martes, 9 de febrero de 2021

El negro del Narcissus




Había dinero en el cofre del puerco

En el prólogo para la edición norteamericana de la novela El negro del Narcissus, editada en 1914 por Doubleday, Page & Co., el polaco Joseph Conrad (1857-1924) dice que en 1897 se publicó por entregas en la londinense New Review con un “Prefacio” incluido como “Epílogo”. Pero además apunta: “Después de escribir las últimas palabras de este libro, presa de la revulsión anímica que se experimenta ante la tarea realizada, comprendí que no tenía más que ver con el mar, y que a partir de aquel momento debía ser escritor. Y casi sin depositar la pluma escribí un prefacio, tratando de plasmar el espíritu que me animaba al emprender la labor de mi nueva vida.” ”Prefacio” que, revela, “siguiendo cierto consejo (que ahora estimo equivocado), no fue publicado con el libro” (en su edición británica). Tal proscrito texto, especie de declaración de principios estético-narrativos, lo recuperó para la susodicha edición de 1914. Y ambos preámbulos preludian la presente traducción al español de El negro del Narcissus, hecha por Fernando Jadraque, editada en Madrid, en “marzo de 2007”, con el número 11 de la serie Gran Diógenes de la editorial Valdemar. 

(Valdemar, Madrid, 2007)
El Narcissus es un velero de la marina mercante inglesa destinado al “comercio de la India Oriental”, el cual, desde su construcción, ha sido dirigido y comandado por el capitán Allistoun, un viejo lobo de mar, oriundo de “las costas de Pentland Firth”, que “en su mocedad conquistó el rango de arponero en los balleneros de Peterhead”. 

Józef Konrad Korzeniowski en 1873
antes de hacerse a la mar por primera vez
       Buena parte de la obra medular de Joseph Conrad tiene sus raíces en su trayectoria náutica, iniciada a sus 17 años y en cuyo último lapso, entre 1888 y 1897, fue capitán de la marina mercante británica. No extraña, entonces, que en su prólogo a sus “lectores de Norteamérica” diga de El negro del Narcissus: “Sus páginas constituyen el homenaje de mi afecto inalterable y profundo por los barcos, los marinos, los vientos y el mar inconmensurable: los forjadores de mi juventud, los compañeros de los mejores años de mi vida.” En sentido, a lo largo de los V capítulos la omnisciente y ubicua voz narrativa una y otra vez asume la voz narrativa de la primera persona del plural, cuyo punto de vista (a veces apologético y mitificante) suele ser la perspectiva de los marineros y no la de los oficiales. Y si del capitán MacWhirr, protagonista del relato o novela corta Tifón (1903), Conrad dice, en su “Nota del Autor” (1919), que “MacWhirr no es una adquisición de unas horas, o unas semanas, o unos meses. Es fruto de veinte años de mi vida. Mi propia vida. Poco tiene que ver con él una fantasía improvisada. Aunque sea cierto que el capitán MacWhirr nunca respiró ni anduvo sobre esta tierra”, el lector no puede dejar de inferir que en el trazo del capitán Allistoun también hay algo del otrora capitán Józef Konrad Korzeniowski: “Acompañaba con sonrisa sardónica el nombre de su naviero, hablaba raramente a sus oficiales y reprobaba las faltas con tono suave, pero con palabras tajantes hasta lo vivo. Sus cabellos eran de un gris acerado, su rostro duro y de color cordobán. Se afeitaba todas las mañanas de su vida —a las seis—, salvo una vez (cuando fue tomado por un fiero huracán a ochenta millas al sudoeste de Mauricio) que por tres días consecutivos dejó de hacerlo. No temía sino a un Dios sin misericordia y aspiraba a concluir sus días en una casita rodeada de un palmo de terreno, lejos en el campo, donde no se viese el mar.”

El capitán Konrad en cubierta
      El acto de rasurarse cada mañana en el navío, el de vestirse de punta en blanco para desembarcar en la metrópoli, la división en los oficios, en las jornadas y deberes laborales, y las exequias en alta mar, no son más que indicios de los múltiples ritos y protocolos que marcan el día a día en el interior del barco, puesto que la mayor parte de los sucesos que se narran ocurren a bordo del Narcissus, cuya extensa y accidentada travesía parte del embarcadero de Bombay al industrializado y contaminado entorno de la dársena y puerto de Londres. 
Ese aventurero recorrido es un viaje de retorno en el que al parecer el Narcissus no transporta ninguna carga, sino el conjunto de los comestibles y de los oficiales y marinos (incluido el cocinero y el carpintero), antiguos y nuevos. Entre los nuevos, contratados en Bombay, destacan un par: James Wait, un negro de las Antillas; y Donkin, un inglés con facha de sucio vagabundo y xenófoba verborrea de maleante y anarquista. Tal dúo resultan los frijoles en la sopa, los elementos anómalos que incitan y trastocan la vida y rutina a bordo del barco. 
Extraño es que haya sido el propio capitán Allistoun quien contrató al negro, pues con su ojo clínico de viejo lobo de mar sin duda pudo prever con antelación el prurito xenófobo que su presencia suscita ante la roma idiosincrasia de los marineros europeos con pellejo blanco. Pero el factor que trastorna aún más el comportamiento y la mentalidad de los marineros es la dolencia con que arriba el negro: apenas acaba de subir al barco y presentarse a la lista lo ataca una tos ferina, que más pronto que tarde lo derrumba en su litera en el castillo de proa, gracias a que al parecer acentúa y dramatiza los síntomas de un mal pulmonar: “no haces más fuerza que una pulga en la punta de la amarra”, le apostrofa Donkin. Es decir, pese a que los marineros blancos lo desprecian y marginan por ser negro, cuando su padecimiento se agudiza lo cuidan y tratan en una especie de camarote individual que le arman para que esté cómodo. Y más aún: cuando el Narcissus ya “pasó a la altura de [la isla de] Madagascar y [de la isla de] Mauricio sin ver tierra”, y luego de que “el día trigésimo segundo después de la salida de Bombay”, “en la zona del Cabo de Buena Esperanza” se desata un huracán de varios días con sus noches y la tripulación hombro con hombro lucha para sobrevivir (empeño y furiosa controversia en la que descuella la decisión clave y firme del capitán para que varios no corten los mástiles), no lo olvidan, pese a que pierden parte de los víveres, de las herramientas y de sus pertenencias. Así que aún en el ojo del fenómeno (el barco parece “un juguete en manos de un loco” y el tifón “un loco blandiendo un hacha”) algunos marineros batallan, exponiendo sus vidas, por rescatar al negro de su habitáculo (el negro se ha convertido en “nuestro Jimmy”), mientras él, presa del terror ante la muerte, golpea y grita desesperado. Luego, durante una helada noche en la que marineros y oficiales permanecen atados, hambrientos e insomnes, el cocinero es despertado para ver si hay agua potable en la cocina y puesto que se siente emisario de la Providencia, se arrastra hasta sus trastos (“¡Mientras esté a flote no abandono mis fogones!”) y logra preparar café, lo que también es un acto temerario y heroico.  
Dada su índole marginal, se establece cierta empatía entre Donkin y el negro, pese a que éste advierte que el otro, siempre resentido, malicioso, malhablado y embustero, hace todo lo posible por eludir el trabajo. Donkin, además, con su filosa labia anarcoide, demagoga y dizque defensora de los derechos de los marineros, logra persuadir y manipular las ideas de éstos. Y durante un inútil conflicto y conato de motín que enfrenta a oficiales y marineros (incluso se arma una bronca entre éstos), en el que el negro, consumido por la enfermedad, pregona por levantarse y ponerse a laborar, desde la oscuridad y con cobardía, Donkin le lanza al capitán una cabilla de hierro que le pasa zumbando por la cabeza. Disputa que, de nuevo, el capitán Allistoun confronta y resuelve con tal estrategia y firmeza que Donkin queda humillado ante los marineros y aún más excluido (la mayoría le retira la palabra). Sin embargo, dados los oscuros meandros de su ominosa y retorcida personalidad y ante el inminente fallecimiento del negro y la pronta llegada a Londres, colige que “había dinero en el cofre del puerco” y por ende, para robárselo, se introduce en el habitáculo del moribundo. 
Pero quien vaticina el momento de la muerte del negro es “el viejo Singleton, decano de los marineros de a bordo”, “tatuado como un cacique de caníbales, sobre toda la superficie de su pecho poderoso y sus enormes bíceps”. Tal patriarca con “cuerpo de viejo atleta” y “cabeza de sabio azotada por las tempestades” (de hecho es él quien empuña el timón durante buena parte del huracán en la zona del Cabo de Buena Esperanza), lee, muy atento y absorto y en medio de la algarabía de los marineros apretujados en las literas del castillo de proa, un libro de Bulwer Lytton. Pero cuando ya en Londres cobra su sueldo resulta que no sabe escribir; así que “Singleton trazó penosamente dos gruesas rayas cruzadas, emborronando la página”, por lo que el empleado de la agencia marítima susurra un “Vaya viejo bruto asqueroso”. 
Cuando el padecimiento y la teatralizada y manipuladora actitud del negro comienzan a embrollar la rutina del Narcissus, Singleton, “patriarca de los mares”, lo increpa: “¿Vas a morirte?”; a lo que el negro contesta: “¡Vaya! ¿No se nota acaso?”. Su fallo, entonces, parece frío e inapelable ante lo inapelable: “Pues entonces muérete [...] no nos des la lata con ese asunto. Nada podemos hacer por ti.”
Si esto parece vago, obvio, tautológico e ineludible (“Caramba, por supuesto que morirá”), el presagio comienza a cobrar forma matizado por ciertas supersticiones marineras que, en un largo episodio de cuasi inmovilidad del barco en medio del mar en calma, formula y dictamina Singleton; creencias que trasminan a la tripulación con los víveres escasos (ya no hay frijoles ni azúcar ni té; queda carne salada y café y poca agua para hacerlo). Claro es que el ambiguo e hipócrita apapacho del negro tiene como objetivo “conservarlo con vida hasta el puerto, hasta el fin del viaje”. No obstante, Singleton, quien dice haber visto negros “morir como moscas”, fragmentariamente sentencia: “No podéis ayudarlo; es preciso que muera”; pues por ser un agonizante les ha traído ese “viento contrario” que casi inmoviliza el barco, que “el mar se saldrá con la suya” y que “morirá a la vista de tierra”. Solo “una sola vez”, dice la voz narrativa, condescendió a exponer sus ideas “sin reticencia”: “Dijo que Jimmy era la causa de los vientos de bolina. Los moribundos —mantuvo— viven hasta tener tierra a la vista, y después mueren; y Jimmy sabía que la tierra arrancaría a su alma el último suspiro. Pasaba en todos los barcos. ¿No lo sabíamos nosotros?”

