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domingo, 1 de agosto de 2021

Hombre lento

 Apúntese al club de corazones solitarios

 

Hombre lento, novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940), apareció en inglés, en 2005, editada en Nueva York por Peter Lampack Agency, Inc. Y ese mismo año, traducida al español por Javier Calvo, fue editada en España por Random House Mondadori y al año siguiente en México, junto con un disco compacto (coeditado con Librerías Gandhi) que reproduce el discurso que Coetzee leyó al recibir el sonoro Premio Nobel de Literatura 2003.

           


          Dispuesta en 30 capítulos numerados, Hombre lento quizá no sea la novela más light y trivial de su abultada obra narrativa. El anciano Paul Rayment, un sesentón ex fotógrafo de origen francés y coleccionista de fotografía, un día del año 2000 pedalea su bicicleta por Magill Road —una calle de Adelaida, Australia— cuando un auto lo embiste y provoca la rápida e ineludible amputación de su pierna derecha (¡el muñón queda arriba de su rodilla!). Tal doloroso y traumático drama, narrado al inicio de la novela, hace suponer que el lector accederá a las menudencias y vericuetos psicológicos, circunstanciales e inmediatos de su nueva condición física, a todas luces residual (eso parece o en cierta medida es así). Pero lo que cobra mayor relevancia a largo de las páginas y del grueso de la narración, no es el dolor ni el calvario ni la angustia ni la desventura corporal y psíquica del protagonista adaptándose a sus nuevas condiciones físicas y mentales, sino la comedia de equívocos y enredos (y hasta de Perogrullo) en que su vida sentimental, íntima y cotidiana se ve inmersa. Y más aún: hay en ello un matiz fantástico y ficticio que trastoca y trasmina el realismo de la historia y la transforma en una alegoría de la vejez y de ciertas irremediables desventuras consubstanciales a ella.

           

Literatura Mondadori número 281
Primera edición mexicana
(México, enero de 2006)

           El perder la pierna no implica para Paul Rayment enfrentarse a deficiencias médicas y sanitarias ni a embrollos burocráticos ni a la necesidad de trabajar para confrontar sus gastos. Su seguro de vida y su solvencia pecuniaria de viejo jubilado le brindan los sustentos que requiere y por ende puede proveerse de una enfermera especializada que en su cómodo departamento (con aire acondicionado) le brinda terapia física y servicio doméstico. Es así que la narración discurre por ámbitos realistas hasta el final del capítulo 12, cuando Paul Rayment le ofrece a Marijana Jokić, su diestra y eficaz enfermera croata, pagar la educación de su hijo Drago (de 16 años), desde el oneroso internado y “hasta que se gradúe como oficial de la marina”. La razón (y se lo confiesa): se ha enamorado de ella. Pero la mujer, nada más oírlo, se marcha, ipso facto, con Ljuba, su pequeña hija.

            Al día siguiente, en el capítulo 13, Marijana no regresa a trabajar, ni contesta el teléfono ni le devuelve la llamada que hace a su casa en el distrito obrero de Munno Para. Pero quien ese mismo día llega a su departamento en Coniston Terrace, Adelaida Norte, es una tal Elizabeth Costello (protagonista de la novela homónima que J.M. Coetzee publicó en 2003), quien sin invitación y sin que Paul Rayment la conozca, se instala allí (como Petra en su casa) dispuesta dizque a guiar y a dizque corregir los retorcidos renglones de su cojuda infravida de diablo cojuelo. Y es con tal intrusa y su cometido donde el sentido realista se altera y se rompe. Y esto es así porque la Costello, que también es una anciana sesentona, conoce, en buena proporción, los íntimos secretos de Paul Rayment: los que no le ha contado a nadie (como es el caso de la erógena ciega que él vio y olió en un ascensor del hospital y que luego ella, sin que él se lo pida, le contrata como sexoservidora a domicilio), y porque observa una conducta omnisciente, absurda e imposible, tanto en ciertos intríngulis y antagonismos de sus conversaciones, como por el hecho de que, pese a que se supone que es una escritora con libros y fama y a que tiene una “bonita y antigua casa” en Melbourne, opte por subsistir en los parques públicos con los inconvenientes de una desvalida y pestilente vagabunda que carece de un centavo; mientras, a imagen y semejanza de una obsesa que no tiene otra cosa en qué ocuparse para castrar al diosecillo bajuno del alado Cronos, alterna y asedia la cotidianeidad y los propósitos íntimos, secretos y personales de Paul Rayment y los espacios domésticos de su cómodo departamento.

           

Debols!llo número 342/8
Primera edición mexicana
(México, 2006)

         En medio de la efímera visita de la hetaira ciega (él paga 450 dólares por el manoseo y el servicio y previamente tiene que ponerse “una hoja de limón sobre cada ojo” y vendarse los ojos con una media de nailon de la Costello), Paul Rayment, se pregunta: “¿por qué estamos dejando que alguien a quien apenas conocemos dicte nuestras vidas?” Y en la misma tesitura pusilánime en la que él es el títere que la Costello mueve a su antojo, más adelante divaga sobre la posibilidad de que la narradora lo esté utilizando para construir un personaje de un libro en ciernes. E incluso en que tal vez ella no exista y que él ya haya muerto sin mayor pena ni gloria. Sin embargo, tal ficticio tejemaneje implica y desvela lo relevante y trascendente de la prestidigitación: que la escritora Elizabeth Costello, con su desfachatez, locura y contradicciones, es alter ego del verdadero titiritero y ventrílocuo: el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee; y que Hombre lento es sólo un artilugio literario donde el narrador, prestidigitador nato, hace y deshace a su antojo con el lelo lector del octavo día.

           

Coetzee y su alter ego

         Luego de un breve tiempo de hacerse la ofendida y desaparecida, Marijana regresa al departamento de Paul Rayment, pero no para trabajar de inmediato, sino para dejarle un folleto del Wellington Collage, el costoso internado que ha elegido su hijo Drago. Esto desencadena una tormenta doméstica en casa de los Jokić: Miroslav, el marido de Marijana, golpea a su mujer y ella se refugia en casa de su cuñada, que no la aprecia. Y Drago, con una mochila a cuestas, no tarde en pedirle refugio a Paul Rayment. Y el anciano solitario y cojo, que añora la paternidad que no procuró con nadie, le brinda cobijo en su estudio y pronto la estancia del adolescente altera el orden, la calma chicha y el sosiego budista del departamento, pues además de que a veces Marijana deja allí a la pequeña y alharaquienta Ljuba, Drago lleva a un compinche, y por ende sus charlas, pitorreos y ruidos se los tiene que soplar el vejete, aún en las horas del supuesto descanso y sueño.

            Miroslav, quien es obrero montador en una fábrica de autos, vigila, en su astrosa camioneta, en las inmediaciones del edificio donde vive Paul Rayment. Éste lo invita a hablar; y el dialogo desvela que el enojo del croata no es por ver humillado su honor de macho cabrío ante el préstamo a plazo indefinido y sin intereses que pagará el internado de su hijo Drago (el obrero Miroslav, incluso, conviene con el viejo Paul la creación bancaria de una cuenta de fideicomiso), sino los celos y la inseguridad (pese a sus 18 años de matrimonio) ante la creencia de que su mujer está “en proceso de ser embaucada, para alejarse de su corazón y de su hogar, por un cliente forrado de dinero y familiarizado con el mundo del arte y de los artistas” y que “el elegante entorno de Coniston Terrace le está enseñando a despreciar el mundo de la clase obrera de Munno”.

            Además de las abundantes digresiones y de las pinceladas y anécdotas biográficas sobre la idiosincrasia, el pasado y el presente de Paul Rayment (muy pocas sobre la Costello y los Jokić), la novela ilustra dos episodios donde el hecho de estar cojo, solo y viejo conlleva sus ineludibles inconvenientes. Una le ocurre cuando al ducharse con su andador Zimmer, éste se resbala y él “cae y se golpea en la cabeza contra la pared” y no puede levantarse. Por fortuna logra telefonear a Marijana, quien va, lo auxilia y apapacha. Él le pide que se quede toda la noche, pero ella le dice que su caída no es una urgencia médica. Y entre el debate en que el anciano cojo le reitera su amor, ella se va; pero antes le recomienda que se apoye en una amiga y que si tiene necesidades mayores que cogerle la mano, que se apunte en un “club de corazones solitarios”; y a imagen y semejanza de un vociferante y visceral escupitajo, le resume su triste y asfixiante rutina, para nada parecida a la de una curvilínea masajista de lujo diplomada en Cancún, especialista en los siete masajes para resucitar al muerto: “¿Cree que sabe cómo es ser enfermera, señor Rayment? Todos los días cuido de señoras mayores, ancianos, los lavo, les quito la porquería, mejor no digo detalles, cambio las sábanas y les cambio la ropa. Y siempre estoy oyendo ‘Haz esto, haz eso, trae esto, trae eso, no me encuentro bien, trae pastillas, trae vaso de agua, trae taza de té, trae manta, quita manta, abre ventana, cierra ventana, no me gusta esto, no me gusta eso’. Llego a casa cansada hasta los huesos, suena teléfono, a cualquier hora, mañana o noche: ‘Es urgencia, ¿puede venir...?’”

            El otro episodio le ocurre en la mañana del día siguiente. El anciano y cojuelo Paul Rayment, que no pudo dormir (la pasó “Angustiado, lleno de remordimientos, dolorido, incómodo”), al verse corroído por la necesidad de orinar y el dolor de espalda, “con medio cuerpo en la cama y medio cuerpo fuera”, “se rinde y se orina en el suelo”. Así enredado, vergonzante, húmedo y apestoso a pipí lo encuentra Drago, quien llega a recoger la bolsa con sus últimas cosas. El chaval lo auxilia con los menesteres inmediatos y Paul no puede reprimir “un acceso de llanto”, un patético y lastimoso “llanto de anciano”.

