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domingo, 2 de diciembre de 2018

La amargura del condenado

En busca del rinconcito perdido

Con el número 5011/11 de la colección Biblioteca Maigret y dentro de la serie de bolsillo Booket, Tusquets Editores publicó en Barcelona, en 2003, La amargura del condenado, novela policíaca del inagotable narrador belga Georges Simenon (1903-1989), traducida al español por Joaquín Jordá, cuya primera edición en francés (La guinguette à deux sous) data de 1931. Y cuenta con dos adaptaciones a la pantalla chica: The Wedding Guest (1962), filme de la BBC para la televisión británica dirigido por Terence Williams, con Rupert Davies en el papel del inspector Maigret; y La guinguette à deux sous (1975), película de la televisión francesa dirigida por René Lucot, con Jean Richard en la caracterización del comisario Maigret.
(Tusquets, Barcelona, 2003)
       La intriga policial de La amargura del condenado se desglosa en once capítulos con rótulos. La tarde del “27 de junio” (un día muy luminoso) el comisario Maigret va a la prisión Santé. Su objetivo (como si fuera el defensor de oficio) es informarle a “Jean Lenoir, el joven jefe de la banda de Belleville”, que el presidente de la República rechazó su indulto y que su ejecución en la guillotina “tendrá lugar mañana al amanecer”. Acojonadora y sonora noticia (con cuenta regresiva) que “A esa misma hora” se puede leer “en los diarios de la tarde que corrían por las terrazas de los cafés” de París.

Según la voz narrativa, “Había sido precisamente Maigret quien, tres meses antes, había echado el guante a Lenoir en un hotel de la Rue Saint-Antoine. Un segundo más, y la bala que el delincuente disparó contra él le habría alcanzado de pleno en lugar de perderse en el techo.” El condenado a muerte, Jean Lenoir, es un joven malhechor de 24 años que desde los 15 colecciona delitos y condenas. Su autoimpuesto “código de honor” le impide delatar a sus cómplices. Y en un instante de amargura exclama: “¡Si al menos me acompañaran todos los que se lo merecen!” Cuyo deshago es la anécdota que le narra al comisario Maigret en torno a un hecho impune que él, a sus 16 años, dice, presenció junto a su colega Victor (que ya tosía, por la tuberculosis, y que “debe estar ahora en un sanatorio”). Es decir, hace ocho años, vagando por las calles de París, a eso de las “tres de la madrugada” vieron que un tipo sacó un cadáver de una casa, lo subió a un coche, manejó un trayecto y luego lo arrojó a las aguas del canal Saint-Martin. Algo muy pesado debió llevar en los bolsillos porque el cuerpo se hundió de inmediato. Hecho esto, le dice Lenoir, “En la Place de la République, el hombre se detuvo para tomar una copa de ron en el único café que seguía abierto. Luego llevó el coche al garaje y se metió en su casa. Mientras se desnudaba, vimos su silueta recortada en las cortinas.”  
    Los jovenzuelos pudieron seguir al tipo y averiguar el sitio donde vivía porque se subieron al parachoques del auto. Y según añade el condenado: “Victor y yo lo chantajeamos durante dos años. Éramos novatos. Y como teníamos miedo de pedir demasiado, exigíamos cien francos cada vez. Un día el tipo se mudó y no logramos dar con él. Hace menos de tres meses lo vi por casualidad en el Merendero de Cuatro Cuartos y él ni siquiera me reconoció.”
     El comisario Maigret ignora dónde se halla el Merendero de Cuatro Cuartos. Y pese a que en los “archivos de los asuntos sin resolver  de aquel año” ve que “en el canal Saint-Martin habían encontrado por lo menos siete cadáveres”, esa anécdota carcelaria, contada en la antesala de la muerte, hubiera caído en el olvido si el comisario no se hubiera tropezado con una circunstancia fortuita. El sábado 23 de julio, casi un mes después de la ejecución de Jean Lenoir, Maigret se alista para viajar en ferrocarril a Alsacia, pues su esposa ha ido allí “a casa de su hermana, donde, como todos los veranos, pasaría un mes”. Puesto que el bombín que usa está roto y su mujer le ha “dicho cientos de veces que se comprara otro” (“¡Acabarán por darte limosna en la calle!”), Maigret entra en una sombrerería del Boulevard Saint-Michel “para probarse sombreros hongos”. Allí, un cliente de unos 35 años, con un “traje gris muy corriente”, solicita una chistera de modelo antiguo, pues, le dice al vendedor, “es para una broma, una boda de mentira que hemos organizado unos amigos en el Merendero de Cuatro Cuartos. Habrá una novia, una suegra, testigos y todo lo demás. ¡Como en una boda de pueblo, vaya! ¿Comprende ahora lo que necesito? Yo hago de alcalde del pueblo.”
   
Georges Simenon
(1903-1989)
          Dentro de la sombrerería, el comisario Maigret, todo oídos, aún no ha “experimentado lo que solía llamar la ‘vuelta de llave’”, “aquel pequeño pellizco” [debajo de la tetilla izquierda, diría el teniente investigador Mario Conde], aquel desfase, en suma, aquella vuelta de llave que lo zambullía en la atmósfera de un caso”. Pero el hecho de oír el retintín del nombre del Merendero de Cuatro Cuartos y dado su intrínseco instinto y pulsión de sabueso, empieza a seguir al hombre de la chistera y traje gris. A bordo de un taxi persigue el coche del tipo, que se detiene en la Rue Vieille-du-Temple, donde entra “en una tienda de ropa de segunda mano y al cabo de media hora salió con una enorme caja alargada y plana que debía contener el traje adecuado para la chistera”. “Después enfilaron a los Campos Elíseos, luego a la Avenue de Wagram. Un bar pequeñito, en una esquina. Sólo pasó allí cinco minutos y salió en compañía de una mujer de unos treinta años, rellenita y alegre.” El coche donde va la pareja se detiene “en la Avenue Niel, delante de un hotelito” de paso, en cuya “placa de cobre” se anuncia: “Se alquilan habitaciones por meses y por días”. “En la recepción, que olía a adulterio elegante”, Maigret muestra su placa de la Policía Judicial y la “encargada perfumada” le dice, sobre “la pareja que acaba de entrar”, que “Son personas muy correctas, casadas los dos, que vienen dos veces por semana”. Mientras los amantes están refocilándose en el cuarto, Maigret lee en “la cédula del vehículo” el nombre y la dirección del galán de marras: “Marcel Basso. Quai d’Austerliz, número 32, París”. 
  Tras salir del hotel de paso, los tortolitos se van en el auto de Marcel Basso y se detienen “en la Place des Ternes. Se les veía besarse a través de la ventanilla trasera. Seguían cogidos de la mano cuando, con el coche al ralentí, la mujer salió del vehículo y paró un taxi.” Maigret, por su parte, le ordena a su taxista que vaya a Quai d’Austerliz, donde lee en un “cartel enorme” más datos sobre el galancete: “MARCEL BASSO. IMPORTADOR DE CARBONES DE TODAS LAS PROCEDENCIAS. VENTA AL POR MAYOR Y AL DETALL. REPARTO A DOMICILIO. PRECIOS DE VERANO.” Allí, “Una empalizada negruzca rodeaba unos almacenes de carbón. Enfrente, al otro lado de la calle, había un muelle de descarga de la misma compañía y garrabas inmóviles junto a los montones de carbón descargados ese mismo día.
     “En medio de los depósitos de carbón se alzaba una gran casa con jardín. Monsieur Basso aparcó el coche, con un gesto maquinal se aseguró de que no llevaba cabellos de mujer en los hombros y entró en su casa.
    “Maigret lo vio reaparecer en una habitación del primer piso, que tenía las ventanas abiertas de par en par, en compañía de una mujer alta, rubia y bonita. Los dos reían. Hablaban animadamente. Monsieur Basso se probaba la chistera y se miraba en un espejo.
   “Metían ropa en unas maletas. Apareció una sirvienta con delantal blanco.
   “Un cuarto de hora después —eran las cinco— la familia bajó. Un niño de diez años, con una escopeta de aire comprimido, abría la comitiva. Lo seguían la sirvienta, Madame Basso, su marido y un jardinero con las maletas.”
    En el auto de Marcel (que no es “de lujo”, pero sí “casi nuevo”), los Basso “se dirigieron a Villeneuve-Saint-Georges”. Maigret los sigue en el taxi. “Después tomaron la carretera de Corbeil. Cruzaron esa ciudad y enfilaron un camino lleno de baches, paralelo al Sena.” Y su destino final es una casa de campo llamada “El Reposo”, ubicada entre los poblados Morsang y Seine-Port. Maigret le pregunta al taxista si “¿Hay algún hotel o fonda por los alrededores?” Y el taxista le responde que “En Morsang está el Vieux Garçon. Y Marius, más arriba, en Seine-Port.” Pero ignora si en el Merendero de Cuatro Cuartos rentan habitaciones. 
 
