martes, 14 de noviembre de 2023

El complot mongol

   El gatillo y los competones de la alta política

Nacido en la Ciudad de México el 28 de junio de 1915 y muerto en Berna, Suiza, el 17 de septiembre de 1972, el escritor y diplomático Rafael Bernal tiene en su legado varios libros de distintos géneros; pero el más famoso, en el contexto mexicano, es su novela negra El complot mongol, cuya edición príncipe, editada por Joaquín Mortiz, data de 1969; la cual fue adaptada al cine en una homónima y gris película, de 1978, dirigida por el vasco Antonio Eceiza (1935-2011), quien la guionizó junto al mexicano Tomás Pérez Turrent (1935-2006).  Y luego en otra, de 2019, también homónima y más lograda, con guion y dirección del cineasta fracomexicano Sebastián del Amo (París, 1971).
DVD de El complot mongol (1978), película dirigida por
Antonio Eceiza, basada en la novela homónima de Rafel Bernal.
  Dividida en VI capítulos, los veloces acontecimientos de El complot mongol se desarrollan, en menos de tres días, en varios reconocibles sitios y calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. Corre alguno de los años 60 del siglo XX; a nivel mundial se está en el contexto de la Guerra Fría y de la ruptura y beligerancia entre la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) y la China comunista de Mao Tse-tung; no se menciona la frustrada invasión a la Cuba de Fidel Castro y los barbudos, a través de Bahía de Cochinos (sucedida entre el 15 y el 19 de abril de 1961), ni la crisis de los misiles en territorio cubano (cuyo tenso clímax ocurrió entre el 15 y el 28 de octubre de 1961); pero el asesinato de John F. Kennedy, presidente de Estados Unidos, sucedido en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963, sí es un hecho tangencialmente citado y parafraseado en las páginas. (En un cuarto del hotel Magallanes, por ejemplo, aparece un rifle con mira telescópica, arma que delata al francotirador gringo que evoca al controvertido Lee Harvey Oswald, el presunto asesino de Kennedy). 

John F. Kennedy y su esposa Jackie el día de su asesinato en
Dallas, Texas, noviembre 22 de 1963.
  No obstante, El complot mongol no es una novela de intriga política ni de análisis sociológico ni de introspección psicológica ni realista en sentido estricto ni con pretensiones de gran obra artística; es, ante todo, un artilugio literario, bufo y sarcástico pero crítico; un ágil e hilarante divertimento repleto de humor negro, caricaturesco y folletinesco, donde bullen los apócopes, las palabrotas, los modismos, los chistes y los dichos del popular habla mexicano, a lo que se agrega la hilarante parodia del modo de hablar de los chinos que habitan en las calles de Dolores, el barrio chino de la Ciudad de México, donde, en la semiclandestinidad, hay casas de juego y fumaderos de opio, y donde, al parecer, se prepara nada menos que el inminente asesinato del presidente de los Estados Unidos, que en tres días estará de visita en México, y quien con el presidente mexicano inaugurará, en una plaza pública que es un parque, una “estatua de la Amistad”.