            Navegando en la solipsista burbuja de idealización amorosa y protectora que vive Paul Rayment, le escribe una carta al obrero Miroslav Jokić, donde le reitera su apoyo monetario para la educación del muchachito Drago y quizá también para sus dos hijas: la pequeña Ljuba y la adolescente Blanka. En su papel de filantrópico padrino de la familia croata, le solicita “una llave de la puerta de atrás”, pues, dice, “no albergo ningún plan para quitarle a su mujer y a sus hijos. Tan solo le pido poder rondar por ahí, abrir mi pecho, cuando esté usted ocupado en otro lugar, y derramar las bendiciones de mi corazón sobre su familia.”

           

Fotografía de Antoine Fauchery

          Pero también le solicita que el mozalbete Drago le devuelva una foto antigua de su valiosa colección (cuyo total donará, tras su muerte, a la Biblioteca Estatal de Adelaida), impresión decimonónica y original hecha por el propio Antoine Fauchery (1823-1861), nada menos, cuyo sustracción fue advertida por la fisgona Costello. Para Paul Rayment se trata de un robo, aunque no irá a la policía; mientras que la Costello colige la probabilidad de que se trate de una broma de adolescentes urdida entre Drago y su compinche. En el sitio donde estaba la impresión original, los chavales dejaron un fotomontaje, una copia manipulada en la computadora donde se aprecia el rostro de Miroslav Jokić “vestido con una camisa abierta y un sombrero, y además con bigote, codo con codo junto a aquellos mineros de Cornualles e Irlanda de cara adusta que vivieron en una época remota.”

   

Fotografía de Antoine Fauchery

         Incitado por la Costello, ella y Paul Rayment van en taxi a la casa de los Jokić a reclamar la incunable foto y a reiterar el padrinazgo de él. La actitud de Marijana, además de que vuelve a deducir con acierto las intenciones amorosas y humanas del vejete Paul, no es la de una fémina que supuestamente en Croacia estudió pintura y fue restauradora de arte, sino la estereotipada tozudez de una inculta y ramplona ama de casa que no puede distinguir entre una fotocopia y una invaluable e histórica impresión vintage; y más aún: se ofende, no por el latrocinio de Drago, sino porque según ella “aporrean la puerta como policía” y porque el padrino “ahora dice que le robamos”.  

           

Don Quijote y Sancho “volando” con Clavileño
Ilustración de Ricardo Balaca (siglo XIX)

          
A tal meollo se añaden dos corolarios. Uno es que al término de tal visita el viejo Paul Rayment descubre que Drago, con cierta ayuda de su padre, está por concluir la construcción de un triciclo (¡el auténtico velocípedo celeste!, ¡más veloz que Clavileño!), regalo y tributo para el anciano cojuelo, para que, moviéndolo con las manos, pueda desplazare en ese artefacto algo chusco y ridículo, en cuyo tubo tiene pintado “con unas letras que sugieren artísticamente el impulso del viento: ‘PR Exprés’”. La pequeña Ljuba pregunta por el significado. “PR, el Hombre Bala”, le responde Paul Rayment. Pero la niña, sonriéndole, le apostrofa la dramática e irrefutable verdad: “¡Usted no es el Hombre Bala, es el Hombre Lento!”

          

J.M. Coetzee

           
El otro corolario es que la anciana Elizabeth Costello, no sin patetismo (y sin los arquetípicos y consabidos tiempos del cólera), insiste en que ella y el anciano pueden vivir juntos, ya en Melbourne o en otro sitio, signados por “Los cuidados del amor”. Pero él se niega porque, dice, “esto no es amor. Es otra cosa. Es menos que amor.”

 

J.M. Coetzee, Hombre lento. Traducción del inglés al español de Javier Calvo. Literatura Mondadori número 281, Random House Mondadori. 1ª edición en México, 2006. 264 pp.

 

jueves, 6 de agosto de 2020

La casa de las bellas durmientes




Una felicidad fuera de este mundo

El escritor y suicida nipón Yasunari Kawabata (1899-1972), Premio Nobel de Literatura 1968, publicó en japonés, en 1961, su novela breve La casa de las bellas durmientes. La traducción al español de Pilar Giralt data de 1976 y de diciembre de 2004 la quinta edición que Luis de Caralt Editor tiró en Barcelona, precedida por el “Prólogo” que el escritor y suicida nipón Yukio Mishima (1925-1970) urdió ex profeso
(Caralt, Barcelona, 2004)
       Dispuesta en cinco capítulos, La casa de las bellas durmientes narra las cinco visitas que el viejo Eguchi, de 67 años, hace a un pequeño y peculiar burdel erigido en el acantilado de un impreciso lugar del Japón. Eguchi supo de esa secreta casa de citas por el anciano Kiga, quien le dijo que “sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha narcotizada” y “que acudía allí cuando la desesperación de la vejez le resultaba insoportable”. Ese camuflado lupanar es una discreta y pequeña posada (sin señas exteriores) con una sola habitación superior para el lúbrico servicio, a la que por las noches acuden (de uno en uno) ancianos que remuneran y que ya no tienen erecciones. Es decir, según deduce el viejo Eguchi, “no cabía la menor duda de que para los ancianos que pagaban”, “dormir junto a semejante muchacha era una felicidad fuera de este mundo”. A los deteriorados vejestorios los recibe, en kimono, una madrota de unos 45 años, que al parecer es la encargada de ese encubierto y clandestino negocio que funciona al margen de la ley y a través, se colige, de una red mafiosa, de una oscura y subterránea yakuza que engancha a las jóvenes (que acuden allí a narcotizarse y desnudarse por el dinero) y que quizá (o sin duda) soborna a ciertas autoridades policiales y gubernamentales que se hacen de la vista gorda ante su singular existencia, quizá boyante. (“Dígaselo al hombre que posee la casa. ¿Qué he hecho yo de malo?”, dice la madama en un defensivo y breve alegato.) 

        La madrota le recita al viejo Eguchi las estrictas reglas de la casa. La manceba (a veces menor de edad o muy joven), dormida con un fuerte narcótico, yace desnuda en el cuarto ex profeso del piso superior, desde donde se oye y otea el mar. El anciano, también desnudo, se acuesta y pasa la noche junto a ella. Y para conciliar el sueño tiene a la mano dos píldoras, dos somníferos de los que puede hacer uso o no, parcial o totalmente.
Yasunari Kawabata y una bella despierta
  “No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido”, recita la madama, en cuyo nudo del obi se observa y observa “un pájaro grande y raro”, con “ojos y pies” muy realistas y estilizados. “Ciertos ancianos tal vez acariciarían todas las partes de su cuerpo, otros sollozarían”, piensa el viejo Eguchi. Pero los toqueteos, las observaciones eróticas y las exploraciones corporales que él hace en cada cuerpo desnudo, si bien no van más allá de lo superficial y de sus divagaciones mentales, denotan la probabilidad de que algún vejete sí desbarre en lo prohibido o cometa un crimen (viole o asesine a la bella durmiente). Más aún por el hecho de que el viejo Eguchi, según dice en su intimidad, aún “no ha dejado de ser hombre” y pasa una candente prueba de fuego: en su segunda cita le toca una joven dizque con experiencia, por cuya seducción e inefable belleza él apoda “la hechicera”. En el momento en el que se dispone a penetrarla (lo que equivale a una abusiva y artera violación), descubre su doncellez: “¡Una prostituta virgen, a su edad!”, exclama. Y se detiene, la respeta. Y entre sus posteriores devaneos mentales e íntimas evocaciones colige que todas las bellas durmientes de la casa son vírgenes. Pero tal vez yerre.

Rafel Cansinos Assens y una bella despierta
  En el refranero que figura al final del tercer tomo de Las mil y una noches (Madrid, Aguilar, 1955) traducidas del árabe al español por Rafael Cansinos Assens (1882-1964) se lee “Sobre los deleites de la vida”: “La delicia de la vida en tres cosas se cifra: en comer carne, montar sobre carne y hacer entrar la carne en la carne.” Quizá esa sibarita y golosa declaración de principios carnívoros y eróticos la suscribiría el viejo Eguchi;  y quizá también todos los decrépitos, feos y patéticos ancianos sin erecciones que frecuentan la casa de las bellas durmientes, que de budistas no tiene un pelo de monje calvo en busca de la inasible y evanescente entelequia del Nirvana, dado su apego a la carne, al placer de los sentidos y a sí mismos. 

Y si bien el viejo Eguchi se limita a oler y a tocar y a ciertas reflexiones mundanas y eróticas, las remembranzas de su pasado y de su actual estado civil (tiene esposa y tres hijas casadas), entreveradas en el desarrollo de cada visita, revelan que es un voluptuoso incorregible de larguísima data, que ha llevado y cultivado una doble vida y por ende radiografía: “Los ancianos que vienen aquí siguen atados a sus ligaduras”. O dictamina entorno a una noche fría: “Morir en una noche como ésta, con la piel de una muchacha para calentarse, debe ser el paraíso de un anciano”. O decanta al olisquear la aromática fragancia del sobaco de una desnuda bella durmiente de menos de 20 años: “La vida misma”. “Una muchacha como ésta insufla vida a un viejo de sesenta y siete años”.   
   
Yasunari Kawabata
        No extraña, entonces, que en su tercera visita a la casa, a un lado del cuerpo de una narcotizada adolescente de unos “Dieciséis años, más o menos”, rememore la felación, que “hacía mucho tiempo”, le hizo una meretriz de 14 años, ansiosa de terminar su trabajo e irse a un aledaño festival, quien “Usó su lengua larga y delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió complacido”. O que apenas hace tres años, a sus 64 años de edad, durante un viaje a Kobe, en un casual club nocturno haya conocido a una esbelta joven de menos de 30 años, a quien durante el baile invitó a la cama del hotel y que resultó tener dos pequeños hijos en casa y un marido laborando en Singapur, quien, pese a la contigüidad y al regreso de éste, según le dijo en varias cartas, estaba dispuesta a seguir con la secreta aventura sexual. 

