sábado, 20 de agosto de 2022

Job



Nunca te vayas sin decir amén

Joseph Roth (1894-1939) tenía 36 años cuando Job. La novela de un hombre sencillo inició un éxito vertiginoso. Esto lo anota José María Pérez Gay en el ensayo que le destina (a su vida y obra) en El imperio perdido (Cal y Arena, 1991), donde también apunta que en 1933, en el momento en que Joseph Roth abandona Alemania, “Job había vendido más de 70 mil ejemplares”, pues en 1931 se tradujo del alemán al inglés y en Nueva York “el Círculo de Lectores la declaró en noviembre Book-of-the Month”. La revista Time la celebró como un best-seller. Basada en ella, Otto Brower dirigió la película Sins of man (1936). Y “Marlene Dietrich aseguró que era su libro favorito”; lo cual quizá implica que encontró lógicos, dentro de la obra, los prejuicios y atavismos que en torno a la mujer repite Mendel Singer, el protagonista: la mujer, por el hecho de serlo, a veces tiene el diablo en el cuerpo; no necesita ser inteligente; e incluso: “las mujeres no valen nada”; “Que Dios las proteja y amén”. Ante esto, cabe suponer que Marlene Dietrich simpatizó con la libertad sexual de Miriam, la hija de Mendel Singer.

El abuelo judío de Joseph Roth (Brody, 1884)
      
         El protagonista de la novela encarna el arquetipo de los judíos pobres que vivían discriminados y bajo la amenaza de los pogroms de la Rusia zarista, territorio que Joseph Roth conoció desde dentro, puesto que había nacido y vivido en Brody, “a unos cinco kilómetros de la frontera rusa”, un pueblo de Galicia, que era “la provincia más extensa del imperio austro-húngaro”. “A finales del siglo XIX” —apunta José María Pérez Gay— “Brody era la capital del contrabando en Europa. La mercancía más valiosa fueron los judíos del imperio ruso, ávidos de escapar a la conscripción obligatoria o, en el peor de los casos, a los pogroms”. A esto se agrega el hecho de que en 1924 Joseph Roth recorrió Galicia como cronista del Frankfurter Zeitung, “el periódico más prestigiado en la Europa de los años veinte”, donde Job apareció por entregas por primera vez, “entre el 14 de septiembre y el 21 de octubre de 1930”. Asimismo, las características de la familia de Mendel Singer y las de éste, que es moreno (a imagen y semejanza de la estampa que ilustra una foto de 1884 tomada en Brody al abuelo de Joseph Roth), reproducen, con sarcasmo y verismo crítico, el arquetipo de esos judíos rusos sin un cópec (algunos posteriormente enriquecidos a base de mil y una artimañas) que durante las primeras décadas del siglo XX emigraron tras los efluvios del american dream: “América era el God’s own country, el país de Dios, como en otros tiempos lo fue Palestina, y Nueva York era the wonder city, la ciudad de los milagros, como la antigua Jerusalén...”; “El inglés, el idioma más bello del mundo. Los americanos eran sanos y las americanas, bonitas...”

Ilustración de la portada:
detalle de un estudio de La toma de rapé (1912),
óleo sobre tela de Marc Chagall.
(Bruguera, Barcelona, 1981)
Además del nombre homónimo, el subtítulo de la obra parece aludir el primer versículo del Job de la Biblia (en español). Roth, no obstante, no hizo una reescrituración o un palimpsesto del Job bíblico. Sin embargo, la resonancia no es fortuita ni desatinada. Mendel Singer vive en Zuchnow, pueblo ruso que después de la caída del Zar pertenecería a Polonia. Es un judío de caftán y gorrita de reps, con 30 años, humilde, temeroso de Dios y extremadamente cumplido con los preceptos judaicos, que se dedica —en el cuartucho que es su casa y por unos cuantos rublos que apenas le aseguran la sobrevivencia— a enseñarles la Biblia hebrea a un grupo de escuincles (quienes parlan en yidish, se colige). Tiene tres hijos: Jonás, Schemarjah y Miriam. Y Deborah, su esposa, se halla embarazada de Menuchim, el niño que nace inválido, deforme, epiléptico y deficiente mental, cuya única palabra, aún a los diez años, es “mamá”, el cual corporifica uno de los centros neurálgicos que trastornan y agudizan la miseria y el estoicismo religioso y familiar. Deborah lleva a Menuchim ante un rabino de Kluczyk dizque milagroso, pero éste sólo dice que sanara dentro de muchos años y cifra un presagio que parece fuego fatuo, vil y vulgar verborrea, el consuelo que se le dice a una madre dolorosa y desesperada: “Menuchim, hijo de Mendel, sanará. En todo Israel no habrá muchos como él. El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte. Sus ojos serán grandes y profundos, y sus oídos, claros y musicales. Su boca callará, pero cuando abra los labios anunciará cosas buenas. No tengas miedo y vuelve a casa.”
       Años después, cuando Jonás y Shemarjah tienen la edad de ser conscriptos, el ejército del Zar exige su acuartelamiento. Y puesto que su credo judío dizque les prohíbe la guerra, Deborah, que siempre toma la iniciativa para las cuestiones prácticas, extrae sus ahorros que esconde bajo una tabla del piso y acude a Kapturak, el contrabandista de hombres, dueño de las conexiones para sobornar la vigilancia fronteriza; pero sus fondos sólo le alcanzan para uno de sus hijos y éste resulta ser Shemarjah, quien se marcha de allí con sólo dos rublos en el bolsillo, en tanto Jonás inicia su incorporación militar. 
Más tarde y ante las pulsiones hormonales de su cuerpo, Miriam se ve a hurtadillas con varios cosacos. Su padre la descubre con uno, quien además no es judío; por ende decide, apoyado por la invitación y los dólares que su hijo Shemarjah le envía desde Nueva York, pagar el papeleo y el cohecho a través de Kapturak y los boletos que los lleven en tren y en barco a América, “la tierra de la gran promesa”. Mendel Singer, Deborah y Miriam se trasladan a América, pero dejan a Menuchim, el idiota y tullido, quien es encomendado a un joven matrimonio.
      En Nueva York, a los 59 años, Mendel Singer vive cierta estabilidad que le hace sentir que Dios, por fin, se fijó en él y en los suyos. Habita, con Deborah, un edificio astroso de la Essex Street, en un gueto judío. Todos los días asiste a la tienda de gramófonos, discos, partituras, cancioneros e instrumentos musicales que tiene el viejo Skovronnek, sitio de reunión de otros ancianos inmigrantes. Su hijo Shemarjah se ha mudado al barrio de los ricos, con su esposa y el vástago de ambos. Miriam vive con éstos y además trabaja en la tienda de Shemarjah y le muestra al padre el respeto que nunca le tuvo. 
      Jonás, en el otro lado del mundo, es ahora soldado del Zar y está contento. Deborah se halla un poco tranquila, sin que esto signifique que no recuerde el abandono de Menuchim, del que según se dijo en una carta que les enviaron los Billes, pudo hablar en medio de un incendio y ha sido llevado a San Petersburgo, porque grandes doctores quieren estudiar su caso. 
En el momento en que disponen traer a Menuchim a Nueva York, estalla en Europa la Gran Guerra en 1914 y con ello una serie de infortunios: el traslado de Menuchim se hace imposible y disminuyen sus posibilidades de sobrevivir. Jonás desaparece en la batalla. Shemarjah, pese a que en América lo tiene todo y no ha sido llamado a filas, se enlista en el ejército norteamericano y muere en Europa. La noticia de su muerte provoca la conmoción y el fallecimiento de Deborah y tales desastres incitan la locura de Miriam, quien es internada en un manicomio. 
En medio de ese dramático y mortuorio marasmo, Mendel Singer pierde la fe y la esperanza: intenta quemar su departamento y el saquito rojo donde guarda las filacterias judaicas, su manto litúrgico y su gastado libro de oraciones. No se atreve: aún conserva cierto temor de Dios; pero con tales llamas blasfema y reniega contra él y su cruel, dura e inescrutable voluntad. Imagina que lo incendia. Y abandona, para el resto de sus días que vivirá a imagen y semejanza de una sarna maligna, la serie de ritos, ceremonias, salmos y rezos que antes efectuaba al pie de la letra, día a día, con profunda piedad. 
Sus amigos: Menkes, el del comercio de verduras; Skovronnek, el de la tienda de instrumentos musicales; Rottenberg, el copista de la Biblia; y Groschel, el zapatero, acuden a él y tratan de reconfortarlo. 
Ante su mísera suerte, Rottenberg le recuerda el destino del Job bíblico; pero Singer le discute la inutilidad de la historia porque ya no suceden milagros como los que se narran allí. 
Mendel Singer se queda a vivir en la trastienda de Skovronnek. Poco a poco se transforma en un viejecillo peor vestido, sin dinero, huraño, silencioso, que es sirviente tanto en la tienda de instrumentos musicales, como en la casa del patrón, donde la señora Skovronnek, además de despreciarlo, le arranca el Míster” y sólo le ordena o lo acusa con su nombre. 
Mendel Singer ya no espera nada. Hace varios años que en el otro lado del océano terminó la guerra. Ya no gobierna el Zar. Pero Singer sólo sueña con morir en Rusia, tal vez allá sepa de su hijo Menuchim, el tonto y tullido; y quizá de Jonás, aunque es probable que nunca consiga ni ahorre el dinero del pasaje. 
En tal resignación se halla en espera de la muerte. Llega el día en que los judíos celebran la primera noche de Pascua. Mendel Singer es invitado a la ceremonia que organizan en su casa los Skovronnek. Participa en ella como el sirviente que es. Después de que la puerta ha sido abierta y cerrada por si quería entrar el profeta Elías (así lo expresan con el rito y sus cantos litúrgicos), llaman a la puerta y todos, a la expectativa, esperan que ocurra un milagro. Y en efecto, ocurre. Pero el recién llegado no es el profeta Elías, sino nada menos que Menuchim, quien llega convertido en Alexei Kossak, un famoso compositor y director ruso de paso por Nueva York, cuya orquesta ha interpretado una serie de melodías hebraicas, entre ellas la Canción de Menuchim, de su autoría, que ya había seducido a su padre al oírla en el gramófono de la tienda de instrumentos musicales, sin que supiera cómo se llamaba la pieza y quién era el compositor. 
Menuchim narra los milagros que definen sus misteriosas virtudes humanas y con ello confirma el cumplimiento del lejano presagio cifrado a su madre por el rabino milagroso de Kluczysk. Menuchim se lleva a su padre. La caja de Pandora se vuelve a abrir: quizá Miriam recupere la razón, tal vez Jonás no haya muerto en la sangrienta trinchera. Todo es como un sueño en el que Dios se manifiesta y premia al doliente y al justo. No sería extraño que Mendel Singer muriera a los 140 años de edad rodeado por la alharaquienta tribu de sus nietos, “satisfecho de la vida, como estaba escrito en el libro de Job”.

Joseph Roth
(Brody, Galitzia, Imperio Austrohúngaro, septiembre 2 de 1894-
París, mayo 27 de 1939)
       
        Job. La novela de un hombre sencillo es un drama extraordinario, conmovedor. Sus frases cortas, el conocimiento de las contradicciones, de las miserias y debilidades humanas, la transparencia poética, el milagro de la obra, prueban por qué el crítico, periodista y narrador Joseph Roth es uno de los grandes novelistas del siglo XX. 
La serie de escenas en que transcurre y le dan movimiento, dan visos —y no únicamente por el éxito editorial ni por el xenófobo “problema judío” que angustiaba hasta el insomnio y el fanatismo no sólo a quienes de cerca y en carne propia veían bullir y multiplicarse al cruel y monstruoso nazismo de mil cabezas—, del por qué, en los años 30, fue adaptada y lleva al cine por la Twenty Century Fox. 


Joseph Roth, Job. La novela de un hombre sencillo. Traducción del alemán al español de Bernabé Eder Ramos. Bruguera/Libro amigo. Barcelona, 1981. 192 pp.


