miércoles, 7 de diciembre de 2016

El último día de Terranova

Chetos mirándose el ombligo

Nacido en La Coruña el 25 de octubre de 1957, el prolífico narrador Manuel Rivas escribió en gallego su novela El último día de Terranova. Y traducida al español por María Dolores Torres París fue editada en España, por Alfaguara, en noviembre de 2015, y, en México, en abril de 2016. En “Liquidación Final/ Galicia, otoño de 2014” —el primero de los 28 capítulos con rótulos que la integran—, el viejo Vicenzo Fontana, el protagonista, quien se desplaza con muletas frente al mar, bosqueja pormenores de su persona y personalidad, y rememora algunos rasgos y episodios trascendentales de su pretérito que lo marcaron para siempre (como la juvenil imagen de “Garúa en bicicleta con su lote de libros en las alforjas”, y la poliomielitis que él contrajo en la infancia, en 1957, y que lo confinó una temporada en el infierno de un estrecho e inmovilizante “Pulmón de Acero, en el Sanatorio Marítimo”). Pero el drama inmediato que lo confronta al desasosiego de su incierto destino está cifrado en el letrero que escribió en el escaparate de Terranova, la vieja y entrañable librería familiar (abierta en 1946, por Comba Ponte, su madre, en el número 24 de Atlantis, en el puerto de La Coruña), que ha heredado y de la que es responsable: Liquidación final de existencias por cierre inminente
Primera edición mexicana, abril de 2016
        La novela El último día de Terranova es un puzle repleto de anécdotas y digresiones, salpimentado y recamado con abundantes citas y florituras librescas de erudito gourmet, en cuya urdimbre narrativa (poco verista) bullen los nombres, las fechas, los hechos y los episodios extirpados de la globalizada historia de la literatura y de la globalizada historia social y política. Si bien el decurso del presente (relativo a 2014) es progresivo y oscila en torno al probable descalabro de la librería (debido a la amenaza de desahucio y lanzamiento por parte de los propietarios del inmueble: Old Nick y Nick Junior, asociados a un oscuro y ambicioso Máster), Manuel Rivas, de manera alterna, hace incursiones a diversos pasados en distintos ámbitos temporales y narrativos. En este sentido, descuella lo que concierne a Garúa (una joven argentina) en los años 70 del siglo XX, a quien Vicenzo Fontana conoce en noviembre de 1975, en Madrid, y con quien viaja en tren a La Coruña, directamente a la librería Terranova (que además es casa familiar y refugio de menesterosos y de la idiosincrasia republicana), precisamente el día que en la capital española se efectúan las multitudinarias exequias del generalísimo Francisco Franco. Período y estancia en Terranova que concluye en 1979, cuando Garúa se marcha para siempre de allí (y a quien nunca vuelve a ver), luego de que Rodolfo Almirón, un sanguinario agente de la extemporánea Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), guiado y acompañado por Pedrés, “inspector de la Brigada Político-Social”, respaldados por un grupo de policías que rodearon la librería, asombrosamente no la detienen el día que se presentan para llevársela, pese a que con antelación la tenían ubicada e identificada con fotos de su historial en las huestes clandestinas de los Montoneros, con quienes desde La Coruña mantenía contacto secreto por correo y por teléfono desde una cabina pública cercana al Faro, y por ende un par de ellos, “en un Mini Morris rojo con techo blanco”, pasan a recogerla en Chor, sitio de la Casa Grande de los Fontana que ella eligió para despedirse del núcleo familiar, donde dizque alfabetizó a Expectación, la criada que amamantó a Vicenzo de una teta (mientras de la otra teta amamantaba a Dombodán, su propio hijo), quien dizque desde que aprendió a leer, sólo ha leído un libro: no la Biblia, sino Pedro Páramo, dizque “diez o quince veces”; mientras que Garúa, de la librería Terranova sólo se lleva “La Odisea en braille”. Es decir, Garúa, liada con los Montoneros (guerrilleros o terroristas, o la dos cosas a la vez), está en España porque “Consiguió huir de Argentina cuando iban a cazarla” (incluso “le pusieron una bomba al apartamento donde vivía”). Y ese “asesino Almirón, el gorila que visitó Terranova y que anda de pistolero suelto por España”, obviamente la rastreó y localizó (era él quien traía las fotos de ella); no obstante, luego de apersonarse en la librería no la sigue (en solitario o con otros pistoleros), no la embosca ni la caza ni la secuestra ni la mata, pese a que, según le dijo Garúa a Vicenzo, era “un policía corrupto con un horrible historial, uno de los organizadores de la Triple A, que con la guerra sucia abrió paso a la Dictadura argentina, mercenario en actos terroristas en España, como el de Montejurra, en esa primavera de 1976”. Y Garúa, repartidora de libros en bicicleta, junto a su apariencia de no matar una mosca ni morder un plátano, algo sabe (y podría ser torturada para que hable y delate a sus correligionarios), pues se incorporó en misiones de inteligencia para los Montoneros, luego de que “un día de diciembre de 1974”, en “una casa paqueta en Buena Vista”, en Buenos Aires, donde daba de clases de piano a una niña convaleciente, descubriera, sin proponérselo y oculta tras una mirilla de cristal, las reuniones secretas, cruentas y exterminadoras que una fauna de informantes y miembros de la Triple A periódicamente tenían en un salón. “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros...”, oyó Garúa que planea el Almirante Cero. Quien en la vida real (Emilio Eduardo Massera) dirigió la tenebrosa ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) y fue parte de la junta miliar que el 24 de marzo de 1976 derrocó a Isabelita (la presidenta María Estela Martínez de Perón). Y según le confiesa Garúa a Vicenzo antes de marcharse de Terranova, las fotos que el Negro Tero (un camarada de ella) reveló en Madrid en torno a la capilla ardiente de Franco, precisamente en el piso del teatro abandonado donde Vicenzo subsistía con la pinta y el maquillaje del Duque Blanco Cojo (un híbrido de David Bowie y Alice Cooper), eran explosivos documentos reveladores y comprometedores: “¿Sabés de quiénes eran las fotos que revelamos en Madrid? Coincidiendo con los funerales de Franco, se juntaron jefes de los servicios de Inteligencia y policiales de las dictaduras latinoamericanas, agentes de la CIA y miembros de grupos neofascistas, como el italiano Delle Chiaie. Allí se dejó atada, y no después, la Operación Cóndor. La caza de huidos y exiliados para ser intercambiados por los aparatos represivos. También colabora la policía franquista. Hay torturadores en mi país que recibieron cursos en España. Cursos de tortura. ¿Qué te parece? ¿Y a qué vas de viaje, cariño? A un cursillo de tortura.” 