La placentera quinta visita que el viejo Eguchi hace a la casa de las bellas durmientes queda marcada por el sorpresivo drama y el desasosiego. La madrota, esa “alcahueta fría y avezada” cuyo contacto le repugna, lo espera con antelación, pues se acude allí con previa cita telefónica. Esa vez, para su sorpresa y deleite, le ha dispuesto dos jóvenes para él solo, que ya están tendidas en la cama, desnudas y narcotizadas. 
El viejo Eguchi, desnudo y luego de sus previsibles toqueteos, olfateos, íntimos pensamientos y fragmentarias evocaciones de ciertos episodios de su vida, ingiere el par de píldoras y se queda dormido. Tiene algunas pesadillas eróticas. Y alrededor de las cuatro de la madrugada se despierta y descubre que una de las jóvenes, la morena, de menos de 20 años, yace muerta (con el cuerpo frío, sin respiración, sin latidos, sin pulso). Da la voz de alarma. La madrota no tarda en acudir al piso de arriba y en el diálogo que entablan se transluce que ésta, auxiliada por un hombre que está en el piso de abajo (quizá un custodio o el “hombre que posee la casa”), harán lo debido para que no ocurra un escándalo que trunque el clandestino negocio. “No se alarme. No le causaremos ningún problema. Su nombre no será pronunciado”, le dice la madama, quien también le ruega que no se vaya, “pues no conviene llamar la atención ahora”. 
La madrota, pese a la obvia evidencia, niega que la joven morena haya muerto y carga el cuerpo exánime al piso de abajo. Y al poco rato el viejo Eguchi, desde la ventana del piso de arriba, ve alejarse de allí un coche donde quizá lleven el cadáver; tal vez “a la ambigua posada donde condujeron al anciano Fukura”, piensa; que tal vez también sea propiedad del dueño de la casa de las bellas durmientes. O quizá lo trasladen a otro sitio encubierto y sombrío donde la mafia desaparecerá ese cuerpo muerto  (para no causar ningún problema y continuar con el lucrativo comercio clandestino), pues la novela de Yasunari Kawabata no narra qué ocurre con el cadáver de esa bella durmiente, ni qué suscita su desaparición en su entorno inmediato, familiar y social. Ni mucho menos dilucida cuál fue la causa de su súbita y silenciosa muerte, quizá imprudentemente provocada por el fuerte narcótico, el cual, según la madama, no tolerarían los seniles y climatéricos ancianos, y por ende se lo niega al viejo Eguchi cada vez que se lo pide prometiendo pagar más. 
Yasunari Kawabata
(1899-1972)
  Es decir, el viejo Fukura, “un director de empresa” y conocido del viejo Kiga, hace unos días murió de un infarto mientras allí en la casa pasaba una noche de placer junto al cuerpo desnudo y narcotizado de una joven. Y pese a que el viejo Kiga alude “una especie de eutanasia” y a que la madrota parlotea sobre “una muerte feliz”, hay indicios de que no fue así, sino que murió con dolores, angustia, fobia y desesperación ante la intempestiva y súbita muerte, pues la madrota oyó un “extraño gemido” y subió a indagar lo que ocurría: descubrió que “su respiración y su pulso se habían detenido” y que la bella durmiente “tenía un arañazo desde el cuello hasta el pecho”, “un arañazo con algunas gotas de sangre”, que hizo que la fémina quedara fuera de servicio, “de vacaciones hasta que cicatrice el arañazo”, y quien al despertarse y descubrir la herida e ignorante del infausto meollo, sentenció: “Qué viejo tan repugnante”.

El caso es que para ocultar su doble vida y preservar el buen nombre del “director de empresa” y para mantener en la sombra el clandestino negocio de “la casa de las bellas durmientes”, la mafia llevó el cuerpo del viejo Fukura a una posada que también solía frecuentar, donde se dijo que murió de un infarto. Así, no hubo investigación policíaca, no se interrogó a los otros ancianos ni a las muchachas, ni la familia se enteró de lo sucedido. De modo que en los periódicos sólo aparecieron dos notas necrológicas: “de su empresa” y “de su esposa e hijo”.
Vale advertir, por último, que el ligeramente preciosista diseño del libro luce estropeado (para la posteridad) con horrendas erratas.



Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes. Prólogo de Yukio Mishima. Traducción al español de Pilar Giralt. 5ª ed., Caralt. Barcelona, 2004. 158 pp.





miércoles, 1 de julio de 2020

Conversación en La Catedral

Una pobre mierdecita entre los dos

I de VI
Conversación en La Catedral, la tercera novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), Premio Nobel de Literatura 2010, “apareció a fines de noviembre de 1969” en dos libros editados en Barcelona por Seix Barral, con un tiraje de cinco mil ejemplares. Y “en noviembre de 2019”, Alfaguara, con una notoria estrategia de mercadotecnia, publicó en México la Edición Especial por su 50 Aniversario, en cuyo cintillo canturrea el autor a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “Si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que he escrito, salvaría ésta.” 
     

         Palabras transcritas del fragmento con que el novelista concluye su “Prologo” firmado en “Londres, junio de 1998”, que a la letra dice: “Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que he escrito, salvaría ésta.” Planteamiento que repite al final de la aún más breve: “Nota a esta edición”: “es la novela que más trabajo me costó escribir y con la que me quedaría si tuviera que elegir una sola entre las que he escrito.” No obstante, en “La novela del guardaespaldas”, la postrera sección complementaria con que se celebra y publicita el cincuentenario de Conversación en La Catedral, el profesor y bloguero Carlos Aguirre, ante la afirmación de que “ésta es la novela que más trabajo le dio”, pese a que parece coincidir con él al apuntar: “para mi gusto, la mejor de las que ha escrito”, replica que Mario Vargas Llosa “a veces ha dicho lo mismo de La guerra del fin del mundo”, su sexta novela, editada en Barcelona, por Seix Barral, en octubre de 1981. 

Editorial Seix Barral, Barcelona
Primera edición: octubre de 1981
     Entre lo que Carlos Aguirre apunta en su nota introductoria se lee que las primeras cuatro ediciones de Conversación en La Catedral “aparecieron en dos volúmenes con portadas ilustradas por el fotógrafo catalán César Malet”. (Las cuales se reproducen, en pequeñas estampas, en la página 746.) 

       

         Que “a partir de la quinta edición: se empezó a usar mayúscula para ‘La’ en el título (hasta la cuarta edición, el título aparecía como Conversación en la Catedral).” Y que “A partir de la sexta edición (agosto de 1972), se publicó en un solo volumen de 669 páginas, y fue ésta también la primera vez que se utilizó en la portada la icónica fotografía de los dos vasos de cerveza y los humeantes puchos de cigarrillos, del propio Malet.” (Portada que se observa en la página 747, cuya fotografía es la misma que ilustra la presente Edición Especial del cincuentenario de la obra.) 

Narrativa Hispánica, Alfaguara
Primera edición mexicana en este formato:
noviembre de 2019
        Pero para dar inicio a la parte medular de la antológica miscelánea que Carlos Aguirre tituló “La novela del guardaespaldas”, dice: “Lo que sigue es una colección de fragmentos de cartas y entrevistas, tanto del propio Vargas Llosa como de algunos personajes de su entorno, gracias a los cuales se puede reconstruir, a veces con bastante intimidad, el fatigoso proceso de redacción y la recepción inicial de una novela que está entre las más importantes del siglo XX en cualquier idioma.” Fragmento que tiene un par de asteriscos que remiten a una nota al pie en la que apunta: “La mayoría de cartas citadas se encuentran en diferentes secciones de la división de Libros Raros y Colecciones Especiales de la Universidad de Princeton. En algunos casos se han introducido ligeros cambios para uniformizar la redacción. Las cartas de Julio Cortázar han sido tomadas de los volúmenes 3 y 4 de Cartas editadas por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga (Madrid, Alfaguara, 2012).” Vale decir, entonces, que, con algunas anotaciones del antólogo, se compilan cartas (o fragmentos de cartas) de Mario Vargas Llosa a Abelardo Oquendo, a Wolfgang Luchting, a José Donoso, y a Carmen Balcells; fragmentos de entrevistas donde habla Mario Vargas Llosa; la transcripción del “Informe de la oficina de censura sobre Conversación en La Catedral, 4 de diciembre de 1969”; una nota de Luis Harss transcrita de Los nuestros (Buenos Aires, Sudamericana, 1966); cartas (o fragmentos de cartas) que le dirigieron al peruano: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Barral, Roberto Fernández Retamar, Emilio Adolfo Westphalen, Francisco Moncloa, Álvaro Mutis y Carlos Fuentes, quien el “24 de noviembre de 1970” le dice exultante y deificante: “De nuevo, Mario, mis felicitaciones y admiración por tu Conversación en La Catedral. Creo que no sólo es tu mejor libro, sino la única gran novela política que se ha escrito en castellano.” 

Carlos Fuentes con sus dos Premios Nobel


II de VI
En la dedicatoria de la cincuentenaria obra se lee: “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía.” 