Joseph Conrad
Así que el nodo del augurio comienza a perfilarse cuando el vigía, un anochecer a la altura de las Azores, anuncia tierra a la vista, después de alrededor de cuatro meses sin verla. Aún con “calma chicha”, “Mientras era de día, los tripulantes reunidos en proa divisaron bajo el cielo oriental la isla de Flores”. Uno de ellos calcula siete días como mínimo para arribar a Londres y el negro diez; cálculo que formula ante el solitario acoso y ofensa al que lo somete Donkin para robarlo y quien es el único que presencia el instante de su muerte. Y en el momento exacto en el que en medio del ritual de las exequias su cuerpo amortajado cae al mar, se suscita “un buen viento” que a la orden del capitán pone en acción a los marinos para aprovecharlo y “una semana más tarde, el Narcissus hendía las aguas del Canal de la Mancha”. 


Joseph Conrad, El negro del Narcissus. Traducción del inglés al español de Fernando Jadraque. Gran Diógenes (11), Valdemar. Madrid, marzo de 2007. 212 pp.



domingo, 7 de febrero de 2021

Narración de Arthur Gordon Pym

Un leño rodando a merced de cada ola

Edgar Allan Poe
(1809-1849)
Los biógrafos, críticos, antólogos y comentaristas de la obra del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) suelen recordar, de manera vaga o precisa, que fragmentos iniciales de The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket fueron publicados, en enero y febrero de 1837, en The Southern Literary Messenger, revista mensual de Richmond, Virginia, propiedad de Thomas W. White, en la que Poe comenzó a trabajar en agosto de 1835. Labor que, reporta Julio Cortázar (1914-1984), fue “su primer empleo estable”, donde le pagaban muy poco. El cual perdió por desavenencias con White y por sus excesos (entre ellos el alcohol que lo enloquecía y noqueaba), y por ende la publicación por entregas de Pym se interrumpió. No obstante, en julio de 1838 la editorial Harper & Brothers, asentada en Nueva York, se la imprimió en formato de libro. Fue el cuarto libro que Poe publicó en su corta y delirante vida y el primero de narrativa. Es decir, previamente había publicado tres poemarios: Tamerlane and Other Poems by a Bostonian, editado en Boston, en 1827, por Calvin F.S. Thomas; Al Aaraaf, Tamerlane and Minor Poems, editado en Baltimore, en 1829, por Hatch & Dunning; y Poems, editado en Nueva York, en 1831, por Elam Bliss.  

(Alianza, 13a ed., Madrid, 1998)
         La traducción y el prólogo de Julio Cortázar de la Narración de Arthur Gordon Pym fue editada por primera vez en 1956 por las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente. La cual revisó y corrigió para Alianza Editorial, que la publicó en Madrid, en 1971, con el número 341 de la serie El libro de bolsillo. Colección donde se reeditaron, revisadas y prologadas, las otras traducciones que Cortázar hizo de la obra de Poe, previamente publicadas en 1956 por las Ediciones de la Universidad de Puerto Rico y la Revista de Occidente. En 1970, con los números 277 y 278 de la serie El libro de bolsillo se editaron, con los rótulos Cuentos 1 y Cuentos 2, el par de tomitos que reúnen los 67 cuentos que escribió Poe ordenados por el traductor Julio Cortázar, quien además los prologó y anotó. En 1972, con el número 384 de la serie El libro de bolsillo se editó Eureka, “Ensayo sobre el universo material y espiritual”, que Edgar Allan Poe escribió en 1847 y publicó en 1848 (fue su último y décimo libro editado en Nueva York por Geo. P. Putnam), precedido por un breve prólogo del traductor. Y en 1973, con el número 464 de la serie El libro de bolsillo, Alianza editó el título de Edgar Allan Poe: Ensayos y críticas, una antología seleccionada y traducida por Julio Cortázar, quien además incluyó unas postreras “Notas”, un prefacio y un largo ensayo preliminar que repasa la obra del autor de “El cuervo” (1845).
Libros del Zorro Rojo
(Polonia, 2015)
          La espléndida edición de Libros del Zorro Rojo de la misma prologada y revisada traducción de Julio Cortázar de la Narración de Arthur Gordon Pym, impresa en enero de 2015, en Polonia, por Zapolex, además del atractivo diseño con solapas y guardas y del buen tamaño (23.09 x 16.05 cm), está profusa y magníficamente ilustrada en blanco y negro por el artista argentino Luis Scafati (Mendoza, 1947). Aquí —pese a las imperfecciones del relato, a lo cansino de ciertos pasajes y de ciertos datos enciclopédicos y de navegación, y al paradójico y trunco final abierto—, la decimonónica y fantástica literatura de viajes y aventuras marítimas y por lugares remotos y recónditos del globo terráqueo es divertimento estético, exploración cognoscitiva y regodeo visual. 

