y sentimentalismo. Como padece de reminiscencias uterinas y umbilicales, se consuela y refugia en la cocina, especie de vientre y seno materno, puesto que siente que la alimenta, protege, arrulla y cobija con el calor y el zumbido que emite el refrigerador. Sólo allí puede dormir. 
Inducida por su nostalgia y búsqueda inconsciente opta por convertirse en cocinera, primero amateur y luego profesional. 
El desarrollo de Kitchen es poco atractivo. Se pierde en excesos melodramáticos: la conmiseración que la protagonista siente por sí misma, su martirio de soledad, su desasosiego existencial, el sentimentalismo, todo enmarcado por descripciones paisajísticas y atmosféricas de tarjeta postal que no envidiaría National Geographic
Su melodrama es parecido al de Eriko y Yuichi, dos personajes que durante seis meses se la llevan a su departamento para que no esté tan solita y se rehabilite. Eriko es el padre de Yuichi; pero cuando su esposa murió de cáncer y ante el dolor que implicó la pérdida del ser amado, renunció a ser hombre, se operó para convertirse en mujer y estableció un bar gay que funciona en la noche. 
Eriko, pese a que regresa a casa en la madrugada y con aliento alcohólico, es una madre modelo, responsable, educada, guapa, femenina, limpia, ordenada y amorosa. Y Yuichi, su hijo, es también un modelo de rectitud y buenas costumbres, no tiene problemas edípicos ni de identidad y se distingue por su actitud noble y gentil. Y así como observa una relación sana y aséptica con su madre transexual, del mismo modo la establece con Mikage Sakurai: se respetan en todo momento, guardan distancia, se quieren como hermanitos consanguíneos y se comportan como si no tuvieran impulsos ni deseos sexuales. Poco después, en el bar, un enamorado infeliz mata de una cuchillada a Eriko; y entonces es Yuichi el que padece la muerte de su padre-madre.
       Kitchen denota que Banana Yoshimoto podría ser una excelente guionista de agringados melodramas televisivos clasificación “B”. Fuera de la singularidad de Eriko, la obra no es maldita ni tiene intriga ni nada de morbosa maledicencia ni de vertientes eróticas iconoclastas. Es una noveleta aséptica que Eriko no utilizó para confesar su intríngulis o lo que escondía tras la metamorfosis transexual, y en cambio Mikage Sakurai se dio vuelo con sobredosis de afectación y cursilería. 
Hay en ella dos momentos que pretendieron ser mágicos y poéticos: uno es el hecho de que Mikage y Yuichi se encuentran en un mismo sueño que tuvieron por separado, arquetípica confluencia onírica que Borges desarrolló y varió más de una vez, por ejemplo, en sus cuentos “El otro” e “Historia de los dos que soñaron”. El otro momento es cuando por pura intuición, Mikage adivina el cuarto del hotel donde Yuichi se halla.
Banana Yoshimoto
       “Moonlight Shadow”, por su parte, es el relato de Satsuki, otra muchachita de veinteañera que, sin haber leído La separación de los amantes de Igor Caruso, padece insomnio e incertidumbres existenciales tras la muerte de su novio, su ser querido. Al igual que Kitchen, “Moonlight Shadow” chorrea lágrimas y elegiaca sensiblería. Y tanto en una narración como en la otra los electrodomésticos y las alusiones a las costumbres, hábitos de consumo, poses y utensilios que publicitan e instituyen los mass media no son más que pinceladas sociológicas sobre la estandarización y masificación de la conciencia y de la cultura, ineludibles e híbridas, puesto que ocurren en el industrializado Japón actual del entonces. 
“Moonlight Shadow” es o quiere ser una neovariación de un antiguo mito chino que la voz narrativa llama “fenómeno de Tanabata”, y que los traductores en un pie de página ilustran y resumen así: “Kengyusei y Shokujosei, dos amantes condenados a vivir separados por la eternidad, uno a cada lado de la Vía Láctea (en japonés, literalmente: ‘río del cielo’), pueden encontrarse una vez al año, la noche del 7 de julio. Por ello, esa noche se celebra en Japón la fiesta de la adoración de las estrellas, o fiesta de Tanabata”. En este sentido, en “Moonlight Shadow”, Urara, una joven de unos 25 años que se aparece como fantasma, es una especie de pitonisa que guía a Satsuki a un puente, el mismo donde ésta se encontraba y se despedía de Hitoshi, su fallecido novio, y donde lo vio por última vez; allí, bajo las favorables circunstancias cósmicas que ocurren una vez cada cien años, acuden a una hora precisa revelada por Urara. Ocurre el milagro, y Satsuki y Urara, cada una en un ámbito distinto, pueden ver por unos instantes a sus respectivos ex novios, quienes agitando la manita les dicen bye, bye desde el otro lado del río, antes de retornar al ámbito del más allá. 
Al mismo tiempo, pero en otro punto topográfico y sin que él sepa de qué alquimia celeste se trata, Shu, el hermano menor de Hitoshi, puede ver a Yumiko, su novia tenista que perdió la vida en el mismo accidente donde murió Hitoshi. El espectro o ectoplasma de Yumiko entra en la recámara de Shu, abre el armario y se lleva el vestido de marinero que usaba cuando vivía y que Shu, para no olvidarla y como para conjurar su regreso, solía usar ante el asombro o la incomodidad de quienes lo veían vestido de mujer. Pero nuevamente, fuera de estos interesantes rasgos sobrenaturales, el relato es un melodrama ramplón donde una serie de adolescentes y jovenzuelos escenifican su aprendizaje sentimental.
       Los traductores de Kitchen optaron por el español ibérico e incluyeron una serie de pies de página que contribuyen a la comprensión de ciertos vocablos y expresiones del japonés; sin embargo, les faltó anotar el significado de un buen número de palabras, sobre todo las que se refieren a la singular comida japonesa.