El gólem


Yo está aquí, echado a mis pies,
mirándome mirándose mirarme mirado

I de II
En 2013, en Madrid, con el número 11 de la Colección Letras Populares de Ediciones Cátedra, apareció El gólem, la novela más famosa del vienés Gustav Meyrink (1868-1932), escrita en alemán y editada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff, en un libro ilustrado con ocho litografías de Hugo Steiner-Prag, cuya primera edición por entregas apareció en diciembre de 1913, en Leipzig, en Die Weissen Blätter, revista del expresionismo alemán, donde en octubre de 1915 se editó La metamorfosis de Franz Kafka (que Kurt Wolff llamaba “historia de la chinche”). Traducida del alemán por Isabel Hernández —“profesora titular de Literatura Alemana en la Universidad Complutense de Madrid”—, lo que hace singular y relevante a la presente edición de El gólem son sus postreras notas que clarifican 33 menudencias de la obra, más la “Bibliografía” y la “Introducción” dispuesta en siete partes: “Gustav Meyrink: biografía de una obra”, “Meyrink en el fin de siècle alemán”, “El auge de la literatura fantástica”, “Praga y el gólem”, “El gólem y Praga”, “La función de las fuerzas ocultas” y “Athanasius Pernath y el gólem: el motivo del doble”. 
Colección Letras Populares núm. 11
Ediciones Cátedra
Madrid, 2013
  Divida en veinte capítulos, la novela El gólem —de naturaleza fantástica, repleta de un abigarrado y maleable esoterismo, ubicada en el siglo XIX en Praga y no exenta de largos vericuetos melodramáticos, dickensianos, folletinescos, mezquinos y mundanos—, traza un círculo, pues en el segundo capítulo la voz narrativa —que en primera persona y sucesivamente encarna los sueños, las pesadillas, la personalidad, las vivencias y los vestigios de la memoria de Athanasius Pernath, el protagonista— dice, de pasada y con ambigüedad onírica, haber tomado por error el sombrero de éste; y sólo hasta el último capítulo, en una sorpresiva vuelta de tuerca, reitera y precisa que él no es Pernath (aunque lo parecía), que sólo ha “dormido una hora”, que el sombrero lo tomó por equivocación ese mismo día “en la catedral del Hradschin” y por ende todo lo narrado y transcurrido en la novela ocurrió dentro tal breve período; es decir, el narrador soñó y vivió todo eso por haberse colocado el sombrero de Athanasius Pernath (una especie de objeto mágico de apariencia antigua e impoluta) y se propone devolvérselo y recuperar el suyo. Para tal propósito, va a la judería, al gueto de Praga; pero además de que ha sido reconstruido (fue saneado por una epidemia de tifus y por la tácita e inextricable insalubridad) y de que no lo encuentra allí, descubre que los hechos del presente del sueño sucedieron “Hace treinta y tres años”. “El tallador de gemas Pernath tendrá ahora casi noventa”, se dice, pero yerra, pues en el presente del sueño, según calcula el viejo Zwakh, “no debe tener más de cuarenta años”, lo cual casi coincide con el cálculo del propio Pernath al ver de cerca por primera vez a Schemajah Hillel (el padre de Miriam y archivero en la “vieja Sinagoga Nueva”): “no debía ser mayor que yo: a lo sumo unos cuarenta y cinco años”; es decir, tendrá unos 70 años o un poco más. Pero el caso es que el narrador logra llegar, reconociendo sitios y detalles del sueño suscitado por el sombrero, a la zona y al punto exacto, lejos del barrio judío, donde ahora vive Athanasius Pernath en la “calle de los Alquimistas”, precisamente donde aparece la “casa blanca de la Ciudad Pequeña”, que según la leyenda narrada por Josua Prokob, “solo se ve con la niebla, y si se ha nacido con buena estrella. La llaman ‘El muro de la última farola’. Quien sube allí de día no ve más que una gran piedra gris... detrás hay un gran precipicio, la Fosa de los Ciervos, y puede usted considerase afortunado, señor Pernath, de no haber dado un paso más: habría caído en ella inevitablemente y se habría roto todos los huesos.” 

Gustav Meyrink
(1868-1932)
  Es decir, Athanasius Pernath —que en el edificio donde vive corteja a su vecina la humilde Miriam y le hace creer que por un “milagro” suele encontrar dinero en el pan—, después de un furtivo y efímero amorío con la bella, ricachona, casquivana y libertina Angelina (oh paradoja), ve esa fantasmagórica casa blanca en medio de la niebla y dentro de ella a un decrépito anciano con una vela, quien no lo ve ni lo oye, en medio de utensilios y trebejos alquimistas. Pero ahora, en el preciso lugar de la casa blanca, el narrador descubre una palaciega casona que semeja un ámbito sagrado, un edénico santuario, cuyo “jardín está todo cubierto de mosaicos. Azul turquesa con frescos dorados, con una curiosa forma de concha, que representan el culto al dios egipcio Osiris.

“La puerta de dos hojas es el dios mismo: un hermafrodita hecho de las dos mitades que conforman la puerta, la derecha femenina, la izquierda masculina... Está sentado en un valioso trono plano de madreperla, en semirrelieve, y su cabeza dorada es la de una liebre. Las orejas están hacia arriba y muy pegadas la una de la otra, de manera que parecen las dos caras de un libro abierto...
“Huele a rocío, y un aroma a jacintos llega desde lo alto del muro.”
El narrador le entrega el sombrero de Pernath a un viejo criado (“con zapatos de hebillas de plata, chorreras y una chaqueta de extraño corte”), quien le devuelve el suyo con las disculpas pertinentes. Pero en medio del esplendor y de la magnificencia del entorno logra ver el rutilante cuesco de oro, el epicentro de la majestad, casi una epifanía:
“Sin decir palabra le alcanzo el sombrero envuelto de Athanasius Pernath.
“Lo coge y cruza la puerta de dos hojas.
“Al abrirse veo detrás una casa de mármol, similar a un templo, y en sus escalones a:
“ATHANASIUS PERNATH
“y apoyado en él a:
“MIRIAM,
“y ambos miran hacia la ciudad.
“Miriam se vuelve por un instante, me ve, sonríe y susurra algo a Athanasius Pernath.
“Estoy fascinado por su belleza.
“Es tan joven como la he visto esta noche en sueños.
“Athanasius Pernath se vuelve despacio hacia mí y mi corazón se para: es como si me viera en el espejo, tan parecido es su rostro al mío.
“Después las hojas, de la puerta se cierran y no reconozco más que al reluciente hermafrodita [...]”
Vale puntualizar que pese a tal apoteósica redención y trascendencia metafísica y amorosa que implica la idealizada escena, cuyos implícitos visos de metempsicosis, predestinación e inmortalidad al protagonista le bosqueja en la cárcel un tal Amadeus Laponder —quien incluso ve en su pecho una premonitoria señal que también vio el estudiante de medicina Innocenz Charousek—, el hábil restaurador de antigüedades y tallador de gemas Athanasius Pernath, quien subsistía en una oscura y horrenda covacha de un vetusto, pobretón y hacinado conventillo del laberíntico barrio judío, por lo que se aprecia en lo sueños vividos y contados por el narrador, no era místico ni alquimista ni cabalista ni mago ni judío ortodoxo (habla alemán, pero no hebreo ni checo), ni siquiera un individuo sabio o extraordinario, si no un tipo gris, común, contradictorio, débil ante sus sueños, pesadillas y pulsiones sexuales, con amnesia y trastornos psíquicos (al parecer rescoldos y secuela de cierta demencia que lo recluyó en un manicomio donde fue “curado” mediante la hipnosis), y con prejuicios misántropos ante las tribus del barrio judío y hasta xenófobos (lo cual particulariza al describir el asco que le causa Rosina la pelirroja, una niña judía de 14 años que rondaba frente a su puerta; no obstante fantasea con su cuerpo desnudo, llevando “unas largas medias rosas”, un “sombrero, grande y lujoso” y “un frac de caballero”; e incluso en un pasaje deja que “ardorosa” se apriete a él). A todo ello se añade un hastío, una melancolía y una depresión que lo induce a pergeñar su inminente suicidio. En esas estaba (preparando sus ahorros bancarios para dejárselos a Miriam) cuando fue detenido por la policía y llevado a la cárcel, donde estuvo siete meses preso acusado de haberle robado un reloj a Karl Zottman, “director de la compañía de seguros de vida”, a quien supuestamente también asesinó, en cuya celda conoció al susodicho Amadeus Laponder, preso por asesinato y violación, según proclama y no niega, quien además de sus cualidades de vidente, también es un “sonámbulo”, alguien que dormido, mientras su cuerpo yace acostado, va hasta el lugar donde se hallan otras personas y observa y cuenta lo que hacen, cosa que realiza para Pernath, dada su subconsciente e ineludible petición, y le narra, entre otras cosas, del archivero Schemajah Hillel preocupado por la fiebre que padece su hija Miriam.  
De hecho el “salto” a ese estado de gracia, a esa dimensión que está allí y no está allí, lo preludia una “caída”, cuando ya libre y redimido de la acusación policíaca, pero aún sin Miriam y sin saber dónde se halla, en medio de un súbito incendio Pernath cae por una alta ventana del “edificio de la calle de la Vieja Escuela” donde se localiza el cuarto sin puertas y con una sola ventana enrejada que da a la calle —“la única calle que se había librado del saneamiento del barrio judío”—, donde la leyenda dice que el gólem aparece cada 33 años.  
      Según narra Athanasius Pernath en el sueño del narrador, en medio del humo condensado en el cuarto:
“Como si una mano tirara de mí, me volví de pronto y allí estaba mi propia imagen en el umbral. Mi doble. Con un abrigo blanco. Una corona en la cabeza.
“Solo un momento.”
[...]
“Corro hacia la chimenea para no chamuscarme, porque las llamas tratan de agarrarme.
“La soga de un deshollinador está atada a ella.
“La desenrollo, me la ato a la muñeca y al tobillo, tal como había aprendido de niño en la clase de gimnasia, y me descuelgo tranquilamente por la fachada de la casa.
“Paso ante una ventana. Miro al interior: dentro todo lleno de una luz cegadora.
“Y entonces veo... entonces veo... todo mi cuerpo se convierte en un único y atronador grito de alegría:
“—¡Hillel! ¡Miriam! ¡Hillel!
“Trato de saltar hasta los barrotes.
“Me agarro a un lado. La soga se me escapa.
“Durante un minuto me quedo colgado boca abajo, con las piernas cruzadas, entre el cielo y la tierra [obvio trazo y símbolo del colgado del tarot].
“La soga silba con la sacudida. Las fibras se tensan con un crujido.
“Me caigo.
“Mi conciencia se pierde.
“Mientras caigo me agarro al alféizar de la ventana, pero resbalo. No hay sujeción: la piedra está lisa.
Lisa como un pedazo de sebo.”