En el centro:
Georges Simenon y Josephine Baker
        Para no desvelar todas las menudencias de la narración, vale resumir que ese ámbito cercano a París es un entorno de descanso y recreación para una multitud de gente clasemediera y pequeñoburguesa que suele ir allí los fines de semana a reposar, divertirse, convivir, comer, beber, pescar y navegar en el Sena, ya en bote o en embarcaciones de distinta catadura. Y Marcel Basso y los suyos (una de las pocas familias que poseen casa de campo y por ende no se resguardan en los hoteles) forman parte de una pandilla de conocidos entre sí que tienen al Merendero de Cuatro Cuartos (una modestísima taberna) como el punto central de sus comilonas y francachelas. Y Maigret, infiltrado entre ellos con su traje oscuro de ciudad (o sea: el notorio frijol en la sopa de letras campiranas), observa que, efectivamente, en el Merendero de Cuatro Cuartos se celebra una boda de broma en la que los alegres comensales están disfrazados. Marcel Basso caracteriza al alcalde de pueblo y la novia de la boda es nada menos que su amante furtiva, la misma fémina treintañera con que unas horas antes se regocijó en el hotelito de paso de la Avenue Niel, esposa, además de Feinstein, un cincuentón, muy serio y canoso, que está disfrazado de vieja, dueño de una camisería en el Boulevard des Capucines (en “la zona de los grandes bulevares” de París). Esa mujer, llamada Mado, era “la más ruidosa de todos. Estaba claramente borracha y se distinguía por su pasmosa exuberancia. Bailaba con Basso, tan pegada a él que Maigret desvió la mirada.” Y la cereza del pastel de bodas es otra escena pícara y libertina, pues la falsa novia y el falso novio son empujados al cuartito de la luna de miel, “y luego lo cerraron con llave”. Hay que recalcar que Marcel Basso, pese a la obvia y descarada cachondez en el baile frente a las narices del camisero, no es el falso novio, y por su papel de alcalde del pueblo le toca cortar “la liga de recuerdo” y repartirla en pedacitos; mientras que el falso novio, “con la cara embadurnada de blanco y maquillada”, “Iba disfrazado de campesino granujiento y risueño”.
 
Josephine Baker
(1906-1975)
      James, un británico, miembro de la pandilla, quien bebe y bebe sin caerse ni perder lucidez, es el que trata a Maigret como si fuera un invitado más del grupo e incluso le ofrece su habitación de hotel sino encuentra sitio en el Vieux Garçon. Maigret supone que entre esos alegres comensales hay un asesino camuflado y por ciertas miradas que le dirigen algunos, colige que saben que es policía. 
   La tarde del día siguiente, domingo 24 de julio, Maigret es invitado a jugar bridge en la casa de campo de Marcel Basso, la cual se localiza exactamente frente al Merendero de Cuatro Cuartos; es decir, cruzando el Sena en bote de remos, en balandro de vela o en lancha de motor. Luego de unas dos horas de jugar, beber y bailar en la casa de los Basso, la pandilla decide regresar al Merendero. Maigret lo hace en el balandro de vela de James, pero van remando con lentitud porque no sopla viento. Mientras que el camisero Feinstein y Marcel Basso en unos instantes cruzan el río en la lancha de éste. Cuando James y Maigret están cerca de la orilla se oye un disparo. El comisario se apresura batiendo los remos. Y detrás del Merendero observa la escena del sorpresivo crimen: el camisero Feinstein yace en el suelo y Marcel Basso, que empuña “un pequeño revólver con culata de nácar”, pregunta por su esposa (quien vestida de marinero se ha quedado en la casa de campo con el hijo) y repite fóbico y angustiado: “¡No he sido yo! ¡No he sido yo!”
  El comisario Maigret anuncia al corro que es de la Policía Judicial e inicia las diligencias policiales. Al médico (miembro de la pandilla) le ordena que vigile que nadie toque el cadáver. Y dado que no hay teléfono en la casa de los Basso ni en el Merendero, le ordena al tabernero que vaya en bicicleta a la esclusa y llame por teléfono a la gendarmería. Y puesto que Maigret “no estaba en misión oficial”, antes de irse delega “las responsabilidades” en los gendarmes, quienes detienen a Marcel Basso y avisan “al juez de instrucción”. Pero “Una hora después”, Marcel Basso, “sentado en la pequeña estación de ferrocarril de Seine-Port, flanqueado por dos brigadas”, empuja “a sus guardianes” y escapa corriendo entre la muchedumbre, cruza la vía y se pierde “en un bosque cercano”.
  Por orden del juez de instrucción, el comisario Maigret se hace cargo de las pesquisas de ese caso y al unísono investiga el crimen impune ocurrido hace “ocho años”, pues está seguro que el asesino (otrora chantajeado por Jean Lenoir y su compinche tuberculoso) es uno de los miembros de la pandilla del Merendero de Cuatro Cuartos.
  En el transcurso de los días, “El juez de instrucción encargado del asunto del Merendero” presiona a Maigret y lo mismo hace el Jefe de la Policía Judicial, pues por las vacaciones de verano “tenía pocos hombres disponibles, y éstos debían vigilar todos los lugares en los que el fugitivo podía presentarse”. El comisario Maigret, desde luego, resuelve ambos casos en unos cuantos días, pues ya muy entrada la noche del miércoles 3 de agosto va en tren, por fin, rumbo a Alsacia, donde en la estación lo esperan su esposa y la hermana de ésta; incluso su mujer lo recibe con unos “zuecos pintados”, adquiridos para él en Colmar. “Eran unos preciosos zuecos amarillos, y Maigret quiso probárselos antes incluso de quitarse el traje oscuro con el que había llegado, procedente de París.”
  Así como el sábado 23 de julio el azar llevó a Maigret a una sombrerería donde oyó hablar del Merendero de Cuatro Cuartos, en éste, la mañana del domingo 31 de julio (una semana después del asesinato de Feinstein) al oír la tos de un jovenzuelo (de unos 25 años) con pinta de vagabundo, infiere que se trata del cómplice de Jean Lenoir, que sin duda está ahí para cobrar el chantaje y por ende le pide su documentación. En su “mugrienta cartilla militar” lee que se llama Victor Gaillard. Y su última dirección, le dice el rapaz, fue el “Sanatorio municipal de Gien”, que abandonó “Hace un mes”. Y añade: “Estaba sin un céntimo. Por el camino he trabajado haciendo algunas chapuzas. Puede usted detenerme por vagabundeo, pero tendrá que enviarme a un sanatorio. Sólo me queda un pulmón.” Victor Gaillard niega haber conocido a Jean Lenoir y haber recibido de él una carta (enviada desde la cárcel) donde le indicó el sitio donde hallaría al tipo que otrora arrojó un cadáver al canal de Saint-Martin y que para él y Lenoir (durante dos años) fue la gallina de los huevos de oro. Y como Victor se obstina en no revelarle nada, Maigret lo encierra en una celda del Quai des Orfèvres. Allí lo interroga. Y como sólo puede acusarlo de vagabundeo, ordena que lo liberen a la una de la madrugada (del martes 2 de agosto) y que lo siga el brigada Lucas.  
   Victor, que merodea por Les Halles y luego duerme en un banco hasta que a las cinco de la madruga lo despierta un gendarme, sabe que un poli lo sigue. Y temprano en la mañana de ese martes 2 de agosto, Lucas le deja un aviso a Maigret para que acuda a la Rue des Blancs-Manteaux. De su oficina en el Quai des Orfèvres, el comisario va a pie a esa calle del barrio judío donde se ubican “la mayoría de las tiendas de objetos usados, a la sombra del Monte de Piedad”. Victor, que se hace el remolón y merodea frente al escaparte del tendejón donde se anuncia: “HANS GOLBERG, COMPRA, VENTA, OCASIONES DE TODO TIPO”, no le revela al comisario Maigret por qué hizo que el brigada Lucas lo siguiera hasta allí y él se apersonara en ese sitio. Entonces Maigret le ordena a Lucas que no lo pierda de vista y él entra al tendejón e inicia las averiguaciones en torno al propietario: el judío Hans Golberg, dueño del negocio desde “Algo más de cinco años”; y sobre el anterior propietario: el tío Ulrich,  judío, también dedicado a la compraventa de cachivaches y usurero clandestino, misteriosamente desaparecido del mapa. 
  “Sumergido entre viejos archivos” policiales, Maigret halla algunos datos sobre el tío Ulrich que resume en “una hoja de papel”:
  “Jacob Ephraim Levy, llamado Ulrich, sesenta y dos años, natural de la Alta Silesia, chamarilero, Rue des Blancs-Manteaux, sospechoso de practicar regularmente la usura.
  “Desaparece el 20 de marzo, pero los vecinos no acuden a la comisaría para denunciar su ausencia hasta el día 22.
  “En la casa no se encuentra ningún indicio. No ha desaparecido ningún objeto. Se descubre la suma de 40.000 francos en el colchón del chamarilero.
  “Este, al parecer, salió de su casa la noche del día 19, como hacía con frecuencia.
  “No hay información sobre su vida privada. Las investigaciones realizadas en París y provincias no dan resultado alguno. Escriben a la Alta Silesia y, un mes después, una hermana del desaparecido llega a París y pide entrar en posesión de la herencia.
  “Al cabo de seis meses la hermana consigue un certificado de desaparición de Ulrich.”
Luego, hacia el mediodía de ese martes 2 de agosto, Maigret, en la comisaría de La Villete, recaba información sobre un cadáver sacado el “1 de julio” del canal Saint-Martin, después “Trasladado al Instituto de Medicina Legal”, donde “no pudo ser identificado”. No obstante, pese a los pocos indicios, Maigret concluye que “Poseía datos sólidos”: “El tío Ulrich es el hombre al que asesinaron hace seis años y al que arrojaron después al canal Saint-Martin.” Vale observar, no obstante, que Jean Lenoir, ejecutado en la guillotina el pasado 28 de junio a los 24 años, le contó que ese asesinato ocurrió a sus 16 años, o sea hace ocho años y no hace seis.
   A Maigret ahora sólo le resta indagar por qué lo mataron y quién es el asesino, sin duda oculto entre los miembros de la pandilla del Merendero de Cuatro Cuartos, de la que James, el inglés, es el cofrade fundador (hace “siete u ocho años”) y “el más popular”.
  Sobre el cadáver del camisero Feinstein, muerto por una diminuta bala salida del pequeño revólver de su joven y licenciosa esposa, “El martes [26 de julio] por la mañana, el médico forense entregó su informe: el disparo se había efectuado a una distancia de unos treinta centímetros. Era imposible determinar si el autor del disparo era el propio Feinstein o Monsieur Basso.” 
  El jueves 28 de julio la policía aún no atrapa al prófugo y presunto homicida. Y la tarde de ese jueves, sentado con James frente a una mesa de la Taverne Royale, Maigret murmura “como para sus adentros”: “La hipótesis más sencilla, la que sugieren los periódicos”, “es que Feinstein, por algún motivo, atacó a Basso, y éste se apoderó del arma apuntada contra él, disparando sobre el camisero”. 
   