Ilustración: Luis Scafati
        Poe, a falta de un bucanero trago de ron caribeño y para abrir el apetito de los sedientos y taberneros lectores con un canapé picante, preludia la Narración con un proemio, supuestamente anónimo, donde refiere pormenores del par de travesías de Pym a bordo de un par de barcos y que en el corpus de la obra conforman las dos grandes y principales partes en que se divide su libro: 

Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket
   “La cual comprende los detalles de un motín y atroces carnicerías a bordo del bergantín norteamericano Grampus, en su viaje a los Mares del Sur; con un relato de la reconquista del buque por los sobrevivientes; su naufragio y horribles sufrimientos por el hambre; su rescate por la goleta británica Jane Guy; el breve crucero de esta última en el océano Atlántico, su captura y matanza de la tripulación en un archipiélago del paralelo 84 de latitud sur, conjuntamente con los increíbles descubrimientos y aventuras, más al sur, a los cuales dio lugar esta espantosa calamidad.” 
    La Narración inicia con un “Prefacio” firmado por Arthur Gordon Pym en “Nueva York, julio de 1838” (el lugar y fecha de la publicación en formato de libro), donde dice que a petición de varios amigos y sobre todo por instancias de Mr. Poe, en “enero y febrero de 1837”, éste escribió y publicó —en “el Southern Literary Messenger, revista mensual de Richmond publicada por Mr. Thomas W. White”—, “un relato de la primera parte de mis aventuras”, “como si se tratara de una ficción”, que él mismo le había contado a Mr. Poe. Pero, según dice Pym, tal fue el éxito de verosimilitud entre los lectores que le escribieron a Mr. Poe, que, pese a “la desconfianza” en su propia “capacidad de escritor” y a que nunca llevó un diario durante sus travesías, se dio a la tarea de completar su historia, sin alterar “ningún hecho en las primeras páginas escritas por Mr. Poe”. No obstante, dice, “Incluso los lectores que no las leyeron en el Messenger notarán dónde terminan éstas y comienzan las mías; las diferencias de estilo son de las que se advierten enseguida.” Lo cual es en realidad una reverenda mentira del auténtico Edgar Allan Poe; es decir, es uno de los lúdicos y numerosos engaños al lector que pueblan la Narración de Arthur Gordon Pym.
 
Edgar Allan Poe
Ilustración: Luis Scafati
         Además del “Prefacio” y de la postrera y sesuda “Nota” de un supuesto comentarista (otro alter ego de Poe), la Narración de Arthur Gordon Pym comprende veinticinco capítulos numerados con romanos. La primera parte concluye al término del capítulo XIII con el rescate de Pym y Dirk Peters —los últimos sobrevivientes del bergantín Grampus— por parte de la goleta inglesa “Jane Guy, de Liverpool, mandada por el capitán Guy”, dizque “con rumbo a una expedición de caza y de comercio por los Mares del Sur y el Pacífico”. Y la segunda parte concluye al término del capítulo XXV, cuando Pym y Dirk Peters —los últimos supervivientes de la goleta Jane Guy— arriban, en el océano Antártico y a bordo de una canoa (arrastrada por algo más que la fuerza de las corrientes) y junto al cadáver de un bárbaro nativo de la isla de Tsalal, a una blanca catarata en el Polo Sur, donde se abre un abismo para recibirlos y donde ven surgir “una figura humana velada, cuyas proporciones eran mucho más grandes que las de cualquier habitante de la tierra. Y la piel de aquella figura tenía la perfecta blancura de la nieve.”
      El lector pensaría que en el meollo de ese ámbito fantasmagórico y pesadillesco se sucedió el fin de Pym y Dirk Peters. Sin embargo, en la postrera “Nota” el anónimo comentarista reporta la supervivencia del par de aventureros en ese sorpresivo, inesperado e inescrutable episodio, pues alude el retorno de ambos a Estados Unidos, sin bosquejar cuándo y cómo ocurrió esto. Según dice, Dirk Peters reside en Illinois y Pym recién falleció en un accidente y al parecer allí se perdieron los faltantes capítulos de su relato, cuyo “Prefacio”, para su publicación en forma de libro, firmó en “Nueva York, julio de 1838”. 
     
Ilustración: Luis Scafati
         Vale recapitular, entonces, que la última entrada del fragmentario y disperso diario de Pym —escrito con posteridad a las travesías y con fechas aproximadas, según dice— está datada el 22 de marzo de 1828. Es decir, las centrales aventuras y peligros que Pym evoca y narra en su historia ocurrieron un poco más de un década antes: entre ese interrumpido día y el 20 de junio de 1827, día que el Grampus zarpó del homónimo puerto de la isla de Nantucket, cuyo destino mercante (y no aventurero) era la caza de la ballena en los Mares del Sur. 
     Según apunta Pym casi al principio de su relato, la empresa mercantil del bergantín Grampus (“una vieja carraca casi inútil para la navegación”) empezó a gestarse “Unos dieciocho meses después del desastre del Ariel”. Entonces Pym era un joven estudiante que aún vivía en casa de sus progenitores (su padre “era un acreditado comerciante en los almacenes navales de Nantucket” y su abuelo un rico especulador de “acciones del Edgarton New Bank”) y el Ariel era un bote de vela en el que él y su amigo Augustus Barnard, dos años mayor, solían divertirse en el entorno de Nantucket. Una fría madrugada de “fines de octubre”, después de “una fiesta en casa de Mr. Barnard” (el padre de Augustus y capitán de la marina mercante que encabezaría el bergantín Grampus), Pym, luego de hartarse de vinos y licores, se quedó a dormir en la cama de su amigo, quien muy borracho (aunque al inicio no lo parecía) lo persuadió de aventurarse en el Ariel. Según dice Pym, “En aquel entonces sabía muy poco de gobernar un bote y dependía completamente de la habilidad náutica de mi amigo.” (Aserto, que reitera, y que a la postre se torna una reverenda mentira y engaño al lector, pues en el curso de su historia se revela ducho en la navegación, en la geografía, en la nomenclatura de los bergantines y en su arrumaje). Pero el caso es que un viento huracanado estuvo a punto de hacer trizas al Ariel y llevarse a los etílicos compinches al más allá; no obstante, fueron rescatados por la tripulación del Penguin, “un gran ballenero” “que navegaba hacia Nantucket”. Las minucias de esa aventura que pudo costarles la vida y las menudencias del rescate son un indicio del mejor Poe, visible en cuentos de alucinantes y peliagudas aventuras en el mar, como “Manuscrito hallado en una botella” (1833) y “Un descenso en el Maelström” (1841), y de aventuras derivadas del mar, como “El escarabajo de oro” (1843), y en indelebles pasajes y episodios de la Narración de Arthur Gordon Pym
 

