martes, 7 de octubre de 2014

El indio que mató al padre Pro



  Escupe por un colmillo y es un troglodita, un matón         



                                
I de II

(FCE, México, 2005)
Editado en 2005 (con tres mil ejemplares) en la Colección Tezontle del FCE, El indio que mató al padre Pro (27.8 x 19.02 cm) es un libro del periodista Julio Scherer García (Ciudad de México, abril 7 de 1926, íbidem, enero 7 de 2015), cuyos lomos y pastas duras tienen el logo y la tipografía repujadas y una sobrecubierta de lujo. En contraste con tal pompa (cuyo diseño de forros e interiores es de Leonardo Pérez Ramírez), la foto que ilustra el frontispicio figura sin crédito y el papel de las páginas interiores no es el más adecuado para la reproducción de las imágenes en blanco y negro, seleccionadas de varios acervos: Fototeca del INAH, Fototeca del Fideicomiso Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, Fondo Miguel Palomar y Vizcarra, Fondo Aurelio Acevedo, Centro de Estudios sobre la Universidad (UNAM), y Colección particular de la familia De León Toral.
    Con un “Prólogo” de la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, ex directora de Comunicación y Análisis Histórico de la frustrada y extinta Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, El indio que mató al padre Pro es una mezcla de reportaje y entrevista al general Roberto Cruz, originalmente publicado en “ocho entregas”, “entre el 2 y el 9 de octubre de 1961”, en el periódico Excélsior. En sentido sentido, ni la prologuista ni el autor datan los ejemplares en que aparecieron, ni tampoco dicen si el texto de Scherer fue objeto de enmiendas o no. Es decir, amén de las citas al pie de página de la historiadora, el reportero no incluyó ninguna hemerografía ni ninguna bibliografía. Ni tampoco se acredita al autor (o autores) de la antología fotográfica, cuyas notas e identificaciones de los retratados, en varios casos, incluyen pertinentes y útiles croquis. 
Según dice la historiadora (lo cual explica el sonoro y acusatorio título del libro), “El motivo del reportaje, en 1961, fue la pretendida beatificación del padre Pro, que no se logró sino hasta 1988, cuando se anunció la reforma que les devolvería, 1992, la personalidad jurídica a las iglesias y a sus ministros.” Es decir, el general Roberto Cruz, en su papel de jefe de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México —que funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública” bajo las órdenes dictatoriales del general Plutarco Elías Calles, presidente de México entre el 1 de diciembre de 1924 y el 30 de noviembre de 1928 (cuyo Maximato duró hasta fines de noviembre de 1934)—, en medio de la sangrienta efervescencia de la Guerra Cristera (1926-1929), fue quien “investigó” el atentado al general Álvaro Obregón sucedido el 13 de noviembre de 1927 en el Bosque de Chapultepec y que diez días después derivó, por órdenes de Calles y sin el debido juicio, en el perentorio fusilamiento (junto con otros imputados) del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la seglar Liga Nacional de Defensa Religiosa (o Defensora de la Libertad Religiosa), surgida el “14 de marzo de 1925” ante las restricciones y prohibiciones impuestas por el Estado a través de varios artículos clave de la Constitución Política del 5 de febrero de 1917 (el 3º, el 5º, el 24º, el 27º, el 130º), crisis agudizada con la aplicación de la llamada “Ley Calles” (duras reformas al Código Penal, entre ellas la prohibición del culto), promulgada el “31 de julio de 1926”.
     El sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la Liga Nacional de Defensa Religiosa, fusilado, sin juicio, el 23 de noviembre de 1927 en el paredón de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México, cuyo inmueble estaba donde ahora se halla el Edifico El Moro de la Lotería Nacional (Paseo de la Reforma núm. 1). Según la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, “Desde las celdas de la Inspección, ese acto que se creía no tendría mayores consecuencias, fue observado también por Agustín Lara [1897-1970], quien años más tarde escribiría: ‘Corrían los tiempos de aquella absurda persecución contra los católicos [1926-1929], en que la religión, suprema libertad del hombre [sic], era un delito... Él [Pro] se curaba con mentolátum una pequeña herida que tenía en una pierna, y a veces, compartía con nosotros las viandas que del Café Colón le mandaban’.”
“¿Cuál es la versión de Roberto Cruz sobre las causas que desataron la violencia entre los dos poderes? 
“Dice textualmente: 
“Cuando surgió lo que se ha dado en llamar el conflicto religioso, me encontraba al frente de la Inspección General de Policía. Este llamado conflicto fue provocado por el alto clero, con motivo de la entrevista que un reportero [de El Universal, publicada el 4 de febrero de 1926] le hizo al arzobispo de México [José Mora y del Río]. La pregunta crucial al prelado fue qué opinaba la Iglesia respecto de las leyes que nos rigen. El arzobispo contestó que eso no eran leyes y que, por tanto, la Iglesia no las respetaría.
“Así surgió el conflicto. Ese día vi al presidente Calles en Palacio. Apenas me saludó y me recibió con estas palabras que no olvidaré mientras viva: ‘Lo que ha dicho es un reto al gobierno y a la Revolución. No estoy dispuesto a tolerarlo’. Estaba muy excitado. Se ponía de pie y ocupaba luego su silla de trabajo. ‘No estoy dispuesto a tolerarlo.’ Me repitió varias veces. Entonces ordenó —y me lo ordenó a mí, antes que a nadie— ‘que ya que los curas se ponían en ese plan, se aplicaría la ley tal y como estaba’. Habríamos de cerrar conventos, clausurar seminarios, expulsar sacerdotes extranjeros, oponernos a toda manifestación de culto, impedir que siguieran funcionando colegios confesionales. Habríamos de actuar de inmediato. Pero, ¿quién tuvo la culpa? Yo sostengo que el alto clero, por sus declaraciones inoportunas, innecesarias y completamente antipolíticos de su prelado. ¿A quién se le ocurriría desafiar así a un hombre como Calles? ¿Qué no sabían qué clase de pulgas tenía ese señor?”
Dividido en ocho capítulos, cada uno está precedido por una fecha; del I al V por la fecha “Los Mochis, Sin., septiembre de 1961”, la cual implica que Julio Scherer, a “30 grados sobre cero”, charló con Roberto Cruz en la hacienda La Guazá, propiedad de éste, que “en yaqui” significa “tierra de siembra”; el capítulo VI es el único que muestra la fecha así: “Los Mochis, Sin., 6 de octubre” (sin el año); mientras el VII y el VIII repiten: “Los Mochis, Sin., octubre de 1961”.
Tanto la prologuista como el reportero esbozan la trayectoria del general Roberto Cruz, nacido “en Guazapares, Chihuahua, el 23 de marzo de 1888”, pero residente, de pequeño y con su familia, en Torín, Sonora, un pueblo donde jugaba entre los niños yaquis y por ende aprendió el habla yaqui. No obstante, se observan discrepancias entre los datos que brindan. Por ejemplo, según la historiadora —quien escribe “Torín” con acento, mientras Scherer no— “A los 20 años, a pesar de su juventud, ya era presidente municipal de Torín” (o sea en 1908) y según ella “Cruz inició formalmente su carrera de militar en 1913, después del asesinato de Madero y José María Pino Suárez”. Pero según el reportero lo hicieron presidente municipal después de que el 20 de noviembre de 1910 estallara la Revolución y el joven Roberto Cruz participara en “combates de secundaria importancia” (o sea: tomó las armas tres años antes de 1913); luego de tales primeros combates: “Vino la paz y regresó a Torin. Ahí lo esperaban sus amigos de siempre, que pronto hicieron de él una figura relevante: presidente municipal.”
Vale observar que tal presunta “formalidad” la historiadora la circunscribe al legendario hecho de que el coronel Benjamín Hill, “brazo derecho de Obregón”, lo nombró capitán primero, al frente de “su compañía de Voluntarios del Yaqui”, organizada por él, “compuesta por 180 indios”. Episodio que Julio Scherer traza con tintes literarios y novelescos, procedimiento con el que matiza su reportaje-entrevista:
“Qué principios aquellos, tan modestos, tan humildes, principios de soldado párvulo cuando, en los inicios de la lucha contra Victoriano Huerta [1913], se presentó formalmente ante el coronel Benjamín Hill y le llevó a sus 200 yaquis, a los voluntarios de aquella región de Torin [‘rata’, en yaqui], para él tan entrañable como sus mismas tres estrellas [otorgadas, junto con el rango de general de división, por el presidente Álvaro Obregón el ‘9 de febrero de 1924’ tras la cruenta batalla de Ocotlán contra ‘la rebelión delahuertista, en la que se alzó el 40% del ejército’].
“Impresionado por las tropas que tenía ante sí, por el aire resuelto de esos indios del norte de México, altos, musculosos, con fama de valientes, tiradores como quizá no los haya mejores en toda la República, Benjamín Hill felicitó a Roberto Cruz. ‘Te voy a dar el nombramiento de teniente coronel, muchacho’, le dijo. Pero aquello no fue del agrado de éste. Lleno de vida, confiado en su futuro feliz por el primer gran éxito militar que en esos momentos alcanzaba, se comportó como un hombre adusto que desprecia los honores y prefiere acogerse a la sobriedad, ese camino estrecho por el que sólo se aventuran los que creen en ellos mismos.
“‘Soy muy joven, coronel’, le dijo a Benjamín Hill. ‘Déme usted nombramiento de capitán primero. Si sirvo para las armas, tengo tiempo de progresar, porque aún soy muy joven [tenía 25 años], y lograr más tarde un grado alto. Si no, me quedo donde estoy.’ Y en la actitud y maneras del bisoño debe haber advertido su superior un orgullo que le estallaba en el pecho. ‘Está bien’, le contestó. ‘Y así se hizo’, dice ahora el general de división y Cruz de Guerra de Primera Clase, con el énfasis de quien expresa: ‘No podía equivocarme. ¡Cómo hubiera sido posible que una cosa así ocurriera!’”
Hay que observar que esa flamante “Cruz de Guerra de Primera Clase” es, según el reportero, “la presea más alta del Ejército”, que en 1960, a sus 72 años, le fue colocada en el pecho por Adolfo López Mateos, entonces presidente de la República, la cual “culminó la carrera del general, pues semanas más tarde pediría su retiro de las armas”.
Julio Scherer García
(México, abril 7 de 1926, ibídem, enero 7 de 2015)
Ahora que si con el tratamiento literario el reportero sólo bosqueja y no ahonda ni precisa los hechos ni los datos históricos, da cabida a una larga digresión sobre la vejatoria arbitrariedad carcelera contada por David Alfaro Siqueiros cuando, tras el atentado al presidente Pascual Ortiz Rubio ocurrido el 5 de febrero de 1930 (día de su toma de posesión), llevaba diez días preso en la Inspección; ataque que también implicó el encarcelamiento y la expulsión del país, el 24 de febrero de 1930, de la fotógrafa comunista Tina Modotti. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que esa vez el pintor dizque “pudo escaparse”. Tras ser reaprendido el “30 de abril de 1930” estuvo 7 meses preso en Lecumberri. Luego, “entre diciembre de 1930 y febrero de 1932”, tuvo a Taxco “como su prisión domiciliaria”. Raquel Tibol, en Palabras de Siqueiros (FCE, 1996), añade que en 1932 violó ese arraigo de “15 meses”; y tras reincidir en su activismo político, recibió una “perentoria sugestión de abandonar el país”. Aunque Julio Scherer no lo anota, tal digresión también se lee, ampliada y con ligeros cambios, en “Prestado por una noche”, capítulo de su libro Siqueiros. La piel y la entraña (FCE, 2003), cuya primera edición en Era data de 1965. 