Banana Yoshimoto, Kitchen. Traducción del japonés al español de Junichi Matsuura y Lourdes Porta. Colección Andanzas (151), Tusquets Editores. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1991. 208 pp.  






martes, 1 de enero de 2013

Si una noche de invierno un viajero



Entre los libros que hace mucho tienes programado leer

Silas Flannery, un novelista que figura entre los personajes de Si una noche de invierno un viajero (1979) —novela de Italo Calvino (1923-1985) traducida del italiano al español por Esther Benítez— anota lo siguiente en una página de su diario: “La fascinación novelesca que se da en estado puro en las primeras frases del primer capítulo de muchísimas novelas no tarda en perderse al continuar la narración: es la promesa de un tiempo de lectura que se extiende ante nosotros y que puede acoger todos los desarrollos posibles. Quisiera escribir un libro que fuera sólo un incipit, que mantuviese en toda su duración la potencialidad del inicio, la espera aún sin objeto. Pero ¿cómo podría estar construido semejante libro? ¿Se interrumpiría después del primer párrafo? ¿Prolongaría indefinidamente los preliminares? ¿Ensamblaría un comienzo de narración con otro, como las Mil y Una Noches?” 
Italo Calvino
Tales reflexiones y tales interrogantes no son más que un breve fragmento que conlleva ciertas coincidencias entre lo que pensaba Italo Calvino y lo que le atribuyó a su personaje novelista. Silas Flannery, a imagen y semejanza de su autor (el Deus ex machina), supone que “el libro no debería ser sino el equivalente del mundo no escrito traducido a escritura”; y cuando proyecta escribir una novela constituida por comienzos de novelas, su bosquejo resulta casi idéntico a la obra de Italo Calvino donde éste mismo se encuentra referido y escrito.
Si una noche de invierno un viajero es una novela dispuesta del siguiente modo: entre doce capítulos numerados con romanos se hallan intercalados diez capítulos con título, que son los comienzos de novelas interrumpidas y que pueden funcionar como relatos independientes entre sí.
(Siruela, 3ra. edición, Madrid, 2000)
       En los numerados con romanos el autor desglosa un alter ego: una voz narrativa a la que denomina “yo”, capaz de hablar del propio Italo Calvino en tercera persona, la cual vislumbra y acuña un arquetipo de lector al que denomina “Lector” y al que trata y conduce en segunda persona, y cuyas vicisitudes al perseguir la continuación de las novelas interrumpidas tienen como meollo no sólo satisfacer la curiosidad y el gusto o el vicio de la lectura, sino también la seducción de un arquetipo de lectora llamada Ludmilla.
El invocar la milenaria tradición de Las mil y una noches como modelo de un procedimiento narrativo inmerso en una obra contemporánea, actual, es una manera de hacer presente el pasado; en este sentido, y sobre el desarrollo y las fórmulas narrativas que alientan a Si una noche de invierno un viajero, Carlos Fuentes apuntó en un ensayo publicado en la revista Vuelta (número 109, diciembre de 1985): “Las grandes obras del pasado también son parte del mundo no escrito en el sentido de que siempre esperan ser leídas por primera vez por nuevos lectores y ser escritas de nuevo por nuevos escritores. Si una noche de invierno... es el ejemplo supremo de esta actualización del pasado. Cervantes se hace presente en Calvino mediante las historias interrumpidas o extrapoladas, el diálogo de géneros y la inestabilidad autoral de la novela. Sterne está aquí cuando Calvino eleva la digresión a principio de composición. Y Diderot adquiere plenitud presente mediante el repertorio de opciones ofrecidas por el autor al lector. El pasado, en Calvino, se vuelve novedad. Lo no escrito es también lo no leído: las novelas que esperan se leídas hoy porque, aunque fueron escritas en el pasado, fueron escritas para ser leídas hoy.”
Carlos Fuentes
(foto: Lola Álvarez Bravo)
