miércoles, 14 de junio de 2023

Jorge Luis Borges. Voz Viva de América Latina

El único y los otros

I de V
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, y falleció el sábado 14 de junio de 1986 en Ginebra, Suiza, a consecuencia de una complicación cardíaca que incidió en su deterioro físico debido al enfisema pulmonar y al cáncer hepático que padecía, y fue enterrado el siguiente miércoles 18 en el Cementerio de Plainpalais en una ceremonia luctuosa precedida por María Kodama, su viuda y heredera universal de sus derechos de autor. 
     
Héctor Bianciotti, María Kodama y Aurora Bernárdez  en el entierro de
Borges en el Cementerio de Plainpalais, miércoles 18 de junio de 1986.
        La relevancia y trascendencia de la obra de Borges hace que sea un disco de colección el viejo vinilo donde aún se oye su voz diciendo un puñado de sus versos y prosas. Se trata del número 13 de la serie de elepés Voz Viva de América Latina que editaba el Departamento de Voz Viva de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, gracias a un convenio con la Unión de Universidades de América Latina. La primera edición data de 1968 y de 1982 la segunda y última, objeto de la presente nota. Con el rótulo “Textos de Jorge Luis Borges”, en el cuaderno adjunto al elepé figura la antología de los poemas y prosas que la voz de Borges sigue recitando en el disco (circular eterno retorno y cuasi infinita invención de Morel), precedidos por la “Presentación” que Salvador Elizondo firmó, al término, en “Oberengadin, Suiza, 15 de febrero, 1968”. Ensayo que figura compilado en la “Nueva edición” de Borges y México (Lumen, México, 2012); no obstante, Miguel Capistrán, el chambón antólogo y presentador, no acreditó tal hecho y por ende ignoró la postrera datación, pese a que Borges y México es un compendio misceláneo cuyo objetivo es documentar e ilustrar sobre la recepción y difusión de la obra y presencia de Borges en el país mexicano; es así que con el título “El poeta” y un asterisco al pie, sólo apuntó: “Título original: ‘La poesía de Borges’, en Obras, t. I, El Colegio Nacional, 1994, pp. 39-48.”

 
(Lumen, México, 2012)
       Los 20 poemas y prosas de Borges, recitados sin orden cronológico en las dos caras del elepé, pertenecen a varios de sus libros, cuya datación de las ediciones príncipe puede cotejarse en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, 1997), de Nicolás Helft. “El general Quiroga va en coche al muere” y “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad” a Luna de enfrente (Proa, Buenos Aires, 1925); “Fundación mítica de Buenos Aires” y “La noche que en el Sur lo velaron” a Cuaderno San Martín (Cuadernos del Plata, Buenos Aires, 1929). A Leopoldo Lugones (la onírica dedicatoria del libro), “Borges y yo”, “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-74)” y “Poema de los dones” a El hacedor (Emecé, Buenos Aires, 1960); “Del rigor de la ciencia”, “Cuarteta”, “El poeta declara su nombradía” y Le regret d’Héraclite a Museo, brevísimo poemario integrado a El hacedor; “Poema conjetural”, “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor de Junín”, “El Golem”, “Límites”, Everness y “Spinoza” a El otro, el mismo, en Obra poética 1923-1964 (Emecé, 4ª ed., Buenos Aires, 1964); y “Milonga de dos hermanos” y “Milonga de Jacinto Chiclana” a Para las seis cuerdas (Emecé, Buenos Aires, 1965). 
LP: Jorge Luis Borges. Voz Viva de América Latina
(UNAM,
2ª ed., México, 1982)
Detalle de la portada 
  La transcripción de los poemas y prosas que Borges recitó de memoria durante la grabación original (hecha en Argentina por AMB, discográfica de Buenos Aires, cuya fecha de factura no se apunta), reproduce los minúsculos cambios con que los dijo; pero también incluye una serie de anónimos pies de página en los que se citan las palabras y versos definitivos que se leen en el legendario tomo de sus Obras completas. 1923-1972, editadas por Emecé en Buenos Aires, en 1974, mismas que Borges afectuosamente dedicó a su madre, “un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” que doña Leonor Acevedo de Borges conservó en la cabecera de su cama hasta el día de su muerte a los 99 años, sucedida el 8 de julio de 1975. A esto se suma la transcripción de los seis comentarios de Borges que se oyen en el disco, los cuales improvisó durante la grabación.


 
Obras completas. 1923-1972
(Emecé, 14
ª ed., Buenos Aires, 1984)
       
Borges y su madre
         Vale observar, entre paréntesis, que el conjunto de los 20 poemas y prosas, y sus correspondientes comentarios, son los mismos que la Serie El Poeta en su Voz, Colección Visor de Poesía, núm. 428, editó en Madrid, en 1999, en un disco compacto denominado Borges por él mismo (audible en YouTube); pero el homónimo librito que acompaña a éste, no incluye ningún prólogo ni las anotaciones, al pie de poemas y prosas, que figuran en el cuaderno adjunto al elepé editado por el Departamento de Voz Viva de Difusión Cultural de la UNAM. Pero además, según se observa y se deduce de la información datada por Horacio Jorge Becco en el capítulo VI, 
“Discografía”, de Jorge Luis Borges. Bibliografía total 1923-1973 (Casa Pardo, Buenos Aires, 1973), el título del disco compacto editado en Madrid por Visor de Poesía parafrasea el título: Jorge Luis Borges por él mismo, que es un disco de “Alta fidelidad”, de “33 r.p.m.” (33 revoluciones por minuto), editado en Buenos Aires, en 1967, por la citada discográfica AMB; cuya “Segunda edición con nuevos poemas”, editado en “diciembre de 1967” con una Semblanza en estuche de José Edmundo Clemente —subdirector de la Biblioteca Nacional durante la dirección de Borges (1955-1973) y coautor suyo en El lenguaje de Buenos Aires (Emecé,  Buenos Aires, 1963)—, presenta, distribuidos en el “Lado 1” y en el “Lado 2”, los susodichos 20 poemas y prosas de Borges editados en el elepé de la UNAM y en el disco compacto de Visor de Poesía. Luego de enumerar el contenido del “Lado 1” y del “Lado 2” del disco, Becco anotó: “La mayoría de los poemas están precedidos por un comentario del autor.” Y enseguida concluye con una  “Aclaración complementaria: En la primera edición, mayo 1967, se incluían los siguientes poemas, que luego fueron modificados [y excluidos]: Un soldado de Urbina; A un viejo poeta; Baltasar Gracián; El tango; Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos; La noche cíclica; A un poeta menor de la antología.
     No obstante, curiosamente, y pese a que Becco registró las ediciones y reediciones de los libros que Borges publicó en México, en el FCE, en el lapso que comprende su Bibliografía  —con Delia Ingenieros: Antiguas literaturas germánicas (1951, 1965); con Adolfo Bioy Casares: Poesía gauchesca (1955, 2 tomos ); y con Margarita Guerrero: Manual de zoología fantástica (1957, 1966, 1971)—, no dató el elepé editado por la UNAM, en 1968, con el número 13 de la serie Voz Viva de América Latina.
 
CD: Borges por él mismo
(Col. Visor de Poesía, Madrid, 1999)
Contraportada
        Un análisis exhaustivo de los textos que se escuchan en el elepé editado por la UNAM implicaría aventurar (o no) un arduo y fatigoso ensayo globalizador. “No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil”, sentencia Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”, el primer cuento que escribió tras el legendario accidente sufrido por el autor el día de la Nochebuena de 1938 (se dio un golpe en la cabeza, padeció una septicemia y en medio del delirio de la fiebre temió por su vida y su cordura), publicado por primera vez en el número 56 de la revista Sur (mayo de 1939), luego incluido en su libro El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, Buenos Aires, 1941). Pero si el lector es más ambicioso y erudito, tal vez busque enmendarle las páginas al espléndido Borges, el poeta (Monte Ávila, 2ª ed. corregida y aumentada, Caracas, 1974), libro con nueve ensayos de Guillermo Sucre. O tal vez (y tampoco es tarea fácil) opte por elaborar una serie de minuciosos y maniáticos ensayos, quizá al modo en que procedieron los autores (especie de conjurados tlönistas) reunidos en “Análisis de poemas”, segunda parte de Expliquémonos a Borges como poeta (Siglo XXI, México, 1984), cuya compilación y prólogo se debe a Ángel Flores: “Vanilocuencia”, por Martin S. Stabb; “Jactancia de quietud”, por Guillermo Sucre; “El general Quiroga va en coche al muere”, por Martin S. Stabb; “Insomnio”, por Zunilda Gertel; “Poema conjetural”, por Enrique Carilla; “El Golem”, por Jaime Alazraki; “Límites”, por Roberto García Pinto; “Arte poética”, por Adolfo Ruiz Díaz; “Poema de los dones”, por James Higgins; “De tigres [‘El otro tigre’, Dreamtigers]”, por Manuel Ferrer; y “Heráclito”, por Zunilda Gertel.
Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
Montevideo, c. 1948
  Pero para la presente nota, baste decir que siempre es grato oír la voz (una voz viva ad infinitum) de uno de los grandes demiurgos y poetas de la literatura en lengua castellana del siglo XX. En Borges. Una biografía literaria (FCE, México, 1987) —con correcciones ex profesas que no se hallan en la primera versión en inglés publicada en Nueva York, en 1978, por Dutton— el uruguayo Emir Rodríguez Monegal bosqueja el “espacio encantado” que Borges creaba al decir sus conferencias con su propia voz (páginas 355-356) —antes un amigo u otra persona las leía por él—, las cuales empezó a dictar con su propia voz y de manera profesional después de que el 4 de junio de 1946 Juan Domingo Perón asumiera el poder en la Argentina, pues debido a ciertas declaraciones y firmas antiperionistas, Borges perdió el infame empleo que tenía desde el 
“8 de enero de 1938 en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, dado que la sórdida burocracia peronista, con tal de humillarlo y obligarlo a lamer el polvo, lo nombró inspector de gallinas, huevos y conejos en un mercado municipal de la calle Córdoba (o en los arrabaleros mercados municipales). Y entre mil y una anécdotas legendarias, Monegal bosqueja una visita que le hizo, en 1956, en la Biblioteca Nacional de la calle México 564, que Borges dirigió entre 1955 y 1973, donde éste, imposibilitado para leer y escribir por sí mismo (sólo veía sombras nebulosas y el color amarillo), se mueve veloz en la penumbra, metiéndose entre recovecos y pasadizos de libros, y localizando las páginas de ciertos títulos, ya grabadas en su memoria de antemano. 
     
Borges en la Biblioteca Nacional
Foto: Sara Facio
        Según apunta Monegal en la página 388 de su biografía, “[...] la completa realidad de Borges, de la persona concreta, no se me reveló hasta el día siguiente, cuando me invitó a recorrer la Biblioteca Nacional. El edificio que Groussac había presidido ya se estaba deteriorando, pero conservaba una cierta grandeza. En ese momento yo no sabía que había sido construido para albergar a la lotería nacional y no reconocí los símbolos obvios en la ornamentación del techo. Entonces Borges me arrastró a un nervioso recorrido, deteniéndonos apenas lo bastante como para saber dónde estaba cada libro que le interesaba. Podía abrirlo en la página deseada y, sin molestarse en leer —en una hazaña de memoria que sólo era comparable a la de su ficticio Irineo Funes— citaba pasajes completos. Recorría aquellos pasillos alineados por libros; rápidamente giraba en las esquinas y se introducía en pasadizos que parecían invisibles, como meras grietas en los muros de los libros; se precipitaba hacia abajo por escaleras que terminaban abruptamente en la oscuridad. Casi no había luz en los pasillos y escaleras de la biblioteca. Procuré seguirle, tropezando, más ciego y más incierto que Borges, porque mi única guía eran mis ojos. En la oscuridad de la biblioteca, él encontraba su camino con la precisión de un acróbata que camina por el alambre tenso. Finalmente, llegué a comprender que el espacio en que estábamos insertos no era real: era un espacio compuesto de palabras, signos, símbolos. Era otro laberinto. Borges me arrastraba, me hacía descender velozmente por escaleras largas y curvas, me hacía detenerme exhausto en el centro de la oscuridad. Repentinamente, una luz aparecía al extremo de otro pasillo. Allí me aguardaba una realidad prosaica. Junto a Borges, me sonreía como un niño tras haber hecho una broma a un amigo, recuperé mi capacidad de ver: el mundo real de luces y sombras, las convenciones que yo estaba entrenado para reconocer. Salí de esa experiencia como quien emerge de aguas profundas o de un sueño, sacudido por la (otra) realidad de ese laberinto de papel.”  