Vale observar que el cometido de apresar a la Mata Hari de los Montoneros en la librería Terranova se frustra porque Eliseo, el tío materno de Vicenzo, confronta, él sólo y con un revólver, al inspector Pedrés, a su adjunto Cotón y a tal Rodolfo (mientras en el exterior los uniformados policías se chupan el dedo y sólo esperan órdenes). Y además de que se marchan con las manazas vacías en tanto el inspector Pedrés alude la consabida y supuesta enfermedad del tío Eliseo Ponte, el hilarante detalle (quizá inverosímil) radica en que “el Seis Luces no tenía balas”, y quien lo advierte no es ninguno de los tres rapaces agentes, sino Vicenzo. 
Ese supuesto padecimiento del tío Eliseo es su homosexualidad, lo cual implica, ante las autoridades responsables, un vínculo de soborno, tolerancia y corrupción sistémica en ámbitos del franquismo, pues Eliseo ha sido confinado, supuestamente, en un manicomio. Es decir, el tío Eliseo había sido detenido “varias veces en redadas policiales por homosexual. Y lo del psiquiatra era una forma de evitar la cárcel”. Y eso se arreglaba “con la comprensión de un juez. Y pagando, por supuesto.” Así que el sanatorio mental en el que Eliseo ha estado, no es, precisamente, una rigurosa, dura, claustrofóbica y torturante clínica psiquiátrica parecida a la clínica de Santander donde en 1940 estuvo recluida Leonora Carrington (por órdenes de su padre), sino que, según le explica Vicenzo a Garúa, “En el sanatorio del doctor Esquerdo, en las afueras de Madrid, además de los pabellones de los enfermos había un espacio con chalés donde residía gente como Eliseo. Gente que podía pagarlo, claro. Era una zona, por así decir, de descanso. No podían salir, pero hacían su vida. Había médicos reaccionarios que consideraban la homosexualidad una tara, pero también los había que combatían esa represión. Recuerdo una ocasión en que fuimos a visitarlo, nos dijo: ¡Estoy leyendo cien libros a la vez! Y era cierto. Allí, con aquellas compañías tan especiales, compartía libros que en muchos casos hallaron refugio final en Terranova.”
Y esto, al parecer, es así. Pues cuando Vicenzo aún ignoraba la inclinación sexual del tío Eliseo, éste le decía, y se le decía, que había ido de viaje a Francia o a países de América Latina y que desde donde andaba enviaba cartas y libros a Terranova; librería donde entonces oficiaba Amaro Fontana, alias Polytropos (el padre de Vicenzo), “El hombre que más sabe de Ulises”, conocido en la comisaría de La Coruña por ser “El mayor abastecedor de libros prohibidos en Galicia” (los cuales llegaban de contrabando ocultos en embalajes y maletas con doble fondo). Pero el meollo del caso es que, pese a sus cartas, a las historias de sus viajes, de sus estadías en varios países, de sus vívidas andanzas con escritores legendarios y celebérrimos, y a los envíos de libros censurados y prohibidos, el tío Eliseo, en realidad, “no estuvo nunca” en los lugares donde decía haber estado: “No estuvo en América”, “Ni en Argentina, ni en México, ni en Cuba. Aparte de un viaje a Barcelona invitado por el editor Janés, sólo estuvo en Portugal. A Lisboa y a Amarante sí que fue.” Le revela Comba Ponte a Garúa.
Manuel Rivas
(Foto de Sol Mariño en la 2
ª de forros )
        Es decir, si Manuel Rivas pone particular énfasis en la descripción y relato de las peculiaridades de sus personajes y su coloquial manera de apodar y apostrofar, el rasgo más acusado del tío Eliseo es su facilidad para fantasear, inventar y contar historias, cualidad con la que otrora embelesó al niño Vicenzo confinado en el Nautilus (el Pulmón de Acero), e incluso a Garúa durante su estancia en Terranova, y que despliega, ante el juez, en el microrrelato sobre la supuesta Operação Papagaio (dizque una “revolución” en ciernes “del grupo surrealista del café Gelo”, en 1962 y en Portugal, para “pasar a la acción y poner fin” a “la Dictadura de Salazar”), donde iba a usar “el Seis Luces”, “pero sin munición”. Virtud de cuentero oral que también transluce Garúa (cuyo ventrílocuo y titiritero es Manuel Rivas) y que saca a relucir, en la librería Terranova (e incluso imita la manera de andar “de Chaplin, de Carlitos el Pibe”), al contar el histriónico, trapecista y circense episodio de cuando en la primavera de 1973, a sus 21 años, se exhibió y presentó ante Borges (rubricando su salida con una chaplinesca pantomima), quien estaba en una mesa de La Biela, el famoso café de Buenos Aires cercano al cementerio de la Recoleta. 