El sucesor de Kennedy fue Lyndon B. Johnson, quien fue presidente de Estados Unidos entre el 22 de noviembre de 1963 y el 20 de enero de 1969, y por ende podría ser el modelo del anónimo presidente gringo de la novela. En este sentido, el modelo del anónimo presidente mexicano podría ser el nefando Gustavo Días Ordaz, quien fue presidente de México entre 1 de diciembre de 1964 y el 30 de noviembre de 1970; pero también podría serlo Adolfo López Mateos, su predecesor, que fue presidente entre el 1 de diciembre de 1958 y el 30 de noviembre de 1964. En cualquier caso, el probable e inminente asesinato de un presidente de Estados Unidos en territorio mexicano, sería indagado, en primera instancia y de un modo encubierto y semiencubierto, por el Servicio Secreto gringo, por la CIA y el FBI; y en México, dado que el magnicidio ocurrirá a un lado del presidente mexicano, por la policía política, es decir, por la Dirección Federal de Seguridad, cuyo titular, entre 1964 y 1970, era el veracruzano Fernando Gutiérrez Barrios (“el hombre más informado de México”, vox poluli dixit), cuyos inicios en los sótanos de tal oscuro y negro aparato de espionaje e inteligencia, en calidad de jefe de Control e Información, se remonta a 1952. Pero en la novela de Rafael Bernal el asunto no va por ahí. Un Coronel, jefe de la policía, bajo el mando de un copetón de la alta política: el presidenciable don Rosendo del Valle, citan, con conocimiento de sus actos, a Filiberto García, un policía que en realidad es un matón, un pistolero duro y sin escrúpulos de 60 años, para que en menos de tres días indague y resuelva el caso, junto con otros dos policías, cuya declaración de principios y complicidad de sangre reza: “No se puede gobernar sin matar [...] Eso lo han aprendido ya todos los pueblos. Por eso existimos nosotros.”: Iván Mikailovich Laski, agente del Servicio Secreto de la Unión Soviética, y Richard P. Graves, agente del FBI, de quien Filiberto García dice para sus adentros, quizá evocando un filme o caricatura protagonizada por James Bond, el agente 007 con licencia para matar: “Tiene dentadura postiza. Capaz y de una muela saca una pistola en miniatura y de la otra un transmisor de radio, como en las películas de la tele.” Esto es así porque “Un alto funcionario de la embajada rusa” soltó el rumor de que desde la República Popular China se pergeñó el asesinato del presidente de Estados Unidos y que para perpetrarlo “tres terroristas al servicio de China” ya están en México. Y Filiberto García es el idóneo para el caso, puesto que además de que es asiduo y conocido en las tiendas, restaurantes, fumaderos de opio y casas de juego del barrio chino de las calles de Dolores, es un gatillero (“un fabricante de pinches muertos”) con un largo y colorido currículum. “Maté a seis posibles diablos, los únicos seis que formaban el gran cuartel comunista para la liberación de las Américas. Iban a liberar las Américas desde su cuartel en las selvas de Campeche. Seis chamacos pendejos jugado a los héroes con dos ametralladoras y unas pistolitas.” Se dice. Lo cual evoca la subterránea, clandestina y diseminada estrategia de los focos guerrilleros, bajo la férula de la URSS y Cuba, que harían la revolución comunista en América Latina, y en particular el foco guerrillero sembrado y encendido en Bolivia que derivó en la ejecución del Che Guevara el 9 de octubre de 1967.
(Joaquín Mortiz, México, abril de 2013)
  Vale puntualizar, para no desgranar todas las menudencias del carozo de la mazorca, que la novela El complot mongol, además de varios asesinatos y de los episodios de violencia, está repleta de vueltas de tuerca, giros inesperados y sorpresas. El derrotero de la investigación que protagoniza Filiberto García toma varios cauces y desenmascara, sin buscarlo ni quererlo, una cruenta y camuflada trama urdida por un par de copetones de la alta política, un dúo de ambiciosos arribistas, oriundos de Tamaulipas, incrustados en el epicentro del gobierno federal mexicano, tipificados con la patriotera labia de la más ramplona y hueca demagogia nacionalista, que, con las supuestas manos limpias, buscan adueñarse, sucesivamente, de la todopoderosa silla del águila de la presidencia de la república del partido hegemónico emanado de la Revolución Mexicana. Es decir, aprovechando el rumor surgido de la embajada rusa, planearon y maicearon, al unísono, el maquiavélico asesinato del presidente de México.