         
El editor José Rubén Falbo, Borges y María Esther Vázquez en la
presentación de Literaturas germánicas medievales (Falbo, 1965)
Buenos Aires, 1965
         Emir Rodríguez Monegal también cita un testimonio que María Esther Vázquez escribió en su libro Borges: imágenes, memorias, diálogos (Monte Ávila, Caracas, 1977), donde ésta —que fue su alumna y amiga de toda la vida, su lazarilla en varios viajes y colaboradora en Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965), en Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965) y en la colección de literatura fantástica La Biblioteca di Babele, dirigida y prologada por Borges, e impresa en italiano y en Italia (en Parma y Milán) por Franco Maria Ricci (entre 1975 y 1985), y en Madrid, en español, por Jacobo Siruela (entre 1983 y 1988)— esboza las sesiones de dictado —también lo hace en las páginas 214-215 de su biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996)— lo que da idea de lo que eran o pudieron ser los modos en que Borges concebía sus poemas, prólogos y cuentos, ya asistido por su madre, por las anónimas secretarias de la Biblioteca Nacional, o por ciertos reputados amanuenses, tales como María Kodama, Roberto Alifano, Norman Thomas di Giovanni o la propia María Esther Vázquez. Según transcribe Monegal en la página 411: “Borges tiene un insólito modo de trabajar. Dicta cinco o seis palabras, que inician una prosa o el primer verso de un poema, e inmediatamente se las hacer leer. El índice de su mano derecha sigue sobre el dorso de su mano izquierda la lectura, como si recorriera una página invisible. La frase se relee una, dos, tres, cuatro, muchas veces, hasta que encuentra la continuación y dicta otras cinco o seis palabras. En seguida se hace leer todo el escrito. Como dicta con puntuación, hay que leer diciéndosela. Se relee ese fragmento, que acompaña el movimiento de sus manos, hasta que él halla la frase siguiente. He llegado a leer una docena de veces un trozo de cinco líneas. Cada una de esas repeticiones va precedida de las disculpas de Borges que, en cierto modo, se atormenta bastante con esas supuestas molestias que hace sufrir a su escriba. Sucede así que después de dos o tres horas de trabajo se logra media carilla que ya no necesita correcciones.” 


II de V
Vale recordar que el norteamericano Norman Thomas di Giovanni, secretario y traductor de Borges a la lengua inglesa entre 1968 y 1972, fue quien lo animó y auxilió, como entrevistador y amanuense, para que escribiera en inglés las Autobiographical notes, publicadas el 19 de septiembre de 1970 en la neoyorquina revista The New Yorker, e incluidas, con el título An autobiographical essay, en The Aleph and other stories 1933-1969, antología narrativa de Borges editada en Nueva York, por Dutton, en octubre de 1970, y en 1971, en Londres, por Jonathan Cape, cuya traducción al español Borges nunca autorizó para un libro, pese a que sucesivamente sus ensayistas y biógrafos traducían y transcribían fragmentos, y a que el 17 de septiembre de 1974, con motivo de la aparición del tomo de sus Obras completas y del número 1000 del periódico bonaerense La Opinión, éste publicara “una versión castellana sin firmar” proporcionada por Emecé, “un suplemento de 23 páginas” titulado “Las memorias de Borges”. Pero ya antes, en México, en el número 10 de La Gaceta del FCE, correspondiente a octubre de 1971, José Emilio Pacheco había traducido las Autobiographical notes con el título “Borges: Memorias”. Felizmente, María Kodama, su viuda y heredera universal de sus derechos de autor, en 1999, con motivo del centenario del nacimiento de Borges, con el título Un ensayo autobiográfico, autorizó su traducción al español por Aníbal González y su coedición, en Barcelona, por Emecé, Galaxia Gutenberg y Círculo de lectores; volumen con un prólogo del traductor y un epílogo memorioso de la propia María Kodama, más una rica iconografía en sepia y en blanco y negro que reúne “más de trescientas fotografías y documentos” que son parte del legado de Jorge Luis Borges. 
(GG/CL/Emecé, Barcelona, 1999)
  Un ensayo autobiográfico se suma a los tres libros de ensayos del joven Borges que el viejo Borges nunca quiso reimprimir (los fustiga y llama “libros inmencionables” en la página 60 de sus memorias) y que María Kodama hizo reeditar por Seix Barral. Uno es Inquisiciones (Seix Barral, Buenos Aires, marzo de 1994), cuya edición príncipe de 500 ejemplares, con el sello de Editorial Proa, data de abril de 1925, en el cual hay un texto sobre el Ulises (1922) de James Joyce, donde a pesar de que el joven Borges confiesa “no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran”, afirma categórico: “soy el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce”; y cuyo Bloomsday (bautizado así por el 16 de junio de 1904, el día que Stephen Dedalus y Leopold Bloom realizan “su épico viaje por las calles de Dublín”) desde 1954 se conmemora dos días después de que desde 1987 se conmemora la muerte de Jorge Luis Borges. Los otros dos libros renegados por el autor, y exhumados por su viuda, son El tamaño de mi esperanza (Seix Barral, Buenos Aires, noviembre de 1993), cuya edición príncipe de Editorial Proa data de julio de 1926 y tuvo un tiraje de 500 ejemplares con ilustraciones de Xul Solar; y El idioma de los argentinos (Seix Barral, Buenos Aires, diciembre de 1994), cuya edición príncipe de 500 ejemplares editados por Manuel Gleizer en 1928 con viñetas de Xul Solar, tuvo mejor suerte, pues el ensayo homónimo del sonoro título fue incluido por Borges en los libros de ensayos que compartió con José Edmundo Clemente, subdirector de la Biblioteca Nacional durante los 18 años que Borges la dirigió (y en quien “todas las funciones administrativas recaían”): El idioma de los argentinos, El idioma de Buenos Aires (Peña, Del Giudice-Editores, Buenos Aires, 1952) y El lenguaje de Buenos Aires (Emecé, Buenos Aires, 1963); mientras que el ensayo “‘El truco’ [de El idioma de los argentinos] pasó a integrar las ‘Páginas complementarias’ de Evaristo Carriego a partir de 1955”, el libro de índole biográfica y ensayística que el joven Borges publicó con Manuel Gleizer en 1930; además de que “en los últimos años de su vida [se dice en la postrera y anónima ‘Nota del editor’ de Seix Barral de El idioma de los argentinos], Borges autorizó la traducción al francés de ‘La felicidad escrita’, ‘La fruición literaria’ y ‘El culteranismo’ para la edición de sus obras en la Bibliothèque de la Pléiade”; los cuales son dos volúmenes impresos en París, por Gallimard: el tomo I en 1993 y el tomo II en 1999, ambos editados, prologados y anotados por Jean-Pierre Bernès, quien, también para Bibliothèque de la Pléiade, prologó y anotó en francés la iconografía titulada Album Borges (Gallimard, París, 1999).     

Portada del estuche del Album Borges
(Gallimard, París, 1999)
  Cabe citar el póstumo y segundo volumen de las Obras completas de Borges, editado en Buenos Aires, en 1989, por Emecé —gracias a la autorización de María Kodama—, donde se reunieron nueve libros publicados por el autor entre 1975 y 1985, y donde se conformó el libro La memoria de Shakespeare con cuatro cuentos —no datados con precisión— que Borges había dado a conocer de manera dispersa, pero que sin embargo él no reunió para constituir con ellos un libro: “25 de Agosto, 1983”, “Tigres azules”, “La rosa de Paracelso” y el homónimo del libro. Vale decir que “Tigres azules”, con el título “El milagro perdido”, se publicó en el periódico La Nación, en Buenos Aires, el 19 de febrero de 1978; y con “La rosa de Paracelso” se editó en 1977, en Barcelona, por Sedmay Ediciones, en una plaquette sin paginar titulada Rosa y Azul, con ilustraciones de Alfredo González. “La memoria de Shakespeare” se publicó el 15 de marzo de 1980 en el periódico Clarín, de Buenos Aires, y en una plaquette homónima editada en la capital argentina, en 1982, por Dos Amigos, Col. Valle de las Leñas núm. 1, con ilustraciones de Mirta Ripoll y un tiraje de 36 ejemplares. Y “25 de Agosto, 1983”, con el título “Agosto 25, 1983” y fechado en “Buenos Aires, 1977”, se publicó el 27 de marzo de 1983 en el bonaerense periódico La Nación; y con el título “Veinticinco Agosto, 1983” en el número 2 de La Biblioteca de Babel, colección editada por Siruela, en Madrid, dirigida y prologada por Borges, cuyo rótulo Veinticinco agosto 1983 y otros cuentos, incluye “La rosa de Paracelso”, “Tigres azules”, “Utopía de un hombre que está cansado”, “Borges igual a sí mismo” (entrevista de María Esther Vázquez), “Cronología” y “Aproximación a la bibliografía borgeana”; mientras que la versión italiana en La Biblioteca di Babele apareció en 1980 con el número 19 y el título Venticinque Agosto 1983 e altri racconti inediti. Ya como libro individual, La memoria de Shakespeare fue reeditado en 2004, en Buenos Aires, por Emecé, en una “Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril”, con pastas duras y sobrecubierta ilustrada con un detalle del Retrato Chandos (c. 1610), donde al inicio se dice que “Los textos presentan leves variantes con los publicados en las Obras completas”.

(Emecé, Buenos Aires, 2004)
       Al citado volumen II de las Obras completas de Borges, se añadió el póstumo volumen IV, editado en 1996, en Barcelona, por Emecé, que compila cuatro libros publicados entre 1975 y 1988. Se colige que el volumen III del conjunto de IV es el tomo de las Obras completas en colaboración, cuyo copyright heredó María Kodama y cuya primera edición de Emecé data de 1979, por ello Borges firmó el “Epílogo” en “Buenos Aires, 8 de febrero de 1979”. Vale observar que con excepción de éste ladrillesco volumen de 1058 páginas (que en realidad no es completo), las Obras completas de Borges fueron revisadas y reordenadas por Emecé en cuatro tomos impresos en Buenos Aires, en 2005, en una “Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril”.

     
(Emecé, 5ª ed., Barcelona, 1998)
        Y ya encarrerado el gato, vale comentar que gracias a los oficios y autorizaciones de María Kodama, el lector de Borges del siglo XXI cuenta con otras exhumaciones y misceláneos acopios de la arqueología borgeana. Por ejemplo, Borges en Revista Multicolor. Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges. Diario Crítica: Revista Multicolor de los Sábados. 1933-1934 (Atlántida, Buenos Aires, 1995), resultado de la “Investigación y recopilación” de Irma Zagara. O Jorge Luis Borges. Textos recobrados. 1919-1929 (Emecé, Barcelona, 1997), con “Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril”, quien con Mercedes Rubio de Socchi cuidó la edición de los siguientes dos títulos: Jorge Luis Borges. Textos recobrados. 1931-1955 (Emecé, Bogotá, 2001) y Jorge Luis Borges. Textos recobrados. 1956-1986 (Emecé, Buenos Aires, 2003). Trilogía que tal vez no sea del todo exhaustiva o total, pues, por ejemplo, en el “Capítulo 26” de Borges, una vida (Seix Barral, Buenos Aires, 2006), Edwin Williamson alude a “Elsa” —poema no recobrado— que Borges escribió en Harvard, en 1967, cuyo leitmotiv es su vínculo con Elsa Astete Millán, con quien entonces recién se había casado a toda orquesta el 21 de septiembre de 1967 en la “elegante iglesia de Nuestra Señora de las Victorias”, en la avenida Santa Fe de Buenos Aires, el cual “se publicó en la primera edición de Elogio de la sombra, 1969, pero fue omitido en las Obras completas, 1974”. Vale añadir que la susodicha mancuerna de editoras de Emecé no fue muy diestra en el cuidado de la edición de los textos que se leen en la valiosa y útil antología Borges en Sur. 1931-1980 (Emecé, Buenos Aires, 1999). 



Elsa Astete Millán y Borges
     


III de V
No obstante, María Kodama, la viuda y flamante heredera de los derechos de autor Borges, no siempre ha sido bien ponderada, según se lee en Borges: la posesión póstuma (Foca, Madrid, 2000), corrosivo y crítico libro-reportaje de Juan Gasparini. Pero también en la citada biografía de María Esther Vázquez, donde bosqueja ciertos intríngulis alrededor de la última enfermedad y muerte del escritor en Ginebra, Suiza, y su entierro en el Cementerio de Plainpalais; por ejemplo, apunta entre las páginas 330-331: “El mismo día del sepelio en Ginebra, apareció en el diario La Nación de Buenos Aires una carta de Norah: ‘Me he enterado por los diarios que mi hermano ha muerto en Ginebra, lejos de nosotros y de muchos amigos, de una enfermedad terrible que no sabíamos que tuviera. Me extraña mucho que su última voluntad fuera ser enterrado ahí, ya que siempre quiso estar con sus antepasados y con nuestra madre en la Recoleta (no en el Cementerio Británico como dice el apoderado). Aunque él esté muerto, los recuerdos de toda una vida nos siguen uniendo.’”
     
Norah y su hermano Jorge Luis Borges
         Y entre otras anécdotas desagradables, María Esther Vázquez habla sobre el previo y apresurado matrimonio de Borges con María Kodama (se casaron desde Europa, por poder, “el 26 de abril de 1986”, “en Colonia Rojas Silva, un poblado del Chaco Paraguayo”, ella con 49 años y él con 86 y desahuciado); sobre el cambio testamentario y el polémico destino de su herencia; sobre el maltrato a la criada Fani (Epifanía Uveda de Robledo) que sirvió a Borges y a su madre durante 38 años; sobre los celos de María Kodama ante la joven Viviana Aguilar, empleada de la librería La Ciudad, que atraía a Borges y por ende quería que fuera su secretaria y lo acompañara “en sus viajes por Latinoamérica”. Y entre otras cosas relata que la viuda de Borges ordenó al editor B. del Carril, de Emecé, extirpar el nombre de María Esther Vázquez del “Poema de los dones” (escrito, dice, en “diciembre de 1958”), pues Borges, que lo incluyó en El hacedor, se lo había dedicado: “Dedicatoria que persistió hasta su muerte”; cosa que los viejos lectores de Borges, que son legión, sí pueden constatar en ediciones y reediciones de varios acopios.

