lunes, 29 de enero de 2024

Como polvo en el viento

Una gritería y tremendo sal-pa-fuera...

(ese pa’tras y pa’lante)

 

I de VII

Editada por Tusquets en la Colección Andanzas, en septiembre de 2020 apareció, en España y en México, Como polvo en el viento, novela del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), quien dice en la nota que figura al término de la obra: “Tengo siempre un grupo de lectores que generosamente me ayudan a encontrar los errores, excesos y entusiasmos innecesarios de mis textos.” En este sentido, asombra que nadie de ese clan disperso —ni el autor ni su omnisciente y ubicua voz narrativa— haya reparado en las visibles y contradictorias fechas (y sus datos) que se observan a lo largo de la trama, pues no se trata de coloquiales olvidos semejantes a los coloquiales olvidos en que incurre Bernardo, el borrachín del grupo y presunto “cibernético matemático”, quien previo a la foto del Clan tomada por el pintor y fotógrafo Walter en la casa de Fontanar el 21 de enero de 1990 —día de la celebración del 30 aniversario de Clara—, postula, con un vaso de ron, parafraseando la rola de Kansas que tanto le gusta para reafirmar y canturrear que Todo lo que somos es polvo en el viento: “Sí, qué coño, todo es polvo en el viento”. “Las cuentas dicen [calcula en una milésima de segundo la cibernética, parlanchina e infalible calculadora humana] que esta es la oncena vez que nos reunimos aquí para celebrar el cumpleaños a nuestra querida Clara. La primera vez fue en 1980, y estábamos casi todos, menos el abominable Walter, como alguien dice, que andaba por la Siberia cazando osos [...] Pero los que estábamos, ¿se acuerdan de cómo éramos en 1980? Del carajo, ¿no? Y ahora ven cómo somos en 1990. Ya casi todos cumplimos treinta años y los de entonces no somos los mismos, como dijo Martí...” Aseveración que Irving, homosexual y diseñador gráfico, le corrige a gaznate pelado con su radiográfica voz de marica: “¡Burro!... Lo dijo Neruda.” O cuando durante la Noche Vieja de 1995, en la misma casa de Fontanar, Bernardo “el memorioso” les dice a Clara, a Irving y a su pareja Joel: “¿Saben que un día Fabio quiso amarrarme debajo de una mata como a Aureliano Buendía, para que no pudiera irme a beber?...” Pues no se necesita ser un especialista en las menudencias de Macondo —quien muchos años después habría de recordar una tarde remota— que a quien atan en un castaño del patio de la casa es a José Arcadio Buendía, el patriarca fundacional del pueblo y de la estirpe de los Buendía.

 

Leonardo Padura leyendo Como polvo en el viento

II de VII

Para ilustrar al ilustre lector, lectora o lectore, véanse algunos yerros dispersos en el libro (lo oscuro del culebrón genera culebrona oscuridad, diría la Buda “iluminada” de Tacoma, experta en karmas y macerada en escatológicos karmas) que al igual que los infinitesimales miembros del Clan, se dispersarán, sin duda, como polvo en el viento reencarnado, por lo siglos de los siglos, amén.

Ejemplo 0. Así como la casa de Fontanar —el caracol de Clara, dizque “el Aleph”, heredada por ella tras la muerte de sus padres encumbrados en la vorágine del triunfo de la Revolución Cubana— es el nodo (“la comuna de La Habana”) que imanta al Clan después de la época embrionaria y germinal de los años 70 (la década negra) en que Clara Chaple Doñate y Elisa Correa Miranda coincidieron en el preuniversitario de El Vedado, la celebración, allí, del 30 aniversario de la heredera y dueña de la casa el 21 de enero de 1990, es un evento indeleble y memorable en el devenir de los mil y un sucesos que se narran y evocan en la novela, porque además de que fue la última reunión que congregó allí a todos los miembros del Clan, la citada foto es la única imagen en la que están todos los miembros del Clan, menos Walter por estar detrás del cristalino ojo de cíclope. En este sentido, resulta absurdo y desconcertante (como tomar chocolatito y levitar) que en la página 559, donde despunta el año 2015, se avecine el “cumpleaños cincuenta y seis” de Clara —yerro que se repite y da por hecho en la siguiente página—, pues el 21 de enero de 2015 ella cumple 55 años y no 56.

Por instancias e insistencias de su hijo Marcos (quien antes de huir de Cuba le dejó su laptop para que se conectara a la web en alguna zona wifi) y con el apoyo del “cibernético” Bernardo, Clara, en La Habana, pudo habilitar un perfil en Facebook. “Como portada de su muro, Clara había colocado una imagen de la casa de Fontanar y, con su primer post, la vieja foto del grupo junto a la cual le había colocado una leyenda: ‘Nuestro Clan antes de la ventolera. 21 de enero de 1990’. Marcos recordaba aquella imagen, que en una época estuvo en una de las repisas de su casa de Fontanar hasta que, en algún momento posterior a la salida de su padre de Cuba, Clara la había retirado. Pero allí estaban todos, jóvenes y sonrientes el día que su madre había cumplido los treinta años.” Esto se lee entre las páginas 79-80. Y hasta la página 604 se precisa la fecha en que Clara subió esa foto que desencadena una de las principales intrigas que perdura a lo largo de la obra; pero, ojo, Watson, pese a que como portada de su muro Clara colocó una imagen de la casa de Fontanar, en la página 604 se lee otra cosa:

“El 16 de abril de 2016 Clara al fin se había decidido y abierto la cuenta de Facebook que le reclamaba su hijo Marcos, y había colocado como portada la foto del Clan tomada la noche del 21 de enero de 1990, durante la celebración de sus treinta años. Y, como en aquella ocasión, otra vez todo se había precipitado, como si los efectos pendientes, tapiados, encadenados, solo esperaran esa precisa señal para soltar sus amarras.”

 III de VII

Vale subrayar, aludiendo al consabido y siempre bien ponderado y tautológico Perogrullo, que Como polvo en el viento no es una novela fantástica o de realismo mágico, sino una novela realista que aspira a la verosimilitud, cuyo abrevadero es la historia y la vida real y, por ende, en mil y una minucias debería haber sido congruente y lógica consigo misma, tal y como sí ocurre, por ejemplo con la “histórica visita del presidente Barack Obama a Cuba”, aludida varias veces en la obra y dada por hecho —por la libertad ficticia y narrativa de la que goza el autor—, el día 20 de abril de 2016 (p. 620), pues en la vida real ocurrió el domingo 20 de marzo de ese año. No obstante, vale destacarlo, la casa del barrio de Fontanar —erigida en 1957 y diseñada con una planta hexagonal por los arquitectos Vicente Chaple y Rosalía Doñate, los padres de Clara, “complementada con una atrevida utilización de vidrios, aceros y madera, funcionales y ornamentales, en la que habían participado varios artistas cercanos a ellos, casi todos miembros del revolucionador Grupo de los Once”— tiene, como soporte intangible y piedra angular, un intrínseco y evanescente mito que reverbera a través del tiempo:

Obama y su familia al arribar a La Habana
(Domingo 20 de marzo de 2016)

       “El secreto de su magnetismo, insistían en asegurar con toda seriedad [los arquitectos Vicente y Rosalía], respondía a los atributos ocultos en las entrañas de los cimientos: una herradura de la suerte; una pequeña figura de barro cocida por los aborígenes taínos, que representaba al Huracán, un dios mayor; dos dientes de leche de Rosalía y los restos pulverizados de la tripa umbilical de Vicente; una llave de hierro que, juraban los arquitectos, había sido la de los grilletes que le colocaron al joven José Martí durante su condena en las canteras de San Lázaro; y un trozo de piedra brillante traído de las minas de El Cobre, cercanas al santuario de la milagrosa Virgen de la Caridad, que, para sorpresa de los arquitectos, los diseñadores, los constructores, y hasta un geólogo amigo, poseía unas inusitadas y potentísimas cualidades magnéticas.”

 IV de VII

Ejemplo 1. En la página 157 se lee que la noche del “26 de enero de 1990”, Walter murió “reventado contra el pavimento luego de volar desde un piso dieciocho”. (A esas alturas de la obra un inexplicable y misterioso “suicidio” desde la azotea, misteriosamente cerrada por dentro con un candado, y por ello ineludiblemente y a priori evoca el misterio de los espeluznantes asesinatos de cuarto cerrado de la calle Morgue.) Y en la página 195 se lee que en “La mañana del 15 de febrero de 1990”, Elisa desapareció del núcleo del Clan y del ámbito habanero, luego de que la noche anterior, en la casa de Fontanar, la misma Elisa proclamara en voz alta y vejatoria lo consabido en las entrañas, chismes y cuchicheos del chismoso grupúsculo: que su visible embarazo no es de Bernardo, su esposo, por la elemental razón, Watson, de que él no puede engendrar: es estéril. Dos sucesos que preludian la paulatina dispersión del Clan, pese a la maravillosa piedra magnética.

En este sentido, en la página 316 se lee: “A la muerte de Walter y la desaparición de Elisa había seguido, unos meses más tarde, la fuga de Darío.” (Darío, neurocirujano, se fue de Cuba con una beca de la Universidad de Barcelona para realizar estudios de postgrado y se quedó en la Ciudad Condal, donde se hizo pareja de una catalana ricachona e independentista, hábil para multiplicar el dinero y las propiedades.) No obstante, luego resulta que el doctor Darío Martínez (entonces esposo de Clara Chaple, ingeniera e interrupta, y padre de los hijos de ambos: Ramsés y Marcos, de ocho y seis años el 21 de enero de 1990) no se fue “unos meses más tarde”, sino ¡dos años después!, pues en la página 355 se lee: “En los meses posteriores a la partida de Darío, concretada en marzo de 1992, cuando más densa y oscura se tornaba la crisis nacional que hizo desaparecer hasta los bienes más indispensables para vivir, Clara descubrió en sí misma fuerzas que nunca había creído poseer.” Segunda fecha que se reitera en la página 496 cuando se dice que “su salida de Cuba” ocurrió “durante la primavera caliente de 1992”, “ocho años atrás”, cuando tenía “treinta y tres años”. O sea: en esa página 496 corre el año 2000 y Darío y Montse, su pareja catalana, están en Florencia durante un viaje por Italia, planificado por ella, para celebrar “el cuarenta aniversario de Darío (había un Rolex, una Montblanc Toscanini y otras cosas así), y casi tuvo que sacarlo a rastras del Duomo para continuar el programa del primer día de estancia florentina”. No obstante, si en marzo de 1992 el neurocirujano Darío Martínez tiene 33 años, ocho años después le toca cumplir 41 años y no 40, Watson. Por si fuera poco, y pese a que en la citada página 496 se lee que el médico pasó en Cuba “Los primeros treinta y tres años de su vida”, en la página 518 se afirma que “La última vez” que se vio con su hijo Ramsés, en La Habana, éste era un niño de diez años y Darío un joven médico de treinta y dos”; yerro contundente, pues a apenas en la página 505 se acaba de mencionar “La cercanía de la llegada de su hijo Ramsés [de 25 años], al que no veía desde hacía casi quince años [1992-2007], cuando era una niño de diez”. Y si Darío salió de Cuba en marzo de 1992 a los 33 años, en 2007 debería tener 48 y no 47, como equivocadamente se lee a continuación en la página 518: “Los hombres de veinticinco y cuarenta y siete que se abrazaron en el vestíbulo de la estación Sants [de Barcelona] resultaban ahora dos personas que apenas se conocían por cartas, mensajes, fotos y llamadas telefónicas, más frecuentes en el último año y medio debido a las gestiones migratorias del hijo.” Y más contradictorio aún: en la página 529 el doctor Darío Martínez está de vacaciones de verano una “mañana de agosto de 2008” —Casi un año y medio después del arribo de su hijo Ramsés) y ahora tiene ¡“cincuenta años”!, se lee en la página 530; yerro que se reitera en la página 532 en el ámbito del mismo escenario en esa playa catalana en la que su hijo mayor retoza con Lena, la Vikinga en toples, “la joven danesa, rubia, de uno ochenta de estatura y veintiún años, la muchacha con la que se había empatado Ramsés”: “Con la torpeza propia de su sobrepeso y sus cincuenta años [el doctor Darío Martínez] se puso de pie”.

            Ejemplo 2. En página 172 se lee: “A la mañana siguiente de aquella reunión [la desvaída celebración del día de San Valentín el 14 de febrero de 1990 referida en la página 171], las conclusiones de Horacio rodaron por tierra cuando Irving recibió en su apartamento a dos oficiales de la policía que le pidieron que los acompañara a sus oficinas. Sería la cuarta vez que lo interrogarían, solo que en esta ocasión no fue un diálogo de un par de horas. Una orden fiscal autorizaba la detención indefinida de Irving Castillo Cuesta por la investigación en curso de la muerte de Walter Macías Albear.” (Vale recordar que el 24 de enero 1990, tres días después de la fiesta del 30 aniversario de Clara, en la misma casa de Fontanar, hubo un violento pleito entre Walter e Irving, iniciado por un impulsivo y visceral ataque de éste.) Y en la página siguiente, la 173, se lee: “Irving nunca resistiría escuchar la canción de Joaquín Sabina 19 días y 500 noches. Sólo de escuchar ese estribillo paradójico e inteligente, su memoria lo remitía a los seis días y cinco noches que permaneció detenido en el antiguo cuartel militar de la populosa calle habanera del Ejido.” No obstante, en la página 195 se lee sobre ese día en que la policía lo detuvo en su apartamento, pero dando por hecho (¡oh contradicción!, Watson) que ya pasaron los fóbicos y angustiosos 6 días y 5 noches de encierro e interrogatorios en la cárcel:  

“La mañana del 15 de febrero de 1990 Irving había ido a no hacer nada a la moribunda editorial que por tiempo indefinido no editaría libros por la escasez nacional de papel. Al mediodía se disponía a almorzar su bandeja de arroz, chícharos aguados, unas hilachas de col y un par de croquetas de masa inclasificable cubierta de una especie de pústulas reventadas, casi la misma dieta que recibió en sus días de confinamiento policial. Un régimen que, alternando los huevos hervidos con las croquetas o con el fétido picadillo de soya, se había convertido en el sustento nacional. Fue entonces cuando le avisaron de que tenía una llamada en recepción y no se la podían pasar, pues otra vez por la falta de electricidad, la centralita había dejado de funcionar. Maldiciendo su suerte, cuchara en mano, Irving bajó las escaleras y levantó el auricular para recibir el golpe de una ráfaga de un resucitado huracán.

“—Irving, por fin, viejo... Soy yo —dijo Clara.

“—Ah, dime, ¿cómo estás?

“—Irving..., ¿tú sabes algo de Elisa?

“—¿De Elisa?... Bueno, yo la vi anoche igual que tú y...

“—¿Y después?

“—¿Después? —Irving sintió que se encendían luces de alarma—. ¿Qué pasó, Clara?

“—Que Bernardo no sabe dónde está Elisa. Y los padres de ella tampoco... No fue a su trabajo, no está en ningún hospital... Nadie sabe dónde está...”

Es decir, ese 15 de febrero de 1990 fue el día que Elisa desapareció de La Habana y de Cuba. (Se largó a Estados Unidos con un pasaporte falso, pero el Clan lo ignora.) Y como en la citada página 172 se lee que ese mismo día la policía detuvo a Irving en su departamento (se infiere que después de su jornada laboral) y en la siguiente página que estuvo preso 6 días y 5 noches, resulta contradictorio y absurdo que en la página 387, en la conversación de la Noche Vieja de 1995 que en la casa de Fontanar sostienen Clara, Bernardo, Joel e Irving, éste dé por supuesto que habló con Elisa después de salir de la cárcel, pues ella estaba desaparecida desde el mismo día en que él fue detenido por la policía: “Me acuerdo como si hubiera sido ayer de que cuando yo salí de los días que estuve preso y le conté lo que había pasado..., Elisa me dijo que ella también tenía miedo. Pero no me dijo por qué... Y me juró que nunca se había acostado con Walter. Y claro que yo se lo creí, Bernardo, ella no tenía que decirme una mentira a mí...”

