martes, 14 de noviembre de 2023

La cola de la serpiente

Entre cuentos chinos te veas

 (Aé, yambó, aé)

 

Dispuesta en once capítulos numerados con arábicos y publicada por Tusquets Editores en noviembre de 2011, en España y en México, con el número 690/7 de la Colección Andanzas, La cola de la serpiente es la séptima novela del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) ubicada, por la editorial, en la Serie Mario Conde, en cuyo pequeño recuadro en la portada: el logo ex profeso, se aprecia un humeante habano y un cenicero; es decir, es una novela negra o policíaca que ocurre en Cuba, cuyo protagonista es el detective Mario Conde.

    

Colección Andanzas núm. 690/7, Tusquets Editores
México, noviembre de 2011

          
En su postrera “Nota del autor”, datada en “Mantilla, enero de 2011”, Leonardo Padura dice que La cola de la serpiente fue “escrita en 1998” y “publicada en Cuba” “como complemento de un volumen que abría la novela Adiós, Hemingway” (obra revisada por el novelista y reeditada por Tusquets en “marzo de 2006” y por ende es el quinto libro de la Serie Mario Conde); y que “doce años después”, cuando decidió publicar La cola de la serpiente en Tusquets (“mi editorial española”, dice), la sometió a una serie de enmiendas y actualizaciones: “resultaba evidente que el argumento tenía un tratamiento demasiado estricto, mientras varios personajes y situaciones pedían a gritos un mayor desarrollo y la escritura mayor desenfado, más a tono con la forma del resto de las obras protagonizadas por mi personaje Mario Conde.”

           

Leonardo Padura con Montecristo

           Vale observar que en este sentido, y como recurso mercadotécnico,  Tusquets Editores (o quizá el autor), entre las páginas de La cola de la serpiente insertó cuatro asteriscos al pie de página, cuyas notas remiten a tres obras de la Serie Mario Conde: La neblina del ayer (2005), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001); estas dos últimas, además, junto con Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998), forman parte de Las cuatro estaciones, conjunto que se desarrolla en la Cuba de 1989, denominado así por Leonardo Padura y adaptado al cine por él y su esposa Lucía López Coll para la miniserie Cuatro estaciones en La Habana (2016), merecedora en 2017 del Premio Platino a la Mejor Miniserie o Teleserie Cinematográfica Iberoamericana.

            La cola de la serpiente, al unísono de novela negra o policial es un divertimento, un artilugio narrativo, ligero, hilarante y muy ameno, pese al depresivo crimen y al mezquino escenario, cuyas pesquisas encabeza Mario Conde, y pese al decadente y miserable ámbito social y a los sucios embrollos que rodean al sucio hecho, los cuales remiten a un pasado repleto de otros embrollos no menos sucios, donde también figuran varias muertes y asesinatos a mansalva.

            Al igual que innumerables películas y novelas policiales, La cola de la serpiente casi inicia con la descripción en que se halla el cuerpo del presunto asesinado (con indicios crípticos, macabros y escatológicos) y, paulatinamente, no sin digresiones y vueltas de tuerca (que van cambiando las probabilidades, el sentido de los hechos y los engaños al lector), se van despejando casi todas las hipótesis y conjeturas, pues casi siempre o en este caso (como en otros), algo queda oscuro, oculto y sin resolver.

           

Editorial Verbum
(Madrid, 2014)

         Mario Conde, escritor frustrado o latente, y lector empedernido desde el Pre de La Víbora (relee una y otra vez los mismos libros en calidad de “parásito de otros escritores que sabían hacerlo bien”, dice, entre ellos: Islas en el Golfo, Conversación en la Catedral, El guardián en el trigal, El siglo de las luces y Fiebre de caballos, ¡la primera novela que Leonardo Padura publicó en Cuba en 1988!), con una perspectiva de dos décadas después, cuando ya no es policía (“ser policía era un trabajo sucio”) y se dedica a la ambulante y vocinglera compra y venta de libros antiguos y de segunda mano (La neblina del ayer), en una nueva incursión por los paupérrimos residuos de lo que alguna vez fuera el muy vivo, boyante y muy habitado Barrio Chino de La Habana, evoca el caso de un anciano chino muerto en mayo de 1989, quien vivía en el cuartucho de una astrosa, maloliente y misérrima vecindad con retretes y lavaderos comunitarios, y misérrima luz eléctrica plagada de largos e intermitentes apagones: “un solar de la calle Salud, casi esquina a Manrique, en el mismo corazón del Barrio Chino” (y de la capital cubana). Entonces tenía 35 años y era el flamante teniente investigador Mario Conde —con diez años de antigüedad en la policía—, adscrito a la Unidad Central de Investigaciones Criminales, precedida por el mayor Antonio Rangel, inveterado fumador de habanos.