Páginas 118-119 de la antología de Jorge Luis Borges: Obra poética, 1923-1977
(Emecé/Alianza, Col. Alianza Tres núm. 48, 
3ª ed. ampliada, Madrid, 1983)



IV de V
No obstante los numerosos libros que recogen los diálogos y las entrevistas con Borges (incluidas las videograbaciones y los documentales televisivos y fílmicos, algunos localizables en DVD o en YouTube), innumerables lectores del siglo XXI nunca sabrán a ciencia cierta cómo fueron sus charlas, sus pláticas con los alumnos que asistieron a las clases de literatura inglesa y norteamericana que dio, entre 1956 y 1968, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pese a que ya existe un título que compila la transcripción de 25 clases dadas por él, en 1966, en tal casa de estudios: Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires (Emecé, Buenos Aires, 2000), cuya investigación, edición y notas se deben a los tocayos Martín Arias y Martín Hadis.
(Emecé, Buenos Aires, 2000)
  Nunca, en algún recinto o universidad de Europa, de los Estados Unidos o de Latinoamérica, podrán asistir a sus coloquios, seminarios y conferencias, pese a los libros de tal índole que él publicó en vida: Borges oral (Emecé/EB, Buenos Aires, 1979) y Siete noches (FCE, México, 1980). O a los póstumos, como Arte poética (Crítica, Barcelona, 2000), que reúne seis conferencias sobre poesía (y otras cosas) que Borges dijo (en inglés) en la Universidad de Harvard (Cambridge, Massachusetts), en su papel de invitado a dictar las Norton Lectures (Charles Eliot Norton Poetry Lectures), correspondientes al ciclo 1967-1968. O El aprendizaje del escritor (Lumen, Buenos Aires, 2014), con “Edición de Norman Thomas di Giovanni, Daniel Halpern y Frank MacShane”, que reúne cuatro charlas que Borges dio (en inglés) en “la primavera de 1971” “a los estudiantes inscriptos en el programa de escritura de la Universidad de Columbia”.

Borges, Octavio Paz y Salvador Elizondo
México, abril de 1981
  Nunca tendrán la privilegiada experiencia de hablar personalmente con él, como fue el temprano caso de Alfonso Reyes, embajador de México en Buenos Aires entre 1927 y 1930, aunque el joven y el viejo Borges siempre lo vieron como un maestro de estilo. Según dice éste en la página 63 de Un ensayo autobiográfico: “solía invitarme a cenar cada domingo a la embajada”. Fruto de tal amistad es el hecho de que Alfonso Reyes financió, en 1929, la edición del citado Cuaderno San Martín, el tercer poemario del joven Borges, precisamente en el número 2 de la Colección Cuadernos del Plata, donde también, por mediación de Borges, en 1929 se publicó Papeles de Recienvenido, miscelánea de Macedonio Fernández (otro de los maestros de su juventud tras su regreso familiar a Buenos Aires el 24 de marzo de 1921 luego de siete años en Europa, cuya legendaria tertulia, sabatina y nocturna, confluiría en la confitería La Perla, en la esquina de Rivadavia y Jujuy, en el barrio del Once), de la cual dice en la página 59 de Un ensayo autobiográfico: “yo mismo intervine, recopilando y ordenando los capítulos”.

Macedonio Fernández
(1874-1952)
  Nunca podrán realizar el viaje que emprendieron muchos de los lectores y entrevistadores que, para oír al oráculo, llegaron al departamento B del sexto piso de la calle Maipú 994 (que fue el domicilio de Borges y su madre desde 1947 hasta la muerte de ambos) o a la calle México 564, donde está la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, que Borges dirigió durante 18 años, entre 1955 y 1973, donde dictó poemas, ensayos, prólogos y cuentos suyos, y donde impartió cursos de literatura y formó un círculo de estudio del anglosajón y del islandés antiguo. Y en cuyo mes de diciembre de ese último año, en compañía de Claude Hornos de Acevedo, viajó a México para recibir en la Capilla Alfonsina la primera entrega del Premio Alfonso Reyes. 

Borges, José Emilio Pacheco y Claude Hornos de Acevedo
México, diciembre de 1973
  Nunca cultivarán con él el “diálogo socrático”, especial vivencia intelectual a la que el Borges ciego y sabio era proclive y que por las latitudes mexicanas sostuvo con notables escritores: Octavio Paz, Salvador Elizondo, Juan José Arreola, Juan García Ponce, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, entre otros.


Juan José Arreola y Jorge Luis Borges
México, diciembre de 1973



V de V 
En el poema en prosa “Borges y yo” se lee una determinante cifra gnoseológica (y se oye en el disco con la voz de Borges): “Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy)”. Casi resulta tautológico decir que mucho del Borges hombre (el de carne y hueso) quedó en el Borges literario (“No sé cuál de los dos escribe esta página”, dice al término en su falaz y deliberada confusión parecida a la del “Poema de los dones”: “Groussac o Borges”) y que sin el primero no se explica el segundo. Así, se tiene la certeza de que la inextricable voz que eternamente habla en el elepé es la voz de Borges y su doble (el otro, él mismo), y que sus textos (con elementos de su autobiografía personal, íntima, fantástica y metafísica) conllevan la pátina de una laberíntica e incesante permutación y desdoblamiento de su individualidad, única en el universo. Es la voz del viejo Borges que ve lejana la voz del joven Borges de la “Fundación mítica de Buenos Aires”: “Lo releo y me parece escrito por otra persona, por una persona que no me es antipática, pero que, ciertamente, no es el Borges que está hablando ahora”, dice en el elepé. Pero está allí en la primera persona, en la fugaz impronta de Hipólito Yrigoyen (“político radical” en cuya campaña a la presidencia de la república el joven Borges de 1928 participó creando “un comité de jóvenes intelectuales”); en la manzana fundacional: el barrio de Palermo, que fue el mítico barrio de su infancia: el barrio de la casa art noveau de dos plantas y un par de patios (calle Serrano 2135), donde estaba la biblioteca paterna de “ilimitados libros ingleses”, “un jardín con una alta bomba de molino” y una verja con lanzas —que fue el ámbito de los juegos con su hermana Norah— “y al otro lado del jardín un terreno vacío”; casa no muy distante del Zoológico de Palermo, donde solía ir, llevado por su madre, a observar al tigre y dibujarlo. Y el ámbito del redescubrimiento y fervor de Buenos Aires tras el regreso de Europa el 24 de marzo de 1921 (aún impregnado de la bruma del ultraísmo); el ámbito de la tutela de Macedonio Fernández, de las legendarias esquinas rosadas, de los compadritos (“famosos por sus peleas a cuchillo”), del idioma de los argentinos, de la biografía de Evaristo Carriego, escrita con el apoyo de los tres mil pesos del segundo Premio Municipal de Literatura que obtuvo con Cuaderno San Martín, que además le sirvieron para comprar, “de segunda mano”, su querida edición de 1911 de la Encyclopædia Britannica, que él siempre conservó en su casa. La voz que en 1960 escribe, y recita en la dedicatoria de El hacedor, que llega en un sueño hasta un rincón de la Biblioteca Nacional para obsequiarle a Leopoldo Lugones su colección de versos y prosas, pese a que éste se había suicidado en 1938, el año que murió su padre y el año del accidente que desencadenó su voz narrativa, que es la erudita voz que en “El acercamiento a Almotásim” reseña la inexistente novela policíaca de un abogado hindú y sus contactos con el mito del Simurg, dizque leído en “el venerado Coloquio de los pájaros de Farid ud-din Attar”, místico persa del siglo XIII, y la voz de los grandes cuentos reunidos en Ficciones (Sur, Buenos Aires, 1944) y en El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949); “son, supongo, mis dos libros principales”, dice en la página 78 de Un ensayo autobiográfico
     
Jorge Luis Borges
(1899-1986)
        Es la voz de “El suicida” que termina diciendo: “Borraré la acumulación del pasado./ Haré polvo la historia, polvo el polvo./ Estoy mirando el último poniente./ Oigo el último pájaro./ Lego la nada a nadie.” La voz del “Buenos Aires” tan íntimo y personal, que “Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.” Es la voz que en el instante de morir, en sus poemas épicos, traza el coraje y el valor de ciertos héroes legendarios de la historia argentina: “El general Quiroga va en coche al muere”, donde El Tigre de los llanos, el caudillo Juan Facundo Quiroga muere asesinado (diciembre de 1835) por una caterva de gauchos (incluso atraviesa el umbral del infierno); la del “Poema conjetural”, donde Francisco Laprida, asesinado por los montoneros de Aldao el 22 de septiembre de 1829, hace una introspección sobre lo que implica su muerte. Panteón de héroes que en el elepé incluye el memento mori de un par de sus ancestros: “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor de Junín”, donde el bisnieto, además de cantar las hazañas y el coraje de su bisabuelo materno, es el médium que da voz a la voz del coronel Suárez que habla desde el más allá; y “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-74)”, quien se deja matar guerreando en la batalla, mientras Fanny, su joven esposa: Frances Anne Haslam (1842-1935) —la abuela inglesa de quien el niño Georgie aprendió el inglés (sin saber aún que el modo con que hablaba con ella era el inglés)— aún estaba embarazada del que sería el padre del renombrado escritor: Jorge Guillermo Borges Haslam (1874-1938), abogado, maestro de psicología, aficionado a la filosofía y escritor amateur que escribió El caudillo, una novela que pocos han leído, impresa en 1921, en edición de autor, en Palma de Mallorca.
      Es la voz del Borges que se perpetúa en los Borges de sus ficciones (“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “El Aleph”, “El Zahir”, “El otro”, etcétera). La voz que solía ocultarse bajo la máscara de las reseñas y bibliografías apócrifas y de las falsas atribuciones, como ocurrió con los textos del citado Museo, brevísimo poemario en El hacedor, que reúne seis textos breves con sus respectivos quiméricos pies, originalmente publicados así por Borges en Anales de Buenos Aires, revista que dirigió entre 1946 y 1948. 
   
Borges en la Capilla Alsonsina
México, diciembre de 1973
Foto: Rogelio Cuéllar
        Uno de ellos, Le regret d’Héraclite, además de la alteridad, de la mágica virtud de transfigurarse en otros a través de la literatura (nadie desciende a las mismas aguas), implica el infructuoso y eterno anhelo ser amado por la inasible y evanescente mujer ideal: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/ Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”; en la misma medida en que un fragmento de “El Zahir” implica a todos los hombres ante lo insondable: “si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo”; o en la exultación límite ante el inefable hallazgo infinitesimal y cosmogónico: “En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cátaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí”, dice la voz de Borges en un pasaje revelador de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, lo que también se aprecia en un fugaz fragmento de un pie de página del mismo cuento, precisamente cuando la voz alude el efluvio y la comunión erótica y la imaginaria posibilidad de ser William Shakespeare (y por ende: Borges y los otros, entre ellos la infinita y laberíntica serie de los consabidos y diminutos nanohomúnculos umbelíferos: los mil y un Borgitos habidos y por haber): “Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.” 


Jorge Luis Borges. Voz Viva de América Latina. Elepé donde se oye la voz de Borges recitar y hablar. Más un cuaderno de 16 páginas con los poemas, prosas y comentarios del recital y una serie de anónimas notas al pie; conjunto precedido por la presentación de Salvador Elizondo. Serie Voz Viva de América Latina núm. 13, Departamento de Voz Viva de Difusión Cultural de la UNAM. 2ª edición. México, 1982.


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domingo, 7 de mayo de 2023

La novela de mi vida

 

Yo te llevo dentro

 

I de X

Precedida por una nota de “Agradecimientos” y editada en marzo de 2002 en Barcelona por Tusquets Editores con el número 470 de la Colección Andanzas, La novela de mi vida, del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), comprende dos grandes segmentos: “Primera parte: El mar y los regresos” y “Segunda parte: Los destierros”; más un epílogo rotulado “Noticia histórica” (cuya fecha al calce es la datación de la obra en el barrio donde vive y escribe: Mantilla, 1 de enero de 1999-23 de junio de 2001), en cuyo último párrafo canta el habanero Cantor de Mantilla convertido en omnisciente voz narrativa:

          

Colección Andanzas núm. 470, Tusquets Editores
Barcelona, marzo de 2002

          
“En las cataratas del Niágara, como homenaje a su gran cantor, ha sido colocada una placa de bronce con los versos de la famosa oda. En Toluca [Estado de México], existe una estatua de José María Heredia. En 1902, al proclamarse la independencia de la isla, la calle de Santiago de Cuba donde nació Heredia fue definitivamente bautizada con su nombre y muchos lo consideraron el Poeta Nacional. A dos siglos de su nacimiento su poesía sigue siendo estimada como la primera gran clarinada de la cubanía literaria y del romanticismo hispanoamericano, y poemas suyos como la oda ‘Niágara’ [de la que existen dos versiones: la Primera versión y la Versión definitiva], ‘En el teocalli de Cholula’, ‘Himno del desterrado’ y ‘La estrella de Cuba’ son estudiados como los más altos ejemplos de la naciente lírica del país, y citados por especialistas y lectores. Sus versos patrióticos hacen de José María Heredia el primer gran poeta civil de Cuba y el gran romántico de América, como lo reconoció José Martí, al evocar la memoria del poeta muerto en la miseria y el olvido.”

