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lunes, 6 de febrero de 2017

Travesuras de la niña mala



El cacaseno y la mantis religiosa

(Alfaguara, 2006)
El tema medular de Travesuras de la niña mala (Alfaguara, 2006), novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936): una entreverada historia de amor que se sucede en un lapso de 38 o 39 años, podría resultar baladí y terriblemente melodramática, light y hasta cursi, pero en sus talentosas, cultas y experimentadas manos es un extraordinario divertimento sumamente ameno y placentero, salpimentado de peruanismos, modismos y palabras en francés.
     Que Ricardo Somocurcio, protagonista y voz narrativa, sea un peruano ilustrado, trotamundos y políglota, oriundo del limeño barrio de Miraflores, sintomáticamente contemporáneo del autor, deja claro que se trata de una especie de lúdico alter ego en cuyo destino, cultura e ideario Mario Vargas Llosa ha transpuesto una impronta personal (o una serie de improntas), sin que esto implique que su personaje sea autobiográfico.
      La obra inicia en el verano de 1950, cuando Ricardo Somocurcio es un quinceañero y un par de supuestas chilenitas recién llegadas trastocan la cotidianidad del grupo de adolescentes al que pertenece; al descubrirse la impostura durante una pomposa fiesta de 15 años, las escuinclas se esfuman. Pero Ricardo quedó enamorado de una, de la tal Lily, quien se movía con el mambo como ninguna otra.
      Ya por aquella época el sueño de Ricardo Somocurcio era vivir en París el resto de sus días. A sus 25 años, en 1960, ya está allí a punto de transformarse en un traductor en la UNESCO (lo que periódicamente, convertido en intérprete, lo hará viajar por Europa). Es entonces cuando inesperadamente coincide con tres revolucionarias peruanas, quienes luego de diez días en París, viajarán a Cuba para entrenarse en tácticas guerrilleras; pero en los rasgos de la camarada Arlette, una de ellas, reconoce a la falsa chilenita.
      Si en 1950 Ricardo quedó flechado y supurante ante la adolescente, el reencuentro en París preludia lo que será una larga pauta: él se siente enamorado y ella, fría y distante, sólo se entrega (o más o menos se entrega) para obtener algo a cambio, en este caso quedarse en Francia y no viajar a Cuba, lo cual no se logra negociar.
      El siguiente reencuentro, también fortuito, vuelve a ocurrir en París, en 1965, pero ahora la ex camarada es la elegante esposa de monsieur Robert Arnoux, un asesor del Director de la UNESCO. Y en una de las subrepticias reuniones lúbricas que Ricardo Somocurcio tiene con ella, ésta le vocifera su prerrogativa de batalla, más un botón de menosprecio: “Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.”
      En este sentido, la ex chilenita y ex guerrillera pronto desvalija y abandona al diplomático francés y huye de París. Así, el próximo reencuentro, inicialmente azaroso y sorpresivo, ocurre en los años 70, a 50 millas de Londres, “en el paraíso equino de Newmarket”, donde ahora ella es Mrs. Richardson, la flamante esposa de un ricachón. De tal episodio la niña mala no pudo escaparse con los bolsillos repletos, pues la guerra del divorcio prácticamente la dejó sin un clavo y huyendo a salto de mata. 
Mario Vargas Llosa
      En 1980, cuando en París él tiene 45 años, la femme fatal le informa que está en Tokio, donde se hace llamar Kuriko y es una de las rutilantes concubinas del serrallo de un tal Fukuda, un ominoso sapo y gángster de la yakuza que al parecer trafica desde África con colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte (para afrodisíacos), cuyo catálogo de nauseabundas perversiones, con la niña mala sometida y cómplice, implican el voyeurismo, el onanismo, el exhibicionismo, el sadomasoquismo, las orgías colectivas y las sonoras y pestilentes flatulencias a cuatro patas.
      A fines del parisino otoño de 1982, la peruana reaparece, pero ahora está desaliñada, pobrísima, enflaquecida y enferma. El cobijo en su pequeño departamento de la calle Joseph Granier y la cuasi recuperación física (y no tanto la mental) en una costosa clínica en Petit Clamart, no muy lejos de París, que Ricardo Somocurcio le brinda y le subsidia (endeudándose todo lo posible), le permite vivir los mejores meses de esa intermitente relación maldita, cuyo intríngulis de algún modo traza al confirmarle que él sustentará los gastos:
      “—Quién va a ser sino el cacaseno de costumbre —le dije, acomodándole las almohadas—. Tú eres mi mantis religiosa, ¿no lo sabías? Un insecto hembra que devora al macho mientras él le hace el amor. Él muere feliz, por lo visto. Mi caso, exactamente. No te preocupes por la plata. ¿No sabes que soy rico?”
       Pero la niña mala, más o menos recuperada en lo físico y en lo psicológico, sujeta a la ineludible y ciega obediencia nocturna de trepadora insaciable que la define, lo vuelve a dejar por un millonario, no sin haberle escenificado que lo quería un poquitín.
     Cuando a sus 53 o 54 años de edad Ricardo Somocurcio ahora está subsistiendo en un desvencijado habitáculo de un vetusto edificio del barrio de Lavapiés, en Madrid, y es un asiduo parroquiano del astroso cafetín Barbieri, la niña mala lo encuentra de nuevo. 
      Él ya ha vivido otras circunstancias nada venturosas, como un dizque “pequeño” ataque cerebral (que disminuyó sus facultades de intérprete y de traductor literario y por ende bajaron sus ingresos y su estatus económico); más también ha vivido una experiencia benévola: un vínculo erótico, amistoso y afectivo con una escenógrafa italiana 20 años menor que él. 
      Pero antes, aún en París, casualmente Martine (quien fuera jefa de la niña mala y quien le había dado trabajo en su empresa haciéndose de la vista gorda ante la irregularidad de sus papeles de identidad) le desveló que la peruana se había fugado nada menos que con su marido, un anciano repleto de billetes. 
     Tal decrépito magnate ya la dejó ir e incluso la indemnizó con unas acciones de la Electricidad de Francia y una onírica casita próxima a Sète, en el sur del territorio galo. Ahora, notoriamente flaca, débil y consumida por un padecimiento incurable, pretende que Ricardo Somocurcio firme los documentos para heredarle tales posesiones. 
     Al principio se resiste, pero ante el lastimoso y elocuente deterioro de la salud de la fémina, opta por hacerle caso a los profundos sentimientos (de cacaseno irremediable) que le dicta su corazón de poeta (de hecho es un eterno lector de la mejor poesía). 
      Sin embargo, tal último reencuentro sólo dura 38 días.
     Desde luego que no todo lo que ocurre en Travesuras de la niña mala está esbozado en la presente nota. Baste añadir que la feliz maestría y amenidad de Mario Vargas Llosa también se halla en un sinnúmero de anécdotas no sólo del entrañable entorno parisino de su protagonista y en el trazo de los contextos sociales, culturales y económicos de varios de sus episodios, como son las sucesivas contradicciones políticas en el Perú y la sangrienta quimera de la guerrilla, o el movimiento hippy en el Londres de los años 70; pero también se observa y disfruta en la sensualidad y el erotismo que Ricardo Somocurcio vive ante la inasible y evanescente ex chilenita.