II de II
Pese al magnético título de la obra, en la novela de Gustav Meyrink no figura ningún rabino (de hecho no aparece ninguno) que mediante los preceptos de la cábala y de la Torá o Libro del Esplendor, le insufle vida a un torpe y mudo gólem, moldeado con la tierra de las orillas del Moldava, para que le sirva de criado en la sinagoga, que tal vez engorde y crezca de un modo descomunal y por ende, para que no cause terror y estropicios, haya que desactivar para siempre. No obstante, la leyenda del gólem y las supersticiones y fobias que conlleva, trasminan el imaginario y la psique colectiva de los habitantes del gueto de Praga. Es así que reunidos una fría noche alrededor del ponche para celebrar el aniversario de Athanasius Pernath en el cuarto de éste, el viejo Zwakh, de oficio marionetista itinerante, narra la leyenda del gólem al músico Josua Prokop y al pintor Vrieslander, mientras el celebrado dormita y oye. Tal leyenda se remonta al siglo XVII, según dice, a la época del emperador Rodolfo, cuando un rabino creo un gólem (tácita e implícita alusión al histórico y legendario Jehuda Löw Ben Becadel, “rabino del gueto judío de Praga”, que Borges, en su poema “El Golem”, llama Judá León), de cuyos restos perdura “una diminuta figura de barro” que puede verse “en la antigua Sinagoga Nueva”, donde Schemajah Hillel es archivero y cuida “los utensilios del culto”, y para quien, dice el viejo Zwakh, la figura de barro “tal vez no sea otra cosa que un antiguo presagio” de la inminente aparición del gólem, que, pregona Zwakh, aparece cada 33 años precedido por una serie de presagios, algunos funestos. 
Fotograma de Der Golem, wie er in die Welt kam (1920),
filme silente dirigido por Carl Boese y Paul Wegemer.
  No obstante, cuando en una conversación frente a Pernath, Zwakh insiste e interroga a Schemajah Hillel (que se supone “Ha estudiado la Cábala”) para que abunde sobre los presagios y la inminente aparición del gólem, le refuta lapidario: “No creería en él ni aunque lo viera ante mis ojos en esta misma habitación”. Y le sugiere, con ironía, dado que Zwakh dice no poder estudiar el Zohar o Libro del Esplendor, cuyo supuesto único ejemplar está “en el Museo de Londres”, que estudie el tarot, pues dizque encierra “toda la Cábala”. ¿No le ha llamado nunca la atención que el juego del tarot tenga veintidós arcanos, exactamente las mismas letras que el alfabeto hebreo?”, le espeta y se explaye en su cátedra.

La citada conversación en torno al ponche toma tal derrotero porque Athanasius Pernath habló de un extraño que le llevó el libro de Ibbur para que le restaurara la gran “I” capitular, cuyos rasgos (“imberbe” y de “ojos rasgados”) a Zwakh le recuerdan al gólem, que él, dice, vio hace 33 años, y que al tenerlo frente a frente, además de cierto agarrotamiento (obvio terror), sintió que se hallaba frente a sí mismo y que esto también le sucedió a la fallecida esposa de Schemajah Hillel. Lo equívoco y ambiguo del caso es que tal extraño a Pernath le entregó en un sueño el libro de Ibbur (que luego restaura y resguarda en un baúl y que no puede leer porque está en hebreo y cuyo mensajero nunca recoge). Lo cual, ineludiblemente, evoca la celebérrima “Flor de Coleridge” transcrita y comentada por Borges en Otras inquisiciones (Sur, 1952): “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?”
 
Jorge Luis Borges “recibe una rosa de oro como homenaje a la sabiduría
Universidad de Palermo, Sicilia, 1984

Foto en Album Borges (Gallimard, París, 1999)
  En la charla sobre el gólem, el viejo Zwakh, entre lo que narra, relata una anécdota que le ocurrió hace 66 años, en su niñez, cuando un grupo de su familia, que por diversión fundía plomo, un pedazo del metal formó la figura del gólem y que esto, que fue un inesperado presagio de su aparición, aterrorizó a todos. Entre el ponche y la plática, el pintor Vrieslander saca de su bolsillo un pedazo de madera y empieza a tallar una figura que luego, sin buscarlo, traza los rasgos del gólem, un presagio de su inminente aparición que los aterroriza y confronta y en los que Pernath, además de reconocer los rasgos del extraño que le dejó el libro de Ibbur, en su demencial delirio se espejea, se transmuta y desdobla sin dejar de ser él mismo:

“Vrieslander seguía aún tallando la cabeza y la madera crujía bajo la hoja del cuchillo.
“Casi me dolía oírlo y miré para ver si iba a acabar pronto.
“Al moverse de un lado a otro en la mano del pintor, parecía como si la cabeza tuviera conciencia y estuviera espiando de rincón en rincón. Luego sus ojos se posaron un buen rato sobre mí, satisfechos de haberme encontrado por fin.
“Yo tampoco era capaz de apartar mi mirada, que se quedó fija, inmóvil, en el rostro de madera.
“Por un momento, dubitativo, el cuchillo del pintor pareció como si buscada algo; luego, decidido, talló una línea y, de repente, los rasgos de la cabeza de madera cobraron una vida horrible.
“Reconocí el amarillento rostro del extraño que me había traído el libro.
“Luego ya no puede distinguir más, la visión había durado tan solo un segundo y sentí que mi corazón había dejado de latir y aleteaba temeroso.
“No obstante, igual que antes, seguía siendo consciente de su rostro.
“Se había convertido en mí mismo y desde el regazo de Vrieslander miraba a todas partes.
“Mis ojos recorrían la habitación, y una mano extraña me movía el cráneo.
“Luego, de repente, vi el rostro excitado de Zwakh y escuché sus palabras: ‘¡Por Dios, es el gólem!’
“Y se originó una breve pelea tratando de arrancar a la fuerza la talla de las manos de Vrieslander, pero éste se resistió y exclamó sonriendo:
“—Pero, ¿qué queréis? Si ha salido mal...
“Y, librándose de ellos, abrió la ventana y tiró la cabeza a la calle.
“Entonces perdí el conocimiento y me sumergí en una profunda oscuridad atravesada por relucientes hilos de oros, y cuando desperté después de mucho, mucho tiempo, o eso me pareció, oí la madera tableteando sobre el asfalto...”
Fotograma de Der Golem, wie er in die Welt kam (1920)
   Esta situación de verse observado por un objeto supuestamente inanimado y desdoblarse en él sin dejar de ser él mismo, también le ocurre una noche cuando, al recorrer oscuros pasadizos subterráneos, al empujar “Una trampilla de madera en forma de estrella” (obvia alusión a la Estrella de David), accede por el piso al cuarto del edificio de “la calle de la Vieja Escuela” donde la leyenda dice que aparece el gólem. Allí halla, entre el polvo, la suciedad del tiempo y los trastos abandonados, unos “harapos enrollados en un atillo”, que son la túnica medieval del gólem (quizá un disfraz) y una cajetilla blanca con las cartas del tarot pintadas a la acuarela por las manos de un niño, que luego vagamente recuerda haber pintado él en su infancia y haber estado allí. No obstante, se trata de “un juego de tarot antiquísimo”, en cuya figura del primer naipe que ve, la del mago, observa “una extraña similitud” con su rostro. Las cartas tienen la frialdad del hielo y la mano se le entume, se le congela. Hace frío, teme extraviarse en los oscuros pasillos del laberinto subterráneo, así que levemente iluminado por los rayos de la luna que entran por la enrejada ventana, se agazapa con el traje del gólem. Y entre su fobia, el sueño, la pesadilla y el delirio ve:

“Una y otra vez: ¡la mancha blanquecina... la mancha blanquecina...! Algo en mi cerebro gritaba: ‘Es una carta, una simple carta, estúpida e ingenua...’ en vano..., ahora incluso ha cobrado... incluso ha cobrado forma... el Mago... y agachado en el rincón me mira fijamente con mi propio rostro.
“Permanecí allí horas y horas, inmóvil, agachado en mi rincón, ¡un esqueleto congelado con ropas ajenas y mohosas! Y él enfrente: yo mismo.
“Mudo e inmóvil.
“Así estuvimos mirándonos a los ojos... uno el terrible reflejo del otro...
“¿Verá él también cómo los rayos de la luna se arrastran por el suelo con la pereza de un caracol y suben por la pared como las agujas de un reloj invisible en el infinito mientras se vuelven más y más pálidos...?
“Le hechicé firmemente con la mirada y no le sirvió de nada tratar de disolverse al brillo del amanecer que entraba en su ayuda por la ventana.
“Lo retuve.
“Paso a paso he luchado con él por mi vida... por la vida que es mía, porque ya no me pertenece.
“Y a medida que, al llegar el día, fue haciéndose cada vez más pequeño y volvió a esconderse en su carta, me levanté, me dirigí a él y me lo metí en el bolsillo... al Mago.”
Fotograma de Der Golem, wie er in die Welt kam (1920)
   Así que ya de mañana, cuando en la calle ya se oyen los ruidos del día y escucha voces humanas, Pernath asoma la cabeza y grita en busca de auxilio para salir de allí, pero las dos ancianas que alzan la cabeza y lo ven huyen horrorizadas al tomarlo por el gólem. La calle se queda sola. Y de vez en cuando observa que alguna persona, timorata, se asoma y sube la vista para ver si el gólem está allí. 

Athanasius Pernath, finalmente, hace de tripas corazón y abandona tal cuarto sin puertas. Y cuando camina por la calle del Salnitre, “un raquítico anciano judío con blancos rizos en las sienes” se asusta y masculla oraciones hebreas porque, dado que aún lleva puesta la túnica medieval, lo toma por el gólem. Entonces abandona por allí “los apolillados harapos”. Y, dice, “Justo después la multitud pasó gritando a mi lado con palos en alto y las bocas desencajadas.” 
Vale añadir que más tarde se entera del destino de tal ropaje a través del músico Josua Prokop, pues éste le dice que se aclaró lo del gólem, que Haschile, un “loco mendigo judío”, era el gólem:
“Pues sí, el tal Haschile era el gólem. Esta tarde el fantasma, todo complacido, ha estado paseando a plena luz del día con su famoso traje a la moda del siglo XVII por la calle del Salnitre, y justo en ese momento el verdugo ha tenido la suerte de atraparlo con una correa de perro.” 

Gustav Meyrink, El gólem. Edición y traducción de Isabel Hernández. Colección Letras Populares núm. 11, Ediciones Cátedra. Madrid, 2013. 360 pp.  

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Der Golem (1920), película silente del expresionismo alemán dirigida por Carl Boese y Paul Wegener. Música de Hans Landsberger. Subtítulos en español.
Enlace a "El Golem", poema de Jorge Luis Borges recitado por él mismo.


viernes, 29 de julio de 2022

Mi Cristina y El mar



Mensaje de náufragos 

En su prólogo a los tres cuentos de Herman Melville (1819-1891) que Jorge Luis Borges (1899-1986) seleccionó para su legendaria serie Biblioteca Personal: Benito Cereno”, Billy Budd” y “Bartleby, el escribiente” (Madrid, Hyspamérica, 1985), el autor de “El Aleph” no deja de decir que “la ballena blanca y Ahab tienen su lugar en esa heterogénea mitología que es la memoria de los hombres”. Lo mismo puede afirmarse (o rebuznarse) del bíblico Jonás y de los tres días que vivió en el vientre del gran pez enviado por la voluntad divina, del náufrago que arriba a una isla solitaria, de sirenas y leviatanes... 
      Uno de esos mitos (siempre variado o vuelto a escribir y reescribir, tal si fuera un incesante palimpsesto marítimo) resurgió y resurge en “Mi Cristina”, cuento de Mercè Rodoreda (Barcelona, octubre 10 de 1908-Gerona, abril 13 de 1983), cuya lengua literaria fue el catalán y por ende, junto con “El mar”, fueron incluidos en su libro La meva Cristina y altres contes (1967), traducido al español por José Batlló con el título Mi Cristina y otros cuentos (Madrid, Alianza Editorial, 1988).