Vale observar, no obstante el yerro, que Elisa Correa, veterinaria de profesión, es una consubstancial mentirosa y manipuladora, quien era la presunta líder de la manada del Clan (el elemento Alpha de la cofradía) desde que se formó a mediados de los 70, hasta que el 15 de febrero de 1990 desapareció del mapa de La Habana, de Cuba y de la casa de Fontanar. De ahí que Bruno Fitzberg, judío argentino y psiquiatra asentado en Nueva York desde la época de la dictadura impuesta con un golpe militar en el año 76 y ex marido de Loreta Aguirre Bodes (el nombre falso de la veterinaria cubana que en abril de 2016 lleva una década laborando en una granja equina en las inmediaciones de Tacoma) le diga a Adela Fitzberg —la hija de Elisa, de 26 años, a la que él registró en Nueva York (y educó en su departamento en West Harlem) como su hija “nacida el 27 de mayo de 1990”—: “lo otro que sé, por mi profesión, es que tu madre puede actuar como una embustera compulsiva. Lo más jodido, piba, es que clínicamente lo es.”

Diagnóstico clínico, y de ojo de buen cubero, implícito en las anécdotas que Bruno le cuenta a Adela sobre cómo conoció a su madre en el Museum of Fine Arts de Boston, Massachusetts (era abril de 1990 e iba embarazada), y en las mentirosas historias sobre su origen, exilio e identidad cubana que ella le contó. Y translúcido en el testimonio sobre ella que el doctor Darío Martínez le brinda a su hijo Ramsés (emigrado a España a los 25 años), previo a su inminente partida a Toulouse para revalidar y concluir sus trucos estudios de ingeniería: “Elisa lo mismo podía dar la sangre por ti que tirársete al cuello y cortarte la carótida para que te desangraras. Y las mentiras que le gustaba decir...” Patológico y característico meollo y rasgo que Clara también menciona al evocarla en el diálogo que tiene con Irving, un madrileño domingo de 2012 frente “al grupo escultórico de El Ángel Caído en el parque del Retiro”: “Y dime algo más, desde la distancia, ¿qué se le podía creer a Elisa de lo que decía? Cuando eres joven eso parece un juego. Después, es una enfermedad.”

Pero a lo deglutido y rumiado por Irving se añade el hecho inextricable de que, además de ser el más chismoso del chismoso Clan, es un consubstancial chismosillo, intrigante, chiva, paranoico y metiche que no excluye la mentira, el infundio y el escamoteo en sus decires de orgánico corre ve y dile. De ahí que el 24 de enero de 1990, el día que provocó la virulenta bronca con Walter —día que éste llevó a la casa de Fontanar las fotos del 30 aniversario de Clara, entre las que destaca una en la que es visible el embarazo de Elisa y que es “la única en la que aparecían todos los amigos, incluidas Guesty [la rubia cubana de ojos azul caucásico, párpados siempre abiertos y nalgas de negra mandinga, novia de Horacio y supuesta espía al servicio de la Seguridad del Estado, o sea: encubierta agente de la Policía del Pensamiento, en términos orwellianos] y Margarita [la Pintá, la novia de Walter], y donde solo faltaba el pintor y fotógrafo por estar detrás de la cámara”, pues en la imagen también figuran los chiquillos Ramsés y Marcos, de 8 y 6 años, hijos de Clara y Darío—, Irving le canta la cotorra probabilidad (que Clara supone por sí misma) de que su marido Darío haya templado con Elisa, aludiendo, además, la decadencia y hastío de su matrimonio e implícitamente el hecho de que a todos ellos siempre le ha gustado Elisa, incluida Clara, quien si bien le confesó a Irving que le gusta una mujer: Elisa, no le reveló que el día de su 30 aniversario, allí mismo en su recámara de la casa de Fontanar, se besó en la boca con ella (¡el niño Marcos las vio intercambiando saliva con voracidad!) y menos aún las pulsiones lésbicas que ese día la abrumaban (“Clara tubo la nítida percepción de estar en el atrio de un escenario dispuesto para que, recibida la orden, ella irrumpiera, se arrodillara junto a la mujer y, con delicadeza, le tomara los brazos, le acariciara las manos y luego le apartara las piernas flexionadas para hundir el rostro en el centro de su intimidad y bebérsela hasta el fondo”):


      “—¿Y lo de ustedes [la decadencia y el hastío entre Clara y Darío] no tiene que ver con lo que me dijiste de Elisa? —musitó Irving.

“—No sé, no sé —admitió Clara—. Ya no sé nada... No me hables de eso.

“—Yo sólo quiero advertirte algo antes de que sea tarde o peor. Tú también puedes hacer lo que te dé la gana con tu vida, pero mira hacia los lados, Clarita... Elisa es Elisa... Y es capaz de cualquier cosa: lo mismo de salvarte que de matarte. A veces es muy rara...

“—¿Rara en qué sentido?

“Irving se tocó la sien: rara de aquí, de la cabeza.

“—Tú sabes, Clara... Por eso ella se acostó con Horacio, y parece que también con Walter, y se dejó preñar por no sé quién y decidió parir, sabiendo que su marido es estéril. Yo creí que conocía mejor a Elisa, pero...

“Los ojos de Clara permanecieron abiertos y brillantes mientras Irving volvía a tocarse la sien. ¿Había oído lo que había oído?

“—¿De qué tú estás hablando ahora?

“—De los desastres de Elisa..., de los que sé y que tú debes saber. Puede haber otros. Pero dos los sé. Se acostó con los dos, ¡con los dos! ¿Y no viste cómo se puso Liuba con Fabio [arquitectos encumbrados en el régimen dictatorial, que son esposos con una hija, seis años menor que Ramsés] el otro día cuando salió el tema del embarazo de Elisa?

“Clara, atónita, negaba con la cabeza.

“—¡Por Dios, Irving! No puede ser... ¿De verdad Elisa se templó a Walter y a Horacio? –logró al fin hablar—. ¿De verdad? ¿A los dos?

“—Después te cuento lo que me dijo Horacio [...]”

¿Y qué le chismeó Horacio al chismosillo y entrometido por antonomasia?: “Más bien fue al revés, compadre. Ella se acostó conmigo. Tú sabes que yo jamás le haría algo así a un amigo.” Que sólo fueron dos veces; que siempre usó condón y que el embarazo “podía ser un regalo de Walter”. A lo que Irving revira aleteando la puntiaguda y venenosa viperina: “Ella me juró que no se había acostado con él.” Y sin dejar de sembrar insidia añade: “Elisa quiere matarte por andar diciendo que ella se acostó con Walter...”

Pero lo que Horacio no le reveló al indiscreto y chismosillo corre ve y dile fueron los detalles de esos encuentros sexuales sucedidos, en septiembre de 1989, en el departamento de una veterinaria colega de Elisa, donde había un gato al que alimentar. Por entonces Horacio llevaba ya cinco años de profesor en la “Facultad de Física, donde impartía el curso de Física Experimental”, mientras “había comenzado a preparar su tesis de doctorado en la especialidad de ciencias de los materiales” (doctorado que logró antes de largarse de la mediocridad cubana). Al tercer encuentro sexual previsto, Elisa no llegó y él se quedó horas chupándose el dedo “en los escalones que daban al acceso a los apartamentos”. Y en el momento de irse, vio desde fuera luz en el interior del departamento y regresó, subió, tocó y se topó con la colega de Elisa, dueña del gato; y antes de marcharse se le ocurrió pedirle su reloj que dejó olvidado. La mujer, molesta y huraña, previamente habló por teléfono con Elisa. Lo dejó esperando en el vano de la puerta y luego regresó con “una pequeña bolsa de nailon” y le dijo como si le entregara un bicho infecto y contagioso: “Dentro están su reloj y su fosforera”. El reloj Patek Philippe era el suyo, pero el encendedor de bencina era el de Walter: “un par de cilindros soldados entre sí, de un color ocre desvaído, manchados por algunos destellos de su original barniz dorado y con unas letras en caracteres cirílicos grabadas en un costado.” Horacio guardó ese encendedor como prueba fehaciente del presunto club de alterne de Elisa e incluso lo preservó al fugarse de Cuba en una lancha el 17 de agosto de 1994 y durante los años de exilio en Estados Unidos y en Puerto Rico. De modo que lo lleva consigo el día de abril de 2016 que vuela de San Juan a Miami para encontrarse con Marcos —el hijo menor de Darío y Clara—, quien previamente le señaló, por teléfono, el obvio parecido facial entre él y Adela Fitzberg, su novia neoyorquina de 26 años de edad. Es decir, en el perfil de Clara en Facebook, auxiliada por Bernardo (cuyo oficio es arreglar computadoras a domicilio y en la etapa terminal en la casa de Fontanar), recién ella subió la foto de la celebración de su 30 aniversario el 21 de enero de 1990, recién hallada por ella entre las páginas de La insoportable levedad del ser, precisamente en la edición príncipe que Tusquets publicó en Barcelona en diciembre de 1985, en cuya portada observó, proyectándose, el collage de Max Ernst: La pubertad cercana a las Pléyades (1921). 

Colección Andanzas núm. 25, Tusquets Editores
Barcelona, diciembre de 1985

     Y al observar la foto del Clan en la laptop de Marcos, precisamente en el departamento que comparte con él en Hialeah, Adela Fitzberg descubrió que esa Elisa Correa, embarazada, es la veterinaria Loreta Fitzberg, ¡su madre cubana!, quien detesta, desprecia e insulta todo lo cubano (Marcos incluido: “un balsero cubano muerto de hambre, sin oficio ni beneficio, con las uñas sucias de grasa..”) y todo lo que tenga que ver con la Guantanamera y Cuba (“el que anda con mierda termina oliendo a mierda”). Y que ella, la neoyorquina Adela, está en gestación dentro de la panza de ese notorio embarazo y que el psiquiatra argentino Bruno Fitzberg no es su padre biológico.

Ejemplo 3. Entre las páginas 407-414 (capítulo diez sin título de la parte seis de la obra) la voz narrativa narra el regreso a La Habana del físico Horacio para asistir al entierro de su madre. En la página 408 se dice que Horacio llevaba “siete años de ausencia”; “siete revulsivos años de lejanía”, se reitera en la página 409 y que tiene autorizados “solo cinco días en Cuba”. Es decir, corre el año 2001, puesto que entre las páginas 320-323 se narra que el 17 de agosto de 1994 salió hacia el sur de Florida en una lancha “con ocho tripulantes a bordo (dos más de los que debía de cargar)”. En ese regreso a La Habana para asistir al entierro de su madre, Horacio le trajo de regalo a Marcos una “gorra de los Yankees de Nueva York”. No obstante, en la página 333, donde Marcos, en abril de 2016, se reencuentra con Horacio en Miami y lleva puesta esa mima “gorra azul marino de los Yankees de Nueva York”, el físico le dice que se la regaló hace “Trece años. Cuando fui a enterrar a mi mamá”. Lo cual también es un cálculo errado, Watson, pues si hubiera sido hace “Trece años” el presente sería 2014, el año que Marcos, por sus corruptelas “en una empresa constructora donde dirigía el taller de mantenimiento” (“allí se robaba todo y se vendía de todo”) se vio impelido a emigrar de Cuba a los Yunaites y el año que empezó, con fogosidad erótica, su relación de pareja con Adela Fitzberg, cuya recíproca conmoción hormonal empezó el “18 de agosto de 2014”, se precisa en las páginas 58 y 29 (“imposible olvidar la fecha”, piensa ella). Pero es abril de 2016, el año del viaje de Obama a Cuba y el año que Adela Fitzberg cumple 26 años el 27 de mayo, y el año que descubre que su padre argentino no es su padre biológico y que su madre, más cubana que la Guantanamera, ha usado un nombre falso y por ende su madre, proclive a los caballos (y con olor a caballo Cleveland Bay), ha cabalgado a pelo todos esos años sobre el estercolero de una oscura y gran mentira pseudobudista. “Lo oscuro siempre genera oscuridad”, rumiaría con su retórica de cosmogónico “plan budista”. Y Horacio con su filosofía física de boletero de cine habanero: “causas y efectos, acción y reacción, todo sucede porque antes sucedió algo”.

  Pero el caso es que en la página 414, la última del citado capítulo diez sin título, Horacio les cuenta a Bernardo y a Clara (quienes son pareja desde “finales de la primavera de 1997”) que Irving, en España, “hace poco vio a Elisa”. Lo cual de inmediato chirría a yerro de los chirriantes y estridentes yerros de huitlacoche, pues aquí estamos a siete años de que Horacio salió de Cuba: 1994-2001, y la fugaz imagen de Elisa que tuvo Irving en Madrid ocurrió “Una calurosa mañana de julio de 2004”, lo cual se narra entre las páginas 222-223. Y más aún: el histórico e indeleble uno cero del 4 de julio de 2004 implícitamente se alude en el fragmento que cierra ese capítulo:

  “A sus pies, doblada por la mitad, estaba la edición dominical de El País, en cuya portada se destacaba un titular: GRECIA GANA LA EUROCOPA, y un bajante de antología añadía: ‘Los griegos, codo con codo como un solo hoplita, aguantaron el primer tiempo y apuntillaron en la reanudación a Portugal’.”

 

Grecia gana la Eurocopa en Portugal
Foto: As.com


      O sea, mientras ese domingo 4 de julio de 2004, Irving ritualmente hojeaba El País en el entorno de la escultura de El Ángel Caído (“ya llevaba casi ocho años viviendo en Madrid”), vio a una “mujer rubia”, que “era Elisa Correa” (“Elisa es blanca blanca” —pero en 1990 “No era rubia como Loreta”—, “Walter era medio rubio” y Horacio es medio mulato), a quien no veía desde “hacía casi quince años” (hace 14 años y casi 4 meses), quien “tendía un brazo sobre una adolescente de pelo oscuro para dejarse fotografiar por un hombre robusto, calvo y sonriente” (Bruno Fitzberg). Cuando los ojos de Elisa se encontraron con los ojos de Irving, ella “hizo un gesto con la cabeza que marcaba una negación. Para no dejar margen a las dudas, la mujer repitió el movimiento y le retiró la mirada. Irving dejó de sonreír. Los oídos podían explotarle.” En esa “adolescente bellísima, de pelo negro y labios carnosos” (“labios que matarían de envidia a Angelina Jolie y a su cirujano plástico”), “Irving creyó advertir rasgos familiares para él”. Tan familiares que en la mesa de “la paladar del Gordo” (¿Contreras?), a donde Horacio invitó a comer a los paupérrimos y hambrientos Bernardo, Clara y Marcos (sólo faltaron el perro Dánger y Ramsés por andar “fuera de La Habana, recluido en un campamento de estudiantes enviados a realizar un período de preparación militar”), el mentado físico —“profesor auxiliar de Física I y II en la Universidad de Puerto Rico”, y padre de un par de mellizas nacidas en 1998 de su esposa boricua— les cuenta con sus elocuentes y gesticulantes rasgos mulatos: “la mujer vista por Irving en Madrid, la mujer que no podía ser otra que Elisa, viva y coleando, y que le había prohibido acercarse, iba acompañada de una adolescente de pelo oscuro, piel morena y labios gruesos, que, Irving casi lo gritó cuando se lo contaba, se parecía demasiado a Quintín Horacio Forquet, Quintus Horatius en latín”; nacido “en La Habana el 8 de noviembre de 1958” y “bautizado con ese [rimbombante] nombre porque su padre [masón, librepensador y contador graduado, emigrado a los Yunaites ‘el 8 de enero de 1960’] era admirador de Quintus Horatius y sus Odas y Epístolas, en especial la titulada Epístola a los Pisones, la famosa Ars Poetica.”