Mario Vargas Llosa, Travesuras de la niña mala. Alfaguara. 2ª edición mexicana. Querétaro, 2006. 376 pp.



miércoles, 7 de diciembre de 2016

Cinco esquinas

Lamer los zapatos que los patean

Editada por Alfaguara, la primera edición mexicana de la novela Cinco esquinas apareció en “marzo de 2016”, lo cual coincidió, de manera publicitaria y celebratoria, con el 80 aniversario de Mario Vargas Llosa, su autor, pues nació en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936.
Primera edición en México: marzo de 2016
      El novelista y Premio Nobel de Literatura 2010 preludia su libro con una declaración de principios que reza: “Cinco esquinas es una obra de ficción en la que, para la creación de algunos personajes, el autor se ha inspirado en la personalidad de seres auténticos, con los que, además, comparten nombre, aunque a lo largo de toda la novela son tratados como seres de ficción. El autor ha asumido en todo momento libertad absoluta en el relato, sin que los hechos que se narran se correspondan con la realidad.” En este sentido, Mario Vargas Llosa se cura en salud para utilizar y contar lo que se le antoje (y como se le antoje) y para que de manera inapelable no se le objete que en la histórica caída de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos (y en el encarcelamiento de ambos) no “fue clave” la supuesta revelación periodística que se narra en su novela. Revelación que dizque se destapa en un semanario populachero, de índole escandalosa y amarillista, que se edita en una Lima asediada por la violencia, los apagones, los secuestros, la delincuencia común, la abundante pobreza, el terrorismo de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, el toque de queda, la represión, y el sanguinario y genocida manejo de los mass media que orquesta y manipula “el todopoderoso Doctor”, nada menos que “el jefe del Servicio de Inteligencia” de la dictadura, de quien la vox populi dictamina: es “el que manda y hace y deshace”, pese a que Fujimori sea el presidente.  
 
Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa,
una pareja de película.
         No obstante los crímenes y actos delictivos que se aluden y se narran, Cinco esquinas es un divertimento, una novela lúdica, gozosa, ligera, amena, salpimentada con episodios pornoeróticos y no exenta de peruanismos, modismos y vulgarismos (entertainment químicamente puro, fácilmente adaptable y explotable por la churrería cinematográfica hollywoodense o no); con un cariz, no de alta literatura, sino de literatura popular, que recuerda el tremendismo de los radioteatros que urde Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977). De sobra es consabido que Mario Vargas Llosa es un consumado maestro de la intriga y del suspense, de modo que esto lo despliega, entreteje y dosifica desde la primera a la última página, que concluye con un final ambiguo y abierto a la especulación del lector.  
  Dividida en veintidós capítulos con rótulos y numerados con romanos, los sucesos que se narran en Cinco esquinas se ubican entre las postrimerías del régimen de Fujimori y tres años después (cuando gobierna “el cholo Toledo”, y el chino Fujimori y el Doctor ya están en la cárcel, y también los líderes terroristas: Abimael Guzmán, cabecilla de Sendero Luminoso, y Víctor Polay, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Los hechos centrales giran en torno al chantaje y la coacción monetaria que Rolando Garro, el repulsivo y fétido director de Destapes (un pobretón semanario amarillista que exhibe y explota las zonas oscuras del mundillo de la farándula y del espectáculo) intenta endilgarle al ingeniero Enrique Cárdenas, “uno de los hombres más poderosos del Perú”, cuya riqueza ha acumulado en el ámbito de la minería. “Las fotos de Chosica”, una veintena de imágenes de una orgía clandestina ocurrida hará unos dos años y medio, son el arma con que el gacetillero pretende chantajear y hacer fortuna. Enrique Cárdenas se niega a “invertir” en Destapes y con insultos pone de patitas en la calle a Rolado Garro; quien días después de publicar las fotos en su semanario aparece asesinado “en Cinco Esquinas, uno de los barrios más violentos de Lima, con asaltos, peleas y palizas por doquier”; por lo que parece “normal” que el cadáver de Garro luzca numerosas puñaladas en el cuerpo y el rostro destrozado a pedradas.
   Ante la opinión pública de Lima y del Perú, el ingeniero Enrique Cárdenas figura como el rico y poderoso que mandó a matar al periodista Rolando Garro. Paradójicamente, Julieta Leguizamón, alias la Retaquita, oscura redactora estrella de Destapes, también cree esto y lo denuncia ante las autoridades; es decir, no infiere ni logra entrever la mano negra y asesina del Doctor. Presunto responsable del asesinato de Rolando Garro, el ingeniero Enrique Cárdenas es detenido por la policía y encerrado en una cárcel, primero en un separo solitario y luego en una hedionda y hacinada celda colectiva en la que predominan y dominan los homosexuales de baja ralea; donde de un modo inverosímil lee una filosófica sentencia versificada escrita con corrección y no con las infalibles y consabidas faltas de ortografía: “Y cuando esperaba el bien,/ Sobrevino el mal;/ Cuando esperaba la luz, vino/ La oscuridad”.
   Paralelo al dilema del ingeniero Enrique Cárdenas, Marisa, su bellísima esposa gringa, y Chabela, la no menos bella esposa de Luciano Casasbellas, su enriquecido e influyente abogado y su mejor amigo desde chicos, inician, favorecidas por el toque de queda, una cachonda y subrepticia relación lésbica (que a la postre se trasforma en triángulo sexual).
   A través de tres hombres camuflados de civil, el temible Doctor hace llevar a la Retaquita, encapuchada, hasta su búnker oculto en Playa Arica, donde le anuncia y ordena que va a trabajar para él y que Destapes reaparecerá con ella de directora. Lo cual implica, además de la bonanza económica que le permitirá dejar su minúsculo agujero en Cinco Esquinas y cambiarse a una casa amueblada en Miraflores, que ella hará lo que él mande para desacreditar a opositores políticos y críticos del régimen y que no dejará de meter las narices en la bacinica mediática, es decir, en lo que se publique en el semanario: “Fíjate tú misma cuánto quieres ganar como directora. Nosotros nos veremos poco. Yo quiero aprobar el número armado antes de que vaya a la imprenta y yo pondré los titulares.” Y además de advertirle que tendrán “una comunicación semanal, por teléfono, o, si el asunto es delicado, a través” del capitán Félix Madueño (quien hace trabajos secretos, cruentos y sucios para el Doctor), le reitera y recalca su imperativa amenaza (de muerte): “Pero no olvides la lección: yo perdono todo, salvo a los traidores. Exijo una lealtad absoluta a mis colaboradores. ¿Entendido, Retaquita? Hasta pronto, pues, y buena suerte.”
   Vale observar que “apenas unos mesecitos” después del asesinato de Rolando Garro, meses en los que la Retaquita ha cumplido con obediencia perruna las imperativas órdenes del Doctor y ya vive en Miraflores, ella, en calidad de directora de Destapes, con enorme inverosimilitud, decide darle vuelta a la tortilla y traicionar a su patrón, “jefe del Servicio de Inteligencia de Fujimori”, pese a que de primera mano sabe que no le tiembla la sanguinaria manaza para ordenar, ipso facto, el asesinato encubierto de los colaboradores que lo traicionan. En este sentido, con la confabulación del fóbico, tontorrón y frágil fotógrafo de Destapes (autor de las fotos de la orgía de Chosica) y de una vulnerable redactora del semanario, jugándose el pellejo, preparan un número especial, donde, además de la apología del supuesto periodismo de Rolando Garro y de supuestamente redimir su imagen y memoria y de relatar su cuestionable proceder ante el ingeniero Enrique Cárdenas, hacen la crónica del asesinato del ex director de Destapes ordenada por el Doctor, de la calumniosa inculpación de tal crimen, supuestamente realizado por un anciano pobrísimo y amnésico (Juan Peineta, otrora sensiblero y popular declamador de poemas e infausto cómico en “Los Tres Chistosos”, programa de América Televisión), y donde además la Retaquita narra cómo grabó las inculpatorias conversaciones que tuvo con el “jefe del Servicio de Inteligencia”; material (37 grabaciones) que fue entregado a la Fiscalía de la Nación y al Poder Judicial con el objetivo de que “el asesino de Rolando Garro sea juzgado y sentenciado merecidamente por su luctuoso proceder”. Cosa que, según la novela, se logró, además de incidir en la caída del Doctor y del chino Fujimori. Es decir, lo inverosímil también radica en que los curtidos y serviles esbirros del siniestro Doctor no hayan espiado a la Retaquita ni detenido la impresión del semanario ni confiscado el tiraje y su distribución, ni que la hayan cacheado con rigor y por ende ella pudo grabarlo a sus anchas, pues solía esconder la pequeña grabadora entre los pechos. A esto se añade que el Doctor no haya respondido ipso facto; es decir, no ordenó el asesinato inmediato de la Retaquita y sus colaboradores (simulando un atraco, por ejemplo), ni provocó ningún incendio en Destapes ni hizo colocar alguna estruendosa carga explosiva que peliculescamente hiciera polvo el conjunto. 
    Así que tres años después de las fotos de Chosica, la Retaquita, siguiendo los pasos de su mentor, heroína y oronda ahora tiene su propio programa televisivo: La hora de la Retaquita, de la misma índole vulgar, populachera, amarillista y chismográfica que cultivaba Rolando Garro, al que, también increíblemente, se ha vuelto aficionado (y admirador de la diminuta e intrépida “periodista”) nada menos que el riquísimo ingeniero Enrique Cárdenas, supuestamente culto, libertino en secreto, refinado y coleccionista de arte en sus ámbitos íntimos y domésticos, y pese a que la denuncia de ella lo privó de la libertad e hizo vivir y experimentar terribles horas de pánico, angustia y desesperación en la cárcel, y un inconfesable y bochornoso episodio en la celda colectiva plagada de nauseabundos y mafiosos homosexuales.
     