 II de II

Según se observa en las páginas de El indio que mató al padre Pro (FCE, 2005), reportaje-entrevista del reportero Julio Scherer García, el general Roberto Cruz, con sus preseas militares, cargos castrenses, puestos públicos durante los explosivos y controvertidos regímenes presidenciales de Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), todo permeado por sus bravuconadas y desplantes, resulta un personaje pintoresco, repleto de contradicciones y claroscuros, héroe de sí mismo. Según dice: “Nunca fui un segundón. Si puedo hablar de la Revolución es porque la he vivido. No soy un militar de dedo, como tantos otros, ni debo mis condecoraciones a la gracia de nadie. Lo que tengo, me lo he ganado. Aquí en el cuerpo tengo cinco balas enterradas y aquí, en la mente, el recuerdo de más de cien batallas.” Será melón. Habrá quien se trague y deguste la píldora, como fue el caso de “su amigo, Gonzalo N. Santos, cacique potosino”. Roberto Cruz, es, a todas luces, un personaje secundario y con leyenda negra, en cuyos tres históricos episodios que boceta (y no ahonda) el reportaje-entrevista (el fusilamiento sin juicio del padre Pro y otros imputados, la ejecución del general Francisco Serrano y su grupo, el asesinato del virtual presidente reelecto Álvaro Obregón y el fusilamiento de José de León Toral) se muestra —con sus prejuicios, limitadas ideas y carencia de ética— cínicamente incapacitado para desobedecer una dictatorial orden, cruenta y genocida, del general Calles, sólo por el hecho de ser el Presidente de la República, casi un monarca que podía hacer y deshacer a su antojo, que “se comportaba como si él mismo fuese el águila y la serpiente de nuestro escudo”. Y más aún: habla de él con respeto y admiración. Y quizá con gratitud, pues defenestrado por el propio Calles de la jefatura de la Inspección General de la Policía de la Ciudad de México tras el asesinato de Obregón (ocurrido el 14 de julio de 1928 cuando el dibujante y fanático católico José de León Toral lo balaceó en el restaurante La Bombilla de San Ángel), Cruz no tardó en pasarse al bando contrario; es decir, pese a que entonces era “jefe de Operaciones Militares en Michoacán, estado gobernado por su gran amigo Lázaro Cárdenas”, se involucró en la rebelión escobarista iniciada con un manifiesto, el 3 de marzo de 1929, por el general José Gonzalo Escobar, cuyo objetivo era impedir que Calles impusiera un nuevo presidente títere (que a la postre fue Pascual Ortiz Rubio, quien ocupó la silla del águila entre el 5 de febrero de 1930 y el 2 de septiembre de 1932). Pero Calles, el todopoderoso Jefe Máximo, quien el 4 de marzo de 1929 encabezó la fundación del Partido Nacional Revolucionario (antecedente del actual PRI), como virtual secretario de Guerra y Marina de Emilio Portes Gil (presidente interino entre el 1 de diciembre de 1928 y el 4 de febrero de 1930), alentó y dirigió las operaciones militares que los derrotaron alrededor de tres meses después. Según el último pie de foto del libro, “Calles vencedor perdonó la vida a Cruz, quien partió al exilio en Estados Unidos. Regresó hasta 1935 y se alejó de la política.” 
Pero no fue para siempre, pues según comenta la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas en su “Prólogo”: Roberto Cruz, “En marzo de 1952, en carta pública enviada al periódico El Universal, acusó al secretario de la Defensa Nacional, general Gilberto R. Limón, de conducta ilegal y peligrosa. Al participar como candidato a senador por Sinaloa, en la campaña política de Miguel Henríquez Guzmán a la Presidencia, Cruz fue detenido y acusado de subversivo. Sabedor de lo que podía sucederle por ejercer sus derechos cívicos, solicitó protección de la justicia federal contra la policía judicial del Distrito y Territorio Federales y contra la policía dependiente de la Dirección Federal de Seguridad. Este amparo se lo otorgó el licenciado Clotario Margali mediante una fianza de 200 pesos. Después de lo cual mantuvo una sana distancia frente al candidato independiente.”
“Si no fuera por el curita, por Pro [le dice el general Cruz a Julio Scherer con una frase que repite y varía], yo no tendría esa fama de troglodita, de hombre primitivo, de matón. Y pasaría por lo que soy: por un hombre culto, fino”. “Que puede sostener conversaciones de horas, sobre cualquier tema y con cualquier persona, así sea erudita y de la más esmerada educación.” Pero además “Habla de su buen gusto para vestir, de cómo en la Ciudad de México [a la que desde su hacienda La Guazá, en Los Mochis, Sinaloa, podía desplazarse en alguno de poderosos ‘seis vehículos’] y especialmente por las calles de Madero, se le verá siempre ‘con un flucs impecable, finísimo, porque eso sí [dice], me gusta vestir como un caballero y, aunque está mal que lo diga, luzco no sólo distinguido, sino muy distinguido.” 
     El general Roberto Cruz el 23 de noviembre de 1927, día en que el padre Pro fue fusilado, sin juicio previo, entre los presuntos responsables del atentado contra el general Álvaro  Obregón, sucedido diez dían antes en el Borque de Chapultepec.
                                           