Ilustración: Luis Scafati 
             Por ejemplo, cuando los sedientos y hambrientos cuatro sobrevivientes del Grampus ven acercarse un fantasmal barco de “construcción holandesa”, cuyos marineros holandeses —suponen, exultantes y alharaquientos— los rescatarán; incluso ven que un marino les hace “extrañas sonrisas y gesticulaciones” y por ende agradecen a Dios. Pero luego, cuando la cercanía y el hedor del barco errante los invade, observan el obstáculo. Según dice Pym: “Veinticinco o treinta cadáveres, entre ellos varias mujeres, yacían desparramados entre la bovedilla y la cocina en el último y más horroroso estado de putrefacción. ¡Comprendimos que a bordo de aquel buque no había un alma viviente! ¡Y, sin embargo, no podíamos contenernos y seguíamos pidiendo a gritos auxilio a los muertos!” O cuando la aún más extrema sed y el extremo apetito irremediablemente inducen a esos cuatro náufragos del Grampus, pese ciertos reparos morales, al violento asesinato y a la voraz antropofagia, cuya víctima es elegida por un juego de la suerte. 

       Tentado por las mil y una aventuras (Augustus solía contarle hasta el alba “historias de los nativos de la isla de Tinián y de otros lugares que [dizque] había visitado en el curso de sus viajes”), furtivamente y sin autorización de sus padres y con la posibilidad de perder la fortuna que le prometiera su abuelo, Pym, el 17 de junio de 1827, se oculta dentro de un cajón rectangular dispuesto en la bodega del Grampus

   
Ilustración: Luis Scafati
          Escondido en ese oscuro cajón, previamente equipado por Augustus sin autorización de su padre el capitán Barnard, Pym percibe el movimiento del bergantín cuando zarpa tres días después. Ese día Augustus bajó a visitarlo y ya no lo vuelve a ver hasta transcurridos más de diez días. Durante ese lapso, sin saber qué ocurría en cubierta, Pym —pese a que en un momento se une a él su perro terranova Tigre (introducido de contrabando por su amigo) y que luego por su sorpresiva agresividad parece atacado por la rabia—, sufre una serie de pesadillas y desavenencias originadas por el deletéreo y enrarecido aire de la bodega, por la creciente sed y por la paulatina falta de alimentos apropiados. Sólo se entera de los crímenes ocurridos en el Grampus cuando Augustus baja a la cala y le lleva agua y unas papas hervidas. Veintisiete tripulantes no participaron en el motín. Y veintidós de éstos fueron decapitados, uno a uno, por el cocinero negro: los arrastraron “hasta el portalón, donde el cocinero negro los esperaba para descargarles un hachazo en la cabeza mientras los otros los sujetaban”. Augustus salvó su cabeza y su vida porque Dirk Peters, dizque lo tomó de sirviente personal. Mientras que su padre, el capitán Barnard, y otros cuatro marineros, fueron abandonados “no muy lejos” “de las islas Bermudas”.
 
Ilustración: Luis Scafati
(detalle)
        Después del motín y de la matanza en el Grampus hay dos grupos: uno lo lidera el piloto, quien planea “equiparlo en alguna de las islas del Caribe para dedicarse a la piratería”. El otro grupo lo lidera el cocinero negro; y según Pym, “era el más fuerte e incluía entre sus partidarios a Dirk Peters”, quien en la empresa del inicio era “el encargado de las líneas de los arpones”. Y al parecer por ello Dirk Peters “insistía en seguir el rumbo original del viaje al Pacífico sur; una vez allí [apunta Pym], se dedicarían a cazar ballenas o a obrar según las circunstancias lo aconsejaran. Las descripciones de Peters, que había visitado muchas veces esas regiones, pesaban mucho entre los amotinados, que parecían vacilar entre confusas nociones de ganancias o de placeres. Peters hablaba de las innumerables novedades y diversiones que encontrarían en las innumerables islas del Pacífico, la absoluta seguridad de que gozarían en ellas, pero insistía más particularmente en las delicias del clima, los abundantes medios de vida y la voluptuosa belleza de las mujeres.”
 
Ilustración: Luis Scafati
         Mientras tal dilema se despeja, Pym permanece oculto en la bodega, no sin el peligro y la amenaza de ser descubierto y asesinado o lanzado al mar. Augustus no le revela a Peters su presencia hasta que se pergeña una sublevación contra los amotinados. Para entonces éstos son nueve y los otros sólo tres. La estratagema para sorprenderlos, aterrorizarlos y matarlos implica que Pym se maquille y disfrace del hinchado cadáver de Hartman Rogers, un marino envenenado por el piloto, cuyo cuerpo aún no arrojan al turbulento océano (la mortaja la habilitaron con su hamaca). Aquí vale destacar que el diestro y fortachón Dirk Peters, que casi siempre porta un machete en el cinto, es un indio mestizo (“hijo de una india de la tribu de los upsarokas” y al parecer de un “traficante de pieles”), cuya descripción es bastante pintoresca y estrafalaria. Según testimonia Pym:
   “Pocas veces he visto hombre de aspecto más feroz que este Peters. De baja estatura (cuatro pies y ocho pulgadas, a lo sumo), tenía brazos y piernas dignos de Hércules. Sus manos, sobre todo, eran tan enormemente grandes y anchas que apenas conservaban forma humana. Sus brazos y piernas estaban arqueados de la manera más extraña. La cabeza era igualmente deforme, de enorme tamaño, y tenía en la coronilla las mismas muescas que suelen tener los negros; era completamente calvo. A fin de ocultar este defecto, que no procedía de la edad, solía usar una peluca fabricada con cualquier pelo que tuviera a mano, a veces una piel de perro lanudo o de oso gris. En aquellos días [del inicio de la travesía] llevaba en la cabeza un pedazo de piel de oso que contribuía no poco a aumentar la ferocidad natural de su semblante, la cual le venía de su sangre upsaroka. La boca le llegaba casi de oreja a oreja; tenía labios muy finos que, como otras proporciones de su cuerpo, parecían desprovistos de movimiento, con lo cual su expresión habitual no variaba jamás y en ninguna circunstancia. En cuanto a dicha expresión, será posible concebirla si agrego que tenía los dientes extraordinariamente largos y salientes, tanto que los labios no alcanzaban a cubrirlos del todo. De mirar casualmente a este hombre se podría haber imaginado que su rostro estaba contraído por la risa; pero una mirada más atenta hubiese mostrado que si aquella expresión era realmente de alegría, se trataba de la alegría de un demonio.” 
   