 

Angelina Jolie

      Ese elocuente parecido entre el habanero Horacio sin panza (mulato claro con el cabello negro, quizá por “un tinte Clairol for men, como tanta gente en Miami”) y la neoyorquina Adela Fitzberg (con eróticos labios más sensuales que los labios de Angelina Jolie: labios carnosos, cintura de hormiga y protuberancia trasera), también lo advirtió en abril de 2016 el joven ingeniero e ingenioso pícaro (en el invento y en el mercado negro cubano, incluso desde Florida) Marcos Martínez Chaple —alias el Lince, o Marquito [sic] el Lince, o Mandrake el Mago, cuya declaración de intrínsecos principios delincuenciales es que en Cuba se puede engañar y “robar (al Estado) sin considerarse un delincuente, y vivir mejor sin trabajar que trabajando”—, luego de que Adela Fitzberg descubriera y le señalara con el dedo flamígero (a veces onanista) que Elisa Correa, la joven embarazada de la foto del 21 de enero de 1990, es su madre: la veterinaria Loreta Aguirre Bodes (separada en 2005 del psiquiatra argentino Bruno Fitzberg), por teléfono de Hialeah a San Juan, Marcos, algo neurótico y exasperado, se lo subrayó al tío Horacio: “¡Lo evidente, cojones!... Que tienes otra hija. O por lo menos dime que yo estoy loco.”

Al día siguiente de esa charla telefónica, Horacio voló a Miami para dialogar con Marcos del oscuro meollo (“lo oscuro siempre genera oscuridad”, volvería a recitar Loreta con su verborrea “budista” de manual barato y tendajón vegano). Llevó, como prueba acusatoria e irrefutable del alterne sexual, el encendedor de Walter y el testimonio, firme, de que las dos veces que se acostó con Elisa usó preservativo y que siempre lleva uno en la cartera, por si acaso, y por ello “extrajo la billetera del bolsillo trasero del pantalón y de un compartimiento cerrado sacó un paquete con dos preservativos”. Pero durante la insomne madrugada en casa de su hermana, antes de dejar en el laboratorio de un hospital lo necesario para la prueba de su ADN, Horacio rememoró un minúsculo descuido casi al final de su segundo y último encuentro sexual con Elisa en septiembre de 1989. Y Adela Fitzberg, en la búsqueda de las axiales respuestas de su verdadera identidad y origen, a la mañana siguiente de intentar comunicarse por teléfono con su madre tras descubrir la foto subida a Facebook en el perfil de la mamá de Marcos, voló a Tacoma para exigirle explicaciones a su propia madre en el rancho equino de la adinerada Margaret Miller, donde vive y labora; pero Loreta, como adelantándose al huracán que venía (con otro nombre e identificación falsas la veterinaria vio “en el Facebook público de Marcos la foto del Clan que, justo la tarde anterior, Clara había subido a la red”) se esfumó sin dejar rastro ni mensajes a nadie (incluso dejó desmontado su teléfono móvil y sin el chip) y Horacio, en vez de esperar el regreso a Miami de su hija biológica, regresó en un vuelo a San Juan sin dar la cara en un diálogo propuesto por Marcos, pues “Tres horas después” de dejar la prueba en el laboratorio de un hospital, “mientras el vuelo procedente de Dallas en que viajaba Adela aterrizaba en el Aeropuerto Internacional de Miami, Horacio se dejaba caer en el asiento del avión que lo llevaba de regreso a San Juan. El físico que hubiera querido ser filósofo cerró los ojos, trató de relajarse y se dijo: lo que será, será.”

El nostálgico Padura en su casa de Mantilla

       No obstante, en una de las recurrentes vueltas de tuerca que pueblan la novela (con las que el narrador estira el chicle como le viene en gana, posterga los suspenses, cuenta mil y una historias, y al unísono le jala las narices al lector, quizá hasta el bostezo, el tedio o el hartazgo), entre las páginas 582-589 se desvela (y se descubre) que en ese perentorio viaje de San Juan a Miami el físico Horacio representó una farsa ante el ingenioso ingeniero Marcos Martínez Chaple, pues en realidad y sin confesarle nada al sobrino putativo, fue a constatar lo que ya había conjeturado desde un año antes. Es decir, según se lee en la página 585, “Había sido en los primeros días de ese espléndido mes de abril puertorriqueño de 2015 cuando Marcos le había enviado a su buzón de correo electrónico la foto de una celebración cumpleañera. [Remember que Adela Fitzberg cumple 25 años el 27 de mayo de 2015, pese a que en la página 30, Watson, se lee en que en abril es su cumpleaños.] Cuando abrió el archivo adjunto [a la frase ‘Esta es mi novia. Se llama Adela. ¿Qué te parece?’] y vio la imagen que Marcos, ataviado con una gorra de los Industriales [de La Habana], y el brazo sobre la joven que le presentaba como novia, Horacio había sentido una conmoción: la muchacha detenida en un plano medio resultaba una réplica viva de sus mellizas Alba y Aurora. La tez parecía un poco más clara, pero los ojos, el óvalo de la cara, la nariz y, sobre todo, la forma de la boca, con los labios carnosos delatores de su ascendencia étnica, resultaban tan semejantes que no podía ser algo fortuito, y si lo era, como debía serlo, como tenía que serlo, pues entonces se trataba de un milagro de la naturaleza.” Tan milagroso es ese milagro de la naturaleza que la chica milagrosamente se parece a él. 

Angelina Jolie

       Y más aún: “Horacio buscó en su archivo fotográfico digitalizado una imagen de su madre cuando andaba por los veinte años y vio en el rostro más oscuro de su progenitora la réplica de los rasgos faciales que caracterizaban a Aurora, Alba... y a la tal Adela. Como un cuño persistente [kármico de oscuridad, rumiaría Elisa sentada en flor de loto y en medio de una nube de incienso] que se hubiera transmitido desde su madre mulata hacia el futuro de la humanidad.” Y en el mismo tenor encubierto y ladino, al recordar que “unos años atrás [Irving] le había comentado de su cruce en Madrid con una mujer que debía ser Elisa, acompañada de una joven que podía ser hija de la presunta” y “se parecía a Horacio”, le envió a Irving esa foto que le envió Marcos, preguntándole si la chica se “parecía a alguien”. E Irving, más rápido que Bruce Lee, respondió con un cañonazo de cotorra parlanchina: ‘¿Que a quién se parece?...’, le escribió en un mensaje de texto. ‘Se parece a la muchacha que vi en El Retiro hace unos años... La muchacha de que te hablé y tú te reíste de mí... ¿Te acuerdas?’ Horacio no le respondió. Aún no podía ni quería hacerlo.”

Bruce Lee

        Pero el caso es que esa tarde de abril de 2015 en que Horacio, en San Juan, camina, pasea y descansa con su esposa Marissa, de 49 años y en buena forma, la pone al tanto de lo que pudo haber ocurrido hace un cuarto de siglo, e incluso le muestra los pelos de la burra y de qué lado mascó la iguana, o sea: la foto que le envió Marcos y le bosqueja la incertidumbre sobre lo que debe o no de hacer.

“—No lo sé, Mari... —dijo al fin—. ¿Quieres que me haga una prueba de ADN y se la haga a la novia de Marcos? ¿Porque se parece a las niñas y a mí? ¿Para qué...? ¿Y con qué derecho puedo cambiar la vida a una persona que no me ha pedido nada y que de ninguna manera puede ser lo que parece? Lo pienso y siempre me digo que es mejor saber que vivir con la duda. Pero creo que a estas alturas cualquier cosa que haga sería revolver la mierda, y cuando se revuelve, apesta otra vez... Nadie sabe nada de Elisa ni por qué desapareció. ¿Fue por mi culpa? ¿Pero quién carajo es Loreta Fitzberg, la madre de Adela? ¡Yo no conozco ninguna Loreta, coño! ¡Qué desastre, por Dios!... No, no es posible —dijo, pero cada vez con más conciencia de que la negación escondía una lamentable estrategia de autoengaño.

“Marissa le tomó la mano y lo obligó a mirarla.

“—¿Qué vas a hacer, Horacio?”

     Vale observar que en ese contexto, entre las páginas 582-598, tampoco no faltan los infalibles frijolillos en la sopa de letras cubanas maceradas y cocinadas en Mantilla; es decir: los yerros con el tiempo, que son una plaga, pues las íntimas evocaciones de Horacio y el diálogo confidencial con su esposa Marissa en el escenario boricua de San Juan, se suceden a fines de abril de 2015. Es decir, según se lee en la página 291: “Quintín Horacio nació en La Habana el 8 de noviembre de 1958”, por ende aún tiene 56 años; y pese a la retórica intertextual es un yerro decir, en la página 582, que “Horacio se acercaba a la cumbre borrascosa de los sesenta años” (en rigor le faltan cuatro); aseveración que se repite en la siguiente página con un recurrente retintín nerudiano: “Hasta que pudiera [padece de desgaste en los meniscos y recién de ciertos desajustes gástricos] y, mientras, caminar y nadar, mantenerse en la buena forma aunque la vida y el tiempo también caminaran a su ritmo implacable y lo acercaran a sus sesenta años de residencia en la tierra.”

  Luego, en la página 583, se lee que la relación matrimonial de Horacio y Marissa “ya andaba por las dos décadas”; pero aún anda por los 18, pues en la página 328 se narra que un año después de su reencuentro en Nueva York, sucedido en “enero de 1995”, “Horacio Forquet se convertiría en el esposo de Marissa Martínez, [y] tres [años] más tarde en el padre de unas mellizas”: “Alba y Aurora”.

Brad Pitt y Edward Norton en la época de
El club de la pelea (1999)

       Ejemplo 4
. En la página 243, cuando Adela Fitzberg está, en abril de 2016, en el rancho equino (cercano a Tacoma) en busca de Loreta y de los oscuros secretos de su verdadera identidad, se lee que “tuvo entonces la certeza de que su madre de cincuenta y seis años debía ser la amante de aquel hombre [Rick Adams, con un ‘parecido al Brad Pitt de los tiempos de Fight Club’] quizás un par de años mayor que Marcos”. Es decir, esa afirmación implica que la veterinaria Elisa Correa nació en 1960 y por ende es contemporánea de la ingeniera Clara Chapel y tendría que cumplir el medio siglo en 2010 y no en 2009. No obstante, en la página 450 se lee que por insistencias de Margaret Miller, la sesentona dueña de la granja equina en las cercanías de Tacoma (e inminente pareja lésbica de la veterinaria cubana), “No podían dejar de celebrar los primeros cincuenta años de vida de Loreta, el 20 de abril de 2009.” Lo cual supone que Elisa no nació en 1960, sino en 1959, año que no podría haber olvidado Adela Fitzberg, puesto que, se lee en la página 450, “Dos semanas antes del aniversario” de su madre, ella la visitó, por su cumpleaños, cuatro días del “fin de semana largo de la Semana Santa”.

Vale añadir que el colofón de esa celebración el 20 de abril de 2009, cuando ya Adela regresó a Miami, fue el inicio del vínculo lésbico entre Margaret Miller y Loreta (la hembra dominante de la pareja), que por lo que se lee entre las páginas 456-457, con un deje de supremacía feminista, quizá androfóbico, el milenario y sabiondo Kama-sutra les queda chiquito:


          “Los encuentros sexuales de las dos mujeres maduras había tenido un primer momento de desenfreno casi juvenil, que con los meses se fue asentado hasta derivar en una placentera relación de pareja sostenida por la complementación y la desinhibición. ¿O tenía razón Miss Miller y se trataba de la existencia de lo que se llamaba amor? En la intimidad, desnudas sobre el elegante lecho inglés king size del aposento de Miss Miller, las dos mujeres se sintieron plenas y activas, compartieron cigarros de marihuana (a sus cincuenta años, Loreta al fin atravesó una valla que, por miedos y malas experiencias, tanto había temido cruzar), se excitaron con películas porno, experimentaron con penes de goma en consistente erección, se lubricaron con mantequilla, aceite de oliva griego, escupitajos y hasta se untaron mermeladas que se lamían. Ambas se confesaron en algún momento que jamás habían tenido tan intensos orgasmos ni explorado estrategias tan radicales y reconocieron que los hombres de sus vidas quizás habían sido potentes, fuertes, resistentes, pero poco creativos, hombres al fin y al cabo.”


      Ejemplo 5
. Nadie, por default, acepta y pregona a los cuatro pestíferos vientos, con maracas, clave y bongó, y meneando las caderas, que tiene 26 años cuando aún no los cumple, ni mucho menos ritualmente celebra su aniversario, en el íntimo núcleo familiar (o del Clan), un día que no le corresponde en el calendario ni en las efemérides familiares. No obstante, esto sí ocurre con Adela Fitzberg desde el primer capítulo de la novela y empieza a sucederse cuando, por teléfono móvil, su madre, desde la granja equina cercana a Tacoma donde trabaja y vive desde hace una década, le recuerda, en la página 18, que el moribundo Ringo Star —el caballo Cleveland Bay con una estrella en la frente— tiene su misma edad: “Veintiséis...”. Y entre las páginas 19-20 se da a entender (y por ende se narra) que corre el mes de abril de 2016, pues Yohandra, su compañera de trabajo en la Universidad Internacional de la Florida (en cuyo local de las Special Collections la neoyorquina tiene “una plaza como especialista en bibliografía cubana”), “señalando la pantalla de su computadora, le comentó que parecía que de verdad el presidente Obama iría a Cuba, qué tipo más bárbaro... Adela salió al jardín arbolado que rodeaba el recinto de la biblioteca, donde la recibió el calor húmedo de Miami que ya imperaba a esas horas de la mañana de abril.”

Obama y su hija en un paladar habanero

       (Vale observar, entre paréntesis, que ese corcel Ringo Star tiene por ancestral ascendiente, de estirpe literaria, el hermoso caballo salvaje con una estrella blanca en la frente que Yakub el Doliente ve, en el minúsculo espejo de tinta, conjurado  
—por unos instantes en su ahuecada mano derecha— por el nigromante Abderráhmen El Masmundí, según se lee desde 1933 en el consabido cuento del transcriptor y calígrafo Jorge Luis Borges.)
      A esas alturas de ese tiempo narrativo (abril de 2016), Adela vive en un departamento que comparte en Hialeah con Marcos; y desde allí, al volante de su Toyota Prius híbrido, se traslada a su trabajo en Miami por la muy transitada autopista de diez carriles. Y según se lee en la página 21: “Pronto se cumplirían dieciocho meses desde el momento en que la joven había accedido a mudarse con Marcos [de Miami] a Hialeah, una decisión que provocó varias de las más ruidosas discusiones entre Adela y Loreta, cuando la madre se declaró total, absoluta, definitivamente imposibilitada de entender las opciones de su hija, hasta que al final de uno de esos debates admitió que Adela Fitzberg la desbordaba y lanzó su juramento de olvidarse de la vida privada de su hija.”

   Luego, en la página 30, se narra que Adela Fitzberg nació en abril de 1990, pues se lee: “Cada uno de sus diecisiete años, cumplidos en abril de 2007, Adela los había vivido en el apartamento de renta congelada de Hamilton Heights, en West Harlem [Nueva York], ocupado desde hacía casi veinte años por su padre, Bruno Fitzberg.” No obstante, en la página 282 arbitrariamente se cambia la fecha del nacimiento de Adela, pues casi como colofón de algunas de las mentiras que Loreta/Elisa le contó a Bruno Fitzberg sobre su origen cubano y sobre cierta “reencarnación” pictórica francesa (datada en 1881), narra la omnisciente, titiritera y ubicua voz narrativa con indicios de amnesia: “Unas semanas más tarde, en un juzgado de la ciudad [de Nueva York], Elisa Correa Miranda, alias Loreta Aguirre Bodes, alias Aline en otra existencia vivida en la belle époque, aceptó el anillo que la enlazaba con Bruno y pasó a llamarse Loreta Fitzberg, y su hija, reconocida ahora por el ahora esposo de la madre, fue legalmente rebautizada como Adela Fitzberg, hija de Bruno y Loreta, e inscrita como nacida el 27 de mayo de 1990.”

