miércoles, 7 de mayo de 2014

Los funerales de la Mamá Grande


 El primer libro que García Márquez publicó en México
                                


I de III
Reza la leyenda (y algunos biógrafos) que Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014), con su esposa Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) y su hijo Rodrigo (Bogotá, agosto 24 de 1959) arribaron a la Ciudad de México “el domingo 2 de julio de 1961”, día que se suicidó Ernest Hemingway y por ende el primer artículo que publicó en el país mexicano fue sobre éste: “Un hombre ha muerto de muerte natural”, aparecido “el 9 de julio de 1961” en el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades, compilado en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984), cuyo copyright data de 1991. A mediados del mes anterior, tras la salida de Gabo de Prensa Latina (la agencia cubana infestada de obtusos comunistas) la pequeña familia, con escasos recursos, había partido de Nueva York viajando en autobús hasta Laredo, Texas. Según dice Gerald Martin en Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, Colombia, 2009), además de los visos racistas en contra de los negros y de las comunidades negras en el ámbito geográfico que nutrió la narrativa de William Faulkner, “En Montgomery, Mercedes y Gabo perdieron una noche de sueño porque nadie quería alquilar una habitación a unos ‘sucios mexicanos’” y en Nueva Orleáns recogieron un giro enviado por Plinio Apuleyo Mendoza desde Colombia, con el que buscaron “comer caliente” y “como Dios manda”. 
"Gabo poco después de su llegada a México"
Foto incluida en Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013),
de Plinio Apuleyo Mendoza.


       Sobre tal travesía apunta Gabo en “Regreso a México”, artículo fechado “el 26 de enero de 1983”, reunido en Notas de prensa (ídem):
(Diana, México, 2003)
         “Como experiencia literaria, todo aquello era fascinante, pero en la vida real —aún siento tan jóvenes— era un disparate. Fueron catorce días de autobús por carreteras marginales, ardientes y tristes, comiendo en fondas de mala muerte y durmiendo en hoteles de peores compañías. En los grandes almacenes de las ciudades del sur conocimos por primera vez la ignominia de la discriminación: había dos máquinas públicas para beber agua, una para blancos y otra para negros, con el letrero marcado en cada una. En Alabama pasamos una noche entera buscando un cuarto de hotel, y en todos nos dijeron que no había lugar, hasta que algún portero nocturno descubrió por causalidad que no éramos mexicanos. Sin embargo, como siempre, lo que más nos fatigaba no eran las jornadas interminables bajo el calor ardiente de junio ni las malas noches en los hoteles de paso, sino la mala comida. Cansados de hamburguesas de cartón molido y de leche malteada, terminamos por compartir con el niño las compotas en conservas. Al término de aquella travesía heroica habíamos logrado confrontar una vez más la realidad y la ficción. Los partenones inmaculados en medio de los campos de algodón, los granjeros haciendo la siesta sentados bajo el alero fresco de las ventas de caminos, las barracas de los negros sobreviviendo en la miseria, los herederos blancos del tío Gavin Stevens, que pasaban para la misa dominical con sus mujeres lánguidas vestidas de muselina: la vida terrible del condado de Yocknapatapha [sic] había desfilado ante nuestros ojos desde la ventanilla de un autobús, y era tan cierta y humana como en las novelas del viejo maestro.”

Luego de Laredo viajaron en tren hasta la Estación Buenavista, donde los esperaba Álvaro Mutis (Bogotá, agosto 25 de 1923-Ciudad de México, septiembre 22 de 2013)), quien los auxilió para instalarse en la capital mexicana y quien a Gabo le brindó los contactos para sus primeros empleos y escarceos con el cine.  
"Tres celebridades de Colombia fotografiadas en una calle de Bogotá en 1959:
el escritor Álvaro Mutis, el pintor Fernando Botero y García Márquez".
Reza el pie de foto que se lee en la iconografía que ilustra
Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, 2013); no obstante, la datación
yerra, pues el poeta y narrador Álvaro Mutis, entre "el 22 de septiembre de 1958"
y "el 21 de diciembre de 1959", estuvo preso en el Palacio Negro de Lecumberri
de la Ciudad de México.
         
(Ficción núm. 19, UV, Xalapa, octubre 20 de 1960)
       
(Ficción núm.. 1, UV, Xalapa, marzo 25 de 1958)
       Gracias a los oficios de Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932), Álvaro Mutis había publicado en Xalapa, “el 20 de octubre de 1960”, Diario de Lecumberri, número 19 de la colección Ficción de la Universidad Veracruzana, cuya serie inició con Polvos de arroz (publicada “el 25 de marzo de 1958”), novela del narrador xalapeño Sergio Galindo (1926-1993), al unísono su director editorial y director de la revista La Palabra y el Hombre, cuyo número 1 corresponde al trimestre “enero-marzo de 1957”. Diario de Lecumberri es constancia narrativa del oscuro y difícil período (entre “el 22 de septiembre de 1958” y “el 21 de diciembre de 1959”) que Álvaro Mutis vivió en el Palacio Negro de Lecumberri, debido a un desfalco cometido en Colombia en su calidad de jefe de relaciones públicas de la Standard Oil Company (la transnacional petrolera norteamericana conocida como la ESSO). Según narra Dasso Saldívar en su biografía García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), en 1959, aún preso, Álvaro Mutis “le escribió a García Márquez a Bogotá pidiéndole que le enviara algo suyo para leer. Éste le envió una copia de Los funerales de la Mamá Grande, que acababa de terminar hacia mediados de este año, y Mutis se los pasó después a la periodista Elena Poniatowska, quien lo visitó en compañía de Augusto Monterroso [1921-2003], para que se los propusiera a la editorial de la Universidad Veracruzana, en Jalapa, pero la periodista los extravió. El percance tuvo su lado positivo, pues a las pocas semanas de haberse instalado García Márquez en la ciudad de México, éste y Álvaro Mutis se fueron a Veracruz con el pretexto de entregarle al editor los cuentos extraviados, y fue entonces cuando el novelista decidió quedarse en México.”

(Alfaguara, Madrid, 1997)
  Según dice Dasso Saldívar que cuenta Álvaro Mutis: en medio de los escollos para adaptarse en el entorno defeño, a Gabo lo invadió “una especie de ensimismamiento pernicioso”: “el síndrome de México”.  

“Entonces Mutis pensó que contra el síndrome de México sólo había una terapia definitiva: llevárselo al Caribe, a Veracruz, [al puerto] a que respirara el olor de la guayaba.
        “Con el pretexto de entregarle a Sergio Galindo en Jalapa los originales de Los funerales de la Mamá Grande, se fueron un sábado por la mañana en el Ford rojo de Mutis, llevando por escudero a Francisco Cervantes [1938-2005], un joven poeta de veintitrés años que recibió en ese viaje su bautizo marino y para quien García Márquez pedía a gritos, eufórico desde la ventanilla del copiloto, que abrieran paso, carajo, ‘que llevamos una virgen del mar’.
“Tal como lo había previsto Mutis, el milagro se operó efectivamente en Veracruz, frente al mar hechizado de la infancia del novelista, pues éste, feliz y tras haber probado el chile bravío [el chile jalapeño] en una comida con el gobernador [Antonio Modesto Quirasco], se sacó la solitaria que llevaba dentro y le confesó: ‘Si existe Veracruz, si aquí también se puede hablar caribe, entonces yo me quedo en México. No hay ningún problema’. Y se quedó. Aquí plantaría sus árboles, criaría sus hijos [Gonzalo, su segundo y último hijo nació en México el 16 de abril de 1962] y escribiría la más inmortal de sus novelas, dando el salto definitivo hacia la fama y la gloria universales.”
     
(Editorial Sudamericana, Buenos Aires, mayo 30 de 1967)
       Es decir, si la edición príncipe de Cien años de soledad —su quinto libro publicado y el más trascendente— apareció en Buenos Aires “el 30 de mayo de 1967” editado por Sudamericana, fue escrito en México, entre mediados de julio de 1965 y mediados de 1966, precisamente en “La cueva de la mafia”, el cuarto-estudio de la casa que los García Márquez rentaban en el barrio de San Ángel Inn (“calle de La loma número 19”), al que sólo accedían Mercedes Barcha (su esposa desde el 21 de marzo de 1958) y dos parejas: Álvaro Mutis y Carmen Miracle, y Jomi García Ascot (1927-1986) y María Luisa Elío (1926-2009); no obstante, sólo a los dos últimos está dedicada, debido a que eran sus escuchas más entusiastas, sobre todo ella, a quien prometió dedicársela.