Ilustración: Luis Scafati
       Un tremendo y furioso huracán es lo que manda a pique al Grampus. Los únicos sobrevivientes (sedientos, hambrientos, atados a los restos del bergantín y expuestos a numerosos peligros, entre ellos los tiburones) eran Dirk Peters, Pym, Augustus (herido de un brazo) y Richard Parker, quien fue de los últimos nueve amotinados. (El perro Tigre, sorpresivo protagonista, incluso, en la pelea contra éstos, se infiere que murió durante el naufragio). Y de esos cuatro sufrientes y esmirriados náufragos sólo quedaron dos: Arthur Gordon Pym y Dirk Peters.
     Pese a que al final del capítulo XIII, Pym reporta que el objetivo de la goleta británica Jane Guy era “una expedición de caza y comercio por los Mares del Sur y el Pacífico”, su intrincado derrotero resulta, no el de un navío mercante que navega en pos de tal dirección y cometido, sino el de un aventurero barco, de geógrafos y naturalistas, con un destino azaroso e incierto, y por ende la goleta Jane Guy rumbea en sentido contrario explorando varias islas. Por ejemplo, pasan cerca del Cabo de Buena Esperanza (al sur de África), de la isla del Príncipe Eduardo, de la isla de la Posesión, de las islas Crozet. Y el 18 de octubre de 1827 llegan al archipiélago Kerguelen, “en el océano Índico del Sur”. Y ya en la isla de la Desolación (o isla de Kerguelen) anclan “en el puerto de Navidad, con cuatro brazas de fondo”. 
   
Ilustración: Luis Scafati
        No sorprende, entonces, que la goleta Jane Guy retroceda de la isla de Kerguelen (de nuevo en sentido contrario) y arribe a las islas de Tristán da Cunha. Y que incluso “durante tres semanas” exploren, sin encontrarlas, el sitio donde deberían estar las míticas islas Auroras. Y que sea el propio Pym el que persuade al capitán Guy —“después de atravesar el círculo polar antártico”, y pese a la falta de combustible y al escorbuto que afecta a varios marineros—, de seguir hacia el sur en la búsqueda de “un posible continente antártico”, aún no hallado. 
   En ese derrotero es cuando el 19 de enero de 1828 avistan “un gran archipiélago”, donde fondean y planean anclar, y donde ven surgir “cuatro grandes canoas” con “un total de ciento diez salvajes”, apunta Pym, cuya “piel era de un negro azabache y tenían cabelleras largas y espesas, como de lana. Vestíanse con pieles de un animal desconocido, negro, lanudo y sedoso, cosidas con suficiente habilidad para que les ajustaran el cuerpo; el pelo estaba vuelto hacia dentro, salvo en el pliegue alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos. Sus armas consistían principalmente en mazas, hechas con una madera oscura y, al parecer, muy pesada. Observamos empero algunas lanzas con punta de pedernal y unas pocas hondas. Los fondos de sus canoas estaban llenos de piedras negras del tamaño de un huevo grande.”
     Al parecer, esa tribu los recibe con cordialidad y asombro de sus extraños artilugios y del navío (que supuestamente creen un ser vivo). No obstante, la desconfianza de la tripulación de la goleta Jane Guy permanece latente y alerta. Encabezados por Too-wit, su jefe, los amistosos salvajes los invitan a Klock-klock, su aldea en la isla de Tsalal, que Pym describe con ojo antropológico: “Cuando llegamos al poblado con Too-wit y sus acompañantes, una multitud acudió a recibirnos con grandes clamores, entre los cuales sólo pudimos distinguir las habituales palabras ¡Anamoo-moo! y ¡Lama-Lama! Nos sorprendió muchísimo descubrir que, con una o dos excepciones, los recién llegados estaban completamente desnudos, pues sólo los hombres de las canoas vestían pieles. Asimismo todas las armas de la región parecían estar en manos de estos últimos, pues no vimos ninguna en poder de los pobladores. Había cantidad de mujeres y niños, y de las primeras no podía decirse que les faltara lo que se llama belleza física. Eran erguidas, altas y muy bien formadas, con una gracia y libertad en los movimientos que no se ven en las sociedades civilizadas. Sus labios empero, al igual que los de los hombres, eran gruesos y toscos, al punto que aun riendo no alcanzaba a vérseles los dientes. Su cabello era más fino que el de los hombres.” 
   
Ilustración: Luis Scafati
        Ocultos dientes que nunca observan mientras están en ese territorio. Y que a la postre, casi al final de la Narración, cuando el 6 de marzo de 1828 sólo quedan el par de supervivientes en la canoa donde huyen perseguidos por una enardecida multitud de virulentos aborígenes, más Nu-Nu (el salvaje que llevan cautivo), descubren que los tenían “completamente negros”, lo cual está en consonancia con su piel “negro azabache”. Indicio del insondable prejuicio racial que propició el sanguinario exterminio de los hombres blancos de la goleta Jane Guy; y, al parecer, síndrome de una rudimentaria y mítica cosmovisión y de una primitiva, prejuiciosa y ancestral gnoseología de los miembros de esa etnia denominada “Wampoos o Yampoos, los notables de la tierra”. Intríngulis que, curiosamente (y por un sentido estético del autor), se espejea o refleja en la dualidad de cierta naturaleza, marítima y terrestre, que en esas supuestas latitudes del globo terráqueo contrasta y contrapone a lo negro y a lo blanco. En lo cual, al parecer, y por lo que alude Julio Cortázar en su prólogo, subyace la arraigada idiosincrasia sureña de Edgar Allan Poe, sus atavismos racistas y segregacionistas, y el hecho de que “no disimuló jamás sus opiniones en favor de la esclavitud”. 
     
Ilustración: Luis Scafati
       Pues en el proceso de la hospitalidad que los nativos les brindan a los tripulantes de la goleta Jane Guy, establecen un trueque comercial (ventajoso para los visitantes), cuyo meollo, maquillado con el arquetípico buen trato del buen salvaje, se torna una teatralización hipócrita y traicionera, cuando, sin decir agua va, emboscan y asesinan a treinta marineros blancos que iban en fila india invitados a la aldea para despedirse (entre ellos el capitán Guy). Es decir, subiendo el desfiladero de una cumbre, los negros nativos provocan una inesperada avalancha que entierra vivos a sus blancos invitados. Arthur Gordon Pym y Dirk Peters, con más vidas que las siete vidas de un gato negro emparedado y tuerto, fueron los únicos sobrevivientes de esa sorpresiva e inesperada masacre. Y desde su escondrijo en lo alto (una estrecha fisura o cueva) observan en perspectiva, en un amplio panorama, cómo unos “diez mil salvajes”, a pie o en rústicos botes y balsas y desde distintos linderos terrestres y acuáticos, se desplazan hacia la orilla, y cómo atacan y arrastran hasta la playa y desvalijan la goleta británica Jane Guy, donde a bordo habían quedado seis marineros de guardia. Pero lo que los bárbaros no esperaban fue la descomunal y estruendosa explosión del barco que causaron, que mató “Quizás un millar de ellos”, “mientras un número igual quedaba igualmente herido” en la arena, cerca del cadáver del extraño animal blanco, rodeado de estacas por los nativos que lo sacaron del barco y lo arrastraron, el cual, por decisión del capitán Guy, había sido capturado y “embalsamado para llevarlo a Inglaterra”. 
 
