domingo, 1 de marzo de 2020

¿Quién mató a Palomino Molero?



Él cantaba boleros

En 1986 el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) publicó dos títulos de ficción editados por Seix Barral en la serie Biblioteca Breve: La Chunga y ¿Quién mató a Palomino Molero?, libros en los que están presentes “los inconquistables” de Piura: Lituma, José y el Mono (mangaches del barrio de La Mangachería) y Josefino (gallinazo del barrio de La Gallinacera), personajes recurrentes en la obra del autor (sobre todo Lituma), surgidos en La casa verde (Biblioteca Formentor, Seix Barral, 1965).


Mario Vargas Llosa observando su retrato pintado por Botero
En el libreto teatral La Chunga es 1945 y “los inconquistables” se hallan en el barcito de la mujer que le da título a la obra y en buena medida especulan y divagan en torno a la desaparición de Meche, una atractiva trigueña que otrora, para continuar una partida de dados, Josefino dejó empeñada con la Chunga. En la novela ¿Quién mató a Palomino Molero? es 1954 y en su mayor parte ocurre en Talara, un pueblito frente al mar (a no muchos kilómetros de Piura), y “los inconquistables”, si bien son evocados por Lituma a lo largo de las páginas (incluso recuerda a Meche), sólo son protagonistas al inicio del segundo capítulo, en el barcito de la Chunga; estancia que sin embargo resulta trascendente en el decurso de la novela, pues en ese breve viaje de ida y vuelta en un día franco que Lituma (vestido de policía) hizo de Talara a Piura, es donde éste inicia las pesquisas, cuyos indicios encontrados allí, en Talara, llevarán hacia la resolución del crimen anunciado en el título.

(Seix Barral, México, 1986)
Si La Chunga está dedicada por el autor “A Patricia Pinilla”, ¿Quién mató a Palomino Molero? se la brindó “A José Miguel Oviedo”, el primer crítico literario que escribió un libro sobre el arequipeño: Mario Vargas Llosa. La invención de una realidad (Barral Editores, 1970), perdurable amigo que fue su condiscípulo los tres años que estudió en el católico colegio La Salle, en Lima, entre 1947 y 1950, donde, por cierto, según narra en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), tuvo entre sus maestros a un cura: “El Hermano Leoncio, nuestro profesor de sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias [...]”, que “nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León [...]”; cuyo conato pedófilo evoca los multiplicados casos de pederastia que infestan a las legiones de sacerdotes católicos en toda la aldea global: 


Mario Vargas Llosa
“No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón [apunta Mario Vargas Llosa entre las páginas 75 y 76]. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar ‘¡Suélteme, suélteme!’ con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como ‘pero por qué te asustas’. Salí corriendo hasta la calle.
“¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría también él, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.
“A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios […]”