Plaza Vendôme
       El británico James “trabaja en un banco inglés, en la Place Vendôme”. Y al término de la jornada, de lunes a sábado, a las cuatro de la tarde, se va a la Taverne Royale, donde entre las cinco y las ocho de la noche lee y bebe en su “rinconcito propio”: una “mesita de mármol” en la terraza de la Taverne Royale, desde donde observa “la columnata de la Madeleine a lo lejos, el delantal blanco de los camareros, la multitud de transeúntes y los coches en movimiento”.
Columnata de La Madelaine
  Marthe, su mujer, también es del grupo que los fines de semana se reúnen a retozar y a beber en Morsang y en el Merendero de Cuatro Cuartos. Llevan ocho años casados y no tienen hijos. Y al visitar a James en su estrecho departamento en el cuarto piso de un edificio de la Rue Championnet, Maigret entrevé las minucias y matices de ese matrimonio gris, insípido y asfixiante, donde cada uno hace su vida aparte, sin amor y sin comunicación. Y por ello comprende por qué James, filósofo de la abulia y de la aburrición, necesita ese “rinconcito propio”, “en la terraza de la Taverne Royale, delante de un Pernod”, donde tiene “un mundo propio, que creaba de pies a cabeza, a base de Pernods o de coñacs, y en el que se movía impasible e indiferente a la realidad”: “Un mundo un poco borroso, bullicioso como un hormiguero, poblado de sombras inconsistentes, en el que nada tenía importancia, nada servía para nada, donde caminaba sin rumbo, sin esfuerzo, sin alegría, sin tristeza, en una neblina algodonosa.”
   James, sin proponérselo, desde que conoce a Maigret la tarde del sábado 24 de julio en el Merendero de Cuatro Cuartos, se convierte en su principal informante. Por ejemplo, le dice que Mado, la esposa de Feinstein, “necesitaba hombres”, que había tenido aventuras con “la mayoría de los habituales de Morsang”; y que el camisero “pedía dinero a los amantes de su mujer” y “¡Les debía dinero a todos!” 
   Y sobre la bala que mató al camisero, James le dice a Maigret: “¡Entiendo tan bien lo que ha ocurrido! Feinstein necesitaba dinero y acechaba a Basso desde la tarde anterior [a su muerte], en espera del momento propicio. Incluso durante la falsa boda, cuando iba vestido de anciana, pensaba en sus letras, ¿me entiende? Miraba cómo Basso bailaba con su mujer... y al día siguiente habla con él. Basso, que ya le ha prestado dinero en otras ocasiones, se niega. El otro insiste, lloriquea: ¡la miseria!, ¡la deshonra!, mejor el suicidio... Le juro que debió ser una comedia de ese tipo. Todo transcurrió en un hermoso domingo con barquitas en el Sena.”
   Por órdenes de Maigret, el “experto en contabilidad” de la Policía Judicial revisa “la contabilidad de la camisería en los últimos siete años” y observa que Feinstein ha subsistido debiéndole a los proveedores, pero pagando sus deudas y siempre con el agua al cuello y al borde de la quiebra. Según ese contable, “En los libros de hace siete años aparece por primera vez el nombre de Ulrich. Préstamo de dos mil francos, un día de vencimiento.” Y después de una serie de préstamos y devoluciones (con intereses), pues “Feinstein es honrado”, “En el mes de marzo [de hace seis años], Feinstein debía treinta y dos mil francos a Ulrich.” Y el camisero no los retribuyó (porque el tío Ulrich despareció de su tienda en el barrio judío). Y “A partir de ese momento, ya no hay rastro de Ulrich en los libros.” 
  El sábado 30 de julio, Maigret, a las cinco de la tarde, entra a la Taverne Royale y habla con James, quien irá a Morsang (y por ende al Merendero de Cuatro Cuartos), “como todos los sábados”, pese a las dramáticas ausencias del camisero Feinstein y de Marcel Basso, quien sigue fugitivo. Un camarero le dice a Maigret que le hablan por teléfono. Al ir a la cabina telefónica descubre que es un engaño. Y alcanza a ver que James dialoga con Basso, quien viste ropas que le quedan chicas, y por ello parece “achicado, como si hubiera sufrido una transformación”, mientras “acechaba con ojos febriles la puerta de la cabina”. Al ver que Maigret lo ha descubierto, huye entre la multitud.
  James no le revela a Maigret lo que habló con Marcel Basso. Y pese a que “podría acusarlo de complicidad”, le dice, va con él a Morsang y ambos se instalan en el hotel Vieux Garçon. El comisario observa la fauna de los habituales, quienes lo evitan. Y al anochecer va a la casa de campo de los Basso, donde, bajo la vigilancia de sus agentes, han estado viviendo la esposa del rico carbonero y su hijo. 
 
