viernes, 18 de abril de 2014

El otoño del patriarca




El poder corrompe 
y el poder absoluto corrompe de un modo absoluto


La primera edición de El otoño del patriarca apareció en Barcelona, en 1975, editada por Plaza & Janés. Es la novela que el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014) escribió después del vertiginoso éxito obtenido con Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) y por ende aún en la segunda edición que La Oveja Negra editó en Bogotá, en noviembre de 1979, con 10,500 ejemplares, concluye con la datación del lapso en que fue urdida: “1968-1975”. 
(La Oveja Negra,  2ª ed., Bogotá, 1979)
Portada
   
(La Oveja Negra, 2ª ed., Bogotá, 1979)
Contraportada
 
  (Diana, 16ª edición, México, septiembre de 2002)
         En México, Editorial Diana ha acaparado la continua edición de la mayoría de los libros de Gabriel García Márquez, pese a que normalmente son libros feotes y con erratas, como es el caso de la dieciseisava edición de El otoño del patriarca, concluida “el 9 de septiembre de 2002”, la cual, además de las infalibles erratas, mochó la datación que figura al final.

Dispuesta en seis capítulos sin títulos ni números, El otoño del patriarca es un divertimento, la novela más bufa, caricaturesca, hilarante y experimental de Gabriel García Márquez, pues además de que tales capítulos son seis largos y apretados bloques narrativos en los que las reglas de la puntuación han sido trastocadas y usadas de manera arbitraria, sucesivamente la secuencia narrativa se rompe y cambia de tiempos y de voces. No obstante, la polifonía y el conjunto narrativo trazan un círculo concéntrico, pues inicia con el descubrimiento del cadáver del anciano dictador (carcomido por los zopilotes) en la ruinosa casa presidencial infestada de vacas y gallinas, y concluye con el relato en el que por fin fallece, preámbulo del primer capítulo.
Gabriel García Márquez escribiendo El otoño del patriarca
Barcelona, años 70
Foto: Rodrigo García Barcha
       Con El otoño del patriarca la poderosa imaginación de Gabriel García Márquez vive uno de sus momentos más líricos y exultantes, pues pese a bosquejar el supuesto contexto social y la siniestra y cruenta trayectoria de un supuesto hombre que despóticamente gobierna un hipotético país caribeño, lo que campea y predomina en cada página es un constante sentido del humor, ya en el uso de la hipérbole y del eufónico vocabulario (que no excluye coloquialismos, palabrotas y juegos de palabras), en sus exageradísimas, caricaturescas y fantásticas anécdotas, y en sus incesantes y abigarradas imágenes poéticas, insólitas, absurdas, kafkianas, surrealistas e imposibles.  

Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez en 1959
         Pese a que la idea de la novela del dictador la tuvo Gabo por primera vez cuando en enero de 1958 (como reportero de la revista Momento) vivió en Caracas la caída y la salida al exilio del dictador Marcos Pérez Jiménez, y a que su obra implica y supone “una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe”, con mil y un remantes extirpados de la historia y de la realidad, El otoño del patriarca no tiene un grumo de realista ni de historicista ni de sociología ni de análisis y conflicto político, pese a los genocidios y crímenes políticos y a que durante una aciaga coyuntura haya cedido, por fin, la entrega del Mar Caribe a los gringos con tal de saldar la impagable deuda externa. Pero esto no supone la ocupación y explotación de tales aguas territoriales que se observan desde su casona, sino que literalmente dejaron un desierto y se lo llevaron a territorio norteamericano: “o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades [...]” 

Y no fue una entrega fácil, pues el vejete replicó, aún rejego y egocéntrico: “qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénega en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía”.