El Premio Nobel y la Reina de Corazones,
estrellas del periodismo rosa.
         Cabe observar que del capítulo uno al diecinueve la novela Cinco esquinas desarrolla la serie de las historias de una manera progresiva y alterna; y sólo en el capítulo veinte, “Un remolino”, Mario Vargas Llosa hace uso de un recurso narrativo que, muchas veces, ha utilizado con maestría y mayor complejidad: de un modo polifónico y fragmentario en un mismo párrafo (y párrafo tras párrafo) intercala voces, lugares y tiempos; es decir, narra diálogos, hechos y episodios que se suceden entre sus distintos personajes. El capítulo veintiuno esboza, literalmente, el contenido de la citada “Edición extraordinaria de Destapes”. Y la pregunta que titula al capítulo veintidós (el último): “¿Happy end?”, implica el susodicho final ambiguo y abierto a la especulación del lector, relativa al trasfondo e intríngulis del referido triángulo sexual (y quizá algo más o no).

Mario Vargas Llosa, Cinco esquinas. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2016. 320 pp.



martes, 22 de noviembre de 2016

El sueño del celta



Qué niños son ésos sin primavera

Impresa en “septiembre de 2010”, El sueño del celta (Alfaguara, 2010), la última novela del peruano-español Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), comenzó a circular en el contexto mediático y global del anuncio y la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura 2010. “Hay cosas más importantes que el Nobel”, dijo. “Mi familia”. No extraña, entonces, que El sueño del celta esté dedicada a sus tres hijos: “Álvaro, Gonzalo y Morgana”, y a sus seis nietos: “Josefina, Leandro, Ariadna, Aitana, Isabella y Anaís”. Y que haya viajado a Estocolmo con toda su familia para el martes 7 de diciembre en la Academia Sueca leer su discurso de recepción (“Elogio de la lectura y la ficción”) —y que se le haya quebrado la voz y llorado al mencionar a Patricia Llosa, su prima hermana y su segunda esposa desde hacía 45 años, el eje afectivo de su propia prole, de él mismo y de su continua creatividad—, y para el viernes 10 de diciembre recibir, en la Sala de Conciertos y de manos de don Carlos Gustavo, Rey de Suecia, el diploma y la medalla de oro con el perfil de Alfred Nobel, y los diez millones de coronas suecas depositados en su cuenta bancaria (quizá en euros o en dólares).
Mario Vargas Llosa y su nieta Anaís rumbo a Estocolmo 
      El sueño del celta comprende quince capítulos articulados en tres partes: “El Congo”, “La Amazonía” e “Irlanda”. Más un “Epílogo” firmado por el autor en “Madrid, 19 de abril de 2010”; y dos páginas de “Reconocimientos” en torno a las personas, viajes, bibliotecas y acervos documentales que incidieron en su investigación para construir y armar la verdad de las mentiras que da sustento a su caudalosa novela, cuya trama urde de manera inextricable y magistral los datos históricos y reales con la conjetura y la imaginación.
Roger Casement poco antes de ser ejecutado en la horca el
3 de agosto de 1916 en la cárcel de Pentonville, en Londres
      En el “Epílogo” refiere la póstuma y tardía vindicación de la memoria del irlandés Roger Casement, el protagonista de su novela (ejecutado en la horca el 3 de agosto de 1916 en la cárcel de Pentonville, en Londres), pues “Tardó buen tiempo en ser admitido en el panteón de los héroes de la independencia de Irlanda”: “En 1965, el Gobierno inglés de Harold Wilson permitió por fin que los huesos de Casement fueran repatriados. Llegaron a Irlanda en un avión militar y recibieron homenajes públicos el 23 de febrero de ese año. Estuvieron expuestos cuatro días en una capilla ardiente de la Garrison Church of the Saved Herat como los de un héroe. Una concurrencia multitudinaria calculada en varios cientos de miles de personas desfiló por ella a presentarle sus respetos. Hubo un cortejo militar hacia la Pro-Catedral y se le rindieron honores militares frente al histórico edificio de Correos, cuartel general del Alzamiento de 1916, antes de llevar su ataúd al cementerio de Glasnevin, donde fue enterrado en una mañana lluviosa y gris. Para pronunciar el discurso de homenaje, don Éamon de Valera, el primer presidente de Irlanda, combatiente destacado de la insurrección de 1916 y amigo de Roger Casement, se levantó de su lecho agonizante y dijo esas palabras emotivas con que se suele despedir a los grandes hombres.”
El sueño del celta, la novela de Mario Vargas Llosa, también es una vindicación de la memoria y del legado de Roger Casement (pero no una beatificación marmórea) y de su itinerario aventurero, legendario y novelesco, y al unísono un artilugio narrativo que reconstruye e imagina los entornos humanos, geográficos, sociales y políticos, y los entresijos, duplicidades y contradicciones en su tarea humanitaria, anticolonialista y defensora de las vidas y derechos de los nativos en dos ámbitos distintos donde se extrae el caucho: en el Congo bajo el torturador y exterminador yugo de Leopoldo II, Rey de Bélgica y dueño del Estado Libre del Congo entre 1885 y 1909; y en la Amazonía peruana sometida, entre 1897 y 1913, al sanguinario abuso, tortura y masacre de una compañía británica que desde Londres acaudilla, con múltiples hilos de corrupción y deshumanización, el cacique peruano Julio César Arana. Y por último, su papel (humanitario, nacionalista, conspirativo y obnubilado) para incidir en la lucha armada por la independencia cultural y política de Irlanda. Todo urdido entre las peculiaridades y antagonismos de su persona y personalidad, como es su origen familiar (anglicano por el lado paterno y católico por el materno); las amistades que cultiva y con quienes dialoga; su doble vida de cónsul inglés al servicio de los intereses de la Corona y acérrimo activista proirlandés y antibritánico; las zonas oscuras y fantasiosas de su índole homosexual (reflejadas en sus diarios) que no implicaron la correspondida vivencia de una relación amorosa; las enfermedades que van minando su salud; y las reflexiones en torno al Alzamiento, a sus amigos, a su madre, a Dios, a la fe católica y al miedo a la muerte. 
