jueves, 1 de diciembre de 2016

Voces del desierto


                                   
Las mil Lailas y una Laila

Nélida Piñón
Traducida al español por Mario Merlino e impresa por Alfaguara en “marzo de 2006”, Voces del desierto es una novela de Nélida Piñón (Río de Janeiro, mayo 3 de 1937) cuyo primer tiraje en portugués data de 2004. En ella la narradora brasileña (Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe “Juan Rulfo” en 1995 y Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2005) reinventa una genésica, arcaica y ancestral historia paulatinamente germinada y arraigada en la memoria colectiva y en el imaginario culto y popular de Occidente a partir de que a inicios del siglo XVIII se publicaron y popularizaron en París (luego en Europa y en el Oriente Medio) Les mille et une nuits. Contes arabes (12 tomos editados entre 1704 y 1717) que el orientalista y numismático Antoine Galland (1649-1715) tradujo y adaptó del árabe al francés (de un manuscrito, c. siglos XIV-XV, adquirido por él en uno de sus recorridos y estancias por el Oriente y de los relatos que de viva voz le contó, en París, Hanna Diap, un maronita de Alepo). Se trata, principalmente, de la supuesta cotidianidad que Scherezade, la mítica y arquetípica narradora oral de Las mil y una noches, vive y padece cautiva en el palacio del monarca —en este caso el Califa de Bagdad y alrededores (sin ningún cornudo hermano ni pariente visible)—, mientras noche a noche, después de ser sometida a la rutinaria cópula, le narra los sucesivos cuentos, que antes de cada amanecer, dados los puntos suspensivos y el interés del monarca, permiten que ella siga subsistiendo prisionera y bajo amenaza de muerte, y que por ende el Califa interrumpa (sin derogar) la ejecución de más doncellas después de desvirgarlas durante la primera noche, una sangrienta y macabra venganza, vuelta un terrorista decreto inapelable, contra la mujer y contra el pueblo musulmán, iniciada tras descubrir que la Sultana, su esposa, allí mismo en el palacio, se refocilaba con un esclavo negro. (¿Cuántas ex vírgenes habrá matado?, ¿mil y una?).
  Pese a tratarse de una ficción, Voces del desierto no narra ni implica circunstancias ni linderos ni elementos extraordinariamente fantásticos, maravillosos, sobrenaturales, felices, mágicos y poéticos, tal y como por antonomasia ocurre en los consabidos relatos de Las mil y una noches (“Aladino o lámpara maravillosa”, “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, “Simbad el marino”, “Historia de Kamaralzamán y la princesa Budur”, etcétera), es decir, no hay genios encerrados en una botella ni talismanes ni fórmulas mágicas ni alfombras voladoras ni los animales parlotean entre sí, sino que todo se desglosa con un tratamiento, un matiz y un decurso supuestamente realista, muy reiterativo, gris, sin humor, somnífero, patético, empantanado, opresivo y desolador. 
 
(Alfaguara, México, marzo de 2006)
       Es decir, Voces del desierto no es una novela con un apoteósico final feliz, en la que Scherezada (ídem Scherezade), después de narrar durante mil lúbricas noches y una noche, logra que para siempre se elimine su sentencia de muerte (y la dictada contra las muchachitas vírgenes), además de haber logrado que el soberano se enamorara de ella y que tras mostrarle los tres chiquitines engendrados con él durante las nocturnas sesiones (y que no había visto), acepte al conjunto y los proclame y eleve a familia real. Ni su padre, el gran Visir, cada amanecer (insomne, lacrimoso, prosternado, sumiso, y con el correspondiente sudario entre las temblorosas manos), no espera la noticia (quizá atroz) de si su hija fue descabezada por la cimitarra del ansioso verdugo. Nada de eso. Sino que en este caso el despótico Califa de Bagdad, quezque de la dinastía abasí y descendiente de Mahoma y de Harum al-Rashid, es un maldito y un egoísta por los cuatro costados, la auténtica hez de la canalla. No oye a nadie que no sean sus pensamientos, atavismos, fobias y pesadillas de misógino y misántropo. Reina con mano dura sin conocer los rostros y los problemas de los pobladores del desierto y de Bagdad (una ciudad a orillas del río Tigris y cercana al Éufrates, con murallas redondas y cuatro portones). Está incapacitado para amar a nadie que no sea él y su cómodo trono. Y además de gordinflón, con espesa barba y “nariz ganchuda de águila”, de “cimitarra asesina”, ya es un vejete y en consecuencia sus facultades viriles empiezan a menguar y a convertir el sexo en una farsa que en secreto detesta y que busca eludir. (No obstante, tiene su exclusivo harén, sitio al que no entra nadie que no sea él y la recua de alharaquientos eunucos). 