Los funerales de la mamá Grande (Ficción núm. 34, UV, Xalapa, abril de 1962)
es el primer libro que Gabriel García Márquez publicó en México.
El ejemplar de la imagen pertenece al acervo bibliográfico de Juan de la Cabada,
resguardado en la USBI Xalapa de la Universidad Veracruzana.
       Pero el primer libro que Gabriel García Márquez publicó en México fue Los funerales de la Mamá Grande, su tercer libro y su primer libro de cuentos, impreso en abril de 1962 con el número 34 de la serie Ficción de la Universidad Veracruzana y con un tiraje de dos mil ejemplares, dedicado Al cocodrilo sagrado (Mercedes Barcha Pardo). 

Mercedes Barcha Pardo antes de casarse  en  Barranquilla con Gabriel García Márquez,
precisamente "el 21 de marzo de 1958 a las once de la mañana en la iglesia del Perpetuo
Socorro, en la Avenida 20 de Julio, tras un noviazgo de poco menos de tres años."
Imagen incluida en García Márquez. Una vida (Debate, Colombia, 2009),
biografía escrita por el británico Gerald Martin.
       Vale recordar que su primer libro, la novela La hojarasca, fue impresa en Bogotá, “en mayo de 1955”, por Ediciones S.L.B. y tuvo escasa circulación. Y algo parecido sucedió con su segundo libro, la novela El coronel no tiene quien le escriba, impresa en Medellín, en “septiembre de 1961”, por Aguirre Editor. Y según dice Gerald Martin en su citada biografía, fue hasta abril de 1962, cuando Gabo, en México, vio y recibió los primeros ejemplares de El coronel, mes en el que con La mala hora ganó, en Colombia, el “Premio ESSO de Novela 1961” (“tres mil dólares”, que le sirvieron para comprarse su célebre Opel blanco y para pagar los gastos del nacimiento de su hijo Gonzalo). 

La mala hora (la legendaria novela de los pasquines iniciada en París, en 1956, en el cuartito del séptimo piso del Hotel de Flandre de la rue Cujas del Barrio Latino, el mismo donde escribió El coronel) fue su cuarto libro publicado y según anota Dasso Saldívar: “La primera edición de Madrid se hizo el 24 de diciembre de 1962 en los talleres de Gráficas de Luis Pérez.” Pero con unas meteduras de pata que disgustaron al autor y por ende en la edición que Ediciones Era hizo en México, en “abril de 1966”, Gabo la precedió con una “Nota a la primera edición” que a la letra dice: 
“La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora.”
(La Oveja Negra, 3a. ed. colombiana, Bogotá, junio de 1980)
Edición sin la "Nota a la primera edición" firmada por Gabo en 1966.
        Tal validada edición de La mala hora, además de ser su cuarto libro que vio la luz, fue su tercer libro publicado en México, pues Ediciones Era, en 1963, le publicó la segunda edición de El coronel y por ende éste fue su segundo libro publicado en México.

Cabe recordar que si bien la primera edición en libro de El coronel es la editada en Medellín, por Aguirre Editor, en “septiembre de 1961”, hubo una edición anterior hecha sin la autorización de Gabo, la cual, según lo consigna Mario Vargas Llosa en la “Bibliografía” de García Márquez: historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971), apareció en Bogotá en el número 19 de la revista Mito, correspondiente a “mayo-junio de 1958”, de la página 1 a la 38.
(Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971)
  Por otra parte, la Universidad Veracruzana nunca volvió a editar Los funerales de la Mamá Grande (ni siquiera ha hecho una conmemorativa y anotada edición facsimilar). Y si bien a México llegaron ejemplares de posteriores ediciones impresas en España por Plaza & Janés, Bruguera, Mondadori y Alfaguara, y en Colombia por La Oveja Negra, Diana, la editorial mexicana que en México casi ha monopolizado la edición y reedición de los libros de Gabriel García Márquez, sólo lo editó por primera vez hasta “Noviembre de 1986”. Pero la curiosa segunda edición de Los funerales de la Mamá Grande —signada por el súbito y recién boom de Cien años de soledad— apareció en Buenos Aires, el 20 de septiembre de 1967, editado por Sudamericana en la Colección Índice. 

Estuche con el disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo ex profeso del crítico Emmanuel Carballo.
(UNAM, 4ta. ed. corregida, México,  marzo de 1998)
       
Estuche con el disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo de Emmanuel Carballo; y un DVD con un documtental
conmemorativo producido por el Canal 22 del CONACULTA.
(UNAM, 5ta. ed. corregida, México, marzo de 2007)
         Un efervescente período en el que en México aún era novedad la edición del disco con la voz de Gabriel García Márquez, número 10 de la serie Voz Viva de América Latina, colección de elepés que editaba el Departamento de Voz Viva de Difusión Cultural de la UNAM (ahora lo hace en discos compactos). En tal elepé la voz de Gabo leía (o lee) dos bloques de fragmentos de Cien años de soledad (lado A y lado B). Y en el cuaderno adjunto se reprodujeron éstos, precedidos por una “Presentación” que el crítico Emmanuel Carballo fechó en “(1967)”, lo cual remite al hecho de que apareció cuando la novela “estaba a punto de llegar a librerías de Buenos Aires” (“se distribuyó o publicó el 5 de junio” de 1967 y en 15 días ya se habían agotado “los ocho mil ejemplares de la primera edición”), por ende es el “primer ensayo sobre Cien años de soledad” (aparecería también en la Revista de la Universidad de México, correspondiente a noviembre de 1967), lo cual implica que durante el proceso de escritura el crítico mexicano fue uno de sus primeros lectores, pese a que no pertenecía al reducido y entrañable grupo de amigos de Gabo que solían reunirse con él por las noches en su rentada casa de San Ángel Inn.


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II de III
Los comentaristas, críticos y biógrafos de Gabriel García Márquez suelen brindar visos y minucias de que su narrativa anterior a la génesis de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) es un ejercicio preparatorio que se encamina a esa apoteósica y central “novela donde ocurre todo”, “que, como en el caso del Quijote, partiría en dos la historia de la narrativa en lengua castellana”. 
       En una carta fechada el “22 de julio de 1967” que Gabriel García Márquez le escribió a su colega y compadre Plinio Apuleyo Mendoza, insertada en Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013), el hijo del telegrafista de Aracataca le dice:
(Ediciones B, Barcelona, febrero de 2013)
      “Estoy tratando de contestar con estos párrafos, y sin ninguna modestia, a tu pregunta de cómo armo mis mamotretos. En realidad, Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años, y con el título de La casa, y que abandoné al poco tiempo porque me quedaba demasiado grande. Desde entonces no dejé de pensar en ella, de tratar de verla mentalmente, de buscar la forma más eficaz de contarla, y puedo decirte que el primer párrafo no tiene una coma más ni una coma menos que el primer párrafo escrito hace veinte años. Saco de todo esto la conclusión que cuando uno tiene un asunto que lo persigue, se le va armando solo en la cabeza durante mucho tiempo, y el día que revienta hay que sentarse a la máquina, o se corre el riesgo de ahorcar a la esposa.”

(Debate, Colombia, 2009)
       En Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, Colombia, 2009), Gerald Martin, al igual que otros biógrafos, confirma que La casa, que se ubica en “un lugar con ecos de Aracataca”, es “el germen de Cien años de soledad” y que hay “fragmentos que se conservan y que posteriormente se publicaron en El Heraldo de Barranquilla”. Pero su inicio no lo sitúa a los 17 años de Gabo, sino a los 21, entre “la segunda mitad de 1948, y con mayor ahínco a comienzos de 1949”. Y más aún cuando en 1950 siguiente se asienta su vínculo con el “Grupo de Barranquilla”. 