Mercè Rodoreda 
(1908-1983)
  
       Érase que se era que un hombre fue tragado por una descomunal ballena (¿blanca?) y en ella vivió muchos, muchos años. En este sentido, “Mi Cristina” es la evocación, en primera persona, de los avatares que el hombre padece en ese lapso y la sinopsis de los infortunios que lo persiguen tras su regreso sin gloria al mundo de los no siempre humanos y a veces psicóticos caníbales. Quizá tal cuento de Mercè Rodoreda es sólo un embrión, un boceto al que le faltaron matices y tal vez más aventuras, más anécdotas, desastres y sorpresas. Lo cierto es que como si se tratara de minúscula pedrería rescatada del fondo de los océanos, posee detalles que no dejan de lucir su inequívoco magnetismo.
      Tras naufragar el Cristina, el hombre cifra su principio ontológico y gnoseológico, resumen de su apego a sí mismo y a las diminutas cosas que le brinda el vaivén de la vida, que no es más que una indetenible y oscura navegación hacia lo insondable, en la que no escasean los espejismos y los sueños y deseos inasibles y evanescentes, propios de un náufrago: “Sobre el agua revuelta una madera llana es más fuerte que todas las cosas del mundo.” Así, prendido a su tabla de salvación (un fetiche conjura fobias que apechuga contra sí e instrumento de rabieta y ataque que no suelta ni soltará hasta el fin de sus días en la panza del gigantesco cetáceo) es arrastrado al fondo del abismo por un torbellino de aguas y peces que concluye en el interior de la ballena. 
   Para no resbalar dentro del gran pez, el hombre avanza clavando el tablón y llega a una zona en la que oscilan destellos, fantasmas de colores, próximos a un enrejado de varillas (los dientes) que le permiten mirar la luna. Mientras la observa, quizá murmura: “...la pálida luna navegando entre jirones de rasgadas nubes...”, Mark Twain, Diario de Adán y Eva, transcribió Julieta Campos [1932-2007] en un margen de El miedo de perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979). 
 
Nueva Narrativa Hispánica, Joaquín Mortiz
México, abril de 1979

       

           
La constatación del sitio donde se halla el náufrago ocurre cuando está a punto de salir disparado a través del agujero rociador. El tablón bloquea su salida y colgado del cuello pasa toda la noche mirando. “Era la ballena más grande de todos los mares, la más brillante, la más antigua.” Sólo hasta que sale el sol, el agujero se ensancha y el hombre cae como una piedra. Pero ante la descripción del cetáceo, ¿cómo no pensar en la estirpe de Moby Dick (1851) y sus infinitos parentescos y apariciones?: “...esa que os parece isla no es tal, sino un gran pez que se tumbó a descansar en medio del mar...”, se lee, el mensaje en la botella, en una página de Las mil y una noches que Julieta Campos salvó (ibídem) de ese naufragio que es el olvido. O: “España... una gran ballena encallada en las orillas de Europa”, Edmund Burke (en algún lugar), según el Sub-Sub-Bibliotecario, ese dizque “simple horadador laborioso y gusano de biblioteca”, que no es otro que Herman Melville, prologuista y autor de Moby Dick.
      Dentro de la ballena, el náufrago sufre su primera mutación: empieza a respirar por los oídos. Luego descubre el cuerpo de un marino, el cual, poco después y aunque no se lo proponga ni lo quiera, le sirve de alimento. Al cumplir siete días de su caída, día cabalístico que ha registrado con su cuchillo al rayar una de las varillas, embiste las rejas. Hay un tumulto de movimientos, entonces, para conjurarlo, dice: “¡párate, Cristina!” Y así la bautiza.
       En un momento, al entrever a través del enrejado una costa verde, logra salir de su prisión. Va prendido a la tabla rumbo a tierra: ¿una isla desierta? Ya oye los chillidos de las aves y le llega el aroma de las espigas y de los pinos. Entonces, casi sin advertirlo, y como si se tratara del juego del gato y el ratón, la ballena lo vuelve a devorar. A partir de este momento, el hombre, de mil y un modos, se encarniza contra el cetáceo hasta que después de muchos, muchos años de dolorosa coexistencia y de navegar por todos los confines marítimos del globo terráqueo, el vestigio humano se cansa y se arrincona en un hueco del paladar. “Y ella me guardaba abrigándome con la lengua y yo sentía como si me acartonase, y es que ella, con su baba, me iba cubriendo de costra.” Así, cuando la ballena encalla en una roca y muere y el hombre despierta en un hospital de monjas, descubre, mientras lo alimentan con leche recién ordeñada, que esa pátina con que lo maceró el pez es una costra de perla que le cubre el cuerpo y que una de las monjas, con un martillito de madera y un líquido, se empeña en quitársela: “Señor, la piel de debajo de la costra parece la de una lombriz de tierra.” 
     La tarea dura hasta que el hombre sólo tiene costra en “la mejilla derecha y en medio lado de la cabeza”. Y además de que la llaga viva de sus entrañas le impide comer sopa caliente, nadie le cree su historia. Así, objeto de burlas infantiles, y despreciado y ofendido por los hombres que le niegan la reglamentación de sus papeles, se va, lejos del pueblo, náufrago en la isla desierta, a lo alto de los acantilados, donde ante el océano se hunde en la nocturna y dolorosa nostalgia de su perdida Eurídice: 
    “Por el lado en que el sol se ocultó, se arrastraba aún un poco de luz que se iba esfumando, y no bien estuvo todo negro, de parte a parte del mar surgió una carretera de luz ancha y quieta, y por aquella carretera de luz ancha y quieta pasaba mi Cristina con el rociador en marcha y yo iba encima de su lomo abrazado a mi tablón, como antes, cantando el himno de la marinería. Y desde donde estaba, desde todo lo alto de los acantilados, lo escuchaba muy claramente, allá abajo, cantado por mí en medio de toda aquella extensión de agua, carretera adelante, sobre mi Cristina, que dejaba un rastro de sangre. Terminé de cantar y Cristina se detuvo y yo me quedé sin respiración, como si todo se me hubiera ido por la vista, hasta que mi Cristina, y yo encima suyo, saludando y callados, nos perdimos hacia el lado donde el mar da la vuelta para ir aún más lejos...”

Mercè Rodoreda
       En un lugar de un puerto de cuyo nombre Mercè Rodoreda no quiso acordarse o precisar (podría ser el puerto de Buenos Aires, algún punto ingrávido de las Malvinas u otro de la costa argentina), por unos vaporosos instantes, como si un gigantesco ojo avizor se asomara al microscopio, se entretejen varias infinitesimales vidas, vanas e intrascendentes. Todo sucede frente a la inmensidad oceánica y celeste y así contrasta con ese rostro de lo eterno e infinito: “El mar”, obstinado y autista en su perpetuo flujo y reflujo, lo cual remite al doble movimiento del globo terráqueo y a lo enigmático e inescrutable que implica la creación del universo.
      Dos hombres pasean frente al malecón, allí donde inicia el mar abierto. El pasatiempo de su diálogo, contrapunteado por las palabras de los otros, parece decir que la vida, ese juego inescrutable, es una bobería, un constante naufragio sin importancia. Un hombre se encapricha, como si se tratara de una historia por entregas de índole folletinesca, en reconstruir, dizque para el otro, los episodios relativos a la supuesta aparición de un submarino de nacionalidad desconocida (quizá espía, nuclear o científico). Para ello y para dar veracidad a sus palabras, lleva varios recortes de periódicos, cuyas noticias ponen en tela de juicio varias cosas: la latente Guerra Fría, la vulnerabilidad del territorio argentino, y la manipulación industrial de las conciencias a través de la prensa. El otro, contemplativo y meditabundo, ante el profundo y abismal océano siente el llamado de lo secreto y prodigioso. “Me gusta sentarme cara al mar y quedarme vacío”, le dice a su amigo, pero sobre todo se lo dice a sí mismo, puesto que al hombre del submarino el mar no le dice nada, lo deja gélido. “Es que a las coquinas las va formando el mar”, le replica el contemplativo. “¿Es que no se da cuenta de que el mayor misterio del mundo es el mar? Mírelo, mírelo bien.”
       
Alianza Editorial/CONACULTA
México, octubre de 1994

         
Engarzados en esa entrecortada y antagónica conversación de sordos con la que castran y le retuercen el pescuezo al dios Cronos, se sientan en una banca en la que se halla una mujer con una jaula. Esta, que los oye, se entromete en su diálogo, matizándolo con sus pequeñeces: que usa el jilguero para los papelitos de ilusiones que vende en los mercados, que el mar está regido por la Luna, y que su ahijado motorizado sueña con ser el primer hombre que pise tal satélite. Y entre estas y otras nimiedades que relata: un vaticinio onírico que implica la aparición de un clásico fantasma, con sábana y dos agujeros negros por ojos y el indeseable regreso sin gloria de su marido al que creyó muerto cuando pertenecía a la dizque armada invencible de la División Azul, más los no menos nimios aderezos que agregan un par de niños vagabundos: provocan la huida del jilguero y su inmediato rescate efectuado por el ahijado motorizado; chillan a quijada batiente y cuentan que se han perdido, que sólo querían conocer el mar, que su mami no les dio permiso, que el trabajo de ésta incluye un vestido de lentejuelas, que él no tiene papá, pero su hermanita dos: un soldado y un dependiente... En fin y así las terrenales, efímeras y predecibles cosas de vecindario, el jilguero, la mujer de la jaula, los niños y el ahijado se marchan encaramados en la moto, mientras los hombres agregan otras tonterías propias de su soliloquio de náufragos y el mar, insondable, indiferente y autista, sigue en lo suyo salpicado ahora por la lluvia. 


Mercè Rodoreda, Mi Cristina/El mar. Traducción del catalán al español de José Batlló. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, octubre de 1994. 64 pp.



Acerca de Roderer

El último clavo para enterrar la filosofía

 

I de VIII

En octubre de 2019, en la Ciudad de México, Booket, sello editorial (de libros de bolsillo) del consorcio transnacional Planeta, publicó Acerca de Roderer, novela breve del escritor y matemático argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, julio 29 de 1963), cuya primera edición de Planeta Argentina data de 1992.

           

Primera edición mexicana, octubre de 2019
(Bordes, Booket)

           Acerca de Roderer revela, a quien no la ha leído, que es una especie de precuela de un par de novelas de Guillermo Martínez: una es Crímenes imperceptibles (Planeta Argentina, 2003) —retitulada Los crímenes de Oxford (Destino, 2004)—, título con el que fue rotulado en inglés el largometraje, de habla inglesa, basado en la obra literaria, que el cineasta español Alex de la Iglesia estrenó en 2008, con un guion suyo y de Jorge Guerricaechevarría; la otra es Los crímenes de Alicia (Destino, 2019). No obstante, parece que el autor no se propuso tal cosa en sentido estricto, pues su joven protagonista en la presunta precuela —oriundo del pueblito portuario Puente Viejo— obtiene, a punto de graduarse en la Universidad de Buenos Aires, una beca para continuar en Inglaterra sus estudios matemáticos, no en el Instituto de Matemática de Oxford, sino en Cambridge, donde un tal Seldom —de quien oyó hablar en “una serie de conferencias” de un tal Cavandore—, es el hacedor del “gran Teorema de Seldom” que dizque está “conmocionando al mundo de las matemáticas” con “el resultado más profundo que daba la lógica desde los teoremas de Gödel de los años treinta” (¡nada menos!) y por ende es la lumbrera que lo imanta y engancha, pues Seldom “está invitado para el primer semestre”.

           

Kurt Gödel
(1906-1978)

           
En Los crímenes de Oxford los hechos medulares se desarrollan en el verano del 93, cuando el protagonista y entonces becario argentino que los evoca y narra tenía 22 años y está recién llegado de Buenos Aires para realizar su doctorado en el Instituto de Matemática de Oxford; quien además optó por revelarlos, años después, tras enterarse de la muerte en Escocia de su otrora admirado mentor el matemático Arthur Seldom. Y en Los crímenes de Alicia los hechos comienzan en el verano del 94 y el joven becario, que tiene su supervisora académica en el Instituto de Matemática de Oxford y aún rinde informes por email a la Universidad de Buenos Aires, ya tiene 23. Y en ambas vertientes se involucra y participa en las pesquisas detectivescas y analíticas que protagoniza, sobre todo, su mentor y raciocinador Arthur Seldom. Y en ambas obras, narradas en primera persona, no revela cómo se llama; pero se advierte que es una especie de alter ego del novelista; y no sólo porque en Los crímenes de Oxford dice que su nombre tiene una doble ele que Beth, la hija de la casera, pronuncia con dificultad; y porque en la carta post mortem que en Los crímenes de Alicia le deja Kristen Hill se lee al inicio: “Querido G”.