El sueño del celta traza un círculo a través de una estructura narrativa recurrente en la obra de Mario Vargas Llosa, cuyo seminal modelo parte de William Faulkner, en particular de Las palmeras salvajes (1939) —donde se narran dos historias paralelas (“Palmeras salvajes” y “El Viejo”)—, la primera novela que el joven Mario leyó de él, leída por primera vez en la legendaria traducción de Borges (Sudamericana, 1944), luego fue leyendo las demás durante sus años universitarios, lo que le “hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original”, dice en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993). Así, en El sueño del celta, de un modo alterno y entreverado, oscilando del presente al pasado y viceversa, la omnisciente y ubicua voz narrativa cuenta dos historias que son la misma historia. Es decir, en la serie de capítulos impares (I, III, V, VII, IX, XI, XIII y XV) se relatan los últimos días de Roger Casement en la prisión de Pentonville (fue detenido el Viernes Santo 21 de abril de 1916, día que desembarcó en Tralee Bay, y sentenciado a la pena capital a fines de junio) hasta el susodicho día que fue ahorcado “por alta traición” a Gran Bretaña (había sido cónsul inglés, condecorado y hecho noble por sus trascendentales servicios a la monarquía de George V: el Informe del Congo y el Informe del Putumayo. Mientras que en los capítulos pares (II, IV, VI, VIII, X, XII y XIV) la omnisciente y ubicua voz narrativa cuenta los pormenores de la biografía de Roger Casement, desde su “nacimiento, el 1 de septiembre de 1864, en Doyle’s Cottage, Lawson Terrace, en el suburbio Sandycove de Dublín”, hasta los episodios de sus conflictivos y desoladores dieciocho meses en una Alemania inmersa en la Gran Guerra que diezma y destruye a Europa, donde trata de formar la independentista Brigada Irlandesa entre los dos mil doscientos presos irlandeses recluidos en el campo de Limburg, pero por el hecho de que son militares reclutados por el ejército inglés y prisioneros de un enemigo de Gran Bretaña que mató y gaseó a sus compañeros en las trincheras de Bélgica, sólo logra agrupar a cincuenta y tres brigadistas, despreciados y marginados en el campo de Zossen. Pero también negocia que el país del Káiser, que primero admira y luego odia, facilite armas y municiones para las organizaciones clandestinas (y no) que planean un levantamiento armado en Irlanda que, piensa, sólo tendría éxito, liberándola, si Alemania al unísono guerrea con ellos contra el Imperio británico; cuyo punto culminante se dispara cuando en un hospital de Baviera le informan que el inminente Alzamiento de Semana Santa se llevará a cabo, pese a su oposición, y por ende se embarca en un submarino alemán U-19 que los deja (a él, al capitán Robert Monteith y al sargento Daniel Julian Bailey) en las inmediaciones de Tralee Bay (donde Roger Casement, en las ruinas del MacKenna’s Fort, fue detenido el susodicho Viernes Santo 21 de abril de 1916), mientras los “veinte mil rifles, diez ametralladoras y cinco millones de municiones” llegaron al mismo tiempo en un buque camuflado con bandera noruega, pero nadie estuvo allí para recogerlas y distribuirlas.
Roger Casement viajó al Congo siendo un jovenzuelo de veinte años que creía en el supuesto papel civilizador de los colonizadores. Y allí, durante casi dos décadas deambulando en el pesadillesco y terrorífico corazón de las tinieblas de la extracción del caucho, conoció a fondo el genocida y deshumanizado rostro del predador poder que impera y expolia a los aborígenes colonizados (“no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano”), y por reflejo y contraste allí descubrió su entrañable e inequívoca identidad irlandesa, el germen del “sueño del celta”: una Irlanda libre, autónoma, culta e independiente del Imperio británico. 
En Iquitos y en el Putumayo peruano, donde la esclavitud dizque está abolida desde 1854, al observar y meditar en torno a los abusos, injusticias, torturas, explotación y exterminio de los indios, y en torno a la fobia y el miedo que les impide enfrentarse a los armados hombres que los cazan, someten, esclavizan, manipulan, flagelan, torturan y asesinan, colige que la rebelión armada es la única vía para que Irlanda se libere e independice de Gran Bretaña y por ende se propone destinar a ello todo su trabajo y todas sus fuerzas.  
Roger Casement
(1864-1916)
Obviamente el heroico y patriótico “Sueño del celta” —que también es el título de “un largo poema épico” “sobre el pasado mítico de Irlanda” que escribió “en septiembre de 1906” (con su duplicidad de cónsul inglés y activista antibritánico)— sólo se quedó en un atisbo en ciernes; pero sin embargo vivió unos instantes de gloria, simbólicos y seminales, sin duda. “No había errado pensado que era una equivocación alzarse en armas sin una acción militar alemana simultánea [reflexiona en su celda de Pentonville], pero no se alegraba por ello. Hubiera preferido equivocarse. Y haber estado allí, con esos insensatos, el centenar de Voluntarios que en la madrugada del 24 de abril capturaron la Oficina de Correos de Sackville Street, [...] oír a Patrick Pearse leyendo el manifiesto que proclamaba la República. Aunque sólo por un brevísimo paréntesis de siete días, el ‘sueño del celta’ se hizo realidad: Irlanda emancipada del ocupante británico, fue una nación independiente.” 
Vislumbre onírico, evanescente y exultante que Alice Stopford Green, su amiga y mentora, también bosqueja en la última visita que le hace en la prisión de Pentonville: “Por unas horas, por unos días, toda una semana, Irlanda fue un país libre, querido [...] Una República independiente y soberana, con un presidente y un Gobierno Provisional [...] Patrick Pearse salió de la Oficina de Correos y, desde las gradas de la explanada, leyó la Declaración de Independencia y la creación del Gobierno Constitucional de la República de Irlanda, firmada por los siete.” [...] “mientras Pearse leía la Declaración de Independencia, muchas banderas republicanas irlandesas se habían izado en los techos de la Oficina de Correos, del Liberty Hall y, luego, vio las fotos de los edificios ocupados por los rebeldes de Dublín como el Hotel Metropole y el Hotel Imperial con banderas que el viento remecía en las ventanas y parapetos, había sentido que se le cerraba la garganta. Aquello tenía que haber provocado una felicidad ilimitada en quienes lo vieron […]”
Hubo en ello, al parecer, un claro afán de sacrificio, de convertirse en mártires de una rebelión armada que sabían perdida de antemano, y en consecuencia en simientes de una piedra angular y fundacional que debía multiplicarse, según le hizo ver a Roger Casement el joven Joseph Plunkett, delegado de los Voluntarios y del Irish Republican Brotherhood, quien lo visitó en Berlín, en abril de 1915, para insistirle en el envío de las armas y municiones y en la participación de Alemania en el ataque. “Hay algo que usted no ha entendido, me parece [le dijo a Roger]. No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir. Días, semanas. Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?”.