Sepa esto o no, el lector de los 8 cuentos que reúne Los funerales de la Mamá Grande puede observar las interrelaciones con obras anteriores y posteriores a Cien años de soledad —descuella el caso de La mala hora, de la cual se desgajaron los cuentos, como también fue el caso de El coronel no tiene quien le escriba  y que los consabidos marcos geográficos que subyacen y gravitan en ellos son Macondo (Aracataca) y el anónimo pueblo con un puerto fluvial (Sucre).
(La Oveja Negra, 3ra. ed. colombiana, Bogotá, mayo de 1980)
  En “La siesta del martes”, el primero, una humilde madre y su pequeña hija arriban a un caluroso pueblo que a eso de las dos de la tarde duerme la siesta “agobiado por el sopor” y lo hacen “en el escueto vagón de tercera clase” de un tren de vapor casi vacío que el lector colige es el astroso y célebre tren amarillo y por ende la descripción de la plaza central (donde la mayoría de las casas están construidas “sobre el modelo de la compañía bananera”) evoca a Macondo (Aracataca), ya abandonado por la multitudinaria hojarasca que otrora imantó la fiebre del banano. Resulta lógico, entonces, que Carlos Centeno, su hijo, el harapiento y descalzo ladrón que intentó robar a una viuda con “28 años de soledad”, haya muerto por una bala que le hizo pedazos la nariz y que ésta haya salido de “un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía”.
En “Un día de estos”, el segundo, “don Aurelio Escobar, dentista sin título y buen madrugador” —quien atiende a sus pacientes en su elemental y pobrísimo gabinete de rancho—, en el hosco, moroso y perentorio trato que le brinda al alcalde, quien luce una mejilla hinchada por un absceso y sin afeitar —variante con el que aparece en El coronel y en La mala hora, transluce el cruento abuso del poder que éste ejerce en ese anónimo pueblo cuyo modelo real es Sucre, que también lo es en el tercer cuento: “En este pueblo no hay ladrones”, que tiene la particularidad de haber sido adaptado al cine en la homónima película, de 1964 , dirigida por Alberto Isaac (1923-1998) —con guión de éste y Emilio García Riera (1931-2002), en cuyo elenco, además de que García Márquez hizo el fugaz papel del boletero del cine del pueblo, descuellan notables figuras de la cultura: el actor (y luego cineasta) Julián Pastor encarnó a Dámaso (el tontorrón galán que se peina a la Jorge Negrete) y la bailarina Rocío Sagaón personificó a su embarazada mujer que lavando ajeno lo sostiene y lo provee de sus cajetillas de cigarros; Juan Rulfo y Carlos Monsiváis aparecen de jugadores de dominó; Leonora Carrington se ve entre los fieles de la inglecita donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; el pintor José Luis Cuevas es un jugador de billar; Emilio García Riera, crítico e historiador del cine mexicano, es un experto en billar; la periodista y narradora María Luisa la China Mendoza es una cabaretera; el actor Héctor Ortega es el mesero gay, amanerado y algo cómico; Luis Vicens, amigo de Gabo desde la época del Grupo de Barranquilla —quien participó en el legendario corto La langosta azul (1954), rodado en Playas de Puerto Colombia, Barranquilla—, caracteriza a don Ubaldo, el dueño del changarro donde Dámaso se roba las bolas del billar. El papel de Gabo como custodio de la entrada y boletero de cine evoca el supuesto rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su intento de estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (soñaba con convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró figurar dizque de “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), pese a que el filme data de 1954 y Gabo aún estaba en Bogotá trabajando como reportero de El Espectador. Pero Gabriel García Márquez, cita Dasso, no pudo acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme en la que también actúan Marcello Mastroianni y Vittorio De Sica, pues su chamba dizque “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.
Luis Buñuel en el papel del cura que dicta un severo sermón contra los ladrones de
toda laya; fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964), dirigido
por Alberto Isaac, basado en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
Entre las feligreses, Leonora Carrington es la mujer ataviada de negro.
     
José Luis Cuevas en el papel de un jugador de billar, fotograma de la película
En este pueblo no hay ladrones (1964)
 
Abel Quezada y Juan Rulfo y tomando cerveza.
Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964)
   
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo
Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
         “La prodigiosa tarde de Baltazar”, el cuarto cuento, también se ubica en un anónimo pueblo cuyo modelo es Sucre. En Baltazar, el hacedor de “la jaula más bella del mundo” (“una aventura de la imaginación”, califica un médico), hay una pizca de la desmesura, del delirio y la locura de José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo en Cien años de soledad; y en Úrsula, su esposa, priva la sensatez, la perspicacia y el sentido común que distingue, generación tras generación, a Úrsula Iguarán, la esposa del citado José Arcadio Buendía. José Montiel, además de ser el mandón y enriquecido cacique que hace la siesta en la hamaca y duerme “sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la casa” y que se niega a pagarle a Baltazar los 60 pesos por la jaula que le encargó su hijo de “unos doce años”, tiene prohibido por el médico “coger rabia”. 

Y en “La viuda de Montiel”, el quinto cuento, el temido y ricachón cacique José Montiel (quien, confabulado con el alcalde, hizo su vertiginosa e inmensa fortuna con asesinatos y latrocinios toleraros por la dictadura que impera en el país) acaba de morir “en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido”. Para las honras fúnebres, a las que casi nadie asiste (sólo estuvieron “sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal”), su hijo no abandona el consulado en Alemania ni su par de hijas se distancian de la vida dulce y regalada en París (no regresan a ese “país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas”). Es así que ya muerto José Montiel y sin la amenaza coercitiva que ejercía sobre los habitantes del pueblo, los acumulados caudales de la extensa hacienda de su propiedad empiezan a perderse (y luego a ser saqueados): “Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito.” 
Transcurridos dos años, la viuda de Montiel tiene en su dormitorio una visión onírica donde el fantasma de la Mamá Grande (protagonista del último de los 8 cuentos y quien también aparece en Cien años de soledad) le revela el instante de su muerte:  
“La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
“—¿Cuándo me voy a morir?
“La Mamá Grande levantó la cabeza.
“—Cuando te empiece el cansancio del brazo.”
   Vale recordar que “La viuda de Montiel” —con detalles y variantes extraídos de La mala hora es el cuento en que se basó la película homónima, de 1979, dirigida por el chileno Miguel Littin, con guión de éste y José Agustín, rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, cuyo estreno mundial se sucedió en el Ágora de la Ciudad, en la capital veracruzana. En su reparto figuran: Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel), Nelson Villagra (José Chepe Montiel), Ernesto Gómez Cruz (el señor Carmichael), Katy Jurado (la Mamá Grande), Pilar Romero (Hilaria) y Alejandro Parodi (el alcalde), entre otros.
Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin
durante el rodaje del filme La viuda de Montiel (1979).


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III de III
En “La viuda de Montiel”, el quinto cuento de Los funerales de la Mamá Grande (UV, Xalapa, 1962), descuellan las menudencias, exageraciones y detalles (maravillosos o insólitos) que caracterizan el reputado y consabido realismo mágico garciamarquiano. Y lo mismo ocurre, pero con más caudal y énfasis, en “Un día después de sábado”, el sexto cuento, en donde además refulgen las pinceladas barrocas, como es el caso del sonoro y rimbombante nombre del sacerdote Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, con 94 años de edad y tres décadas de vivir en ese pueblo que sin duda es Macondo (cuyo intrínseco modelo es Aracataca), ya abandonado por la fiebre del banano y por la hojarasca que llegó y se fue con ella, pues, además de que su solitario y polvoriento hotelito tiene una tablilla que reza “Hotel Macondo”, el cura, enfundado en su “sotana blanca y averiguada con grandes remiendos cuadrados”, día a día, desde hace tiempo, se acomoda en un escaño de la solitaria estación del ferrocarril a la hora en que éste llega (y casi enseguida se marcha sin que nadie o casi nadie baje o suba), que es “la hora en que resto del pueblo se acostaba a dormir la siesta”.
(Col. Índice, Sudamericana, Buenos Aires, 1967)
Ejemplar del acervo bibliográfico de Germán Dehesa resguardado
en la USBI Xalapa de la Universidad Veracruzana.
       “De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin parar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea —ya encendidas las luces— y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.”

Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo
        Casi resulta tautológico decir que tal pasaje, con su implícita referencia a la matanza ocurrida en Ciénega en 1928, remite y evoca a Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967), la novela central de Gabriel García Márquez. Así que no extraña que por esos días, en Macondo, esté “cayendo una lluvia de pájaros muertos” y que algunas aves rompan las alambreras y las “ventanas para morirse dentro de las casas” —lo que parece un premonitorio pasaje transcrito de Los pájaros (1963), le película de Alfred Hitchcock—. Y que la señora Rebeca, alarmada por esto, además del lejano parentesco con el obispo, sea viuda y prima hermana del coronel Aureliano Buendía, cuya casa no ha “vuelto a sosegarse desde cuando sonó un pistoletazo, hacía más de cuarenta años, y José Arcadio Buendía hermano del coronel, cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar”. Así que el cura, impelido por un moribundo pájaro que cae del cielo frente a él y frente a la casa de la señora Rebeca, al entrar y salir de allí, advierte “la humedad de la casa”, “la concupiscencia” y el “insoportable olor a pólvora en el cadáver de José Arcadio Buendía”, muerto hace cuatro décadas. 

Edición conmemorativa del 40 aniversario de
Cien años de soledad
Real Academia Española
Asociación de Academias de la Lengua Española
(Alfaguara, Colombia, marzo 6 de 2007)
Texto revisado por el autor para esta edición de un millón de ejemplares
        A tales vínculos con Cien años de soledad, se añade el hecho de que el cura Antonio Isabel, nonagenario y algo senil (no puede recordar si en el Apocalipsis se habla de la “lluvia de pájaros muertos”), subsiste ante el descrédito de la mayoría de los fieles por haber dicho en el púlpito que vio al diablo. Así, cuando en la misa del domingo vocifera que vio al Judío Errante (que también figura en Cien años de soledad), se dictamina que perdió el juicio. Y así parece, pues además de otros visos, al monaguillo que recaudará las limosnas le ordena decir que “es para desterrar al Judío Errante” y que luego le entregue el dinero el joven forastero “que estaba solo al principio” diciéndole “que ahí le manda el padre para que se compre un sombrero nuevo”. 

Un sombrero que no necesita ese joven fuereño que el sábado viajaba en el tren amarillo rumbo a la capital y que al ver al sacerdote “Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel”. Y se bajó sólo para alimentarse. Pero mientras comía en el Hotel Macondo, el tren se fue con “el envoltorio de la ropa y los documentos de la jubilación” de su madre agobiada por el reumatismo tras 18 años de ser la maestra en la escuelita de Manaure (“cuatro paredes de barro y cañabrava”). Su madre le acaba de regalar el sombrero por sus 22 años y es tan ingenuo que nunca antes había visto la luz eléctrica; y “la palabra ‘jubilación’” la interpreta “en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno para poner una cría de cerdos.”
“Rosas artificiales”, el séptimo cuento, se sucede en la humilde casa de un pueblo (que sin duda es el anónimo pueblo con un puerto fluvial, lo revela La mala hora) donde viven tres mujeres devotas: Mina, una joven enamorada en secreto y que así ha estado escribiendo cartas a un amor platónico e imposible; su esquiva madre y la abuela ciega, pero con la capacidad de auscultar y ver el entorno con el oído, la lógica y el corazón. Allí, Mina, auxiliada por Trinidad, “experta en el rizado de pétalos”, confecciona pedidos de rosas urdidas a mano. El toque extraño o maravilloso lo rubrican los ratones que durante la noche cayeron en las trampas de la iglesia y que Trinidad lleva en una caja de zapatos y que terminan en el excusado.
“Los funerales de la Mamá Grande” es el octavo y último cuento del libro. Y en él se narra el deceso y las apoteósicas pompas fúnebres de esa legendaria matrona, “virgen y sin hijos”, “soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes de septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”, cuyo retintín (se apuntó en la segunda entrega de la nota) aparece en Cien años de soledad.
Gabriel García Márquez coronado con Cien años de soledad (1967)
       Esa enriquecida y todopoderosa cacique, cuya muerte suscita “una conmoción nacional” y alegatos y debates entre los hombres del poder político y gubernamental de un tácito país latinoamericano cuyo modelo es Colombia, llevó por nombre el de María del Rosario Castañeda y Montero hasta que “asistió a los funerales de su padre, y regresó por la calle esterada investida de su nueva e irradiante dignidad, a los 22 años convertida en la Mamá Grande”. “Nadie era indiferente a esa muerte”, pues “Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres, y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos” desde los tiempos de la Colonia. De modo que “La aldea se fundó alrededor de su apellido”. Y en el momento de la elaboración del larguísimo testamento destinado a sus “nueve sobrinos, sus herederos universales”, los límites de sus extensos dominios territoriales comprenden “las seis poblaciones del distrito de Macondo, incluso la cabecera del municipio, de manera que todo el que habitara una casa no tenía más derecho de propiedad del que le correspondía sobre los materiales, pues la tierra pertenecía a la Mamá Grande y a ella se pagaba el alquiler, como tenía que pagarlo el gobierno por el uso que los ciudadanos hacían de las calles”.

       A estas alturas del libro y de la nota, casi resulta tautológico volver a observar que ciertos personajes de la obra garciamarquiana aparecen en varias narraciones en circunstancias idénticas o parecidas. Y así ocurre con el sacerdote Antonio Isabel, nonagenario y senil en “Un día después de sábado”, pero ligero y caminando por su propio pie. En “Los funerales” es casi centenario y senil también, pues habla solo; pero ahora es un tremendo obeso, de modo que se necesitaron diez hombres para llevarlo “desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones”. Y por ende también fueron diez hombres los que tuvieron que “subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volver a subirlo en el minuto final” de la extremaunción. 
El cuento casi concluye con el carnavalero festín popular (“40 grados a la sombra”), autorizado por “el presidente de la República”, con que se celebran los funerales de la Mamá Grande: “En las calles congestionadas de ruletas, fritangas y mesas de lotería, y hombres con culebras enrolladas en el cuello que pregonaban el bálsamo definitivo para curar la erisipela y asegurar la vida eterna; en al placita abigarrada donde las muchedumbres habían colgado sus toldos y desenrollado sus petates, apuestos ballesteros despejaron el paso a la autoridad [...]”
Colección Los Premios Nobel
(Ediciones Orbis, Barcelona, 1982)
         En la enumeración de los multitudinarios asistentes oriundos de todas las latitudes geográficas no pasa por alto, para muchos lectores, el pasaje que remite a El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y a Cien años de soledad y que a letra dice:

“Hasta los veteranos del coronel Aureliano Buendía —el duque de Marlborough a la cabeza, con su atuendo de pieles y uñas y dientes de tigre— se sobrepusieron a su rencor centenario por la Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar al presidente de la República el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía sesenta años.”  
Así, tampoco pasan por alto el guiño a “los mamadores de gallo de La Cueva” (presentes en los funerales), que implícitamente celebra al Grupo de Barranquilla (Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Alejandro Obregón, “literalmente vertebrados”, dice Dasso Saldívar, “por los veteranos escritores José Félix Fuenmayor y Ramón Vinyes, ‘el sabio catalán’ de Cien años de soledad”), los cofrades con quienes Gabo, “en diciembre de 1949”, empezó a hacer vida bohemia y quienes originalmente son los destinatarios de la famosa frase: “Escribo para que mis amigos me quieran más”; y por ende, Álvaro, Germán y Alfonso también son aludidos en El coronel y en Cien años.

"Grupo de Barranquilla. De izquierda a derecha, de pie: Alfredo Delgado, Carlos de la Espriella,Germán Vargas,
Fernando Cepeda, Orlando Rivera (Figurita). Sentados: Roberto Prieto, Eduardo Fuenmayor, Gabriel García
Márquez, Alfonso Fuenmayor, Ramón Vinyes ('el sabio catalán') y Rafael Mariaga."
Imagen incluida en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997),
biografía de Dasso Saldívar.
     Según anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), “‘Mamar gallo’, de donde vienen ‘mamagallismo’ y ‘mamagallista’, es una expresión popular, de uso corriente hoy en toda Colombia, que designa el particular sentido del humor de los habitantes de la Costa Atlántica. En general, suele usarse como sinónimo de tomar el pelo, pero en términos garciamarquianos ‘mamar gallo’ es el humor fino, carente de mal gusto, es, como lo ha precisado el mismo García Márquez, ‘entrarle a las cosas más serias, más fastidiosas, como ni no las estuviéramos tomando en serio por miedo a la solemnidad’. ‘Mamar gallo’, según algunos etnolingüistas, es una expresión procedente de Venezuela, y parece que tiene su origen en la costumbre de los galleros de mamar o chupar la cresta de los gallos. También significa en algunas regiones colombianas acariciar o besar [o chupar] la vulva de la mujer.”