            Mientras que en Acerca de Roderer es finales de octubre de 1985 cuando concluyen los sucesos (patéticos y dramáticos) que el anónimo y joven protagonista (G al parecer) evoca y narra y al unísono está punto de viajar a Inglaterra para continuar sus estudios de matemática en Cambridge por un año, con visos de prolongar la beca “Cuatro años más” “para hacer un doctorado”.

 II de VIII

La novela Acerca de Roderer comprende diez capítulos. El anónimo protagonista que recuerda y relata los sucesos deja claro que estos ocurrieron hace un tiempo. Y el título no es baladí, pues las memorias, los comentarios y el anecdotario autobiográfico tienen como epicentro el bosquejo de un tal Gustavo Roderer, cuya anómala, enigmática y mórbida personalidad trastocó su destino y el destino de su hermana Cristina.

            Tres años antes de que el protagonista estuviera enredado en los apremiantes preparativos para viajar a Inglaterra, era un alumno de matemática en la Universidad de Buenos Aires que hizo por carretera un viaje de vacaciones al Perú por más de un mes. Y a su regreso, previo al inicio de un nuevo ciclo escolar, se encontró con “dos cartas bajo la puerta. La primera era una cédula del Ejército, con la citación para cumplir con el servicio militar; la otra era una carta de Roderer.” Así que en marzo de ese año empezó el servicio militar “en el regimiento 7 de Infantería”. Y aún no se había “cumplido el primer mes de adiestramiento” cuando a los conscriptos les “anunciaron que el país estaba en guerra”. El protagonista no precisa las fechas ni menciona el nombre del archipiélago sudamericano, ni el nombre de la contienda bélica, pero obviamente se trata de la Guerra de las Malvinas, que históricamente ocurrió entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982. Y pese a la agitación social, a la afrenta, a los daños, a los heridos, a las muertes y a la humillante derrota, él prácticamente no se despeinó, pues apunta que su “batallón fue asignado a la defensa de Monte Harriet, en la isla Soledad”, donde estuvieron “apenas un mes y medio”. Según reporta: 

           

Guerra de las Malvinas

        “El día de la rendición, por la noche, caímos prisioneros y durante casi una semana, hasta que terminaron las negociaciones, estuvimos encerrados en la iglesia de Puerto Argentino; luego, nos embarcaron en el Canberra con los restos de los demás destacamentos. Allí en cubierta, por primera vez en setenta días pudimos bañarnos, pero tuvimos que ponernos la misma ropa destrozada. Nos desembarcaron a la altura de Puerto Madryn, donde nos esperaba un equipo de enfermería con comida caliente y ropa limpia. Recién entonces sentí que todo había terminado. Yo, que no estaba herido, volví por tierra, en uno de los camiones de Gendarmería. A la altura de Puente Viejo pedí permiso para visitar a mi familia y me concedieron veinticuatro horas, con la obligación de reportarme a mi unidad al día siguiente. El camión me dejó en la entrada del pueblo.”

 III de VIII

Narra el protagonista que conoció a Gustavo Roderer en un período vacacional, en la adolescencia de ambos (tuvo que ser en los años 70, durante la dictadura castrense), cuando tenía la “cara torturada por el acné” y solía jugar ajedrez en el bar del Club Olimpo (con la tácita anuencia de su padre y el Jesús en la boca de su madre por los escandalosos malevos del cubilete y la ginebra), pues Jeremías, el cantinero, le dijo que ese desconocido recién llegado al pueblo “Anda buscando con quién jugar”. Luego coincidieron y fueron compañeros de clase en el secundario “Mariano Moreno durante menos de tres meses”, pues Roderer desertó y nunca regresó a ese colegio mixto, ni ingresó al otro: “el don Bosco”.

     El protagonista, competitivo y ambicioso, dice que entonces era el mejor jugador de ajedrez del Club Olimpo y del pueblo; y que cuando conoció a Roderer se estaba documentando y ejercitando para competir y “ganar el Torneo Anual” (que luego ganó y tuvo su “copa y una foto en el diario”). Pero al inicio de esa primera, y única partida de ajedrez, ignoraba si el desconocido sabía jugar o no. Y resultó que sí sabía y más que sabía, y por ende tuvo abandonar. Pero lo singular y oscuro de la personalidad e inteligencia de Roderer empieza a notarse en su extraño comportamiento en la escuela. Según dice el protagonista de sí mismo, él era considerado “el mejor alumno de la división”; “aparte de ajedrecista me proponía ser escritor y creía haber leído más que cualquier otro a mi edad”. Meollo que lo hace foco del bullyng que ejercitan sus vociferantes condiscípulos: Aníbal Cufré y su escatológica pandilla. En este sentido, con la presencia de Roderer en clases, si bien deduce que ante él perderá el Torneo Anual de Ajedrez (pero a Roderer no le interesa), supone que disminuirá la presión del grupo por ser “el mejor”.

   Según refiere el chipocludo, pese a sus precoces lecturas y a su nivel IQ, está muy por debajo de la precocidad y de la inteligencia de Roderer; no obstante, dialogan como sabihondos y añejos expertos en todos los ámbitos del conocimiento, la filosofía, la literatura y el arte. Y como “el mejor” tiene un acuerdo con su hermana Cristina (también alumna del Mariano Moreno): espía a Roderer para informarle a ella y ésta espía a una muchachita para informarle a él, ella se desternilla jubilosa cuando su inteligentísimo hermano no puede decirle ni explicarle de qué tratan algunos de los libros que Roderer lleva al salón de clases. Según dice “el mejor”, “Esto parecía darle a ella una alegría incomparable; me miraba con incredulidad, abría los ojos maravillada, y sin poder contenerse me decía, muerta de risa: ¡Es más inteligente que vos!”  

 Vale apuntar, entonces, que a partir del segundo día de clases, Roderer se presentó con “un portafolios grande de cuero, con fuelles en los costados”, repleto de libros. Y en vez de poner atención a la exposición de los sucesivos maestros, se desentendía de la oratoria (sin tomar apuntes) y se entregaba a la lectura de un modo absorto, poseído. Según reporta: 

 

Hegel
(1770-1831)

       “Eran libros siempre distintos, libros de las disciplinas más diversas, como si Roderer estuviera lanzado al mismo tiempo sobre todo: filosofía, arte, ciencia, historia. Casi nunca empezaba por el principio; los hojeaba hacia adelante o hacia atrás y cuando daba con un párrafo que le interesaba podía quedarse abismado allí indefinidamente, hasta que parecía recordar alguna otra cosa, y buscaba en el portafolios y sacaba a luz un nuevo libro. Yo, que acababa de leer La náusea, me preguntaba al principio si Roderer no sería como aquel personaje ridículo, el Autodidacto, que se proponía hacer manos a la obra por orden alfabético con toda la biblioteca de Bouville. Pero esa familiaridad con que se desplazaba de libro en libro y la rara precisión con que buscaba y encontraba, sólo podía significar una cosa: que ya los había leído a todos, quizá más de una vez, y que ahora volvía sobre ellos en busca de algo definido, algo que a mí, en el desorden de títulos, me resultaba imposible descifrar. Vi, subrayados y llenos de anotaciones, los dos volúmenes de la Lógica, de Hegel, que yo una vez habría tratado en vano de empezar; vi una Divina Comedia en italiano, con unos dibujos sombríos y terribles. Vi libros que sólo mucho después supe de qué trataban y otros que eran como dolorosos destellos, demasiado ajenos, libros que, lo presentía, siempre iba a desconocer.” Y si bien “Roderer llevaba también alguna novela”, éstas “las dejaba para leer en el patio, durante los recreos”, como si fuesen masitas o golosinas de rechupete, o el hedónico postre del cotidiano y voraz banquete de Epicuro.

Dante y su poema (1465)
Pintura de Domenico di Michelino
Catedral de Santa María de la Flor
Florencia, Italia

           Resulta consecuente, entonces, que el doctor Rago —el profe de anatomía—, con su sardónica y mordaz viperina lo etiquete llamándolo “nuestro Louis Lambert”, el nombre del protagonista de la novela que Balzac publicó en 1832; niño genio y precoz lector, alumno del Colegio de Vend
ôme, donde supuestamente escribe un Tratado de la voluntad, en el que examina el ideario en latín y las visionarias revelaciones del filósofo y teólogo sueco Emanuel Swedenborg, autor de Del cielo y del infierno (Sobre el cielo y sus maravillas y sobre el infierno, de lo escuchado y visto, 1758), materia de conferencias de Borges, como la editada transcripción que se lee en Borges, oral (Emecé/Editorial de la Universidad de Belgrano, 1979), y del erudito prólogo compilado en Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, 1975). Y que con cierta emoción el doctor Rago diga sobre el “libro muy antiguo que Roderer tenía casi siempre sobre el banco [como si fuese su particular I Ching], un libro con las letras de las tapas despintadas”. Según testimonia “el mejor”:

     “Rago lo abrió con la expresión a medias sorprendida y a medias admirada de quien vuelve a ver algo que creía perdido para siempre.

     “—Bueno, bueno: el Fausto, de Goethe, en la edición renana. —Y aunque su voz recobró el timbre irónico sonaba curiosamente velada.— Así que también sabemos alemán... Eso está muy bien: conviene escuchar al Diablo en su idioma.”

          

Head (c. 1938)
Pablo Picasso

         
Esto resulta sintomático de lo que ocurre en la enigmática y al parecer psicótica mentalidad de Roderer (quizá esquizofrénica), pues cuando “el mejor” ya ha leído el par de novelas de un tal Heinrich Holdein que estaban en su casa, y las que halló en la biblioteca municipal, y sólo le falta devorar “su obra magna
y a la vez su testamento literario: La visitación”, para indagar si Roderer lo tiene y se lo presta, decide apersonarse en su casa, que está al pie del mar, donde éste subsiste encerrado en su biblioteca y sólo con su madre, quien financia su manutención y sus caprichos de evadido del secundario, de lector culiatornillado y culocéntrico, y pensador a mansalva. Según apunta el protagonista, La visitación “Estaba en un solo tomo, una edición que nunca volví a ver: en la tapa había un caballete con una tela en blanco, sobre la que se proyectaba con fuertes líneas geométricas, como un bosquejo cubista, la sombra del Diablo.” Y por lo que luego discuten sobre las menudencias de esa novela, un punto nodal de la trama es la visita que el Diablo le hace a un tal Lindström. Y el diabólico pacto que le ofrece a cambio de su alma implican “veinticuatro años de tiempo”; el germinal y nutrido tiempo en que podrá “levantar su obra de gigante”; y luego: al Infierno por los siglos de los siglos, diría el papa argentino observando la ecuación a través de un microscopio desde el Vaticano. Fatal y horrorosísimo destino ante el que Roderer, muy docto, le comenta “al mejor” con una falaz y decadentista monserga (teñida y permeada con una gota expansiva del método paranoico-crítico de Dalí): “Aquí está precisamente la paradoja. Si fuese sólo el viejo reloj de arena dado vuelta y Lindström quedase librado a sus fuerzas. Pero no podría ser así, claro, ¡no puede ser así! Porque la gran apuesta de la novela es afrontar el problema crucial del arte en esta época: el agotamiento progresivo de las formas, la inspección mortal de la razón, el canon cada vez más extenso de lo que ya no puede hacerse, la transformación terminal del arte en crítica, o la derivación a las otras vías muertas: la parodia, la recapitulación. Y este problema, aunque sólo es una parte del otro, una pregunta al margen de la gran pregunta, ya es de por sí tan difícil que ninguna medida de tiempo humano alcanzaría. Por eso el Diablo debe ofrecer un tiempo sobrehumano, hecho solamente de arrebatos e iluminaciones, un tiempo en el que reina la inspiración primordial, la exaltación en estado absolutamente puro. La inspiración, se dice todavía, que no permite elegir ninguna alternativa, ni mejora ni enmienda y en lo que todo es acogido como un bienaventurado dictado. Ahora bien, ¿no es esto excesivo? ¿No acaba la oferta por invalidar el pacto? Porque, ¿de quién será finalmente la obra? Cuando Lindström logra terminar su obra cumbre, ese ‘Reloj de arena’—que está descripto, no por casualidad, como uno de los relojes blandos de Dalí—, ¿qué es lo que hace? Rompe el pincel. Y en su discurso final dice explícitamente que debería rendirse homenaje al Diablo, porque toda su obra es obra del Diablo. Lo dice al pasar, claro está, porque Holdein era consciente del riesgo que corría su personaje, sabía que el pacto así presentado entrañaba esa debilidad, que Lindström podía quedar reducido a un mero ejecutante de la inspiración diabólica. Por eso le hace remarcar que debió penar y llevar a acabo abrumadoras tareas, que el Diablo se limitó a apartar las dudas paralizantes, los escrúpulos de la razón, ¿no lo es todo aquí, no es, en todo caso, demasiado?”