Mario Vargas Llosa, El sueño del celta. Alfaguara. México, septiembre de 2010. 504 pp.




lunes, 28 de marzo de 2016

Historia de Mayta


                        
 Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Historia de Mayta
(Seix Barral, México, 1985)
Historia de Mayta, novela de Mario Vargas Llosa —Premio Nobel de Literatura 2010—, apareció por primera vez en Barcelona, en octubre de 1984, editada en la serie Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral; y su primera reimpresión mexicana se tiró en enero de 1985. Se trata de una obra crítica, revulsiva, polémica, polifónica, a veces bufa, magistral, repleta de suspense, en la que el propio autor actúa corporificado en un alter ego que al unísono es él y no es él, lo cual marca la tónica de la urdimbre novelística cuyo modus operandi en un pasaje explica así: “Porque soy realista, en mis novelas trato de mentir con conocimiento de causa [...] Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.”
El alter ego de Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), un célebre narrador que tiene su casa en Barranco (al igual que el de carne y hueso), una privilegiada zona de Lima desde donde se otea el mar (y ciertos pestíferos basurales), durante 1983 realiza una serie de andanzas, viajes e investigaciones con el fin de escribir una novela en torno a una serie de hechos ocurridos 25 años antes, en 1958, en Lima y en los pueblitos de Jauja y Quero y en el entorno de la andina quebrada de Huayjaco, donde un grupo de insurrectos (cuatro adultos y siete adolescentes) intentaron iniciar (y por ende desencadenar) nada menos que la histórica primera revolución comunista en el Perú y en América Latina. 
En este sentido, Historia de Mayta oscila, principalmente, entre dos ámbitos temporales (en un mismo párrafo suele ir y venir entre uno y otro). Uno: 1958, desde la militancia izquierdista de Mayta, ya cuarentón, quien no obstante su soterrada homosexualidad y sus pies planos, fue un activo miembro del POR(T), el rimbombante, machista, marginal y clandestino Partido Obrero Revolucionario Trotskista (con sólo siete elementos), escindido del POR (que nunca rebasó los veinte socios), hasta su persecución y detención policíaca (en la que descuella el cabo Lituma, por ser un personaje recurrente en la obra de Vargas Llosa) y su encarcelamiento. El otro: 1983, en un hipotético, miserable, conflictivo y violento Perú donde mal gobierna una Junta de generales dizque de “Restauración Nacional”, quienes, dados los múltiples problemas y las débiles condiciones de las fuerzas armadas del país, se ven impelidos a imponer el toque de queda y a solicitar y recibir del “gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica el envío de tropas de apoyo y material logístico para repeler la invasión comunista ruso-cubano-boliviana”. Así, en medio de la pobreza extrema, del desorden social, de los latrocinios, de la inseguridad, de los bombazos, de los crímenes y asesinatos, ya de la guerrilla, de los terroristas (ídem Sendero Luminoso) , de los escuadrones de la libertad, del fuero común, de los policías, de los marines gringos y de la internacionalizada guerra, el alter ego de Mario Vargas Llosa entrevista a una serie de personas que conocieron a Mayta y a testigos que estuvieron involucrados en el incipiente levantamiento; incluso logra entrevistar al propio Mayta, ex preso en varias cárceles y ahora empleado en una heladería del barrio de Miraflores.
Con su cáustico, documentado, detallista y analítico ojo omnisciente y ubicuo, no exento de humor negro, el autor, al novelizar el subterráneo entramado de la atomizada izquierda clandestina y sobre una patética intentona de guerrilla que en el Perú de los años 50 aspira a crear una sociedad comunista (a imagen y semejanza de los movimientos guerrilleros que en Latinoamérica históricamente se vieron inspirados e influidos por el proceso y triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959, que Vargas Llosa apoyó hasta el “5 de abril de 1971”, día de su renuncia al Comité de la revista cubana Casa de las Américas) y sobre los crímenes, las contradicciones internas y la cruenta beligerancia e inestabilidad social que conlleva la clandestina lucha civil con las armas a principios de los años 80 del siglo XX (que aún era la época de la Guerra Fría y del apoyo de la Unión Soviética a Cuba, a los partidos comunistas del mundo y a varias guerrillas diseminadas en el orbe), articula una crítica y su descrédito de que la violencia armada, no sólo la supuestamente revolucionaria, sea un medio para edificar una sociedad nueva donde impere la justicia, la libertad, la democracia y paulatinamente se borren las iniquidades económicas, sociales y culturales.
Mario Vargas Llosa
