No hay más remedio que acostumbrarse al fracaso
Leonardo Padura y Lucía López Coll |
(Tusquets, Barcelona, 2001) |
Una vertiente narrativa oscila en torno al esclarecimiento del crimen, cuya investigación policial encabezan el teniente Mario Conde y su adjunto el sargento Manuel Palacios. Se trata de descubrir quién mató a Lissette Núñez Delgado y por qué. Lissette, quien aún no cumplía 25 años, era una profesora de química en el Pre de La Víbora (el mismo Pre donde el Conde y sus compinches de siempre estudiaron “entre 1972 y 1975”). Según le informa a Mario Conde el mayor Rangel, el jefe de la Central de Investigaciones Criminales, Lissette era soltera y militante de la Juventud Comunista (con un notable e impoluto currículum); “la asfixiaron con una toalla, pero antes le dieron golpes de todos los colores, le fracturaron una costilla y dos falanges de un dedo y la violaron al menos dos hombres. No se llevaron nada de valor, aparentemente: ni ropa, ni equipos eléctricos... Y en el agua del inodoro de la casa aparecieron fibras de un cigarro de marihuana.” Y según se lee en la página 36, “En la casa [un cómodo departamento en el cuarto piso de un edificio de Santos Suárez] habían aparecido huellas frescas de cinco personas, sin contar a la muchacha, pero ninguna estaba registrada. Sólo el vecino del tercer piso había dicho algo ligeramente útil: escuchó música y sintió las pisadas rítmicas de un baile la noche de la muerte, el 19 de marzo de 1989.”
A tales latitudes de la novela —que aún son las iniciales—, tal fecha incide en que el lector conjeture las fechas de los consecutivos días, no precisadas por el autor, pues el crimen se resuelve en una semana. En la página 102 el teniente Mario Conde le afirma a Pupy (Pedro Ordónez Martell), uno de los investigados: “A Lissette la mataron el martes”. Y por ende, considerando la citada fecha, se da por entendido que fue el martes 19 de marzo de 1989. De nuevo, sin precisar, el Conde le comenta al sargento Manuel Palacios que el crimen fue “el martes por la noche”. Pero hasta la página 145 se dice que fue el “martes 18”. Y a partir de la página 202, a punto de desvelar al asesino, se reitera y repite tal cambio de fecha: “Lissette fue asesinada el martes 18, alrededor de las doce de la noche”.
Leonardo Padura Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015 |
Vale decir que el caso del asesinato de la profesora Lissette no destapa, al interior del Pre de La Víbora, una amplia urdimbre de descomposición sistémica (más allá de las aulas) semejante a la que rememora el Conde de su época de estudiante y que él y otros alumnos apodaron “Waterpre” (lúdico parafraseo al sonoro escándalo que suscitó, el 8 de agosto de 1974, la caída del presidente Richard Nixon), pero sí hay visos de una cómplice y promiscua permisividad, coronada por la corrupción de ciertos alumnos. Es decir, Lissette, pese a su imagen e inmaculado currículum de militante de la Juventud Comunista, es una libertina y una interesada negociadora en cierto mercado negro: lo mismo se acuesta con uno de sus amantes para obtener unos tenis o con el director para conseguir impunidad ante ciertas corruptelas a ojos vistas; le gusta toquetear a los estudiantes y hacer fiestas con ellos en su departamento en el cuarto piso del edificio de Santos Suárez y llevarse a alguno a la cama; se embriaga y baila allí en su departamento y no le importa el ruido y el respeto a sus inmediatos vecinos. La cereza del pastel, no obstante, no la protagoniza el director o alguno de los maestros, sino el alumno que “vendía a cinco pesos la respuesta de los exámenes”, empeñado en que Lissette le consiguiera “los exámenes de física y matemáticas”.