           

José María Heredia. Obra poética
Editorial Letras Cubanas
La Habana, abril de 1993
(contraportada)

          En este sentido, vale puntualizar que el eje o principal intriga de la urdimbre de La novela de mi vida —Premio Casa de Teatro 2001 en República Dominicana y Premio de la Crítica 2002 en España— es el manuscrito de las memorias autobiográficas que el Cantor del Niágara, el poeta cubano e independentista José María Heredia y Heredia, redactó —tuberculoso, miserable y moribundo—, con el auxilio de su esposa Jacoba Yáñez. (Vertiente narrativa en la que, por la soberana y libre decisión del autor, predomina el poder imaginativo y la conjetura, sobre el acopio bibliográfico y los datos y nombres históricos.) Y por ende es ella, ya viuda, quien las cierra con una nota fechada en “Ciudad de México, 12 de mayo de 1839”, que reza a la letra:

            “Después de tres días de delirios y agonía, murió José María Heredia y Heredia, a las diez de la mañana del jueves 7 de mayo de 1839, en la casa de la calle del Hospicio de San Nicolás, número 15. Al morir tenía treinta y cinco años, cuatro meses y siete días de vida. Fue enterrado esa misma tarde, en la mayor pobreza, con la presencia de unos pocos amigos y sin ningún reconocimiento oficial, a pesar de su antigua condición de diputado de la nación [mexicana]. Su cadáver reposa en el Panteón del Santuario de María Santísima de los Ángeles, en el cementerio de Santa Paula. La prensa mexicana no publicó una sola esquela mortuoria. Al día siguiente de su muerte, el Diario del Gobierno de la República Mexicana estampó una convocatoria para ocupar la vacante por él dejada.

            “Su última voluntad fue que estos documentos fueran entregados a la señora Dolores Junco, en Matanzas, isla de Cuba, para que ella los hiciera llegar, cuando creyera oportuno, al señor Esteban Junco.

            “Yo atestiguo, ante Dios y la posteridad, que hasta donde conozco, ésta es la verdadera historia de la vida de José María Heredia, hombre que disfrutó la gloria y murió en el olvido. Fue el Cantor del Niágara, de las palmas y de la estrella de Cuba, la patria que amó cada día de su vida y por cuya independencia sufrió destierro. Descanse en paz su alma.”

           

UAEM/Ayuntamiento de Toluca
Biblioteca Nacional de Cuba José Martí/UNEAC
Toluca, 2017

               Pero si bien el epicentro de La novela de mi vida son las memorias autobiográficas que Heredia narra en primera persona, las dos grandes partes de la caudalosa y minuciosa obra comprenden tres puzles: tres vertientes narrativas, paralelas y entreveradas entre sí en sucesivos capítulos sin rótulos. Una es, precisamente, la que narra la vida de Heredia a través de su evocativa y reflexiva voz, hasta los patéticos momentos que preceden a su muerte. Otra es la que corresponde al póstumo, misterioso y azaroso destino de esas desconocidas e inéditas memorias manuscritas, que tiene como punto de partida el día 11 de abril de 1921, cuando el viejecillo y empobrecido José de Jesús Heredia, hijo del Cantor del Niágara, a sus 85 años de edad y porque presiente su muerte, entrega el sobre de Manila, atado con una cinta malva, a la logia masónica Hijos de Cuba con sede en Matanzas, quien a partir de entonces tiene por cometido su resguardo en el más absoluto secreto de los secretos, hasta que se cumpla el centenario de la muerte del poeta. Meollo no previsto por éste, sino ordenado por su madre, María de la Merced Heredia, en la casa matancera de su hijo Ignacio, tras la muerte por tuberculosis de Jacoba Yáñez —días después de su arribo desde México—, fallecida a los 33 años el 17 de junio de 1844, dejando allí en orfandad a dos de los cinco hijos que tuvo con el poeta: Loreto, la segunda, y José de Jesús, el quinto, quien cumplió tres años un día antes de que su padre muriera, y quien por su hermana Loreto supo del manuscrito hasta 1904 y entonces lo leyó y se convirtió en su albacea y en vigilante y censor de la imagen pública de su padre. Pero cuando en 1926, a sus 90 años, el viejecillo José de Jesús Heredia está en el lecho de muerte hospitalizado en la Quinta de Nuestra Santísima Virgen de Covadonga, al oír e inferir, de manera fortuita y circunstancial, que las cosas podrían torcerse con la súbita muerte de Ramiro Junco —nieto del poeta y su sobrino nieto—, les pide a Carlos Manuel Cernuda y a Cristóbal Aquino, dos viejos masones matanceros, que destruyan los papeles; pero sólo Cristóbal Aquino acepta la subrepticia y destructiva misión. Sin embargo, tras leer de un tirón las ciento dieciocho hojas —pese a que lo tenía prohibido—, decide preservarlas, en la secrecía de la logia, por su valor histórico, testimonial y documental. Pero en 1932, ante el inminente saqueo y destrucción de los esbirros que obedecen al dictador Machado, para salvaguardar el manuscrito, auxiliado por su hijo Salvador Aquino, pergeña un teatral, camuflado y escurridizo numerito con una falsa acta mecanografiada al vapor y decide, solitario y en secreto, entregárselo a Ricardito Junco, hijo del fallecido Ramiro Junco, un pillo enriquecido bajo la férula de la dictadura machadista y por sus voraces tejemanejes como gobernador de la provincia de Matanzas, quien durante seis años lo oculta en la caja fuerte del señorial palacio de Junco, donde vive. Pero como en 1938 sus fondos se han evaporado y su pariente Dominguito Vélez de la Riva y del Monte aspira a la presidencia de la República de Cuba y dado que faltan ocho meses para el 7 de mayo de 1939, día que los papeles deberían hacerse públicos, se los da a leer en una copia y los originales se los vende, en total secrecía, por 500 mil dólares contantes y sonantes, más la inextricable “promesa de que si difundía otra copia del manuscrito pagaría toda su fortuna a un asesino para que no dejara vivo a uno solo de los Junco”.    

   

Leonardo Padura en el cintillo de La novela de mi vida (Tusquets, 2002)

            Y la otra vertiente —la más cercana a los actuales tiempos del siglo XXI, iniciados con la caída de Batista y el triunfo de la Revolución Cubana el 1 de enero de 1959— es la que protagoniza el solterón Fernando Terry Álvarez, un eventual poeta del montón, ex marielito y desterrado profesor en Madrid de 48 años de edad, quien regresa a La Habana, con un mes de permiso para moverse en la ínsula supuestamente socialista, tras 18 años de exilio iniciado en mayo de 1980 por el puerto del Mariel, la embajada del Perú, y “el antiguo bar Cuatro Ruedas, donde estuvieron abiertas las oficinas para que todo el que se reconociera como una escoria antisocial diera el salto definitivo al exilio”: cuatro años de residencia en Estados Unidos (los tres primeros meses subsistiendo en una calurosa y asfixiante carpa en los jardines del Orange Bowl de Miami, capital de Florida donde un año trabajó de albañil y los tres siguientes de “custodio de los fondos del Museo Guggenheim”, en Nueva York, mientras residía en un departamentico en Union City, New Jersey) y los catorce restantes en un ático en la capital española, donde empezó de “acomodador de libros en una biblioteca” y al año de profesor de español y literatura en un liceo. La razón de ese perentorio retorno a la nostálgica y entrañable Isla Perdida (Se escucha música de guitarra, laúd, maracas y bongó. Es una melodía sensual, mulata, con olor a monte y sabor a ron, que engañosamente induce a pensar cálidos placeres, hasta que de tanto escucharla se llega a perder la conciencia de que nos acompaña.) obedece a que el doctor Mendoza, su otrora profesor de latín en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, ya jubilado y convertido en bibliotecario de la Gran Logia, recién rescató “varias cajas de documentos masónicos traspapelados en un sótano del Archivo Nacional y entre los papeles había hallado uno capaz de córtale la respiración: se trataba del acta donde se registraba el homenaje que en 1921 le rindiera la logia matancera Hijos de Cuba a José de Jesús Heredia, y donde se aseguraba que el viejo masón había entregado al Venerable Maestro un sobre sellado que contenía un valioso documento escrito por su padre, el cual debía quedar, desde entonces y hasta 1939, bajo la custodia de aquel templo, heredero del que había iniciado al poeta independentista en 1822”. Lo cual induce al profesor Terry a suponer que ese documento valioso “no podría ser otro que la presunta novela perdida de Heredia que por años —y sin el menor éxito— había tratado de localizar.” Quince días después de recibida la escueta información que desde La Habana le enviara por carta su amigo el poeta Álvaro Almazán, Terry “se presentó en el consulado cubano dispuesto a iniciar los trámites para obtener un visado que le permitiera el retorno temporal a su patria.”

II de X

El drama del destierro de Fernando Terry empezó a enmarañarse de manera burda y grotesca con un infundio, casi una especie de venenosa broma de malaleche, pero sin duda: un síntoma de la carencia de libertades y de la represión dictatorial, ideológica e intolerante que, no sólo su generación, vivía en Cuba durante la década negra de los años 70. Terry, muy chipocludo y donjuán en un insaciable y deportivo festín sexual con maestras y alumnas, llevaba dos años impartiendo clases en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. “Su tesis de grado sobre la invención lírica de los símbolos y representaciones de la cubanía en las obras de José María Heredia”, había recibido la máxima calificación (summa cum laude, se infiere); y el tribunal examinador dispuso que su tesis “debía publicarse y convertirse en texto de consulta para los estudiantes”, y que él, hijo pródigo del alma mater coronado con laureles y fanfarrias, “se quedaría trabajando como profesor de la Escuela de Letras. Mientras, al cumplir los requisitos necesarios, se le iniciaría un expediente como candidato a doctor en Ciencias Filológicas para que preparara, como trabajo científico, una nueva edición crítica de las poesías de Heredia, comentadas y anotadas desde la novedosa perspectiva de su estudio de graduado”.

            Y en esas lides estaba, preparando su “tesis doctoral sobre la poesía y la ética de José María Heredia” —que se quedó truca—, cuando, mientras trinaba una clase con su cantarina voz de sinsonte de mil cuatrocientas voces, fue interrumpido por la secretaria de la escuela, quien “le pidió que bajara con urgencia a la oficina del decanato”. Pero allí no lo esperaba la doctora Santori (su tutora y un poder en la universidad que pudo salvarlo de la purga), sino “un mulato fornido, varios años mayor que Fernando”, quien “se presentó como el compañero Ramón, teniente de la Seguridad del Estado que atendía la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana”. (Luego, con otro pseudónimo, lo haría en el Ministerio de Cultura, tácita e implícitamente mangoneado por el represor Luis Pavón Tamayo, presidente del Consejo Nacional de Cultura durante el quinquenio gris: 1971-1976). Y sin decir agua va, buscando el aturdimiento o el fulminante nocaut de un batazo, el agente “le informó sin más preámbulos que en las investigaciones realizadas a raíz del intento de salida clandestina del país del ciudadano Enrique Arias Martínez, éste había confesado que entre las personas enteradas de su proyecto se encontraba Fernando Terry Álvarez.” Y esta es, por increíble que resulte, la descomunal e imperdonable “falta administrativa” (casi un “delito”) que supuestamente ha cometido el boquiabierto y lelo profesor, porque —le echa en cara ese policía— motu proprio debió informar a las “instancias correspondientes”. Y además, para presionarlo, arrinconarlo y tupirlo en la lona, le dice que ha espiado al grupo: “nosotros sabemos que usted y varios de sus amigos tienen opiniones respecto a algunas medidas que se han tomado en los últimos años” (y a la postre sabrá que particularmente vigilaba al negro Miguel Ángel, por su militancia en la Juventud Comunista), y que está específicamente enterado de los poemas que escriben él y Álvaro Almazán. “Una lectura de sus poesías demuestra que usted no es precisamente un hombre politizado. Y sepa que ésa no es nuestra opinión: es la de la dirección de la escuela y la de alguien del núcleo del Partido...”  

        Y si bien Fernando Terry, en ese ríspido interrogatorio, se niega a espiar y a ser un chivato al servicio del régimen castrista, baja la guardia, se le ablanda la sesera y afloja la viperina, pese a él, pues declara: “Una vez Enrique estaba molesto por algo que le había pasado, ni me acuerdo qué fue, y me dijo que cualquier día se montaba en una lancha y se iba... Era una de esas perretas que le dan a él, cuando se ponía histérico..., porque, bueno, él es maricón. Por eso yo ni le hice caso.” Es decir, se trata de una traicionera delación de Fernando Terry, pues Enrique Arias, en uno de los encuentros en la azotea, les confesó a los Socarrones —porque confiaba en ellos—, que era marica desde los doce años. (Íntima y secreta revelación que fue motivo de anécdotas autobiográficas, chismes y bromas, como la del “aguerrido secretario de la Juventud Comunista de la Facultad, a quien desde entonces bautizaron como el dulce pájaro de la Juventud”). Señalamiento grave, comprometedor y peligroso en el intolerante y represivo contexto social y político de Cuba: “en la Escuela de Letras eran asoladoras y cíclicas las purgas de homosexuales”, inextricable al hecho de que se trata de una vigilada y espiada “facultad donde la ideología tiene un peso tan importante”. De ahí que Enrique Arias, actor estudiantil y dramaturgo con un libro premiado y publicado —y un activo homosexual casi en el armario—, por su intento de fuga en una lancha (siguiendo a su novio, el ladrón del bote), haya estado preso año y medio en una granja —quizá una de las llamadas Unidades Militares de Apoyo a la Producción, donde por su homosexualidad, lesbianismo, desviación ideológica o socarronería autosuficiente, eran recluidos intelectuales y artistas—, pero allí no le extirparon lo marica ni las ganas de largarse de la isla perdida de la que nadie puede salir. Y Fernando Terry, luego del interrogatorio de ese policía de la Seguridad del Estado, regresó al aula a impartir la que sería su última cantarina conferencia (El ave canta aunque la rama cruja) —casi la última carcajada de la cumbancha—, pues “Al día siguiente, cuando la decana lo llamó a su oficina”, se enteró “que quedaba temporalmente suspendido de su trabajo”.