Ese día de abril de 2016 que Loreta le habló por teléfono sobre el inminente fallecimiento de Ringo (el hermoso caballo Cleveland Bay que ama con aprehensión como si fuera hijo de sus entrañas), Adela le recomendó que lo ayudara a morir: “Hazlo tú. Con Cariño.” Le dijo. Y Loreta lo sacrificó con mimos y una inyección. Así que cuando Adela llega al rancho equino en busca de su madre para exigirle perentorias explicaciones sobre su verdadero origen paterno y perentorias explicaciones sobre la verdadera identidad de su progenitora, apenas han transcurrido tres días del sacrificio del caballo y de la huida de Loreta (p. 237), tanto de la granja equina, como de Tacoma. (Incluso parece que huyó, al unísono, de la voluminosa y larga novela, pues el desocupado lector, quizá embebido y expectante, o aguantándose el sueño, el tedio o el hartazgo, no vuelve a saber nada de ella hasta que arriba a la página 609, que es el preludio del desenlace de la obra.) Así que en ese “escape” manejando por carretera como en una road movie hollywoodense (algo que también hizo cuando en 2006, para trasladarse a la granja equina cercana a Tacoma, abandonó la veterinaria donde laboraba y su departamento en Union City) en un momento Loreta/Elisa se detiene “en la desangelada Norman, Oklahoma City” (sic), y mientras está rellenado su pantagruélica panza de yogui “budista” con un “sirloin de dieciséis onzas, término medio, con papas fritas y ración doble de ensalada de verduras, y un zumo de naranja natural, sin hielo ni pajita absorbente”, mete las narices y husmea sibilina en los públicos perfiles de Facebook de su hija y de Marcos y demás chismográfica y exhibicionista fauna del Clan disperso. Y según se lee en la página 612: “Con la curiosidad ya desvelada, logró fijar algo del destino que en veintiséis años habían construido personas con quienes en su juventud había convivido en intensa intimidad y a cuya existencia había renunciado de forma radical.” El caso es que “En el muro de entrada [de Clara]. La recibió la foto del que había sido el bello Bernardo, demacrado y sonriente, con algunas pelusas enfermizas sobre el cráneo y un vaso sostenido en alto y mediado de lo que, tratándose de Bernardo, no podía ser otra cosa que ron. Entonces leyó que el día anterior, 25 de abril de 2016, a los cincuenta y siete años, había muerto de cáncer de pulmón. ‘Como lo pidió, en su casa de Fontanar, sin dolor [en realidad, en la intimidad de la recámara, sí fue con mucho dolor y sufrimiento], en paz con Dios, con los hombres y consigo mismo, más convencido que nunca de que somos polvo en el viento y que alguna vez, después de tantas derrotas, llegaremos a la victoria final’, según advertía Clara, que agradecía a los amigos el apoyo ofrecido a ella y a Bernardo durante todo el proceso de la enfermedad.”

Pero el caso es que, se lee en la página 637, “Adela no había vuelto a tener noticias de la mujer desde la mañana —que a la joven ya le parecía remota— en que su madre la había llamado para hablarle del necesario sacrificio de Ringo [el caballo su misma edad]. El mismo y preciso día que se había cerrado con la revelación de que Adela era y no era Adela Fitzberg y que Loreta era en realidad alguien llamado Elisa Correa. Habían transcurrido treinta y siete días, durante los cuales todas las mañanas, incluidas las que pasó en The Sea Breeze [el rancho equino cercano a Tacoma], armada con una fe que se le fue diluyendo, la joven había esperado la llegada de una señal que al menos mitigara sus ansiedades.” Así que ese domingo, en el departamento que comparte con Marcos en Hialeah, cuando ambos se alistan para ir a la playa, inesperadamente, y sin decir agua va, se apersona la señal “kármica”: nada menos que Elisa Correa Miranda, vivita y coleando, y con la aceitada viperina y malaleche de siempre:

“Anoche dormí en Naples. Estaba agotada... Vengo manejando desde Tacoma... He recorrido todo este cabrón país si saber bien para dónde iba... [Quizá en busca del Nirvana más allá de la Tierra de Nunca Jamás. ¡Acelera Louise!] Necesitaba estar sola [para rascarse el culocéntrico ombligo]. Pensar en lo mismo y no pensar en nada [o en la nadería de la nada]. Meditar mucho [¿En postura de yogui de tarjeta postal?], limpiarme por dentro... [¿Con los malabares, los ensalmos y el humo de algún babalao?, quizá tributario del dios Elegguá, el orisha africano que cuida de los veintiún caminos de la tierra pues tiene las llaves del destino.] Hasta que hace unos días estuve en una ciudad de Oklahoma que se llama Norman. Me pareció que era uno de los lugares más feos del mundo... Pero la verdad es que esta ciudad compite con Norman.

       “—¡Por Dios, Loreta! —exclamó Adela.

            “—Perdón, Cosi [cariñoso apocope del apelativo Cosipreciosa], perdón... ¡Pero es la verdad!

            “—Buena eres tú para hablar de verdades...

            “—En Norman me enteré de la muerte de Bernardo... y rectifiqué el rumbo. Ya era suficiente... No puedo más...”

           

Angelina Jolie

             Pero el caso es que Adela en un momento le pregunta a su madre:
            “—Antes de seguir, dime una cosa..., ¿quién es mi verdadero padre?

            “—Supongo que ya sabes que es Horacio.

            “—Y por qué no hablaste con él. El hijo... —Adela se detuvo al darse cuenta de que se refería a sí misma—. Horacio tenía derecho a saberlo, ¿no?

            “—Hace veintiséis años estuve a punto de decírselo... Por cierto, faltan doce días para tu cumpleaños, mi Cosi... Adela asintió, pero se mantuvo en silencio—.”

            Lo cual implica que esos llevados y traídos 26 años, cantados una y otra vez, Adela no los cumplía en el mes de abril, pese a que así lo dijo la omnisciente y ubicua voz narrativa al referir el 17 aniversario de Adela Fitzberg en 2007 (p. 30) —el año que, en contra de las expectativas de su lépera y vocinglera madre, ella decidió trasladarse de Nueva York a Miami para hacer “el bachelor en Humanidades en la Universidad Internacional de la Florida”—, sino en el mes de mayo, dado que fue inscrita “como nacida el 27 de mayo de 1990” (p. 282). ¡Vaya caos! ¡Un remolino! ¡Como polvo en el viento!

Colección Andanzas, Tusquets Editores
Octava reimpresión impresa en México: febrero de 2020

V de VII

Firmada En Mantilla, abril de 2018-abril de 2020 por Leonardo Padura, la novela Como polvo en el viento está dispuesta en diez partes con epígrafes, números y rótulos, las cuales comprenden una serie de capítulos sin números ni títulos. El Clan de amigos y parientes, cuyo origen y dispersión in progress se narra en la obra, debe su apelativo a la lectura —clandestina, embebida, especular y alucinante— que a principios de los 80 sus miembros hicieron de 1984, el distópico, pesadillesco, quimérico y antitotalitario libro de Georges Orwell publicado en inglés, en 1949, que ellos devoran y metabolizan en el clandestinaje casi como un delito del pensamiento (ideocrimen o crimental) que refleja y proyecta la opresión y el astroso statu quo de la Cuba sovietizada en la que entonces subsistían entre mil y una carencias económicas y limitaciones libertarias. “Elisa, que lo trajo al cónclave, había accedido al libro (forrado con la carátula de una revisa coreana) gracias a Irving, a quien se lo había prestado un amigo de Joel que lo había heredado de un amigo que unos meses antes había salido de Cuba gracias al éxodo masivo de El Mariel.” Mediática y variopinta emigración hacia los Yunaites sucedida en 1980, entre el 15 de abril y el 31 de octubre. “Aún conmocionada por la lectura, Elisa, con el apoyo entusiasta de Horacio, se encargó de inducir a Clara a su lectura”; y ella “recordaría las setenta y dos horas de 1981 que le concedieron para devorar el libro”, entonces “considerado subversivo por comisarios culturales soviéticos y cubanos”. (Lo cual recuerda que a Winston Smith le dieron 14 días para devorar y devolver el libro proscrito atribuido al legendario y mítico Goldstein, cuya lectura clandestina supuestamente te convierte ipso facto en miembro pleno de la clandestina y camuflada Hermandad perseguida por el Big Brother y la Policía del Pensamiento.) “Había sido como emprender un tránsito revulsivo por un túnel de angustia y al final del cual la esperaba Elisa, proyectándole en la cara y el alma una luz cegadora, aun cargada de advertencias: ¿Orwell era un fabulador desbocado o un escritor realista?”

          

Libros del Zorro Rojo
Primera edición impresa en Barcelona: octubre de 2021

       
Los miembros fundadores del Clan, ingenuo e inocuo en sus entrañas, son universitarios educados en la Cuba de la dictadura del “socialismo científico” de los años 60, 70 y 80. Incluida Elisa, quien pasó seis años de su infancia y adolescencia en Londres, dado que su padre fungía de agregado comercial (y espía encubierto) en la embajada cubana. Y, al parecer, todos fueron creyentes ideológicos de la Revolución de los barbudos que el 1 de enero de 1959 encabezó Fidel Castro, el Big Brother de Cuba, el eterno líder y guardián de la Revolución desde los primerísimos días, siempre ataviado con su uniforme militar verde olivo, cuyos ojos te vigilan y te siguen, con el culo al aire, estés donde estés en la isla (o fuera de ella), incluido el hoyo negro del obstruido retrete de cada hacinado solar. El físico Horacio y el neurocirujano Darío, los más aventajados intelectualmente, fueron miembros de la Juventud y del Partido. Y se infiere que también lo fueron Fabio y Liuba, la pareja de arquitectos: “confiables, optimistas y militantes”, quienes enviados a un congreso a la Argentina, decidieron desertar allí y exiliarse en Buenos Aires en diciembre de 1992, donde fatalmente se mataron en un accidente ocurrido en mayo de 1995. Walter, becado en Moscú, estudió “Muralismo y Escultura Moderna en la Academia V.I. Súrikov”. Y en los días del 30 aniversario de Clara y de su presunto suicidio, se decía acosado y vigilado y quería huir de Cuba ipso facto (necesitaba dólares y el subrepticio contacto con un diplomático checo), pero no por motivos ideológicos, subversivos, políticos o económicos, sino por la oscura turbiedad en la que se movía al margen del Clan. Al parecer fumaba mota y esnifaba cocaína, y andaba metido en el tráfico de drogas y en la falsificación de obras plásticas para el mercado negro; y, por si fuera poco, al parecer era informante de la Seguridad del Estado o de la policía, pese a que él señalaba a Guesty, la novia de Horacio, como la supuesta espía infiltrada en el Clan (o sea: era la presunta chivata o agente de la Policía del Pensamiento, en términos orwellianos).

           

Ilustración de Scafati (detalle)

           Y es precisamente esa zona oscura y turbia de Walter la que se conecta con Roberto Correa, el padre de Elisa —excelente cantor del son montuno en cuestión de espionaje, delación, asociación delictuosa, mercado negro, contrabando y mil corruptelas, que si bien perdió su privilegiada labor supuestamente diplomática (al parecer era el espía de los espías) y lo confinaron en su casa habanera sin tocarle un pelo (y quizá ni la cartera ni los dólares escondidos en algún paraíso fiscal), no lo encarcelaron ni lo enjuiciaron ni lo fusilaron por traición a la patria, como sí ocurrió con militares y policías condenados, en 1989, en un proceso en el que estuvo involucrado hasta las heces; sin embargo, terminó suicidándose y, según se chismeaba en el Clan, volvió loca del coco a su mujer—. Pero también se conecta con la huida camuflada y el cambio de personalidad de Lucía. De esos oscuros y apestosos entretelones más o menos Bernardo le charla a Horacio, de un modo confidencial y exclusivo, en la etapa terminal de su vida. Y en la Noche Vieja de 1995 algo de eso les parlotea con desparpajo a Clara, a Joel e Irving: “ella me manipulaba”, dijo; “Hubo cosas que nunca supe y otras que sí sé pero de las que nunca voy a hablar, ni aunque me pongan en la hoguera”. Y también lo hace la propia Elisa con Adela, cuando inesperadamente se presenta en el departamento que su hija comparte con Marcos en Hialeah. Pero, dada el consabido hecho de que Elisa Correa miente como respira, transpira, traga, coge y defeca, sería ingenuo suponer que le contó la verdad y toda la recontra verdad como si en sánscrito le recitara un mantra con resignación budista. Pues, según le revela, Bernardo y ella presenciaron el preciso instante en que Walter se arrojó desde lo alto del rascacielos de 18 pisos; incluso, extraña, estúpida y reveladoramente, después de 26 años lleva con ella el llavero del pintor; o sea: las llaves del destino de Walter, entre las que tintinea y refulge la llave de la entrada del rascacielos y más aún: la llave del vuelo de Ícaro o sea: la llave del candado de la azotea. Sin embargo, o por eso, se transluce o subyace la sospecha (o la confesión) de que alguno de los dos, o ambos, o quizá solo ella lo haya empujado, puesto que había una virulenta discusión y acoso en el que Walter, supuestamente, pretendía chantajear a Elisa: dizque que le exigía los dos mil dólares que le faltaban para completar los cinco mil que le pedían por sacarlo de la isla. Y Bernardo, para defenderla y protegerla, se presentó en la azotea con una barra de hierro.  

     Por su parte, Marcos el Lince huyó de Cuba antes de caer en la cárcel, dada la pestilente red de corrupción sistémica y burocrática en la que estaba metido hasta el cogote. Y Ramsés, con la cabeza fría y mirando hacia su futuro personal, decidió irse de la isla el “18 de abril de 2004” y dejar truncos sus estudios de ingeniería para continuarlos en Europa y no verse semejante a su madre:

            “Mami, si termino la carrera, tengo que esperar por lo menos dos o tres años para que me dejen salir del país. Si no me gradúo, puedo irme cuando quiera. Este es el momento. Tengo que hacerlo.”

“[...] Pero sobre todo me voy porque aquí, cuando me gradúe, me van a dar un título de ingeniero, uno más o menos igual que el tuyo, de la misma universidad donde tú te graduaste y... porque no quiero que a los cuarenta y pico de años mi vida se parezca a la tuya, mami.

“—¿Pero qué?...

“—Perdóname si lo que te dije te ofende. Perdóname. Porque tú has sido la mejor madre que cualquier pudiera tener, la persona que siempre piensa en los demás antes que en ella, la que le puede dar a los otros hasta lo que no tiene..., porque eres la mejor persona que conozco. Pero tu vida se ha hecho mierda...

“—¡Qué tú estás diciendo! —gritó Clara, al fin desatada su anonadada capacidad de reacción—. ¿Con qué derecho?

“—Claro que no tengo derecho a juzgar tu vida. Pero tú tampoco tienes derecho a decidir la mía. La cosa es simple... ¿Qué nos hubiera pasado a todos nosotros si el cabrón de mi papá no nos hubiera mandado lo que tú misma llamabas ‘los salvavidas’? [De hecho, Darío es el ricachón del Clan y el más proveedor.] ¿Y si Horacio y hasta el pobre de Irving no se hubieran acordado a cada rato de nosotros? —Clara sintió que su hijo la lapidaba, con verdades incontestables más que con piedras pesadas—.”

            Y si bien el “cibernético” Bernardo logra salir del alcoholismo gracias a la terapia en una clínica y al apoyo doméstico y afectivo de Clara, pese a que es considerado “el mejor del Clan”, en realidad es un maleta y un perdedor por los cuatro cachetes. Y cuando se muere de cáncer, Clara se queda sola en la casa de Fontanar, su laberinto, su inextricable caracol imantado por la mítica piedra.

 VI de VII

Irving, de diseñador gráfico a tejedor de macramés en La Habana, pudo fugarse de la mediocridad de Cuba, a los 36 años, y viajar a España en 1996, gracias al apoyo del Clan (y en 1999 lo alcanzó Joel, con quien vive en un departamentico en el madrileño barrio de Chueca); es decir, gracias a una visa conseguida a través de una falsa invitación orquestada por Darío, y hasta el adolescente Ramsés puso sus ahorros (de la venta de sus conejos y de otros enseres de su ingeniosa subsistencia) para completar el costo del pasaje de avión a Madrid.