Georges Simenon
    La mañana del domingo 31 de julio, mientras Maigret interroga a Victor Gaillard tras haberlo descubierto en el Merendero, se oye un disparo. Maigret le ordena al vagabundo tísico que no se mueva del Merendero y él va hacia la casa de campo de los Basso (donde se oyó el tiro) y se entera que James, manejando el coche nuevo del médico, se llevó, hecho un bólido, a la esposa de Marcel y a su hijo. Empieza la búsqueda del auto por todas las arterias. Y hacia las cinco de la tarde, Maigret recibe una llamada desde Montlhéry y le dicen que el auto corría en el autódromo y que el piloto era James. 
  Maigret va hacia allá con el médico, por ser el dueño del coche. No detiene a James, pero sí el auto, para que los expertos lo analicen. La respuesta de los peritos llega hasta las tres de la tarde del lunes 1 de agosto: el cemento Portland hallado en las llantas ha sido utilizado en la carretera que va de La Ferté-Alais a Arpajon, y por ende el rastreo policial se concentra en la zona de La Ferté-Alais, donde el martes 2 de agosto, por una circunstancia azarosa, los Basso son localizados ocultos en una pobrísima casucha. (Es decir, una humilde y solitaria anciana fue a comprar a una tienda del mercado “¡Veintidós francos de jamón!” y la empleada le dijo: “¡Parece que desde hace algún tiempo se cuida usted más!”, “¿Y piensa comérselo todo usted sola?”. Esto lo oyó el brigada Piquart, quien estaba allí enviado por su mujer para comprar cebollas, y por ello siguió a la vieja y avisó a la gendarmería.) Pero además, el lunes 1 de agosto, según indaga y descubre Maigret, a eso de las diez de la mañana, en el banco que negocia con la empresa de Marcel Basso (“La Banque du Nord, en el Boulevard Haussmann”), James se presentó en la ventanilla y cobró “un cheque de trescientos mil francos firmado por Marcel Basso”, fechado “cuatro días antes”; o sea: el viernes 29 de julio. Dinero que Basso, al parecer, iba a usar para su huida al extranjero. 
 Mientras ocurre la detención de los Basso en la zona de La Ferté-Alais, Maigret ha ido a la empresa de carbón en el Quai d’Austerliz. Y guiado por la secretaria, en el archivo personal de Marcel Basso el comisario hojea (y luego decomisa) un cuaderno de direcciones de “por lo menos quince años”, donde encuentra “Una dirección vergonzante, pues el comerciante de carbón no se había atrevido a escribir el nombre entero: ‘UL., Rue des Blancs-Manteaux, 13 bis’.”
 Luego el comisario Maigret va a la casucha donde los gendarmes mantienen detenido al carbonero. Allí, Marcel Basso le confiesa que solía prestarle dinero a Feinstein y que el domingo 25 de julio le pedía 50 mil francos; que durante la patética y lacrimosa petición amenazó con suicidarse con el pequeño revólver de su esposa, y que en el forcejeo para que lo no hiciera un tiro se disparó.  
  Sobre esa confesión Maigret le dice: “Creo que mató a Feinstein de manera involuntaria”. No obstante, quiere que le diga si Feinstein, para chantajearlo, “contaba con un arma más contundente que la infidelidad de su mujer”. Y mostrándole su viejo cuaderno de direcciones y abriéndolo “por la letra U”, le dice: “En pocas palabras, me gustaría saber quién mató hace seis años a un tal Ulrich, que vivía en la Rue des Blancs-Manteaux, y quién arrojó después su cadáver al canal Saint-Martin.”
  Esto provoca en Marcel Basso tal conmoción que se deshace en lágrimas repitiendo la palabra “¡Dios! ¡Dios!” Su mujer sale estrepitosamente del cuarto contiguo y grita: “¡Marcel! ¡Marcel! ¡Eso no es verdad! ¡Di que no es verdad!” Ambos lloran y el chiquillo también. E incluso la vieja (“la tía Mathilde”), que “a pasitos cortos y rápidos, sin dejar de resoplar, fue a colocar de nuevo la cacerola sobre el fuego, que avivó con un atizador”.
  Para resolver ese enigma y desvelar quién mató al usurero Ulrich hace seis años, Maigret, el miércoles 3 de agosto, hace coincidir a James y a Marcel Basso en una celda del Quai des Orfèvres, donde también encierra al vagabundo Victor Gaillard, quien le había exigido al comisario 30 mil francos (y luego 25 mil) para revelarte la identidad del asesino y todos los pormenores del chantaje. 
  

       Vale añadir que el misterio del asesinato del usurero judío en esa celda se aclara de un modo imprevisto; es decir, matizado por los yerros, las ambiciones, las contradicciones, las lealtades amistosas, las tentaciones sexuales y las debilidades humanas de James y Marcel Basso. Y que el otrora imprudente culpable, previo al arribo del juez de instrucción, le solicita al comisario Maigret: “Oiga, ¿me haría el favor de comentarle el caso? ¡Pídale simplemente que se dé prisa! Confesaré todo lo que quiera, pero que me manden lo antes posible a un rincón.”


Georges Simenon, La amargura del condenado. Traducción del francés al español de Joaquín Jordá. Colección Biblioteca Maigret, serie Booket número 5011/11, Tusquets Editores. Barcelona, 2003. 184 pp.  


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Josephine Baker, Sirena de los trópicos.

jueves, 11 de octubre de 2018

El puerto de las brumas

Entre el silencio y la sirena de la niebla

En la serie de bolsillo Booket y con el número 5011/12 de la colección Biblioteca Maigret, Tusquets Editores publicó en Barcelona, en 2003, El puerto de las brumas, novela policíaca del prolífico escritor belga Georges Simenon (1903-1989), traducida al español por Javier Albiñana, cuya primera edición en francés (Le port des brumes) data de 1932. 
(Tusquets, Barcelona, 2003)
          El puerto de las brumas es prueba incontestable de que Georges Simenon, desde su juventud, era un consumado maestro de la intriga, de la amenidad y del suspense. La obra se divide en trece capítulos con títulos. El protagonista: “El comisario Maigret, uno de los jefes más eminentes de la Policía Judicial” (según pondera el juez de Caen adulándolo), tiene por misión trasladar en ferrocarril, desde la capital francesa al pequeño puerto de Ouistreham, a un tal Yves Joris, ex capitán de la Marina Mercante y capitán de ese minúsculo puerto bretón por donde día a día, para llegar o venir de Caen, navegan, por las aguas del canal del río Orne, cargueros de vapor de gran tonelaje y veleros de cabotaje. El caso es que Yves Joris durante cinco días, a resguardo de la policía parisina en el Quai des Orfèvres, fue “el hombre”, un individuo cincuentón, amnésico y sin identidad, quizá loco, que no habla ni entiende lo que le dicen en “siete u ocho idiomas”. Antes de ser capturado por la policía anduvo deambulando sin ton ni son por “los Grands Boulevards”. Al registrarlo “en el despacho de Maigret”, “El traje que lleva es nuevo; la ropa interior, nueva; los zapatos [‘de fabricación alemana’], nuevos. Todas las etiquetas de sastrería y camisería han sido arrancadas. No lleva documentos ni cartera.” Pero sí “Cinco billetes de mil francos metidos en uno de los bolsillos.” Y además: “restos de raba, o sea, de huevas de bacalao secas y pulverizadas, que se prepara en el norte de Noruega y se utiliza como cebo para la sardina.” Y más aún: “Se le escurre de la cabeza una peluca gris, y se comprueba que una bala le hirió la cabeza como máximo dos meses atrás. Los médicos se quedan admirados: ¡rara vez se ha visto operación tan excelentemente realizada!” 