            Fernando Terry y Enrique Arias sólo pudieron discutir sobre el escatológico y neurálgico intríngulis hasta que año y medio después éste quedó “libre” y estigmatizado y excluido de por vida. “Nos engañaron a los dos”, fue la persuasiva hipótesis de Enrique. (Después hubo otra charla, en 1978 —cuando llevaba “Más de un año sin verlo”—, la última, luego de que Terry, maltratado y humillado, decide no regresar a la chamba de corrector de galeras en la revista TabaCuba, carcelaria, burocrática, roma y oficialista.) Y aunque el profesor Terry esperó con ansiedad y añoranza una misiva de rectificación, nunca pudo reincorporarse a su trabajo de maestro universitario. (La última vez que estuvo en la facultad fue el “día de diciembre de 1976 en que esperó en vano toda una tarde para conversar sobre su caso con la decana”, la doctora Santori, que lo dejó plantado, solo, solitario y fóbico ante el acoso sistémico. En el ínterin al exilio, tuvo que emplearse de operador del montacargas de la rotativa de un periódico, donde además hizo servil e hipócrita “trabajo voluntario” para demostrar su afinidad ideológica al “socialismo científico” del régimen castrista, como “encargarse de la actualización del mural del sindicato y de la redacción de los discursos del secretario del Partido, el de la Juventud y los del administrador”; de negro, con grilletes en los tobillos, en la citada revista TabaCuba; y de ayudante de un carpintero vinculado al comercio clandestino, temiendo, con los pelos de punta, “que el presidente del Comité de Defensa de su cuadra pudiera comunicar que no tenía vinculación laboral” y por ende sería “fichado como vago o antisocial”.) Y Enrique, un paria, marginado para publicar y emplearse en el área de sus estudios, “Cuatro meses después” de la última charla que tuvo con él, murió, a los 30 años, en la avenida del Malecón, una noche de 1979, atropellado y destrozado por la mole de acero de un KP3 soviético —pesado vehículo de carga que es un indicio de la sovietización imperante en Cuba desde 1963 hasta la disolución de la URSS en 1991, lo que dio paso a la escasez y esclerosis económica del llamado Período Especial—. (¿Un alevoso suicidio o un simple capricho de un azar fabricado?, oscuro meollo del que Terry se lamenta y se culpa.) “Tú todavía puedes esperar algo, Fernando, pero a mí lo que me queda es esto —y señaló hacia las calles sucias y despintadas, especialmente sórdidas en aquel rincón de la ciudad [el entorno del parque Central y de ‘los portales siempre infectados de orines del antiguo Centro Asturiano de La Habana’]—. Si me agarran tratando de montarme otra vez en una lancha, me pueden meter preso no sé cuántos años. Si presento un libro a una editorial, no me lo publican cuando sepan quién soy. No me van a dar trabajo en nada que tenga que ver con lo que estudiamos. Yo sí no tengo base para donde virarme y ni siquiera tengo alma de mártir. Además como soy maricón y ya no me escondo para serlo... Estoy preso en las cuatro paredes de esta isla. Y creo que después de todo me lo merezco: mi ‘tragicomedia’ tiene que ver con una isla perdida de la que nadie puede salir. ¿Es casi simpático, no? Tanto joder con la literatura, y la literatura termina vengándose de uno. Y de contra todavía piensas que soy el culpable de todo lo que te ha pasado, ¿verdad?” Fue de lo último que le dijo en ese último diálogo.

III de X

Durante sus estudios universitarios, el grupo de los Socarrones (que empezó siendo una especie de juvenil club de Tobi prohibido para la pequeña Lulú) tenía como lugar de encuentro y tertulia —para sus textículos literarios y sus cuitas existencialistas con ron y tabaco (una idiosincrásica y habanera variante de la deslenguada fenomenología del relajo cubano)—, la azotea del astroso edificio donde vivía y aún vive Álvaro Almazán (con el techo a punto de derrumbarse sobre él), quien en el presente es un cincuentón y oscuro poeta con obra breve (dos poemarios), con tres hijos desperdigados de infaustos matrimonios, sin fémina de planta e inclinado al trago hasta las heces y las últimas consecuencias. (Estiro el brazo/ encojo el codo/ Y a la salud de too/ me lo bebo too.) Pero durante la época universitaria los ilusos Socarrones “vivían convencidos de poder cambiar el destino literario del país”. No lo lograron. No son el magnético círculo literario de los Socarrones autosuficientes de La Habana, materia de estudio de epígonos y académicos de toda ralea. (No hay entre ellos —pese a las prebendas y al reconocimiento del establishment, quizá algo artificial, del que goza y se beneficia el poeta Arcadio Ferret con “ocho volúmenes, ampliamente difundidos, premiados y comentados”—, ningún prolífico Príncipe de Asturias de las Letras con rutilantes preseas en Cuba y en otras latitudes e idiomas de la recalentada aldea global.) Y ahora son, sin excluir la cacofonía y al desterrado (De un tumulto de males cercado), una generación perdida, una más (escondida, sin rostro, sin cojones), apaleada y sumergida hasta la calva (o el copete) en sus individuales tareas de Sísifo en Isla Perdida (donde proliferan los tácitos e implícitos letreros que ordenan: PROHIBIDO), ya profesionales con mediocres salarios, ya con cierto éxito, suerte, picaresca, oportunismo y arribismo, y la mayoría con rastros de supervivencia y resiliencia, e ineludible o necia continuidad haciendo agua o nadando de a muertito en el hediondo y estancado pantano. No obstante, al parecer, la generación perdida de los Socarrones prometía, según lo transluce el elogio de la sombra del jubilado doctor Mendoza (“Total, ahora soy un viejo de mierda, con un retiro que no me alcanza ni para empezar a vivir, y si tomo leche y como carne es porque mi hijo más chiquito, el que no estudió, tiene una tarima en un mercado campesino y gana como quinientos pesos al día vendiendo carne de puerco y robándole a todo dios. Gana en un día casi tres veces mi retiro de un mes...”), otrora el profe de latín en la universidad, quien le canta a Terry como si percutiera una evanescente escultura fónica con un tambó de la arcaica y ancestral Isla Perdida: “A pesar de lo socarrones que ustedes podían ser, nunca volví a tener un grupo de estudiantes como aquél. Desde que empecé a darles clase, yo sabía que no eran gente común.”   

   

Foto de Padura en la 2a de forros

            Para celebrar el regreso sin gloria de Fernando Terry (Volver/ Con la frente marchita/ Las nieves del tiempo platearon mi sien), Álvaro Almazán, el Varo (cuyo apócope e índole evoca aquel epigrama con que era fustigado y desollado vivo el más triste de los alquimistas: Cuesta cuesta lo que Cuesta), pese a los reparos del bienvenido (Cuba, Cuba, que vida me diste), quien sólo quería verlo a él y al Negro, convoca a una reunión de espectros allí en la azotea (desde donde se otea el Capitolio y el mar y llega su olor), que él apostrofa: “la penúltima cena de los Socarrones”, maiceada con los dólares que aporta el desterrado (banquete, escuálido y conmovedor, que haría las delicias de Mario Conde y del Flaco Carlos, siempre hambrientos y glotones, escuálidos y conmovedores): “una meza presidida por una cazuela de arroz moro brillante y desgranado, custodiado por una fuente abarrotada de masas de puerco fritas, una docena de tamales en hoja, una pirámide de plátanos maduros fritos, la florida ensalada de lechuga, tomates y pepinos, además del flan de calabaza dormido en un piélago de caramelo de azúcar, todo preparado por una vecina de Álvaro que había encontrado una forma de vida en su maestría para la comida criolla, pues su salario de especialista A en Planificación apenas le alcanzaba para sobrevivir. La bebida —dos cajas de cerveza, tres botellas de ron y dos de vino tinto— era el aporte del guajiro Conrado, que lépero como siempre, se negó a revelar el origen del botín.”

       Además de Terry y del Varo, se apersonan ese lépero Conrado Peláez, tremendo gordo con cara de ternero de tres papadas, que ha hecho montones de dólares a la Rico McPato, apoyándose en la picaresca y en los ilegales tejemanejes, a través de una empresa cubano-española de exportación-importación y por ello tiene viajes a España, “casa en Miramar, auto japonés climatizado, reloj suizo de oro, mujer y dos amantes, ropa elegantemente informal y un envolvente aroma de colonias indelebles”; el poeta Ferret: el bello Arcadio, “considerado por muchos una de las voces más notables de su generación, e incluso se hablaba de la influencia ejercida en los más jóvenes: sin vanidad pero con orgullo [...] aceptaba elogios, viajes, medallas, autos asignados y hasta precoces homenajes, convencido de que los merecía”; Miguel Ángel, el Negro (el Hígado Negro de la literatura cubana: “Ser negro en Cuba ha sido más difícil que ser maricón”, pontifica en la azotea la tarde del “23 de octubre de 1974”, cuando escribía un cuento “Sobre un negro que ahora mismo se siente discriminado”), perestroiko ex militante del Partido, con esposa y dos hijos estudiantes de medicina, con algún cuento impreso en México y España, y un par de novelas (editadas en Francia “Por una editorial de mierda que paga una mierda”) que para Terry “eran escalones de un aprendizaje capaz de colocarlo al borde de lograr algo grande”, y la tercera en ciernes (un “texto amargo y esperanzador, donde se revelaba el trauma histórico [y decimonónico] de una raza esclavizada y discriminada”), más algunos artículos críticos del statu quo cubano difundidos fuera de Isla Perdida, y a quien conoce desde el cuarto grado de primaria, cuando “Aquel negrito fuerte, más alto que el resto de sus compañeros”, que él veía “como una especie de guardia rojo”, “se empeñó desde el principio en ser el jefe del destacamento pioneril y el alumno más destacado del grupo”; el profe Tomás Hernández, quien preserva el físico de Charles Atlas sin panza, pese a que lleva dos décadas dando clases en la carrera de la que Terry fue defenestrado en un tris, y sin dar golpe en los formidables artículos, ensayos y novelas que, decía, iba a escribir; y a quien Terry, sin descartar a los otros (incluidos el par de muertos), supone el probable chivato que lo delató y por ello —en una tensa discusión (sucedida cinco días antes de irse de Cuba) sobre ese oscuro y maloliente meollo que aletea gasificado y agudo en la atmósfera del grupo y que induce a cada uno (cada uno en su turno, incluido el difunto Víctor a través de las postreras revelaciones de Delfina) a hablar del punto neurálgico, purulento y controversial, puntualizando no ser el delator—, Tomás, furioso, le resume a quemarropa y vocinglero lo que piensa de él y el drama de su día a día en la isla perdida de la que nadie puede salir:  

“—De verdad creo que estás loco pal carajo, Fernando. ¿Qué ganaba yo con chivatearte, dime? ¿Y de qué coño te iba a acusar y con quién?

“—Eso mismo dicen Miguel Ángel y los otros.”

“—Pues yo no fui, y no jodas más con eso. ¿Qué coño tú te has creído que yo soy?

“—Ahora mismo no lo sé...

“Tomás no pudo evitar sonreír, y parecía más confiado.

“—¿Tú sabes lo que te pasa a ti? Pues que eres un trágico y te gusta tenerte lástima. Te encanta ver la mierda de los demás y no hueles la tuya... Mira, nunca te lo he dicho, pero yo hablé con Enrique y él me dijo que tú lo acusaste de maricón. ¿O se te olvidó eso? Ya, ya sé que se te descojonó la vida y toda esa historia, pero si hubieras sido un poco más inteligente y menos trágico te hubiera ido mucho mejor. ¿Qué hice yo desde el principio? Cogerlo todo como venía y no complicarme la vida. Uno ya es bastante viejo para creer que los muertos salen, que la poesía sirve para algo, que Heredia no era un comemierda que se metió en una camisa de once varas y después se pasó la vida lamentándose, igualito que tú. ¿Y tú qué aprendiste de todo eso? Ni cojones, Fernando, ni cojones. Has vivido amargado y jodido, y te consuelas viendo y creyendo lo que te conviene ver y creer...

“—¿De qué coño estás hablando? ¿Qué sabes tú de mi vida?

“—Eso mismo digo yo —lo interrumpió Tomás, alterado—: ¿Qué sabes tú de mi vida? Óyeme un momento, mi socio, ya que estamos metiéndonos en la mierda, vamos a revolcarnos de verdad: ¿tú sabes lo que es ser profesor de la bicentenaria y benemérita Universidad de La Habana y tener que desayunar con un cocimiento de hojas de naranja? ¿Tú has comido picadillo de cáscaras de plátano? ¿Tú has ido en bicicleta de tu casa a tu trabajo, todos los días, durante cuatro años? ¿Tú has visto a tu madre enfermarse de neuritis o de qué coño sé yo y quedarse ciega en dos semanas? [La polineuritis cegadora que, como una plaga silenciosa, comenzó a invadir la Isla durante el Período Especial.] ¿Y has tenido miedo de que tu hija termine metiéndose de puta? ¿O sabes lo que es reírle las gracias y servirle de chofer a un extranjero comemierda que hace lo mismo que tú pero gana cien veces más dinero que tú? Mira, Fernando, yo lo he aguantado todo y no tengo nada: un carro viejo sin gasolina, una casa despintada y unos cuantos libros, porque cuando la cosa se puso en candela les vendí los vendibles a esos mismos profesores extranjeros para comprar aceite y leche en polvo y un poco de carne para mis hijos y mi madre. En cuarenta años me he comido un barco de chícharos y he ido a más reuniones que el presidente de la ONU. Pero no me paso el día llorando por los rincones y lamentándome de cómo podía haber sido mi vida... ¿De qué tragedia me vas hablar tú a mí?