           

La persistencia de la memoria (1931)
Salvador Dalí

       


           Pero el corolario de la reflexión de Roderer es que le deja entrever al “mejor” que el Diablo, sí, el mero Diablo, lo visitó y le ofreció 24 años de tiempo y él los rechazó. Es decir, esto parece un indicio de la psicosis que lo aqueja, pues además de referirle que lo acosan pesadillas todas las noches, Roderer abre “uno de los cajones del escritorio”, del que “sacó de un frasco dos pastillas y las tragó mecánicamente, una detrás de la otra, con un gesto agotado”. Lo cual induce a la pregunta: ¿qué tipo de fármacos ingiere y para qué? ¿Somníferos? ¿Ansiolíticos? ¿Narcóticos? ¿Psicotrópicos? Y si la presunta aparición del Diablo: ¿es una alucinación, una quimera o indicio de su demencia precoz?


 IV de VIII

Después de la única partida de ajedrez que lo confrontó con Roderer, éste le dijo al “mejor”: “No sé si voy a ir al colegio”. Esto parece tener un vago sentido cuando Marisa Brun, la profe de literatura (con “unas piernas que mostraba bajo el escritorio con una despreocupada y feliz generosidad”), al verlo día a día indiferente y absorto en sus consecutivas lecturas, lo confronta sonriendo con sus “ojos azules” (“unos ojos intensos, rápidos, algo burlones”): “Señor Roderer: ¿piensa usted ignorarnos cruelmente el resto del año? [...] ¿O es que somos demasiado pueblerinos para usted?” Y él, con titubeos, responde enigmático y engreído: “Es... el tiempo [...] No tengo tiempo.” Y repite “con voz más firme”: “No tengo tiempo.” Esto, obvio, provoca risas y alborozo en la prole; y la profesora lo atiza con un énfasis de chacota: “Ya veo: no es que nos desprecie; sólo que no tiene tiempo para nosotros.” [...] “Siéntese, por favor: no le haremos perder más tiempo.”

          

Guillermo Martínez y el tiempo

           
No obstante, parece que Roderer resulta un adonis para varias chicas de ese colegio que mojigata y anacrónicamente les prohíbe llevar pantalones. Un infeliz caso es el de Daniela, apodada Maceta Rossi por la alharaquienta palomilla; descrita de manera cruel y caricaturesca por “el mejor”. Y a quien sus compañeras, al verla boqueando por el adonis, y dado que es bastante ingenua e inmadura, le hacen creer que perderá peso si hace carrerillas subiendo y bajando las escaleras; cosa que cumple como si fuera una autómata del octavo día sometida a la condena de Sísifo. Y lo hace hasta la extenuación, porque pretende adelgazar y que el adonis se fije en ella. De modo que un día “Cayó de a poco, aferrándose al pasamanos, rodó dos escalones y quedó tendida boca abajo.” El doctor Rago —que “se arrodilló, la dio vuelta y le limpió la boca y la frente de aserrín”—, diagnosticó: “Esta chica hace días que no come”. Y miró al corro “de un modo amenazante”. “Dos celadores la llevaron semidesvanecida a la casa.” Y luego de que circulara el nombre del padecimiento: “anorexia nerviosa”, la llevaron al hospital, donde “murió a principios de junio”. “El mejor” fue entre la manada de chavales y chavalas que acudieron al velatorio en la pequeña casa donde Maceta Rossi vivía con su madre. Según reporta: “La madre nos dio un beso a cada uno; parecía conocernos a todos. Pasamos a una galería muy estrecha; cuando entramos, sin poder evitarlo, nos encontramos rodeando el cajón. Apenas me animé a dar una mirada a lo que había quedado de ella: una cabeza de pájaro, con las órbitas oscuras y sobresalidas. Una sábana de hilo cubría piadosamente el cuerpo y cubría, sobre todo, las piernas. Nos miramos por encima del ataúd y en esas miradas despavoridas nos decíamos unos a otros, sin poder creerlo: fuimos nosotros.” Roderer fue el último en llegar y la madre le dijo: “Daniela hablaba tanto de usted.” Y él “Pareció comprender de a poco lo que eso significaba. Avanzó un paso hacia el cajón, se dio vuelta, abrumado, y como si no resistiera estar allí adentro abrió por su cuenta la puerta y se fue.” [...] “Faltaba una semana para que se tomaran los primeros exámenes. Roderer no volvió al Colegio.”

           

Sísifo (c. 1548-1549)
Óleo de Tiziano
Museo del Prado

         
 Pero Maceta Rossi no fue la única chavala que perdió la cordura ante la imagen de Gustavo Roderer; esto también le ocurrió a Cristina, la hermana del “mejor”, quien apunta casi al inicio del relato: “sé que mi hermana lo amó con desesperación”. Y en la antípoda de la descripción de Maceta Rossi, dice que Cristina “era verdaderamente bonita”. Y por estar encandilada con el “nuevo”, en un recreo en el patio, ella se desgaja se sus amigas y busca que su hermano haga las presentaciones. Según dice:

            “Dije los nombres y Cristina extendió a Roderer su cara como para que le diera un beso. Lo hizo de un modo absolutamente natural y Roderer, contagiado por aquel gesto, dio un paso para besarla, pero algo lo detuvo, quedó inmóvil y aun retrocedió un poco. Hubo un momento de terrible incomodidad. Mi hermana sonrío con heroísmo.

            “—¿Ya no se dan besos en la ciudad?

            “Él nos miró a los dos, consternado.

            “—Estoy enfermo —dijo.”

            Vale contrastar que esa misteriosa declaración de bicho infecto y contagioso, “el mejor” la despeja en un sentido cuando, al preguntarle a la madre de Roderer, a ella le extraña la pregunta y le dice que no lo está. Pero sí le confirma su trillada y repetitiva cantaleta de que no tiene tiempo: “Sí, cree que tiene un plazo”; aunque ella ignora lo que eso significa. Y no lo sabe porque se ve y transluce que, pese a que Roderer es hijo único (quizá natural), mantenido y consentido por su cariñosa y protectora madre nutricia, no hay mucha comunicación ni confianza entre ellos; a lo que se añaden los visos de la poca tolerancia que Roderer tiene ante sus tratos y mimos.

            Pese al frustrado beso, Cristina no se limita a que su hermano le informe de lo que hace y no hace ese oscuro objeto del deseo más recóndito y secreto de sus íntimas y húmedas entrañas, sino que ella misma va a merodear en el entorno de la casa de Roderer y a espiar en su interior; en incluso lo espía en la playa que colinda con su casa, a donde el adonis sale para aturdirse y dejar de pensar frente a la agitación y al descomunal estruendo del mar. Es posible que allí en la playa, en un tácito episodio, ella —como si fuese una ninfa de las rocas o corporificara o parodiara El nacimiento de Venus—, se desnudó y se acercó a Roderer; pero él no la vio, o simuló no verla, pese a tenerla frente a las narices. Ese desnudo se colige porque una noche, cuando “el mejor” ya está meditabundo en su recámara, Cristina, a quien ese día observó espiando hacia el interior de la casa de Roderer, de pronto entró a su “cuarto sin llamar. Estaba descalza, en camisón, llorosa y desesperada.” Dice y evoca:

       

El nacimiento de Venus (c. 1482-1485)
Sandro Botticelli
Galería Uffizi, Florencia

           
“—¿Soy tan fea? —me dijo, con la voz entrecortada—; ¿tan fea? —Y con un movimiento brusco y desolado se quitó el camisón y quedó desnuda, de pie junto a mi cama. Me alcé sobre los codos, sobresaltado, y ella, con los hombros sacudidos por el llanto, se dejó caer de rodillas y ahogó la cara en la sábana. La cubrí con una de las frazadas y durante un rato larguísimo le acaricié el pelo, con la mayor suavidad posible; cuando logró volver a hablar me contó entre hipos que el día anterior se había acercado en la playa hasta quedar delante de él.

            “—No me vio; tenía los ojos abiertos y yo estaba parada justo enfrente, pero no me veía. —Alzó la cabeza, asombrada, como si la explicación hubiera estado allí todo el tiempo.— Se droga, ¿es eso?

            “—Creo que sí —dije.”

            En ese lindero del tiempo, el protagonista mantiene el suspenso y no reporta (y nunca lo hace) qué tipo de drogas, motu proprio, consume Roderer, quizá porque no lo sabe, en el mismo sentido en que ignora su psicosis. No obstante, tal vez sea el opio o algún opioide, pues en la clase donde el doctor Rago les habló del “opio y los procesos mentales”, hizo una apología de éste (y Roderer suspendió su lectura y paró las orejas): “A diferencia del alcohol, a diferencia de los torpes sucedáneos —dijo—, el opio no sólo no enturbia la conciencia, sino que le proporciona su grado más alto de limpidez. Fue por eso siempre la droga favorita de científicos y artistas; con el opio la razón adquiere una luz nueva, un resplandor inmensamente dilatado que es como el fiat originario. Se lo llama con justicia la droga del paraíso, no sólo porque fue la primera que conoció el hombre sino porque pone de manifiesto la parte divina de la naturaleza, esa parte que el hombre parece temer mucho más que a su parte demoníaca.” 

           

Gérard de Nerval
(1808-1855)
Fotografía de Nadar

           
E incluso les enumeró los nombres de algunos de los adictos de reputada prosapia que pueblan la literatura de todos los lugares y tiempos: “Retornado a nuestro dictado, está comprobado que fueron asiduos beneficiarios de la pipa negra, además de ese indigno escritor inglés que mencionamos [De Quincey], otra pobre gente como Samuel Coleridge, Jean Cocteau, Edgar Allan Poe (que lo prefería, es cierto, en la forma de láudano negus), Teófilo Gautier, Narval [sic], Michaux, Shadwell, Chaucer, André Malraux y según se presume, el mismo Homero. Digamos para terminar, con las justas palabras de O´Brien, que el fumador de opio goza de una maravillosa expansión del pensamiento, de una prodigiosa intensificación de las facultades perceptivas, de una sensación de existir sin límites que no se cambia por ningún trono y que espero que ustedes, buenos muchachos, no prueben nunca jamás.

       


           
“Roderer sonrío y bajo la cabeza. En aquel ‘buenos muchachos’, en el gesto con que nos había abarcado a todos, Rago se las había compuesto para dejarlo fuera.” Es decir, como si de antemano el profesor lo supiera; tanto así como es, según apunta “el mejor”, el legendario y rumoroso hecho de que “la adicción del doctor era un secreto a voces”.  

     En este sentido, unos años después, cuando el protagonista viene de Buenos Aires a pasar menos de dos días con su familia en Puente Viejo, previos a su partida a Cambridge, se topa con el sorpresivo e ignorado deterioro físico de Roderer: con patético esfuerzo se mueve con muletas —pero sigue teniendo el rostro de adonis (o efebo) que tenía en la adolescencia—, pues se halla en un lastimoso estado terminal debido a un lupus focalizado en el hígado, con muchos gritos de dolor, desesperación y angustia, que Cristina, por autoencomienda, atempera con algún fármaco (quizá intravenoso) cada ocho horas, que es morfina cuando está a punto de morir.