El Miércoles de Ceniza —un día antes de que el Conde se entere por el mayor Rangel y empiece a investigar el caso del asesinato de Lissette—, se sucede el citado encuentro con Karina, a quien conoce porque a ella se le pincha una llanta de su Fiat polaco y, con torpeza, la auxilia. Karina, quien además de ingeniera toca el saxo, se va a Matanzas para cumplir una tarea en una fábrica de fertilizantes y acuerdan verse el viernes a su regreso. El Conde queda flechado: desde el inicio de los “tres días de espera” se imagina “todo: matrimonio y niños incluidos, pasando, como etapa previa, por actos amatorios en camas, playas, hierbazales tropicales y prados británicos, hoteles de diversos estrellatos, noches con y sin luna, amaneceres y Fiats polacos, y después, todavía desnuda, la veía colocarse el saxo entre las piernas y chupar la boquilla, para atacar una melodía pastosa, dorada y tibia. No podía hacer otra cosa que imaginar y esperar, y masturbarse cuando la imagen de Karina, saxofón en ristre, resultaba insoportablemente erógena”.
En este sentido, la otra vertiente narrativa de Vientos de Cuaresma discurre en torno a la espera de Karina (y los dos encuentros sexuales que tiene con ella: el sábado 23 y el domingo 24), imbricada a la interacción del Conde con su orbe doméstico y cotidiano, sobre todo con el Flaco Carlos en silla de ruedas desde lo balearon en la Guerra de Angola (1975-1991) y las comilonas que para ambos prepara Josefina, la madre de su compinche. Pero también figuran Andrés (médico), el Conejo (historiador), y Candito el Rojo (zapatero, quien ha sido y es su secreto informante), más las íntimas evocaciones de su genealogía y biografía. Y es allí donde descuella su recurrente sueño guajiro: “Se conformaba, entonces, con soñar —sabiendo que sólo soñaba— que alguna vez viviría frente al mar, en una casa de madera y tejas siempre expuesta al olor de la sal. En aquella casa escribiría un libro —una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor— y dedicaría las tardes, después de la siesta —que tampoco había escapado a sus cálculos— en el largo portal abierto a las brisas y terrales, a lanzar cordeles al agua y a pensar, como ahora, con las olas batiéndole los tobillos, en los misterios de la mar.”
El lunes 25, Mario Conde espera ansioso el telefonema de Karina (“Estoy asquerosamente enamorado”); pero ésta no lo hace y él, en el entorno de la cercana casa de la madre de ella, observa la ausencia del Fiat polaco. El martes 26, luego de desvelar la identidad del asesino de Lissette, el Conde la halla en casa de su progenitora y Karina le revela el trasfondo de su ausencia: tiene marido y vuelve a él. Es decir, Karina es otra variante de la “alegre buscona de fines del siglo XX”, quien además de enfatizarle: “Me sentía sola, me caíste bien, me hacía falta acostarme con un hombre”, le reprocha: “Te enamoras”.
El Conde, vil perro apaleado, todavía dice: “Llámame alguna vez”. No obstante, “Piensa que no hay más remedio que acostumbrarse al fracaso”.
El teniente investigador Mario Conde, con 35 años de edad y estudios universitarios truncos, sin mujer y sin hijos (vive solo con un autista y solitario pez recluido en su circular pecera), fumador empedernido, bebedor voraz que ronda el alcoholismo (suicida vicio que comparte con el Flaco Carlos, preso en la silla de ruedas desde hace una década), coincidiendo con la muerte del capitán Jorrín (decano de la Central, quien era su estimado amigo) y con la bronca callejera que tuvo con el teniente Fabricio (motivo por lo que el mayor Rangel, tras resolver el caso de Lissette, lo suspende en espera de la comisión disciplinaria y del proceso), piensa que su ciclo en la policía ya concluyó: “Quiero irme de aquí —dijo, y abrió las manos para abarcar el espacio que lo agredía”.
Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) |
Leonardo Padura, Vientos de Cuaresma. Colección Andanzas (438), Tusquets Editores. Barcelona, marzo de 2001. 232 pp.
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