Ilustración: Luis Scafati
       Sobre tal espécimen, Pym, semejante a un explorador naturalista, anotó en su diario en la entrada del 18 de enero de 1828: “La declinación magnética era ahora insignificante. Durante el día vimos varias ballenas y cantidad de bandadas de albatros sobrevolando nuestro navío. Sacamos asimismo del agua un arbusto que flotaba, lleno de frutos rojos semejantes a los del espino, y el cuerpo de un animal terrestre sumamente raro. Tenía tres pies de largo, pero sólo seis pulgadas de ancho; las patas eran muy cortas, mientras las pezuñas estaban armadas de largas uñas de un escarlata brillante, cuya sustancia parecía coral. El cuerpo se hallaba cubierto de una piel lisa y sedosa, completamente blanca. La cola semejaba la de una rata y medía un pie y medio. La cara era parecida a la de un gato, salvo las orejas, que colgaban como las de un perro. Los dientes tenían el mismo color escarlata de las garras.”
Ilustración: Luis Scafati
(detalle)



Edgar Allan Poe, Narración de Arthur Gordon Pym. Prólogo y traducción del inglés de Julio Cortázar. Ilustraciones en blanco y negro de Luis Scafati. Libros del Zorro Rojo. Polonia, enero de 2015. 248 pp.



martes, 26 de enero de 2021

Hermana del sueño




La piedra eternamente quiere ser piedra 
y el tigre un tigre



Érase que se era que en Eschberg, un hermoso y diminuto caserío de montaña del Voralberg, vivían un par de rancias vertientes familiares (sucesivamente atávicas y mezcladas entre sí): los Lamparter y los Alder (sin que se sepa si alguno o el último de las estirpes nació con cola de cochino). Allí, entre 1803 y 1825, vivió Johannes Elias Alder, un genio de la música que “a los 22 años puso fin a su vida, al haber decidido no volver a dormir”. Su patética muerte fue un solitario y desventurado voto de amor ante la imposibilidad amorosa que encarnó su prima Elsbeth, porque según él, decía en su locura: “quien duerme no ama”; es decir, según colige: “el tiempo del sueño es derroche y, por consiguiente, pecado, y algún día habría que pagarlo en el Purgatorio”. 
(Tusquets, Barcelona, 1994)
En la portada:
detalle de Armonía (1956),
óleo sobre masonite de Remedios Varo
       Esto es de lo primero que se lee en Hermana del sueño, opera prima de Robert Schneider (Austria, 1961), impresa en alemán en 1992 y español en 1994 (traducida por Miguel Sáenz), novela evocativa que narra las mórbidas y psicóticas razones que incidieron en la agonía del protagonista. Pero como al principio también se relata el incendio ocurrido en Eschberg, en 1892, el tercero y último del siglo XIX, más el fallecimiento, en 1912, de Comas Alder, el último habitante de la aldea, la novela también narra (con pintoresquismos etnográficos) los infortunios que propiciaron la extinción del poblado. 



Robert Schneider
  La voz narrativa es un modelo de sutil, bufa y descarada ironía. Con el bisturí en los dientes (que a veces tiene la apariencia de una pluma de ángel) tutea al lector y una y otra vez le recuerda que le está contando una historia a todas luces imaginaria y paródica. 
Así, traza la semblanza (exagerada, trágica, exultante) de un cantor y organista de iglesia, nacido y crecido en ese pueblito olvidado en la montaña, cuya morbidez, genio, locura, soledad, catolicismo, amor imposible, melancolía, precoz decadencia, más el desinterés por sus virtudes, delirio nihilista y suicidio, corresponden a ciertos signos definitorios del trasnochado y tipificado romanticismo decimonónico. 
Los endogámicos campesinos de Eschberg son una comunidad tradicional, de atavismos cerrados, ásperos, envidiosos, egoístas y excesivamente católicos. Creen que Dios es la causa de los bienes y males habidos y por haber; por ende: en el marasmo de sus pequeñas y grandes desventuras suponen (¡oh paradoja!) que “Dios nunca los había querido allí”. Y pese a su religiosidad, como suele suceder, supuran los casos de corrupción: Zilli Lamparter, por ejemplo, “la de las Almas”, una anciana viuda, decía que como vivía más cerca de Dios, en la parte más alta de Eschberg, podía hablar con los muertos. Así, inventaba que un muerto, Lamparter o Alder, le debía algo y el mensaje de éste a los vivos incluía el beneficio para su subsistencia: “Ocho huevos, diez padrenuestros. Tres libras de cera y cincuenta avemarías. Un quintal de paja de jergón y siete santas misas. Diez varas de lienzo y ocho salterios.” Hasta que un domingo de Hogueras de 1785, en lugar de arrojar al fuego brujas de paja, intentan arrojar a la vieja Zilli. 
El matrimonio Lamparter Haintz busca hacer creer, previo escenario dispuesto para obtener dinero, que al Haintz, el ciego sacristán, se le apareció el profeta Elías en una carroza de caballos y fuego. 
El cura Elias Benzer se sentía “padre de sus cristianos de Eschberg”, y no era vil retórica de púlpito oreada de incienso: además de añadirles su nombre a la hora del bautizo, se dedicó a sembrar el entorno de niños que eran su vivo retrato. El cura Benzer, además, el día de Pentecostés de 1800, dizque para conjurar la falta de limosnas, hizo estallar en la iglesia un barrilito de pólvora, cuyos estragos (dejó sordos, tullidos y ciego al sacristán) se refieren en las páginas.
       Johannes Elias Alder, hijo ilegítimo del cura Benzer, es un campesino de pocas luces, macerado y anquilosado en las costumbres, ignorancias, supersticiones y ruindades del lugar, reprimido e incapaz de comunicar sus sentimientos a su amada. Nunca salió de la aldea de Eschberg; sólo a Götzberg y a Feldberg, pueblitos cercanos. Su tío Oskar Alder, por envidia de sus dotes, se negó a enseñarle a leer y a escribir música, pero aún así es un genio para el canto y el órgano. La Seff y el Seff, sus padres oficiales, son un matrimonio aburrido y sin amor: la Seff, famélica y avara; y el Seff fue uno de los que lincharon al tallista Lamparter, inducido por el fanatismo, los celos y la brutalidad común; y, tras un ataque, termina sus días semiparalizado y mudo. 
El crimen y su padre enfermo hacen sufrir a Johannes Elias Alder. Tiene dos hermanos: el mayor, borroso y lejano; y el menor es un mongoloide al que le enseña un lenguaje de sonidos. Peter Elias, su único amigo y cómplice, está enamorado de él; es un sádico que humilla a sus progenitores y tortura animales. Tenía 12 años cuando su padre le rompió el brazo; en venganza provocó los horrores del incendio de 1815. 
Johannes Elias Alder, de talento oscuro y congénito, frecuenta una gran piedra pulida del río Emmer, quesque “parecía la suela del zapato de Dios”, y que para él es una especie de santuario del que “brota una fuerza extraordinaria”, una “piedra viva”, que según su visión panteísta y mágico-religiosa conduce hasta el cielo y por la cual todos los oriundos de Eschberg suben y aguardan a que Dios les abra las nubes.  
Allí, a los cinco años, precisamente al caer en las aguas a un lado de la piedra, tuvo una revelación auditiva-visual, una epifanía que parece la prueba del misterio metafísico de su genio: oyó que la piedra lo llamó, oyó cantar al Universo minucia tras minucia, detalle tras detalle; pero también oyó “el suave latir del corazón de una niña no nacida aún, de un feto, de un ser humano femenino”, que es Elsbeth, y a la cual él rescataría, siete años después, durante el incendio de 1815. 
En los instantes del fuego, con la niña en brazos, “el corazón de Elsbeth reposó sobre el corazón de Elias, y los latidos del corazón de Elsbeth penetraron en los latidos del corazón de Elias”. 
     