Luis Loayza y Abelardo Oquendo
En la repisa: Mario Vargas Llosa
Lima, 1956

       Pues bien, en sus memorias El pez en el agua (Barcelona, Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa evoca anécdotas y episodios de su vínculo amistoso con Luis Loayza (1934-2018) y Abelardo Oquendo (1930-2018) y de las irónicas razones por las que a él fraternal y lúdicamente lo apodaron el sartrecillo valiente, con quienes soñaba “con sacar una revista literaria que fuera nuestra tribuna y el signo visible de nuestra amistad”. “Así nació Literatura, de la que apenas saldrían tres números”. Camaradería que germina y se asienta en el contexto de la dictadura del general Manuel Odría (1948-1956) —cuyo golpe de estado (dizque la Revolución Restauradora) el 27 de octubre de 1948 suscitó la caída del presidente democrático y constitucional José Luis Bustamante y Rivero, tío del escritor—.
     
José Luis Bustamante y Rivero, presidente del Perú,
entre el 28 de julio de 1945 y el 27 de octubre de 1948
          Pero al unísono esa amistad se ubica en el contexto de sus estudios en la Universidad de San Marcos (Literatura y Derecho) y de su militancia en Cahuide (nombre del proscrito, clandestino, ortodoxo y minúsculo Partido Comunista). En este sentido, en lo que concierne a tales estudios universitarios y a su subterránea instrucción y activismo político (durante un año) como militante de Cahuide, en El pez en el agua alude a las personas de la vida real (y las anécdotas) que le sirvieron de modelo para, en Conversación en La Catedral, acuñar a los personajes con los que el joven Santiago Zavala, aún menor de edad, coincide y convive durante su estancia en San Marcos y en Cahuide. 

Biblioteca Breve, Seix Barral
Segunda reimpresión en México: junio de 1993
      Pero también en El pez en el agua bosqueja vivencias y espacios físicos de su temprano y seminal paso en La Crónica: tres meses de 1952, cuando Mario Vargas Llosa aún no cumplía sus 16 años. 
 
Antiguo local de La Crónica
en la calle Pando, Lima
   De modo que en sus memorias se lee sobre su iniciación periodística y sobre arcaicos procedimientos periodísticos, sobre perfiles de periodistas, y anécdotas bohemias y prostibularias de los reporteros de la vida real que le sirvieron de modelo para crear varios personajes de Conversación en La Catedral, incluso homónimos: el periodista Carlitos Ney, poeta trunco y crónico borrachín, con quien en el Negro-Negro, decorado por portadas de The New Yorker,  Santiago Zavala se hace amiguete y compinche; Becerrita, beodo, corrupto y pendenciero jefe de la página policial de La Crónica; y Norwin, también de policiales, pero de Última Hora, vespertino de La Prensa. En este sentido, apunta Mario Vargas Llosa poco antes de concluir ese capítulo de sus memorias que se titula “Periodismo y bohema”: “La despedida fue también la celebración de mi cumpleaños, el 28 de marzo de 1952, tomando cerveza con Carlitos Ney, Milton von Hesse y Norwin Sánchez Geny, en una chifa de la calle Capón, el barrio chino de Lima. Fue una despedida lúgubre, porque eran amigos que llegué a apreciar y porque tal vez intuía que no volvería a compartir con ellos esas afiebradas experiencias con las que puse final a mi infancia. Así fue. Al año siguiente, al regresar a Lima [de Piura, y para ingresar a San Marcos], no volví a frecuentarlos ni a ellos ni esos ambientes, que mi memoria conservaría, sin embargo, con agridulce sabor, y que traté de recrear mucho después, con fantaseosos retoques, en Conversación en La Catedral.” 
   
Un joven y Mario Vargas Llosa de reportero en La Industria
Piura, 1952
         Vale observar, además, que a lo largo de
El pez en el agua se advierten minucias de la historia y geografía del Perú (y de Lima) y de la vida del autor (y de su ideario y postura y actividad política) transpuestos en el puzle de la caudalosa trama de Conversación en La Catedral, algunas nimias (y otras quizá desapercibidas para no pocos lectores). Por ejemplo, durante su segunda estancia en Piura (“entre abril y diciembre de 1952”), cuando vivió “en casa del tío Lucho y de la tía Olga” (los padres de su prima Patricia Llosa Urquidi), mientras estudiaba el quinto año de secundaria en el Colegio Nacional San Miguel y escribía artículos en La Industria, lo instalaron en el cuarto donde estaban “los libros del tío Lucho”, que, según dice, “estoy seguro de haber leído de principio a fin, ese año de voraces lecturas”. Pero para la presente nota lo singular es que reseña: “Entre los libros del tío Lucho encontré una autobiografía, publicada por la editorial Diana, de México, que me tuvo desvelado muchas noches y que me produjo un sacudón político: La noche quedó atrás, de Jan Valtin. Su autor había sido un comunista alemán, en tiempos del nazismo, y su autobiografía, llena de episodios de militancia clandestina, de sacrificadas peripecias revolucionarias y de atroces abusos, fue, para mí, un detonante, algo que me hizo pensar por primera vez, con cierto detenimiento, en la justicia, en la acción política, en la revolución. Aunque, al final del libro, Valtin criticaba mucho al partido comunista, que sacrificó a su mujer y actuó con él de manera cínica, recuerdo haber terminado la lectura sintiendo gran admiración por esos santos laicos que, a pesar del riesgo de ser torturados, decapitados o de pasarse la vida en las mazmorras nazis, dedicaban su vida a luchar por el socialismo.” Mítico e idealizado ideal con el que el adolescente Mario Vargas Llosa sueña y fermenta en Piura y con el que ingresa a San Marcos en 1953, donde coincide con Lea Barba y Félix Arias Schreiber, dos jóvenes idealistas que también soñaban con ser comunistas y revolucionarios, y por ende el trío se instruye y afilia con camaradas del clandestino, disperso y conspirativo Cahuide. Descuellan en los ritos de iniciación y elemental instrucción en los círculos de Cahuide: Washington Durán Abarca y Héctor Béjar, quien evoca ese período sanmarquino en un ensayo compilado por Albert Bensoussan en Mario Vargas Llosa. Vida que es palabra (México, Nueva Imagen, 2006). Vale decir, entonces, que Lea Barba y Félix Arias Schreiber, y lo que el futuro novelista vivió con ellos en las minúsculas células de Cahuide, en San Marcos y fuera de las aulas, son la simiente de lo que Santiago Zavala vive con sus amiguetes Aída y Jacobo (que luego se convierten en pareja), y que en el amistoso intercambio de libros Santiago le presta a Aída su leído ejemplar de La noche quedó atrás.
Con tal sobrecubierta, la primera edición de Diana, impresa en México, data
de diciembre de 1952. Y la cuarta de abril de 1960, con traducción de Juan
Rodríguez Chicano, pastas duras, 804 páginas y tres mil ejemplares.
      Pero si en El pez en el agua destaca lo que el novelista dice de Esparza Zañartu, quien en la vida real como “director de Gobierno” de la dictadura de Odría fue el brazo represor de éste, y que en Conversación en La Catedral es el modelo de la gris y obscena personalidad de Cayo Mierda y de sus fechorías (la maquiavélica y apestosa hez de la canalla) haciendo y deshaciendo más allá de la Ley de Seguridad Interior, descuella una anécdota donde figura el perrito Batuque y la tía Julia Urquidi Illanes (con quien el escritor se casó a mediados de 1955) y la simiente del astroso y pestilente baretucho (y bulín) donde a lo largo de Conversación en La Catedral dialogan, junto al Batuque (yo está aquí, echado a mis pies,/ mirándose mirarme mirado), Santiago Zavala y el zambo Ambrosio Pardo, mientras fuman y beben cerveza.
   
La tía Julia, Mario Vargas Llosa y el perrito Batuque
       “Un día, al mediodía, al regresar a la casa, encontré a Julia bañada en llanto. La perrera se había llevado al Batuque. Los del camión se lo habían arrancado poco menos de sus brazos. Salí volando a buscarlo, al galpón de la perrera, que estaba por el Puente del Ejército. Pude llegar a tiempo y rescatar al pobre Batuque, que, apenas lo sacaron de la jaula y lo cargué, me llenó de pis y caca y se quedó temblando en mis brazos. El espectáculo de la perrera me dejó tan espantado como a él: dos zambos, empleados del lugar, mataban a palazos, ahí mismo, a vista de los perros enjaulados, a los animales que no habían sido reclamados por sus dueños luego de unos días. Medio descompuesto con lo que había visto, fui con el Batuque a sentarme en el primer cafetucho que encontré. Se llamaba La Catedral. Y allí se me vino a la cabeza la idea de empezar con una escena así esa novela que escribiría algún día, inspirada en Esparza Zañartu y en esa dictadura de Odría, que, en 1956, daba las últimas boqueadas.”
   