     La foto del hombre (de “aspecto alelado” y “paticorto”) se publicó en los periódicos. Y Julie Legrand, su joven sirvienta, de 24 años, lo identificó, envió un telegrama y fue a recogerlo a París; y por ello se pudo determinar que el capitán Joris despareció del puerto de Ouistreham la noche del 16 septiembre y reapareció “en París seis semanas después en semejante estado”. Ella “Siempre lo había visto con uniforme de oficial de la Marina”, así que “le humilló encontrárselo vestido con traje de confección”. Y allí en el compartimiento del tren durante el trayecto al puerto de Ouistreham (a finales del frío y neblinoso octubre), Julie le dice al comisario Maigret: “A fin de cuentas, quisieron matarlo.” Y él puntualiza que “Le dispararon, de eso no cabe duda. Pero también le cuidaron de manera admirable.” A tales misterios se añade el enigma de índole monetaria, pues según repite Julie Legrand: “el capitán no era rico”. O sea: “Se fue sin un céntimo y apareció con cinco mil francos en el bolsillo”. Y más aún: allí en el vagón del ferrocarril le muestra al comisario Maigret “Una carta de la Banque de Normandie, de Caen”, remitida a la casa del capitán Joris durante su extraña ausencia. “Un formulario impreso con casillas rellenadas a máquina” que a la letra dice: “Nos complace confirmarle que hemos abonado en su cuenta número 14.173 la cantidad de trescientos mil francos que se sirvió usted transferir a través de la Banque Néerlandaise de Hamburgo.” No obstante, Julie Legrand insiste en “que el capitán jamás ha tenido trescientos mil francos”. Se “lo habría dicho. ¡Y no habría dudado, el invierno pasado, en comprarse una escopeta de caza de dos mil francos! Con lo mucho que le apetecía...”
      El trío salió de París a las tres de la tarde; y en el vagón del tren, Maigret, que usa bombín, no ha dejado de hacer humo con su olorosa pipa de gran tamaño. Y a las siete de la noche arriban a la estación de Caen, donde, después de cenar en la taberna, abordan un taxi que los lleva a Ouistreham (pueblo de unos mil habitantes), pues “En invierno, el trenecito sólo hace el trayecto dos veces al día.” (Se trata del “trenecito que recorre el canal, de Caen a Ouistreham, semejante a un juguete, con sus vagones modelo 1850”.) En el trayecto por la carretera median unos diez kilómetros entre ambas poblaciones, que el taxista recorre con precaución y a diez kilómetros por hora, dada la humedad y la espesa niebla. No obstante, “un ciclista irrumpe de la bruma y embiste un alerón del coche. Se detienen. No se ha hecho daño.” 
   La esclusa del puerto de Ouistreham, donde laboraba el capitán Joris, está a un kilómetro del pueblo. Y al cruzar el “puente giratorio” del puerto se halla la casa del capitán Joris, “al lado mismo del faro”, rodeada de un pequeño jardín, cultivado y procurado por el propio capitán Joris, aficionado a la horticultura y a los libros de horticultura. Y en la esquina del puente está la “Buvette de la Marine”, o sea, la taberna donde “siempre están metidos los que trabajan en el puerto”. Cuando no hay neblina, “Desde sus ventanas y su puerta acristalada podía verse la esclusa, el puente, las escolleras, el faro y la casa de Joris.”
Al abrir la puerta de la casa del capitán Joris, sale el gato; cosa que le extraña a Julie Legrand, pues está segura de que antes de marcharse a París lo echó fuera, “como de costumbre”. Ante tal irregularidad, y por el miedo que siente, le pide a Maigret que inspeccione la casa con ella, lo que le permite al comisario echar una hojeada por los dos pisos y ver que “No hay nadie escondido”, que “Las ventanas están atrancadas” y cerrada la “puerta del jardín”; “pero la llave se ha quedado fuera” durante su ausencia. O sea: alguien debió entrar y salir (rascándose el ombligo) como Pedro en su casa y por ello el gato estaba adentro y no afuera.
  Maigret no acepta dormir en “el cuarto de los invitados” y opta por hacerlo en el Hôtel de l’Univers, en cuyo restaurante se puede dar servicio a cuarenta veraneantes y ahora está vacío por no ser temporada. Al ir allí andando en medio del frío y de la densa niebla, Maigret oye el espeluznante “mugido de una vaca, pero más dolorido, más trágico”, que no es otra cosa que “la sirena de la niebla”. Desorientado por la densidad de la persistente neblina, camina junto al muro de la esclusa. Y dado que no puede clarificar del todo las sombras humanas que observa, las voces que oye y lo ruidos de los movimientos y maniobras, ve, con sorpresa, que está pasando un enorme barco al alcance de su mano. (Casi sobra decir que Maigret no es un viejo lobo de mar ni tiene el caminar oscilante de un marinero en tierra e ignora el orbe de la marinería.) Y luego, “En torno al buque, la niebla, más luminosa, permite vislumbrar el ajetreo. En cubierta se oye hablar inglés. En el muelle, un hombre, tocado con una gorra con galones, visa papeles.” Y por ende Maigret colige que es “¡El capitán del puerto! ¡El sustituto de Joris!”, con quien cruza unas palabras y cuyo nombre luego sabrá: capitán Delcourt. 
Georges Simenon
(1903-1989)
       En su habitación del Hôtel de l’Univers, Maigret duerme mal. “Dos veces se levantó y arrimó la cara a los fríos cristales, pero sólo veía la calle desierta y el movedizo haz luminoso del faro, que parecía querer traspasar una nube. Insistente la sirena de la niebla sonaba más violenta, más agresiva.” “La última vez, consultó su reloj. Eran las cuatro, y unos pescadores cargados con cestos se encaminaban hacia el puerto al estruendoso ritmo de sus suecos.” Y su breve sueño (casi un pestañeo) es interrumpido por los fuertes golpes del hotelero, quien llama a su puerta para avisarle que “El capitán se está muriendo.” “¿Qué capitán?”, pregunta.

El médico que ausculta al moribundo capitán Joris dictamina que lo envenenaron con estricnina disuelta en el vaso y en la jarra de agua “colocados en la mesilla de noche”. Con tal asesinato el caso toma un inesperado rumbo y el comisario Maigret, sin transición, allí en el dormitorio y en la casa del capitán Joris, comienza a urdir las diligencias correspondientes al cadáver y a su investigación policíaca. Y Maigret, a partir de ahí, obseso, no para ni duerme ni descansa ni se quita la húmeda y mojada ropa; fuma su pipa, y ocasionalmente se alimenta de bocadillos y tragos de grog. 
En el escritorio del muerto, Maigret observa fotografías, papeles, documentos curriculares y cartas “dirigidas al ‘capitán Joris, a bordo del Diana, Compañía Anglonormanda, Caen’.” Y el médico le informa que el capitán Joris, “durante veintiocho años”, navegó y estuvo al mando de uno de los barcos del alcalde Ernest Grandmaison, “el director de la Compañía Anglonormanda” y “único propietario de los once vapores de la sociedad”, cuyas oficinas centrales están en Caen. No obstante, Ernest Grandmaison es alcalde de Ouistreham y, al parecer, también de Caen.
Pero lo más relevante de esa somera revisión es el hallazgo del testamento hológrafo (guardado dentro de un sobre amarillento que se podía abrir) escrito con la “cuidada caligrafía de brigada” del capitán Joris, en cuya parte inicial se lee: “Yo, el abajo firmante, Yves-Antoine Joris, natural de Paimpol, de profesión marino, lego mis bienes muebles e inmuebles a Julie Legrand, a mi servicio, en recompensa por tantos años de abnegación.” Es decir, la fiel, llorosa y abnegada Julie Legrand, empleada del capitán Joris durante ocho años (o sea: desde sus dieciséis años) y a la que él trataba como a una hija y de la que decía era “su ama de llaves”, es la heredera universal (hereda la casa y la cuenta bancaria), cosa que luego le notifica y corrobora el notario.
Para dar con el asesino (o asesina) y al unísono desentrañar los enigmas en torno a la misteriosa desaparición del capitán Joris la noche del 16 de septiembre, el comisario Maigret, que no deja de fumar su pipa, empieza por dialogar y beber con los habituales de la Buvette de la Marine. Y para que lo auxilie con las líneas y encomiendas de la indagación policial hace venir de París al detective Lucas. 
Georges Simenon
        Los giros y vericuetos de las conjeturas y pesquisas policíacas ponen en escena y en juego a varios personajes. Destaca el marinero Grand-Louis, un gigantón y fortachón proclive a la bebida, hermano de Julie Legrand, que pasó “ocho años de presidio” por propinarle una golpiza (durante una borrachera en Honfleur) “a un agente que al mes murió”. Grand-Louis es un tipo torvo, esquivo, que masculla cortante con frases cortas o en patois para que Maigret no lo entienda; que suele robarle el salario a su hermana cuando se queda sin un clavo; que durante el reciente viaje a París de Julie se metió a la casa del capitán Joris y en la alacena le dejó un recado, escrito con yerros ortográficos y torpe caligrafía, donde le dice: “Si vuelves con tu amo no te apartes de él, que hay mala gente que quiere perjudicarle. Volveré dentro de dos o tres días con el barco [la goleta mercante Saint-Michel]. No busques las costillas porque me las he comido. Tu hermano, siempre tuyo.” Que pese a no poseer dinero y a sólo ser uno de los tres tripulantes del velero de cabotaje Saint-Michel, cuyo supuesto propietario y patrón es un tal Lannec, luego, cuando Maigret se mete al barco y revisa el rol, descubre que figura como recién propietario. Es decir, la cédula está datada hace un mes y medio, “exactamente el 11 de septiembre”; o sea: “cinco días antes de la desaparición del capitán Joris”. Y dice a la letra: “Goleta Saint-Michel, 270 toneladas de arqueo bruto, equipada para el cabotaje. Propietario armador: Louis Legrand, de Port-en-Bessin. Capitán: Yves Lannec. Marinero: Célestin Grolet.” 