En el mismo texto, Carlos Fuentes dice con exultación que “Italo Calvino escribió los libros que la mayor parte de los novelistas actuales hubiese querido escribir”; no sorprende, entonces, que con ímpetu celebratorio lo llame desde el título: il’ primo fabulatore
Si una noche de invierno un viajero es un hervidero de cuentos (de varios tipos y tamaños) y de narraciones potenciales; están allí los primeros trazos, las anécdotas propositivas para que otros narradores las desarrollen o las reescriban, incluidos los lectores (“toda lectura reescribe el texto”, Borges dixit). Pero también, siendo un fabulador humorista y paródico, expone varios ángulos reflexivos, lúdicos, morales y sociales, sobre las características implícitas en la condición existencial del lector, del novelista, del libro, de la industria editorial, de la lectura, del lenguaje, todo engarzado en un mundo contradictorio y convulso, donde lo abigarrado, las sectas absurdas, la incoherencia histórica, el espionaje y la pugna por el poder político, intelectual e imaginativo, la ausencia de escrúpulos y el pastiche literario son los matices que definen el hipotético síndrome finisecular. 
Italo Calvino y Jorge Luis Borges
Es inquietante, en consecuencia, que entre el romántico encuentro, rastreo y fascinación que se establece entre los modelos de lectores dispuestos a entregarse y abandonarse a la lectura por la lectura misma, confluyan los trasfondos que representan Silas Flannery y Ermes Marana. Ambos, a imagen y semejanza del “Lector”, han sido trastocados y seducidos por la misma lectora; pero a diferencia de éste, cada uno canaliza y corporifica el eco de un mundo ominoso que ya ha aleteado, más que nada, en la industria del best seller y en los regímenes totalitarios e intolerantes que deciden cuáles son los libros prohibidos y cuáles deben leerse. 
Ermes Marana es un traductor clandestino, subterráneo y escurridizo que fundó la Organización del Poder Apócrifo y de la cual se ha separado; la secta se halla dividida en dos tendencias: unos “están persuadidos de que en medio de los libros falsos que anegan el mundo han de encontrarse los pocos libros portadores de una verdad quizá extrahumana o extraterrestre”; los otros “consideran que sólo la falsificación, la mistificación, la mentira intencionada pueden representar en un libro el valor absoluto, una verdad no contaminada por las pseudoverdades imperantes”. 
Pero si el cometido de Ermes Marana es plagiar e invadir el orbe de libros apócrifos, lo que busca sobremanera es estar presente en la intimidad de los ojos de la obsesiva lectora (“Un libro no es menos íntimo que las manos y los ojos”, Borges dixit). Silas Flannery, al observar a través de un catalejo a una magnética fémina que lee tirada en una tumbona (ignora que es la misma Ludmilla), se ve conmocionado e impedido para continuar escribiendo las novelas que tiene pactadas con editoriales y empresas comerciales (en sus páginas tiene que mencionar sus productos); por lo consiguiente recibe la subrepticia visita de Ermes Marana, quien llega representando a la firma japonesa denominada Organización parar la Producción Electrónica de Obras Literarias Homogeneizadas y le ofrece concluir sus contratos novelísticos mediante un programa computarizado. 
¿Qué ocurriría, si tú, azaroso y desocupado lector de la presente e interrumpida reseña, tienes la novela de Italo Calvino entre “los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer,” o entre “los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos,” o entre “los Libros que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento,” o entre “los Libros que Quisieras Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso,” o entre “los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor Este Verano,” o entre “los Libros que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros En Tu Estantería,” o entre “los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable,” o entre “los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieras A Leerlos De Veras...?, pues entonces.... tú sabes...


Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Traducción del italiano al español de Esther Benítez. Prólogo del autor. Cronología de César Palma. Ediciones Siruela. 3ª edición. Madrid, 2000. 380 pp.




jueves, 20 de diciembre de 2012

Las mil noches y una noche



Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más)
                                 
I de II
El jueves 3 de agosto de 2006, en el Teatro Romano de Mérida, dentro del Festival de Teatro Clásico de esa ciudad de Extremadura, España, Mario Vargas Llosa estrenó su libreto teatral Odiseo y Penélope, actuado por él y la actriz Aitana Sánchez-Gijón, dirigidos por Joan Ollé y con escenografía del pintor Frederic Amat, quien, curiosamente, ilustró los III tomos de Las mil y una noches, con acopio, traducción, edición, prefacios y notas del investigador y académico Juan Vernet (el más connotado arabista del idioma español, biógrafo de Mahoma y traductor del Corán), impresos en Barcelona por Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, empresa donde también se tiró y volatizó la susodicha obra escrita y actuada por el peruano. Por entonces el dramaturgo anunció, a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, que ya estaba en el caldero del brujo una versión suya de Las mil y una noches, minimalista y ex profesa para la dirección de Joan Ollé y su coactuación con Aitana Sánchez-Gijón. Cosa que se hizo y cuya “obra se estrenó en Madrid el 2 de julio de 2008, en los Jardines de Sabatini, dentro del festival Veranos de la Villa”. 
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
en los papeles de Odiseo y Penélope
Pero además, en “Contar cuentos” —su prólogo para Las mil noches y una noche (Alfaguara, México, 2009), firmado en “Madrid, julio de 2008”—, apunta: “Debo a mis queridos y admirados amigos Aitana Sánchez-Gijón y Joan Ollé, compañeros y maestros de aventura teatral, sugerencias e ideas que corrigieron muchas imperfecciones de mi texto. Durante los ensayos, en el Madrid sofocante de julio, al hacer pasar el texto de mi versión por la prueba decisiva de la representación hice ya muchos cambios, con los que la obra se dio, en los Jardines de Sabatini, durante los madrileños Veranos de la Villa, los días 2, 3 y 4 de julio. Pero todavía luego de exponerla al público hice nuevas correcciones, de modo que la versión que vieron de Las mil noches y una noche los espectadores de Sevilla, el 17 y el 18 de julio, y los de Tenerife, el 26 y 27 del mismo mes, fue algo distinta —y mejor, espero— de la del estreno madrileño. Éste es el texto que ahora se publica.”
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
En su prefacio, Mario Vargas Llosa recomienda, para orientarse y navegar en torno a los incunables manuscritos originarios y sobre disquisiciones hermenéuticas y filológicas, la erudita edición de Juan Vernet. Y para escribir su libreto dice haber consultado varias ediciones de Las mil y una noches, sobre todo la que M. Dolors Cinca y Margarita Castells Criballés publicaron, en 1998, en Ediciones Destino. Y aunque no lo precisa, se observa que para titular su libreto no recurrió al sonoro y seminal título que el francés Antoine Galland (1649-1715) introdujo en el imaginario occidental (sueños, fantasía, mentalidad, tradición): Les mille et une nuits. Contes arabes (12 tomos editados en París entre 1704 y 1717, con 64 historias), sino al título que el valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) popularizó al traducir, del francés al español, la versión de Le livre des mille nuits et une nuit urdida del árabe (de diversos abrevaderos y editando, quitando y poniendo de su idiosincrasia) por el cairota Joseph Charles Mardrus (1868-1949), impresa en París, por la Revue Blanche, en 16 tomos, entre 1898 y 1904. Según dice Jorge Luis Borges en “Los traductores de las 1001 Noches” —Historia de la eternidad (Viau y Zona, Buenos Aires, 1936)— el título se debe a que “En 1839, el editor de la impresión de Calcuta, W.H. Macnaghten, tuvo el singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila, por Libro de las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the Thousand Nights and One Night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of the Thousand Nights and a Night; J.C. Mardrus, desde 1899, su Livre des mille nuits et une nuit.” Que a Borges no le gustó y por ende la cuestiona con rigor, pero acota: “me consta que la ‘traducción’ de Mardrus es la más legible de todas —después de la incomparable de Burton, que tampoco es veraz.”
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Estuche con dos tomos
La traducción del doctor J.C. Mardrus al castellano que hizo Vicente Blasco Ibáñez se publicó en Valencia, España, en 1912, con el sello de Prometeo. Fueron 23 tomos que se repitieron en 1916 y en 1921 se reagruparon en 12. Tal versión de Las mil noches y una noche de Mardrus proliferó en el orbe del castellano, en España y en América Latina, durante buena parte del siglo XX y no escasearon las antologías y las ediciones expurgadas y censuradas para adolescentes y niños (incluso piratas y sin acreditar la fuente), a las cuales les eliminaron referencias sexuales muy explícitas y párrafos de poemas y versos. 
Las mil y una noches (J. Pérez del Hoyo, Editor, Madrid, 1969)
Yo, desde la infancia, tengo una (regalo de mi tío materno Lázaro Morales Sáenz, junto con otros libros y barquitos para armar). Es un libro “Anónimo” de pastas duras y rojas titulado Las mil y una noches, impreso en Madrid, en 1969, por “J. Pérez del Hoyo, Editor”; con un prólogo de un tal “L. Pérez de los Reyes”, antologa, editadas y sin acreditarlo, 41 de las 244 historias que Vicente Blasco Ibáñez tradujo, casi literalmente, del acopio, traducción y tejemaneje del doctor Mardrus. Están profusamente ilustradas con laboriosos y magníficos grabados, cuyo autor tampoco se acredita. Este libro, atractivo en su piratesco género, lo volví a encontrar editado en España, en 1998, por Edimat Libros, con un formato mayor. Y en el estuche con IV tomos titulados Las mil y una noches, impresos en Barcelona, en 2003, por Edicomunicación, cuyo subtítulo alardea: “Según la versión alemana de Gustav Weil/Ilustraciones originales” (publicada “entre 1839 y 1842”, se dice), de nuevo hallé los susodichos grabados y otros más (quezque ¡“más de 1450”!). Pero si inician con un prefacio de un tal “Michel Gall”, en ningún sitio se acredita la identidad del ilustrador (o ilustradores) ni el nombre del traductor (o traductores) ni el idioma del que se tradujo (al parecer del alemán) ni de qué edición. 
Las mil y una noches (Edimat libros, Madrid, 1998)
Pero para fortuna del desocupado lector (“Alah es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico”), en abril de 2007, en Madrid, Ediciones Cátreda, en su selectiva Bibliotheca Avrea, publicó la versión al español que Vicente Blasco Ibáñez hizo de la traducción y edición del doctor Joseph Charles Mardrus; con el título El libro de las mil noches y una noche son II sobrios pero preciosistas volúmenes, con pastas duras y estuche, muy bien editados y cuidados, con “Introducción, apéndices y notas” de Jesús Urceloy y Antonio Rómar. Tomos que sí circulan en México, pues los antedichos de Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores no se encuentran en ningún sitio.