Mario Vargas Llosa en la puerta del bar La Catedral
           Resulta consecuente, entonces, que en el primer capítulo de Conversación en La Catedral, Santiago Zavala —quien abandonó San Marcos tras una redada policial de apristas y comunistas, ya tiene 31 años y teclea editoriales en La Crónica (ubicada en la Avenida Tacna)—, al ir a rescatar al Batuque de la perrera, allá por Puente del Ejército, un zambo del par de zambos que estuvieron a punto de matar a palazos al perrito Batuque metido en un costal, resulta ser Ambrosio Pardo, otrora chofer de su padre ricachón (Bola de Oro) y antes de Cayo Mierda, quien luego de escudriñarlo lo reconoce como “el niño”; y como accede a charlar con él, el zambo le propone ir a un bar cercano: “La Catedral, uno de pobres, no sé si le gustará”, le dice.
Mario Vargas Llosa en el bar La Catedral
Foto: Félix Nakamura
    Previamente Ana, la esposa de Santiago Zavala, enfermera de 26 años y recién despedida de la Clínica Delgado, lo recibió alarmada en la casita de tejas rojas que comparten en “la quinta de los duendes” de la calle Porta: “Me lo arrancaron de las manos —solloza Ana—. Unos negros asquerosos, amor. Lo metieron al camión. Se lo robaron, se lo robaron.” Escena inspirada, obviamente, en lo que Mario vivió con la tía Julia, precisamente cuando convivían con el Batuque en “la quinta de los duendes”, de la que en El pez en el agua apunta: “Vivimos más de dos años allí y creo que, a pesar de mi agobiante ritmo, fue una temporada con muchas compensaciones, la mejor de las cuales resultó, sin la menor duda, la amistad de Luis Loayza y Abelardo Oquendo. Constituimos un triunvirato irrompible. Pasábamos juntos los fines de semana, en mi casa, o en casa de Abelardo y de Pupi, en la avenida Angamos, o salíamos a comer a una chifa, salidas a las que se unían, a veces, otros amigos, como Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo —quien empezaba a hacer sus primeras armas de crítico literario—”, y era amigo de Mario desde la infancia en Lima, o sea: desde los tres años que estudió en el Colegio La Salle, y quien es, dice, “el primer crítico que escribió un libro sobre mí”: Mario Vargas Llosa: la invención de una realidad (Barcelona, Seix Barral, 1970). Es decir, “la quinta de los duendes” era “una quinta color ocre, de casitas tan pequeñas que parecían de juguete, al final de la calle Porta”; la cual, en la vida real, según cuenta en sus memorias, la localizó y consiguió su prima Nancy, cuando Julia aún estaba refugiada en Chile, en Antofagasta, dada las obtusas bravuconadas y amenazas asesinas del padre de Mario. —Episodio transpuesto en la trama de La tía Julia y el escribidor (Barcelona, Seix Barral, 1977), su quinta novela—. En Conversación, el jardinero de la Clínica Delgado le regaló el cachorrito a Ana poco antes de que un segundo infarto borrara del mapa a Fermín Zavala, el padre de Santiago: 
     “Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió a la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor. Al principio, fue un fastidio, motivo de discusiones. Se orinaba en la salita, en las camas, en el cuarto de baño, y cuando Ana, para enseñarle a hacer sus cosas fuera, le daba un manazo en el trasero y le hundía el hocico en el charco de caquita y pis, Santiago salía en su defensa y se peleaban, y cuando empezaba a mordisquear algún libro y Santiago le pegaba, Ana salía en su defensa y se peleaban. Al poco tiempo aprendió: rascaba la puerta de la calle cuando quería orinar y miraba el estante como si estuviera electrizado. Los primeros días durmió en la cocina, sobre un crudo, pero en las noches aullaba y venía a ulular ante la puerta del dormitorio, así que acabaron por instalarlo en un rincón, junto a los zapatos. Poco a poco fue conquistando el derecho de subir a la cama. Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia y estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó. Luego de unos segundos de inmovilidad, agitó la colita, avanzó hacia la libertad y en eso los golpes en la ventana y la cara de Popeye.” 
 

         Según cuenta en El pez en el agua, Mario, cuando era reportero de la “sección de locales” de La Crónica, lo enviaron a Trujillo a entrevistar al millonario ganador “de la ‘polla’ y el ‘pollón’”; por ende marchó en una camioneta del periódico, con un chofer y un fotógrafo. Pero “En el kilómetro 70 o 71 de la carretera, un camión que venía en dirección contraria obligó a nuestro chofer a salirse de la pista.” Y el fotógrafo y Mario fueron internados en “la Maison de Santé” con heridas leves. En Conversación en La Catedral, Arispe, el jefe de redacción, envía a Zavalita a Trujillo, con Periquito, el fotógrafo, y Darío, el chofer, para que, como reportero de locales, entreviste “al ganador del millón y medio de la Polla”. A la altura del kilómetro 83, un mastodóntico camión, que venía en sentido contrario, obliga a la camioneta de La Crónica a salirse de la carretera y por ello da unas volteretas en los arenales. El chofer y el fotógrafo salieron ilesos, pero Santiago fue internado en La Maison de Santé, donde conoce a Ana (“cinco años menor” que él): “La enfermera le trajo otro desayuno completo y se quedó en la habitación, observándolo mientras comía. Ahí estaba, Zavalita: tan morena [tan chola y huachafa para la racista y megalómana madre de Santiago], tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces.” La complicidad y simpatía que brota entre Santiago y Ana (ella lo provee de cigarros, pese a la prohibición) incide en la amistad y en el noviazgo que viven ya fuera de La Maison de Santé; el cual tiene un episodio dramático y crucial cuando Ana queda embarazada. Y ante el rechazo de Santiago optan por el aborto. (El sueldo de La Crónica sólo es útil para subsistir con el agua al cuello, además de que se hospeda en el estrecho cuartito de una pensión desde que abandonó su casa familiar tras haber sido rescatado de la Prefectura por su influyente padre, donde estuvo preso por la redada de apristas y comunistas ordenada por Cayo Mierda en el contexto del apoyo universitario a una huelga de tranviarios, de cuyo modelo, según dice el autor en El pez

    
Sin título (1978)
Óleo sobre tela de Botero
       “En Cahuide el único episodio que me dio la sensación de estar trabajando por la revolución fue la huelga de San Marcos en solidaridad con los tranviarios.”) Frente a esa prueba de desamor, Ana decide cortar el vínculo y se va a Ica, donde nació y residen sus padres. Santiago, atosigado por la culpa y el afecto, le pide un apresurado matrimonio y deciden casarse en Ica, ante la presencia de los padres de Ana, pero sin notificar ni invitar a la engreída y prejuiciosa familia burguesa de Santiago: Zoila y Fermín, sus progenitores; y el Chispas y la Teté, sus hermanos.
    En este sentido, se infiere que el perrito Batuque es el sustituto del hijo que Santiago y Ana pudieron tener; lo cual refleja la vida real, pues a Mario Vargas Llosa y a la tía Julia (trece años mayor que él) alguien les obsequió el perrito Batuque poco después de que ella perdiera un bebé tras su regreso de Chile, pues según evoca el novelista en El pez en el agua: “Creo que fue por ese tiempo que alguien nos regaló un perrito. Era chusco y simpatiquísimo, aunque algo neurótico, y le pusimos Batuque. Pequeño y movedizo, me recibía dando saltos y solía echarse en mis rodillas mientras yo leía. Pero lo sobrecogían rabias intempestivas y se lanzaba a veces contra una de nuestras vecinas de la calle Porta, la poetisa y escritora María Teresa Llona, que vivía sola, y cuyas pantorrillas, no sé por qué, atraían y enfurecían a Batuque. Ella lo tomaba con elegancia pero nosotros pasábamos muchas vergüenzas.”


La tía Julia y Mario Vargas Llosa



III de VI
En Conversación en Princeton con Rubén Gallo (México, Alfaguara, 2017), Mario Vargas Llosa dice sobre Conversación en Catedral: “Yo quería que la historia se fuera formando en la memoria del lector a medida que éste colocara cada figura en su lugar, como si se tratara de un gran rompecabezas.” Y unas páginas adelante añade: “Puede resultar confuso en una primera lectura, sin duda, pero la memoria del lector va reconstruyendo la cronología y la va integrando a la trama, quizá no siempre de una manera totalmente precisa, pero eso no afecta al sentido más amplio de la historia.”
Tiene razón el novelista: sólo al ir avanzando en la lectura del voluminoso libro el lector, despistado por la intrincada trama (plagada de huecos y lagunas intencionales, de saltos en el tiempo y en el espacio: adelante y hacia atrás), logra y puede ubicar (e inferir), en la memoria y en la novela, los distintos espacios y tiempos (incluido lo omitido, lo oculto, implícito, tácito o sólo sugerido), la sucesión de múltiples voces, escenas, monólogos interiores y diálogos aparentemente inconexos en no pocos casos, que se suceden de manera imprevista, intercalada y acumulativa a lo largo de las páginas. De tal modo que esto, a veces, se torna una prueba de resistencia, una kilométrica y fatigosa caminata y exploración de fondo por túneles y pasajes donde abunda la paja, la abulia y la somnolencia, y no sólo cuando en páginas y páginas se plantean y se suceden las maquinaciones y los soporíferos embrollos de quienes manipulan y urden el poder (o aspiran a él con un golpe de estado, traición o madruguete), o cuando las voces están ceñidas de atavismos, romos prejuicios y sonoridades pueblerinas, signadas por un aliento popular, melodramático y tremendista, como son los casos de ciertos parloteos del zambo Ambrosio Pardo y de Amalia, mujer de un mitómano de filiación aprista (torturado y asesinado por los esbirros de Cayo Mierda: Hipólito y Ludovico Pantoja) y luego mujer del zambo (con la que tuvo una hija y con la que vivió en Pucallpa y allí murió), quien fuera fámula en la burguesa casona de los Zavala en Miraflores y luego en la casa de San Miguel, la abastecida leonera de lujo que Cayo Mierda le montó, aparentemente a la Musa, pues no lo hizo por ella ni para ella, sino para sus tejemanejes de espionaje, intriga, complicidad, chantaje y coacción entre militares, políticos y empresarios de alto pedorraje que promueven y protegen sus intereses y los intereses y negocios norteamericanos (de los que Cayo saca taja contante y sonante), y al unísono para las borracheras y orgías lésbicas en las que él es un patético, nauseabundo, fantasioso y minúsculo voyeur. De ahí que no pocas veces el lector de marras evoque, boqueando, casi sin aliento y pidiendo esquina, ese consabido e indeleble precepto y apólogo de Borges que se lee en el prefacio a El jardín de senderos que se bifurcan, firmado por él en “Buenos Aires, 10 de noviembre de 1941”: 
   
Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Alicia Jurado
        
“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en
Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios.” Dificultad y fatigosa lectura que en Conversación en Princeton se refleja cuando Mario Vargas Llosa evoca: “La novela no tuvo éxito, sobre todo si se compara con otros libros míos, precisamente por la dificultad.” No obstante, observa: “Curiosamente ha ido ganando lectores con el tiempo, se ha ido reeditando y ahora está más viva que otros libros míos. Ha ido conquistando poco a poco a los lectores. Eso me alienta mucho. Si se hace una valoración de las cosas que yo he escrito, este libro debería figurara como uno de los principales.”