 V de VIII

Vale decir que en la novela no se relata cuándo empezó ese crónico padecimiento que termina con la vida de Gustavo Roderer. Y queda en el misterio si la falta de tiempo que pregonaba era por esa afección o por el alucinante, quimérico o esquizofrénico supuesto de que no aceptó el pacto de 24 años ofrecido por el Diablo. Al parecer, su madre desconocía el lupus en su hijo (incluso su psicosis), si es que lo tenía cuando aún vivía, pues primero murió ella. Pero lo que sí se lee es que Roderer, pese a los visos de “niño prodigio”, era un bueno para nada que no fuera leer y pensar; y que prefería, egoísta y reconcentrado (un maligno quiste en el hígado de su madre), no emplearse para contribuir con los gastos domésticos de él y su progenitora; la cual, ante la paulatina falta de dinero, se dedicó a preparar y a vender alfajores. Y después de la dramática muerte de esa buena mujer que le daba un afectuoso trato al “mejor”, la casa de Roderer empezó a deteriorarse hasta la ruina. Y él, que no comía, o casi no comía, auxiliado por Cristina y para subsistir, empezó a vender los incunables y valiosos libros de su políglota biblioteca hasta quedarse sin ninguno. (¿Y de dónde salió esa biblioteca de ilimitados libros ingleses, italianos, alemanes y demás? Una pregunta que la memoria del “mejor” no responde.)

           

Borges en 1911

            Y aquí vale recalcar, que en contraste con la indiferencia e inhibición de Roderer ante el sexo femenino (quizá era un reprimido homosexual o un fóbico por alguna superstición o vivencia traumática), la fidelidad de Cristina hacia él resulta perniciosa y patológica. Esto lo refleja no sólo su comportamiento obsesivo, servil y masoquista, sino también su gestualidad, pues cuando “el mejor” pasa por Puente Viejo rumbo a Cambridge, lo vislumbra en su rostro, aún antes de enterarse del estado terminal de Roderer: “Mucho más impresionante era el efecto que una nueva tristeza, un dolor reciente y declarado —que no se debía, por supuesto, a mi partida— había causado en la cara de Cristina. Era como si algo en ella hubiera cedido y un fondo de amargura se hubiese filtrado en sus rasgos de un modo sutil, irreparable. Yo, que no alcanzaba a imaginar el motivo de esa pena, estaba seguro en cambio de quién era el responsable.”

            Pero desde que “el mejor” regresó de la guerra, cuando Cristina tenía 18 años y aún estaba en el secundario —gracias a la alcahuetería de su madre, que desaprueba y critica a Roderer—, está comprometida para casarse con el tal Aníbal Cufré. Matrimonio que se fue postergando debido a la nociva y servil fidelidad de Cristina hacia el adonis.

            Y también cuando regresó de esa guerra, se enteró, por su madre, del mal estado de la mamá del “niño genio”: “Hay otra noticia: nada alegre. La señora Roderer está muy grave, tiene un tumor cerebral, Deberías ir a verla, preguntó tanto por vos este tiempo. Y ya le queda muy poco. Está en su casa ahora: en el hospital necesitaban la cama y no la quisieron tener más.”

            Así que “el mejor” va a casa de Roderer a visitar a la madre enferma y éste le dice de la causa: “Es un tumor benigno [...], ese es su sentido del humor. Absolutamente benigno. Un quiste óseo. Si hubiera crecido sólo por fuera, dijo el médico, sería cuestión de rutina. Los operan por docenas, todos los días. Con anestesia local. Pero se filtró a través del cráneo. El médico no se lo esperaba, pero a veces sucede: invierten la dirección. Y ahora atravesó el cráneo y ya no puede hacerse nada. Sólo esperar a que siga creciendo y benignamente le seccione el temporal [...] Debe estar muy cerca [...]”

          

La madre de las tortugas
Ilustración: Francisco Toledo

          
Pero también le dice que se lleve a Cristina del pueblo; y se lo dice con ese matiz enigmático, de vidente de lo oculto (y del futuro) al que Roderer es proclive (al parecer por su locura o supersticiosa megalomanía), como si fuera poseedor de un poder o conocimiento paranormal: “¿Es que no lo entendés todavía? ¿O crees que va a frenarlo la marcha nupcial? Sé lo que estás pensando, sé perfectamente lo que pensás; pero de esto, por lo menos, deberías acodarte: lo que provoca un efecto existe, también es real.”

 VI de VIII

Pero quien formuló un vaticinio, sin proponérselo, es el doctor Rago, el sabio del pueblo (especie de Wikipedia parlante) y profesor de anatomía en el secundario, quien tiene “prohibido el ejercicio de la medicina luego de un incidente desgraciado en que se le acusó de haber operado baja la acción de una droga”. Es decir, cuando en el salón de clases parlotea, parlanchín y sarcástico, sobre ciertos teratomas, les dice a los bobalicones alumnos (entre ellos “el mejor” y “nuestro Louis Lambert”) como si vociferara en una película o comedia de terror —sobre un monstruoso energúmeno catalogado en algún bestiario de zoología fantástica—, y como si estuviera hablando (dentro de una bola de cristal) del padecimiento de la madre de Roderer, quien por entonces sólo tenía un pequeño quiste que había crecido un poco y que en la etapa terminal, cuando la visitó “el mejor”, ya era un tumor que “sobresalía detrás de la oreja, tirante y amoratado”:  

 

Animales de los espejos
Ilustración: Francisco Toledo

       
 “Teratomas. Del griego teratos: monstruo. Un nombre bastante injusto, son tumoraciones de células embrionarias, no pueden ser más monstruosos que nosotros mismos. Prefieren por lo general los lugares húmedos y cálidos —alzaba entonces un brazo—: una axila, por ejemplo. Con el tiempo crecen, como cualquier tumor. Y cuando chocan contra un hueso comienzan a roerlo. Entiéndase bien: es un desgaste lentísimo, que dura meses enteros. Son perforaciones infinitesimales, microfracturas absolutamente inaudibles. Y sin embargo es común que el paciente escuche por la noche el ruido característico de la masticación. Crunch, crunch. Algo me está comiendo el hueso, dicen a la mañana o al principio, por supuesto, nadie les cree. Cuando llegan al hospital y se los arrancan, pueden pesar hasta un kilo. Tienen el tamaño de un pomelo; con formación capilar, un ocelo, o los dos, piezas dentarias. ¿Se entiende? —y pasaba una mirada impasible por los bancos—. Ojos, pelos, dientes, un feto a medio nacer; bajo el sobaco.”

 

Khumbaba
Ilustración: Francisco Toled
o

       
Pero también vaticina el futuro del “mejor” y el trunco futuro del enigmático Roderer, pues con sus términos de profeta socarrón resume  ante sus alumnos dos tipos de inteligencia. En una clasifica de lleno el protagonista, pues además de señalarlo por su obscena presencia en “el cuadro de honor”, luego gana por sí mismo una beca para mantenerse y estudiar matemática en la Universidad de Buenos Aires, donde, dice, “había tenido una de las mejores notas en el ingreso y en el segundo cuatrimestre me habían nominado para la Olimpíada Universitaria: la matemática me estaba resultado un juego apenas más difícil que el ajedrez”. Según narra “el mejor”, el doctor Rago “Declaró luego que los diversos tipos de inteligencia se podían reducir a dos formas principales: la primera de ellas, dijo, es la inteligencia asimilativa, la inteligencia que actúa como una esponja y absorbe de inmediato todo lo que se le ofrece, que avanza confiada y encuentra naturales, evidentes, las relaciones y analogías que otros antes han establecido, que está orientada de acuerdo con el mundo y se siente en su elemento en cualquier dominio del pensamiento.

       “—A propósito —dijo entonces—: tenemos aquí mismo un buen ejemplo.

            “Vi con inquietud que miraba hacia mi banco.

            “—Sí, sí: usted, jovencito; no se haga el distraído. ¿No es su nombre acaso el que nos aburre desde el cuadro de honor de nuestra querida institución? ¿No es usted el que termina sus exámenes antes que nadie y le da igual que sean de Literatura o de Química, de Astronomía o de Puericultura? Ahora bien, este tipo de inteligencia se diferencia únicamente en aspectos cuantitativos de las facultades normales de cualquier persona, es sólo una acentuación de la inteligencia común: más rapidez, mayor penetración, más habilidad en las operaciones de análisis y de síntesis. Es la inteligencia de los llamados talentosos, o ‘capaces’, que el mundo conoce por miles. No se ofenda —me dijo, encogiéndose de hombros—; es la inteligencia que mejor se aviene con la vida y es de este tipo también, después de todo, la inteligencia de los grandes sabihondos, de los humaniora. Tiene sólo dos peligros: el aburrimiento y la dispersión. La vanidad incita poner el pie en todos los campos y la facilidad excesiva, ya se sabe, acaba por aburrir. Pero salvados esos dos obstáculos, será usted sin duda un hombre exitoso, lo que fuera que eso signifique. En cuanto al otro tipo de inteligencia —dijo— es mucho más raro, más difícil de hallar; es una inteligencia que encuentra extrañas y muchas veces hostiles las ligaduras comunes de la razón, los argumentos más transitados, lo sabido y comprobado. Nada es para ella ‘natural’, nada asimila sin sentir a la vez cierto rechazo: sí, está escrito, se queja, y sin embargo no es así, no es eso. Y este rechazo es a veces tan agudo, tan paralizante, que esta inteligencia corre el riesgo de pasar por abulia, o por estupidez. Dos peligros también la amenazan, mucho más terribles: la locura y el suicidio. Cómo sobrellevar esta protesta dolorosa contra todo, esa sensación de no estar emparentado con el mundo, esa mirada que no registra sino insuficiencia y debilidad en los lazos que todos los demás encuentran necesarios. Algunos lo consiguen, sin embargo, y entonces el mundo asiste a las revelaciones más prodigiosas y el exiliado de todos enseña a los hombres a mirar de nuevo, a mirar a su modo. Son muy pocos; la humanidad los acoge otra vez en sus brazos y los llama genios. Los demás, los que quedan en el camino... —murmuró para sí— no encuentran lugar bajo el sol.”

 VII de VIII

Cuando “el mejor” fue a la casa de Roderer para que le prestara La visitación de Holdein, aún no tenía claro qué carrera universitaria iba a seguir. En el diálogo que tuvo con él, menciona, casi como una puntada, a la “Filosofía”, porque “¿no se supone que es la ciencia más alta?”. Roderer le responde que “Lindström diría que es la teología”. Pero despotrica contra ambas: “La teología está muerta y enterrada y la filosofía, tal como se entendió hasta ahora, le sigue los pasos: en la Universidad te llevarían a dar vueltas en el museo a visitar los viejos sistemas embalsamados.” Y luego de ponderar a las ciencias, le dice con el criterio egocéntrico, misántropo, solipsista y cerril que lo refleja y radiografía: “yo elegiría la matemática, el único campo donde la inteligencia logró llegar lo bastante lejos como para quedar a solas consigo misma”.

            Esa pedantería, formulada por el marisabidillo Roderer, hizo que “el mejor” optara por la matemática. Carrera universitaria que el desertor no seguirá por “falta de tiempo” y porque, le dice enigmático, ya anda en lo otro: “Voy a estudiar lo que pueda, pero no en la Universidad: una carrera podría consumirme todo el tiempo y no puedo correr ese riesgo. Debo dedicarme cuanto antes... a lo otro.” Pero, siempre hermético y ocultista, no le revela de qué chinitas van esos “estudios extraordinarios” que lo apremian y ocupan de tiempo completo; tanto que reafirma su abstinencia sexual (o renuncia al sexo) cuando pasan por allí un par de curvilíneas y sonrientes chavalas que regresan de la playa y los saludan, al unísono que reafirma su enigmático hermetismo: “Si algo sé es que lo que no se reveló hasta ahora a nadie no lo voy a tener por menos de la vida entera. Y eso es lo que estoy pagando, no lo dudes, por conocer la respuesta.”