     Así que después de la sorpresiva visita del sanguinario agente de la Triple A y del inspector Pedrés y su coreográfico grupo de policías, “Eliseo se fue ‘de viaje’. Habían llegado a esa componenda. Esta vez las cosas eran más complicadas, con el enfrentamiento policial de por medio. Iba a ser un viaje muy largo. Y ya no volvería a Terranova.” Y según rememora el viejo Vicenzo Fontana, no volvió, pero no dejó de enviar cartas, las cuales empezaron a espaciarse después de que “en la primavera de 1980” se fugó, sin violencia, del sanatorio. La última carta data de “la primavera de 1989”. Y “en mayo de 1990” un enorme paquete remitido de París (con su retrospectiva clave y toque poético en el interior), le notificó la muerte del tío Eliseo en un asilo.  
Aunado a ello, 1990 fue un año muy álgido para Vicenzo Fontana, pues pese a los intríngulis simbólicos, rituales y crípticos del acto, su padre, que era diabético, en el otoño se quitó la vida. Y lo hizo en el “cementerio donde está enterrado su amigo Atlas. Se aposentó allí. Enterró la Piedra del Rayo. Se inyectó la insulina de la diabetes. No la dosis prescrita, sino doble. Se cubrió con una manta. Y se quedó dormido. Ya no despertó.” El tal Atlas era un cantero fortachón llamado Henrique Lira, nativo de Chor, el pueblo donde también nació Amaro Fontana. Y en una excavación arqueológica del Seminario de Estudios Gallegos, donde brillaba el joven maestro universitario Amaro Fontana (egregio miembro de la “Generación de las Estrellas”), fue Atlas quien halló “el bifaz”, “la Piedra del Rayo”, un “hacha paleolítica” (con forma acorazonada) resguardada como reliquia en la librería Terranova. Y según le explica Amaro a Garúa, “Había una leyenda. Los románticos creían que esas piedras no eran tallas humanas. Habían sido fecundadas por el rayo al penetrar la tierra. Quien tuviese la piedra, protegía a todos.” No obstante, según le dice, “En el verano del treinta y seis, una de las primeras medidas de los golpistas en Galicia fue destruir el Seminario de Estudios. Asesinaron a diecisiete miembros, y treinta y uno consiguieron huir al exilio”. Y Garúa, además del “bifaz”, observó un par de viejas fotos, una de estudio, “posterior a la excavación”, datada en “junio de 1936”, donde posan el tío Eliseo, Atlas y Amaro Fontana muy atildados, y otra de un grupo numeroso del Seminario de Estudios. Y en torno a Atlas, Amaro le revela a Garúa algo del inefable e indeleble carozo de la mazorca: “El tercero por el que preguntas fue asesinado”. “Creo que lo mataron porque me tenían que matar a mí. Pero a mí no me mataron. Mis padres pagaron para que no me matasen. Fue así. Éramos amigos. Éramos felices. Y en minutos, en horas, él estaba sin vida. Y yo era un ‘topo’. Él encontró la Piedra del Rayo, pero había insistido en que yo la custodiase.” 
     