            Mario Conde estaba de vacaciones y no se hubiera involucrado en tal pesquisa policial si la china mulata Patricia Chion, “teniente de policía especializada en delitos económicos”, no hubiera ido a su casa a pedirle que indagara el caso, como un favor personal, pues, le dice, “el muerto era amigo de mi padrino, Francisco..., y estoy segura de que mi papá lo conocía, aunque me dijo que no.”

            En la lúdica y deslenguada urdimbre narrativa, la presencia de Patricia Chion, mezcla de china y mulata, y con un tremendo y tentador cuerpo de pecado (herencia de su finada madre, nativa de Camagüey: la negra Micaela, “una negra oscura, de pasas duras y culo inconcebible para todo el Lejano Oriente”), implica dos cosas. Una: ella corporifica los matices erógenos del arquetipo de la mujer cubana y el clímax del erotismo, pues la novela también boga por ciertos devaneos lúbricos e íntimos de Mario Conde, en los que, no obstante, también comparece la evocación de Karina, la ingeniera pelirroja y perversa saxofonista, “con capacidad para desaparecer justo cuando Conde más la necesitaba” (Vientos de Cuaresma), y, desde luego, la imprescindible y siempre añorada y deseada Tamara (con un hijo en Italia y viuda de Rafael Morín, un ex trepador del statu quo revolucionario y oportunista profesional), la jimagua de ojos verdes recién desempacada de Milán con “el movimiento de trapiche moledor de caña de su retaguardia prodigiosa que enloqueció, enloquecía y enloquecería a Conde”, a quien conoce desde los 14 y 15 años de ella, cuando ambos eran condiscípulos del Pre de La Víbora (Pasado perfecto). Dos: el oculto intríngulis de la petición indagatoria de esa escultural Venus de La Habana, con el visto bueno del mayor Antonio Rangel, se despeja casi por completo al término de la obra.

           

Cintillo de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)

         En su misérrimo cuartucho (con visos de un magro síndrome de Diógenes), el raquítico cadáver de Pedro Cuang, de 78 años y “natural de Cantón”, “seguía colgado de una viga del techo” cuando lo observa el policía Mario Conde, con cuya cuerda también le ahorcaron al perruchito mestizo. “Le habían cortado el dedo índice de la mano izquierda y en el pecho, con una cuchilla o con una navaja muy afilada, le habían hecho un círculo con dos flechas que formaban una cruz, y en cada cuadrícula habían puesto unas cruces más pequeñas, como si fueran signos de sumar”. Pero además —le muestra en una bolsita el sargento Manuel Palacios, su adjunto en la investigación—, en su “mano derecha” tenía “dos chapillas de cobre” (cayeron al suelo cuando el vecino de al lado lo descubrió y tocó), cada una con “la misma marca que le habían hecho a Pedro Cuang en el cuerpo. Un círculo con dos flechas y cuatro cruces más pequeñas.”

          En el rastreo del culpable (o culpables) y de la comprensión del hermético significado de tales signos, el teniente Mario Conde y el sargento Manuel Palacios, con el chino Juan Chion (apelativo de Li Chion Tai), el padre de Patricia, oriundo de una remota aldea de Cantón, quien es cocinero de oníricos delirios chinos de un auténtico mandarín salido de una página de Las mil y una noches (“Codornices cocidas al jugo de limón y gratinadas con pulpa de albahaca, berza, jengibre y canela, por ejemplo. O masas de puerco revueltas con huevos, manzanilla, zumo de naranja y dulce y finalmente doradas a fuego lento en una sartén insondable llamada wok, sobre una capa de aceite de coco, por otro ejemplo.” “Ternera guisada en salsa agridulce, con lascas de mango, polvo de ajonjolí y trozos de piña, por ejemplo.” “Berenjenas rellenas con pato hervido en salsa de bambú y verdolaga, rociadas con maní molido y crocante, por si todavía hicieran falta más ejemplos.”) y amigo del insaciable, pantagruélico, escuálido y conmovedor Mario Conde, quien para resolver ese caso chino (que está en chino) lo auxilia de cicerone (y en calidad del “cabo Chion”) por los arcanos misterios del Barrio Chino (sugerido e inducido por su hija), y por ello van a la desvencijada casona del chino Francisco Chiú, en cuya planta alta se hallan los restos y rescoldos de la decrépita y polvorienta Sociedad Lung Con Cun Sol, de antiguo origen mítico y legendario (casi de ancestral impronta Shaolin Kung Fu): creada en tiempos remotos para que “por siempre jamás todos sus hijos, los que llevaran los apellidos ilustres de Lao, Cuang, Chion y Chiú, se protegieran mutuamente bajo la tutela divina” de sus “dioses combatientes”: “Cuang Con, Lao Pei, Chu Chi Lon y Chu Fei”. 