En su novelística estratagema de decir mentiras para decir verdades, Mario Vargas Llosa utilizó numerosos hechos, datos y nombres extirpados de la historia y de la geografía del Perú y de la vida real, como son los casos del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, partido fundado en 1924 por su apóstol Raúl Haya de la Torre) y de los periodos presidenciales de Manuel Pardo y Ugarteche (1956-1962) y Manuel Arturo Odría (1948-1956) —general que arribó al poder con un golpe militar que derrocó al presidente Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), tío de Mario Vargas Llosa. En este sentido, llama la atención que en el virulento e hipotético 1983 de la novela no gobierne Fernando Belaunde Terry, quien en la vida real estaba en medio de su segundo mandato presidencial (1980-1985) —el primero se sucedió entre 1963 y 1968—, sino los militares de la susodicha Junta de Restauración Nacional, nombre que parafrasea el nombre del Gobierno de Reconstrucción Nacional adoptado por los guerrilleros del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) después de que el 17 de julio de 1979 el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó Nicaragua. Como se sabe, Belaunde sería aliado de Vargas Llosa cuando éste, entre octubre de 1987 y junio de 1990, fue candidato a la presidencia del Perú por el Frente Democrático, que para tal fin, principalmente, alió al Movimiento Libertad (creado ex profeso por el escritor y un grupo de amigos) a Acción Popular —partido fundado por Belaunde el 7 de julio de 1956 y dirigido por él—, y al Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes. 
        ¿Pero por qué en Historia de Mayta no figura en la presidencia Fernando Belaunde Terry, si, por ejemplo, Zenón Gonzales, uno de los cuatro adultos conjurados en la insurrección iniciada en la cárcel de Jauja, en 1958, quien entonces estaba preso allí, en 1983 “dirige todavía la Cooperativa de Uchubamba, propietaria de la Hacienda Aína desde la Reforma Agraria de 1971, y pertenece al Partido Acción Popular del que ha sido dirigente en toda la zona”? Sin omitir que en 1982 el “Congreso de la República del Perú le había otorgado la ‘Medalla de Honor del Congreso’ por el conjunto de su obra”, y que Belaunde había apelado a su autoridad moral al nombrarlo, “el 2 de febrero de 1983”, presidente de la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay (el asesinato de ocho periodistas, más el guía y un comunero uchuraccaíno, ocurrido el 23 de enero de 1983 en tal comunidad), la respuesta parece entreverse en un artículo laudatorio que el narrador escribió y publicó después de la muerte de Belaunde sucedida el 4 de junio de 2002, el cual está compilado en su Diccionario del amante de América Latina (Paidós, Barcelona, 2006); pero sobre todo en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, Barcelona, 1993), no sólo porque declara: “Yo había votado por Belaunde todas las veces que fue candidato”; sino más que nada porque, según dice, “a mediados de su segundo gobierno, una noche de un modo intempestivo, Belaunde me hizo llamar a Palacio”. El meollo: las elecciones de 1985 estaban cerca y ante los visos de que el APRA y Alan García las podían ganar (cosa que ocurrió), esto podía evitarse si el escritor aceptaba ser el candidato de AP y del PPC. “Aquel proyecto de Belaunde no prosperó [apunta el memorioso], en parte por mi propio desinterés, pero también porque no encontró eco alguno en Acción Popular ni en el Partido Popular Cristiano, que querían presentarse a las elecciones de 1985 con candidatos propios.” 
Ernesto Cardenal regañado por el Papa Juan Pablo II
Aeropuerto Augusto César Sandio
Managua, marzo 4 de 1983
Mas cuando se trata de argüir en contra de un contrincante político e ideológico, Mario Vargas Llosa, paladín de la libertad, a veces, no tiene pelos en la lengua ni se anda por las ramas: suelta el golpe y tunde con virulencia como todo un gallito del colegio militar Leoncio Prado. Por ejemplo, en El pez en el agua al crítico y académico peruano Julio Ortega lo cuestiona y exhibe (páginas 307 y 308). Y en Historia de Mayta, a través de su alter ego, critica y ridiculiza al poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, quien, en la vida real, como Ministro de Cultura de la Nicaragua Sandinista, era figura emblemática de la teología de la liberación (desde que en los años 60 creó una comunidad cristiana en las islas de Solentiname, en el Lago de Nicaragua) y del socialismo que por entonces vertientes de la izquierda latinoamericana aún creían que se podía lograr y construir mediante la insurrección armada. El 4 de marzo de 1983 fue el día en que Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en el aeropuerto Augusto César Sandino de Managua y ante las cámaras de la prensa y de la televisión de la aldea global, no dejó que el arrodillado Ernesto Cardenal le besara el anillo y lo regañó con furia blandiendo sobre él su dedo flamígero. Pero en el 1983 de la novela, en medio de la plática con dos monjas (Juanita y María) que auxilian y socorren en el Sector de Bajo el Puente (una zona peligrosa y paupérrima de Lima), narra el alter ego (entre las páginas 91 y 92): “intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿Por qué acaso se podría creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos... Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.”

Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta. Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, enero de 1985. 352 pp.


lunes, 3 de agosto de 2015

La casa verde




Rompecabezas/Modelo para armar
                                   

I de II
Dedicada “A Patricia” (su esposa) e impresa por primera vez en Barcelona, en 1965, en la serie Biblioteca Formentor de la Editorial Seix Barral (cuyas cubiertas fueron ilustradas por Antoni Tàpies), La casa verde —una de las grandes novelas del peruano Mario Vargas Llosa— ganó en 1966 el Premio de la Crítica Española y en 1967 el Premio Nacional de Novela del Perú y en Venezuela el Premio Internacional de Literatura “Rómulo Gallegos”. Desde entonces, en el contexto del boom de la literatura latinoamericana y más allá de él (y en otros idiomas) ha sido reeditada numerosas veces.
       