En los fragmentarios vaivenes del desarrollo de la trama, además de la mentira de que Elisa no le mentiría a él, destacan tres infundios que translucen su personalidad chismosa, entrometida, deslenguada, venenosa, desleal, traicionera y paranoide. Uno es afirmar que Walter se acostó con Elisa, pues no le consta y no es cierto, dada la antipatía y el pique (incluso con magullones en la piel de Elisa) que media entre la veterinaria y el pintor. Otro es cantar, por aquí y por allá, que Guesty es la espía infiltrada en el Clan, inducido por el hecho de que Walter sembró esa perniciosa calumnia y porque él mismo la vio en la cárcel, o le pareció verla —no está seguro—, mientras, con angustia y fóbico hasta el esfínter y las heces, estuvo preso 6 días y 5 noches, investigado, presionado e interrogado por el presunto suicidio de Walter. Lo que sucedió —y se narra en la obra—, fue que a María Georgina, alias Guesty —una joven diez años menor del promedio treintañero de los demás—, la detuvieron un día para interrogarla en torno al suicido de Walter (entonces los polis le echaron en cara el supuesto de que ella se decía policía, esto porque alguien del Clan lo chivateó: ¿Irving?, ¿la cotorra arrabalera del solar?) y ese fugaz careo en la prisión, si fue real, se infiere que no fue fortuito: sería una rudimentaria estrategia para que, aún más aterrorizado, paranoico y fantasmagórico vomitara toda la sopa y aún más. Pero en esa pesquisa policial el hermano de Guesty fue detenido y encarcelado (¡dos años!) por la posesión de uno o dos pitillos de mota. Esto se narra en las tensas discusiones que ella confrontó: una fue con Horacio, cuando él la buscó a la salida de su trabajo (de auxiliar de economía) para tratar de hablar con ella y saber si era espía o no. Guesty, obviamente, se indignó y lo mandó a la cloaca junto a todo el chismoso grupúsculo del Clan. Y la otra fue con Darío, durante su citado paseo turístico en Florencia del año 2000, donde coincidieron por la música del azar (cada uno iba con su pareja). Pero en esa discusión lo que descuella es la irracionalidad machista y vocinglera del doctor Darío Martínez, pues además de que se empeña y le restriega en la cara que sí era la espía, otra cosa hubiera sido si el bato le propina a otro bato —tan machote, majadero y nada perspicaz como él—, los hirientes insultos con los que a gritos golpea y arrastra de los pelos a la pobre Guesty. Pero lo paradójico y sorprendente es que Horacio la buscara para tratar de despejar el supuesto de que era una espía encubierta, pues con antelación a esa búsqueda, él mismo infiere lo inofensivo e intrascendente de “la hermandad” del Clan, Guesty incluida:  

 

Ilustración de Scafati (detalle)

            “El grupo, por lo demás, resultaba bastante inocente en sus apreciaciones de la realidad político-social y, quizás con la excepción de los desmanes de Walter, algún desahogo alcohólico de Bernardo, un chiste de Irving o una salida cáustica de Elisa, poco se podía decir de ellos que todo el mundo no conociera por ser parte de su vida y proyección pública. La falta de ‘densidad’ de las posibles inconformidades políticas del Clan hacía dudar a Horacio de la filiación policial achacada a Guesty, pues, ¿para qué vigilar a unos tipos tan poco interesantes que, en realidad, ni siquiera se merecían tal empeño y de cuyas vidas cualquiera que lo deseara podía saber todo lo que habría que saber? ¿El Ejército de Espionaje al Ciudadano (Orwell lo habría llamado así, pensaba) tenía tantos efectivos disponibles como para dedicarles a ellos un miembro profesional, asalariado y a tiempo completo?”

    Y el tercer infundio de Irving radiografía su peor calaña de cotorra arrabalera. Vale observar, primero, que en la página 316 narra la omnisciente voz narrativa: “A fines de 1992 los escapados habían sido los confiables, optimistas y militantes Fabio y Liuba. Enviados como delegación oficial a un congreso de arquitectos en Buenos Aires, no participaron ni en una sesión del evento: con la ayuda de un primo de Liuba radicado en Argentina se esfumaron, dejando atrás a su hija Fabiola [futura esposa de Ramsés en Toulouse y futura madre del nieto galo de Clara y Darío; lo luminoso siempre genera luminosidad, rebuznaría la Buda ‘iluminada’ de Tacoma], con la promesa incierta de sacarla del país en cuanto les fuera posible, pues bien sabían que uno de los castigos a los desertores radicaba en la retención por años de sus familiares.” En este sentido, en la carta que Fabio le envía a Clara, datada en “Buenos Aires 22 de diciembre de 1994”, él, Watson, después de exactamente dos largos y morosos años de haberse fugado de Cuba junto con su esposa Liuba (más aún por la nostalgia que los abruma y cala, y por la marginalidad de extranjeros y seres invisibles y no-personas con la que subsisten, con bajos ingresos, ante las difíciles perspectivas de regularizar su extranjería y el uso legal y bien remunerado de sus títulos profesionales de factura cubana), no podría escribirle: “Desde que llegamos, ya hace catorce meses” (p. 366), puesto que llegaron ¡hace veinticuatro!

Esa carta de Fabio, a petición de Clara, es leída en voz alta por Irving, ante ella y Joel. Están en la casa de Fontanar; es el 21 de enero de 1995 (ese día Marcos, de 11 años, pegó el indeleble batazo de su fugaz vida de pelotero aficionado) y celebraron los 35 años de la anfitriona con la matanza y tragazón de uno de los conejos de Ramsés (hasta Dánger mordisqueó y lamió los huesos). Pero el meollo es que Irving, con mucha malaleche y sarcasmos, va cuestionado, ironizando y poniendo en tela de juicio las líneas medulares de lo que Fabio le reporta y comparte a Clara, cuyo punto neurálgico es cuando le revela las ocultas e íntimas razones que los orillaron a desertar y exiliarse en Buenos Aires, luego de distanciarse del Clan: “Porque sin nos alejamos de ustedes, y casi no volvimos a verte después de lo que pasó con Walter y luego con Elisa, fue porque un día, como al mes de desaparecer Elisa, el viceministro que tenía que ver con el trabajo de nosotros citó a Liuba en su oficina, y cuando ella llegó había otra persona, que no dijo quién era pero Liuba supo enseguida quién era, o más bien lo que era, que le preguntó cosas sobre Walter, sobre Elisa, sobre Darío y su relación con un diplomático checo [previo al pleito con el chismoso Irving y a su presunto suicido, Walter quería, en la búsqueda de su inmediata fuga clandestina, que Darío lo pusiera en contacto con ese diplomático checo], y sobre Horacio..., sobre ti también, Clara. Le preguntó mil cosas. Dice ella que el tipo lo sabía todo de todos, y cuando se iba a ir le dijo a Liuba que ella y yo debíamos tener cuidado con las amistades que frecuentábamos, que la situación del país era muy difícil y [...] no se podía admitir ningún tipo de blandenguerías.”

En resumidas cuentas, esa advertencia o amenaza se aúna a lo que a Fabio le formuló en corto el pintor y fotógrafo: “porque como dos o tres meses antes de que pasara lo de Walter, él me había dicho que una persona que él conocía (no me dijo quién, y creo que yo no quise ni saberlo, incluso en ese momento tampoco quise creerle a Walter), pues esa persona [quizá el gansterzuelo Roberto Correa, con quien tenía tratos delincuenciales] le había dicho que se anduviera al hilo porque ‘están puestos para ti, te están cazando’.” Y por el miedo a toda esa amenazante y pestilente viscosidad, Fabio y Liuba decidieron alejarse del Clan. Y sin decirles nada (obviamente por ser los del Clan unos reverendos chismosos) planearon exiliarse en la Argentina. Así que Irving —quien parece que da por santurrona e inquebrantable verdad que él es la única cajeta íntegra y químicamente puritanoide del Clan—, estalla vocinglero, quizá envidioso y resentido en el trasfondo, dando por hecho que los chivatos eran Fabio y Liuba:

      “—¡Pero qué singao hijoeputa es este tipo!... ¿Saben qué? Que todo es mentira. Inventó todo eso...

            “—¿Por qué iba a inventar eso, Irving? ¿Inventar que alguien nos chivateaba? Guesty, Walter, qué sé yo... No, Fabio no tenía que escribirme esa carta ni inventar nada...

            “—Sí tenía, Clara, sí tenía. Porque es mejor tener un culpable que ser el culpable. [Quizá lo dice por él.] Porque de todos nosotros ellos eran los que más miedo tenían porque podían perder las cuatro mierdas que les habían dado [hasta entonces el borrachín de Bernardo ha vivido, solitario desde la desaparición de Elisa, en una mansión de lujo en Altahabana, otrora asignada a sus encumbrados padres, ya fugados, tras el triunfo revolucionario; y Fabio y Liuba, al quedarse en Buenos Aires, renunciaron a sus prebendas burocráticas, incluido el asignado coche soviético que le envidiaba el neurocirujano Darío Martínez; además de que en Buenos Aires subsisten en un cuarto trasero brindado por la hospitalidad de Oscar, el primo hermano de Liuba, leyó Irving, pero hace como que no leyó: ‘Vivimos en lo que fue su estudio de trabajo, un cuartón en el patio de su casa, con baño independiente, calefacción y todo, pero, a pesar de las amabilidades de Oscar y su mujer Camila, con la sensación de que somos unos huéspedes de paso’], miedo a dejar de ser unos personajitos que se creían importantes. [Aquí el personajito Irving hace caso omiso de lo que Fabio, militante ideológico hasta su deserción, aludió líneas antes: la pérdida de las cosas en que creí, pienso que creí sinceramente, y en las que ya no creo.] Y cuando vieron que esas cuatro mierdas se les acababan y no había más, y que el carro ruso ese que les asignaron era un pedazo de lata que devoraba gasolina y siempre estaba roto y que de personajes no tenían de ni carajo..., pues se fueron. Así de fácil es la cuestión, Clara, así de cínicos son estos dos, como otra pila igualitos que ellos que se pasaban la vida cantando La Internacional y, cuando les apretó el zapato, volaron... ¡Coño, yo siempre lo supe, siempre lo supe! ¡Y ahora creo que ellos eran los que nos chivateaban! Y ahora dicen que se fueron porque un seguroso les metió miedo... No me jodan...” 

VII de VII

Con pasaporte español, en 2010, tras catorce años de exilio en Madrid, Irving Castillo Cuesta, de 50 años, pudo regresar a Cuba, por unos días, para visitar a su madre enferma. En este sentido, vale concluir la nota transcribiendo unos pasajes del capítulo donde Irving regresa al entorno de “los altos edificios de El Vedado, el barrio donde había nacido y vivido hasta que partió al exilio”. Unos fragmentos que trazan el miserable y degradante modus vivendi de su madre y hermana, cuyos sórdidos detalles visuales e intrínsecos evocan algunos de los videos que youtubers cubanos suben a la web, quienes sin ser documentalistas de profesión, reportan, denuncian y detallan la miseria y el abandono en que subsisten y sobreviven no pocos cubanos asentados en La Habana y en otras ciudades y pueblos de la Cuba supuestamente “socialista” del día de hoy:

           “El reencuentro con su madre había sido demoledor. Aunque la anciana solo se quejaba de achaques normales, como si estuviera más allá de dolores y penas, de alivios y esperanzas, el ser estrujado cuyas mejillas besó y mojó con sus lágrimas le pareció la imagen de un cadáver todavía caliente (apenas caliente). Todo en ella se había reducido, consumido, como si se hubiera gastado, y el hombre lloró, empujado por la culpa de no haber compartido con ella los que iban a ser, eran, los últimos años, quizá sus semanas finales.

          

Ama de casa (La Habana, 1952)
Foto: Constantino Arias

           “La impresión más devastadora, sin embargo, se la entregó su única hermana, cuatro años mayor que él, que podía pasar por la hermana gemela de su madre. Prematuramente envejecida, el pelo blanco y escaso, la boca desdentada y medio contraída por el ictus sufrido dos años antes, ahora sólo parecía en condiciones de proferir lamentos y quejas, reclamos y maldiciones, acusaciones y carencias, amontonadas en unas frases pastosas, envueltas en lluvias de saliva y vapores de mal aliento, imprecaciones repetidas una y otra vez, como si la moviera una noria verbal desequilibrada. Doscientos veinte pesos, doscientos veinte pesos, era lo que más remachaba, refiriéndose al monto de su jubilación, equivalente a diez dólares al mes... ¿Pasaban hambre su madre y su hermana?

            “La misma noche de su llegada Irving tuvo la punzante impresión de que estaba viendo por última vez a dos seres apenas reconocibles, que solo habían aguantado la respiración hasta allí, hasta esa sumergida, braceando durante años de ausencia gracias a las ayudas que él sacaba de sus magros bolsillos. Unos dineros insuficientes que, no obstante, les habían garantizado a las mujeres la supervivencia justa a la cual habían llegado casi a rastras, confinadas en un apartamento que alguna vez tuvo un toque de gracia, un aire de hogar, y ahora parecía un depósito de detritus: desbordado de frascos vacíos de medicinas, aparatos inservibles, muebles destripados, libros empolvados, paredes sin memoria de la última ocasión en que recibieron una mano de pintura, oleadas de fetideces interiores y exteriores. La que había sido su casa se le presentaba ahora como la antesala de todas las muertes, el panteón de sus recuerdos [...]

           

Hospital de emergencia (La Habana, 1948)
Foto: Constantino Arias

          “Lo peor fue que él, cargado con la experiencia de haber dormido en literas de campamentos agrícolas durante muchas temporadas de su vida, con bastidores de sacos de yute, sobre colchonetas llenas de pústulas, ahora descubrió que no podía evitar sentir asco al echarse sobre la sábana agrisada de la cama que le habían preparado con lo mejorcito que tenían, según le informó la boca desdentada de su hermana, ingeniera nuclear graduada en Moscú y jubilada antes de tiempo por sus padecimientos físicos (polineuritis generalizada, parálisis facial) y su deterioro mental (ansiedades y depresiones alternas). Doscientos veinte pesos, doscientos veinte pesos... Y lloró casi toda la madrugada, agobiado por sus mezquinas pulcritudes, por el peso de una impotencia sideral que lo hacía sentirse egoísta y descastado, un tipo de dolor repugnante que inauguraba con un tétrico panorama filial la noche de su regreso a la patria, hasta que el agotamiento físico y mental lo venció. En cuanto amaneció y abrió los ojos (doscientos veinte pesos, doscientos veinte pesos...), huyó de su casa en un intento de escapar de sí mismo para perderse en la ciudad, propia y ajena al mismo tiempo, el territorio de sus mejores y peores recuerdos. La tierra agreste de su otra vida, ya sin remedio muerta y enterrada, como otras vidas, literalmente muertas y enterradas.

            “Frente a un hotel que no existía cuando él salió de Cuba abordó un taxi.

            “—A Fontanar, por favor. ¿Cuánto cuesta?

            “—Usté es cubano, ¿verdá?

            “—Sí...

            “—A ver, por ser a usté... Diez fulas... O doscientos veinte pesos...”

             


Leonardo Padura, Como polvo en el viento. Colección Andanzas s/n, Tusquets Editores. 8ª reimpresión. México, febrero de 2022. 672 pp.

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Guantanamera, como polvo en el viento.

jueves, 16 de noviembre de 2023

Los mares del Sur

La angustia en un puñado de ceniza

 

I de VI

Publicada en Barcelona, en noviembre de 1979, por Editorial Planeta, con un tiraje de 153 mil ejemplares, Los mares del Sur, novela negra del polígrafo español Manuel Vázquez Montalbán (nacido en la Ciudad Condal el 14 de junio de 1939 y fallecido en Bangkok el 18 de octubre de 2003), “obtuvo el Premio Planeta 1979, concedido por el siguiente jurado: Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol y José María Valverde.” Quien, curiosamente, en Poesías reunidas 1909-1962, volumen de T.S. Eliot publicado en Madrid, en 1978, por Alianza Editorial, tradujo (y anotó) “La Tierra Baldía” (The Waste Land, 1922), de cuyo primer poema el asesinado Carlos Stuart Pedrell había extirpado y transcrito un verso en inglés: I read, much of the night, and go south in the winter. Que Pepe Carvalho, el detective que investiga el trasfondo de su desaparición y muerte, traduce “mentalmente: Leo hasta entrada la noche/ y en invierno viajo hacia el sur”. Mientras que Valverde lo hizo así: “Yo leo, buena parte de la noche, y en invierno me voy al sur.” En este sentido, no asombra que el verso traducido por Valverde del Premio Nobel de Literatura 1948: “te enseñaré el miedo en un puñado de polvo” (I will show you fear in a handful of dust), Sergio Beser —el políglota ratón de biblioteca que consulta Carvalho— lo traduzca así, diciéndole: “Es el verso que más me gusta de todo el poema: Te enseñaré la angustia en un puñado de ceniza.”     