            Foto antologada en La Cristiada (FCE/Clío, 2007), volumen iconográfico de Jean Meyer.
Tan distinguido y guapo como cuando lucía sus impecables uniformes militares o sus trajes de charro, que también le gustaba vestir y lucir. De hecho, según narra en “septiembre de 1961”, “hace apenas cuatro años”, en 1957, en la capilla construida por su primera mujer en la hacienda La Guazá, se casó en segundas nupcias vestido de charro (“como en un 16 de septiembre”) y ante un sacerdote católico autorizado por “el obispo de Sinaloa”: “sombrero galoneado de filtro gris”, negro el traje de charro, “con botonadura de plata y adornos del mismo metal. Ella, la novia [Soterito Burbos], entonces de 29 años [‘40 años más joven que él’], lucía con su traje de china poblana y se cubría la cabeza y parte de los hombros con un rebozo de Santa María.”
No es que el general (“Masón del grado 32”, que “cree en el más allá”) fuera mocho. De hecho, varias veces le recalca a Scherer (ya en el caso del padre Pro, ya en el de León Toral o ante la Cristiada) no creer en las cosas del catolicismo; pero sí se muestra y exhibe condescendiente ante la fe cultivada por su madre (quería que alguno de sus hijos fuera sacerdote) y por sus esposas (ambas proclives a llenar la casa de imágenes y efigies religiosas). En “septiembre de 1961”, a los 73 años, allí en La Guazá, tiene una pequeña hija con Soterito Burbos, “la última de sus 37 hijos”. Seis hijos son de su primer matrimonio con la finada y “muy católica Luz Anchondo”, con quien estuvo casado 35 años (casi los mismos de la placa metálica con que ella “dedicó ese hogar a la Virgen de Guadalupe”) y con quien en 1934 visitó Castel Gandolfo. “Boato, mucho boato. Boato por todos lados [testimonia el general]. Qué lujo, qué aparato el de esos señores. Por donde se levantara la vista no se veía sino boato. Que la Guardia Suiza, que los cuadros de los grandes pintores, que los corredores con estatuas de mármoles. La verdad sea dicha nos gustó mucho todo ese bombo”. Pero no fueron allí para arrodillarse los dos, sino para que ella recibiera la bendición del Papa Pío XI, en cuya “Secretaría” le entregaron a ésta “un cuadro con la efigie de Su Santidad, en la que le concedían indulgencias a ella, a su marido, a su hijos...” Mientras “Los otros 31 [hijos del general]... aquí y allá”. Por ende declara tener “mas de 100 nietos y bisnietos por él conocidos”, algunos de los cuales estuvieron presentes en la fiesta de su segunda boda, “día que lo acompañaron 200 amigos”. 
Y más folclórico aún: en sus tiempos de jefe de la temible Inspección General de Policía (lo fue entre “el 28 de agosto de 1925” y “el 17 de julio de 1928”) —que según él funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública”—, cuando bullía la persecución religiosa y el culto estaba proscrito por la Ley Calles, en su “casa de la colonia Hipódromo, en la esquina de Celaya y Tehuacán”, para honrar la fe de doña Luz Anchondo (“Era una señora muy guapa. ¡Viera de joven qué bien plantada era!”), cada domingo, a las 8 de la mañana, había misa. Desde la recámara y desde el baño, el general oía “ese dulce murmullo que se forma con las jaculatorias y oraciones de los creyentes”. Y luego, un buen desayuno: “Ya en el comedor, se sentaba al lado del ‘curita’ como dice Cruz. ‘Él, en la cabecera, como debía ser, y yo, a su lado, a la derecha.’ Se comía con apetito, ‘como si fuera una primera comunión’: tamales, chocolate, atole, gelatinas y muchas cosas más. El número de comensales nunca fue menor de 15 y muchas veces mayor de 30. Tablas y más tablas se agregaban entonces a la mesa, ‘a fin de que todos estuviera cómodos y pudiesen platicar a gusto’. Con frecuencia la charla se prolongó hasta las 11 y 12 de la mañana.
“Roberto Cruz salía entonces con rumbo a un sitio, siempre el mismo: el Lienzo Charro.”
     Cuando el 2 de octubre de 1927, el presidente Calles, allí en el Castillo de Chapultepec, que entonces era la residencia presidencial, le ordenó la ejecución del general Francisco Serrano, el general Cruz, según narra, le pidió que lo relevara de tal orden, por el simple hecho de que “Pancho” era su amigo, correligionario de armas (y compinche de parrandas en cabarets, burdeles y tugurios de juego), además de haber sido su inmediato superior cuando era subsecretario y Serrano el secretario de Guerra y Marina en el régimen de Obregón. Calles lo liberó de tal mandato. No obstante, al día siguiente, el 3 de octubre de 1927, en las inmediaciones de Huitzilac, Morelos, un regimiento de soldados dirigidos por el general Fox, cumplimentó la orden de Calles aplicando una sádica masacre al grupo (Serrano y “13 personas más”) que pretendía la no reelección del candidato oficial Álvaro Obregón y la próxima Presidencia de la República para el general Francisco Serrano. 
      Según el general Cruz, ese 2 de octubre de 1927, en el Castillo de Chapultepec, quiso “salvar a Serrano”: “Con todo respeto, con el mayor comedimiento le supliqué al presidente Calles: ‘No fusile usted a Pancho. Ha sido amigo nuestro. La asonada que intentó no tiene importancia ni ha puesto en peligro la estabilidad del gobierno. No lo mate. Depórtelo a Estados Unidos o enciérrelo en Tlatelolco’.”
No obstante, un breve diálogo que Julio Scherer traza, transluce la sumisa catadura del general Cruz y su miserable ideario de soldado obtuso, incapaz de convertirlo en un objetor de conciencia:
“—Si Calles hubiese ratificado su primera orden, y le hubiese ordenado que lo fusilara, ¿usted lo habría hecho?
“—Por su puesto. Calles era el presidente de la República y yo un soldado.
“—¿A pesar de todo?
“—A pesar de todo.”
No extraña, entonces, que declare no haberse conmovido ante el fusilamiento del padre Pro ni estar arrepentido de su papel de verdugo:
“—Cómo puede estarlo un militar que cumple con su deber, con una orden del presidente de la República.
“—¿Volvería a actuar como entonces?
“—Por su puesto.”


Julio Scherer García, El indio que mató al padre Pro. Prólogo de Ángeles Magdaleno Cárdenas. Fotos en blanco y negro. Col. Tezontle, FCE. México, 2005. 88 pp.



viernes, 19 de septiembre de 2014

Borges, una vida


El amor fluía en la oscuridad
   
Borges, una vida —voluminosa, analítica y erudita biografía sobre la vida y obra de Jorge Luis Borges (1899-1986), cuya investigación y redacción le llevó a Edwin Williamson nueve años— apareció en inglés en 2004 publicada en Estados Unidos por Vilking Penguin y en 2006 la traducción al español de Elvio E. Gandolfo editada en Argentina por Seix Barral. Según afirma el traductor en la “Nota sobre la traducción”, para reinstaurar las citas al castellano contó con el apoyo bibliográfico de un grupo de amigos; pero además, dice, Edwin Williamson no únicamente le “envió numerosas citas, sino que además ajustó detalles, hizo que fueran completas o más extensas citas parciales, y extendió el prólogo. Ésta es por tanto una edición corregida y aumentada con respecto a la edición original en inglés.” No obstante, hay que objetar y subrayar que carece de la iconografía elegida por el biógrafo para ilustrarla y que la única imagen que incluye es el retrato de Borges que se muestra en la portada, realizado por el fotógrafo argentino Eduardo Comesaña. 
(Seix Barral, Buenos Aires, 2006)
   Después del “Prefacio” y de los “Agradecimientos” del autor, el libro se divide en cinco partes que comprenden 34 capítulos, más el “Epílogo”, las “Notas”, la “Bibliografía” y el “Índice onomástico”.
 
Edwin Williamson
   No sin yerros y con erratas, Borges, una vida no es un libro que se lee de una sentada; en sus frecuentes exámenes, hipótesis y conjeturas —sobre la vida y obra del argentino— las citas y las referencias bibliográficas de Edwin Williamson implican que el borgeano lector realice o pueda realizar una serie de cotejos y de lecturas paralelas y complementarias. Así, destaca el hecho de que a diferencia de otros biógrafos de Borges (Alicia Jurado, Emir Rodríguez Monegal, Estela Canto, María Esther Vázquez, James Woodall, Ricardo-Marcos Barnatán, Horacio Salas, Volodia Teitelboim, Alejandro Vaccaro, etcétera) Edwin Williamson, “titular de la Cátedra de Estudios Hispánicos de la Universidad de Oxford y miembro del Exeter College”, además de sus propias entrevistas a distintos personajes y personas que conocieron a Borges, contó e hizo uso de todo un bagaje libresco que antes no existía. Por ejemplo, si bien descuellan los cuatro tomos de las Obras Completas de Borges (el traductor hizo que los pies remitieran a “la ‘Nueva edición revisada y corregida’ que el sello Emecé difundió en abril de 2005”), también sobresalen los tres juveniles libros (excluidos por Borges del único tomo de sus Obras completas impreso en 1974 por Emecé) que póstumamente su viuda María Kodama hizo revisar y editar por Seix Barral: Inquisiciones (1993), El tamaño de mi esperanza (1993) y El idioma de los argentinos (1994); pero también destaca el volumen Cartas del fervor. Correspondencia con Maurice Abramowicz y Jacobo Sureda (1919-1928) (Emecé/Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, 1999), con prólogo de Joaquín Marco, notas de Carlos García y “edición al cuidado de Cristóbal Pera”; los dos libros compilados y prologados por Irma Zangara e impresos en Buenos Aires por Editorial Atlántida: Borges en Revista Multicolor [de los Sábados]. Obras, reseñas y traducciones inéditas. Diario Crítica 1933-1934 (1995) y Borges: obras, reseñas y traducciones inéditas. Diario Crítica 1933-1934 (1995); la descuidada antología de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Socchi: Borges en Sur. 1931-1980 (Seix Barral, 1999); los tres tomos de Textos recobrados impresos por Emecé: el que va de 1919 a 1929 fue editado y anotado por Sara Luisa del Carril y apareció en 1999; en el segundo a Sara Luisa del Carril la acompañó Mercedes Rubio de Socchi y comprende el lapso de 1931 a 1955 y se tiró en 2001; y en el tercero también participaron ambas y va de 1956 a 1986 y se publicó en 2003.
Si bien Edwin Williamson escudriña y narra el decurso de la vida y obra de Jorge Luis Borges con resúmenes y breves análisis de los sucesivos acontecimientos históricos, sociales, económicos, políticos e ideológicos, una de sus continuas perspectivas es el hecho de que en el desglose y estudio del comportamiento del escritor en lo que concierne a sus tanteos y sucesivos fracasos amorosos (Concepción Guerrero, Norah Lange, Haydée Lange, Margarita Guerrero, Cecilia Ingenieros, María Esther Vázquez, Elsa Astete Millán) bosqueja y ejemplifica cómo esto se trasmina y vuelca en poemas y cuentos (e incluso en ensayos). Y en esto destaca el hecho de que a diferencia de otros biógrafos que cuestionan e incluso envilecen el papel de la polémica y beligerante María Kodama (con quien el anciano, ciego y desahuciado Borges se casó, por poder y desde Europa, en Colonia Rojas Silva, en el Chaco Paraguayo, casi dos meses antes de morir en Ginebra el 14 de junio de 1986 y a quien en su testamento nombró heredera universal de sus derechos de autor y de la mayoría de sus bienes), Edwin Williamson señala todo lo contrario: cómo en María Kodama encontró y realizó un ámbito ideal y una comunión amorosa que prácticamente comenzó a buscar desde jovencito en Europa.
Borges con María Kodama en 1970
         Si bien, anota el biógrafo, María Kodama (Buenos Aires, marzo 10 de 1937) sostiene que conoció al célebre escritor cuando ella tenía unos doce años (“su padre japonés la había llevado a una de las conferencias de Borges”), ella dice que siendo “estudiante en la Universidad de Buenos Aires, se anotó en la clase de Borges sobre épica” y que fue él quien la invitó, en 1965, a “sus clases de anglosajón los sábados por la mañana en la Biblioteca Nacional, que seguían atrayendo a un fiel grupo de estudiantes”. Y según Edwin Williamson, hacia 1966 “Borges estaba viendo a María Kodama con regularidad y se había enamorado de la chica”.