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II de II
Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón) y el rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa)
Foto: Ros Ribas
Dedicado “A Joan Ollé, por aquello del ménage à trois”, Las mil noches y una noche, el libreto de Mario Vargas Llosa, celebra el poder civilizador, y de seducción y encantamiento, que implica la milenaria tradición de contar historias en forma oral, escrita y escénica. Y esto es así porque su versión minimalista se centra en narrar, en primera instancia, cómo el poderoso, sanguinario y despótico monarca, el rey Sahrigar, quien resentido y desconfiado porque su asesinada esposa lo había traicionado con prolongadas orgías palaciegas, ya lleva un año matando doncellas —es decir, noche a noche copula una virgen y antes del alba ordena que el verdugo la decapite con un golpe de cimitarra—, pero tal terror y sangría se interrumpen al desposar y conocer a Sherezada, mujer sabia quien por sí misma se propuso para el casorio, pues con sus virtudes mnemónicas, orales y narrativas lo interesa en lo que le cuenta, lo civiliza y humaniza, y logra, con su inefable hermosura de hurí, coqueteo y sugestión, que noche a noche postergue su asesinato, que poco a poco se enamore de ella y que al final le perdone la vida por siempre jamás.
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Tomo I
En la citada traducción de Joseph Charles Mardrus que hizo Vicente Blasco Ibáñez —El libro de las mil noches y una noche (Ediciones Cátedra, Madrid, 2007)—, se narra que Schahrazada, hija mayor del visir del rey Schahriar, se propuso para la efímera y peligrosa unión con el monarca, porque al salvar su vida, salvaría la vida de las hijas de los musulmanes que podrían morir. La astuta estrategia que Schahrazada prepara para doblegar al rey, con apoyo de su hermana menor Doniazada, la puede urdir porque es muy culta y virtuosa: allí se dice que “había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla”. 
(Alfaguara, México, 2009)
En este sentido, en la versión minimalista del dramaturgo se da por entendido que durante mil ardientes noches y una noche Sherezada urde su tela de suculenta y noble hurí —y le esfuma al rey Sahrigar su pulsión y veneno homicida— al contarle tooooooooooodas las historias que implica la milenaria tradición (los tres tomos de Rafael Cansinos Assens, de 1955, compilan 482 historias, y los tres de Juan Vernet, de 1964, reúnen 220), pero además de suponer que es así, sólo se bocetan y varían tres relatos: la historia de amor de Sherezada y del rey Sahrigar, la historia de amor de la princesa Budur y el príncipe Camar Asamán —que en el tomo I de la traducción de Mardrus (con 244 historias) que hizo Vicente Blasco Ibáñez se titula “Historia de Kamaralzamán y la princesa Budur, la Luna más bella entre todas las Lunas” y narra numerosos entresijos lúbricos y fabulosos— y la historia de los príncipes Amgad y Asad, que no está en Mardrus, pero sí en la citada versión del alemán Gustav Weil —Las mil y una noches (Edicomunicación, Barcelona, 2003)—, en cuyo tomo II se titula “Historia de los príncipes Amgiad y Assad”. 
Las mil y una noches  (Edicomunicación, Barcelona, 2003)
Estuche con IV tomos
Las mil noches y una noche de Mario Vargas Llosa, pieza en un acto, comprende trece escenas numeradas con romanos y con títulos de cuentos fantásticos. En la primera escena el dramaturgo y la actriz aparecen en los papeles de Mario y Aitana, al parecer para asentar bien los pies en el escenario y para conjurar el pánico escénico que sobre todo lo atosiga a él, preludio que da paso a la metamorfosis escénica de dos personas de carne y hueso (un par de simples mortales salidos del vientre del pueblo y que pedalean a pata pelada) en rutilantes personajes de ficción y fábula. 
El dramaturgo Mario Vargas Llosa y la actriz Aitana Sánchez-Gijón en los papeles de Mario y Aitana, simples mortales salidos del vientre del pueblo, quienes en el escenario se transformaron en el rey Sahrigar y Sherezada, protagonistas de Las mil noches y una noche (foto: Ros Ribas)