          

Alianza Tres núm. 40, Alianza Editorial
Tercera edición, Madrid, 1981

         
La novela Los mares del Sur —la cuarta de la Serie Carvalho— comprende 43 breves capítulos sin números ni rótulos, signados por un epígrafe del poeta italiano Salvatore Quasimodo, Premio Nobel de Literatura 1959: pi
ù nessuno mi porterà nel sud (ya nadie me llevará al sur). En este sentido, vale observar que al cadáver del cincuentón y riquísimo empresario barcelonés Carlos Stuart Pedrell, presuntamente asesinado a cuchilladas y aparecido, en enero de 1979, “en un descampado de la Trinidad”, “Le habían vaciado los bolsillos” y sólo le dejaron un papel, según se entera el detective (y el desocupado lector) en la primera entrevista que, un día de marzo, tiene con el abogado Jaime Viladecans Riutorts (“voz de lord inglés con acento de pijo de la Diagonal”) y Mima, la viuda (“una mujer de cuarenta y cinco años que hizo daño en el pecho a Carvalho”): “La viuda había sacado del bolso una arrugada hoja de agenda erosionada por mil manos. Alguien había escrito sobre ella con un rotulador: più nessuno mi porterà nel sud.” Cuyo sentido y ubicación bibliográfica en un viejo poemario de posguerra de Salvatore Quasimodo: La vita non é sogno (La vida no es sueño, 1949), le es vertida a Pepe Carvalho por el parlanchín, erudito e histriónico Sergio Beser, cuyo piso en San Cugat es una enorme, nutrida y alta biblioteca (“Parecía un Mefistófeles pelirrojo con acento valenciano”), quien hace un gastronómico, teatral y etílico dúo dinámico con un tal Enric Fuster, su compinche y paisano del Maestrazgo.

Salvatore Quasimodo 
(1901-1968)
Premio Nobel de Literatura 1959



 II de VI

La trama detectivesca de Los mares del Sur —ganadora en París del Prix International de Littérature Policière 1981— gira en torno al hallazgo del acuchillado cadáver del empresario Carlos Stuart Pedrell tras un año de su misteriosa y paradójica desaparición (pues nunca salió de España ni de Barcelona), tanto del ámbito familiar (dejó esposa y cinco pirrurris: un joven en Bali aún dependiente, dos chavales que hacen trial de montaña, un pequeño a punto de ser expulsado de un colegio jesuita, y una erógena adolescente en crisis existencial y ebullición erótica), como del alto pedorraje donde se movía con su estigma de donjuán irredento, pues según el testimonio de Francesc Artimbau, su pintor de cámara, los Stuart Pedrell “Podían cenar ahí donde estás tú [aplatanado y bebiendo en el estudio del artista], conmigo y con mi mujer algo que yo había guisado, o recibir en su casa a invitados como [Gregorio] López Bravo o [Laureano] López Rodó [distinguidos trepadores franquistas], o cualquier ministro del Opus, ¿entiendes? Eso da mucho poso. Esquiaban con el rey [Juan Carlos] y fumaban porros con poetas de izquierda en Lliteras.” (De ahí que entre los recortes de periódicos que Pepe Carvalho observa entre los libreros del despacho preferido del occiso se lean, pegadas con chinchetas, casi de cachetito: “las declaraciones de [Santiago] Carrillo sobre el abandono del leninismo por el PC español” y “la noticia de la boda de la duquesa de Alba con Jesús Aguirre, director general de Música”, sonoro y rimbombante bodorrio de nota rosa y de la chismografía del corazón, sucedido el 16 de marzo de 1978.) Urdimbre narrativa no exenta de peliculescos episodios de violencia: el preliminar robo de un auto de alta gama (no falta allí la chica noctámbula que se sopla “el flequillo a lo Oliva Newton-John”) y la trepidante persecución policíaca; la pela callejera que confronta Pepe Carvalho con tres mozalbetes cuchilleros de la barriada de San Magín; y el subrepticio y cruel degollamiento de Bleda, su perra, en su casa particular en Vallvidrera, donde el investigador privado, proclive a los excesos de la buena mesa, del buen tabaco y del buen alcohol, se dedica a condenar y a extinguir, en el fuego de la chimenea, los libros de su biblioteca.

           

Premio Planeta 1979

Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta
Primera edición, Madrid, noviembre de 1979

           
No obstante, inextricable a lo ameno, a los matices del léxico y de cierta oralidad, a la erudición no sólo literaria, pictórica, melómana, etílica y gastronómica, al registro social, idiosincrásico y político de las postrimerías del franquismo, de la reciente transición (aún consolidándose entre soterradas nostalgias dictatoriales después de “las elecciones de junio de 1977”) y del afán democrático de la época (marcado por los asesinatos de la ETA y de los GRAPO), se advierte sobremanera que el nom plus ultra que trasmina cada página es una pulsión lúdica y libertaria, de popular y docto contador de cuentos en la plaza pública, lo cual se transluce en el gozoso divertimento que marca la tónica y el modo de narrar, que comprende no sólo la conducta sexual y desinhibida de Pepe Carvalho, y, desde luego, la manera desembarazada, un tanto informal e hilarante en que investiga, observa, conjetura e interactúa con los otros, en particular con Biscuter, su escuálido y conmovedor cocinero y asistente que subsiste en la estrechez de su despacho; con su recién adquirida perra; con Charo, la puta del Barrio Chino con la que sostiene un eventual vínculo erótico y afectivo que ya lleva ocho años; e incluso con Yes, la adolescente rubia de ojos grises, hija de los Stuart Pedrell, consumidora de mota y cocaína, que prácticamente se arroja sobre el detective para que la desnude y con quien sostiene un breve y entreverado desliz lascivo, que le hace recordar un episodio de su otrora espionaje para la CIA en los Yunaites: “Una vez en su vida se había acostado con una muchacha así, en San Francisco, veinte años atrás. Era una puericultora a la que él estaba vigilando en relación con la infiltración de agentes soviéticos entre los primeros movimientos contraculturales norteamericanos.”  

           

Manuel Vázquez Montalbán

            Paralelo a la investigación del caso Stuart Pedrell, el detective privado, por solicitud de un panadero, compungido y llorón que acude a su despacho en el ámbito de las Ramblas, localiza, en un tris, a su mujer, huida con un vasco a la Pensión Piluca; y de un modo locuaz y bufo, en el mugriento baretucho Jou-Jou (“Vengo de parte de la ETA”, le canta), incide en el alejamiento del hercúleo amante (quien para salvar el pellejo huye timorato y castañeteando la quijada) y en el regreso de ella al hogar, dulce hogar, donde la esperan sus dos niñas abandonadas, el lacrimoso cornudo, y las actividades domésticas de la panadería.  

 III de VI

Por influjo del abogado Viladecans y de los intereses empresariales de la familia y de sus poderosos socios (el estrambótico, homosexual y setentón marqués de Munt y el cincuentón Isidro Planas Ruberola, candidato y luego vicepresidente de la Patronal, la CEOE), la policía hizo mutis ante el acuchillado cadáver de Carlos Stuart Pedrell y por ello no dio con el presunto asesino o asesinos. Según el testimonio de un policía que dizque indagó el caso (contactado por Viladecans para que en privado hable con Carvalho): “La familia ha hecho lo imposible para que no siga. Dejó un tiempo prudencial y luego se movió para detener las cosas. El prestigio familiar y todo ese rollo.” Pero tres meses después del hallazgo del cadáver en un descampado de la Trinidad, Mima, su viuda, quien es la que paga al detective privado, quiere saber, le dice: “Qué hizo mi marido durante un año, durante ese año en que le creíamos en los mares del Sur y estaba quién sabe dónde y quién sabe qué burradas hacía.” Y sobre el presunto asesino, el abogado Viladecans le indica: “Bueno. Si sale el asesino, pues venga el asesino. Pero lo que nos interesa es saber qué hizo durante ese año. Comprenda que hay muchos intereses en juego.”

           


Autorretrato (1893)
Paul Gauguin

           
Gauguin en 1891

             Vale resumir que lo primero que Pepe Carvalho escucha sobre Carlos Stuart Pedrell es su obsesión por la vida y obra de Gauguin y su mítico y legendario viaje a los mares del Sur. “Él quería ser Gauguin”, le dice Mima. “Dejarlo todo y marcharse a los mares del Sur. Es decir, dejarme a mí, a sus hijos, sus negocios, su mundo social, lo que se dice todo.” Así que a través de diversos testimonios el detective constata esa obsesión; incluso al inspeccionar su despacho preferido: el “santuario” donde se recluía “A escuchar música. A leer. A recibir amigos intelectuales y artistas.” Donde observa, “pinchadas sobre las tablas [de los libreros], tarjetas postales con reproducciones de Gauguin. Y en la pared, alternados los cuadros de firma, mapas oceánicos, un inmenso Pacífico lleno de banderillas de alfiler, jalonando una ruta soñada.” Y en su abigarrado y singular escritorio de supuesto dibujante y calígrafo, además de que localiza algunos reveladores apuntes poéticos sobre esa obsesión, halla entre los “recortes de artículos”, “un poema recortado de una revista poética: Gauguin. [Que] Cuenta mediante verso libre la trayectoria de Gauguin desde que abandona su vida de burgués empleado de banca hasta que muere en las Marquesas rodeado del mundo sensorial que reprodujo en sus cuadros”. De ahí que pretendiera que el pintor Francesc Artimbau realizara un mural en su finca de Lliteras, donde “quería que le pintara algo muy primitivo, con el falso candor de Gauguin cuando pintaba a los canacos, pero trasladado a todo lo aborigen del Empordà, donde está Lliteras.” Y que en su recámara de “solitario” (desde “Hace tres años”), en la regia mansión familiar de fines del siglo XIX (heredada de una tía, incluido el elegante, flemático y culto mayordomo, conservador del inmueble que semeja un lujosísimo museo que resguarda valioso mobiliario y costosísima decoración y una repleta biblioteca de libros antiguos), exhibiera, sólo para él y su ombligo, “una excelente reproducción pintada de ¿Qué somos? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos?”, óleo sobre lienzo de Gauguin: D’où venos-nous? Que sommes-nous? Où allons-nous? (1897). Lo cual explica que la portada del libro editado por Planeta reproduzca un detalle de ese cuadro, datado así en la página legal: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?, de Paul Gauguin, Museo de Bellas Artes, Boston (foto Oronoz)”.

     


¿Qué somos? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos?
 (1897)
Paul Gauguin

            Pero además de la idílica ruta soñada y marcada con banderas en el mapa del océano Pacífico: “Abu Dhabi, Ceilán, Bangkok, Sumatra, Java, Bali, las Marquesas...”, la secretaria de ese despacho preferido, con su disfraz “de ex alumna de monjas”, le informa que su patrón tenía planeado “Un viaje a Tahití.” “A través de Aerojet. Una agencia.” Y que incluso había “solicitado cheques de viaje por una cantidad muy importante”, que “cubría los gastos de un año o más fuera del país”.

IV de VI

Pepe Carvalho descubre, en su indagatoria de sabueso rastreador y callejero, que el empresario Carlos Stuart Pedrell —miembro de la “Sociedad Anónima Tablex, dedicada a la producción de contraplacado, Industrial Lechera Argumosa, Construcciones Ibéricas S.A., consejero del Banco Atlántico, vocal de la cámara de Comercio e Industria, consejero de Construcciones y Desguaces Privasa...” y de “Quince sociedades más”—, al que se le “atribuían un buen puñado de especulaciones, pero sobre todo la de San Magín, barrio de”, llevó, oculta, una marginal vida de topo gris con el nombre de Antonio Porqueres, precisamente en La ciudad satélite de San Magín, inaugurada por Franco el 24 de junio de 1966. Según ve mientras avanza a pie: “San Magín crecía al fondo de una calle desfiladero entre acantilados de edificios diferenciables, donde coexistía el erosionado funcionalismo arquitectónico para pobres de los años cincuenta con la colmena prefabricada de los últimos años.” Se trata de una “urbanización de doce manzanas iguales, diríase que colocadas por el prodigio de una grúa omnipotente.” Y según lee en “el libro que le había prestado el morellense” Sergio Beser: “A fines de los años cincuenta, y dentro de la política de expansión especulativa del alcalde Porcioles, la sociedad Construcciones Iberisa (ver Munt, marqués de, Planas Ruberola, Stuart Pedrell) compra a bajo precio descampados, solares donde se ubicaba alguna industria venida a menos y huertos familiares del llamado camp de Sant Magí, zona dependiente del municipio de Hospitalet. Entre el camp de Sant Magí y los límites urbanos de Hospitalet quedaba una amplia zona de terreno libre con lo que se demuestra una vez más la tendencia anular de la especulación del suelo. Se compra terreno urbanizable situado bastante más allá de los límites urbanos para revaluar la zona que queda entre las nuevas urbanizaciones y el anterior límite urbano. Construcciones Iberisa construyó un barrio entero en Sant Magí y al mismo tiempo adquirió también a bajo precio los terrenos que quedaban entre el nuevo barrio y la ciudad de Hospitalet. En un segundo plan de construcciones, esa tierra de nadie también fue urbanizada y multiplicó por mil la inversión inicial de la Constructora...” “San Magín fue mayoritariamente poblado por proletariado inmigrante. El alcantarillado no quedó totalmente instalado hasta cinco años después del funcionamiento del barrio. Falta total de servicios asistenciales. Reivindicación de un ambulatorio del seguro de enfermedad. De diez a doce mil habitantes. Menuda pieza estabas hecho, Stuart Pedrell.” Comenta para sí el reflexivo detective, que también evoca un episodio de su humilde infancia cuando la topografía de la zona era un rústico territorio de contrabandistas de comestibles (y de quizá algo más).

            En su indagatoria en el barrio de San Magín, Pepe Carvalho descubre que ese mujeriego y sibarita de la alta burguesía que participó (y sacó provecho) del hacinamiento y de las deficiencias de la urbanización franquista, con la falsa identidad de Antonio Porqueres vivió en uno de esos patéticos departamentuchos, donde todavía están las cosas que dejó y por ende el detective las examina y olfatea, e incluso duerme allí una noche. Que al local de las Comisiones Obreras de San Magín —no muy distante de la iglesia donde cunden los “carteles petitorios de ya inutilizadas y superadas amnistías” (quizá entre ellos el que reza: “Libertad para Carrillo”) y “un cartel en italiano anunciado Cristo se detuvo en Éboli” (1979)— el tal Antonio Porqueres solía acudir con una joven del barrio; que allí le decían el Contable (porque hacía la contabilidad en el almacén “casa Nabuco”); y que a esa joven (activista, antinuclear, contestaria) y obrera del metal en la SEAT, le dijo que “Él estaba en contra de los Pactos de la Moncloa”. Y pese a que físicamente esa joven, bajita y cuerpo de uva, es la antípoda de las bellísimas féminas de clase alta que solía seducir y frecuentar (entre más jóvenes, mejor), ella, Ana Briongos, que allí en San Magín comparte departamento con dos amigas, todavía está embarazada del que creía se llamaba Antonio Porqueres y que pese a que por Carvalho se entera de su dramático asesinato y de que en realidad era “el constructor de San Magín”, ella ya, desde antes, estaba dispuesta a prescindir del apoyo económico y filial de él: “Yo soy la madre y el padre”, le canta sobre su notorio embarazo.   