“—Pero yo tuve que irme...

“—¿Y yo tengo la culpa de eso? ¿O la tiene el Negro, o el Varo, o quién coño la tiene?”

IV de X

Penúltima cena de los espectrales Socarrones, después de unos 25 años de no reunirse en la azotea, a la que sólo faltaron el par de difuntos que Álvaro hace presentes con dos velas encendidas: Enrique Arias y Victor Duarte, quien murió en 1981 cuando voló en pedazos al más allá. Víctor tenía 32 años al morir; al término de la carrera empezó de asistente en el Instituto de Cine, donde se hizo director de cortos y andaba de corresponsal de guerra en Angola cuando murió, “víctima de una mina antitanques colocada en una de las carreteras del sur”. Por cierto: el novelista también fue corresponsal en Angola, enviado del periódico Juventud Rebelde, según habla de ello con anécdotas en Leonardo Padura, una historia escuálida y conmovedora (2019), excelente documental biográfico, opera prima de la joven cubana Náyare Menoyo Florián; además de que lo apunta en su crónica “La generación que soñó con el futuro”, compilada en su libro Agua por todas partes (Tusquets, 2019): “Mi generación fue, también, la que nutrió de soldados a los ejércitos cubanos en las guerras internacionalistas de Etiopía y Angola, en las que participaron miles de jóvenes (incluso en edad de servicio militar, o sea, algo más de dieciséis años), y en las que yo mismo me vi envuelto, pues debí trabajar un año en Angola, por fortuna como corresponsal civil, por lo que merecí la distinción de Trabajador Internacionalista que guardo en mi casa.” Y ya encarrerado el gato con las citas tutti frutti, en un barco de papel por el mar de las Antillas, el poeta Nicolás Guillén se desgañitó recitando a voz en cuello el panfletario estribillo del “Son de Angola”: “¡Muera el gringo, viva Angola,/ viva el son!”

   

Editorial Letras Cubanas
La Habana, julio de 1982

         Según recapitula Fernando Terry, Víctor Duarte, con quien compartió “aula y equipo de pelota en la secundaria básica”, era el mejor de los Socarrones: un “mulato alto y fornido, bello y saludable”, discreto, moderado y sin aspavientos. Y quizá por ello Delfina se hizo novia de él y luego se casaron. Pero tras 18 años de nostálgico destierro, “Fernando creía que seguía enamorado de Delfina [Sentir/ Que es un soplo la vida/ Que veinte años no es nada/ Que febril la mirada/ Errante en las sombras, te busca y te nombra], como lo había estado desde que la conoció, al iniciarse el curso universitario de 1969, y como lo seguiría estando después, a pesar de haberse convertido en la mujer de Víctor.”

     Según la omnisciente voz narrativa, “Desde que apareció en sus vidas, Delfina fue como un imán capaz de alarmar los instintos masculinos de los Socarrones: aun cuando no era ni la más hermosa, ni la más elegante, ni la más culta de las treinta y seis muchachas que iniciaron el curso, era la más atractiva de todas por el desenfado y la sobriedad con que asumía la vida y su feminidad, y por la sensación de realidad que la envolvía, como halo magnético. En las conversaciones extraliterarias que solían tener en la azotea de Álvaro, cada uno de ellos fue confesando la atracción que ejercía Delfina [...] Sólo Víctor se abstuvo de hacer comentarios y tampoco los hizo después de aquella noche de septiembre, apenas iniciado el segundo año de la carrera, cuando llegó a la casa de Álvaro con Delfina tomada de su brazo: el asombro aturdió a los Socarrones al ver a la muchacha en sus predios, pero la sorpresa se multiplicó cuando vieron cómo Víctor la sentaba a su lado y le tomaba la mano, mientras ella colocaba una de las suyas sobre un muslo del afortunado.”

   El club de Tobi: “Los Socarrones, puestos de acuerdo, fueron crueles y vengativos. Encabezados por el propio Fernando, que taimadamente minó el terreno sin dar nunca la cara, buscaron la manera de que Víctor no apareciera más en las tertulias con su novia, aunque poco a poco terminaron por hacerse a la idea de que Delfina no iba a ser la mujer de los mosqueteros —Tomás dixit—: una para todos. Y al final la admitieron, como si fuera posible aceptar lo inaceptable, al menos para Fernando, quien a pesar de su fidelidad a Víctor y de todos sus triunfos en amores, siempre sintió un escozor al pensar en ella, hasta admitir que estaba jodida y definitivamente enamorado de aquella mujer... [Y tras los 18 años de destierro], ¿Seguía enamorado?, se preguntó, después de darle un beso en cada mejilla, a la usanza española. Entonces la tomó por los brazos y dio un paso, para contemplarla a una distancia más propia.” (Guardo escondida una esperanza humilde/ Que es toda la fortuna de mi corazón).

   

Wifredo Lam

              Ahora Delfina tiene 47 años y se pinta el pelo aún largo; no se volvió a casar; no tiene hijos ni amante fijo o visible desde hace unos tres años; cuida la endeble salud de su padre y se desplaza en guaguas. Aún trabaja como especialista en artes plásticas y tiene “un libro sobre los pintores cubanos de los ochenta”. Y por su especialidad, luego invita a Terry a una muestra de artistas jóvenes, curada e inaugurada por ella, “que se exhibía en uno de los palacios habaneros rescatados de la muerte segura”; misma que el desterrado, muy chingonauta, menosprecia o desprecia con ojo agrio de comisario bolchevique poniéndole tachas a Wifredo Lam con el ceño fruncido (y de paso a la selección de Delfina) y dizque muy sapiente y trotamundos: “Demasiado esnobismo, proporciones excesivas de posmodernidad forzada, necesidad evidente de estar más a la vanguardia que los centros generadores de vanguardia, nublaban la vista de unos pintores más parisinos, o neoyorquinos, o milaneses que cubanos, y con los cuales no había logrado establecer comunicación ni empatía.”

V de X

Vale resumir que Fernando Terry, en La Habana, tiene a Carmela, su mamita (al parecer es hijo único), quien aún vive en la misma casa donde cuela un buen café (Si no fuera por Emiliana/ Nos quedaríamos con las ganas/ De tomar café, de tomar café [...] Se levanta muy tempranito/ Y en un ratito cuela el café/ Y reparte en cada buchito/ Todo lo bueno que usted le dé), mismo que el Negro ha degustado, de buchito en buchito, en las sucesivas visitas que le ha hecho durante los 18 años del destierro de su hijo (¡Ay mamá Iné!/ ¡Ay mamá Iné¡/ Todo lo negro tomamo café); donde hay árboles plantados por su padre muerto y están las sepulturas de varios perros de su infancia y juventud: Coco, Negrito, Mocho y Canelo; y donde dejó encajadas algunas cosas relativas a la vida que llevaba como escritor de poemas, artículos y relatos, a su pesquisa sobre la vida y obra de Heredia, y a su vínculo literario con los Socarrones, como es la copia definitiva de la Tragicomedia cubana (novela teatral), el libreto inédito de Enrique Arias Martínez, que después de su muerte, “le fue entregada por los padres de su amigo, con una breve nota que terminó de alarmar sus lacerantes sospechas: ‘Esto es para Fernando’, decía el papel, sin más órdenes ni deseos, sólo firmado por una E muy redonda, casi tanto como la rueda del camión que acabó con la vida de su amigo”. Obra revulsiva, crítica, secreta e íntima, sacada a relucir por el ortodoxo policía de la Seguridad del Estado durante el interrogatorio a Enrique; quien le puso la grabación donde se oye que Fernando Terry (obnubilado por la furia de saberse supuestamente denunciado por su amigo), aflojó la sesera y la viperina delatando la naturaleza de maricón de Enrique y de querer irse de Cuba en una lancha. Y en contrapartida de esa filosa cuchillada trapera, Enrique, la última vez que habló con Terry, le echó en cara el hecho de que el policía Ramón no le puso una grabación en la que él delatara que Fernando Terry sabía que quería irse de Cuba: “Te sacó de paso y tú mismo dijiste lo que ellos querían oír decir. Pero fíjate una cosa, él no te puso ninguna grabación mía.” Oculto meollo que Fernando Terry sabe tan cierto como el “Himno del desterrado” y la oda “Niágara”.

    En síntesis, los tres objetivos de Fernando Terry durante su mes de permiso en Cuba son: hallar el manuscrito de Heredia; descubrir quién de los Socarrones fue el presunto delator que presuntamente lo descarriló de la dulce vita en la universidad y por ello lo encaminó al inframundo y al azar del destierro (errante y proscrito me miro); y descubrir qué vínculo amoroso puede suceder con Delfina, pese a que a sí mismo se ve medio calvo, barrigón y con ojeras permanentes (Vivir/ Con el alma aferrada/ A un dulce recuerdo que lloro otra vez).

VI de X

En este sentido, también vale resumir que en la pesquisa para hallar el manuscrito de Heredia se involucran —acompañándolo, interrogando y especulando conjeturas e hipótesis—, algunos de los Socarrones, como es el caso de Álvaro Almazán y Arcadio Ferret (pese al inveterado pique que media entre ambos), con quienes hace el primer viaje a Matanzas, en el auto de éste, y enseguida a Colón. Donde, en la búsqueda del nonagenario masón Salvador Aquino —hijo del citado Cristóbal Aquino, quien de la matancera logia Hijos de Cuba sacó en secreto, en 1932, el sobre Manila, atado con una cinta malva—, localizan, como director del museo de Colón, al ojiazul Roberto Aquino, nieto del anciano, lector de “la voluminosa biografía de Camus de Olivier Todd”, enterado de la obra poética del célebre y bello Arcadio, y estudioso de las venturas y desventuras biográficas y legendarias de Heredia y de la logia matancera Hijos de Cuba, donde la noche del 21 de septiembre de 1822, a los 18 años, el Cantor del Niágara se hizo masón en una ceremonia secreta, y luego secreto conspirador independentista y antiesclavista.

          

Placa conmemorativa de José María Heredia y Heredia
en las Cataratas del Niágara

         
Sobre los manuscritos secretos de Heredia, el nonagenario Salvador Aquino —muy lúcido, glotón y fumador de enormes puros—, quien se inició en la masonería en 1924, a los 18 años, y en 1930 empezó de secretario de la logia matancera Hijos de Cuba, les dice sobre Cristóbal Aquino, su padre, y sobre los papeles de Heredia, que nunca vio ni hojeó:

      “Si de algo estoy seguro es de que él no cogió nunca esos papeles y ni siquiera los leyó, aunque sí me habló de que en el nicho del cuarto de los maestros estuvo mucho tiempo el sobre amarillo, amarrado con un cordón morado.”

       Y además de parlotear y especular sobre dónde quedó la bolita, o sea: dónde pueden estar los papeles o quién pudo sacarlos o tomarlos y ocultarlos, también abordan aspectos de la leyenda y biografía de Heredia. Por ejemplo, comenta el museógrafo Roberto Aquino:

     “—Por eso pienso que ese manuscrito no era una novela como se comentó una vez, sino más bien unas memorias o algo por el estilo. Pero lo importante ahora es que por más que la familia Junco trató de ocultar las cosas, en Matanzas se comentó que Lola había tenido un hijo antes de casarse con Felipe Gómez...

    “—De Heredia se decían muchas cosas —protestó Álvaro—. También que se acostaba con la mulata Luisa Montes, y que cuando el marido se enteró la mató a puñaladas.

   “—Yo conozco esa leyenda, aunque esto es distinto, sobre todo porque casi no se habló del asunto... Pero el niño que se supone podía ser hijo de Lola nació en enero de 1824, tres meses después de que Heredia se fue de Cuba. Entonces debió de haber sido concebido en abril del 23...

   “—¿En abril? —preguntó Fernando, pero en realidad hablaba consigo mismo—. En esa época él estaba en Matanzas...

   “En junio [de 1823] la familia sacó a Lola de la ciudad [de Matanzas] y la trajeron a vivir al ingenio Miraflores, que estaba por aquí, muy cerca de Colón, y Heredia nunca la volvió a ver. El acta de bautismo dice que el niño era hijo de Rubén, el hermano mayor de Lola, y le pusieron Esteban Junco. Y Esteban era el padre de Ramiro. Si el comentario es cierto, entonces Esteban era hijo de Lola Junco, y Ramiro era su nieto...

  “Y tú piensas que Ramiro también era nieto de Heredia —remató Fernando la idea, cuando sintió que el cigarro, olvidado entre sus dedos, empezaba a quemarle la piel.

“Si el manuscrito son unas memorias —siguió Roberto— y Ramiro las leyó, lo más posible es que haya encontrado esta historia, si ocurrió como estamos suponiendo. Entonces, todo lo que la familia había tratado de esconder durante un siglo, se iba a saber cuando los papeles salieran a la luz.

“—Tiene que ser, tiene que ser —se empeñó Arcadio.

“—No jodas, Arcadio, eso parece una telenovela mexicana —comentó Álvaro.”