Otro de los personajes que descuellan en la novela (e inciden en los interrogantes y sucesos medulares de la trama) es el susodicho Ernest Grandmaison, que además de acalde de Ouistreham y dueño de la Compañía Anglonormanda de Navegación, preside la Cámara de Comercio de Caen. Un tipo petulante que se comporta como si fuera el señor feudal de la comarca. En Ouistreham, como a un kilómetro de la esclusa y de la Buvette de la Marine, posee una casa con jardín de menor coste y calado que su onerosa mansión de Caen (ésta se halla en el piso superior de las oficinas centrales de la Compañía Anglonormanda). Y suele instalarse en su casa de Ouistreham (donde también tiene despacho) porque en las orillas del río Orne posee un chozo para cazar patos (e incluso utiliza de ayudante particular a un guarda de pesca, que es un empleado público). Según la voz narrativa, Ernest Grandmaison “Era un hombre muy alto [mide un metro ochenta y cinco], de unos cuarenta y cinco y cincuenta años, metido en carnes y de cara sonrosada. Vestía traje de caza gris, con las piernas embutidas en unas polainas de aviador.” Y su actitud engreída, de gran señor, que disgusta y repele a Maigret, la traza la voz narrativa, que por lo regular hace migas con él: “Era una actitud de lo más tradicional: la del jerarca de pueblo que se cree el centro del mundo, viste de noble provinciano y contemporiza estrechando distraídamente manos, dirigiendo vagos saludos a las gentes del pueblo, preguntándoles, si tercia, por sus hijos.” 
   En el intríngulis de la misteriosa desaparición del capitán Joris la noche del 16 de septiembre, y en los giros y vaivenes de la trama que inciden en el sorpresivo e inesperado suicido del alcalde Ernest Grandmaison, tiene particular relevancia la presencia de su esposa Hélène, madre de dos hijos (un quinceañero y “Una chica de catorce años”). Pero también, y sobre todo, las soterradas actividades y furtivos movimientos de un supuesto forastero en Ouistreham, un tal Jean Martineau, un francés “nacionalizado noruego”, con residencia en “Tromsoe, en las islas Lofoten”, donde “hay tres meses de noche total al año”, y donde es dueño de “una fábrica para tratar desechos de bacalao”, “Como la raba y todo lo demás”. Según le informa a Maigret: “Con las cabezas y los hígados se hace aceite, con las espinas se fabrican abonos...” Boyante negocio que es el origen de su gran fortuna. Pero además ese francés, que se cambió el nombre y se nacionalizó noruego, originalmente se llamaba (o se llama) Raymond Grandmaison, pues es primo del alcalde. Y hace quince años, por una serie de oscuras razones (entre ellas la rivalidad de los primos, la mutua atracción por Hélène y el uso indebido de dinero de la compañía naviera para jugar y perder), se vio amenazado y obligado a irse para siempre de Caen y su entorno.
   
(Contraportada)
       Vale subrayar que la destreza narrativa de Georges Simenon es tal que sólo al término de la novela el lector puede armar las diseminadas piezas del puzle y ver que todas encajan y arman el panorama de la obra. En este sentido, se despeja el empedernido silencio que impedía saber por qué el alcalde, con sus ínfulas de poderoso gran señor, toleró que Grand-Louis (un simple marinero con antecedentes penales) lo golpeara con ferocidad (dejándole visibles y elocuentes daños en el rostro y en la ropa) y lo mantuviera acosado en el despacho de su casa en Ouistreham; no obstante, ambos adversarios y enemigos se negaron a revelarle algún indicio al comisario Maigret. Se despeja, también, el silencio, aparentemente delincuencial y cómplice, que mantuvieron los tres tripulantes de la goleta Saint-Michel; el por qué Grand-Louis, que no tenía un quinto, ahora es el flamante dueño del barco; y por qué Maigret se hizo de la vista gorda y toleró un hilarante y agresivo agravio: los tres tripulantes del Saint-Michel, pese al frío y a la persistente tormenta, a eso de las tres de la madrugada, lo amordazaron, lo ataron de pies y manos, y lo abandonaron a la intemperie en el muelle, casi frente a la taberna. Y así estuvo (tirado, amordazado, atado y mojado) durante varias horas; hasta que por fin despuntó el alba y un viejecillo pescador (algo tontorrón, lento y chusco) vio el bulto y desató los complicados nudos de marinero.
   Pero lo que a la postre cobra mayor relevancia y trascendencia es el sentido romántico, justiciero y perdona vidas del comisario Maigret. Pese a que el alcalde se suicidó para no encarar la humillación pública y la condena a la guillotina por sus actos criminales (se dio un balazo en su despacho de Caen y frente a su esposa), Maigret, con tal de no perjudicar la honorabilidad de Hélène (tras oír de ella los patéticos secretos de su matrimonio y los secretos de su desventurado vínculo amoroso con Raymond Grandmaison, roto hace quince años), decide no dar parte oficial del suicidio. Así que hace venir “al médico de la familia” y claramente le dice coaccionando su connivencia: “Monsieur Grandmaison se ha suicidado”, “A usted le corresponde averiguar de qué enfermedad ha muerto, ¿me entiende? De la policía me encargo yo.” 
   Después de ordenar esto, Maigret va a la gendarmería de Caen, donde dejó encerrado a Jean Martineau/Raymond Grandmaison “en la celda de seguridad”, como presunto asesino del capitán Joris. (Sobre ese crimen Maigret informará que se trató de “una vieja venganza, un marinero forastero que se ha escapado”.) Luego de liberar al noruego y de dialogar con él, Maigret ata, por fin, todos los cabos sueltos de la trama y completa las piezas del brumoso y oscuro rompecabezas. Y puesto que el noruego mostró evidencias de proteger, ayudar e indemnizar con generosidad a quienes de incógnito colaboraron con él para rescatar a su quinceañero hijo de las garras de Ernest Grandmaison, Maigret lo deja ir sin cargos. Y para su sorpresa y desconcierto, los tres tripulantes del Saint-Michel (sobre todo Grand-Louis) también se ven libres de la policía y sin cargos.
   
Georges Simenon
         Vale añadir que esa fría madrugada que dejaron amordazado y atado a Maigret en medio de la tempestad, el Saint-Michel fue a encallar no muy lejos, en el sitio conocido como “el banco de las Vacas Negras”; y por ende los tres tripulantes y un pasajero clandestino salieron a esconderse tierra adentro. Pero hacia el mediodía un remolcador de Trouville estaba ya próximo para su rescate con la ayuda de la subida de la marea. Aquel 16 septiembre, la noche que del puerto de Ouistreham desapareció el capitán Joris, de haber ocurrido las cosas tal y como estaban planificadas en secreto bajo los auspicios y la batuta del noruego, el Saint-Luis, velero de cabotaje, habría estado en vías de equiparse como un yate que hubiera navegado muy orondo rumbo al norte, quizá hasta Arjánguelsk, puerto ruso; y sin duda al puerto de Tromsoe, en las islas Lofoten. 



