domingo, 9 de noviembre de 2014

Los vampiritos y el profesor



Erase que se era una gata furiosa en un tejado

En la serie de libros infantiles para leer y mirar: EnCuento, coeditada por el CIDCLI y el CONACULTA, apareció, en 1998 y con tres mil ejemplares, Los vampiritos y el profesor, narración fantástica de Francisco Serrano (México, junio 27 de 1949), ilustrada con dibujos en color de Claudia Legnazzi, cuya confluencia, bajo el diseño gráfico de Rogelio Rangel y la reproducción fotográfica de Rafael Miranda, sin duda resulta seductora para el pequeño lector. 

(CIDCLI/CONACULTA, México, 1998)
¿Cómo olvidar las virtudes mágicas que Jaime Sabines canta y receta en “La luna”?, poema que incluso varias veces ha sido editado e ilustrado en libros para niños. Pero ante lo que narra Francisco Serrano (con los dibujos de Claudia Legnazzi), por una inconsciente y caprichosa evocación auditiva (tal licantropía de huitlacoche) se puede cantar y oír aquello de que “la luna había aparecido/ como una gata furiosa en un tejado”, versos de “El ahorcado del Café Bonaparte”, poema de Los puentes (1962), del cubano Fayad Jamás (1930-1988), cuyo título alude los bajos fondos del Sena plagados de clochards, cuyos textos el poeta escribió en la miseria europea y parisina, entre 1956 y 1957, después de cruzar el océano desde La Habana en calidad de polizón y náufrago en un barco carguero; (el poema aludido, que buena parte es el monólogo post mortem de un vagabundo solitario y suicida, comprime esa atmósfera desolada y miserable que vivió el autor durante esos fríos y duros años).
Lo dicho no quiere decir que Los vampiritos y el profesor es un modelo de melancolía, abandono o acedia, “ese mal del espíritu descrito por los teólogos y los médicos medievales y renacentistas”, “la enfermedad de los contemplativos y religiosos”, para decirlo con las palabras que Octavio Paz (1914-1998) emplea al reflexionar en torno Nostalgia de la muerte (1938) de Xavier Villaurrutia (1903-1950). Todo lo contrario. Es un modelo de felicidad infantil; de esa que de acuerdo con la milenaria tradición, aún cultivan ciertos privilegiados y elitistas chavalines cada vez que la voz de alguno de sus padres(o algún semejante por el estilo) les dice o les lee un cuento antes de extraviarse en los sueños, sugerido esto en el chiste preliminar de que Francisco Serrano “con Los vampiritos y el profesor quiso escribir un cuento para no dormir a los niños”.

El profesor Persiles Tarantado y los vampiritos Lop y Kiria
Ilustración: Claudia Legnazzi

La Luna Llena, la Diosa Blanca, es protagonista del presente relato. Pero los personajes principales son el profesor Persiles Tarantado y Lop (más o menos de seis años) y Kiria (más o menos de cinco), un par de vampiritos que el profesor recibe por correo desde Rumania, el país de la Europa Oriental donde se hallan las remotas, legendarias y peliculescas tierras de Transilvania. Así, el cuento de Francisco Serrano es una infantil variante que desciende de la antigua estirpe de los mitos, leyendas y relatos de vampiros que en encauzara el irlandés Bram Stoker (1847-1908) con Drácula (1897), novela que no lo hizo millonario, pero sí célebre e inmortal en todos los idiomas (un auténtico muerto no muerto) y que tantas veces ha sido adaptada, variada o parafraseada en la pantalla grande (F.W. Murnau, Werner Herzog, Francis Ford Coppola, Roman Polanski y otros, incluidos directores de infumables churros de horror). 

El laboratorio secreto del profesor Persiles Tarantado
Ilustración: Claudia Legnazzi

     Persiles Tarantado, clisé de científico loco, distraído y noble, vive en la ciudad de México (época actual) en un edificio de departamentos y trabaja en un laboratorio de análisis clínicos, la fuente que utiliza para alimentar el laboratorio secreto que ha instalado en el baño de su departamento, donde investiga la sangre (estructura, composición, funciones) con el objetivo “de descubrir una sustancia maravillosa que mezclada con el plasma sanguíneo lo vigorizaría de tal manera que casi no sería necesario comer”; es decir, busca acabar “para siempre con el hambre”. Esto hizo que los pequeños vámpir (“palabra que significa espectro bebesangre”) fueran enviados al profesor dentro de un par de antiguos féretros, pero también porque los mayores de los pequeños consideraron a México como un lugar “muy apropiado para criar a los vampiritos porque desde el tiempo de los aztecas a este país le ha gustado la sangre”. Así, según el canon que sigue y varía Francisco Serrano, los pequeños duermen en sus ataúdes durante el día, viven de noche, pueden volar y aparecer donde les plazca, necesitan sangre humana para alimentarse, su imagen no se refleja en los espejos, y sus mordeduras en la yugular de la víctimas contagian a éstas, es decir, propagan la peste de la colmilluda e infame turba de nocturnas aves, dado que las transforman en vampiros. 