      Pero más bien parece el atávico enredo de una radionovela cubana que evoca la adictiva, legendaria y lacrimógena historia decimonónica El derecho de nacer, la melodramática serie de radio creada por Félix B. Caignet para la CMQ. (“Trescientos catorce capítulos de veinte minutos cada uno, que arrojan una duración total de 6 280 minutos: 104 horas de transmisión; un récord jamás superado en la historia del melodrama radiofónico.”) La cual, en las ondas hertzianas, “Se inicia en Cuba, allá por 1948, cuando La Habana era todavía un gran hotel de Estados Unidos.” Y se oía, paralizando la respiración y las actividades de los escuchas como si fuera la final de la champions de beisbol (la Serie Mundial de Grandes Ligas) entre los Industriales de La Habana y los Yankees de Nueva York (“Posiblemente explote la olla exprés, quizá el niño ruede por las escaleras o los grandes del mundo se declaren la guerra, hay otra guerra más importante”) “a través de 800 000 aparatos de radio distribuidos en los hogares de La Habana, Matanzas, Santa Clara, Santiago de Cuba...” Por la que el señor Caignet, ya célebre, “será llamado el Shakespeare del melodrama, el Sófocles de los pobres, ¡el escritor más humano!” —Apunta Vicente Leñero en “El derecho de llorar”, su lúdica e hilarante parodia de guion radiofónico, que es una crónica periodística datada en 1970, compilada por Carlos Monsiváis en A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (Era, 1980)—.

   

Serie Crónicas/Biblioteca Era
Ediciones Era, 2a ed., México, 1981

       Vicente Leñero, a un lado del expreso colado a la cubana y con un enorme Montecristo haciendo humo entre los dientes, dibuja una enorme sonrisa de Negrito Sandía (Del verano, roja y fría/ carcajada,/ rebanada de sandía), se frota las palmas y con sus dedos largos, levemente puntiagudos y lampiños aporrea veloz las teclas de la Olivetti de su oficina, en la Zona Rosa, repleta de libros, periódicos y revistas Claudia:

   

Vicente Leñero

           “El señor Caignet coloca sus dedos velludos y ligeramente chatos sobre la rémington y comienza a dar a luz (efectos de sonido: ruido de teclas)) la conmovedora historia de Elena del Junco [nótese y óigase el sonoro y coincidente apellido de alto pelaje]: una linda cubana de la más aristocrática sociedad habanera, primogénita del aristocrático chapado a la antigua y no menos rígido don Rafael del Junco, quien enamorada del hijo del peor enemigo de don Rafael (recuérdese Romeo y Julieta) se entrega a él en un rapto de amor, de locura, de éxtasis, de inexperiencia, y concibe en sus entrañas (ya no se siga recordando a Romeo y Julieta) un ser inocente, un angelito, una criatura de Dios a la que por cobardes prejuicios sociales el canalla seductor desea privar de su existencia (acorde musical dramático). ¡Jamás lo permitiré! —responde Elena, iracunda—. ¡Jamás! Esta criatura que palpita ya en mis entrañas es una víctima de nuestro pecado, es inocente y tiene... tiene... —titubea Elena tomando bríos— ¡el derecho de nacer! (nuevo acorde musical dramático).”

     Vale contrastar que, según revela el Cantor del Niágara en sus memorias, Lola Junco, a quien le escribe poemas y llama: ninfa del Yumurí, también se entrega, virgen, “en un rapto de amor, de locura, de éxtasis, de inexperiencia”. Lo cual fue el inicio de una clandestina y entrañable pasión amorosa en el secreto ámbito del Yumurí, pues Lola Junco ya estaba comprometida con ese Felipillo Gómez, de familia negrera. Se transluce que la pudiente y conservadora familia Junco sí dispuso que ese inocente angelito, que se formaba en el vientre de Lola (¡válgame Dios!), sí tenía el derecho de nacer, pero no el derecho de ser el hijo de ella y del pobretón poeta Heredia (por muy famosillo y galán que fuera en los salones de alto pedorraje), ni de mancillar el honorable honor ni el rimbombante nombre de la presuntuosa familia Junco. Y por ende se ordenó que Lola, embarazada, se trasladara de Matanzas al ingenio familiar de Miraflores a concebir en secreto, siempre acompañada de la negrita Teté, su joven esclava, confidente y cómplice en los encuentros clandestinos en el Yumurí, quien podría haber hecho el papel protector de la negra Mamá Dolores ocultado el fruto del secreto amorío de su ama. Pero con conocimiento de causa y una abultada dote, la familia Junco tramó y orquestó el matrimonio de Lola con el Felipillo Gómez. Y que el inocente angelito: Esteban Junco, con indiscutible, feliz y cristiano derecho de nacer, figurara a la luz pública como hijo de Ramón (¡aleluya!), el hermano mayor de Lola. Por una carta de ella que le entregó la negrita Teté, Heredia supo del embarazo cuando aún estaba en Matanzas. Y antes de partir al exilio en 1823, en otra carta le dijo que el bebé había muerto y dio por cancelada la relación amorosa. Es decir, el desterrado Heredia sólo supo de Esteban Junco, trece años después, porque a mediados de 1836 obtuvo dos meses de permiso para visitar Cuba, otorgados por el gobernador de la isla, nada menos que el autoritario capitán general Miguel Tacón. Es decir, sólo la mañana del 26 de diciembre de 1836, día de San Esteban, logró verla y hablar con ella en un umbroso recodo de la catedral de Matanzas. Según narra el poeta en sus memorias:

 

José María Heredia y Heredia

         “Apenas clareaba cuando ocupé mi puesto de vigilancia. A pesar del frío, me sudaban las manos y las piernas me temblaban, como en los viejos tiempos. Faltando diez minutos para las siete la vi salir de su casa, acompañada por una esclava para mí desconocida. Aunque sólo tenía treinta años, la señora que vi andar hacia la iglesia, vestida de negro hasta el cuello cerrado, sin adornos ni joyas visibles, parecía mayor. Una huella de amargura había marcado su boca, con un triste descenso de las comisuras: aquella boca hermosa, que tanto besé. El pelo, recogido hacia atrás con rigor, mostraba las vetas blancas de un prematuro encanecimiento. Una desazón angustiosa me tocó el pecho al ver lo que había quedado de la ninfa del Yumurí, la más bella alhaja del cofre matancero, la muchacha suave y bien armada de carnes con la que viví los más intensos días de mi amor juvenil.”

    En el clandestino diálogo en una banca del patio interior de la iglesia repleto de naranjos, signado por un furtivo beso preliminar en los labios y uno apasionado al término (obviamente ella lloró: ¡tenía el derecho de llorar!), pudo enterarse de que Lola y él fueron víctimas de las órdenes y atavismos de la todopoderosa familia Junco; que desde entonces y desde siempre ella lo ama y lo seguía amando (Yo te llevo dentro/ Hasta la raíz/ Y por más que crezca/ Vas a estar aquí/ Aunque yo me oculte tras la montaña/ Y encuentre un campo lleno de cañas/ No habrá manera ni rayo de luna que tú te vayas/ Que tú te vayas). Y que todo el tiempo su matrimonio con el negrero Felipe Gómez ha sido una infeliz e ingrata farsa, vengativa y machista; incluso le arrebató a la negrita Teté (Métete Teté, que te metas Teté) y la envió al ingenio a cortar caña. (La chiquita que yo tengo/ tan negra como e,/ no la cambio po ninguna,/ po ni ninguna otra mujé./ /Ella laba, plancha, cose,/ y sobre to, caballero, ¡cómo cocina!)

   Ese doloroso episodio explica por qué Heredia, enfermo y moribundo, dispuso que sus memorias fueran entregadas a Esteban Junco, el hijo que no conoció, quien tal vez nunca supo quiénes eran sus verdaderos padres. Y de hecho, en las postreras páginas de sus memorias, Heredia se dirige a él. No obstante, al parecer, ese destinatario nunca se enteró del manuscrito. Y al día siguiente de que el anciano José de Jesús Heredia depositara las memorias en la matancera logia Hijos de Cuba el 11 de abril de 1921, le pide a Ramiro Junco —hijo de Esteban Junco— que se haga cargo de ellas al cumplirse el centenario de la muerte del poeta el 7 de mayo de 1939. Pero Ramiro Junco, sin saber que moriría de un infarto en 1926, unas horas antes del fallecimiento del nonagenario José de Jesús Heredia, no acepta el encargo; él quiere seguir siendo el que siempre ha sido (la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre) y no está dispuesto a mover un dedo ni un ápice por las memorias de su auténtico padre por muy Heredia que haya sido y sea en sus poemas y en la historia de Cuba. No obstante, desde la distancia y el mutismo, le enviaba algún dinerillo al viejecito José de Jesús, su empobrecido tío abuelo, descubierto como tal en ese solitario y áspero diálogo, en los márgenes del Yumurí, en que rechazó el papel de albacea.   

       

Editorial Letras Cubanas
La Habana, abril de 1993

         Vale resumir que si bien el desocupado lector (lectora o lectore) lee las inéditas y serpenteantes memorias del poeta José María Heredia y Heredia a lo largo de la novela, Fernando Terry no logra dar con ellas; supone que por alguna desconocida razón ya no existen, quizá por un acto destructivo. No obstante, en la víspera de su regreso a la buhardilla madrileña, la sesentona doña Carmencita Junco (Carmen Alodia Junco y Vélez de la Riva) —hija de Anselmo de la Caridad Junco y Ponce de León, hijo del susodicho Ramiro Junco, y sobrina del citado malandrín y ladronzuelo Ricardito Junco—, matrona del restaurante Palmar de Junco en El Vedado (a donde Terry y el Varo previamente acudieron a dialogar y a preguntarle por el manuscrito del Cantor del Niágara), lo llama por teléfono a la casa de su madre para que en la abigarrada recepción del paladar (que semeja un bazar de objetos y trebejos usados, viejos y antiguos), comprometiéndolo a no hablar a nadie de ello, lea en secreto la desconocida, secreta, y última carta manuscrita que Heredia le dejó a Lola Junco, rubricada y datada en México, 3 de mayo de 1839, donde además de hablarle de la escritura de sus memorias y de la íntima confianza, complicidad y auxilio de su querida esposa Jacoba Yáñez, le puntualiza que están destinadas a ella y a Esteban Junco, el hijo de ambos: “dejo a su juicio y voluntad el destino final de estos papeles: él debe decidir si se hacen públicos o si considera preferible hacerlos desaparecer y cubrir la verdad —que no sólo su verdad y la de su padre— con el manto del silencio.”

VII de X

Cabe resumir que Fernando Terry, cuando le restan unos doce días en Cuba, sí templa con ese obscuro objeto del deseo; o sea: sí pega el chicle y se empata con Delfina. Y llega el erótico instante en que, enamorado, siente que ella es “su mujer”. Pero Delfina, se transluce, no piensa ni siente que Terry es “su hombre”, pues ella no lo seguirá a su minúsculo ático en el corazón de Madrid, porque, se ve, no tiene los resortes afectivos ni los tornillos y parámetros mentales para hacerlo: no está enamorada y en ella pesa mucho el recuerdo de Víctor después de 17 años de muerto: “Yo lo quería mucho, Fernando. Víctor fue mi novio y mi marido y era el mejor hombre del mundo. No merecía morirse, y mucho menos sintiendo que yo iba a sufrir...”. Intríngulis inextricable al hecho de que está muy arraigada en La Habana (“Quiero seguir aquí aunque me esté comiendo un cable. No me da la gana irme...”) y allí tiene su empleo (relativo a las artes plásticas) y un buen departamento (codiciado por la danza de galanes, donde vive sola) y procura la alimentación y la salud de su padre. Un Madrid donde todo indica que en su pequeña e insular buhardilla él reproduce Cuba, su nostálgica y particular Cuba dentro de esa íntima isla de cuatro paredes; un carcelero e íntimo exilio interior semejante, en el nom plus ultra de la quintaesencia, al carcelero exilio interior del octogenario poeta Eugenio Florit, quien si bien había salido de Cuba hacía más de treinta años, jamás había salido de la isla, pues recreó su particular ínsula cubana en un cerrado y climatizado habitáculo de cuatro por seis metros (...esa que os parece isla no es tal, sino un gran pez que se tumbó a descansar en medio del mar...), dentro de los márgenes de la liliputiense casa en el South West de Miami, donde el viejo Florit residía con su hermano Gerardo (y la hija de éste, loca de atar) cuando Terry lo visitó para conocerlo, “mientras trabajaba como albañil en las obras del Downtown de Miami”. Si antes de despedirse, el anciano Florit tocó en el piano Linda cubana, pieza del musicólogo y compositor Eduardo Sánchez de Fuentes de la que no necesitaría en el atril la “manoseada partitura”, Terry, de vuelta en Madrid, podría volver a oírla, nostálgico, en el vinilo de mercadillo colocado en el plato de su prehistórico tocadiscos evocando la sensual geografía humana de Delfina saliendo de la regadera, desnuda bajando la escalera o dormida en la cama (...vemos la hermosura de la isla, precisamente cuando no vemos la isla...), quien de los fenecidos rescoldos de sí mismo revivió sus aires de poeta.