Y también sin buscarlo ni quererlo, Filiberto García colige, dados ciertos indicios en los hechos de sangre, un complot en ciernes para “llevar a Cuba dentro de la órbita de Pekín”. A lo que se añade el postrero hecho de que, acompañado por Laski, el políglota agente ruso, en una tienda del barrio chino encuentran los dólares, ocultos en latas de té, destinados a tal presunto golpe de estado en la Cuba socialista.
Rafael Bernal
(1915-1972)
  Pero paralelo a los asesinatos y a la investigación policíaca y sus sorpresas, la novela El complot mongol también narra y bosqueja detalles y aspectos de la persona y personalidad de Filiberto García (prieto de ojos verdes, con una cicatriz en el rostro), de su arraigado ideario de macho redomado y corrupto a más no poder, de su roma perspectiva y popular verborrea para cuestionar, pitorrearse, descalificar e insultar lo que lo rodea, ve y oye. Es decir, entre la voz narrativa y los diálogos, Filiberto García monologa episodios de su infancia y adolescencia en Yurécuaro, Michoacán, donde a su madre le decían la Charanda; de su paso en las huestes de la Revolución Mexicana (“la Revolución se hizo a balazos”, dice); de sus inicios como policía con órdenes de matar pollos gordos o flacos de cualquier color; de varios asesinatos del pasado en los que descuella su facilidad para asesinar fríamente y sin remordimientos; de que suele ir a la cantina La Ópera donde su reúne con el Licenciado, un abogado andrajoso y borrachín que lo auxilia, pago de por medio, en ciertas pesquisas y que lo acompaña para rezar en un postrero, solitario y patético velorio; de que vive en un inmaculado departamento de un edificio de su propiedad; de su cartera repleta de billetes; de que constantemente, en sus andanzas policíacas, está al acecho para robarse toda “la fierrada” que pueda, como es el medio millón de dólares, en billetes de cincuenta, que, según informa el agente ruso, es dinero de la República Popular China que salió de Hong Kong, la colonia británica, precisamente del Hong Kong Shangai Bank, y que ya está en México para subsidiar y operar el inminente atentado contra el presidente de Estados Unidos.


           
Rafael Bernal y su alter ego
         
            Es así que pese a su vulgar y machista concepto de la mujer (“Una mujer es como cualquier otra. Todas con agujerito.” “A las viejas hay que tomarlas una vez o dos y dejarlas. ¡Pinches viejas”!) y a que nunca se le ha hecho con una china, a partir de que Marta se instala en su departamento (Marta es una china de 25 años que era dependiente en una tienda del barrio chino), a imagen y semejanza de un adolescente ante su primera noviecita, escucha su triste historia de china huérfana susceptible de ser deportada y empieza a encandilarse por ella como si estuviera en una sentimental telenovela Palmolive, a gastar y a cavilar con lo que ocurrirá en los días después del atentado (no la toca, pese a algunos picoretes; le deja seis mil pesotes para que se vista y atilde en El Palacio de Hierro y le compra un rutilante reloj de cuatro mil morlacos) y fantasea con lo que el par de tortolitos podrán hacer si se hace con el botín de medio millón de dólares en billetes de cincuenta. En el coche se irán “a Cuautla, al Agua Hedionda o hasta Acapulco”, etcétera. Pero el inesperado asesinato de la fémina en su departamento (“Estaba en el suelo, junto a la cama, cubierta de sangre, las piernas encogidas, los ojos abiertos”) trunca esos planes. Y después de meditarlo unas horas, lo catapulta a tomar feroz venganza, la cual lo lleva a descubrir la susodicha y maquiavélica intriga para asesinar al presidente de México. Y luego, junto al agente ruso, a localizar el sitio donde se escondían los dólares para convertir a Cuba en satélite de la China comunista de Mao Tse-tung.


Rafael Bernal, El complot mongol. 2ª edición de la 1ª presentación de julio de 2011. Joaquín Mortiz. México, abril de 2013. 224 pp.

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Enlace a El complot mongol (1978), película dirigida por Antonio Eceiza, basada en la novela homónima de Rafael Bernal.


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