Borges y María Kodama
       Sin embargo, ante la avanzada vejez de la madre del escritor y frente al hecho de que el viejo y ciego Borges necesitaba una madura y amorosa mujer que le echara la mano en los menesteres íntimos de su cotidianidad doméstica, intelectual y viajera, se urdió (bajo la persuasiva batuta de doña Leonor Acevedo) que la elegida para casarse con el viejo Borges sería la viuda Elsa Astete Millán (a quien de joven él había pretendido y ella desdeñado), pese a que ignoraba el inglés y carecía de lecturas. Tal legendario y tardío primer matrimonio del escritor, como se sabe, fue aciago e infeliz y duró muy poco: entre el 4 de agosto de 1967 y el 7 de julio de 1970, día que él se fugó para siempre del hogar sin revelarle sus secretas intenciones y horas después ella fue informada por un abogado de que comenzaría a gestarse la separación legal emprendida por Borges.

Elsa Astete Millán y Borges
       El escritor y Elsa Astete Millán tuvieron su domicilio en “un departamento en la avenida Belgrano 1377, a unas cuadras de la Biblioteca Nacional”; con la anuencia de la esposa, la joven María Kodama solía visitarlos para leerle a Borges; y quizá también para tomarle algún dictado o para estudiar juntos los menesteres del anglosajón y de la literatura anglosajona, pues ella colaboró con él en el título Breve antología anglosajona (La Ciudad, Santiago de Chile, 1978). Según apunta Edwin Williamson, hacia diciembre de 1970, en Nueva York, María Kodama “al fin reconocía para sí misma que lo amaba”; y él, por entonces, aún “no había descubierto si su nuevo amor, María Kodama, aceptaría convertirse en la ‘nueva Beatriz’” de su vida; arquetipo que una y otra vez, según el biógrafo, buscaba y había buscado desde sus juveniles, idealizadas y amargas vivencias con Norah Lange, quien lo dejó por Oliverio Girondo.

“Nora Lange, a quien Borges conoció cuando ella, clara compañera de los
heróicos días
, tenía 15 años y él 21. Poeta, formó parte del grupo fundador,
con Borges y otros escritores, del ultraísmo argentino.”

Jorge Luis Borges. Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999)
        En 1970, ante la noticia de que al año siguiente Borges visitaría Islandia por primera vez, el biógrafo colige que es “muy probable que esa oportunidad inesperada de visitar Islandia hubiese sembrado en su mente la idea de invitar a María Kodama a que lo acompañara, porque debe de haber apelado a su sentido poético del destino declarar su amor por María en un lugar que le recordaba tanto a Norah Lange, la Beatriz primaria de su mitología personal.”

“Haydée y Nora Lange, hermanas de origen noruego y parientes lejanas de
Borges, altas, rubias, eran todas unas vikingas. En casa de las hermanas
Lange, una de las visitas predilectas de Borges, se reunía un grupo de poetas
ultraístas para tramar proyectos y amores. Con Haydée, cuatro años menor
que su hermana, empleada de banco y traductora, Borges iniciaría un
noviazgo a fines de los treinta. Ella rehusó casarse. Siguió soltera hasta su
muerte. En 1983 (Atlas, 1981), Borges aún soñaría con ella, como un
hermoso fantasma.


Jorges Luis Borges. Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999)
       En este sentido, fue en abril de 1971, en Islandia, donde Borges “reunió el coraje de declararle sus sentimientos a María, y ella contestó a su vez reconociendo que lo de ella era más que una amistad, era amor. Borges entonces le confesó a María que se sentía como si hubiera estado esperándola toda la vida, y fue en el contexto de un sueño de larga data hecho realidad donde concibió la idea para un cuento que, como le dijo a María en Islandia en esa época, se proponía dedicarle alguna vez. El germen de ese cuento era un encuentro entre un hombre mayor y una mujer joven que le recuerda a una muchacha que lo había rechazado en su juventud; mientras le hace el amor a la mujer, siente que el recuerdo del amor anterior, no correspondido, por fin queda borrado.”

Lápida de Jorge Luis Borges
Cimetière de Plainpalais en Ginegra
         Tal cuento, como muchos lectores de Borges, una vida lo saben de antemano, es “Ulrica”, incluido en El libro de arena (Emecé, Buenos Aires, 1975), urdido con el amanuense auxilio de Norman Thomas di Govanni. Y en tales trasfondos e intríngulis compartidos con María Kodama (como las eddas y las sagas y el islandés antiguo) residen los íntimos y crípticos pormenores labrados en el reverso de la áspera y rústica piedra de la lápida de Borges en el Cimetière de Plainpalais de Ginebra y que Edwin Williamson boceta en el “Epílogo”.

En 1976 el escritor y María Kodama volvieron a Islandia por 15 días que querían en la intimidad y en el anonimato, pero fueron descubiertos por unos poetas lugareños con quienes se fueron de farra. Borges quería “saber si la antigua cultura pagana de las sagas había sobrevivido en los tiempos modernos”. Así, durante la visita a “una iglesia luterana, se enteró por el pastor” que en la ínsula sólo quedaba un sacerdote pagano, quien “resultó ser un hombre alto cincuentón, de brillantes ojos azules y larga barba blanca, que vivía solo en el campo en una casa llena de gatos negros y estantes que exhibían distintos huesos de animales. Sostenía que había un renacimiento del interés por la religión antigua, y muchas personas iban a verlo para casarse. Cuando Borges preguntó si él y María podían ser unidos en matrimonio según el rito antiguo de Odín, el sacerdote estuvo muy complacido de hacer ese favor.”
Borges en Islandia, en 1979, “con un sacerdote dedicado a recuperar
la vigencia del culto a dioses paganos como Odin y Thor que celebró
una ceremonia ancestral de matrimonio entre Borges y María Kodama.


Jorge Luis Borges. Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999)
        El biógrafo no precisa ni narra si efectuaron el ritual del casorio o no, pero sí cuenta que después de la primera declaración amorosa en Islandia el escritor varias veces le propuso matrimonio; ella una y otra vez argumentó las razones de su negativa, entre las que destaca su necesidad de ser independiente. Es decir, decidieron que su vínculo amoroso sería secreto e íntimo, y que ante los escrutadores y mezquinos ojos del mundo ella representaría el simple papel de secretaria, lazarilla y compañera de viajes por el orbe. 