Georges Simenon, El puerto de las brumas. Traducción del francés al español de Javier Albiñana. Colección Biblioteca Maigret, serie Booket número 5011/12, Tusquets Editores. Barcelona, 2003. 232 pp.  



martes, 28 de agosto de 2018

Edgar Allan Poe: Relatos


Antojolía del más acá: guía de forasteros

La antología de trece Relatos del norteamericano Edgar Allan Poe (Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849), pergeñada por Félix Martín para Ediciones Cátedra, apareció en 1988, en Madrid, con el número 99 de la serie Letras Universales, colección de bolsillo, sencilla (17.9 x 11 cm). Y en 2009 la misma empresa la reeditó en la serie Mil Letras, colección no numerada, pero con mejor tamaño (20.2 x 13.5) y mejor formato (sobrecubierta, pastas duras, caja y tipografía más grandes). 
Mil Letras, Ediciones Cátedra
Madrid, 2009
  Casi sobra decir que lo particular y relevante de tal antología y traducción de trece Relatos de Edgar Allan Poe es su compendio crítico y didáctico, pese a sus puntos controversiales y a su carácter arbitrario, parcial, no minucioso y no exhaustivo, salpimentado con ciertos yerros y ciertas erratas; es decir, está precedida por la sesuda y erudita “Introducción” de Félix Martín divida en seis capítulos: “Edgar Allan Poe: conspirador magistral”, “Vida”, “Primera cita con el arte narrativo”, “Algún descubrimiento apasionante e incomunicable”, “Los horrores de la imaginación” y “Esa afinidad de estímulos mentales”. Cuyo conjunto bosqueja, para decirlo muy sintéticamente, el contexto social y literario en que surge y se retroalimenta la obra de Edgar Allan Poe; su imbricada leyenda negra y biografía; y el análisis de su narrativa y trascendencia.

Edgar Allan Poe
(1809-1849)
  Sigue un prefacio sobre “Esta edición”, donde, bajo sus criterios, Félix Martín cata y sopesa su antología de trece Relatos y resume la divulgación de la obra de Poe en castellano, particularmente en España. Luego figura la “Bibliografía”, útil guía de forasteros. Y a continuación, salpimentados con una brevísima antología de ilustraciones en blanco y negro, los trece Relatos de Poe dispuestos cronológicamente; diez traducidos del inglés al español por Doris Rolfe y tres por Julio Gómez de la Serna, cuyas notas al pie de página, cuando no son de Poe, son de Félix Martín.


I
Traducido por Doris Rolfe, el primer cuento elegido es el “Manuscrito hallado en una botella” (MS. Found in a Bottle). Pese a tratarse de una educativa edición anotada dirigida, sobre todo, a los iniciados en la vida y obra del autor de “El cuervo”, ni la traductora ni Félix Martín tradujeron el epígrafe, ni el antólogo apunta si éste es una referencia libresca o una línea inventada por Poe. Y sobre la primera edición del cuento se limita a decir, al término de su último pie de página, que “La fecha exacta de la publicación del Manuscrito hallado en una botella” fue 1833”. No obstante, esboza en su “Introducción”, pero también sin precisar la fecha de la primera edición: 
“Por fin, al año siguiente [1833], presentó el cuento MS. Found in a Bottle [Manuscrito hallado en una botella] a un concurso literario del Baltimore Saturday Visitor y obtuvo 50 dólares de premio. Más que el alivio económico que con él proporcionó a los Clemm [Muddy, su tía paterna, y Virginia, hija de ésta y por ende su prima-hermana con la que Poe se casó ‘el 16 de mayo de 1836 en Richmond’, ella con 13 años y él con 27], este premio sirvió para dar a conocer el nombre del autor en los círculos literarios del sur y atraerle amistades influyentes. Sin duda alguna, la más decisiva fue la del abogado y novelista John Pendleton Kennedy, miembro del jurado y autor de las populares viñetas virginianas que hicieron famosa a su Swallow Barn (1832).
“La mediación de J.P. Kennedy fue importante para el lanzamiento literario de nuestro autor. Poe no lograba publicar sus cuentos. Aceptó por recomendación de Kennedy el puesto de ayudante de edición en The Southern Literary Messenger de Richmond, revista recién creada en la que había publicado algunos relatos.”
Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra
Madrid, 2011
Por su parte, Margarita Rigal Aragón, en Narrativa completa (Bibliotheca AVREA, Cátedra, Madrid, 2011) de Edgar Allan Poe, precisa que “Manuscrito hallado en una botella” apareció el “19 de octubre de 1833” en el Baltimore Saturday Visitor. Sin embargo, tampoco apunta si el epígrafe es una cita apócrifa o no; pero sí lo traduce en su correspondiente nota: “Quien apenas tiene tiempo para vivir, no necesita aparentar nada.” En Narrativa completa la traducción del “Manuscrito hallado en una botella” es la celebérrima de Julio Cortázar, quien coincide con ella en la fecha de la primera edición, pero el nombre del medio lo registra así: Baltimore Saturday Visiter. Versión seleccionada por Jacobo, conde de Siruela, en su Antología universal del relato fantástico (Atalanta, Girona, 2013); y tanto en ésta, como en la versión de Doris Rolfe o en la de Mauro Armiño compilada en El gato negro y otros cuentos ilustrados de misterio e imaginación (Valdemar, Madrid, 2008), se lee el mismo fragmentario diario escrito a mano (y depositado en un frasco) por el sobreviviente que naufraga no muy lejos de las inmediaciones del “archipiélago de las islas de la Sonda”. Náufrago que parece un solitario fantasma (quizá lo sea y lo ignora) atrapado en un antiquísimo, onírico y pesadillesco buque fantasma de gigantescas dimensiones, con vetustos y herrumbrosos artilugios y mapas de navegación y expedición científica, cuya fantasmal y muy decrépita tripulación, de extraño e ininteligible idioma, no lo ve ni lo oye; quien narra su postrero destino y el preciso instante en que el navío (stultifera navis en pos del secreto de los secretos), negro como la pez, con el velamen desplegado y a toda velocidad, se hunde oscilando, en el Polo Sur, en las profundas fauces del abismo. 

Ediciones Atalanta núm. 79
Girona, 2013
  Vale observar que las citas de las fechas y de los medios impresos donde los cuentos de Edgar Allan Poe fueron publicados por primera vez, a veces desconciertan y resultan controversiales para el lego, pues, por ejemplo, en la página 36 de su “Introducción”, Félix Martín dice: “El New York Times publicó The Balloon Hoax [El camelo del globo], un relato de ciencia ficción que Poe había lanzado al vuelo con toda clase de anuncios publicitarios y sensacionalistas y en el que hizo aparecer al novelista inglés Harrison Ainsworth entre la tripulación del globo trasatlántico.” Mientras que Margarita Rigal Aragón, en su correspondiente nota, afirma que se publicó el “13 de abril de 1844” en el “New York Sun, edición de la mañana (donde aparecía como si se tratase de una historia real).” Y en esto coincide con Julio Cortázar, según se lee en sus postreras “Notas”, pergeñadas para su traducción y edición de los 67 Cuentos de Poe en dos libros, publicada por primera vez en 1956 a través de la Universidad de Puerto Rico y de la Revista de Occidente, misma que revisó y corrigió para la edición que Alianza Editorial, en Madrid, reeditó por primera vez en 1970. Vale añadir que en sus respectivas notas, Cortázar y Margarita Rigal Aragón, además de sus breves comentarios y anécdotas, refieren textos y libros que al parecer incidieron en la acuñación y urdimbre de los cuentos de Poe.


II
Traducido por Doris Rolfe, “Berenice” (Berenice) es el segundo cuento de Poe antologado en Relatos. A diferencia del primero, en su primer pie de página Félix Martín informa sobre la primera edición: “Relato aparecido en marzo de 1835, en The Southern Literary Messenger de Richmond.” Y en esto coincide con Julio Cortázar y con Margarita Rigal Aragón, quien así traduce el epígrafe, consubstancial en el meollo de la trama: “Mis amigos me decían que tal vez mis penas se mitigasen si visitaba la tumba de mi amada”. No obstante, ella no dice ni mu ni pío ni guau ni miau sobre la identidad del críptico autor: “EBN ZAIAT”; pero Félix Martín sí, en su segunda nota: “Estas palabras del poeta y gramático de Bagdad Ben Zaid (siglo III) vuelven a reproducirse en el texto rubricando oportunamente la experiencia narrada: ‘Mis compañeros me decían que podía aliviar algo mis sufrimientos si visitaba el sepulcro de mi amada.’”
El libro de bolsillo núm. 277, Alianza Editorial, 8ª edición
Madrid, 1983
  A la mitad de su correspondiente nota, Julio Cortázar dice que “La primera versión [de Berenice] (la que tradujo Baudelaire) contenía pasajes referentes al opio y una visita del narrador a la cámara donde están velando a Berenice. Al suprimir varios pasajes, Poe mejoró sensiblemente el cuento.” Tras tal noticia, se advierte que en el trastorno psíquico que aqueja a Egaeus, el empedernido y eternamente enfermo lector que desde la infancia subsiste recluido en su biblioteca, converge e incide su adicción al opio. Pero sin la referencia a tal pernicioso y alucinante hábito resulta que Egaeus, en medio de los amnésicos nubarrones de su demencia (cuyo origen y naturaleza se desconoce), desenterró el cadáver de Berenice —su joven prima, amada desde la niñez y recién fallecida tras sus frecuentes ataques de epilepsia y consecutivos estados catatónicos— sólo para extirparle los dientes, de los que estaba obsesionado, para atesorarlos en una pequeña caja que tiene frente a él, en su mesa. Psicótico intríngulis (quizá más o menos a la inextricable doble personalidad del Extraño caso del doctor Jekill y mister Hyde) que empieza a comprender cuando, aunado a los primeros visos de su macabra y amnésica culpabilidad (“manchas de barro y de sangre” en sus ropas, “huellas hechas por uñas humanas” en su mano, una pala apoyada en la pared), un sirviente entra en su biblioteca y le habla “susurrando de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!”