  Scherezade, en cambio, aún no cumple los veinte años (quizá con la belleza de una hurí), pero es culta, dado que por ser la hija menor del Visir (el principal administrador del Califa) y dadas sus virtudes innatas para la narración oral, desde niña recibió una educación regia y palaciega (prohibida e inaccesible para la mayoría de las musulmanas), matizada por los incentivos de su fallecida madre y por el subrepticio magisterio e influjo que en ella ejerció Fátima, su nodriza, quien sin autorización del Visir la llevaba, aún adolescente, disfrazada a la medina de Bagdad (emulando al legendario Harum al-Rashid), para que oyera historias orales, voces, timbres, y se impregnara del entorno y su gente, de los tufos, fragancias y efluvios.
  Entre el Califa y Scherezade nunca se establece una comunicación humana y amistosa. Nunca se quieren ni se quisieron. Él siempre es el distante, odioso, frío y temible soberano que dicta e impone la rutina: auxiliada por su hermana mayor Dinazarda, a la que pronto se suma la esclava Jasmine, Scherezade tiene prohibido salir de los aposentos (de día y de noche), y su papel, de vil esclava y no de cónyuge, se reduce a dos cosas nocturnas: la preliminar fornicación, que el Califa realiza semivestio, de manera rapidita y light (mientras puede), además de que ella no se mueve ni debe decir nada: ni mu ni pío ni emitir suspiros ni pujiditos (pues esto le recuerda a la lujuriosa Sultana y podría costarle el cogote), y luego sigue la sesión de los cuentos que ella debe narrar hasta el límite de la aurora, siempre bajo la espeluznante amenaza de que el Califa, por distintas razones, decida, por fin, borrarla del mapa, precisamente en el enorme cadalso erigido junto a los aposentos para matar a las doncellas desvirgadas por su real falo. 
No asombra, entonces, que Scherezade, desde el principio no lo ame y que aún recién llegada al palacio piense en marcharse y narrar en otra latitud, entre su gente, dado que para ella el Califa semeja un “vil sicario”, la encarnación del mal, pues “en nombre del honor ofendido, se había olvidado de la doctrina del Islam”. 
Con el apoyo logístico de la esclava Jasmine y de su hermana Dinazarda (quien ha adquirido cierto poder administrativo ante los áulicos del palacio), Scherezade, quien ya no soporta ni tolera el cuerpo del Califa moviéndose sobre el suyo, urden que Djaura, una favorita del harén, la sustituya en el preliminar y desabrido ayuntamiento del monarca. El Califa, no obstante, no cae en el engaño y sin decir una palabra permite que prosiga la intriga, porque además de descubrir cierto placer que creía extinto, también, desde hace un buen tiempo, está harto del obligado y fársico coito con la narradora. 
  Algo parecido ocurre al final de la novela, cuando la trilogía (Scherezade-Dinazarda-Jasmine) trama que la contadora de historias subrepticiamente se fugue del palacio (va en pos de la edénica casita donde al parecer aún vive la anciana Fátima, su otrora nodriza). “El Califa no saldría en su busca. Había descubierto en él señales de agotamiento. Casi suplicándole que desapareciese de su vista, pues no quería entregarla al verdugo.” Esto, claro está, se planea y ocurre cuando el monarca por fin ha abolido la terrorífica y sangrienta sentencia dictada contra las familias y doncellas del califato; cuando Dinazarda ha aumentado sus ambiciones y su palaciego poder administrativo (tal vez se convierta en la flamante esposa del chocho Califa); y Jasmine quizá sea la nueva favorita y narradora oral del soberano, pues también tiene sus aspiraciones y sueños, y puesto que había mostrado ciertas dotes e inquietudes por la narración oral, amén de que era ella quien a veces iba al zoco de Bagdad a comprar historias orales (en particular a un anciano y ciego derviche) que nutrieran la a veces fatigada memoria e imaginación de Scherezade.
 
Contraportada
         Pese a lo expuesto y a algunas pinceladas eróticas de índole rupestre y tosca, Voces del desierto es una novela muy superficial, esquemática y reiterativa, casi sin tripas y descafeinada, con muy poco suspense y con mínimas dosis de enredo y poquísimos giros sorpresivos. Se suceden páginas y páginas en las que con ligeras variantes se narra lo mismo, una y otra vez (descuella el arranque de la infausta historia entre el soberano y la narradora). Nunca se construye una dinámica y visual escena donde Scherezade le cuenta al Califa, sólo se dice que le narra de viva voz y que una y otra vez le habla de Simbad, de Zoneida, de Aladino, de Alí Babá, de modo que parece que nunca avanza y que sólo le relata sobre tales personajes, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Nunca se precisa qué relatos Jasmine le compra al derviche ciego y cómo y en qué dosis y matices se los transmite a Scherezade a través del tamiz de Dinazarda. Nunca se ve al Califa en medio de la problemática de su imperio y del ejercicio del poder en el salón del diván con sus visires y embajadores en semicírculo y prácticamente lo suele posponer o delegar a partir de que adquiere el nocturno vicio de oír, casi flotando en una nube de opio, los cuentos que le relata Scherezade en la intimidad de sus aposentos. 

  Además, dado el tratamiento supuestamente realista de la novela (distante de la fantástica y fabulosa tradición de Las mil y una noches), resulta inverosímil y contradictorio que en una monarquía musulmana, falocéntrica, autoritaria y misógina, el poderoso Visir, de clase alta y principal administrador del Califa de Bagdad, haya permitido que sus hijas, las invaluables niñas de sus ojos, expusieran sus vidas ante el sanguinario monarca, motu propio y por encima de su autoridad. Sólo baste entrever, entre líneas, los implícitos vasos comunicantes y el trasfondo atávico y social en un fragmento que la sabihonda y ubicua voz narrativa apunta en la página 283 de Voces del desierto
    Scherezade amaba, en particular, la epifanía de aquellas horas, cuando, a la luz de una vela, los hombres del califato asociaban la astucia nocturna a la naturaleza de la mujer, de quien se podía esperar toda suerte de señuelos, de mentiras e ilusiones. Creyendo el propio Califa en la demoníaca habilidad de la hembra para suscitar en él el extravío de la carne, doblegar su virilidad de varón, devorar su falo. Tal vez por ello sea común, en el mundo islámico, darle a la mujer el nombre de Laila, equivalente a noche en árabe.

Nélida Piñón, Voces del desierto. Traducción del portugués al español de Mario Merlino. Alfaguara. México, marzo de 2006. 320 pp.



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