Gabriel García Márquez, Los funerales de la Mamá Grande. Colección Ficción núm. 34, Universidad Veracruzana. Xalapa, abril de 1962. 152 pp.



     Enlace a En este pueblo no hay ladrones (1964), película de Alberto Isacc basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez

      Enlace al papel de Gabriel García Márquez en la película En este pueblo no hay ladrones (1964)

sábado, 26 de abril de 2014

Del amor y otros demonios



 Entre efluvios, sueños y pestilencias:
la historia de los dos que soñaron

Vieja, legendaria y consabida es la afirmación del colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014)) de que la realidad de América Latina y del Caribe va más lejos que la imaginación humana, que es mejor escritor que los propios escritores. Así, Gabriel García Márquez, en Estocolmo, Suecia, dijo en su discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura 1982: “Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.” En este sentido, y como para no reñir con otra de sus célebres sentencias: “No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad”, Del amor y otros demonios (Diana, 1994) empieza con un prólogo que Gabriel García Márquez firma y fecha con su nombre en “Cartagena de Indias, 1994”. Apunta allí que el 26 de octubre de 1949, trabajando de reportero, fue a buscar una noticia en el acto de exhumación de las criptas del antiguo convento de Santa Clara, dado que sería derrumbado para construir en ese lugar un hotel de cinco estrellas. Una “lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta”, “medía veintidós metros con once centímetros” y tenía un promedio de 200 años. Estos datos, unidos a la leyenda que según él de niño le contaba su abuela materna (Tranquilina Iguarán Cotes) sobre “una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros”, fueron, dice, el origen de su noticia y de la presente novela. Pero ¿quién le puede creer al pie de la letra a este sofista y prestidigitador fuera de serie?
Tranquilina Iguarán Cotes (1863-1947)
Abuela materna de Gabriel García Márquez
      La novela Del amor y otros demonios se ubica en la antigua Cartagena de Indias, frente al Mar Caribe, a mediados del siglo XVIII. Empieza con el mordisco que un perro con el mal de rabia le da a Sierva María de Todos los Ángeles, niña de doce años e hija única del marqués de Casalduero. Ante el prólogo, quizá el lector espere asistir a su conversión en santa y a algunos de sus milagros. No es exactamente así, pese a que Dominga de Adviento (la esclava negra que la educó en el patio de los esclavos, la que juró ante sus santos que “la niña no se cortaría el cabello hasta su noche de bodas”) haya pronosticado: “¡Será santa!” Sin embargo, la novela concluye en el instante en que su conversión en una niña santa y milagrosa no resultaría extraña, sobre todo entre los esclavos y comunidades negras.
(Diana, México, 1994)
      Del amor y otros demonios es un título elocuente. Todas las venas y órganos amorosos se hallan corrompidos, por lo que se puede decir que el amor es un efluvio demoníaco que infesta todo. Esta mórbida atmósfera, casi siempre fantasmal, supura y repta entre el abandono y las ruinas de los antiguos edificios, entre la pobreza de los criollos y europeos venidos a menos y entre la miseria de los alegres arrabales negros, en la exuberancia de la naturaleza, de los vicios y desenfrenos sexuales, y en las diversas y abundantes formas de la locura, de la soledad y de la incomunicación. El obispo de la diócesis y las enterradas vivas del convento de Santa Clara, son herederos del desprecio y los resentimientos que engendró una antigua guerra entre franciscanos y clarisas. No sólo las monjas de clausura, sino todo lo que tiene el rancio hedor del catolicismo se halla amortajado y envilecido por los prejuicios y supersticiones de las creencias y prácticas sadomasoquistas, cuyo máximo flagelo es el Santo Oficio, que prohibe libros y enjuicia, tortura y lleva a la hoguera a dizque endemoniados, que pueden ser curanderos, dementes o los mordidos por un perro con rabia. Los padres de Sierva María de Todos los Ángeles nunca la amaron. Sólo el marqués de Casalduero empezó a quererla después del mordisco; pero al principio solamente se le acerca por y con el miedo a que la peste del mal de rabia también haga presa de él.
Gabriel García Márquez
   El marqués de Casalduero nunca pudo cultivar el amor: a los 20 años de edad se enamora de Dulce Olivia, una loca de la Divina Pastora, el manicomio de junto a su casona, pero no se atreve a unirse a ella. Dulce Olivia, siempre desamorada, con el paso del tiempo se convierte en un fantasma nocturno que se aparece en casa del marqués cuando éste menos se lo espera. Para protegerse de sus fobias, el marqués de Casalduero acepta que su padre lo case con “la heredera de un grande de España”: doña Olalla de Mendoza; pero esta mujer con honorables virtudes muere chamuscada por un rayo. Con Bernarda Cabrera, la madre de Sierva María de Todos los Ángeles, se casó a los 52 años, no por amor, sino para no enfrentarse al arcabuz del indio Cabrera, progenitor de Bernarda. Esta mujer es otro bicho no menos repugnante y endemoniado: en realidad, confabulada con su padre, el indio Cabrera, dispuso una trampa para casarse con el marqués de Casalduero. Bernarda nunca amó al marqués. Su delirio sexual fue un negro proxeneta y vicioso de bíblico y elocuente nombre: Judas Iscariote; y cuando lo matan a sillazos en un baretucho, Bernarda se dedica a fornicar con todo tipo de esclavos y esclavas, hasta que la melancolía la convierte en una devoradora insaciable de tabletas de cacao y de miel fermentada, abandona sus turbios negocios, engorda, enferma por siempre jamás y emite sonoras y fétidas flatulencias. 
   Hay otros personajes no menos pintorescos, como Sagunta, la curandera loca, que dizque posee las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y salvador de los arrabiados. Y Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médico portugués, erudito y solterón, cuyo proverbio sobre el amor no es menos triste que las anteriores vidas para nada ejemplares; según el médico portugués, el amor es un sentimiento contra natura, que condena “a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa”.
     El obispo de la diócesis, los atavismos religiosos y las supersticiones populares suponen que el demonio puede “adoptar la apariencia de una enfermedad para introducirse en un cuerpo inocente”. El mal de rabia es una de tantas. Así, ante la fiebre, las convulsiones y las obscenidades que Sierva María de Todos los Ángeles profiere en yoruba, congo y mandinga, el obispo De Cáceres y Virtudes deduce que se trata de una posesión demoníaca y ordena que la encierren en el convento de Santa Clara y que el padre Cayetano Delaura se haga cargo del exorcismo. 
Garcilaso de la Vega
   El padre Cayetano Delaura, de 36 años, piensa que su progenitor desciende de Garcilaso de la Vega. Políglota y erudito, el padre Delaura tenía 23 años cuando el obispo lo oyó por primera vez en Salamanca y entonces pensó que era “uno de esos raros valores que adornaban la cristiandad de su tiempo”. El padre Delaura fundó y es bibliotecario de la biblioteca de la diócesis, que llegó a contarse “entre las mejores de las Indias”. Se encuentra, nada menos, que en “la lista de tres candidatos al cargo de custodio del fondo sefardita en la biblioteca del Vaticano”. Su dignidad de lector lo hace estar cerca del obispo De Cáceres y Virtudes y fungir como su vicario. Y aunque su especialidad es la teología y aspira a convertirse en ángel, acepta el papel de exorcista de la niña Sierva María de Todos los Ángeles. 
  Sin embargo, el destino del padre Cayetano Delaura está cifrado en una serie de sueños (de índole borgesiana) y de premoniciones, como son los sonetos de amor de Garcilaso de la Vega, que lee y sabe de memoria, al derecho y al revés. Al tratar de demostrar que la niña no está poseída ni tiene rabia, el padre Delaura es presa del demonio del amor, que en él es una fiebre incontrolable, una locura que lo hace olvidarse de sí mismo, una enfermedad equivalente a la lepra.
Samuel Taylor Coleridge
       “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor  como prueba de que había estado allí y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?”, reza el fragmento del inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) que inmortalizó el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986). Y más adelante agrega Borges en el mismo ensayo reunido en su libro Otras inquisiciones (Sur, 1952), donde el citado pasaje le sirve de leitmotiv: “Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prueba una flor.” Así, el padre Cayetano Delaura, sentado ante el mesón de trabajo de la biblioteca, en el que hay “un florero con un clavel podrido”, mientras lee los sonetos de amor de Garcilaso durante toda la noche, siempre pensando en la niña, se queda dormido sobre el mesón y la ve venir “con la bata de reclusa y la cabellera de fuego vivo sobre los hombros”; ella “tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón”. El padre Delaura le dice un verso de Garcilaso, cierra los ojos y los vuelve a abrir, la visión se ha desvanecido, “pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias”. Ante tal intensidad odorífera y erógena equivalente a la ambrosía, quizá el padre Delaura se hubiera reconocido en la esencia de las siguientes palabras (pese a la supuesta índole herética) que se leen en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, cuento que Borges incluyó en su libro El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941): “En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.” 
Jorge Luis Borges
       El otro sueño el padre Delaura lo tiene antes de conocer a la niña Sierva María de Todos los Ángeles. La sueña tal como es, “sentada frente a la ventana de un campo nevado, arrancando y comiéndose una por una las uvas de un racimo que tenía en el regazo. Cada uva que arrancaba retoñaba en seguida en el racimo.” Era evidente que “llevaba muchos años frente a aquella ventana infinita tratando de terminar el racimo, y que no tenía prisa, porque sabía que en la última uva estaba la muerte.” 
  Más adelante, cuando el sacerdote y la niña ya son amigos, Sierva María le platica un sueño que resulta ser el mismo que el padre Delaura tuvo. Sobra decir, entonces, que ambos fueron poseídos por el mismo demonio, que se abandonaron a la pureza de sus mieles oníricas, que en los momentos de éxtasis se decían los versos de Garcilaso, los intercambiaban y trastocaban hasta el cansancio. El padre Delaura, para introducirse a la celda del convento donde la tenían presa y atada, cruzaba un túnel y escalaba un alto muro que lo hacía sangrar. Y si se hubiera acordado del largo pelo de Rapunzel, la niña de doce años que en el cuento de los hermanos Grimm, para hacer subir a su príncipe azul a la habitación donde se halla encarcelada, lanza sus cabellos desde el único ventanuco de una altísima torre que no tiene puerta ni escalera y que además se encuentra en medio del profundo bosque, quizá el padre Delaura, mientras trepaba feliz el muro, habría parafraseado, recitado y repetido: “Sierva María, Sierva María/ deja tus cabellos caer”. 
   Sin embargo, el padre Delaura termina en un juicio en la plaza pública que lo condena a servir, por un oscuro favor, de enfermero entre los leprosos, buscando siempre que la lepra se apodere de su muerte en vida. La niña Sierva María de Todos los Ángeles, por su parte, sola en las torturas del exorcismo, decide morir de amor. La niña, intencionadamente, vuelve a soñar el sueño de las uvas, “pero esta vez no las arrancaba una por una, sino de dos en dos, sin respirar apenas por las ansias de ganarle al racimo hasta la última uva”.
     Pese a lo triste y melancólico de la historia, Del amor y otros demonios es, sobre todo, una novela placentera repleta de una retórica y una erudición signada por calificativos y nombres propios igualmente floridos, por un estilo aforístico y lapidario que matiza la forma de hablar de los personajes, y por las infalibles anécdotas maravillosas e insólitas que caracterizan la mágica prosa garciamarquina.
(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
Cabe recordar, a modo de apéndice y ya encarrerado el gato en cuanto a libres y arbitrarias asociaciones que suscita e implica la epifanía de una inasible y evanescente flor celestial y sus efluvios aromáticos, lo relativo a las flores amarillas que, afirma Gabriel García Márquez, siempre hay en la casa que habita en cualquier rincón del mundo, según se lee en El olor de la guayaba (Diana, 1982), el libro de crónicas biográficas y entrevistas que Plinio Apuleyo Mendoza le hizo a Gabriel García Márquez meses antes de la noticia del Premio Nobel. Dice Gabo: “Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.” De ahí que Mercedes Barcha Pardo, su mujer desde el 21 de marzo de 1958, siempre ponga en su escritorio una rosa amarilla: “Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.” 
Gabriel García Márquez la noche en que recibió el Premio Nobel de Literatura 1982
   De ahí que en Estocolmo, Suecia, ante el Rey y la Reina y “las cámaras de televisión de 52 países” proyectando por todo el globo terráqueo la imagen de Gabriel García Márquez, éste asistió a la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura “vestido de blanco liqui-liqui de algodón” y con una rosa amarilla en la mano, semejante a las rosas amarillas que entre los cientos de desconocidos y celebridades que había en los palcos, los amigos de Gabo (entre ellos Plinio Apuleyo Mendoza) lucían en las solapas del frac (algunos rentados “por doscientas coronas en una sastrería de Estocolmo”), mismas que Mercedes Barcha les entregó a cada uno en calidad de amuleto de la buena suerte. 


Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo


Gabriel García Márquez, Del amor y otros demonios. Diana. México, abril de 1994. 208 pp.



       Enlace a Del amor y otros demonios (2009), película dirigida por Hilda Hidalgo basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez




jueves, 24 de abril de 2014

Todo México


La mamá de los pollitos
(o por mi espíritu hablará la raza)

En A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (Era, 1980), Carlos Monsiváis apunta que Palabras cruzadas es la “única recopilación existente” de las entrevistas que la mexicana Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932) emprendió al iniciarse “en el periodismo en 1954”. Amén de que en realidad se inició en 1953, un año antes de que Juan José Arreola le publicara Lilus Kikus —su primer libro de narrativa— en la colección Los Presentes, el libro Palabras cruzadas (Era, 1961), por inconseguible, se tornó fantasmal y tan legendario y borroso como lo es su inicio en el periodismo y quizá por ello en 2013 —el año de su medalla de Bellas Artes y del sonoro Premio Cervantes— en Ediciones Era publicó una nueva edición, revisada y aumentada.
   
(Era, 2da. ed., México, 1981)
      El primer tomo de Todo México (Diana, 1990) —dijo por entonces la autora— es el primero de doce volúmenes que exhuman y reúnen, sin sujeción temática ni cronológica, muchas de las entrevistas hechas por ella desde 1953. En este primer libro entrevista a Luis Barragán, a Luis Buñuel, a Manuel Benítez El Cordobés, a Jorge Luis Borges, a María Félix, a Gabriel García Márquez, a Yolanda Montes Tongolele, a El Santo, y a Lola Beltrán.

Elena Poniatowska en 1962
Foto: Kati Horna
        Según se lee, la más vieja data de 1964 y la más reciente de 1980 (no obstante, Jorge Luis Borges viajó a México en 1981 para llevarse el Premio Ollin Yoliztli). Ninguna menciona (pero lo debió hacer) el medio en que se publicó. Todas concluyen con una ficha anecdótica y pedagógica que resume algo de la vida y obra del personaje, y en cuyo acopio y resúmenes intervino Adriana Navarro. Las entrevistas, además, están ilustradas con fotos en blanco y negro (cuya impresión es de baja calidad) que hubieran funcionado mejor con pies o comentarios puntuales y esclarecedores. 

Lo que quizá moleste a los acostumbrados a leer de corrido, es el hecho de que las entrevistas están interrumpidas por numerosos subtítulos, separadores, llamadas de atención o descansos (o como se quiera nombrarles), muy adecuados para los que no leen ni su nombre, pese a que de tacuche y con el copetín engominado pregonen en la feria del libro que leyeron la Biblia de cabo a rabo.
(Diana, México, 1990)
        Libro misceláneo, libro tutti frutti, de chile, de dulce y de manteca. ¡Qué canal de las estrellas ni qué ocho cuartos! En Todo México los nombres resplandecen en lo alto de la bóveda celeste de toditito el país (y más allá de él): ¡puro chingonauta!, ¡de auténtica cepa! Así, el consumidor y coleccionista puede atesorar sus palabras como piedras imán, pegaditas a la víscera cardíaca. Y si compró algunos o todos los libros de la serie, puede atesorarlos en fila india en uno de los estantes de su sacrosanto y tercermundista librero (pese a que terminan desgajados dada la deficiente y fraudulenta factura de Editorial Diana), pues todos los personajes son parte de la memoria, del corazón y del ser colectivo del mexicano, todos tienen que ver con el folclor, con la historia y la cultura nacional.