Mario Vargas Llosa y Patricia Llosa

Portada del estuche que resguarda el volumen de
Mario Vargas Llosa
Obras completas I. Narraciones y novelas (1959-1967),
editado por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores (Barcelona, 2004)
       Una edición singular es la impresa en Barcelona, en 2004, por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores. Se trata de su acopio en el tomo I de sus Obras Completas. Narraciones y novelas (1959-1967), que es una “Edición del autor al cuidado de Antoni Munné”, volumen que además reúne su libro de cuentos Los jefes (1959), su novela La ciudad y los perros (1963), su relato Los cachorros (1967), y a manera de “Apéndice”: Historia secreta de una novela, cuya primera edición en español apareció en Barcelona, en 1971, impreso por Tusquets Editor con el número 21 de la serie Cuadernos Marginales, el cual es una conferencia en torno a La casa verde, firmada en “Lluc Alcari, Mallorca, junio de 1971”, “originalmente escrita en un rudimentario inglés [dice el autor en la nota preliminar] que mi amigo Robert B. Knox mejoró, fue leída en Washington State University (Pullman, Washington, el 11 de diciembre de 1968).” Pero la lectura de tal conferencia en el presente volumen y su comparación con la susodicha primera edición (impresa en tinta verde), revela que además de una elemental enmienda, corrigió las fechas correspondientes a los dos periodos que vivió en Piura (1946 y 1952) y por ende están en consonancia con lo que evoca y relata en los capítulos I y IX de su libro de memorias (autobiográficas y políticas) El pez en el agua (Seix Barral, 1993) y en varios textos del Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2006), que es una antología de artículos y notas de Mario Vargas Llosa, previamente publicada por Plon en lengua gala, en 2005, en cuya recopilación y edición participaron su antigua colaboradora Rosario Muñoz-Nájar de Bedoya y su traductor al francés Albert Bensoussan, quien además es el director artífice del volumen misceláneo y colectivo Mario Vargas Llosa. Vida que es palabra (Nueva Imagen, México, 2006), cuya primera edición en francés se tiró en París, en 2003, por Èditions de L’Herne.

(Nueva Imagen, México, 2006)
  Pero además, el presente tomo de sus Obras completas está precedido por un largo prólogo ex profeso: “Contar historias”, firmado en “Lima, febrero de 2004”, especie de autobiográfica declaración de principios, en la que afirma: “La literatura era el aire que respiraba cada día, lo que aderezaba y justificaba la vida, mi razón de ser. La Casa Verde, que escribí después de La ciudad y los perros, de principio a fin en París, así como el relato Los cachorros, son un canto de amor a la literatura, desde su primera hasta la última frase, un reflejo muy exacto de ese ‘estado de literatura’ en que creo haber vivido todos mis años de París [1961-1967].” Al cual se suman dos breves prólogos: el que antecede a La ciudad y los perros, firmado en “Fuschl, agosto de 1997”, y el que preludia a La casa verde, firmado en “Londres, septiembre de 1998”, el cual dice a la letra:

“Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el arenal de Piura el año de 1946, y la deslumbrante Amazonía de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas, shapras, misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en 1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón.
“Pero, probablemente, la deuda mayor que contraje al escribirla fue con William Faulkner, en cuyos libros descubrí las hechicerías de la forma de la ficción, la sinfonía de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades y perspectivas de que una astuta construcción y un estilo cuidado podían dotar a una historia. 
“Escribí esta novela en París, entre 1962 y 1965, sufriendo y gozando como un lunático, en un hotelito del Barrio Latino —el Hôtel Wetter— y en una buhardilla de la rue de Tournon, que colindaba con el piso donde había vivido el gran Gérard Philipe, a quien el inquilino que me antecedió, el crítico argentino Damián Bayón, oyó muchos días, ensayar, horas enteras, un solo parlamento de El Cid de Corneille.”
(Seix Barral, 18ª ed., Barcelona, 1979)
        A estas alturas del siglo XXI, en medio de la proliferación y expansión de la web, difícilmente un lector novicio atraído por la extensa obra de Mario Vargas Llosa iniciará la lectura de La casa verde sin ningún tipo de información sobre ésta y él. No obstante, quizá podría darse el caso. Y una de las primeras sorpresas con que se encontrará es lo intrincado de la trama (que es un conjunto de tramas paralelas, fragmentarias, polifónicas, que se suceden en varios lugares y tiempos, yendo y viniendo del presente al pasado y viceversa), lo cual podría desconcertarlo y hasta desanimarlo. Pero una vez metido en la obra, construyendo y armando el rompecabezas, ya no habrá quien lo detenga, es decir, cuando al unísono esté familiarizado con los personajes, con sus voces, con el vocabulario, y con las técnicas narrativas que una y otra vez utiliza y varía el autor para urdir el conjunto de las historias (que tienen como principales y antagónicos polos geográficos a la arenosa Piura y al pueblito Santa María de Nieva enclavado en la selva amazónica del Alto Marañón), los fragmentarios y dosificados suspenses, los equívocos, tintes y tonos difusos y no, los continuos cambios de tiempos y de personajes, de sitios y de diálogos en un mismo párrafo, y párrafo tras párrafo, capítulo tras capítulo. 




II de II
Una de tales intrincadas, laberínticas, fragmentarias y polifónicas historias es la que oscila en torno al prostíbulo que alude el título de la novela La casa verde. La primera Casa Verde, edificada en los aledaños arenales de Piura, la construyó don Anselmo, un hombretón entonces joven y fornido, con dinero (quien parece surgido de la nada), aficionado al trago y al arpa. Ésta desaparece con el fallecimiento de Toñita, la infantil, tierna y dulce adolescente (ciega y sin lengua) que don Anselmo se robara y encerrara en la torre de la Casa Verde, pues la noticia de su muerte (antes de acabar de parir a la futura Chunga), desvela —ante los ojos de la comunidad de Piura y de Juana Baura (la humilde lavandera de la Gallinacera que la prohijara tras el espeluznante asesinato de los Quiroga, los ricos padres adoptivos de la pequeña)— la identidad del furtivo rufián que, de la Plaza de Armas que colinda con La Estrella del Norte, se la había robado y secuestrado, y por ende, una airada multitud, precedida por el Padre García, marcha hasta la Casa Verde y la incendia. 
Estuche que resguarda el disco compacto donde la voz de
Mario Vargas Llosa lee pasajes de La casa verde (1965),
más un cuadernillo prologado por José Emilio Pacheco
(Voz Viva de América Latina, UNAM, 2ª ed., México, 1998)
       Vale recordar que pasajes de tal fragmentaria y trágica historia figuran seleccionados y leídos por la voz de Mario Vargas Llosa en la grabación editada por la UNAM en la serie Voz Viva de América Latina, cuya primera edición en elepé data de 1968 y la segunda, en disco compacto, de 1998, en cuyo cuadernillo adjunto, además de los pasajes leídos por la voz del autor, se halla un largo y erudito ensayo preliminar que José Emilio Pacheco firmó en la “Universidad de Essex, enero de 1968”, a quien el peruano le dedicó, junto a su esposa Cristina Pacheco (antes Romo), su Historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971), el voluminoso ensayo que escribió sobre la vida y milagros de Gabriel García Márquez, cuyas posibles reediciones al parecer fueron prohibidas tras el legendario pleito, sucedido “el 12 de febrero de 1976” en el aeropuerto de la Ciudad de México, que truncó la amistad personal que desde 1967 cultivaban Gabo y Mario. No obstante, sí permitió su inserción en el tomo VI de sus Obras completas, Ensayos literarios I (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2005) y que breves fragmentos fueran incluidos entre los prefacios de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad (¡un millón de ejemplares!), impresa en Colombia en “marzo de 2007”, por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. 