IV de VI
Un punto nodal del suspense y del enorme puzle narrativo que es Conversación en La Catedral (cuyo armatoste el lector se ve impelido a reconstruir en la memoria) gira en torno al asesinato de la Musa, quien fuera la mantenida y aparente querida de Cayo Mierda, cuando éste (diminuto, feo y enclenque) era el todopoderoso brazo represor de la dictadura del general Odría, quien en la polifónica obra es una ubicua y todopoderosa sombra tutelar, pero nunca habla con su voz de trueno ni se corporifica ni elimina en un tris con su fulgurante e incandescente mirada. 
       
Odría con miembros del clero y de las fuerzas armadas
       El crimen de la Musa ocurrió en 1958, cuando el presidente del Perú era Manuel Prado y Cayo Mierda, ya sin poder, está en el exilio. Santiago Zavala, quien trabaja en la sección de locales de La Crónica, dada la ausencia de Becerrita y de los dateros de la página policial, es enviado por Arispe, el jefe de redacción, al lugar del asesinato. Zavalita va con Darío, el chofer, y con Periquito, el fotógrafo.

       
La orquesta
Óleo sobre tela de Botero
         A la Musa, ex Reina de la Farándula, que fue hermosa (lesbiana, alcohólica y drogadicta) y tuvo celebridad como cantante no sólo en el Embassy y en Radio El Sol, le dieron “Ocho chavetazos” (o sea: fue un asesinato con saña) y sobrevivía en la pobreza en Jesús María (“General Garzón 311”), asistida por Amalia, su perruna y fiel criada que la sigue desde la casa de San Miguel. Y Santiago Zavala, mientras bebe, fuma, charla y rememora con el zambo Ambrosio en La Catedral, lleva ya “Diez años soñándote con ella, Zavalita, si Anita supiera creería que te enamoraste de la Musa y tendría celos.” Es decir, el efímero diálogo en La Catedral, y por ende el moroso presente de la novela (“El crítico hispano-dominicano Carlos Esteban Deive” contó “setenta personajes”), donde también se halla el inolvidable perruchito Batuque, ocurre durante unas cuatro horas de un día de 1968. Y Ambrosio, luego de charlar con él durante esas horas, quizá siga, con el zambo Pancras, matando perros a palos en la perrera municipal. 
O quizá no, pues casi al inicio del libro (en algún momento de la prolongada charla) Santiago le dijo: “En La Crónica necesitan un portero”. (Buscando que el zambo, ya ebrio, suelte la sopa y toda la recontrasopa en torno al asesinato de la Musa.) “Es un trabajo menos fregado que la perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. Estarías mucho mejor. Pero, por favor, deja un ratito de hacerte el cojudo.” 
Dibujo de Miguel Covarrubias
          Pero el caso es que para supuestamente indagar las causas y el trasfondo del crimen de la Musa y ventilarlo y explotarlo hasta la náusea en la populachera y amarillista página policial de La Crónica, Becerrita se pone a la cabeza y escoge de supuesto reportero a Santiago (que se siente elegido por los hediondos demonios del Infierno). Y en el interrogatorio que Becerrita le hace a Queta (en el Montmartre, el burdel de la vieja Ivonne), ella, que fue cercana a la Musa y participante en los prostibularios guateques que Cayo Mierda orquestaba en la casa de San Miguel, declara algo que nunca sale a la luz pública (y que es parte de la impunidad del crimen), pero que descoloca a Zavalita e intriga al lector y a Santiago por el resto de sus días terrenales: “Bola de Oro lo mandó matar”, “El matón es su cachero. Se llama Ambrosio.” “Hortensia [o sea: la Musa, la ex querida de Cayo Mierda] le sacaba plata, lo amenazaba con su mujer, con contar por calles y plazas la historia de su chofer.” Y en la ríspida discusión con Becerrita, Queta y la madama Ivonne —quien se opone a que su protegida suelte la viperina y venenosa lengua bífida—, para que el ingenuo Zavalita (hijo de Bola de Oro) no oiga esos bochornosos intríngulis cuyo meollo asesino desconoce e ignora (incluso, pese a su inocua y larga charla con Ambrosio en La Catedral), Becerrita lo saca de allí: “¿Usted tenía algo que hacer, no? —gruñó Becerrita, mirando su reloj, la voz angustiosamente natural—. Váyase nomás, Zavalita.” 

Primera edición en México: octubre de 2017
          Curiosamente, casi al inicio de la sesión donde en Conversación en Princeton abordan los meandros de Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa, al hablar de la estructura de su reputada obra, revela uno de los secretos mejor guardados, candentes y postergados de su cincuentenario libro, que desde luego gira en torno al asesinato de la Musa y al secreto que Ambrosio no le revela al “niño” Santiago Zavala. A estas alturas del medio siglo de su novela esto quizá no tenga la menor importancia, más aún, o sobre todo, porque numerosos thrillers y novelas policiacas comienzan la intriga y el suspense con la descripción de la espeluznante escena de un crimen, como es el caso de su novela ¿Quién mató a Palomino Molero? (México, Seix Barral, 1986). En este sentido, el catedrático y cicerone novelista les dice a sus atentos feligreses (corro del seminario “Literatura y política en la obra de Mario Vargas Llosa”), que pueden visualizarse con las orejas bien erectas, las cejas alzadas y los ojos como platos: 

   
Dibujo de Covarrubias
        
“Ésa es la estructura de Conversación en La Catedral: una conversación entre Zavalita y Ambrosio, el guardaespaldas que fue chofer y amante de su padre. Esa conversación ocurre después de que Zavalita va a rescatar a su perro a la perrera municipal y se encuentra con Ambrosio, que ha caído al fondo más bajo de la ruina y trabaja matando perros. Los dos se van a tomar una cerveza a ese barcito cerca de la perrera que se llama La Catedral. Ése es el eje de la historia: una conversación que aparece y luego desaparece durante largos intervalos pero que siempre vuelve a reaparecer. Esa columna vertebral va llamando otras historias que se desplazan en el espacio, en el tiempo, y de un personaje a otro. Un personaje que surge en la conversación entre Zavalita y Ambrosio puede llamar a otro personaje y evocar una historia que los dos vivieron en el pasado, para luego regresar a la historia central, llamar a otro personaje, y así sucesivamente.
   “La conversación central entre Zavalita y Ambrosio es como una especie de tronco del que van surgiendo muchas ramas, y esas distintas ramas al final van dibujando ese árbol que es la totalidad de la historia. No me importó que eso pudiera crear confusión en el lector. Al contrario, yo pensé que esa confusión era necesaria para que la historia fuera creíble. Si la historia hubiera sido clara desde el principio, no sería aceptada por el lector. Había demasiada truculencia, demasiados excesos en todo lo que ocurrió y era mejor que esa historia fuera llegando de una manera nublada para que el propio lector, impulsado por la curiosidad y por el deseo de saber, fuera contribuyendo de una manera creativa a establecer la trama.”

V de VI
Entresacando fragmentos del voluminoso puzle de Conversación en La Catedral (dividido en cuatro partes con sus correspondientes capítulos), se puede ver que el zambo Ambrosio Pardo, pese a que es un redomado tontorrón con tres dedos de frente, sobre el leitmotiv o trasfondo del asesinato de la Musa sólo le dijo a Santiago Zavala lo que el “niño” puede oír de él: que Ambrosio la mató motu propio, sin consultar a Bola de Oro, su querido, venerado, respetado e idolatrado patrón, dizque para defenderlo y liberarlo para siempre de la desalmada, insaciable y voraz extorsión de la Musa (en la última etapa de su vida le exigía cien mil soles), pues en la página 61, cuando el lector aún ignora de qué chinitas se habla, se lee:
        “—¿Lo hiciste por mí? —dijo don Fermín—. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.” Lo cual se corresponde con dos parlamentos donde le habla don Fermín al zambo, quien está en mutis (quizá llorando), y por ello no se hace presente ni le contesta, los cuales se leen en la página 215. En el primero se lee: “—Ya sé por qué lo hiciste, infeliz —dijo don Fermín—. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba.” Y en el segundo, cuatro fragmentos abajo, añade: “—Sino por el anónimo que me mandó contándome lo de tu mujer —dijo don Fermín—. No por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.” O sea: para que Amalia, mujer de Ambrosio (a quien él considera su única mujer, incluso durante el tiempo que era la mujer del psicótico, torturado y asesinado aprista), nunca supiera que él tenía relaciones homosexuales con don Fermín, en cuya mansión en Miraflores fue sirvienta (donde Ambrosio la desvirgó en su cuarto, reducto individual por su servicio de chofer, a donde Amalia solía ir a escondidas hasta que el zambo se lo prohibió y truncó el supuesto noviazgo) y luego obrera en el laboratorio de su patrón, el Bola de Oro, al que la Musa chantajeaba, extorsionaba y amenazaba con hacer circular una carta donde exponía esos vínculos lascivos y vergonzosos: “Van a recibir la misma carta tus parientes, tus amigos, tus hijos. La misma que tu mujer. Tus empleados.” 
      El caso es que muchas hojas después, hasta en la página 621, por el asesinato que cometió y la mujer que irremediablemente tiene (con una bebé recién parida), don Fermín lo indemniza o compensa y le ordena que se vaya de Lima y deje de lloriquear: “—Veinte mil soles —había dicho don Fermín—. Sí, tuyos, para ti. Te ayudarán a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.” 
   