Borges y María Kodama
        Y sólo aceptó casarse con él cuando en marzo de 1986, en Ginebra, aún en la habitación del Hôtel l’Arbalète, tuvo la certeza médica de que el fin era inminente e ineludible. Y en tal decisión, dice el biógrafo, participó Jean Pierre Bernès como testigo y consultor, quien a la sazón, entre el 3 de enero y el 8 de junio tal año, de vez en cuando se traslada desde París a Ginebra para trabajar con Borges, allí en el cuarto del Hôtel l’Arbalète, en la preparación del par de volúmenes de sus Obras completas en francés (labor iniciada en 1984), póstumamente impresos por Éditions Gallimard en la serie La Bibliothèque de la Pléiade. Con prólogos, notas y traducciones de Bernès (algunas son de Néstor Ibarra, Roger Callois y otros), el primer tomo apareció en 1993 y el segundo en 1999, y no se volvieron a editar debido a las rudas divergencias entre Jean Pierre Bernés y María Kodama, quien las llevó a los tribunales.

        Cabe añadir que en 1999, año de las mundiales celebraciones del centenario de Borges, Gallimard también publicó una espléndida iconografía con 280 imágenes en color y en blanco y negro, cuya selección y laboriosos comentarios se deben a Jean Pierre Bernès.
(Éditions Gallimard, París, 1999)



Edwin Williamson, Borges, una vida. Traducción del inglés al español de Elvio E. Gandolfo. Seix Barral. Argentina, 2006. 640 pp.

Enlace a la voz de Borges diciendo "Le regret d'Héraclite", poema de su libro El hacedor (1960).



domingo, 24 de agosto de 2014

Borges a contraluz



La memoria es una forma del olvido                

La argentina Estela Canto (1916-1994) —quien colaboró en la legendaria revista Sur y escribió relatos y novelas que ahora ya nadie o casi nadie lee ni recuerda— fue la fémina cuyo nombre Jorge Luis Borges inmortalizó al dedicarle, al término, su cuento “El Aleph”. En su libro de memorias Borges a contraluz (Espasa Calpe, Madrid, 1989), Estela Canto apunta que entre 1944 y 1952 fue amiga íntima de él, pero que su amistad se extendió hasta noviembre de 1985, que fueron las semanas previas a su último vuelo a Europa con María Kodama (Buenos Aires, marzo 10 de 1937), donde habría de morir en Ginebra el 14 de junio de 1986, poco después de su controvertido casamiento con ésta y de haberla nombrado heredera universal de sus derechos de autor y de la mayoría de sus bienes.
Borges y Estela Canto en el Jardín Zoológico 
(Buenos Aires, 1946)
En tales memorias, Estela Canto se propuso contar la historia de su encuentro y desencuentro con Borges, el relato de su amor frustrado. En este sentido, además de las imprecisiones en ciertos datos, de las ácidas alusiones y de las puntillosas crónicas, y de las benignas (o malignas) y divertidas anécdotas, bulle una mezcla de resentimiento y maledicencia en la manera en que acomete y traza sus recuerdos y conjeturas en torno al escritor (y su núcleo familiar), una especie de ajuste de cuentas con los involucrados en tal frustración y resquemor.
        Borges el memorioso dijo, mil y una veces, que “la memoria es una forma del olvido”, y las memorias de Estela Canto no escapan a tal definición. Y si aquél por antonomasia practicaba la conjetura en el diálogo y en los ámbitos literario, filosófico y metafísico, ésta lo hace para destazar y exponer al escrutinio público ciertos supuestos y conjeturales trasfondos de la vida personal, privada, psicológica e íntima de Borges.
         Pese a las no muy legibles fotos donde se ve a Borges paseando con Estela Canto (y otras más) y a la transcripción de 14 cartas manuscritas (en español o en inglés) que él le envió (signadas por su enamoramiento y la gestación de “El Aleph”), la mayoría en tarjetas postales, su libro es un anecdotario venenoso. Entre sus partes lúcidas descuella su crítica a la mitificación de la identidad argentina y del devenir histórico de su país, a los prejuicios y convenciones sociales y políticas de tal geografía, a ciertos acendrados atavismos como la discriminación racial, y al trasfondo de los ritos viriles y machistas implícitos en el culto a los cuchilleros y a los compadritos (a los que el Borges escritor fue proclive), y a la frustrada y traumática “iniciación” sexual del joven Georgie cuando su padre, en Ginebra, lo mandó a perder la virginidad con una furcia pagada por él (y de la que quizá era periódico cliente).
(Espasa Calpe, Madrid, 1989)
         Y al ocuparse de otras personas casi nadie se salva, dado que Estela la memoriosa abunda en chismes, indiscreciones y sarcasmos. De Norah Borges (1901-1998), la hermana del escritor, casada desde 1928 con el crítico español Guillermo de Torre (1900-1971), dice de ella, por ejemplo, que “Coloridas anécdotas circulaban sobre este desusado ser humano”. Sobre un dibujo donde Norah la retrató y que conservó, anota: “yo aparezco con una cara redonda (no es el caso) y la nariz de Guillermo de Torre (no es el caso)”. Al referir la injusta estancia de Norah en la cárcel del Buen Pastor, una prisión femenina, dice: “empleó las horas vacías retratando a rameras y ladronas, todas parecidas a Guillermo de Torre”. Y así más o menos por el estilo; por ejemplo, al narrar el anacronismo, la reticencia y los prejuicios de Borges al cortejarla; su inveterado y consabido terror al sexo; su incapacidad para entregarse a una mujer; el sometimiento al dictado de doña Leonor, su imperativa madre que empezó a dominar a los Borges (padre e hijo) a partir de que su esposo se fue quedando ciego (murió a los 64 años el 24 de febrero de 1938 y doña Leonor a los 99 el 8 de julio de 1975); sin faltar la crítica a las reprobables opiniones y posturas políticas de Borges a favor de los militares genocidas y golpistas (en Argentina y Chile) que lo alejaron para siempre del Premio Nobel de Literatura; más una serie de frivolidades en torno al prototipo de mujer que le atraía o cultivaba. Y entre otros cotilleos y supuestos que según Estela Canto le sirven para diseccionar y exhibir en canal los defectos y debilidades del escritor, también se esmera en referir sus limitaciones intelectuales y estéticas.
      
Estela Canto
((1916-1994)
     En el examen que Estela hace para explicar por qué resultó trunca la posible relación amorosa entre ella y Borges (a él le fascinó que hablara y citara en inglés), lo exhibe como un hombre que no era su tipo, al que nunca amó y que físicamente no le atraía y que se comportaba como un vil adolescente timorato e inseguro, no obstante que él tenía 45 años y ella 28: “Sus besos, torpes, bruscos, siempre a destiempo, eran aceptados condescendientemente. Nunca pretendí sentir lo que no sentía”. Pero además lo muestra castrado por su padre e irremisiblemente infeliz y sujeto al autoritarismo y a la perpetua sobreprotección y manipulación de su madre, a quien constantemente, cuando andaba de galanteo con ella, tenía que llamar por teléfono para informarle de lo que hacía, de sus pasos inmediatos y del sitio donde se hallaba (legendario es el episodio de la noche que un policía los detuvo y llevó a la cárcel por estar sin documentos en una banca del Parque Lezama y en una situación dizque “indecorosa”). Pero también hace con algunos de sus cuentos (“Funes el memorioso”, “El Zahir”, “El Aleph”, “La escritura del dios”, “La intrusa”) una serie de mínimas y superficiales especulaciones de tipo psicoanalítico donde engarza la trama del cuento en cuestión, con las supuestas circunstancias psicosexuales del eterno Georgie manipulado por su terrible y titiritera madre. Sin embargo, si en algunos de estos pasajes o ensayos breves Estela Canto parece lógica, persuasiva y convincente, no se puede disociar el tamiz y su encono; es decir, sus conjeturas están minadas, resultan falaces o parciales y tendenciosas y nunca pierden su naturaleza polémica, aún en datos elementales y nimios.
     