Un vagabundo del alba y Mario Vargas Llosa

Portada del estuche que resguarda el volumen de
Mario Vargas Llosa
Obras completas VI. Ensayos literarios I,
editado por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores (Barcelona, 2005)
       Pero además, en su citado Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2006) —amén de las varias elogiosas alusiones—, figura un apologético ensayo sobre Cien años de soledad (que abarca la obra y la leyenda biográfica acuñada y propagada por el propio Gabo) y una nota sobre Aracataca, el pueblito donde éste nació el 6 de marzo de 1927.

(Paidós, Barcelona, 2006)
  La segunda Casa Verde la edifica la Chunga —alrededor de 25 o 30 años después del incendio de la primera—, mujer fría, seca, adusta, estricta, tildada de marimacho, quien se lleva a trabajar allí a don Anselmo, su padre (pese a que no lo trata con sentimentalismo, mas sí con respeto), cuando ya es un anciano ciego que vive en el populoso y miserable barrio de la Mangachería, pero que con intrínseco talento toca el arpa (pintada de verde) en una orquesta que en realidad sólo es un trío que integran él y sus discípulos: el Bolas, percusionista, y el Joven, quien rasca la guitarra y canta sus propias melancólicas composiciones. 

Esta segunda Casa Verde es la que conocen y frecuentan “los inconquistables” de Piura: Lituma y los León: sus primos José y el Mono, mangaches del barrio de la Mangachería, y Josefino Rojas, gallinazo del extinto barrio de la Gallinacera, compinches bohemios, vividores y alharaquientos, que suelen vociferar y variar un lépero himno con el que pregonan la desfachatez de su mezquina identidad: “eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear”. 
El punto de contacto entre Piura y Santa María de Nieva lo corporifican Lituma y Bonifacia, quien termina de habitanta (con el apodo de la Selvática) en la segunda Casa Verde, pues en una de las fragmentarias vertientes narrativas, Lituma es un honorable policía (un cachaco) que labora en Santa María de Nieva, en el Alto Marañón, donde conoce a Bonifacia (la futura Selvática) y se casa con ella en la iglesita y a toda orquesta, una indígena aguaruna de ojos verdes (quien en Piura dice ignorar su lengua nativa) llevada a vivir de pequeña a la Misión, en Santa María de Nieva, donde unas monjas católicas se dedican a evangelizar a un grupo de niñas indias, a enseñarles el español y ciertas labores manuales, costumbres, hábitos e idiosincrasia que las convierten en unas inadaptadas en sus originarias comunidades y por ende, dado el embrollo de corrupción que impera y domina allí entre el poder (gubernamental, militar, policíaco) y los traficantes y comerciantes de caucho y pieles, suscita que las indígenas “civilizadas” a la fuerza (las monjas las cazan y secuestran con el auxilio de los guardas civiles), terminen su infame destino en el esclavizante servicio doméstico en alguna ciudad (Iquitos, por ejemplo) y, en el peor de los casos, en los burdeles. 
 
Niños aguarunas de una comunidad nativa del Alto Marañón
Imagen que se observa a todo lo largo y ancho de la página 133 del volumen colectivo e icnográfico Mario Vargas Llosa. La libertad y la vida (Pontificia Universidad Católica del Perú/Editorial Planeta. Lima, 2008), armado con fotos y documentos de la muestra homónima, exhibida en la Casa Museo O’Higgins de la capital peruana, entre “agosto y septiembre de 2008”, “organizada por el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú”.
        En este sentido, un gran y hormigueante cause narrativo de La casa verde traza, de un modo fragmentario, paralelo y alterno al mundo de Piura, todo un orbe —salvaje, corrupto, violento— enclavado en la selva amazónica del Alto Marañón y en los laberínticos márgenes del río homónimo, donde pululan las aldeas indias (aguarunas, huambisas, shapras, etc.). En tal ámbito descuella el modus operandi que tipifica a los hombres de la metrópoli y del poder (el cacique Julio Reátegui y sus aliados y comerciantes: los “patrones”), pues a través de manipular el gobierno y los destacamentos armados (militares y policías), se dedican a saquear a los ignorantes y vulnerables indios (sobre todo aguarunas) por medio de un inmoral y ventajoso trueque que recuerda el histórico vandalismo de los españoles de la Conquista: les intercambian baratijas y algunos instrumentos de trabajo (hachas y machetes) por pieles y caucho (que llaman jebe), cuyo auge se sucede en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. En tal entorno, el sádico castigo a Jum (un aguaruna de Urakusa que intentó la autonomía de su comunidad) es indicio de que será destruida toda cooperativa indígena que busque independizarse del sistema impuesto por “los patrones”. 

(Tusquets, Barcelona, 1971)
          Y compitiendo con tal saqueo y expoliación, deambula por allí un sanguinario bandido, prófugo de la justicia: Fushía, quien añoso, enfermo y pestífero, a lo largo de la novela, en sus correspondientes fragmentos, es llevado por el viejo Aquilino, oculto en la barca de buhonero de éste, a través del laberíntico río Marañón, de la usurpada ínsula del bandolero a San Pablo, un lugar donde por una suma aíslan y procuran a los leprosos. Más intrincado en esto, se relatan episodios de su origen brasileño, ascenso y apogeo: manipulando el odio de una horda de huambisas hacia los aguarunas, se dedicó a robar y a ultrajar sus aldeas (caucho, pieles, mujeres) y por ende llegó a poseer la citada isla, su guarida, donde además de Lalita —una niña cristiana adquirida en Iquitos a sus doce años (que además de su mujer llegaría a ser mujer del práctico Nieves y luego del Pesado)—, tuvo un harén de escuinclas indias.


Mario Vargas Llosa, La casa verde, en Obras Completas I. Narraciones y novelas (1959-1967), p. 509-916, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 1ª edición. Barcelona, 2004.