           


            Señalando el tapiz que los ilustra, Francisco Chiú les dice: “El de las balbas lalgas y la cala cololá... Ése es Cuang Con, o san Fan Con, como le pusielon aquí.” Es decir, es “el santo chino, el gran capitán”. O sea: se trata de una figura cubanizada y adulterada, pues “también es”, le dice, “Changó, Santa Bárbara bendita, con su manto rojo y la espada en la mano”. (Pala maltal usa espada y colta pescuezo, previamente le dijo Juan Chion.) “Mientras, sin dejar de sonreír, Francisco había tomado de la repisa que asemejaba un ara una caña de bambú cortada como un largo vaso. Dentro descansaban unas tablillas finísimas, también de bambú, con un número y una inscripción en el extremo, grabadas con tinta... ¡china!, coño, y ya las hacía sonar como una maraca para música concreta. Francisco explicó que Cuang Con era el dueño de la fortuna: cada tablilla indicaba un camino en la vida y la que llevaba un círculo con una cruz formada por dos flechas era el peor camino: el del infierno, adonde iban los traidores, los homicidas y las mujeres adúlteras. En Cuba alguna gente decía que aquél era el signo más negativo de san Fan Con y que el hombre marcado por él sólo podía esperar todas las desgracias de los dos mundos: el de los vivos y el de los muertos.” Mario Conde le pide la tablilla “que tiene la cruz” para observarla y Manuel Palacios le señala que “se parece pero no es igual” a la que le trazaron en el pecho al raquítico Pedro Cuang, pues le faltan las “cruces chiquitas”. “Con cuatlo cluces así no hay... ¿Tá extlaño, veldá, Juan?”, dice el patriarca Francisco. No obstante, el Conde, en esa atmósfera en la que su nariz de perro rastreador captura el “olor a chino” (pese a lo estropeado del sentido del olfato por su pernicioso hábito de fumador), se la pide prestada para dizque fotografiarla y porque el viejo Chiú le dijo del crimen: “Eso es cosa de paisanos que hacen blujelías de neglos y de neglos que hacen blujelías con cosas de chinos. ¿Tú vas a entendel? Pedlo Cuang la debía y alguien se la cobló, y por eso le puso la filma de san Fan Con.”

          

Leonardo Padura achinado

(“A Lucía, que me entiende
incluso cuando hablo en chino”)
          

            Mario Conde, quebrándose la cabeza por lo intrincado del crimen del caso chino, mientras extinguen un par de botellas de Chispa’e Tren, un alcohólico brebaje, con matiz de orujo, destilado en la clandestinidad en el tugurio del químico Jacinto el Mago (antípoda de su ideal e inasible “ron Santiago de tres años” de la destilería Bacardí de Santiago de Cuba, servido por el onírico barman “en un vaso grande, con algunas gotas de limón y apenas una pequeña piedra de hielo”), se lo parlotea a dos de sus compinches de siempre: el Flaco Carlos (precisamente en su casa, donde subsiste en silla de ruedas, atendido por su madre Josefina) y el mulato Candito el Rojo, el supuesto “teólogo de la tribu”, quien ve indicios de malas artes: “las flechas, el círculo y las cuatro cruces eran una firma de palo mayombe, la brujería conga, y el dedo que le habían cortado al muerto debía ser para usarlo en una nganga”. Y por ende, crudo el Conde y engullendo Duralginas, van juntos en lancha, desde el embarcadero de la Avenida del Puerto hasta el pueblo de Regla, a consultar “a Marcial Varona, el viejo ngangulero más sabio y respetado entre todos los brujos de Regla, la meca de la brujería cubana”, donde “fungía como babalao de la Regla de Ocha y muchos lo consideraban el mejor conocedor de las prácticas de la santería yoruba”. Por si fuera poco el mejunje, el “Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona.”  

