Las mil Lailas y una Laila
Nélida Piñón |
Pese a tratarse de una ficción, Voces del desierto no narra ni implica circunstancias ni linderos ni elementos extraordinariamente fantásticos, maravillosos, sobrenaturales, felices, mágicos y poéticos, tal y como por antonomasia ocurre en los consabidos relatos de Las mil y una noches (“Aladino o lámpara maravillosa”, “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, “Simbad el marino”, “Historia de Kamaralzamán y la princesa Budur”, etcétera), es decir, no hay genios encerrados en una botella ni talismanes ni fórmulas mágicas ni alfombras voladoras ni los animales parlotean entre sí, sino que todo se desglosa con un tratamiento, un matiz y un decurso supuestamente realista, muy reiterativo, gris, sin humor, somnífero, patético, empantanado, opresivo y desolador.
(Alfaguara, México, marzo de 2006) |
Scherezade, en cambio, aún no cumple los veinte años (quizá con la belleza de una hurí), pero es culta, dado que por ser la hija menor del Visir (el principal administrador del Califa) y dadas sus virtudes innatas para la narración oral, desde niña recibió una educación regia y palaciega (prohibida e inaccesible para la mayoría de las musulmanas), matizada por los incentivos de su fallecida madre y por el subrepticio magisterio e influjo que en ella ejerció Fátima, su nodriza, quien sin autorización del Visir la llevaba, aún adolescente, disfrazada a la medina de Bagdad (emulando al legendario Harum al-Rashid), para que oyera historias orales, voces, timbres, y se impregnara del entorno y su gente, de los tufos, fragancias y efluvios.
Entre el Califa y Scherezade nunca se establece una comunicación humana y amistosa. Nunca se quieren ni se quisieron. Él siempre es el distante, odioso, frío y temible soberano que dicta e impone la rutina: auxiliada por su hermana mayor Dinazarda, a la que pronto se suma la esclava Jasmine, Scherezade tiene prohibido salir de los aposentos (de día y de noche), y su papel, de vil esclava y no de cónyuge, se reduce a dos cosas nocturnas: la preliminar fornicación, que el Califa realiza semivestio, de manera rapidita y light (mientras puede), además de que ella no se mueve ni debe decir nada: ni mu ni pío ni emitir suspiros ni pujiditos (pues esto le recuerda a la lujuriosa Sultana y podría costarle el cogote), y luego sigue la sesión de los cuentos que ella debe narrar hasta el límite de la aurora, siempre bajo la espeluznante amenaza de que el Califa, por distintas razones, decida, por fin, borrarla del mapa, precisamente en el enorme cadalso erigido junto a los aposentos para matar a las doncellas desvirgadas por su real falo.
No asombra, entonces, que Scherezade, desde el principio no lo ame y que aún recién llegada al palacio piense en marcharse y narrar en otra latitud, entre su gente, dado que para ella el Califa semeja un “vil sicario”, la encarnación del mal, pues “en nombre del honor ofendido, se había olvidado de la doctrina del Islam”.
Con el apoyo logístico de la esclava Jasmine y de su hermana Dinazarda (quien ha adquirido cierto poder administrativo ante los áulicos del palacio), Scherezade, quien ya no soporta ni tolera el cuerpo del Califa moviéndose sobre el suyo, urden que Djaura, una favorita del harén, la sustituya en el preliminar y desabrido ayuntamiento del monarca. El Califa, no obstante, no cae en el engaño y sin decir una palabra permite que prosiga la intriga, porque además de descubrir cierto placer que creía extinto, también, desde hace un buen tiempo, está harto del obligado y fársico coito con la narradora.
Algo parecido ocurre al final de la novela, cuando la trilogía (Scherezade-Dinazarda-Jasmine) trama que la contadora de historias subrepticiamente se fugue del palacio (va en pos de la edénica casita donde al parecer aún vive la anciana Fátima, su otrora nodriza). “El Califa no saldría en su busca. Había descubierto en él señales de agotamiento. Casi suplicándole que desapareciese de su vista, pues no quería entregarla al verdugo.” Esto, claro está, se planea y ocurre cuando el monarca por fin ha abolido la terrorífica y sangrienta sentencia dictada contra las familias y doncellas del califato; cuando Dinazarda ha aumentado sus ambiciones y su palaciego poder administrativo (tal vez se convierta en la flamante esposa del chocho Califa); y Jasmine quizá sea la nueva favorita y narradora oral del soberano, pues también tiene sus aspiraciones y sueños, y puesto que había mostrado ciertas dotes e inquietudes por la narración oral, amén de que era ella quien a veces iba al zoco de Bagdad a comprar historias orales (en particular a un anciano y ciego derviche) que nutrieran la a veces fatigada memoria e imaginación de Scherezade.
Contraportada |
Además, dado el tratamiento supuestamente realista de la novela (distante de la fantástica y fabulosa tradición de Las mil y una noches), resulta inverosímil y contradictorio que en una monarquía musulmana, falocéntrica, autoritaria y misógina, el poderoso Visir, de clase alta y principal administrador del Califa de Bagdad, haya permitido que sus hijas, las invaluables niñas de sus ojos, expusieran sus vidas ante el sanguinario monarca, motu propio y por encima de su autoridad. Sólo baste entrever, entre líneas, los implícitos vasos comunicantes y el trasfondo atávico y social en un fragmento que la sabihonda y ubicua voz narrativa apunta en la página 283 de Voces del desierto:
Scherezade amaba, en particular, la epifanía de aquellas horas, cuando, a la luz de una vela, los hombres del califato asociaban la astucia nocturna a la naturaleza de la mujer, de quien se podía esperar toda suerte de señuelos, de mentiras e ilusiones. Creyendo el propio Califa en la demoníaca habilidad de la hembra para suscitar en él el extravío de la carne, doblegar su virilidad de varón, devorar su falo. Tal vez por ello sea común, en el mundo islámico, darle a la mujer el nombre de Laila, equivalente a noche en árabe.
Nélida Piñón, Voces del desierto. Traducción del portugués al español de Mario Merlino. Alfaguara. México, marzo de 2006. 320 pp.
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