 VIII de VIII

Cuando “el mejor” regresa de Buenos Aires en las primeras “vacaciones de verano, después de rendir los exámenes de diciembre”, se encuentra con que su hermana, “una chica abrumadoramente hermosa”, ya maneja “el viejo Peugeot” paterno y que su madre alienta su noviazgo con Aníbal Cufré, que dizque ya no es el pelangoche de la secundaria desde que trabaja en Florerías Cufré; pero “el único que quiso emplearlo fue el tío”, apostrofa Cristina.

    Y luego, a la mitad de enero se encuentra, en la oficina de correos, con la madre de Roderer, quien por llevar un paquete con frascos de dulce de leche para los alfajores que vende, le pide que la ayude hasta a su casa y así podrá charlar con su hijo, que sigue “encerrado”. En el diálogo que tienen en la playa, “el mejor” le da noticia de lo “visto y oído” del “gran Teorema Seldom”, con una ampulosidad y sofista charlatanería de prestidigitador más que inverosímil:

     “[...] Estaba pensando en un resultado de la lógica matemática que se probó hace poco, un teorema absolutamente irrefutable. Se lo escuché mencionar a Cavandore, un matemático argentino que está en Cambridge y dio en Buenos Aires una serie de conferencias. Dijo que los alcances no están todavía aclarados, pero que puede ser el último clavo para enterrar a la filosofía. Lo que demuestra el teorema, básicamente, es la insuficiencia de todos los sistemas conocidos hasta ahora. De todos: desde las cosmogonías más antiguas y los grandes sistemas del siglo diecinueve hasta los últimos intentos del estructuralismo y el Círculo de Viena. Esto solo, aunque ya es bastante impresionante —dije, tratando de repetir las palabras de Cavandore— no sería tan nuevo, porque después de todo la sensación de ese fracaso ya está, de mil modos, y desde hace más de un siglo, en el espíritu de la época; está, incluso, dentro de la filosofía, desde Kant en adelante. Que ahora los matemáticos lo pongan en fórmulas no debería sobresaltar a nadie. Pero lo que sí es nuevo, lo que hace al teorema bastante extraordinario, es que en la demostración se logra abstraer la noción exacta de sistema filosófico y entonces el resultado central, por lo que parece, podría aplicarse no sólo hacia atrás, como hasta ahora, para invalidar los sistemas conocidos, sino también hacia adelante, lo que liquidaría la posibilidad de cualquier pensamiento filosófico futuro.”

   


        Y por lo que se ve, parece que Roderer se queda lelo y con los ojos estrábicos del Buda, tal si le hubieran parloteado de la matemática del culo de la galaxia (o del agujero negro del universo), pues dice: “Parece interesante; me gustaría verlo.” “Sí, me imaginé que te interesaría”, le responde “el mejor”: “le pedí las referencias a Cavandore y lo estudié por mi cuenta: la matemática que usa es bastante elemental. Puedo enseñártelo si quieres —dije. Por primera vez estaba disfrutando—. Claro que hacer la demostración en detalle llevará su tiempo, hay algunas definiciones que deberías aprender; pero mañana o cualquier otro día podemos empezar.”

  Pero Roderer tiene ansias y prisas por tragarse la croqueta y metabolizarla; y le pide iniciar “Hoy mismo”, pese a que “apenas recordaba la matemática del secundario”. Con sólo “lápiz y papel”, “el mejor” tarda casi una semana articulando “el gran Teorema de Seldom”, hasta “llegar al resultado crucial de la teoría”. Y en el entretanto, la madre les “preparaba sándwiches a la hora de cenar” o les “llevaba café cuando se hacía muy tarde”. Según dice “el mejor”: “Roderer juntaba y numeraba las hojas escritas y al despedirme me quedaba la sensación de apenas yo cerraba la puerta él volvía a sentarse y las seguía repasando toda la noche.”

 Uno año después, cuando “el mejor” regresa a Buenos Aires tras su viaje de vacaciones al Perú por más de un mes y halla la citación para el servicio militar y la carta que le envió Roderer, “sin fecha ni encabezamiento”, lee que en ella refuta (y elogia) lo que él le expuso del “gran Teorema de Seldom”: “El teorema de Seldom no invalida la posibilidad de un sistema filosófico. No podía hacerlo por un motivo absurdamente sencillo: porque yo, como adivinaste, estaba desarrollando uno, un sistema que sin duda no era trivial y tampoco —esto lo sé ahora— tiene inaccesibles. Y sin embargo el resultado de Seldom es irreprochable y es cierto también que reduce a modestas especulaciones todos los sistemas filosóficos anteriores. Pero no alcanza al mío, que es de una naturaleza distinta.” Y añade, más adelante, sobre la génesis de su presunto sistema filosófico (supuesta piedra angular que cambiará para siempre la historia de la filosofía, la historia de la humanidad y todas las cosmogonías habidas y por haber): “adquirí en estos años un método, una facultad para discernir que se eleva sobre lo humano, un nuevo entendimiento que abrirá las puertas de otro cielo, un cielo todavía vacío que espera a los hombres. Mi triunfo es, sin embargo, un triunfo a medias. Está amenazado. Ahora sé —vos me lo dejaste saber— hasta qué punto estoy solo. Lo que me queda por delante, el último problema, es quizá el más difícil. Hacer inteligible para la vieja razón humana esta nueva ciencia. ¿Te das cuenta de la dificultad maligna que hay en esto? [...] ¿Cómo hacerle entender a la razón lo que ella nunca podrá entender? ¿Cómo lograr que se me comprenda? Hasta entonces estaré expuesto. Deséame suerte: llevo una llama del fuego más guardado, voy sobre regiones vedadas desde siempre al pensamiento humano.”

Prometeo lleva el fuego
 a la humanidad
  (c. 1817)

Óleo de Heinrich Friedrich Füger 

         O sea, parece que el megalómano Gustavo Roderer está más loco que una cabra en celo, y que se concibe a sí mismo como una especie de gnóstico superlativo o nuevo Prometeo que traerá a la oscura y torpe humanidad algo muchísimo más que una llama del fuego más guardado, y no una simple y volátil llamarada de petate confinada en la delirante e infinitesimal mente de un mortal lunático. Según le dice en esa carta sobre el
nietzscheano germen de su sistema filosófico en ciernes: “yo había partido de una página olvidada de Nietzsche sobre la formación del pensamiento en la mente de los hombres, la descripción de la lógica como el resultado de una larga serie de simplificaciones, necesarias para la supervivencia, pero fatalmente ilógicas [...] la lógica, en fin, como un antiguo malentendido que el sopor de la costumbre no nos deja ver. En esas pocas líneas estaba condensada la sensación de extrañeza de toda mi vida. Por primera vez sentí que quizás no fuera yo el equivocado y me dediqué a repensar todo lo que hasta entonces había aprendido, a empezar desde ‘primeros principios’ revisándolo todo. No podrías imaginarte, nadie podría hacerlo, la desesperante lentitud con que avanzaba, tratando de separar, una y otra vez, lo que la costumbre había igualado, esforzándome para recuperar todos los estados intermedios de pensamiento, los razonamientos precarios, los nexos perdidos u olvidados, las intuiciones primitivas, y sobre todo los contenidos, que estaban increíblemente arrasados, casi aniquilados por la igualdad formal.”

   Según comenta “el mejor”: “Releí esta carta muchas veces a lo largo del tiempo; en un primer momento sólo quise ver en ella lo signos declarados de algún tipo de locura, una especie de misticismo intelectual, o una triste y risible megalomanía. Aquello del nuevo cielo, ¿no revelaba por sí solo una perturbación mental? Llegué a pensar también que todo podía ser una fabulación ideada por Roderer para no reconocer su fracaso; una salida de ingenio: atribuirse la posesión de un secreto que por su misma naturaleza no podría desvelarse.” No obstante, impreso en la sesera le dejó, al lógico y razonable matemático, un remanente metafísico (sobre la sofista probabilidad de reducir el caos del universo a una explicación racional y filosófica) pues dice: “no me decidí nunca a tirar la carta: el argumento central y el símil geométrico me resultaban, casi a mi pesar, convincentes; ¿por qué no podía ser cierto lo demás?”. Es decir, si acaso “el mejor, a posteriori, hubiera accedido a las arcanas minucias del “gran Sistema de Roderer”, quizá hubiera cantado las exultantes palabras que Borges dice, en el bar del hotel de Adrogué, al sostener en sus manos, por primera vez, el undécimo volumen de la Encyclopaedia que le revelará, en mil y una páginas en inglés, algunos de los recónditos misterios de Tlön (ex ungue leonem): “En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.”

   Tal vez esa carta hubiera quedado restringida a las íntimas divagaciones del “mejor” y a su vago anecdotario autobiográfico, tanto como el recuerdo de las manos de Gustavo Roderer, de las que dice casi al inicio de su memoria: “Sus manos, sobre todo, llamaban la atención y sin embargo, ni durante la partida [de ajedrez], pese a que las vi desplazarse una y otra vez sobre el tablero, ni luego, en las diferentes ocasiones en que conversamos, conseguí determinar qué había de particular en ellas. Mucho después, en uno de los pocos libros que quedaron de su biblioteca [quizá rescatado del remate por Cristina, quien en una carta le informó de la venta de la colección de epistemología y de los libros de Bertrand Russell], leí el párrafo de Lou Andreas-Salomé sobre las manos de Nietzsche y me di cuenta de que las manos de Roderer, simplemente, debían ser bellas.”

 

Lou-Andreas Salomé, Paul Rée y
Friedrich Nietzsche (1882)

            Sin embargo, pese a esa cualidad estética, cuando durante esos casi dos días que “el mejor” pasa en Puente Viejo como despedida por su viaje a Cambridge, no le sirven para escribir a vuela pluma las arduas disquisiciones epistemológicas y gnoseológicas de su riguroso y erudito sistema o tratado filosófico, que quizá podría titular: Nuevo Tractatus logico-philosophicus

   

Ludwig Wittgenstein

        Es decir, “el mejor” salió de su casa a dar una vuelta por el pueblo y se encaminó al bar del Club Olimpo. Y allí, patética y trabajosamente en muletas se apersonó Roderer para saludarlo. Y en la charla, crípticamente le dice: “Lo terminé”. Y como el “mejor” no capisca de qué habla, le dice: “Lo que te escribí en la carta. Lo que intentaron Spinoza y De Quincey, la gran visión que persiguió Nietzsche: el nuevo entendimiento humano.” Y lo requiere ipso facto de amanuense: “voy a contártelo y vos lo vas a escribir por mí”. “No voy a precisar más de dos o tres días, pero deberíamos empezar cuanto antes.” “El mejor” le aclara que se va “mañana al medio día” y Roderer insiste: “No importa”; “tenemos la noche. Podemos empezar ahora y quedarnos hasta la madrugada.” Pero “el mejor” no rompe su plan y se va a su casa para la cena familiar de despedida (incluso estará presente Aníbal Cufré). Allí, por Cristina, se entera que Roderer no debía levantarse (¿de la cama o del sofá?); y que, como si fuese la misericordiosa Madre de Calcuta, se ocupa de él cada ocho horas (¿desde cuándo?); del nombre y la gravedad de su padecimiento, y que no dejó que lo llevaran al hospital. Lo cual se torna en el preámbulo de su muerte signada por la morfina (el as de espadas in extremis), sin que haya podido musitar, tan siquiera, algunos lapidarios versos de “El suicida”, poema de Borges:  
No quedará en la noche una estrella./  No quedará la noche./ Moriré y conmigo la suma/ Del intolerable universo. [...] Borraré la acumulación de pasado./ Haré polvo la historia, polvo el polvo./ Estoy mirando el último poniente./ Oigo el último pájaro./ Lego la nada a nadie.

 

Guillermo Martínez, Acerca de Roderer. Bordes, Booket. Primera edición mexicana. México, octubre de 2019. 96 pp.