Dibujo de Covarrubias
        Y para librarse del poli que supuestamente investiga el asesinato de la Musa, o sea, del oficial de tercera Ludovico Pantoja, de la División de Homicidios, quien más o menos es su compinche desde los tiempos represivos de Cayo Mierda, Ambrosio lo soborna con veinte mil soles, la mitad de los cuales, le dice (mintiéndole), se los otorga don Fermín Zavala, según se lee en la página 575: 
“—Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros —dijo Ambrosio—. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.” Y como botón de supuesta buenaventura y buena voluntad, Ludovico Pantoja —matón infiltrado y sobreviviente de la Revolución de Arequipa que suscitó la caída de Cayo Mierda y la constitución de un “gabinete militar” que no duró mucho— le recomienda que se vaya con su mujer a Pucallpa, porque allí Hilario Morales, su tío, lo empleará de chofer en Trasportes Morales, su empresa. Y el crédulo zambo va hacia ya con su bebé recién nacida (Amalia Hortensia) y con su mujer Amalia, quien además de ignorar que el asesino es Ambrosio, cree que la busca y persigue la policía (creencia que el zambo alimenta) para confinarla en la cárcel por el asesinato de la Musa, su patrona, pese a que cuando ocurrió el crimen ella estaba de parto en el hospital, totalmente solitaria, y luego recuperándose allí durante varios días.
    En Pucallpa las expectativas no salen bien. El caricaturesco, sucio y zaparrastroso Hilario Morales resulta ser un malandrín de baja estofa, polígamo y ladrón, quien, con el cariado colmillo muy retorcido, cala la estúpida sesera del zambo Ambrosio, de tal modo que prácticamente de un manazo le arrebata quince mil soles para supuestamente invertirlos en la escuálida e improductiva funeraria Ataúdes Limbo y como chofer lo hace ir y venir (a imagen y semejanza de un condenado Sísifo o burro de noria) de Pucallpa a Tingo María en una lastimosa y destartalada carcocha de risible y sonoro nombre: “El Rayo de la Montaña”. En Pucallpa, Ambrosio deja abandonada a su pequeña hija con la vecina que enseñó a sembrar a Amalia, luego de que ésta muriera tras el parto de un bebé que murió al nacer o nació muerto. No obstante, y pese a que Ambrosio está en harapos y en la miseria, tendría que pagarle al hospital dos mil soles que no tiene. Y tras sus patéticas y humillantes peticiones a Hilario Morales para que lo auxilie, decide robarle “El Rayo de la Montaña”; carcocha que vende en Tingo Maria por “Cuatrocientos soles”, “Lo justo para llegar a Lima, niño.”  
      
Dibujo de Covarrubias
   Oriundo de la ranchería de Grocio Prado (la aldea donde el joven Mario se casó con la tía Julia), en cuya zona se hizo chofer, e hijo de la negra Tomasa, Ambrosio Pardo es un “zambo grande”, “musculoso” y tontorrón a más no poder; es decir, posee una corpulencia, una estatura y una fortaleza semejante a la del negro Trifulcio, su padre, quien en calidad de ex presidiario y matón a sueldo murió en la susodicha Revolución de Arequipa. Pero inextricable a ese impresionante tamaño y musculatura de jugador de basquetbol de la NBA, sus atavismos y su cerebro del tamaño de un minúsculo cacahuate, repleto de taras y complejos, lo hacen comportarse y pensar a imagen y semejanza de un torpe niñote del octavo día. Esto, obviamente, lo sabía Cayo Mierda, puesto que lo conoce desde que en Chincha, junto con el Serrano —el futuro coronel Espina y ministro de Gobierno que empleó a Cayo como “director de Gobierno” de la dictadura de Odría—, cuando los tres eran unos mozalbetes de rancho, lo ayudó a robarse a la hija de la lechera, horrenda mujer sin hijos, con la que Cayo Mierda está casado hasta la yunta. Y con sus correspondientes variantes lo deduce Queta la primera vez que lo ve con suspicacia en el Montmartre; y también don Fermín, su patrón y amante, quien lo observa en una borrachera en la casa de San Miguel, cuando el zambo es el chofer de Cayo Mierda. 

   
Homenaje a Bonnard (1972)
Óleo sobre lienzo de Botero
        Ambrosio suspira y babea por la escultural Queta y cabizbajo le habla de “usted”. Y ella, que lo ve servil, agachón y más bruto que un cabestro, lo menosprecia y le pone las cosas difíciles, lo tutea y le sube la tarifa. Y varias veces le da unos revolcones verbales que lo radiografían por dentro y por fuera. Más aún porque el zambo, cuando ya logró los pagados y eventuales favores sexuales de Queta, le confiesa sus secretos. Hablan, desde luego, de su vínculo homosexual con don Fermín; de su relación con Amalia, que durante años hizo lo posible por ocultársela a don Cayo, a la Musa, a don Fermín Zavala, pero no a su amiguete Ludovico Pantoja, quien le prestaba su cuarto para los acostones con Amalia en sus días libres y de fin de semana. “Qué malos ratos habrás pasado, Ambrosio, cómo me habrás odiado —dijo don Fermín—. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos Ambrosio?” “¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? —dijo don Fermín—. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa [la de la Musa], ten tus hijos. Puedes trabajar aquí [de chofer en la residencia de Miraflores] todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.”
     En este sentido, Queta le machaca: “Se dio cuenta que te morías de miedo”, “Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.” “Tenías miedo porque eres servil”, “Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.” Y despotrica con asco (antes o después): “Jugando contigo como el gato con el ratón.” “A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.” “Te ha vuelto a ti también”, “No es porque te paga bien ni por miedo. Te gusta estar con él.” “¿Y cuando se baja los pantalones y te dice cumple tus obligaciones?”, “¿Te gusta también?”
   
Foto: Robert Mapplethorpe
         Queta, ojo clínico y avizor, no se equivoca. La primera vez que don Fermín ve al zambo de cerca en la casa San Miguel no le quita los resbalosos ojos de encima, y Cayo, astuto y maquiavélico zorro, dispone que su chofer, el grandulón y servil Ambrosio, lo lleve a su casa. Y ya en el auto, el patrón Bola de Oro le agarra el miembro y le ordena que así maneje y así lo lleve sin chistar ni rebuznar, no a su respetable y honorable residencia familiar en Miraflores, sino a su solitaria casa de descanso en Ancón, que se convierte en el nidito de sus lúbricos encuentros y desahogos sexuales con el zambo. Se transluce en ello un lujurioso vínculo de dominio y sometimiento, con cierto matiz y entretelones sadomasoquistas. “Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué”, gime y se queja con Queta “golpeando la cama con fuerza”, cuando va con ella para humillarse y rogarle que persuada a la Musa de no extorsionar más a su querido y respetable patrón: “A la única persona que se ha portado bien, al único que la ayudó sin tener por qué.” Y sobre todo, pese a que no lo enfatiza, para que no haga circular la amenazante y reveladora carta de cuyos pormenores podría enterarse Amalia (su mujer de los días de asueto, embarazada de él sin que a él le importe un comino el embarazo y con la que nunca ha conformado un hogar ni enfrentado al opresivo mundo), pues esa revelación, pública y multitudinaria, al unísono reventaría la cloaca y desquebrajaría para siempre su privilegiado y oculto vínculo homosexual con ese “verdadero señor”, de apariencia regia y “Presidencial” para él, que además le brinda un buen estatus social: “Me gusta ser su chofer”, “Tengo mi cuarto, gano más que antes, y todos me tratan con consideración.”
 
Estudio de un modelo masculino (1972)
Pastel sobre papel de Botero
        El caso es que para ponerlo calenturiento y gozar al máximo y sacarle todo el manjar blanco al garañón, don Fermín, el patrón, le mete “yobimbina” al enorme zambo y él también se la mete, no faltaba más, pese a cierta teatralización de culpabilidad y remordimiento del supuestamente atormentado Bola de Oro, que también le lloriquea de rodillas: “déjame ser una puta, Ambrosio”, “Que te toque, que te lo bese”. 
Melancolía (1989)
Óleo sobre tela de Botero
        Mítico y legendario afrodisíaco que también usaron Santiago Zavala y su futuro cuñado el pecoso y pelirrojo Popeye Arévalo (hijo de un connotado y ricachón senador odriísta), cuando ambos, ingenuos mocosos, quisieron poner calenturienta a “la chola” cuando en la mansión de Miraflores estaban ausentes los papás de Zavalita, es decir, a la criada Amalia, y darse un festín sexual con ella. Ese impúber episodio (que le costó la chamba a Amalia) se colige inspirado en lo que también evoca el novelista en El pez en el agua en torno a la “yobimbina”, precisamente en la época en que era adolescente y cadete del Colegio Militar Leoncio Prado:

       
Mario Vargas Llosa entre los cadetes
del Colegio Militar Leoncio Prado
           “A mis amigos del barrio, en Miraflores, los veía a veces, los días de salida, e iba con ellos a alguna fiesta de los sábados, o de los domingos, a la matinée y alguna vez al fútbol. Pero el colegio militar me fue apartando insensiblemente de ellos, hasta convertir la entrañable fraternidad de antes en una relación esporádica y distante. Sin suda por mi culpa: me parecían demasiado niños, con sus ritos dominicales —matinée, Cream Rica, pista de patinaje, parque Salazar— y sus castos enamoramientos, ahora que yo estaba en un colegio de hombres que hacían barbaridades y ahora que iba al jirón Huatica [la zona de tolerancia]. Buen número de los amigos del barrio seguían siendo vírgenes y esperaban desvirgarse con las sirvientas de sus casas. Recuerdo una conversación, uno de esos sábados o domingos por la tarde, en la esquina de Colón y Juan Fanning, en la que, en rueda de barrio, uno de ellos nos contó cómo se había ‘tirado a la chola’, luego de darle, con mañas, a tomar ‘yobimbina’ (unos polvitos que, decían, volvían locas a las mujeres, de los que hablábamos sin cesar como de algo mágico, y que, por lo demás, yo nunca vi). Y recuerdo otra tarde en que unos primos me relataron la maquiavélica estrategia que tenían urdida para ‘emboscarse’ a una sirvienta, un día que sus padres estaban ausentes. Y recuerdo mi malestar profundo en ambas ocasiones y siempre que mis amigos, de Miraflores o del colegio, se jactaban de tirarse a las cholas de sus casas.” 