Al término de la escena inaugural, indica el apunte del dramaturgo: “La orquesta toca la música que servirá de leitmotif cada vez que Sherezada comience una narración y que hará de música de fondo a ciertos episodios de la acción.” Y al final de la segunda escena se lee: “El trío de músicos irrumpe con una melodía estruendosa y de expresión de júbilo.” Y al final de la tercera: “El trío de músicos inicia el leitmotif musical que acompaña las narraciones de Sherezada.” Y así sucesivamente, con ligeras variantes, en el fin de las siguientes escenas, lo cual implica que la música creada ex profeso y exhibida en el escenario también es parte del espectáculo y de la creación y narración conjunta, tanto como las eróticas y arabescas danzas (¿la cadenciosa y candente danza de los siete velos?, ¿la ondulante y multirrítmica danza del vientre?, ¿la danza de las beduinas?, ¿la de las persas?, ¿la de las judías?, ¿la de las etíopes?, ¿la de las bereberes?, ¿la del pañuelo?, ¿la del consabido y fulgurante puñal?) que Aitana Sánchez-Gijón realizó en el escenario a imagen y semejanza de una almea de milenaria estirpe (bella y sibilina como una cobra bailando en un canasto de mimbre), según lo sugieren las fotos de Ros Ribas (casi de disparador y no de artista o profesional) que dizque aderezan y recaman la presente edición de Las mil noches y una noche impresa en México, en noviembre de 2009, por Alfaguara, editora adscrita a los ricachones mercaderes de la transnacional Santillana Ediciones Generales (“¡Gloria a Quien da sin cuento a los humildes de la tierra!”). 
El rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa) y Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón)
   Se trata de 16 fotografías en blanco y negro de lo más ilegibles (en una imagen apenas y se logra apreciar al director Joan Ollé dando indicaciones a Mario y a Aitana), pues no se cuidaron los tonos y están muy oscuras, “quemadas” se dice en el arcaico argot, y con varios encuadres deficientes. Más 11 a color (contando la que ilustra los forros), que sí se observan aceptables, sin embargo 4 de ellas (las distribuidas en 2 páginas) están fracturadas por la raya y hendidura que separa las hojas. ¡Lástima! Por si fuera poco, al respetable que compró su boleto entre los humeantes y polvorientos escombros de la bombardeada medina de Bagdad (por todas las tandas y lu-lu-lúes) no se le brinda ningún dato de Ros Ribas (ni de Joan Ollé ni de Aitana Sánchez-Gijón) ni del sitio y fecha donde realizó las tomas.