Elena Poniatowska no es únicamente la espantada ama de casa que va a las luchas por primera vez al Toreo de Cuatro Caminos cuando se inaugura la Gran Temporada 1977 de Lucha Libre; la mamá de los pequeños Felipe y Paula a quienes invitó nada menos y nada más que El Santo, el meritito Enmascarado de plata, el mismo de las historietas y de los soporíferos churros; la madre temerosa que se persigna en medio del fragor de las leperadas que grita y vocifera el respetable; y que ante los golpes, las manitas de puerco y los porrazos que se propinan los luchadores se le ocurre pensar lo siguiente, mientras allá en lo alto “pasa un jet haciendo retumbar los cielos”: “Miren nada más, allá está pasando uno de los más bellos inventos del hombre, y nosotros aquí dándonos de catorrazos, medio matándonos como trucutús en la época de las cavernas”, olvidando en su regaño y jalón de orejas que esos “bellos inventos” son también algunas de las más siniestras y destructivas armas “convencionales” que ha inventado el “progreso” del genocida y troglodita género humano para la expansión y dominio de los más cruentos y beligerantes circos, negocios, maromas y teatros, no únicamente del más poderoso país de la vapuleada aldea global.
Elena Poniatowska
      Elena Poniatowska es una de las más queridas mamás que tiene el territorio mexicano. Su calidad ética es inapelable. Merece todos los respetos y reconocimientos. Entre las escritoras y periodistas mexicanas casi nadie la iguala (su virtud moral es semejante a la de Cristina Pacheco o a la de Rosario Ibarra de Piedra). Con sus crónicas y comentarios ha velado por la dignidad de los hijos de México. Si no fuera por ella, no escucharíamos las voces de quienes sobrevivieron a la masacre de la larga Noche de Tlatelolco; las de los niños que medran y duermen en las calles; las de los presos políticos y la de quienes sufrieron la destrucción de los temblores de septiembre de 1985.

La madre Poniatowska tiene corazón de masa, ni duda cabe. Pensando en sus hijos se le espanta el sueño, vela por su dolor, orfandad y desamparo. Gabriel García Márquez “piensa que su verdadera vocación es la de ser padre”; en este sentido, no es difícil suponer que la vocación innata de la madre Poniatowska es la de ser mamá. 
Así, pese a la lección de cortesía que ya Borges le había dado en 1973 cuando voló a México para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes, no puede reprimir —cuando el argentino regresa en 1981 por el Premio Ollin Yoliztli— el impulso de preguntarle a bocajarro por sus otros hijos, los torturados, encarcelados y asesinados en el Cono Sur: “¿por qué recibió un premio de manos de Pinochet?”
No obstante, hay que decirlo, la madre Poniatowska, que bien sabe que Fuerte es el silencio y el olvido, no es la que está en primer plano en el tomo uno de Todo México, aunque ineludiblemente a veces emerge de la sombra. Por ejemplo, María Félix en su entrevista dice como si fuera la alcaldesa de Macondo en sus tiempos más ingratos: “¡Cada día es más notorio el progreso de mi país, cada día las cosas están mejor! Y es que hemos tenido muy buenos gobernantes.” A lo que la madre Poniatowska responde: “Ay, ¿a poco? Esto que dice usted no se lo creo ni yendo a bailar a Chalma. ¿No es demagogia?”
Elena Poniatowska
Foto: Rogelio Cuéllar
         En Todo México está presente esa Elenita Poniatowska que Juan García Ponce saludaba así: “¿Qué dices, taradita?” Es decir, a sus reseñas y preguntas las alienta su sonrisa dientes de conejo (Luis Buñuel solía llevarla al súper de Félix Cuevas donde frente a las jaulas de los hámsteres le decía: “te pareces a ellos”), su rostro aparentemente ingenuo de “yo no mato una mosca” (“ni muerdo un plátano”). No se trata de parecer inteligente, sino ligera, medio tontuela y tontorrona (tanto así que después de mucha plática Borges le dice que por sus preguntas pensó que no había leído sus cuentos y quizá, pues allí está, como fulgurante frijol en la sopa de letras, el apócrifo poema “Instantes” que Elena supone Borges escribió), espontánea, coloquial, y sobre todo: tierna y divertida, por lo que nunca falta una broma, el tono femenino, e incluso alguna alusión chusca sobre sí misma. Por ejemplo, al referir la altura de Luis Barragán, dice: “Pensé que no podría ser sacerdote porque besaba mucho a las mujeres llamándolas ‘linda’ y mirándolas con cariño. Se doblaba en dos para abrazarlas porque siempre eran más pequeñas, a veces se doblaba en cuatro, y en mi caso hasta en seis, porque siempre he sido del tamaño de un perro sentado.”

Otra lúdica ocurrencia es preguntarle a María Félix el cuestionario que aparece en el capítulo “Las golondrinas” de Zona sagrada (1967), obra donde Carlos Fuentes novelizó a la actriz con el nombre de Carla Nervo. Pero lo que suscita rechazo son las preguntas insidiosas (de chismosita light de nota rosa) con que mortificó a la pobre de Tongolele (¿qué piensa de Fulanita?, ¿qué de Perenganita?).
Y lo que más le agrada al presente tecleador es la entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez (fechada en “Septiembre de 1973”). Allí, entre otras cosas, Gabo le narra la atmósfera mágica que rodeó a la “Cueva de la Mafia”, como en Historia de un deicidio (1971) Mario Vargas Llosa apuntó que así llamaban al habitáculo de la casa de San Ángel Inn donde el colombiano escribió Cien años de soledad (1967): “La ‘Cueva de la Mafia’ es el escritorio de García Márquez, en su casa del barrio de San Ángel Inn, el recinto donde permanecerá poco menos que amurallado el año y medio que le llevó escribir la novela, después de pedirle a Mercedes que no lo interrumpiera con ningún motivo (sobe todo, con problemas económicos). Sus hijos lo ven apenas en las noches, cuando sale de su escritorio, intoxicado de cigarrillos, después de jornadas extenuantes de ocho y diez horas frente a la máquina de escribir, al cabo de las cuales algunas veces sólo ha avanzado un párrafo del libro. La ‘Cueva de la Mafia’ es un hogar dentro del hogar de los García Márquez, un enclave auto-suficiente: hay un diván, un bañito propio, un minúsculo jardín...”
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa
       Todo mundo contribuyó con Cien años de soledad: el barrio; el carnicero al que debían cinco mil duros pesotes; el propietario de la casa, quien esperó ocho meses el pago de la renta; Mercedes Barcha Pardo, que hacía milagros; Pera, la mecanógrafa que se ocupó de su pésima ortografía; y sobre todo sus amigos: 

“Para hacer Cien años de soledad [Gabo le dice a la Poni] consulté médicos, abogados, y junté en mi casa una enorme cantidad de libros de medicina, alquimia, filosofía, enciclopedias, botánica y zoología, para que cada dato estuviera muy bien verificado y comprobado; no quería un solo error, a no ser las faltas de ortografía, que quedaban en manos de Pera. No podía detenerme en lo que estaba escribiendo para ponerme a estudiar alquimia; entonces escribía inventándolo todo y en la noche buscaba libros sobre la materia, que los amigos me habían conseguido, e incorporaba los datos que allí encontraba, pero lo que me resulta curioso es que yo no estaba equivocado o lejos de la verdad de mis invenciones. La obra me llevaba a tal velocidad que yo no me podía parar, y a partir de ese momento se creó una especie de equipo solidario alrededor del libro, y todos mis amigos me ayudaron. Yo le hablaba a José Emilio Pacheco: ‘Mira, hazme el favor de estudiarme exactamente cómo era la cosa de la piedra filosofal’, y a Juan Vicente Melo también lo ponía a investigar propiedades de plantas y le daba una semana de plazo. A un colombiano le pedí: ‘Haz el favor de investigarme cómo fueron todos los problemas de las guerras civiles en Colombia’, a otro le pedí la mayor cantidad de datos sobre las guerras federales en América Latina y siempre tuve amigos haciéndome tareas de este tipo; todo el trabajo poético, por ejemplo, que me hizo Álvaro Mutis, es invaluable. Cuando yo llegué [a México] en 1961, el grupo que estaba en Difusión Cultural [de la UNAM]: Pacheco, Monsiváis, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, y por otro lado, Jomí García Ascot y Álvaro Mutis, trabajaron para mí —y se ríe—. Ahora me doy cuenta de verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no sólo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía.”