   En este sentido, además de que los poderes y atributos de tal brujo están aún más repletos de aleaciones y proverbiales mixturas y mixtificaciones, según él lo que le grabaron al chino en el pecho, junto al dedo que le cortaron, es “una firma de Zarabanda”. “Zarabanda”, dice, “es nganga de brujo congo, pero también es de Oggún lucumí, o de la santería yoruba, como se dice ahora. Oggún es el dueño del monte y de los hierros, y es san Pedro, el que tiene las llaves del cielo, que también son de hierro, ¿no? Por eso Zarabanda no es palo auténtico, sino una mezcla criolla, ¿entiendes?”

 


         O sea, para percutirlo con lego tambó y maracas carnavalearas, y cantarlo con Nicolás Guillén —tal si tratase de un abstruso, maléfico, ritual y ocultista ideograma chino—: recontra sóngoro consongo: congo solongo del Songo/ baila yambó sobre un pie.

            Mario Conde y su adjunto acceden a varias revelaciones en torno al triste pasado y a las sigilosas actividades de Pedro Cuang en el ilícito negocio de las apuestas en el Barrio Chino: “trabajó como colector de apuestas” para Amancio Valdés, el banquero de un ilegal “banco de apuntación desmantelado el año anterior”, quien “tuvo un ataque al corazón y se murió a los tres días de estar preso”, junto con otros dos banqueros que cayeron en la misma redada, quienes tras ese infarto soplaron que “Amancio era el jefe del negocio y quien guardaba el dinero”. Pero también se enteran que “Pedro Cuang fue a China cuando empezó el lío y regresó cuando se murió Antonio Valdés”, quien “hasta 1959 tuvo un garito de juego en el Barrio Chino y la tapadera era un tintorería”, donde el ahorcado “trabajó treinta años hasta que se retiró en 1968”. Pero además —le informa el sargento al teniente—: “Dice el forense que a Pedro Cuang le dio un hemiplejía y que fue después cuando lo colgaron. Parece que no querían matarlo, pero cuando le dio la sirimba a lo mejor se asustaron y pensaron que era preferible callarle la boca de una vez.” Por ende, colige o intuye el Conde: “El viejo era el camino hacia el dinero de Amancio...”

   Pero también el dúo dinámico de La Habana se entera del pasado de Juan Chion y de Francisco Chiú, oriundos de la misma aldea de Catón, ya viejos y emparentados por el hecho fraterno e inextricable de que éste, como si fuera su progenitor, le financió el permiso y el viaje para viajar en barco a Cuba, y vueltos entrañables compadres porque Francisco es padrino de Patricia y Juan es padrino del homónimo hijo de Francisco. No obstante, el caso sigue en chino y más oscuro que el culo del negro Vito Manué. 

   

Confucio

        “La selpiente tiene cola y tiene cabeza. Pol la cabeza se llega a la colita, y pol la colita se llega a la cabeza. Hala la selpiente. Siemple se llega a la otla punta del animal. Pelo con cuidado..., si la coges pol la cabeza, la selpiente muelde.” Le predica Juan Chion al Conde como si le recitara un milenario, aleccionador, sabio e infalible proverbio taoísta, o una de las analectas caligrafiadas en papel china por el propio Confucio. Mientras el Conde sospecha del esquelético Francisco Chiú, pese a que es muy anciano (más anciano que Juan Chion) y parece enfermo: tenía “un color amarillento en su piel que, pensó Conde, no tenía origen étnico, sino seguramente hepático”.  

    Vestida con su uniforme de oficial de policía, la muy cachonda y escultural Patricia Chion visita al Conde con un impensable desayuno y poderes afrodisíacos que ipso facto resucitan no sólo al muerto de hambre: “El asombro del Conde se disparó cuando Patricia, luego de poner lejos el cenicero atestado, fue sacando provisiones de la bolsa y colocándolas sobre la mesa: un pan que olía a pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían aquellas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto...”