Mario Vargas Llosa, Las mil noches y una noche. Fotos en blanco y negro y a color de Ros Ribas. Alfaguara. México, noviembre de 2009. 160 pp.








martes, 18 de diciembre de 2012

El hombre que sería rey



Cómo ser periodistas y dioses y no morir en el intento

Al hablar del Premio Nobel de Literatura de 1907: Rudyard Kipling (1865-1936), angloindio nacido en Bombay, de piel morena y educado en Inglaterra (en una casa de crianza y en un internado), es ineludible no acordarse de las dos partes de El libro de la selva (1894 y 1895) y de su proclividad por el imperialismo británico. “Predicaba que el Imperio es el deber y el fardo del hombre blanco”, reza Jorge Luis Borges en su prólogo a Relatos (Hyspamérica, Madrid, 1985), libro de Rudyard Kipling seleccionado en su Biblioteca Personal. Aún así, hay páginas de la obra de Kipling que son una crítica al colonialismo que celebró, el que desde el siglo XVII sentó sus reales en la India a través de la Compañía de las Indias. “Ésta hubo de ceder sus derechos a la Corona, y, en 1877, la reina Victoria fue proclamada emperatriz de las Indias.” 
Rudyard Kipling
   Una de tales páginas es El hombre que sería rey, un cuento fantástico que es una parodia, una caricatura del aventurero inglés perdido en las tierras del Decán y del Himalaya, del que se lanza a la azarosa tarea de construir un reino empleando todo tipo de inmorales procedimientos. 
(Alianza, CONACULTA, México, 1994)
   Kipling, dice Borges, “supo el hindi antes de saber el inglés”. Fue un joven periodista que pese a sus loas victorianas, no ignoró los albañales del territorio hindú (1882-1889). En El hombre que sería rey hay un periodista inglés sin un penique (imaginario alter ego) que viaja rumbo al desierto índico. El vagón es de la peor clase: “A menudo sucede que en verano sacan muertos a los pasajeros de intermedia, y, haga calor o frío, el mundo entero les tiene poca consideración.” Allí se encuentra con un vagabundo inglés. Éste, que le habla de igual a igual, le dice que se ha hecho pasar por corresponsal del Cazador; el fin: chantajear, por ejemplo, a los pequeños estados de la India central o del Rayputana meridional, “amenazando con hacer revelaciones infamantes”, pese a que dichos estados se distingan por su crueldad y episodios negros, tal como si vivieran, dice, “en los tiempos de Harum-al-Raschid”. Pero también lo persuade para que dentro de diez días, al regresar del desierto índico, en el empalme de Marwar, aborde el tren correo que va de Delhi a Bombay y en el vagón de segunda busque a un hombre de barba roja, otro inglés, y le diga la siguiente clave: “Ha ido al Sur por una semana.” Pero luego el periodista, dándose un baño de pureza, reflexiona que los truhanes “no podían hacer nada bueno presentándose como corresponsales de periódicos”. Así, los delata ante las autoridades y a los dos los detienen en la frontera de Degumber.
      Corre el tiempo sin que nadie lo detenga. El periodista se ha incorporado a la jefatura de redacción de un diario de tipos móviles y coloridas anécdotas. Cierta madrugada de un caluroso verano en que esperan que un telegrama propicie el movimiento de la maquinaria, dos hombres de blanco se dirigen a él. Son los estafadores que delató: Daniel Dravot y Peachy Carnehan, se presentan. Han sido soldados, marineros, cajistas, fotógrafos, correctores de pruebas, predicadores, corresponsales del Cazador, caldereros, maquinistas, contratistas en pequeña escala y, en fin, han ido y venido a pie por toda la India. La delación se la cobran de un modo absurdo y risible. Dado que ambos han firmado un contrato (“una grasienta hoja de papel”) donde a sí mismos se prometen que serán reyes de Kafiristán, le piden que les muestre mapas y libros que les sirvan para ubicar y estudiar su futuro reino. El jefe de redacción lo hace, no sin decirles que se trata de una aventura idiota, que los harán pedazos al cruzar la frontera, precisamente en Afganistán, esa intrincada masa de montañas, picos y ventisqueros donde ningún inglés ha pasado. 
   Los granujas citan al jefe de redacción al día siguiente en el bazar. Allí, un sacerdote y su criado pregonan su partida a Kabul: le venderán juguetes al emir. “Son amuletos cuyo encanto no cesa. Con ellos los hijos no se enferman, los camellos no se fatigan, las mujeres son fieles al marido ausente.” Nadie descubre a los disfrazados y todos creen loco al sacerdote, emisario de la buenaventura. Sin embargo, al periodista le revelan el oscuro y secreto meollo de sus disfraces: debajo de los juguetes llevan armas y municiones.
Rudyard Kipling