Manuel Rivas
         En el decurso de El último día de Terranova, Vicenzo Fontana alude cierto distanciamiento con su padre (peyorativamente lo llamaba “el Hombre Borrado”), vertiente que Manuel Rivas no ahonda ni desarrolla, pese al seminal indicio (entro otros) de que cuando estuvo prisionero en el batiscafo (el Pulmón de Acero) casi no lo visitó (y casi no le habló) y a que hubo un tiempo en que sólo se comunicaban por escrito. Y en contraste y contradicción, lo que sobresale y disemina a lo largo de las páginas es la admiración que Vicenzo siente ante las cualidades intelectuales y polígrafas de Amaro Fontana, de cuya impronta, cobijo y protección nunca busca destetarse. Y amén de mencionarlo, tampoco narra anécdotas donde se vea al tío Eliseo y a Amaro Fontana de “topos” en la librería Terranova, no en un subterráneo o camuflado escondrijo, sino deambulando vestidos de mujer. Y nada sobre las agresiones que los falangistas infringieron contra la librería Terranova. Y ningún episodio sobre la homosexualidad del tío Eliseo. Y fuera de referirlo e ilustrarlo con una anécdota (el viaje en LSD, con Dombodán, en el tejado de la catedral de Santiago en la “primavera de 1974”, preludio de su desplazamiento a Madrid), tampoco explora el trasfondo y los matices de la juvenil drogadicción de Vicenzo. Pero sí narra el modo en que la vieja librería Terranova —por azares y coincidencias del destino en el que juega un papel audaz un ex sacerdote armado con un rifle (refugiado en Terranova), más las revelaciones delincuenciales de una marginal pareja de jóvenes: Vania y Zas (los últimos refugiados, padres de la bebé Estela Marina, “La primera nativa de Terranova”)— logra defenderse ante las perentorias amenazas de lanzamiento y del criminal y furtivo intento de incendio promovido por el mafioso Máster a través de dos matones (Boca di Fumo y el Bate), estrategia defensiva donde descuella cierta reflexión detectivesca, intuición y olfato de Vicenzo y su parcial buena estrella (paradójicamente signada por una Virgen Grávida, una pieza religiosa del siglo XIV que otrora estuvo en la Casa Grande de Chor, preservada en ultrasecreto por la vieja matrona Expectación). 


Manuel Rivas, El último día de Terranova. Traducción del gallego al español de María Dolores Torres París. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, abril de 2016. 290 pp.



1 comentario:

  1. Lo leí hace unas semanas. Me ha encantado, sobre todo por las sensaciones que deja, esa sensación de todo un mundo desapareciendo cuando se cierra para siempre una puerta.

    Saludos.

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