VI de VI
Cuando en 1958 ocurrió el crimen de la Musa, Santiago Zavala ya sabía que su padre era marica. (“¿Echándose vaselina, piensa, jadeando y babeando como una parturienta debajo de él?”) Esto queda claro en la borrachera y diálogo que Zavalita tiene con Carlitos Ney en el sombrío Negro-Negro, luego de que Becerrita lo expulsara del Montmartre para que no siguiera oyendo las barbaridades que vociferaba Queta sobre el zambo y Bola de Oro, supuesto autor intelectual del asesinato de la Musa. De ahí que Santiago, inextricable a su aversión a la hipocresía e impostura del buen burgués (cuyos abominables y repelentes arquetipos son para él don Fermín y Zoila, sus progenitores), rechaza como herencia paterna la casa de Ancón, que también rechaza su madre viuda (al parecer leyó la carta de la Musa donde la puso al tanto de las relaciones homosexuales de su marido y el zambo chofer), y que no quiera recibir absolutamente nada de las acciones y negocios legados por don Fermín (ni un quinto), pese que a siga viviendo muy apretado en la casita de los duendes con el perrito Batuque y Ana, quien se enoja y desaprueba el rechazo de esa casa en Ancón, y a que su mediocre salario en La Crónica a penas le alcanza para sobrevivir haciendo agua, y a que su trabajo como editorialista de La Crónica le resulte deleznable, no menos excrementicio que Lima y el Perú.
   
La casa de Mariduque (1970)
Óleo sobre lienzo de Botero
        Tal derrotismo y visión pesimista de su persona, de sus padres, de su empleo, de sus colegas, de la política y de su entorno limeño se advierte desde el inicio de la novela y perdura hasta el punto final, luego de unas cuatro horas o más de conversación en La Catedral, (sin que el zambo le haya revelado al “niño” la catadura homosexual de su padre y sus amoríos con él). Por ejemplo, al acercarse al Depósito Municipal de Perros para rescatar al perruchito Batuque, ve “Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca —el color de Lima, piensa, el color del Perú—, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclando y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas.” Y sobre su chamba como editorialista de temas locales (no de política, porque la política no le interesa para nada), se dice a sí mismo, ahora que ya no hace reporterismo nocturno: “Vengo temprano, me dan mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo la cadena y ya está.”

   
Página 6 del ejemplar mecanografiado más antiguo que se
conserva de Conversación en La Catedral
Archivo Princeton University Libraries
        Pestilencia y hedor social e individual que también percibe en él, en el envejecido y astroso zambo y en los comensales de La Catedral: “El Batuque ladra una vez, ladra cien veces. Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón, una sensación de tiempo suspendido y tufo. ¿Hablan? La radiola deja de tronar, truena de nuevo. El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de La Catedral, y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón papá, es el olor de la derrota papá”. 
Página 5 del ejemplar mecanografiado más antiguo que se
conserva de Conversación en La Catedral
Archivo Princeton University Libraries
       De ahí que en esa conversación en La Catedral, Santiago le diga a Ambrosio: “en este país el que no se jode, jode a los demás”. Y que sea Carlitos Ney, ebrio, el que le ponga sello indeleble e irrebatible catalogación de “cacógrafos” a su subterráneo y pálido oficio de supuestos periodistas librepensadores en un periodicucho amarillista que es propiedad de los intereses, políticos y mercantiles, de la familia de Manuel Prado, cuyo gobierno se volvió se volvió “una mafia terrible”. En este sentido, el crónico e incurable “cacógrafo” y borrachín Carlitos Ney encarna y refleja el futuro de Santiago Zavala como periodista hundido hasta las cejas en ese fecal marasmo: “entré a La Crónica y ahí mismo descubrí la tumba de la poesía, Zavalita”. “Entras y no sales, son arenas movedizas”. “Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y, de repente, estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte en sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita.” “Nosotros los cacógrafos”, “Todos reventaremos echando espuma, como Becerrita. A tu salud, Zavalita.” 

En El pez en el agua, Mario Vargas Llosa habla de la camaradería, del influjo y del magisterio que Carlitos Ney, lector aventajado y voraz, ejerció sobre él. De ahí que diga: 
Reportaje de Mario Vargas Llosa en La Crónica
Lima, marzo 27 de 1952
         “Hablar de libros, de autores, de poesía, con Carlitos Ney en los cuchitriles inmundos del centro de Lima, o en los bulliciosos y promiscuos burdeles, era exaltante. Porque Carlos era sensible e inteligente y le tenía un amor desmesurado a la literatura, la que, por cierto, debía representar para él algo más profundo y central que ese periodismo al que consagraría toda su vida. Siempre creí que, en algún momento, Carlitos Ney publicaría un libro de poemas que revelaría al mundo ese talento enorme que parecía ocultar y del que, en lo más avanzado de la noche, cuando el alcohol y el desvelo habían evaporado en él toda timidez y sentido autocrítico, nos dejaba entrever unas briznas. Que no lo haya hecho, y su vida haya transcurrido, más bien, sospecho, entre las frustrantes oficinas de redacción de los periódicos limeños y las ‘noches de inquieta bohemia’, no es algo que me sorprenda, ahora. Pues la verdad es que, como a Carlitos Ney, he visto a otros amigos de juventud, que parecían llamados a ser los príncipes de nuestra república de las letras, irse inhibiendo y marchitando, por esa falta de convicción, ese pesimismo prematuro y esencial que es la enfermedad por excelencia, en el Perú, de los mejores, una curiosa manera, se diría, que tienen los que más valen de defenderse de la mediocridad, las imposturas y las frustraciones que ofrece la vida intelectual y artística en un medio tan pobre.”

       

        Casi resulta tautológico decir que, a sus 31 años, Santiago Zavala es un mediocre. “Ni proletario ni burgués. Sólo una pobre mierdecita entre los dos”, lo cata y diagnostica Carlitos Ney. Y que tal vez esa mediocridad sea el signo definitorio del resto de sus días. Pues pese a que casi al inicio de la novela a Norwin, en el Bar Zela, le resume su rutina y supuestas aspiraciones: “Leo, duermo siestas”, “Quizá me matricule otra vez en Derecho”, lo más probable es que nunca lo haga, pese a sus numerosas menciones de hacerlo y no hacerlo, puesto que detesta el Derecho y la abogacía. Y porque al ingresar a
La Crónica por recomendación de su tío Clodomiro, el solterón y mediocre hermano de don Fermín, Vallejo, el director (cuyo apellido sin duda es un homenaje que Mario Vargas Llosa le hizo a César Vallejo, pues lo empezó a leer en la época en que era reportero de La Crónica, “seguramente por consejo de Carlos Ney”), como si viera su futuro en una nítida e inequívoca bola de cristal, le dice sobre tales aspiraciones de trabajar de periodista y “seguir asistiendo a las clases de Derecho”: “Desde que estoy aquí no he visto a muchos periodistas que sigan estudiando”. “Tengo que advertirle algo, por si no lo sabe. El periodismo es la profesión peor pagada. La que da más amarguras, también.” (En México, Manuel Buendía, un celebérrimo periodista, y maestro de periodistas, asesinado el 30 de mayo de 1984, solía decirle a sus alumnos: “el periodismo es la profesión del hombre que se quedó sin profesión”.)
El sastrecillo valiente
Ilustración: Dugina y Dugin
       Pese a que el “flaco”, o sea: Zavalita, era el intelectual de la familia y por ello el Chispas y la Teté irónica o afectuosamente lo llaman “supersabio” a lo largo del libro, carece de aspiraciones intelectuales y creativas, y se distingue por su afición al derrotismo, a los cafetines, a los bares, a los antros, al tabaco, al trago y al jalón de pichicata. Nada parecido al ambicioso y soñador Mario Vargas Llosa en su época de estudiante en San Marcos y militante de Cahuide; pues el novelista, según cuenta en El pez, mientras era el sartrecillo valiente y vivía en la casita de los duendes de la calle Porta, con el Batuque y la tía Julia, llegó a tener siete trabajos (
ídem al cabalístico siete de un golpe del sastrecillo de los hermanos Grimm), (en el Congreso, como asistente del senador Raúl Porras Barrenechea, cobró seis meses sin trabajar, dice, “Ese medio año fue mi primera y última experiencia de funcionario público”), nunca perdió la fe en llegar a ser escritor (“aunque me muriera de hambre”) y se propuso terminar “las dos facultades que seguía” (Literatura y Derecho), hacer a toda velocidad la tesis sobre Rubén Darío, ganarse una beca para doctorarse en la Complutense de Madrid (“nadie nacía novelista, uno se hacía escritor, también en literatura uno elegía lo que iba a ser”), y luego recalar en el idilio de París y quedarse a vivir en Europa para siempre. 


Mario Vargas Llosa durante su primer día en España,
luego de desembarcar en Barcelona, con Luis Loayza y
Julia en el restaurante Tobogán, octubre de 1958.




Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral. Prefacios del autor. Nota y antología de Carlos Aguirre. Iconografía en color y en blanco y negro. Narrativa Hispánica, Alfaguara. Primera edición mexicana en este formato, noviembre de 2019. 784 pp.


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Mario Vargas Llosa conversa con Juan Cruz sobre Conversación en La Catedral.