   Y, desde luego, allí en el laberinto de San Magín, el detective da con la identidad del par de rijosos ejemplares del lumpemproletariado que acuchillaron al tal Antonio Porqueres, amante de Ana Briongos y progenitor del bebé nonato. Pero, ojo, no lo mataron ni tiraron su cadáver “en un solar, en la otra punta de la ciudad”: “Nadie le dejó tirado en ningún solar. Lo dejamos malherido y él se fue.” Puntualiza el lidercillo. Y por ende, Pepe Carvalho, quien es muy ducho para atar cabos, barajar hipótesis e inferir, supone que tal vez solicitó auxilio por teléfono. Y entre varias posibilidades opta por la más sonada de sus amantes: Lita Vilardell —acaudalada y treintañera belleza ojiazul de rancia y legendaria ascendencia esclavista—, con quien sostuvo una relación de casi diez años. Por ende, a eso de las tres de la madrugada, Carvalho la llama y de manera perentoria le solicita hablar con ella en ese preciso momento, quien, ¡oh sorpresa!, está en la cama nada menos que con Jaime Viladecans Riutorts, el elegante y exquisito abogado de la familia Stuart Pedrell, otrora condiscípulo y amigo del occiso.

     


Mujeres en la playa
 (1892)
Paul Gauguin

            Y en la charla con el detective, Lita Vilardell suelta la sopa, pese al reparo del abogado: “No se podía hacer nada”, dice. “¿Qué más da? Lo sabe todo y no sabe nada. Es su palabra contra la nuestra. No se ha equivocado en nada [...] Estábamos juntos. En la cama por más señas cuando llegó su llamada. Si me hubiese llamado desde los mismísimos mares del Sur no me habría parecido una llamada más lejana, más absurda. Primero no quise ir. Pero su voz era preocupante. Fuimos los dos a buscarle. No quería ir a ningún hospital. Le hicimos la oferta de dejarlo en la puerta y que nos diera tiempo de marcharnos. No quiso. Pedía un médico amigo. Pensamos a quién podíamos llamar. No nos dio tiempo. Se murió.”

     


Mujeres tahitianas con flores de mango (1899)
Paul Gauguin

          Así que entre ambos, compinchados para eludir el escándalo mediático que podría salpicar su imagen pública y sus intereses individuales y sociales, acordaron abandonar el cadáver acuchillado (ya desangrado) en un solar de la Trinidad y dejarle en las ropas (que no eran las suyas) esa enigmática e irónica línea en italiano: più nessuno mi porterà nel sud (ya nadie me llevará al sur: ¿la escribió Lita o Viladecans?), que quizá implique un resentimiento y una venganza personal que encubre algo comprometedor (tal vez lo dejaron morir o se les murió al no actuar con la prontitud y la decisión que requería la gravedad del herido), pues Lita Vilardell le dice al detective, en corto y cuando el abogado Viladecans ya se ha ido (luego de que proponerle un pago a cambio de que los borre de la historia): “Tal vez le sorprenda. Pero una amante puede sentirse más humillada que la mujer propia cuando se convierte en la olvidada y vieja concubina de un harén.”

 V de VI

Pepe Carvalho redacta y le entrega su informe a Mima, la viuda. (Vale puntualizar que el detective privado nunca accede al informe forense de la policía y sólo se entera que a Stuart Pedrell “Le clavaron varios navajazos. Parecían haber actuado dos manos. Una mano blanda, indecisa. Una mano firme, asesina.” Lo cual más o menos embona con la confesión del medio hermano de Ana Briongos: “El Quisquilla, el chiquito al que usted le rompió el brazo, le dio una cuchillada. A mí de pronto se me escapó el brazo y le di otra.” No obstante, no se sabe en qué partes del cuerpo le encajaron las hojas, si fueron sólo dos cuchilladas o más, si tocaron órganos vitales y si murió por esas heridas que nadie atendió: ¡ni siquiera el herido!, o por otra negligencia o daño colateral.) Y además de los pormenores que le resume de manera oral (donde salen a relucir los hechos clandestinos de Adela Vilardell y del abogado Viladecans), le dice sobre el cobro: “Hay una factura razonada en la última hoja. En total trescientas mil pesetas y a cambio tiene usted la seguridad de que nadie va a tocarles ni un céntimo del patrimonio.” Y esto parece que se lo dice como si hubiera pactado, por una buena cantidad, el silencio de Ana Briongos embarazada de Carlos Stuart Pedrell, media hermana del imprudente cuchillero principal, un mozalbete que empezó su carrera delictiva a los 14 años con el robo de una moto. Delincuente juvenil de poca monta y atavismos machistas, cuya media hermana y padre, “acomodador de un cine en La Bordeta” (cuya esposa hace la limpieza en el mismo lugar) y vecino de la barriada de San Magín, tratan de protegerlo de la policía (y del probable juicio y condena) durante la indagatoria del detective privado.

            —Es un buen negocio [le dice la viuda a Carvalho], sobre todo si la chica no reclama la paternidad de mi marido.

            “—No reclamará por la cuenta que le trae. A no ser que usted quiera poner este informe en manos de la policía y vayan en busca de su hermano. Entonces saldrá todo.

            “—Es decir...

            “—Es decir que si quiere tener la fiesta, la honra y la fortuna en paz tendrá que dejar impune este crimen.

            —Aunque no hubiera aparecido lo de la chica, yo no habría movido ni un dedo para que la policía encontrara al asesino.”

           

Maria Montez

         
Jeanne Moreau

            Pero quizá lo más llamativo de ese diálogo es que la viuda (con un “parecido compartido por Maria Montez y Jeanne Moreau”) le anuncia que viajará a los mares del Sur (en Bali aún está el mayor de sus hijos gastándose lo que ella le envía), que hará la ruta que su marido dejó trazado en el mapa. “Y en una agencia de viajes. El recorrido estaba muy bien estudiado. Conseguí que se me pasara a mí el abono y así salvé el anticipo.” Y la lúbrica cereza del pastel es que invita a Pepe Carvalho a viajar con ella. Viaje que él rechaza (pese a las comuniones onanistas donde la convoca) y que implica que no pocas féminas aprecian en él algún tipo de atractivo y refuerzo afrodisíaco. “Pon un poco de Gary Cooper en tu vida, chica, pensó Carvalho”, espejeándose en la estrella de cine al saludar de mano a la hija de los Stuart Pedrell por primera vez.

       

Gary Cooper

            Recuérdese, por ejemplo, la entrega sexual y el asedio de la adolescente Yes en busca de la incestuosa figura paterna (“¿sabes que se te parece?”, le dice hojeando unas fotos de su progenitor al que supone víctima sobre todo de su odiada madre, a quien no duda en quemarle su libro favorito: La balada del café triste); o la ansiosa, desesperada y neurótica cachondería de Charo; o a Teresa Marsé, quien luego de verlo entrar en su boutique en busca de información, colgó sus “brazos del cuello de Carvalho y le introdujo la lengua hasta la campanilla”. Teresa Marsé, además de la lengua de tirabuzón y de proporcionarle algunos rumores, datos y detalles, le habla de la época en que ella “era una virtuosa esposa de honrado industrial” y asistía, al igual que el acaudalado matrimonio Stuart Pedrell, “a reuniones de matrimonios católicos dirigidos por un tal Jordi Pujol”, el célebre político y luego corrompido presidente de la Generalitat de Cataluña entre el 8 de mayo de 1980 y el 20 de diciembre de 2003.

Jordi Pujol


VI de VI

Vale observar que el curso de los acontecimientos y de la indagatoria de la muerte de Carlos Stuart Pedrell sugiere varios interrogantes: ¿por qué su instinto de autoconservación y sobrevivencia no funcionó y no fue, motu proprio, a un hospital? ¿Por qué, siendo un pachá extraordinariamente rico, sibarita y libertino, no contaba con un médico de confianza que lo auxiliara, tras bambalinas, con urgencia y discreción? ¿Ese semental y promiscuo cincuentón estaba exento del miedo a la muerte, a los padecimientos venéreos y a la crónica enfermedad? “Tenía demasiado tiempo de contemplarse el ombligo e ir de aquí para allá detrás de las mujeres”, le testimonia el marqués de Munt, el socio más opulento e incisivo de la triada (Munt-Planas-Stuart Pedrell) desde hace un cuarto de siglo, y al igual que Planas, muy interesado en que la indagatoria y el informe del detective no los raspe ni salga a la luz pública. ¿Por qué no hizo ese viaje soñado a los mares del Sur, si era su obsesión existencial de larga data y lo tenía todo meticulosamente planificado? ¿Por qué llevar esa subterránea vida gris, de topo de alcantarilla, en el paupérrimo barrio obrero de San Magín? Pues, al parecer, durante esa incógnita estancia de un año no hizo ninguna labor reivindicativa ni filantrópica. Y en ese último renglón, en la indagatoria inicial de sus actividades empresariales en más de quince sociedades, sólo descuella, como escuálidos y paupérrimos frijolillos en la sopa de letras catalanas, lo que Pepe Carvalho les comenta a Biscuter y a Charo durante la cena en el Túnel: “Lo más sorprendente es que dos de ellas son editoriales de mala muerte: una se dedica a los libros de poemas y la otra a una revista de la izquierda cultural. Por lo visto, le gustaban las obras de caridad.” Labor que el pintor Artimbau le matiza: “Stuart Pedrell ayudaba a dos editoriales de mala muerte, pero no demasiado. Cubría los déficits anuales. Una miseria para él.” Pero además le dice: “Me consta que escribía versos que nunca publicó”. ¿Acaso sería el verdadero autor del citado poema Gauguin, “recortado de una revista poética”, “cuyo nombre no le dijo nada a Carvalho”?   

           


Paul Gauguin
Autorretrato (1893)

           Pese a la íntima planificación del viaje soñado, quizá en un momento decidió no hacerlo por cierta frustración (y quizá implícita angustia) que la novela no ahonda pero sí toca brevemente, al parecer, pues el detective Pepe Carvalho, al entrevistar a Nisa Pascual —“la última teenager [adolescente] en la vida conocida de Stuart Pedrell”, quien toma una “clase de Meditación Artística” y es alta y rubia, “delgada y pecosa, con una larga trenza que le llegaba hasta las raíces del culo y un candor de virgen en los ojos grandes y azules rodeados de tantas pecas que eran pura mancha”, le dice que Carlos no se puso en contacto con ella durante su desaparición, que ella creía que se había ido de viaje a los mares del Sur... “y luego apareció muerto”. Y no contactó con ella porque, le dice:

     “[...] La verdad es que estaba muy enfadado conmigo. Me propuso que la acompañara y me negué. Si hubiera sido un viaje corto, de dos meses, yo habría ido. Pero era un viaje por tiempo indefinido. Yo le quería mucho. Era tierno, desvalido. Pero no entraba en mis planes buscar el paraíso perdido.

      “—Cuando usted no quiso acompañarle, ¿varió el proyecto?

      “—Llegó a decir que no se iba. Pero de pronto desapareció y supuse que finalmente se había decidido. Necesitaba aquel viaje. Era su obsesión. Había días en que era inaguantable [...]”   

 

Manuel Vázquez Montalbán, Los mares del Sur. Premio Planeta 1979. Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. Primera edición: noviembre de 1979. Barcelona, 288 pp.

martes, 14 de noviembre de 2023

La cola de la serpiente

Entre cuentos chinos te veas

 (Aé, yambó, aé)

 

Dispuesta en once capítulos numerados con arábicos y publicada por Tusquets Editores en noviembre de 2011, en España y en México, con el número 690/7 de la Colección Andanzas, La cola de la serpiente es la séptima novela del escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955) ubicada, por la editorial, en la Serie Mario Conde, en cuyo pequeño recuadro en la portada: el logo ex profeso, se aprecia un humeante habano y un cenicero; es decir, es una novela negra o policíaca que ocurre en Cuba, cuyo protagonista es el detective Mario Conde.

    

Colección Andanzas núm. 690/7, Tusquets Editores
México, noviembre de 2011

          
En su postrera “Nota del autor”, datada en “Mantilla, enero de 2011”, Leonardo Padura dice que La cola de la serpiente fue “escrita en 1998” y “publicada en Cuba” “como complemento de un volumen que abría la novela Adiós, Hemingway” (obra revisada por el novelista y reeditada por Tusquets en “marzo de 2006” y por ende es el quinto libro de la Serie Mario Conde); y que “doce años después”, cuando decidió publicar La cola de la serpiente en Tusquets (“mi editorial española”, dice), la sometió a una serie de enmiendas y actualizaciones: “resultaba evidente que el argumento tenía un tratamiento demasiado estricto, mientras varios personajes y situaciones pedían a gritos un mayor desarrollo y la escritura mayor desenfado, más a tono con la forma del resto de las obras protagonizadas por mi personaje Mario Conde.”

           

Leonardo Padura con Montecristo

           Vale observar que en este sentido, y como recurso mercadotécnico,  Tusquets Editores (o quizá el autor), entre las páginas de La cola de la serpiente insertó cuatro asteriscos al pie de página, cuyas notas remiten a tres obras de la Serie Mario Conde: La neblina del ayer (2005), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001); estas dos últimas, además, junto con Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998), forman parte de Las cuatro estaciones, conjunto que se desarrolla en la Cuba de 1989, denominado así por Leonardo Padura y adaptado al cine por él y su esposa Lucía López Coll para la miniserie Cuatro estaciones en La Habana (2016), merecedora en 2017 del Premio Platino a la Mejor Miniserie o Teleserie Cinematográfica Iberoamericana.

            La cola de la serpiente, al unísono de novela negra o policial es un divertimento, un artilugio narrativo, ligero, hilarante y muy ameno, pese al depresivo crimen y al mezquino escenario, cuyas pesquisas encabeza Mario Conde, y pese al decadente y miserable ámbito social y a los sucios embrollos que rodean al sucio hecho, los cuales remiten a un pasado repleto de otros embrollos no menos sucios, donde también figuran varias muertes y asesinatos a mansalva.

            Al igual que innumerables películas y novelas policiales, La cola de la serpiente casi inicia con la descripción en que se halla el cuerpo del presunto asesinado (con indicios crípticos, macabros y escatológicos) y, paulatinamente, no sin digresiones y vueltas de tuerca (que van cambiando las probabilidades, el sentido de los hechos y los engaños al lector), se van despejando casi todas las hipótesis y conjeturas, pues casi siempre o en este caso (como en otros), algo queda oscuro, oculto y sin resolver.

           

Editorial Verbum
(Madrid, 2014)

         Mario Conde, escritor frustrado o latente, y lector empedernido desde el Pre de La Víbora (relee una y otra vez los mismos libros en calidad de “parásito de otros escritores que sabían hacerlo bien”, dice, entre ellos: Islas en el Golfo, Conversación en la Catedral, El guardián en el trigal, El siglo de las luces y Fiebre de caballos, ¡la primera novela que Leonardo Padura publicó en Cuba en 1988!), con una perspectiva de dos décadas después, cuando ya no es policía (“ser policía era un trabajo sucio”) y se dedica a la ambulante y vocinglera compra y venta de libros antiguos y de segunda mano (La neblina del ayer), en una nueva incursión por los paupérrimos residuos de lo que alguna vez fuera el muy vivo, boyante y muy habitado Barrio Chino de La Habana, evoca el caso de un anciano chino muerto en mayo de 1989, quien vivía en el cuartucho de una astrosa, maloliente y misérrima vecindad con retretes y lavaderos comunitarios, y misérrima luz eléctrica plagada de largos e intermitentes apagones: “un solar de la calle Salud, casi esquina a Manrique, en el mismo corazón del Barrio Chino” (y de la capital cubana). Entonces tenía 35 años y era el flamante teniente investigador Mario Conde —con diez años de antigüedad en la policía—, adscrito a la Unidad Central de Investigaciones Criminales, precedida por el mayor Antonio Rangel, inveterado fumador de habanos.

            Mario Conde estaba de vacaciones y no se hubiera involucrado en tal pesquisa policial si la china mulata Patricia Chion, “teniente de policía especializada en delitos económicos”, no hubiera ido a su casa a pedirle que indagara el caso, como un favor personal, pues, le dice, “el muerto era amigo de mi padrino, Francisco..., y estoy segura de que mi papá lo conocía, aunque me dijo que no.”

