Ya no puede verla como una persona
(Mondadori, México, 2004) |
Hay una buena dosis de sadismo y venganza en el tratamiento autoritario, ríspido e intransigente que la maestra de piano aplica a sus alumnos. No obstante, el trastorno neurótico y mental que aqueja y refleja su conducta empieza a vislumbrarse con la escena que abre el libro: Erika llega al departamento que comparte con su madre más de tres horas después de que ésta la espera y por ende la increpa, la injuria y le arrebata el portafolio de las partituras de donde extrae el cuerpo del delito: un vestido nuevo (semejante a otros que ha comprado y no usa), que la madre tira al suelo y maltrata en medio de reclamos, amenazas, golpes, gritos, jalones de pelo y llanto, preámbulo de lo no menos mórbido y sintomático: duermen en la misma estrecha cama.
La omnisciente y ubicua voz narrativa plantea que tal dramática escena se repite con cierta periodicidad, a veces con mayor énfasis. Y lo mismo bosqueja con otros episodios habituales que trazan y abonan el perfil mental y el trastorno psíquico de la culta protagonista. Uno ocurre cuando la profesora Erika, después de sus clases de piano, viaja en tranvía hasta ciertos suburbios de Viena, donde en un subterráneo viaducto sobre el cual se desplaza el tren suburbano, entra en un peep-show (aledaño a un diminuto sex-shop), donde pululan yugoslavos, serbocroatas y turcos. Allí, encerrada en “una cabina de lujo”, introduce monedas ahorradas ex profeso y observa lujuriosas escenas en vivo. No se masturba, pero mientras mira, “levanta del suelo un pañuelo de papel cargado de semen y se lo acerca a la nariz. Respira, mira y deja transcurrir en ello un poco de su tiempo vital.”
Elfriede Jelinek |
Elfriede Jelinek |
En medio del tenso maltrato con que la maestra mantiene distante y a la expectativa a su alumno, quien ahora estudia menos y falla, le entrega la carta con las instrucciones. Klemmer, aún iluso, quiere pasar un fin de semana con Erika y leer la carta en un sitio especial, pero nada de esto logra. Obstinado en su cometido, él piensa que no es necesario ningún escrito para hacer lo que hay que hacer. Así que en un episodio sigue a Erika hasta el edificio donde vive y logra entrar al cuarto de ella, cuya puerta sin cerrojo, para impedir el paso de la gritona e imprudente madre, es bloqueada con “la cómoda de la abuela”. Erika, antes de cualquier cosa, insiste en que primero lea la misiva. “Exigirá que se cumpla lo que pide detalladamente en la carta, pero [oh contradicción: dizque] espera de todo corazón no verse sometida a lo que pide en la carta.” El caso es que se trata de todo un catálogo de perversiones donde le detalla los modos en que él debe torturarla y vejarla. Mientras lee, además de que él determina que “ya no puede verla como una persona”, ella, siempre en silencio (porque no se permite hablar) saca “una vieja de caja de zapatos” y despliega su colección de objetos de tortura. En el papel le dice “que siempre se dirigirá a él de forma escrita o por teléfono, nunca personalmente”. Es decir, con todo ello Klemmer ve, que aunque él sea el dizque amo y torturador, es ella la que dictará lo que se ha de hacer y cómo.
Walter Klemmer, quien según él no le haría daño (aunque “en alguna ocasión se me puede escapar la mano”), se marcha muy ofendido dando un portazo, no sin soltarle insultos, arrojarle la carta y expresarle que le repugna. Pero además de que esto preludia un escarceo incestuoso entre madre e hija (suscitado por ésta en la cama), poco después Klemmer denota que también él procrea una vertiente oscura y cruel.
Un episodio ocurre en un “cuartucho de las mujeres de la limpieza”, donde, entre las ásperas y nauseabundas descripciones pornográficas, él no consigue una erección y Erika siente arcadas y vomita en medio de una felación. Klemmer le surte improperios y “repite que Erika Kohut apesta terriblemente y que debería abandonar la ciudad lo antes posible”. Erika no se va. Y luego, ya en su casa, antes de dormir junto a su alcoholizada madre, se hostiga el cuerpo aplicándose en la piel las “pinzas plásticas para la ropa” y una serie de alfileres.
Otro episodio, más terrible, ocurre cuando Klemmer, repleto de cólera y frustración, busca descargar su ira sobre algún animal nocturno, pero lo hace contra un par de adolescentes que halla fornicando entre los matorrales. Es ya entrada la noche y Klemmer se desplaza hasta el “portal del edificio de Erika”, donde, pensando en ella, “se masturba con vehemencia”. Desde una cabina telefónica la llama; ella abre y se sucede el pasaje más violento y dramático de la obra: con la madre por allí (duerme en su cuarto y el ruido la despierta), Klemmer la insulta, la golpea y la viola y “le advierte que no debe comentarlo con nadie”.
Nadie denuncia a Walter Klemmer. Pero días después Erika se dispone a vengarse de él, pues con un cuchillo afilado en la cartera llega hasta el Politécnico, donde a cierta distancia ve al joven reír entre un grupo de muchachas y muchachos. No se le acerca ni le dice nada, pero piensa que “!El cuchillo ha de llagarle al corazón!”. Ante su flaqueza, “Erika Kohut se hiere en un punto del hombro y comienza a sangrar.” Poco a poco se aleja de allí, acelerando el paso cada vez más.
Elfriede Jelinek |
Elfriede Jelinek, La pianista. Traducción del alemán al español de Pablo Diener Ojeda. Serie Literatura Mondadori (252), Random House Mondadori. 1ª edición mexicana. México, 2004. 288 pp.
Nota publicada en Punto y Aparte (mayo 9 de 2013)
Enlace a La pianista (2001), película dirigida por Michael Haneke: http://www.youtube.com/watch?v=W35xHrZHPcQ