      
        Esto es un indicio del constante erotismo de los corazones que, para mala fortuna de Elias, sólo experimenta él; pero aún así, le sirve de leitmotiv para imaginar y recrear desde la mínima composición, tal como el coral Cristo estaba en la agonía, “construido sobre el ritmo de los latidos del corazón de Elsbeth”, que interpreta en el órgano de la iglesia de la aldea el día de su surgimiento público, en 1820, hasta su apoteósica magnum opus, el especie de poema sinfónico que improvisa en el órgano de la catedral de Feldberg a partir del cántico Ven muerte, hermana del sueño (el preámbulo de su suicido), en el que en medio de sus reminiscencias del bosque, de la naturaleza y de los episodios de su vida que transforma en una música que a los oyentes les resulta imposible, de cualidades demoníacas, vuelve a percibir esa nostalgia y plenitud edénica: los latidos del corazón de su inasible y evanescente amada; también los transforma en esa música etérea, celeste y gloriosa nunca antes oída por los rústicos infrahumanos y los mezcla con el ritmo de su propio corazón.
     
Robert Schneider
         Aunque Robert Schneider no lo dice, el lector puede especular que las prodigiosas virtudes de Johannes Elias Alder son un eco o minucias herederas o mínimamente semejantes a las virtudes de Orfeo, pese a que entre otros etcéteras no descienda al averno por ninguna Eurídice, y a que de hecho, ante Elsbeth, su música nunca tuvo ningún poder de seducción ni de encantamiento amoroso. Sin embargo, su música litúrgica, mística, celestial, que podría entenderse como “el último misterio de la fe, la religión plenamente revelada” (diría Ludwig Tieck), órficamente hechiza el corazón de las fieras del bosque y también el corazón de las pestilentes fieras humanas: el de los hombres brutos, rudos y hoscos que, a imagen y semejanza de fétidos hongos venenosos, infestan Eschberg, quienes lo oyen por primera vez en la iglesia y tratan de ser amables entre sí. Pero sobre todo, esas sonoridades eclesiásticas y diabólicas los remiten a zonas mágicas y profundas más allá de lo terrenal y de lo inescrutable; y esto también ocurre con los especialistas de Feldberg. 

Por si fueran poco, Johannes Elias Alder puede cantar con todas las voces que quiera, puede imitar todos los sonidos de la naturaleza y de la fauna. Por ello, minutos antes de morir, atado a un fresno y bajo los efectos del estramonio, de las setas de loco y de la belladona, los animales salvajes del bosque empiezan a rodearlo aparentemente sin motivo alguno, pero en realidad porque “su voz resonaba en las altas frecuencias de los animales. Cantaba con los ultrasonidos de los murciélagos, silbaba inaudiblemente con las vibraciones de los zorros y de los perros...”
         Después de la revelación o videncia que tuvo a los cinco años, el niño genio del canto y del órgano, quien tenía los ojos verdes, emergió del río Emmer con los ojos amarillo-pipí. Esto agudiza su impronta de réprobo. Su voz de pito avergüenza a sus padres y por sus nauseabundos ojos pis de vaca lo encierran en un cuarto. Y los romos del pueblo, sobre todo los niños, lo vuelven blanco de burlas y pullas. El amarillo-pipí de su mirada les da miedo a algunos e incluso incomoda a Elsbeth. Sus ojos siguen así hasta que Peter le lleva la amarga noticia: Elsbeth, su amada, está embarazada del Lukas Alder y ella le pide que toque el órgano el día de su boda.
Johannes Elias Alder acepta; pero más solitario y frustrado que nunca se arroja al abismo de la depresión, del enojo y del creciente desvarío. Va a la iglesia y arremete a gritos contra el epicentro del catolicismo: Elias es “una demencial caricatura de los errores de Dios”, ídem todas las miserias, sufrimientos y defectos que plagan la tierra.


         Y de pronto ocurre la nueva epifanía más o menos ambigua: ve o cree ver que Dios se le aparece convertido en un niño harapiento que llega a sangrar por todos dolores del mundo, sin que ello implique que Dios deje de ser “un niño malvado y sin ombligo”. Luego de esto sus ojos recobran su antiguo color verde y en esos momentos, asegura luego la Seff, su padre oficial (casi paralítico y afásico) se levantó y pudo hablar por más de media hora. 
Johannes Elias Alder ya no se recupera de la creciente melancolía y locura. Cree que la soledad y el sinsentido de su vida que le impuso Dios es el hecho irrefutable de que él no debía amar. La música, pese a su índole misteriosa y admirable, nunca es para él una religión, una ambrosía auditiva o una pócima mágica o consanguínea por la que valdría la pena vivir (o mal vivir), nunca es “el ángel de la luz” con poder “sobre los malignos demonios” (querría Kreisler, el personaje de Hoffmann). Y sólo el beatífico recuerdo de Elsbeth, a quien nunca deja de oír y ver con ojos de amor, como una esperanza que sabe imposible, logra sacarlo un poco de su abandono, del dolor, que sin embargo él, ya loco, apresura entregándose a los brazos de la muerte: la inequívoca hermana del sueño de irás y no volverás.


Robert Schneider, Hermana del sueño. Traducción del alemán al español de Miguel Sáenz. Colección Andanzas (205), Tusquets Editores. Barcelona, 1994. 200 pp.


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martes, 19 de enero de 2021

La gota de oro



En busca del rostro perdido

La gota de oro, novela de Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)), fue publicada en francés, en 1985, por Editions Gallimard. Y la traducción al español de Jacqueline y Rafael Conte impresa en Madrid, en 1988, por Alfaguara, denota el poder verbal, intelectual, poético, imaginario y narrativo de su autor. En La gota de oro confluye una veta signada por varias de sus obsesiones narrativas; por ejemplo, su atracción y reescrituración de mitos, supersticiones, leyendas y cuentos de tradiciones orales; pero también la fotografía, y la investigación y documentación a partir del tema y subtemas implícitos en la obra. 

Michel Tournier
Idriss, el protagonista de La gota de oro, es un adolescente de Tabelbala, un diminuto oasis perdido en las profundidades del desierto argelino. Cierto día, dunas adentro, mientras cuida su rebaño de ovejas y cabras, pasa un Land Rover, casi un espejismo, y de allí desciende una rubia inquietante que le toma una foto. Ella, a petición de él, le promete enviársela desde París, pero la foto nunca llega. Así que Idriss emprende la travesía y búsqueda de esa imagen que, según sus ágrafos y rupestres atavismos musulmanes, es parte suya y el no tenerla bajo control implica ser vulnerable a maleficios como el mal de ojo, por lo que puede enfermar, enloquecer e incluso morir.
      El itinerario de Idriss comienza en el mismo Tabelbala. Es un acto preparatorio (que sin embargo se prolonga hasta sus días parisinos). Entre las anécdotas iniciales se cuentan: la muerte de su amigo el camellero de una tribu Chaamba; las visitas a Mogadem ben Abderrahman, su tío, el ex cabo, dueño de la única foto que existe en el oasis; las burlas de Salah Brahim, el camionero que lleva y trae los enseres y el correo; el ambiente en la casucha familiar; las preocupaciones de su madre; la celebración de una boda tradicional a la que asiste un grupo de bailarines y músicos del Alto Atlas, entre ellos la negra Zett Zobeida, con velos rojos y rutilantes y cantarinas joyas, quien canta unos versos que Idriss evoca y varía una y otra vez hasta las páginas finales. 