       Muchos años después, una madrugada semejante a la otra, el jefe de redacción ve llegar el deplorable resto de un naufragio: un jorobado, de cabellera blanca y trabajoso andar. No lo reconoce, pero el vejete le dice: “Yo soy Peachy”. “Fui rey de Kafiristán, también Dravot. ¡Fuimos coronados reyes!” Así, Peachy Carnehan evoca esa aventura hecha a base del poder de las armas (viejas y defectuosas, mientras los nativos sólo tenían arcos y flechas), de la manipulación de su ingenuo y fanático pensamiento mágico-religioso, y de las mil y una triquiñuelas que desde un ángulo ético y racionalista son reprobables, pero no imposibles. Daniel Dravot, el peor, es quien llega a ser rey de ese enjambre de tribus, antes peleadas entre sí, pero que él logra coordinar a su favor, gracias a su olfato y a la fidelidad de Carnehan, quien pese a su corona de oro sólo llega, entre otras encomiendas, a desempeñarse como comandante general de todas las fuerzas militares, entrenadas y organizadas por ambos.
       Dravot y Carnehan, engendros de la civilización occidental inglesa, pero imposibilitados para civilizar al mundo y propagar la luz del progreso y del imperio británico, son prototipos de aventureros ingleses que sueñan con un reino para hacer y deshacer a su antojo; unos pillos sin escrúpulos que no dudan en robar, asesinar o mentir con tal de salirse con su juego sucio e imponer su autoridad. Se conciben superiores a los mahometanos y cobrizos de toda laya. Así y dado que los primitivos e idólatras nativos de sus dominios (no menos bárbaros y salvajes que ellos) son de piel blanca y a veces más blanca que la suya, no dudan en catalogarlos de ingleses, de hijos de Alejandro Magno (el legendario conquistador macedonio que en el año 362 a.C. invadió el Punjab), sin advertir que quizá sean descendientes de los arcaicos arios extraviados en lo que ahora es Irán y el Valle del Indo. 
    Si la Gran Logia de Londres, fundada en 1717, fue un instrumento de poder político, aquí hay un significativo parangón: resulta que las tribus, como por ósmosis, conocen las palabras secretas y parte de los rituales de la masonería, es decir, hasta el segundo grado, pero ignoran el rito del tercero (y subsiguientes). Así, Dravot, proclama que él y Carnehan, auténticos dioses, hijos de Alejandro Magno, son también grandes maestros de la masonería, por lo que aún sabiendo que violan los preceptos de la verdadera Logia, inventan el procedimiento para otorgar la gracia del tercer grado. Y como si Dios iluminara sus actos, ocurre que habían tomado al azar una gran piedra del templo de Imbra para que sirviera de silla del gran maestro de la Logia, pero al ver el signo que grabaron, improvisado en el mandil de éste, un viejo sacerdote induce a otros diez a que volteen la piedra: limpian y raspan la parte inferior, y el signo que aparece es idéntico al del mandil de Dravot: “signo perdido, cuyo significado nadie recuerda”; y esto certifica, ante los ojos de las tribus, su naturaleza de dioses.
      Tal vez el reino se hubiera fortalecido y durado más, pero Daniel Dravot empezó a soñar con convertirse en emperador de todas las tribus: encargará al virrey de la India el envío de veinte ingleses de los mejores (en realidad tan embusteros como él), que le servirán, distribuidos en las regiones, para fortalecer su dominio. Así, no sólo llegará el momento de arrodillarse ante la reina Victoria, y entonces su majestad dirá: “Levantaos, Sir Daniel Dravot”, elevándolo así a la par de ella. Pero sucede, que además de los veinte virreyes para su imperio, Dravot decide que necesita hembra, y que ésta, para perpetuar la dinastía, tiene que ser noble. Esto, finalmente, es la gota que derrama el vaso. 
  Daniel Dravot, ciego y sordo ante quienes le señalan su error, ordena que ante sacerdotes y príncipes le entreguen la mujer designada para él. La elegida le muerde el cuello; y los nativos, al ver correr la sangre de Dravot, descubren que no son dioses ni demonios, sino simples mortales. Se lanzan contra ellos. Y en la huída, para no hacer más oprobiosa su muerte, Dravot decide perderse en un abismo: grita que corten las cuerdas del puente y “cayó dando volteretas, veinte mil kilómetros, porque tardó media hora en llegar al agua”. 
  Ahora, el viejecillo Peachy Carnehan, casi perdiendo la razón, saca el reluciente e inolvidable regalo que los nativos le dieron para que no volviera nunca por aquellos lares: la momificada cabeza de Dravot, a la que añade su corona de oro repleta de turquesas. 
  Poco después, el vejete Carnehan, convertido en mendigo en la solitaria plaza, canturrea las andanzas de su compinche y él. Se deja morir de insolación, sin que nadie sepa dónde carajos quedó la rutilante y valiosa prueba de su inopinado viaje al más allá.


Rudyard Kipling, El hombre que sería rey. Traducción del inglés al español de Fernando Solana Olivares. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, septiembre de 1994. 64 pp.