Elena Poniatowska, Todo México. Tomo 1. Editorial Diana. México 1990. 318 pp.




Presentación de Palabras Cruzadas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2013



viernes, 18 de abril de 2014

El otoño del patriarca




El poder corrompe 
y el poder absoluto corrompe de un modo absoluto


La primera edición de El otoño del patriarca apareció en Barcelona, en 1975, editada por Plaza & Janés. Es la novela que el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014) escribió después del vertiginoso éxito obtenido con Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) y por ende aún en la segunda edición que La Oveja Negra editó en Bogotá, en noviembre de 1979, con 10,500 ejemplares, concluye con la datación del lapso en que fue urdida: “1968-1975”. 
(La Oveja Negra,  2ª ed., Bogotá, 1979)
Portada
   
(La Oveja Negra, 2ª ed., Bogotá, 1979)
Contraportada
 
  (Diana, 16ª edición, México, septiembre de 2002)
         En México, Editorial Diana ha acaparado la continua edición de la mayoría de los libros de Gabriel García Márquez, pese a que normalmente son libros feotes y con erratas, como es el caso de la dieciseisava edición de El otoño del patriarca, concluida “el 9 de septiembre de 2002”, la cual, además de las infalibles erratas, mochó la datación que figura al final.

Dispuesta en seis capítulos sin títulos ni números, El otoño del patriarca es un divertimento, la novela más bufa, caricaturesca, hilarante y experimental de Gabriel García Márquez, pues además de que tales capítulos son seis largos y apretados bloques narrativos en los que las reglas de la puntuación han sido trastocadas y usadas de manera arbitraria, sucesivamente la secuencia narrativa se rompe y cambia de tiempos y de voces. No obstante, la polifonía y el conjunto narrativo trazan un círculo concéntrico, pues inicia con el descubrimiento del cadáver del anciano dictador (carcomido por los zopilotes) en la ruinosa casa presidencial infestada de vacas y gallinas, y concluye con el relato en el que por fin fallece, preámbulo del primer capítulo.
Gabriel García Márquez escribiendo El otoño del patriarca
Barcelona, años 70
Foto: Rodrigo García Barcha
       Con El otoño del patriarca la poderosa imaginación de Gabriel García Márquez vive uno de sus momentos más líricos y exultantes, pues pese a bosquejar el supuesto contexto social y la siniestra y cruenta trayectoria de un supuesto hombre que despóticamente gobierna un hipotético país caribeño, lo que campea y predomina en cada página es un constante sentido del humor, ya en el uso de la hipérbole y del eufónico vocabulario (que no excluye coloquialismos, palabrotas y juegos de palabras), en sus exageradísimas, caricaturescas y fantásticas anécdotas, y en sus incesantes y abigarradas imágenes poéticas, insólitas, absurdas, kafkianas, surrealistas e imposibles.  

Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez en 1959
         Pese a que la idea de la novela del dictador la tuvo Gabo por primera vez cuando en enero de 1958 (como reportero de la revista Momento) vivió en Caracas la caída y la salida al exilio del dictador Marcos Pérez Jiménez, y a que su obra implica y supone “una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe”, con mil y un remantes extirpados de la historia y de la realidad, El otoño del patriarca no tiene un grumo de realista ni de historicista ni de sociología ni de análisis y conflicto político, pese a los genocidios y crímenes políticos y a que durante una aciaga coyuntura haya cedido, por fin, la entrega del Mar Caribe a los gringos con tal de saldar la impagable deuda externa. Pero esto no supone la ocupación y explotación de tales aguas territoriales que se observan desde su casona, sino que literalmente dejaron un desierto y se lo llevaron a territorio norteamericano: “o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades [...]” 

Y no fue una entrega fácil, pues el vejete replicó, aún rejego y egocéntrico: “qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénega en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía”.


Gabriel García Márquez
        El trazo legendario y mítico de ese abominable vejestorio rodeado siempre de lacayos (aún antes de morir casi como lo pronosticaron las pitonisas de los lebrillos) reza que vivió más de cien años con una salud de hierro (sólo padeció de fiebres tercianas durante la guerra y cuando arribó por primera vez a la casa presidencial), de hecho se dice que “había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición” y que tuvo “una edad indefinida entre los 107 y los 232 años”, cosa probable dentro de la desmesurada, movediza y delirante lógica de la novela, pues durante el sanguinario período de terror en que el dandy y políglota José Ignacio Sáenz de la Barra controla los aparatos de inteligencia y las fuerzas represivas, se celebra “el primer centenario de su ascenso al poder”.
Vale apuntar que el entorno de su casona casi siempre está rodeado de hordas de leprosos, ciegos y paralíticos; y esto es así porque se le atribuyen poderes ultraterrenos. De modo que él evoca: “no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que ponga la mano aquí a ver si se me quitan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia”. Así, no extraña que en los postreros límites de su vida y de la novela haya quienes digan: “y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla [...]”
Gabriel García Márquez
        Se dice que “Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas, pero ninguno llevó su nombre ni su apellido, salvo el que tuvo con Leticia Nazareno que fue nombrado general de división con jurisdicción y mando en el momento de nacer, porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella.” Es así que la “proclamó por decreto matriarca de la patria”. Bendición Alvarado, su madre, pajarera ambulante y pintora de oropéndolas, con risibles hábitos y prejuicios de mujer doméstica de pocas luces, fue la persona que más lo quiso (o quizá la única), y a quien él amorosamente recuerda durante toda su ancianidad, incluso mucho después de que por todos los rincones del país se sucediera la peregrinación post mortem y de cuerpo presente que buscó proclamarla santa. Pero cuando aún está en los últimos suspiros trata de revelarle  minucias de su concepción y nacimiento: “cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor, cómo fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre, trataba de decirle para la historia que lo había engendrado de pie sin quitarse el sombrero por el tormento de las moscas metálicas de los pellejos de melaza fermentada de una trastienda de cantina, lo había parido mal en un amanecer de agosto en el zaguán de un monasterio, [...] y sólo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para ser rey, y así era”. 

Ahora que si el vejete estuvo estúpidamente enamorado de Manuela Sánchez, “reina de la belleza de los pobres”, que lo desdeñó y se esfumó de sus garras durante un manipulado eclipse, la joven Leticia Nazareno, por orden suya, fue secuestrada en un monasterio de Jamaica y traída en barco hasta su casona, donde con el tiempo se convirtió en su amante y luego en la esposa que le dio el hijo que él reconoció y cuyo espeluznante asesinato (mueren descuartizados por 60 perros) precede al susodicho período de terror dirigido por el todopoderoso José Ignacio Sáenz de la Barra (“lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio”), cuya vengativa ejecución por las muchedumbres: “macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general”, evoca otra ejecución orquestada por éste, la del general de división Rodrigo de Aguilar, su otrora compañero de armas y luego su ministro de la defensa, servido en bandeja de plata al estado mayor de sus guardias presidenciales: “puesto cual largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo par ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores.”
Gabriel García Márquez
         Y además de que con Leticia Nazareno vive episodios de intenso placer sexual coronados por las nauseabundas y pestilentes secreciones excrementicias de él, fue ella la que, pese a su decrepitud, le enseñó a leer y escribir y por ende durante su larga senilidad a veces evoca y canturrea infantiles cantaletas de alfabetización mnemónica, pero no puede evitar las fallas ortográficas en lo que rotula en la puerta del hediondo retrete: “prohibido haser porcerías en los escusados”. 




Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca. Editorial Diana. 16ª edición. México, septiembre de 2002. 304 pp.