(Alfaguara, Madrid, 1988)
       Pero durante la boda —luego de oír el relato “Barbarroja o el retrato del rey”, que narra Abdullah Fehr, un negro de los confines del Sudán y del Tibesti, en cuyas palabras Idriss encuentra un aliento más para partir—, resulta que al dirigirse a Zobeida y al grupo, éstos ya se han ido y sólo halla tirada y solitaria una gota de oro que pendía del cuello de la bailarina. La joya es una bulla áurea, un antiguo emblema que era colocado en el cogote de los niños que nacían libres y que sólo se quitaban al cambiar la toga pretexta por la toga viril. Es decir, es un símbolo de inocencia y libertad; así, Idriss lo hace suyo. Pero al unísono se trata de un metal que “excita la codicia y provoca el robo, la violencia y el crimen”; cuya imagen y recuerdo también evoca hasta el término, precisamente cuando el significado de los versos que cantaba Zobeida inextricablemente se urde a la cifra de su destino.
       Idriss, siempre en medio de ricas anécdotas y digresiones, atraviesa Béni Abbès, donde sin buscarlo observa su hábitat y a sí mismo entre las curiosidades del museo sahariano. Béchar, donde es el efímero ayudante de Mustafá, un fotógrafo de estudio. Orán, donde la vieja Lala Ramírez, eterna apestada y viajera, lo lleva al cementerio español e intenta que en él reencarne su hijo Ismaïl. Marsella, donde una prostituta disfrazada de rubia le arrebata la gota de oro, cumpliéndose así los venales signos implícitos en el metal y su forma. 
Ya en París, guiado por Achour, su primo diez años mayor, Idriss se instala en el hogar Sonacotra de un gueto musulmán. Francia es llamada “el país de las imágenes” y París: “capital de las pantallas”. No es fortuito, entonces, que se diga que “la imagen es el opio de Occidente”. 
Idriss, ingenuo y recién desempacado en la Ciudad Luz, es uno más de los inmigrantes árabes y bereberes sujetos a discriminaciones y subempleos, tan históricos, legendarios y pintorescos, como son, por ejemplo, la Torre Eiffel, el Louvre, la Plaza de la Concorde, o los pestilentes vagabundos de las subterráneas inmediaciones del Sena. “Creíamos que los habíamos alquilado [dice una voz sobre los inmigrantes árabes] y que luego podríamos devolverlos a sus casas cuando ya no les necesitáramos, y ahora resulta que los hemos comprado y que nos los tenemos que quedar en Francia.” 
La primera chamba de Idriss es la de barrendero. Pero como es un inocente y un supersticioso que busca su foto y no puede discernir el trasfondo y el sentido de los signos visuales, no sólo es atraído por los escaparates y las pantallas, sino que su propio hado lo introduce al mundo de las imágenes y de la reproducción en serie: recorre las calles mirando las vitrinas y anuncios; penetra, aunque no toque fondo, el mundillo del Electronic, un antro de videojuegos para jovencitos donde se instala un grupúsculo de delincuentes; se deja ir por la rue Saint-Denis, siente la llamada y el tufillo del sexo en los letreros que rezan: Sex shop, Live show y Peep show; entra en uno de éstos y a través de una pantalla mira los lascivos movimientos de una piruja. 
Por alguna droga que seguramente le dio uno de los mozalbetes del Electronic, mientras en el rincón de un café hojea un cómic, alucina que en los cuadros lee el diálogo que tuvo con la rubia que lo fotografió y lo que ésta se dijo con el hombre que conducía el Land Rover, y luego imagina que éste se dedica a explotar la imagen de ella y entonces Idriss asume el papel de héroe y trata de proteger y rescatar a la rubia del café y del cómic, pero para su sorpresa lo llevan a la cárcel, le toman fotos y lo fichan. Su primo Achour, al explicarle la magia onírica del cine, le dice: “¡Cuántos de nosotros no han hecho el amor más que en el cine! No tienes ni idea”.
El director de un grupo que filma anuncios para la televisión, ve a Idriss con su escoba y le paga para que figure de barrendero. Un poco después lo invita para otro anuncio, el del Palmeral, un refresco; pero a pesar de su creencia, no es parte del elenco, sino el beduino que tras bambalinas mueve a un escuálido camello que sí participa en el rodaje; y luego, como el nómada sahariano que no deja de ser, cruza París de un extremo a otro para llevar al camello a un matadero. 

Michel Tournier
Más tarde, Idriss va a los almacenes Tati por un overol, allí conoce a un fotógrafo y coleccionista de maniquíes (sólo efigies de muchachitos de los años 60 del siglo XX), de quien escucha su maniático y soporífero monólogo y al que acompaña a su pocilga. Pero también conoce a un decorador de escaparates, que al verlo, lo invita a que se preste para reproducir en serie un modelo idéntico a él. 
Después de asistir a los laboratorios de la Glyptoplástica (pese a su fobia) donde se somete al proceso para obtener su efigie, Idriss termina deprimido y se refugia en el hogar Sonacotra. Allí, al lado de los viejos musulmanes, como si tratara de recuperar algo muy suyo, muy profundo y recóndito, los escucha, comparte ciertos ritos, y oye las noticias y acentos árabes que los ancianos oyen en la radio a través de La Voix des Arabes. Pero sobre todo escucha a Mohammed Amouzine, un viejo egipcio que le habla de la historia de su país y de la cantante Oum Kalsoum. Mohammed Amouzine le presenta al calígrafo Abd Al Ghafari, del que Idriss se hace su discípulo. 
Abd Al Ghafari lo introduce en la mística de la antigua caligrafía árabe, que comprende la fabricación de la tinta, de las cañas, los estilos caligráficos, la sincronía entre la respiración y el trazo de los signos, los aforismos, los poemas en prosa, y el relato “La Reina Rubia”, que comienza con el clásico íncipit de los milenarios cuentos tradicionales: “Érase una vez”, y que el maestro, rodeado de sus alumnos, narra como “la conclusión de su enseñanza y de toda la sabiduría de la caligrafía”. 
En el relato hay un muchachito (alter ego de Idriss y de los otros discípulos) al que Ibn Al Houdaïda, el calígrafo, le enseña a leer las líneas del rostro. Es decir, así como la quiromancia supone que el destino de un hombre está escrito en la palma de la mano, la mística de la caligrafía supone que en las líneas de un rostro hay versos, los cuales, en conjunto, son un poema que revela los diferentes rostros de un mismo individuo; pero también revela su origen, pasado y futuro. 
Después de tal revelación, Idriss, al empuñar un taladro en la Plaza Vendôme, inesperadamente se encuentra ante un escaparate que exhibe la bulla áurea, la misma joya que vio por primera vez en el cuello de la negra bailarina Zett Zobeida; entonces, iluminado desde dentro y al zumbar y hundir la herramienta en una erógena fisura de Francia, comulga con el sentido profundo de sus líneas (proyectadas en las grietas de la vitrina), su signo, el poema escrito en su rostro, que no cifra y canta otra cosa más que a sí mismo, su destino, prefigurado en la forma de la gota de oro y en los versos del canto de Zett Zobeida, la negra de velos rojos y rutilantes y cantarinas joyas.


Michel Tournier, La gota de oro. Traducción del francés al español de Jacqueline y Rafael Conte. Alfaguara Literaturas (251). Madrid, 1988. 272 pp.