La antigua estirpe de los vampiritos
Ilustración: Claudia Legnazzi

Cierto es que en un principio el profesor Tarantado acepta cuidar a los vampiritos persuadido por la simpatía de éstos, pero también por el jugoso chequezote de un millón de dólares que le sirven para aligerar su apretado y modesto modus vivendi, que le envió, junto a los féretros y a una carta escrita en caracteres góticos y en un áspero y pseudoantiguo castellano (en realidad una lúdica y divertida parodia), nada menos que el Conde Desmodus van Rolacy, Gran Maestro de la Orden del Laberinto, distinguido pariente de los pequeños vampiros, que le da noticia de una catástrofe reciente: la destrucción por un terremoto del Bolgana, el majestuoso castillo en lo alto de las escarpadas latitudes de Transilvania que durante cinco siglos habitó el rancio abolengo familiar. 
El castillo transilvano
Ilustración: Claudia Legnazzi

Y si mediante sus brillantes pesquisas fisicoquímicas el profesor logra “neutralizar los alcances letales de la luz solar sobre el ser de los vampiros” y así pueden “estar despiertos y activos durante el día”, no deja de preocuparle el hecho de que siguen siendo un par de vampiros que necesitan sangre; es decir, no comen pasteles, ni dulces, ni helados, ni palomitas de maíz, ni nada por el estilo, sólo beben sangre. Y el profesor, por su empleo en el laboratorio de análisis clínicos, cada día los abastece en casa con “dos litros de sangre fresca, que los vampiritos bebían gustosos en sendos biberones de porcelana, decorados con pinturas de lobos, castillos y luna llena brillando sobre el bosque”.
   En este sentido, la naturaleza de los pequeños vampiros cobra efervescencia bajo el influjo de la Diosa Blanca, la Luna Llena. “No estaba seguro don Persiles [dice la voz narrativa], pero tenía la sospecha de que en la oscuridad los niños podían volverse peligrosos, sobre todo, porque pudo constatar que en las noches de luna llena se hacía inquieto el sueño de los vampiritos, que sudaban y se agitaban pronunciando palabras en un idioma incomprensible.” 
   Estos síntomas recuerdan un pasaje que se lee en el ensayo donde Martha Robles se ocupa de “La Diosa Blanca”, compilado en Memoria de la Antigüedad (CONACULTA, 1994): “Bella, esbelta, con la piel tan blanca como la lepra y los ojos intensamente azules, Keats, Coleridge o Graves la vinculan a la pesadilla Vida-en-Muerte que fascina y desespera porque súbitamente puede transformarse en marrana, yegua, perra, zorra, bruja, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sibila o sirena magnífica. Su versatilidad explica por qué, bajo su influjo al escribir un poema, se crispan los nervios, se erizan la piel y los cabellos, saltan los ojos llorosos como expulsados desde dentro y un horripilante sudor atraviesa el alma hasta humedecer cada poro concentrado en escribir o en leer un verdadero poema, ése que, al decir de Robert Graves, resulta por necesidad ‘una invocación de la Musa, de la Diosa Blanca, Madre de Todo Ser Viviente, portadora del antiguo poder del miedo y la lujuria, la araña hembra y la abeja reina cuyo abrazo es la muerte’.”
       Así, los pequeños vampiros, a escondidas del profesor, como inconscientes posesos, celebran su ancestral, atávico, congénito y milenario rito: “varias veces, sobre todo en las tardes en que la luna llena como un farol se alzaba en el horizonte, Kiria y Lop aprovechaban sus salidas para chuparse a algún paseante solitario. Cuando descubrían a la víctima, se acercaban con disimulo fingiendo estar perdidos, la acorralaban, le ponían una zancadilla y, dando terroríficos gritos que paralizaban a cualquiera: -¡Jsh-kik!, -¡Jsh-kik! La empujaban, haciéndola caer y se ponían a sorberle placenteramente la sangre de la vena yugular, prendidos, una del lado del corazón y otro del lado de la cabeza.” 

Los vampiritos dándose vida
Ilustración: Claudia Legnazzi
Se puede decir, entonces, que los poemas que escriben con sangre este par de pequeños elegidos por la Diosa Blanca (poemas sonoros de resonancias primitivas compuestos por un estridente y rítmico percutir de chasquidos, gritos, aleteos, succiones, pujiditos, ¡aaahs! de satisfacción y deleite, algún eructo y quizá algún pedo o ráfaga de pedos), no son una serie de muertes que puedan contemplarse como una irrefutable celebración del asesinato considerado como una de las bellas artes (Thomas de Quincey dixit), sino el preámbulo de “la más temible invasión de vampiros” de que se tenga memoria en la multitudinaria Chilangolandia, pese a que el más antiguo de sus antepasados que originó la diáspora de la especie: el Anciano de la Montaña, que vivía en el Alamut (“que quiere decir ‘Nido de Aguila’”), “un castillo situado al sur del Mar Caspio”, haya cimentado su leyenda y castigo sobre la base de un sinnúmero de horripilantes asesinatos. 

Lop y Kiria recorriendo las calles de Chilangolandia
Ilustración: Claudia Legnazzi
     Es decir, los pequeños dejan vivitos y coleando a sus víctimas, que ineludiblemente se transforman en vampiros propagadores de la peste. Cuando el profesor descubre sus andanzas al oír la noticia de que un vampiro chupó a su novia en terrenos de la Universidad, empieza a ser consumido por una creciente depresión que lo arroja a la cama. Así, cuando los pequeños organizan su fiesta de cumpleaños (“caía a la mitad de octubre, justo el día de luna llena”) e invitan a sus compañeros de escuela, el profesor Tarantado supone lo que ocurrirá entre sus planes que, para el caso, sucede durante el juego de las escondidas con la luz apagada. Después de haber chupado a sus todos sus cuates del colegio (“lo hicieron suavemente, sin lastimarlos”) y ya han encendido la luz para devorar el pastel (pese a que a los vampiros sólo beben sangre humana), el profesor despierta súbitamente en su cuarto y ve por la ventana “cómo una gigantesca nube negra cubría la luna, mientras un aullido terrorífico resonaba en la noche.”


Francisco Serrano, Los vampiritos y el profesor. Láminas en color de Claudia Legnazzi. Serie EnCuento. CIDCLI/CONACULTA. México, 1998. 36 pp.



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