   


         Y además de que en esa visita sorpresa ocurre el candente encuentro sexual, ella le revela que a su padre y a su padrino los vincula de por vida una secreta y lejana venganza de sangre: ultimaron a cuchilladas, allí en La Habana, a un griego traficante, capitán de un barco, que en un asesinato múltiple de 32 chinos engañados, robados, congelados en el frigorífico y lanzados al mar Caribe, mató a Sebastián (Fu Chion Tang), el entrañable primo de Juan Chion (y su único pariente consanguíneo en Cuba), y al hermano de Francisco Chiú. Pero además le pide, desnuda y a quemarropa, que resuelva el crimen y cuide que “no haya demasiados daños colaterales”.

            El caso comienza a desenredarse cuando, al preguntar al Narra, un chino contrabandista del Barrio Chino que oficia de chivato del Gordo Contreras —capitán y jefe de la Sección de Divisas—, le delata que Panchito Chiú, el hijo del anciano Francisco y sobrino de Juan Chion, además de cargar “un cuchillo chino”, de dárselas de “karateca octavo dan”, y de decirse “palero” (o sea: brujo o babalao) —“anda todo el día con que si Siete Rayos lo protege”—, lo oyó hablar de que “el chino viejo” (el asesinado) “tenía la pasta de Amancio el banquero”. Tras detenerlo, además de que sus huellas estaban impresas en la cuerda del ahorcado, Panchito Chiú habla del crimen. Esto desvela varios puntos oscuros: Panchito fue la silueta que a hurtadillas y con la agilidad de un trapecista huyó durante la charla con el viejo Francisco Chiú y que éste y Juan Chion escamotearon acusando un supuesto gato (fantasma o invisible); quien le dio al Conde el golpe que lo dejó inconsciente en el camastro del asesinado; que el crimen no fue una venganza o un ajuste de cuentas de la mafia que trafica cocaína, ni implicó ningún embrujo o “cazuela de palo monte”. Se trató de un vulgar e involuntario asesinato al intentar con violencia y amenazas (“Panchito le ahorcó al perro para presionarlo”) que Pedro Cuang revelara el sitio exacto donde escondía el dinero del banquero Amancio Valdés, muerto en la cárcel, en marzo de 1987, tras la redada policíaca en el Barrio Chino que desmanteló el negocio ilegal de apuestas en el que estaba involucrado.

   


           Pero el meollo del meollo es el dilema ético de Mario Conde, quien, pese a su tolerancia ante ciertas corruptelas, no es un policía duro (piensa que “el acto de aplicar la fuerza” “lo degradaba a él como ser humano”) y llega a sentirse inepto para tal rol; no obstante, en el cerco al tigresco y ágil experto en artes marciales Pachito Chiú, quien reta y empuña su cuchillo chino, el Conde, más rápido que Harry el Sucio, no duda en dispar su pistola y por ello lo hiere en una pierna, siendo la segunda vez que dispara contra alguien en su carrera de diez años de policía. Las huellas del anciano Francisco Chiú —aquejado de un terminal cáncer hepático—, impresas en la prestada tablilla de san Fan Con, revelan su presencia en el escenario del crimen. Pero el Conde, que ahora entiende el trasfondo del intríngulis de la manipulación y seducción de Patricia Chion y su encargo de que no hubiera “demasiados daños colaterales”, a través de Juan Chion le devuelve al viejo Francisco Chiú la tablilla de san Fan Con y destruye el análisis forense de las inculpatorias huellas y se muerde la viperina envenenada por la cola de la serpiente. “Aquí todos navegamos en la mierda y nadie sale ileso, nadie...”, le aguijoneó el Gordo Contreras su radiográfico apotegma existencial y policíaco.

      Lo que queda sin descubrir, no obstante, es la persona (quizá chino o china) a quien estaba destinada la fortuna del banquero Amancio Valdés —si es que estaba destinada a alguien—, pues para alguien que lee los caracteres chinos fue caligrafiado el mapa del tesoro; o sea: el plano hallado por Mario Conde en el cuarto del muerto, y que reveló el sitio exacto del cementerio chino donde estaba enterrado el cofre del tesoro que parece de estirpe pirata (y literaria): un cofre metálico repleto de “cadenas, pulseras, anillos, aretes y monedas de oro”.   

 

 

Leonardo Padura, La cola de la serpiente. Serie Mario Conde. Colección Andanzas número 690/7, Tusquets Editores. Ciudad de México, noviembre de 2011. 192 pp.

 *********

Leonardo Padura: una historia escuálida y conmovedora (2019), documental de Náyare Menoyo Florián.

No hay comentarios:

Publicar un comentario