VIII de X

A los 27 días de su regreso, cuando le quedan un par de días de su permiso en Cuba, muere el doctor Mendoza. A la ceremonia fúnebre y masónica en la Gran Logia acuden Delfina y los seis Socarrones: Terry, el Varo, el Negro, el bello Arcadio, el lépero Conrado y el profe Tomás. Y sin buscarlo ni preverlo, de pronto observa que junto al hijo menor del doctor Mendoza se halla un mulato fortachón y canoso, con “dedos ensortijados” y “dos gruesas cadenas de oro” en el cogote, en quien reconoce “los ojos incisivos” y la jeta de perro en que “Tantas veces su memoria había vomitado”, “incluso en el infierno lo habría reconocido”. Es decir, se trata del “compañero Ramón”, aquel polimorfo “teniente de la Seguridad del Estado” que propició la pérdida de su empleo en la universidad y su destierro y el encarcelamiento de Enrique en una granja por haber intentado huir de la isla en una lancha robada. Así que, en el momento propicio, cuando el mulato sale de la logia para fumar, Terry lo sigue y se le acerca y en el áspero diálogo no tarda en confrontarlo preguntándole: “¿Quién fue el que me chivateó y dijo que yo sabía que mi amigo se iba?” Y el bato, porque le va bien con las triquiñuelas vendiendo carne de puerco con Jorgito Mendoza (y quizá con otros tejemanejes en el mercado negro) y porque hace diez años lo despidieron (con una patada en el culo) de esa represiva policía de espionaje ideológico y político al servicio de la ortodoxia del “socialismo científico”, no tiene empacho ni escrúpulos para revelarle el hediondo intríngulis de la hez de la canalla:

            “Ramón parecía divertido y miraba a Fernando como a un ser extraño.

            “—¿Quién te dijo que alguien te chivateó?

            “—Tú me lo diste a entender.

            “—O tú lo quisiste entender. Mira, que yo me acuerde, lo que hice fue tirarte un anzuelo. Nosotros sabíamos que ustedes se reunían, que hacían sus tertulias y que se mataban a poemas. Tratamos de captar a uno de ustedes, no me acuerdo cómo se llama, un negrito él...

            “—¿Miguel Ángel?

            “—No me acuerdo el nombre. Era un supermilitante. Y el hombre nos mandó a cagar. Entonces pasó lo del que quiso irse en una lancha y vi el cielo abierto. Te tiré el anzuelo, a ver si querías colaborar, pero tú no quisiste y te enredaste en las patas de los caballos. Yo hice un informe, para que te halaran las orejas y te tuvieron amarrado cortico, pero alguien en la universidad se acobardó y decidieron sacarte de la escuela.

       “—Eso es mentira.

       “—¿Mentira? ¿Por qué yo iba decirte una mentira ahora? Mentiras te dije ese día y tú te las tragaste. Nadie dijo nadie de ti. Ni el mariconcito que estaba preso ni ninguno de tus amigos. Te embarraste tú solo y los de la universidad te aplicaron la máxima, porque también se apendejaron.

       “—Sigo sin creerte. No puedo creerte.”

     No obstante, parece que hay algo de cierto en las palabras del ex agente de la Seguridad de Estado. Y en tal sentido resulta razonable que el Varo le haya dicho a Terry con antelación: “Mira, Fernando, yo también te lo dije cuando llegaste: no fue nadie. Y no porque seamos más guapos, ni más bárbaros ni nada de eso: si nos apretaban, cualquiera de nosotros podía decir lo que fuera y acusarte de cualquier cosa. Pero dio la casualidad de que no nos preguntaron...” Es decir, al único al que interrogaron y soltó la sopa cuando Enrique ya estaba preso fue, precisamente, Fernando Terry, el cantor de letrina.

   No obstante, ni el rector universitario ni la decana ni los alumnos ni sus colegas movieron un dedo ni chistaron. Nadie. Se quedó solo y acojonado en el mierdero y oscuro laberinto de la soledad. El doctor Mendoza, por lo menos, se disculpó a posteriori: “Yo lamenté mucho que te sacaran de la escuela... Aquello me pareció un disparate y se lo dije a la decana, aunque no me atreví a hacer nada. ¿Qué podía hacer yo? Pero siento que tenía que haber hecho algo.” Y la doctora Santori, su tutora y decana en esa época —ya en el retiro, pero aún dando clases en la facultad y por ello ya lleva unos 50 años con la investigación y la docencia—, insiste en hablar con él, antes de que se marche de Cuba, para pedirle perdón. De eso se entera Terry cuatro días antes de irse, cuando la localiza en el tercer piso de la Escuela de Letras, dando cátedra en el aula número 19, la misma aula donde él cantó su última clase con su cantarina voz de sinsonte de mil cuatrocientas voces. “Creo que conmigo se lavó las manos y dejó que me cortaran el cuello. Si ella se mete en candela no me hubieran botado”, les revira al Negro y al profe Tomás, quien fue el mensajero de la perentoria cita: “La Santori te espera mañana a las diez, después de que termine sus clases. Ve si te sale de los cojones...”

    Al parecer, Fernando Terry fue un discípulo preferido y promovido por la doctora Santori, pues le dice en el diálogo: “Nunca he vuelto a tener un alumno como tú. Ni siquiera Enrique fue tan bueno [...] Ni antes ni después. Por eso quise que te quedaras de profesor en la escuela. Yo pensaba que tú serías mi mejor sustituto.”

    “Yo podía haberte salvado”, le confiesa, pero anteponiendo su renuncia, y no se atrevió a hacerlo (por miedo o cobardía o por las dos cosas) y ahora se arrepiente y le pide perdón. No obstante, al parecer movió la pirinola tras bambalinas sin decirle a él ni mu ni pío, pues le asegura: “Protesté, le escribí al rector, al ministro, al ideológico del Partido, pero no renuncié...”

    “—No sabía eso. ¿Y qué le respondieron, profe?

    “—Me daban largas. Decían que tú habías cometido un error, que el compañero de la Seguridad había hecho un informe, que después tu actitud no había sido la más correcta, que esperáramos un tiempo... Hasta que me encabroné y dije que si no arreglaban las cosas iba a ver a quien tuviera que ver. Y por fin te mandaron esa carta, pero ya era tarde.” Y sí que lo era, pues la “reparadora rectificación” a Terry le “llegó mes y medio después de haberse iniciado su exilio”. Es decir, cuando a voces ya había sido vilipendiado de “escoria antisocial” y marielito por las alharaquientas hordas de la ortodoxia, e incluso por la vocinglera xenofobia de otros intolerantes cubanos exiliados y residentes en Miami.

    “—Todo fue un estupidez. Alguien le dijo al policía que yo sabía que Enrique quería irse.

    “—¿Sabes una cosa? Yo no estoy tan segura de eso. Para mí fue una trampa que te pusieron. Cuando fui a ver a la gente de la Seguridad que atendían la universidad, ellos me dijeron que tú mismo te habías acusado...

    “—¿Pero cómo es posible?

     “—Eso dije yo, y entonces me pusieron una grabación tuya diciendo que a Enrique le había pasado algo y dijo que cualquier día se montaba en una lancha... Yo les dije que no era posible que por una tontería así te troncharan tu carrera... y entonces me enseñaron un informe sobre ti de la revista TabaCuba. Ahí te acusaban de desviado ideológico, de autosuficiente, de tener mala actitud ante el trabajo y en las tareas políticas, todas esas cosas de las que pueden acusar a cualquier persona inteligente. Ellos mismos me dijeron que nada de eso era grave, que en un par de años, quizá menos, podías volver a la escuela. Y en ese momento no hice lo que tenía que hacer: poner mi renuncia contra tu regreso... Cuando Tomás me dijo que te habías ido por el Mariel me sentí tan culpable que casi me enfermo. Me di cuenta de que todos nosotros, los que podíamos haber hecho algo, pero sobre todo yo, éramos culpables de perderte.

     “Fernando sintió cómo se le secaba la garganta. La posibilidad, tantas veces soñada en sus días de marginación, de que recibía una llamada telefónica y le pedían que volviera a la escuela, había estado más cerca de lo que él imaginara, y podía haber llegado mucho antes de aquel mes de mayo de 1980, cuando se embarcó hacia el exilio. Su vida, entonces, se habría reencauzado, y todo hubiera sido diferente. Pero resultó que una confesión estúpida, el extremismo implacable de unas personas y la falta de decisión de otras habían ganado la batalla, sin necesidad, siquiera, de que alguien lo hubiera delatado. El absurdo de su destino le parecía ahora simplemente ridículo.”

       No obstante, pese a lo acertado de ese razonamiento, le dice a la Santori:

       “—No, doctora, yo sigo creyendo que alguien me acusó...

    “—Cuando te fuiste, yo vi al rector y se lo dije: que nosotros te habíamos botado del país. Pero él me respondió que tú mismo le habías dado la razón a los que te acusaron...

IX de X

Delfina y los seis Socarrones acompañan a Fernando Terry hasta el último minuto de su mes de permiso en Cuba, pues la última tertulia en la azotea se sucede durante la noche, la madrugada y el amanecer de despedida a la que él llevó, como sorpresa y para ser leída entre ellos, la copia definitiva de la Tragicomedia cubana (novela teatral), legada a él por Enrique Arias Martínez. Obra inédita, sacada a relucir por éste en la tensa discusión que ambos tuvieron después de que pasara el año y medio preso en la granja, donde la conjetura central del actor y dramaturgo quedó cifrada en la frase: “Nos engañaron a los dos”:

     “—Nos engañaron a los dos —repitió el otro, y por fin lo miró de frente: en sus ojos había una humedad alarmante y un reto sostenido.

     “Fernando creyó que podría agredirlo. La insistencia de Enrique en aquella idea del engaño le generaba una exasperación homicida, pero la estampa casi desvalida de su antiguo compañero lo contuvo.

“—¿Qué ganaba yo con decir una mentira? Dime, ¿qué ganaba si de todas maneras me iban a meter preso?... Yo no te acusé de nada. Pero ellos sí me dijeron que tú les habías dicho que yo escribía cosas que no eran revolucionarias y que...

“—¿De qué estás hablando? —Fernando saltó cuando sintió la puñalada en un costado.

“—Tú lo sabes bien: tú fuiste el único que leyó una parte de la ‘Tragicomedia cubana’. Y según ellos, tú les dijiste que eso era una obra de un resentido político...

“—¿De dónde tú sacas toda esa mierda? —Lentamente Fernando se puso de pie.

“—De lo que me dijeron ellos, coño —gritó, y también abandonó su sillón. De pronto, la cautela y la vergüenza de Enrique parecieron esfumarse—. ¿Pero es que no entiendes? Nos engañaron, nos jodieron a los dos. Óyeme bien, Fernando: o nos pusieron una trampa o me acusó alguno que sabía lo que yo estaba escribiendo, y ese mismo te acusó a ti de...”

 X de X

En su vieja recámara, dentro del cajón, “[...] Ahora Fernando descubrió que, flotando sobre su poesía, se hallaba una carpeta rotulada como C-O-P-I-A-D-E-F-I-N-I-T-I-V-A de la Tragicomedia cubana (novela teatral), y sintió que no estaba preparado para aquella profanación. [Obra aún en ciernes la tarde del ‘23 de octubre de 1974’, mencionada, pero no sacada a relucir en el jolgorio y relajo vespertino de los Socarrones en la azotea fumando y bebiendo: ‘Hasta que no la termine no leo nada. Ya lo advertí, ¿no?’, dijo Enrique; y el Negro le reviró: ‘Oye, Enrique, procura que esa cosa sea buena, porque llevas como un año jodiendo con eso, y nunca la terminas.’] Pero una fuerza exterior, empeñada en violar su voluntad, lo obligó a extraer la carpeta. En una primera hoja Enrique repetía el título de su texto, sin agregar su nombre. Como si no quisiera hacerlo, Fernando pasó la hoja y se enfrentó a las letras mecanografiadas, desvaídas por el tiempo, y penetró un mundo sin fondo en el que comenzó a caer sin tener el mínimo consuelo de un asidero:

            “Se escucha música de guitarra, laúd, maracas y bongó. Es una melodía sensual, mulata, con olor a monte y sabor a ron, que engañosamente induce a pensar cálidos placeres, hasta que de tanto escucharla se llega a perder la conciencia de que nos acompaña. El sol comienza a nacer, tropical y alegremente, mientras el cielo, negro, se va pintando de gris hasta dar paso a un resplandor azul. Con la claridad gradual empieza a dibujarse el contorno de Isla Perdida: montañas al fondo, entre las que se despliegan valles verdes poblados de palmas deliciosas, ceibas, júcaros, caobos y majaguas. Los mangos y los ciruelos están florecidos y entre sus ramas vuelan sinsontes, tomeguines y discretas bijiritas, todos despreocupados y al parecer felices, tal como debió ocurrir en los días anteriores a la definitiva expulsión.

            “En el primer plano del espacio escénico se ven casas, de diversa arquitectura y antigüedad, dispuestas en calles estrechas y opresivas. Un cierto aspecto de abandono, de pueblo fantasma, da carácter al lugar en el que no se advierte ninguna presencia humana, aunque por todas partes se leen carteles en los que aparece la palabra PROHIBIDO.

            “El proscenio ha sido inundado con un agua intensamente azul que reverbera: es el mar, siempre proceloso, que demarca el mínimo espacio de Isla Perdida, rodeándola, oprimiéndola, cerrándola en sí misma. Este mar es un elemento importante, y se repetirá como un leitmotiv a lo largo de la trama, pues complementa el sino de los personajes y determinará incluso su ser histórico, marcado por esa indestructible circunstancia insular.” (La maldita circunstancia del agua por todas partes.)

 

Leonardo Padura, La novela de mi vida. Colección Andanzas núm. 470, Tusquets Editores. Barcelona, marzo de 2002. 352 pp.

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"Hasta la raíz", amorosa canción de Natalia Lafourcade.

"Leonardo Padura: Una historia escuálida y conmovedora" (2019), documental biográfico de Náyare Menoyo Florián.