(Seix Barral, México, 1986)
  A imagen y semejanza de innumerables thrillers fílmicos y narraciones policiales, ¿Quién mató a Palomino Molero?, la novela de Mario Vargas Llosa, comienza con la espeluznante descripción del cadáver recién descubierto por un churre pastor (“en el camino a Lobitos”, no muy lejos de Talara): ahorcado y ensartado por el culo en un árbol, con quemaduras de cigarrillos y casi castrado. En este sentido, se lee al inicio de la primera página:
    “-Jijunagrandísimas -balbuceó Lituma, sintiendo que iba a vomitar-. Cómo te dejaron flaquito-.
    “El muchacho estaba a la vez ahorcado  y ensartado en el viejo algarrobo, en una postura tan absurda que más parecía un espantapájaros o un No Carnavalón despatarrado que un cadáver. Antes o después de matarlo lo habían hecho trizas, con un ensañamiento sin límites: tenía la nariz y la boca rajadas, coágulos de sangre seca, moretones y desgarrones, quemaduras de cigarrillo, y como si no fuera bastante, Lituma comprendió que también habían tratado de caparlo, porque los huevos le colgaban hasta la entrepierna. Estaba descalzo, desnudo de la cintura para abajo, con una camisita hecha jirones. Era joven, delgado, morenito y huesudo. En el dédalo de moscas que revoloteaban alrededor de su cara relucían sus pelos, negros y ensortijados. Las cabras del churre remoloneaban en torno, escarbando los pedruscos del descampado en busca de alimentos y a Lituma se le ocurrió que en cualquier momento empezarían a mordisquear los pies del cadáver.
    Del muerto se ignora todo: identidad y actividades, y por ende: las posibles causas del crimen. No obstante, lo primero que se desvela, in situ, es que era “un piruanito que cantaba boleros”.
     Quienes se empeñan en resolver el caso son dos cachacos, dos policías del Puesto de la Guardia Civil de Talara: el Teniente Silva y el guarda Lituma, personajes que, curiosamente, en Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), en los papeles del Teniente Silva y el Cabo Lituma, encabezan, en 1958, a un grupo de guardias civiles de Huancayo que arriban a Jauja para aprender, y quizá ultimar, al patético grupo de insurrectos (cuatro adultos y siete adolescentes) que han iniciado (los policías lo ignoran) la primera intentona de hacer la revolución comunista en el Perú y en América Latina, a quienes logran acosar y derrotar en la quebradita de Huayjaco.
En ¿Quién mató a Palomino Molero? prolifera el suspense y la intriga, signada por una serie de giros sorpresivos. Así, el lector no tarda mucho en enterarse de ciertos datos personales de Palomino Molero; por ejemplo, que en Piura vivía con su madre en el barrio de Castilla; que era guitarrista y cantor de boleros con una voz seductora para las féminas; que nació “el 13 de febrero de 1936”; que “comenzó a servir en la Base Aérea de Talara el 15 de enero de 1954”; que desapareció “la noche del 23 al 24 de marzo” de tal año”; y que luego de gozar de un día franco rápidamente se le declaró desertor; que pese a ser cholo y humilde se enamoró, en Piura, de Alicia Mindreau, una petulante blanquita, hija del altivo Coronel Mindreau, nada menos que el Jefe de la Base Aérea de Talara; y que en su vil y sádico asesinato descuellan éste y el Teniente Ricardo Dufó, quien era el desdeñado y manipulable “novio oficial” de la susodicha. Pero las sucesivas y mórbidas revelaciones que sorprenden al Teniente Silva y al guarda Lituma, matizan y agudizan el meollo, hacen más complejo, paradójico y psicótico el intríngulis y el entramado, y a la postre esto deriva en otro artero asesinato y un sonoro suicidio. 
En tal urdimbre, y no obstante las atrocidades, impera la amenidad narrativa de Mario Vargas Llosa y sus tratamientos lúdicos; por ejemplo, en el uso de piruanismos y vulgarismos extirpados del habla popular; en el desglose del vínculo amistoso y campechano que se da entre el Teniente Silva y el guarda Lituma; en el picaresco y lujurioso empecinamiento del Teniente Silva por tirarse a la matrona de la fondita donde suelen comer (una gorda mayor que él, casada con un viejo pescador y con hijos que ya trabajan); en las cavilaciones, fobias e inseguridades del guarda Lituma, quien a todas luces aún es novato y aprendiz del Teniente Silva; e incluso en los desmanes y ridiculeces en que incurre el tenientito Dufó, ebrio, en el burdelito del Chino Liau y cuando en la playa tal beodo es interrogado por el par de policías.


Un vagabundo del alba y Mario Vargas Llosa
Foto que se aprecia en el estuche que resguarda el Volumen VI de sus
Obras completas, Ensayos literarios I
(Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, Barcelona, 2005)
Y al unísono en toda la novela se trasmina la mirada crítica del autor. “Áspera verdad: la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan de carroña”, dijo en Historia secreta de una novela (Tusquets Editor, 1971). Por ejemplo, en la contaminación del entorno originada por la International Petroleum Company; en los relatos, anécdotas y detalles que dan cuenta de la extrema pobreza y del rezago de la mayoría de los habitantes (en Talara, Piura y Amotape); en la segregación racial y clasista que separa y contrapone a los lugareños de las zonas reservadas donde viven los gringos y los oficiales de la Base Aérea; en el fuero militar (ídem impunidad) que hace intocables a los milicos; en la subestimación y displicencia de los oficiales de la aviación hacia los guardias civiles; en el consabido lugar común de que “los peces gordos” (los hombres del poder, ídem la mafia) pueden no resolver o manipular un crimen; y en el relevante hecho de que entre los móviles del sádico asesinato de Palomino Molero sobresalen, a imagen y semejanza de una hedionda pus, los arraigados prejuicios xenófobos con que los blancos menosprecian y maltratan a los cholos.   


Mario Vargas Llosa, ¿Quién mató a Palomino Molero? Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, junio de 1986. 190 pp.


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