(FCE, México, 1987)
   Véanse algunos de estos. Según Estela, en 1913 los Borges se fueron a Europa para quedarse, “pero los motivos no se conocen”. Sin embargo, tanto el propio escritor en su Autobiographical Essay (The Aleph and Other Stories, Dutton & Co., 1970) —escrito en inglés para la revista The New Yorker (septiembre 19 de 1970) con el auxilio del norteamericano Norman Thomas di Giovanni (Newton, Massachussets, 
1933)—, como el uruguayo Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) en Borges. Una biografía literaria (FCE, 1987) —la primera edición en inglés data de 1978—, esbozan los motivos del viaje a Europa realizado en 1914, no en 1913, y las causas que hicieron que se quedaran hasta marzo de 1921. Lo mismo ocurre cuando narra que Borges fue destituido de su miserable empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané (donde trabajó nueve aciagos años, entre 1937 y 1946) y nombrado (para humillarlo) inspector de aves y conejos en los mercados municipales; o cuando relata que doña Leonor y su hija Norah cantaron el Himno Nacional y lanzaron invectivas contra el peronismo: Monegal cuenta una cosa y Estela Canto otra. En tal tenor, el sonoro matrimonio de Borges con la viuda Elsa Astete Millán (la pomposa ceremonia religiosa se efectuó en Buenos Aires el 21 de septiembre de 1967), para Estela Canto fue el resultado de una orden inapelable dictada por doña Leonor y las convenciones; y para Monegal fue una forma de rebelarse contra su propia madre (la cual, según el biógrafo uruguayo, había manifestado su desacuerdo diciendo que no “era la mujer adecuada porque no hablaba inglés”) y un intento de no perder la oportunidad de casarse de una vez por todas, pues no hacía mucho dolorosamente la había perdido ante su entonces joven colaboradora, amiga, entrevistadora, lazarilla y futura biógrafa María Esther Vázquez (Buenos Aires, 1937).
Borges y Estela Canto en La Costanera
(Buenos Aires, 1945)
         En su libro, Estela narra y enfatiza —apoyada por las cartas que Borges le escribió— que ella es la musa del “El Aleph”. Pero Monegal dice que “la verdadera musa es la Divina Comedia” —ver el Ficcionario (FCE, 1985) y su biografía— y que “la Beatriz del cuento está más relacionada con el estilo y la clase social de otra amiga de Borges, Elvira de Alvear” (1907-1959), mujer de la alta sociedad que lo visitaba en la Biblioteca Miguel Cané, a la que le prologó su poemario Reposo (Gleizer, 1934), que murió loca y a la que Borges le dedicó un poema que fue grabado en su lápida y que se lee en El hacedor (Emecé, 1960). Al respecto, Borges, falaz y lúdico, comentó en 1970 en su nota para The Aleph and Other Stories: “Algunos críticos [...] han descubierto a Beatriz Portinari en Beatriz Viterbo, a Dante en Daneri y el descenso a los infiernos en el descenso al sótano. Por supuesto, estoy agradecido por esos inesperados regalos. Beatriz Viterbo existió en realidad. Escribí el relato después de su muerte.” Pero según Estela no sólo tal cuento fue acuñado bajo la atmósfera mágica que sus seductores encantos propiciaron en Borges: “Al parecer, yo era entonces para él el eje del mundo. Me decía que El Aleph iba a ser el comienzo de una larga serie de cuentos, ensayos y poemas dedicados a mí”. Y que de entre todas las féminas que Borges conoció y se enamoró a lo largo de su vida (la mayoría platónicamente) sólo con ella “él había creído posible la felicidad del amor realizado”; no obstante, apunta: “Cuando me apretaba entre sus brazos, yo podía sentir su virilidad, pero nunca fue más allá de unos cuantos besos”.
       Amén de que sus anécdotas pueden contrastarse con lo que argumentan, reescriben y amplían varios biógrafos —sobre todo Edwin Williamson en Borges. Una vida (Seix Barral, 2004)—, el libro de Estela comprime una serie de hipótesis, omisiones, olvidos y desatinos que no se pueden tomar al pie de la letra; por ejemplo, dice que Jean de Milleret (1908-1980) intentó robarle el manuscrito de “El Aleph”, que ella tenía, pues según testimonia: “Él [Borges] vino a casa con el manuscrito garabateado, lleno de tachaduras, y me lo fue dictando a la máquina. El original quedó en casa y las hojas dactilográficas fueron llevadas a la revista Sur, donde se publicó el cuento”. Que dicho francés publicó en su idioma un libro de conversaciones con Borges “que pasó sin pena ni gloria”; libro de 1967 que Monegal cita y acredita en su biografía y en el Ficcionario, y que además fue traducido al español y publicado en 1971 por Monte Ávila Editores. Y al encontrar la oportunidad de blandir y correr la fulgurante daga en el cogote, alude al “crítico uruguayo, que iba a escribir un libro mal informado y farragoso sobre Borges” (obvia y visceral estocada a Monegal), a quien acusa de haberle pedido prestado el manuscrito de “El Aleph”, “según él, para ver la ‘escritura’”, pero que aleccionada por lo que le había ocurrido sólo le dio unas fotocopias del principio y fin del cuento, y que éstas “fueron publicadas en revistas universitarias de Estados Unidos”.

(El Colegio de México, 2da ed., México, 2008)
         Finalmente, en mayo de 1985, por un bonche de dólares Estela la memoriosa subastó, a través de la casa Sotheby’s de Nueva York, el celoso y codiciado manuscrito que no dejó que le robara ningún méndigo de poca monta y fue sonoramente adquirido por la Biblioteca Nacional de Madrid. Manuscrito cuya edición facsimilar la Universidad de Alcalá de Henares publicó en 1989, junto con el facsímil de la primera edición del cuento en la revista Sur (núm. 131, septiembre de 1945). Y El Colegio de México, en 2001, publicó una “Edición crítica facsimilar de Julio Ortega y Elena del Río Parra”, que además de la “Bibliografía” incluye un conjunto de breves “Lecturas” de Jorge Luis Borges, Emir Rodríguez Monegal, Roberto Paoli, Daniel Devoto, Maurice Blanchot, y Saúl Sosnowski.


Estela Canto, Borges a contraluz. Iconografía en blanco y negro. Colección Austral (93), Editorial Espasa Calpe. Madrid, 1989. 288 pp.



miércoles, 20 de agosto de 2014

El hombre que amaba a los perros



Una fusión mortífera de la hoz y el martillo
                                    

I de II
Homónima de un cuento de Raymond Chandler (1888-1959), El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009) es una de las novelas más laboriosas y voluminosas del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955). “Una fascinante historia sobre el asesinato de Trotski”, anuncia el cintillo publicitario, lo cual parece refrendarse con la foto que ilustra el frontispicio: una imagen datada “en Francia en 1933”, donde el otrora líder de la Revolución de Octubre de 1917 y creador del Ejército Rojo, juega con dos pastores alemanes. 
(Tusquets, 1ra. edición mexicana, 2009)
 
Nacido en Ucrania el 7 de noviembre de 1879, Lev Davídovich Bronstein, conocido como León Trotsky, murió a las 19:25 horas del 21 de agosto de 1940 en el hospital de la Cruz Verde de la Ciudad de México tras ser mortalmente herido, la tarde del día anterior, en el estudio de su casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19) —ahora Museo Casa de León Trotsky—, por el golpe de un piolet en el cráneo, el cual le asestó un tal Jacques Mornard (o Frank Jacson, sin k), apócrifa personalidad del catalán Ramón Mercader del Río (1913-1978); crimen urdido y ejecutado por órdenes de José Stalin (1878-1953) por el que pasó 20 años preso (la mayoría en el Palacio Negro de Lecumberri) sin revelar ni aceptar su verdadera identidad (pese a que fue descubierta en 1950 por el criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón al cotejar sus huellas dactilares y sus fotos carcelarias con su ficha policial de 1935 resguardada en el Archivo de Identificación de la Dirección General de Seguridad, en Madrid) y sin decir una palabra sobre la trama del magnicidio y sus participantes, por lo cual, ya libre, en la URSS fue acogido y condecorado. Según la novela, “el viernes 6 de mayo” de 1960, el supuesto belga Jacques Mornard Vandendreschs, quien había operado en México con la falsa documentación del supuesto canadiense Frank Jacson, fue puesto en libertad y, con un pasaporte otorgado por el consulado checo, viajó a la URSS en un buque soviético (vía La Habana y Riga). En Moscú, “Rebautizado como Ramón Pávlovich López, fue confinado en un edificio de la KGB, en las afueras de la ciudad, hasta que una mañana le enviaron un traje nuevo y le ordenaron que a las seis de la tarde estuviera listo, porque pasarían a recogerlo. Esa noche Ramón Pávlovich volvió a entrar en el Kremlin [había estado en 1937 durante su entrenamiento, ya con el pasaporte soviético, falsificado en Valencia, con tal nombre] y recibió de manos de Leonid Brézhnev, jefe de Estado, las órdenes de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética, la placa que lo acreditaba como miembro del cuadro de honor de la KGB”. Lo curioso es que en el Moscú de 1960 el “jefe de Estado” no era Leonid Brézhnev, sino Nikita Jruschov.
Tal licencia literaria o error histórico, pese a ser una minucia, no es el único yerro. León Trotsky y Natalia Sedova llegaron a la Ciudad de México, vía la estación de Lechería, en el tren proporcionado por el presidente Lázaro Cárdenas tras ser recibidos en el puerto de Tampico, “el 9 de enero de 1937”, por una breve comitiva en la que figuraba Frida Kahlo y por ende ella y Diego Rivera (aún convaleciente de “una infección en el hígado”) les brindaron refugio en la Casa Azul de Coyoacán. Desde que pusieron un pie en territorio mexicano comenzaron las protestas y campañas en contra de su presencia en el país, sobre todo orquestadas por la estalinista CTM (Confederación de Trabajadores de México) y por el estalinista Partido Comunista Mexicano (muy visible en pancartas exhibidas durante el desfile del 1º de mayo de 1940). La madrugada del 24 de mayo de 1940, en Viena 19, se sucedió el primer atentado contra la vida de León Trotsky, fallido asalto en el que participaron una veintena de estalinistas (mexicanos y ex combatientes españoles) disfrazados de militares y policías, entre los cuales estuvo el pintor David Alfaro Siqueiros, quien para eludir a la policía y la cárcel se fue a esconder, con su mujer Angélica Arenal, en el entorno de Hoxtotipaquillo, pueblo minero del estado de Jalisco. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que “Después de vivir más de cuatro meses prófugo, Siqueiros fue capturado y encarcelado en Lecumberri. Esta vez estuvo preso entre octubre de 1940 y abril de 1941.” Es decir, fue aprendido cuando Trotsky ya había sido asesinado. Lo cual también afirma Isaac Deutscher en Trotsky: el profeta desterrado (1929-1940) (Era, 1969): Siqueiros fue “Arrestado el 4 de octubre de 1940 (después del asesinato de Trotsky)”; y, con otra fecha, esto también se dice en “El asesinato de Trotsky” (Comunidad CONACYT, núm. 121-122, enero-febrero de 1981), reportaje de Eduardo Téllez Vargas, reportero de policía que en primera línea siguió el caso acompañando las investigaciones del coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe del servicio secreto de la policía de la Ciudad de México: “Mientras seguía el proceso en el juzgado de Coyoacán, el coronel Sánchez Salazar no cejaba en su idea de localizar y detener a David Alfaro Siqueiros, lográndolo el 26 de septiembre de 1940 —cuando ya había muerto don León Trotsky—, en la población de Hostotipaquillo, Jalisco, donde era protegido por trabajadores mineros y las propias autoridades locales, todas ellas de filiación comunista.”
El reportero Eduardo Téllez Vargas entrevista al pintor
David Alfaro Siqueiros "por el caso Trotsky"
Octubre 5 de 1940