            En la lúdica y deslenguada urdimbre narrativa, la presencia de Patricia Chion, mezcla de china y mulata, y con un tremendo y tentador cuerpo de pecado (herencia de su finada madre, nativa de Camagüey: la negra Micaela, “una negra oscura, de pasas duras y culo inconcebible para todo el Lejano Oriente”), implica dos cosas. Una: ella corporifica los matices erógenos del arquetipo de la mujer cubana y el clímax del erotismo, pues la novela también boga por ciertos devaneos lúbricos e íntimos de Mario Conde, en los que, no obstante, también comparece la evocación de Karina, la ingeniera pelirroja y perversa saxofonista, “con capacidad para desaparecer justo cuando Conde más la necesitaba” (Vientos de Cuaresma), y, desde luego, la imprescindible y siempre añorada y deseada Tamara (con un hijo en Italia y viuda de Rafael Morín, un ex trepador del statu quo revolucionario y oportunista profesional), la jimagua de ojos verdes recién desempacada de Milán con “el movimiento de trapiche moledor de caña de su retaguardia prodigiosa que enloqueció, enloquecía y enloquecería a Conde”, a quien conoce desde los 14 y 15 años de ella, cuando ambos eran condiscípulos del Pre de La Víbora (Pasado perfecto). Dos: el oculto intríngulis de la petición indagatoria de esa escultural Venus de La Habana, con el visto bueno del mayor Antonio Rangel, se despeja casi por completo al término de la obra.

           

Cintillo de La cola de la serpiente (Tusquets, 2011)

         En su misérrimo cuartucho (con visos de un magro síndrome de Diógenes), el raquítico cadáver de Pedro Cuang, de 78 años y “natural de Cantón”, “seguía colgado de una viga del techo” cuando lo observa el policía Mario Conde, con cuya cuerda también le ahorcaron al perruchito mestizo. “Le habían cortado el dedo índice de la mano izquierda y en el pecho, con una cuchilla o con una navaja muy afilada, le habían hecho un círculo con dos flechas que formaban una cruz, y en cada cuadrícula habían puesto unas cruces más pequeñas, como si fueran signos de sumar”. Pero además —le muestra en una bolsita el sargento Manuel Palacios, su adjunto en la investigación—, en su “mano derecha” tenía “dos chapillas de cobre” (cayeron al suelo cuando el vecino de al lado lo descubrió y tocó), cada una con “la misma marca que le habían hecho a Pedro Cuang en el cuerpo. Un círculo con dos flechas y cuatro cruces más pequeñas.”

          En el rastreo del culpable (o culpables) y de la comprensión del hermético significado de tales signos, el teniente Mario Conde y el sargento Manuel Palacios, con el chino Juan Chion (apelativo de Li Chion Tai), el padre de Patricia, oriundo de una remota aldea de Cantón, quien es cocinero de oníricos delirios chinos de un auténtico mandarín salido de una página de Las mil y una noches (“Codornices cocidas al jugo de limón y gratinadas con pulpa de albahaca, berza, jengibre y canela, por ejemplo. O masas de puerco revueltas con huevos, manzanilla, zumo de naranja y dulce y finalmente doradas a fuego lento en una sartén insondable llamada wok, sobre una capa de aceite de coco, por otro ejemplo.” “Ternera guisada en salsa agridulce, con lascas de mango, polvo de ajonjolí y trozos de piña, por ejemplo.” “Berenjenas rellenas con pato hervido en salsa de bambú y verdolaga, rociadas con maní molido y crocante, por si todavía hicieran falta más ejemplos.”) y amigo del insaciable, pantagruélico, escuálido y conmovedor Mario Conde, quien para resolver ese caso chino (que está en chino) lo auxilia de cicerone (y en calidad del “cabo Chion”) por los arcanos misterios del Barrio Chino (sugerido e inducido por su hija), y por ello van a la desvencijada casona del chino Francisco Chiú, en cuya planta alta se hallan los restos y rescoldos de la decrépita y polvorienta Sociedad Lung Con Cun Sol, de antiguo origen mítico y legendario (casi de ancestral impronta Shaolin Kung Fu): creada en tiempos remotos para que “por siempre jamás todos sus hijos, los que llevaran los apellidos ilustres de Lao, Cuang, Chion y Chiú, se protegieran mutuamente bajo la tutela divina” de sus “dioses combatientes”: “Cuang Con, Lao Pei, Chu Chi Lon y Chu Fei”. 

           


            Señalando el tapiz que los ilustra, Francisco Chiú les dice: “El de las balbas lalgas y la cala cololá... Ése es Cuang Con, o san Fan Con, como le pusielon aquí.” Es decir, es “el santo chino, el gran capitán”. O sea: se trata de una figura cubanizada y adulterada, pues “también es”, le dice, “Changó, Santa Bárbara bendita, con su manto rojo y la espada en la mano”. (Pala maltal usa espada y colta pescuezo, previamente le dijo Juan Chion.) “Mientras, sin dejar de sonreír, Francisco había tomado de la repisa que asemejaba un ara una caña de bambú cortada como un largo vaso. Dentro descansaban unas tablillas finísimas, también de bambú, con un número y una inscripción en el extremo, grabadas con tinta... ¡china!, coño, y ya las hacía sonar como una maraca para música concreta. Francisco explicó que Cuang Con era el dueño de la fortuna: cada tablilla indicaba un camino en la vida y la que llevaba un círculo con una cruz formada por dos flechas era el peor camino: el del infierno, adonde iban los traidores, los homicidas y las mujeres adúlteras. En Cuba alguna gente decía que aquél era el signo más negativo de san Fan Con y que el hombre marcado por él sólo podía esperar todas las desgracias de los dos mundos: el de los vivos y el de los muertos.” Mario Conde le pide la tablilla “que tiene la cruz” para observarla y Manuel Palacios le señala que “se parece pero no es igual” a la que le trazaron en el pecho al raquítico Pedro Cuang, pues le faltan las “cruces chiquitas”. “Con cuatlo cluces así no hay... ¿Tá extlaño, veldá, Juan?”, dice el patriarca Francisco. No obstante, el Conde, en esa atmósfera en la que su nariz de perro rastreador captura el “olor a chino” (pese a lo estropeado del sentido del olfato por su pernicioso hábito de fumador), se la pide prestada para dizque fotografiarla y porque el viejo Chiú le dijo del crimen: “Eso es cosa de paisanos que hacen blujelías de neglos y de neglos que hacen blujelías con cosas de chinos. ¿Tú vas a entendel? Pedlo Cuang la debía y alguien se la cobló, y por eso le puso la filma de san Fan Con.”

          

Leonardo Padura achinado

(“A Lucía, que me entiende
incluso cuando hablo en chino”)
          

            Mario Conde, quebrándose la cabeza por lo intrincado del crimen del caso chino, mientras extinguen un par de botellas de Chispa’e Tren, un alcohólico brebaje, con matiz de orujo, destilado en la clandestinidad en el tugurio del químico Jacinto el Mago (antípoda de su ideal e inasible “ron Santiago de tres años” de la destilería Bacardí de Santiago de Cuba, servido por el onírico barman “en un vaso grande, con algunas gotas de limón y apenas una pequeña piedra de hielo”), se lo parlotea a dos de sus compinches de siempre: el Flaco Carlos (precisamente en su casa, donde subsiste en silla de ruedas, atendido por su madre Josefina) y el mulato Candito el Rojo, el supuesto “teólogo de la tribu”, quien ve indicios de malas artes: “las flechas, el círculo y las cuatro cruces eran una firma de palo mayombe, la brujería conga, y el dedo que le habían cortado al muerto debía ser para usarlo en una nganga”. Y por ende, crudo el Conde y engullendo Duralginas, van juntos en lancha, desde el embarcadero de la Avenida del Puerto hasta el pueblo de Regla, a consultar “a Marcial Varona, el viejo ngangulero más sabio y respetado entre todos los brujos de Regla, la meca de la brujería cubana”, donde “fungía como babalao de la Regla de Ocha y muchos lo consideraban el mejor conocedor de las prácticas de la santería yoruba”. Por si fuera poco el mejunje, el “Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona.”  

   En este sentido, además de que los poderes y atributos de tal brujo están aún más repletos de aleaciones y proverbiales mixturas y mixtificaciones, según él lo que le grabaron al chino en el pecho, junto al dedo que le cortaron, es “una firma de Zarabanda”. “Zarabanda”, dice, “es nganga de brujo congo, pero también es de Oggún lucumí, o de la santería yoruba, como se dice ahora. Oggún es el dueño del monte y de los hierros, y es san Pedro, el que tiene las llaves del cielo, que también son de hierro, ¿no? Por eso Zarabanda no es palo auténtico, sino una mezcla criolla, ¿entiendes?”

 


         O sea, para percutirlo con lego tambó y maracas carnavalearas, y cantarlo con Nicolás Guillén —tal si tratase de un abstruso, maléfico, ritual y ocultista ideograma chino—: recontra sóngoro consongo: congo solongo del Songo/ baila yambó sobre un pie.

            Mario Conde y su adjunto acceden a varias revelaciones en torno al triste pasado y a las sigilosas actividades de Pedro Cuang en el ilícito negocio de las apuestas en el Barrio Chino: “trabajó como colector de apuestas” para Amancio Valdés, el banquero de un ilegal “banco de apuntación desmantelado el año anterior”, quien “tuvo un ataque al corazón y se murió a los tres días de estar preso”, junto con otros dos banqueros que cayeron en la misma redada, quienes tras ese infarto soplaron que “Amancio era el jefe del negocio y quien guardaba el dinero”. Pero también se enteran que “Pedro Cuang fue a China cuando empezó el lío y regresó cuando se murió Antonio Valdés”, quien “hasta 1959 tuvo un garito de juego en el Barrio Chino y la tapadera era un tintorería”, donde el ahorcado “trabajó treinta años hasta que se retiró en 1968”. Pero además —le informa el sargento al teniente—: “Dice el forense que a Pedro Cuang le dio un hemiplejía y que fue después cuando lo colgaron. Parece que no querían matarlo, pero cuando le dio la sirimba a lo mejor se asustaron y pensaron que era preferible callarle la boca de una vez.” Por ende, colige o intuye el Conde: “El viejo era el camino hacia el dinero de Amancio...”

   Pero también el dúo dinámico de La Habana se entera del pasado de Juan Chion y de Francisco Chiú, oriundos de la misma aldea de Catón, ya viejos y emparentados por el hecho fraterno e inextricable de que éste, como si fuera su progenitor, le financió el permiso y el viaje para viajar en barco a Cuba, y vueltos entrañables compadres porque Francisco es padrino de Patricia y Juan es padrino del homónimo hijo de Francisco. No obstante, el caso sigue en chino y más oscuro que el culo del negro Vito Manué. 

   

Confucio

        “La selpiente tiene cola y tiene cabeza. Pol la cabeza se llega a la colita, y pol la colita se llega a la cabeza. Hala la selpiente. Siemple se llega a la otla punta del animal. Pelo con cuidado..., si la coges pol la cabeza, la selpiente muelde.” Le predica Juan Chion al Conde como si le recitara un milenario, aleccionador, sabio e infalible proverbio taoísta, o una de las analectas caligrafiadas en papel china por el propio Confucio. Mientras el Conde sospecha del esquelético Francisco Chiú, pese a que es muy anciano (más anciano que Juan Chion) y parece enfermo: tenía “un color amarillento en su piel que, pensó Conde, no tenía origen étnico, sino seguramente hepático”.  

    Vestida con su uniforme de oficial de policía, la muy cachonda y escultural Patricia Chion visita al Conde con un impensable desayuno y poderes afrodisíacos que ipso facto resucitan no sólo al muerto de hambre: “El asombro del Conde se disparó cuando Patricia, luego de poner lejos el cenicero atestado, fue sacando provisiones de la bolsa y colocándolas sobre la mesa: un pan que olía a pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían aquellas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto...”

   


         Y además de que en esa visita sorpresa ocurre el candente encuentro sexual, ella le revela que a su padre y a su padrino los vincula de por vida una secreta y lejana venganza de sangre: ultimaron a cuchilladas, allí en La Habana, a un griego traficante, capitán de un barco, que en un asesinato múltiple de 32 chinos engañados, robados, congelados en el frigorífico y lanzados al mar Caribe, mató a Sebastián (Fu Chion Tang), el entrañable primo de Juan Chion (y su único pariente consanguíneo en Cuba), y al hermano de Francisco Chiú. Pero además le pide, desnuda y a quemarropa, que resuelva el crimen y cuide que “no haya demasiados daños colaterales”.

            El caso comienza a desenredarse cuando, al preguntar al Narra, un chino contrabandista del Barrio Chino que oficia de chivato del Gordo Contreras —capitán y jefe de la Sección de Divisas—, le delata que Panchito Chiú, el hijo del anciano Francisco y sobrino de Juan Chion, además de cargar “un cuchillo chino”, de dárselas de “karateca octavo dan”, y de decirse “palero” (o sea: brujo o babalao) —“anda todo el día con que si Siete Rayos lo protege”—, lo oyó hablar de que “el chino viejo” (el asesinado) “tenía la pasta de Amancio el banquero”. Tras detenerlo, además de que sus huellas estaban impresas en la cuerda del ahorcado, Panchito Chiú habla del crimen. Esto desvela varios puntos oscuros: Panchito fue la silueta que a hurtadillas y con la agilidad de un trapecista huyó durante la charla con el viejo Francisco Chiú y que éste y Juan Chion escamotearon acusando un supuesto gato (fantasma o invisible); quien le dio al Conde el golpe que lo dejó inconsciente en el camastro del asesinado; que el crimen no fue una venganza o un ajuste de cuentas de la mafia que trafica cocaína, ni implicó ningún embrujo o “cazuela de palo monte”. Se trató de un vulgar e involuntario asesinato al intentar con violencia y amenazas (“Panchito le ahorcó al perro para presionarlo”) que Pedro Cuang revelara el sitio exacto donde escondía el dinero del banquero Amancio Valdés, muerto en la cárcel, en marzo de 1987, tras la redada policíaca en el Barrio Chino que desmanteló el negocio ilegal de apuestas en el que estaba involucrado.

   


           Pero el meollo del meollo es el dilema ético de Mario Conde, quien, pese a su tolerancia ante ciertas corruptelas, no es un policía duro (piensa que “el acto de aplicar la fuerza” “lo degradaba a él como ser humano”) y llega a sentirse inepto para tal rol; no obstante, en el cerco al tigresco y ágil experto en artes marciales Pachito Chiú, quien reta y empuña su cuchillo chino, el Conde, más rápido que Harry el Sucio, no duda en dispar su pistola y por ello lo hiere en una pierna, siendo la segunda vez que dispara contra alguien en su carrera de diez años de policía. Las huellas del anciano Francisco Chiú —aquejado de un terminal cáncer hepático—, impresas en la prestada tablilla de san Fan Con, revelan su presencia en el escenario del crimen. Pero el Conde, que ahora entiende el trasfondo del intríngulis de la manipulación y seducción de Patricia Chion y su encargo de que no hubiera “demasiados daños colaterales”, a través de Juan Chion le devuelve al viejo Francisco Chiú la tablilla de san Fan Con y destruye el análisis forense de las inculpatorias huellas y se muerde la viperina envenenada por la cola de la serpiente. “Aquí todos navegamos en la mierda y nadie sale ileso, nadie...”, le aguijoneó el Gordo Contreras su radiográfico apotegma existencial y policíaco.

      Lo que queda sin descubrir, no obstante, es la persona (quizá chino o china) a quien estaba destinada la fortuna del banquero Amancio Valdés —si es que estaba destinada a alguien—, pues para alguien que lee los caracteres chinos fue caligrafiado el mapa del tesoro; o sea: el plano hallado por Mario Conde en el cuarto del muerto, y que reveló el sitio exacto del cementerio chino donde estaba enterrado el cofre del tesoro que parece de estirpe pirata (y literaria): un cofre metálico repleto de “cadenas, pulseras, anillos, aretes y monedas de oro”.   

 

 

Leonardo Padura, La cola de la serpiente. Serie Mario Conde. Colección Andanzas número 690/7, Tusquets Editores. Ciudad de México, noviembre de 2011. 192 pp.

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Leonardo Padura: una historia escuálida y conmovedora (2019), documental de Náyare Menoyo Florián.