Gabriel García Márquez
        El trazo legendario y mítico de ese abominable vejestorio rodeado siempre de lacayos (aún antes de morir casi como lo pronosticaron las pitonisas de los lebrillos) reza que vivió más de cien años con una salud de hierro (sólo padeció de fiebres tercianas durante la guerra y cuando arribó por primera vez a la casa presidencial), de hecho se dice que “había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición” y que tuvo “una edad indefinida entre los 107 y los 232 años”, cosa probable dentro de la desmesurada, movediza y delirante lógica de la novela, pues durante el sanguinario período de terror en que el dandy y políglota José Ignacio Sáenz de la Barra controla los aparatos de inteligencia y las fuerzas represivas, se celebra “el primer centenario de su ascenso al poder”.
Vale apuntar que el entorno de su casona casi siempre está rodeado de hordas de leprosos, ciegos y paralíticos; y esto es así porque se le atribuyen poderes ultraterrenos. De modo que él evoca: “no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que ponga la mano aquí a ver si se me quitan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia”. Así, no extraña que en los postreros límites de su vida y de la novela haya quienes digan: “y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla [...]”
Gabriel García Márquez
        Se dice que “Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas, pero ninguno llevó su nombre ni su apellido, salvo el que tuvo con Leticia Nazareno que fue nombrado general de división con jurisdicción y mando en el momento de nacer, porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella.” Es así que la “proclamó por decreto matriarca de la patria”. Bendición Alvarado, su madre, pajarera ambulante y pintora de oropéndolas, con risibles hábitos y prejuicios de mujer doméstica de pocas luces, fue la persona que más lo quiso (o quizá la única), y a quien él amorosamente recuerda durante toda su ancianidad, incluso mucho después de que por todos los rincones del país se sucediera la peregrinación post mortem y de cuerpo presente que buscó proclamarla santa. Pero cuando aún está en los últimos suspiros trata de revelarle  minucias de su concepción y nacimiento: “cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor, cómo fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre, trataba de decirle para la historia que lo había engendrado de pie sin quitarse el sombrero por el tormento de las moscas metálicas de los pellejos de melaza fermentada de una trastienda de cantina, lo había parido mal en un amanecer de agosto en el zaguán de un monasterio, [...] y sólo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para ser rey, y así era”. 

Ahora que si el vejete estuvo estúpidamente enamorado de Manuela Sánchez, “reina de la belleza de los pobres”, que lo desdeñó y se esfumó de sus garras durante un manipulado eclipse, la joven Leticia Nazareno, por orden suya, fue secuestrada en un monasterio de Jamaica y traída en barco hasta su casona, donde con el tiempo se convirtió en su amante y luego en la esposa que le dio el hijo que él reconoció y cuyo espeluznante asesinato (mueren descuartizados por 60 perros) precede al susodicho período de terror dirigido por el todopoderoso José Ignacio Sáenz de la Barra (“lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio”), cuya vengativa ejecución por las muchedumbres: “macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general”, evoca otra ejecución orquestada por éste, la del general de división Rodrigo de Aguilar, su otrora compañero de armas y luego su ministro de la defensa, servido en bandeja de plata al estado mayor de sus guardias presidenciales: “puesto cual largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo par ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores.”
Gabriel García Márquez
         Y además de que con Leticia Nazareno vive episodios de intenso placer sexual coronados por las nauseabundas y pestilentes secreciones excrementicias de él, fue ella la que, pese a su decrepitud, le enseñó a leer y escribir y por ende durante su larga senilidad a veces evoca y canturrea infantiles cantaletas de alfabetización mnemónica, pero no puede evitar las fallas ortográficas en lo que rotula en la puerta del hediondo retrete: “prohibido haser porcerías en los escusados”. 




Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca. Editorial Diana. 16ª edición. México, septiembre de 2002. 304 pp.








2 comentarios:

  1. Impecable; entre este mar de bazofia publicada, amigo mío, consigue exponer un texto digno de ser leído y releído.
    Una única observación, creo pensar que usted se refería a la decimosexta edición en lugar de la dieciseisava, un fraccionario mas no un número ordinal.
    Gracias, Señor González, un espléndido escrito.

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  2. que raro tengo un ejemplar del otoño del patriarca donde aparece la misma portada del pintor colombiano gustavo zalamea y esa edicion fue la primera en colombia con 10500 ejemplares año 1978

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