Pues bien, en la novela de Leonardo Padura —que casi inicia con la transcripción de un fragmento del interrogatorio del coronel Sánchez Salazar al asesino material—, el pintor Siqueiros fue hecho preso antes del asesinato, por ende “Sánchez Salazar fue a verle [a Trotski] para informarle que habían detenido a Siqueiros en un pueblo del interior.” Y soltó la lengua, pero negó “la participación de ningún francés o polaco”, el equívoco judío (¿francés o polaco?) del que hablaban sus compinches ya aprendidos e interrogados, el escurridizo agente de la GPU (la policía secreta de Stalin) que organizó el asalto y que en la obra, Ramón Mercader y su mentor Kotov (el agente ruso de mil rostros que en 1937 lo reclutó en la Sierra de Guadarrama), apodan Felipe; y que según Irene Herner era “Jorge Dimitrov, encargado del servicio secreto estalinista de la URSS”; y que según supusieron Alfonso Quiroz Cuarón y José Gómez Robleda en su exhaustivo investigación de “1359 cuartillas” realizada en 1940 —apunta el periodista José Ramón Garmabella en “¿Quién fue Jacson-Mornard?” (Comunidad CONACYT, ídem)— no era otro que el propio asesino de Trotsky (el tal Jacques Mornard o Frank Jacson con su falsificado acento francés), quien, conjeturaron, había conocido a Siqueiros en España durante la Guerra Civil, además de haber “dirigido intelectualmente” el fallido asalto armado del 24 de mayo de 1940.

El reportero de policía Eduardo Téllez Vargas y León Trotsky
en la casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19), sitio donde fue
atacado con un piolet la tarde del 20 de agosto de 1940
En la espléndida y persuasiva novela de Leonardo Padura, Ramón Mercader, antes del asesinato no conoce ni conoció a Siqueiros (ya preso en Lecumberri en algún momento el pintor le envió un cuadro). Según el complot para asesinar a Trotski (la “Operación Pato”), urdido desde la URSS bajo las órdenes y el visto bueno de José Stalin, incluía dos etapas, armadas paralelamente, pero secretas la una ante la otra: el plan A, que fue el fallido atentado del 24 de mayo de 1940, dirigido por el camarada Felipe (dizque judío, francés o polaco); y el plan B, que fue el que ejecutó con el piolet el supuesto belga Jacques Mornard (con falsificados papeles del apócrifo canadiense Frank Jacson).

La mano del reportero Eduardo Téllez Vargas sostiene el piolet utilizado por Jacques Mornard o Frank Jacson (Ramón Mercader del Río) para atacar en el cráneo a León Trotsky. En la novela de Leonardo Padura, si bien el piolet fue escogido por el propio asesino, Kotov, su mentor y agente soviético de mil rostros, lo aprueba “por el simbolismo que encerraba su uso. Era cruel, violento, vengativo: una fusión mortífera de la hoz y el martillo”.
En la novela, lo que salvó y premió a Ramón Mercader del Río fue su disciplinado silencio sobre el intríngulis de la “Operación Pato” y el que no dijera una sola palabra sobre su verdadera identidad y su origen español, probado en 1950 “con huellas dactilares de su ficha policial anterior a la Guerra Civil Española”. Pero además ya había sido identificado cuando aún se realizaban las investigaciones policiales y el juicio: “recordaba como muy difícil el momento en que el juez instructor le habló de las evidencias de que su verdadero nombre era Ramón Mercader del Río, catalán de origen, pues unos refugiados españoles habían reconocido su foto en los periódicos, y hasta le puso delante una instantánea, tomada en Barcelona, donde él aparecía vestido de militar. La existencia de esa prueba conllevó más interrogatorios y torturas con el propósito de arrancarle una confesión, y cientos, miles de veces, le repitió las mismas preguntas (¿Qué cerebro armó su brazo? ¿Quiénes fueron los cómplices del crimen? ¿Quiénes lo mandaron aquí, quiénes lo auxiliaron, quiénes le proporcionaron los medios económicos para preparar el atentado? ¿Cuál es su verdadero nombre?). Sus respuestas, en todos los casos, en todos los años y coyunturas, siempre habían salido de la carta [escrita por el agente Kotov para que la dejara caer en Viena 19 tras matar a Trotski]: nadie lo había armado, no tenía cómplices, había viajado con el dinero que le facilitó un miembro de la IV Internacional cuyo nombre había olvidado, su único contacto en México había sido un tal Bartolo, no recordaba si Pérez o Paris, y él se llamaba Jacques Mornard Vandendreschs y había nacido en Teherán, durante una misión de sus padres, diplomáticos belgas, con los que después había vivido en Bruselas y no sabía nada de ningún Mercader del Río y, aunque se parecieran mucho, él no podía ser el hombre de la foto.”

II de II
Para esbozar y desentrañar el contexto histórico, social y político en que se sucede el asesinato de León Trotski perpetrado por el catalán Ramón Mercader del Río (mano asesina de José Stalin), Leonardo Padura hizo una amplia investigación bibliográfica, hemerográfica, documental, geográfica y arquitectónica (in situ), que implica, en la urdimbre de su novela El hombre que amaba a los perros , un examen y una crítica sin concesiones a la gran mentira y putrefacción genocida y dictatorial en que muy pronto se convirtió la utopía del siglo XX: la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), dizque el primer estado proletario del mundo. Pero también implica una intromisión en los cruentos entretelones de la Guerra Civil Española (1936-1939), cuyo bando republicano era apoyado por armamento ruso y asesores soviéticos infiltrados, incluso, en los “paseos” y en las refriegas fraticidas contra los trotskistas y anarquistas, sin que en ningún momento tal apoyo haya contemplado el triunfo de la República ante el avance de los fascistas de Francisco Franco, sino urdir el trasfondo expansionista que implicó el pacto de no agresión firmado en septiembre de 1938 entre la Rusia de José Stalin y la Alemania de Adolf Hitler. Pero también la novela implica una radiografía más —rasgo distintivo en la narrativa del cubano Leonardo Padura— sobre la miseria (social, individual, educativa, cognoscitiva, ideológica, literaria, libertaria) fermentada y empantanada en la Cuba socialista, tanto cuando era satélite del imperio de la Unión Soviética, como cuando tras la disolución de ésta en 1991 se agudizaron la crisis y las múltiples carencias. 
Leonardo Padura y El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009)
En este sentido, la novela El hombre que amaba a los perros, dividida en tres partes y treinta capítulos, discurre por tres principales ámbitos, cuyas tramas y sucesos se desarrollan de manera alterna y paralela. Uno gira en torno al cubano Iván Cárdenas Maturell, quien tras la dramática muerte de Ana (su última mujer), ocurrida el 16 de septiembre de 2004 en su mísero y agrietado departamento de Lawton, empieza a cavilar en el miedo que le impidió escribir una tétrica historia que se remonta al 19 de marzo de 1977, cuando, a sus 28 años, en la playa de Santa María del Mar conoció a un avejentado y enfermo extranjero, al cual, por sus dos galgos rusos (Ix y Dax), apodó “el hombre que amaba a los perros”. Y a partir del primer encuentro concertado por éste (quien dijo llamarse Jaime López) y hasta el último, sucedido el 22 de diciembre de 1977, le contó, de forma oral, la historia del asesino y del asesinato de Trotski, sin que por entonces tuviera cabal idea, información y conocimiento de quién era Ramón Mercader del Río y quién había sido ese histórico prócer de la Revolución de Octubre, expulsado por Stalin y perseguido por “traidor”.
En 1983, aún en la casa familiar de Víbora Park (otrora construida por su finado padre) donde vivía con Raquelita, su mujer de entonces (embarazada de su segundo vástago), recibió, de manos de “una mujer, negrísima y alta”, una larga carta (más de 50 hojas manuscritas) guardada “desde mediados de 1978” (el año que Ramón se fue de Cuba y murió), donde el tal Jaime López refrendó su historia y entonces a Iván le dio el pálpito o la casi certeza de que éste no era otro que Ramón Mercader del Río. Cosa que pudo corroborar hasta que vio las fotos en la biografía de éste, publicada en España y escrita entre Luis Mercader del Río y el periodista Germán Sánchez, la cual en 1993 le fue enviada de manera anónima. Conjunto de incentivos para que por fin concluya la historia siempre postergada, los cuales casi culminan con la imprevista visita, en 1996, del negro alto y flaco que en 1977 custodiaba y auxiliaba al enfermo Jaime López durante sus encuentros en la playa de Santa María del Mar, quien además de brindarle algunos datos y de revelarle que fue él quien le remitió la carta y la biografía, le entrega la herencia que le dejó Ramón Mercader: su fosforera de bencina (quizá para que le dé fuego a todo el bagaje). 
El segundo ámbito narrativo delinea el orbe y los movimientos de Ramón Mercader del Río, desde que en 1937 es un joven miliciano que en la Sierra de Guadarrama combate contra los fascistas que pretenden la toma de Madrid, donde, a través de Caridad, su madre, lo recluta Kotov (su mentor y agente soviético), pasando por su entrenamiento en Rusia (ex profeso para asesinar a Trotski), sus estancias en Europa y Estados Unidos (particularmente en París y Nueva York) como parte de la “Operación Pato”, hasta el instante de la tarde del martes 20 de agosto de 1940 en que golpea, con el piolet, el cráneo de León Trotski.
Caridad, madre de Ramón Mercader del Río
Pero además de los entretelones de la conspiración y del espionaje para asesinar a Trotski y su entronque con el fallido atentado de “los mexicanos” (entre los que figuró David Alfaro Siqueiros), tal vertiente también bosqueja aspectos personales, sentimentales y psicológicos de la vida íntima y de la idiosincrasia de Ramón Mercader del Río y de su truculenta madre, quien también es parte de la “Operación Pato”; cuyo carácter despiadado y manipulador se advierte cuando, el día que recluta a Ramón en la Sierra de Guadarrama, sin decir agua va y delante de su otro hijo (Luis, de apenas 14 años), de un balazo en la frente le mata al Churro, su perrito lanudo adoptado en la trinchera. Amén de que en otro episodio le vocifera una especie de declaración de principios que la signa: “a los enemigos no se les golpea cuando están de pie, sino cuando se han arrodillado. ¡Y se les golpea sin piedad, carajo!”.
El tercer ámbito narrativo traza el periplo del exilio —y su intrincada problemática, la vida doméstica y familiar (incluso la lejana), y el activismo político e ideológico— de León Trotski, desde que el “20 de enero de 1929”, tras un año de confinamiento en Alma Atá (capital de Kazajstán) con Natalia Sedova y su hijo Liova (Liev Sedov), reciben el folio de la GPU donde se les informa que se ha decretado su expulsión del país y que deben abandonarlo “en un plazo de 24 horas”.

“León Trotsky y su esposa Natalia Sedova en la Casa Azul. Coyoacán, ca. 1938 . Imagen incluida en Frida Kahlo. Sus fotos (RM, 2010), tomo con “Edición y puesta en página de Pablo Ortiz Monasterio”.
Tal peregrinaje (por Turquía, Francia, Noruega y México), que en la obra concluye con el asesinato de Trotski, está marcado por las constantes intrigas, infundios, espionajes y acosos de Stalin y sus esbirros, reflejado en una serie de asaltos, detenciones, condenas, deportaciones, fugas, muertes y asesinatos, y en las cruentas purgas en la URSS y en los siniestros procesos de Moscú de 1937 y 1938.

León Trotsky, Diego Rivera y André Breton
(México, c. julio de 1938)
La “Tercera parte” de la novela, denominada “Apocalipsis” e integrada por los capítulos finales (el 29 y el 30), es el epílogo, el cual no esboza el destino de Natalia Sedova ni el su nieto Sieva Vólkov (de 14 años) y su perrito Azteca, sobrevivientes en la casa-fortaleza de Coyoacán, ni el de la atomizada y famélica IV Internacional, ni el del ideario bibliográfico y hemerográfico legado por León Trotski. Sólo se centra en las otras dos vertientes narrativas.
El capítulo 29, titulado “Moscú, 1968”, bosqueja la vida de Ramón Mercader en la URSS, a donde llegó, tras ser liberado, en mayo de 1960, y donde le refrendaron la identidad de Ramón Pávlovich López. Y además de sus medallas (“Héroe de la Unión Soviética y de la Orden de Lenin”), que le sirven para no hacer filas y proveerse de servicios y víveres (algunos sólo para extranjeros y diplomáticos), desde hace dos años vive (con su mujer mexicana, dos hijos adoptados ya adolescentes y un par de cachorros borzoi: Ix y Dax) en un pequeño pero privilegiado departamento en un edificio desde cuya altura, “si miraba al sur, veía los edificios de la universidad y de la iglesia de San Nicolás; si volteaba al norte, divisaba el puente Krymski, por donde solía cruzar hacia el parque Gorki, y más allá podía entrever las torres y los palacios más altos del Kremlin”. No obstante, sus movimientos están limitados y vigilados por la KGB; y pese que sueña con regresar a Barcelona, no ve la posibilidad de que lo dejen salir de la URSS. 

Ramón Mercader del Río, condecorado por la URSS
El 23 de agosto de 1968, mientras lee una nota sobre la invasión rusa en Praga, recibe una llamada de Kotov, a quien no escuchaba ni veía desde agosto de 1940. A partir del día siguiente, Kotov, a quien no le fue tan bien (le quitaron sus medallas, pasó 12 años preso y subsiste en la diminuta ratonera de un horrendo y marginal multifamiliar), le comienza a revelar una serie de oscuras minucias implícitas o en torno al asesinato de Trotski, entre lo cual le corrobora lo que Ramón ya había entrevisto: que “había sido utilizado para cumplir una venganza”, que era “una pieza más que prescindible”, pues “el plan era [le dice] que tú mataras a Trotski y que los guardaespaldas te mataran a ti”.
El capítulo 30, el último, titulado “Réquiem”, se vincula al primero, rotulado “La Habana, 2004”. Pero no está abordado por la voz y la perspectiva de Iván Cárdenas Maturell, sino por la de Daniel Fonseca Ledesma, el amigo más cercano de Iván, quien otrora, para documentarse sobre Trotski, le consiguió tres libros proscritos y clandestinos en Cuba: la trilogía biográfica urdida por Isaac Deutscher (“‘el profeta’: desarmado, armado y desterrado, en ediciones publicadas en México a finales de la década de los sesenta”); quien además, con el Pontiac 1954 heredado de su padre, lo acompañó al cementerio a enterrar a Ana. De hecho, dice, la última vez que vio con vida a Iván fue el 19 de septiembre de 2004, unos días después del entierro. Día que le habló de su inminente necesidad (intrínseca, neurótica, moral y existencial) de concluir el postergado libro sobre Ramón Mercader. Pero además de decirle que se lleve las sobadas hojas manuscritas de éste (con anotaciones de Iván), le anunció que no buscaría publicarlo y que lo haría depositario de las cuartillas para que haga con ellas lo que considere debido. A través de unos amigos se había enterado de que Iván “no quiere ver a nadie”, pues al parecer “está terminando de escribir algo”. El caso es que hasta el 22 de diciembre de 2004 (exactamente 27 años después de la última charla de Iván y Mercader), Daniel decide buscarlo, a eso de las tres de la tarde, en el mísero departamentito de Lawton, para invitarlo a que con él y su esposa pase la Nochebuena. No lo halla y un vecino le dice que desde “hace tres días” no lo ha visto. Luego de buscarlo en varios sitios y de preguntar a varias personas, es hasta la noche cuando retorna al departamentito. “Frente a la puerta [dice] me envolvió una atmósfera hedionda que no había advertido esa tarde, y la premonición se convirtió en evidencia.” Ya adentro describe el dramático escenario: los puntales de madera que sostenían el techo cedieron y en la cama, bajo “los pedazos de madera, concreto y yeso”, advierte el cuerpo de Iván y el del Truco, su perro de “pelambre amarilla”. Ve también, dice, “una caja de cartón, rotulada con mi nombre, donde estaban todos aquellos papeles escritos por él y Ramón Mercader”. Pero Daniel Fonseca no es Max Brod y por ende no se propone la póstuma edición, sino tras cerrar el “ataúd de mi amigo”, dice, “la cruz del naufragio (de todos nuestros naufragios) y esta caja de cartón, llena de mierda, de odio y de toneladas de frustración y de mucho miedo, se irán con él: al cielo o a la podredumbre materialista de la muerte. Quizá a un planeta donde todavía importen las verdades.”

Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros. Colección Andanzas (700), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, noviembre de 2009. 576 pp.