III
Con traducción de Doris Rolfe, “Ligeia” (Ligeia) es el tercer cuento antologado. En su primer pie de página, Félix Martín apunta: “Relato publicado en el American Museum de Baltimore en 1838, más tarde incluido en Tales of the Grotesque and Arabesque [1840].” Y en el segundo pie acota sobre el epígrafe atribuido a Joseph Glanvill: “La cita es invención del autor, por más estratégica que resulte su función narrativa.” Detalle que no alude Margarita Rigal Aragón en su correspondiente nota, pero sí amplía la fecha de su publicación: “Septiembre de 1838”, y el nombre del medio: “American Museum of Science, Literature and the Art de Baltimore”. Y al igual que Cortázar, ella reporta que “era el favorito del autor”; que “Así lo manifestó en diversas cartas”.
De barroca y edulcorada estirpe romántica y fantástica, en “Ligeia” se advierten dos episodios. En el primero, el protagonista, un opulento sibarita y adicto al opio, evoca y monologa su lejano enamoramiento y vínculo amoroso con lady Ligeia, a quien describe y delinea de un modo superlativo (“la belleza de la fabulosa hurí de los turcos”; alta, esbelta, de cabellera azabache y ojos negros, con una “extraordinaria erudición”), desde que al parecer la conoció “en una gran ciudad antigua y ruinosa cerca del Rhin”, donde estuvo casado con ella, pese que ignora o no puede recordar su apellido. Culta, joven, hermosísima, y con un “ardiente deseo de asirse a la vida”, Ligeia enferma, comienza a morir y fallece. Y tal dramático y rápido suceso es rubricado por un poema elegíaco escrito por Ligeia días antes de morir y que, a petición de ella, él le lee un día antes de su muerte, el cual, según dice Félix Martín en un pie, “fue incorporado al relato para la versión que publicó Poe en el Broadway Journal del 27 de septiembre de 1845”. 
Ilustración de A. Beardsley para los cuentos de Poe
Página 130 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  El segundo episodio se desarrolla en la fastuosa y amplia recámara pentagonal, ubicada “en una alta torrecilla de la almenada abadía”, en un rústico lugar de Inglaterra, que él adquirió, remozó, amuebló y decoró después de la muerte de Ligeia, luego “de unos meses de un tedioso vagabundeo sin rumbo”. Allí se volvió adicto al opio, con los alucines, los delirios y los nubarrones mentales que esto implica. Y allí, atraída por su rutilante fortuna, se desposó con otra joven de inefable belleza: “lady Rowena Trevanion, de Tremaine, la de los rubios cabellos y ojos azules”, pero quien no lo ama y a quien él detesta “con un odio que pertenecía más a un demonio que a un hombre”; no obstante, tal perverso meollo le “causaba más placer que otra cosa”. Poco después “del segundo mes de matrimonio”, una enfermedad crónica anuncia y preludia la pronta muerte de la fémina. En medio de un ambiente enrarecido y ambiguo, antes de que Rowena muera y sea amortajada y colocada en el ataúd allí en la recámara, se advierte una presencia invisible. Él, embriagado y obnubilado por el desvarío del opio, no puede determinar, si vio o soñó, que en la copa de vino que Rowena se lleva a los labios caían, “como si provinieran de alguna fuente invisible en la atmósfera de la habitación, tres o cuatro grandes gotas de un líquido brillante del color del rubí” (quizá un veneno). Ya muerta y en el féretro, sólo con él en la habitación, a lo largo de la noche ocurre una sucesión de lo que parecen breves resurrecciones y muertes de Rowena, cuyo ir y venir culmina con la revelación de lo que subyacía en esa oscura lucha. El cadáver se levanta. Y cuando caen las vendas de la mortaja, él no ve lo signos de la rubia y ojiazul Rowena, sino los de Ligeia: “cayó ondeando en la inquieta atmósfera de la habitación una enorme masa de pelo largo y desordenado: ¡era más negro que las alas del cuervo de la medianoche! Y entonces fueron abriéndose lentamente los ojos de la figura que tenía delante de mí. ‘En esto, por lo menos —grité en voz alta—, nunca podría equivocarme... Éstos son los grandes, los negros ojos, los vehementes ojos de mi perdido amor, los de lady..., los de LADY LIGEIA.’”


IV
Traducido por Doris Rolfe, “La caída de la Casa de Usher” (The Fall of the House of Usher) es el cuarto cuento de la antología. Félix Martín no data su primera edición, pero Margarita Rigal Aragón sí: publicado en “Septiembre de 1839” en Burton’s Gentleman’s Magazine. Y en su correspondiente nota traduce el epígrafe: “Su corazón es un laúd suspendido, resuena en cuanto alguien lo toca.” Y apunta sobre el autor: “Los versos de Pierre-Jean de Béranger (1780-1857), poeta y autor de canciones, pertenecen al poema ‘Le Refus’.” Y en esto casi coincide con Félix Martín, quien en su primer pie de página lo traduce y puntualiza: “Los versos son una adaptación de dos líneas del poema ‘Le Refus’, de Pierre Jean de Béranger (1780-1857): ‘Su corazón es un laúd; tan pronto como se le toca, resuena’, y fueron incorporados al relato en 1845.” Y en su quinta y vaga nota dice sobre “El palacio encantado”, la rapsodia que Roderick Usher recita acompañándose de un instrumento de cuerda (los únicos sonidos que tolera su agudo, perturbado, hipocondríaco y pernicioso oído), transcrito por la voz narrativa, el amigo y huésped de la patética y ruinosa Casa de Usher: “Este poema aparecería por primera vez en 1839, en la revista Baltimore Museum. Posteriormente fue incluido en el relato, en donde cumple una función narrativa crucial.” 
En “La caída de la Casa de Usher” no hay, como en “Ligeia”, una referencia expresa del consumo de opio por parte de Roderick Usher y del protagonista que narra el relato, pero sí alusiones de que ambos conocen sus efectos. Una se lee al inicio, cuando el narrador se acerca, montando un caballo, a las inmediaciones de la gótica, arruinada y desolada Casa de Usher al pie de “un negro y pavoroso lago”: “Contemplé la escena que tenía delante de mí —la casa misma, los simples rasgos del paisaje, los muros sombríos, las ventanas como ojos vacíos, unas escasas juncias fétidas, unos cuantos troncos de árboles marchitos— con una absoluta depresión de ánimo, que no puedo comparar a ninguna sensación terrenal, salvo al sueño posterior de un fumador de opio, al amargo despertar a la vida cotidiana, la odiosa caída del velo.” La otra se lee cuando describe la voz de Roderick Usher (y en ello quizá Poe se autorretrató): “Su gesto era alternativamente vivaz y malhumorado. Su voz pasaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando la exhuberancia vital parecía totalmente en suspenso) hasta esa clase de concisión enérgica, esa enunciación abrupta, ponderada, lenta y hueca, esa expresión gutural pesada, equilibrada y perfectamente modulada, que se puede observar en el borracho perdido o en el incorregible fumador de opio, en los periodos de la más intensa excitación.”
 
Edgar Allan Poe
  Pero el meollo de “La caída de la Casa de Usher” empieza a urdirse cuando muere Madeline, la hermana gemela de Roderick, quien padecía una oscura y depresiva enfermedad signada por estados catalépticos, pero sin los preámbulos de los ataques de epilepsia que aquejaban a la susodicha Berenice. Por decisión de Roderick, éste y el narrador trasladan el ataúd con el cadáver de Madeline a una cripta subterránea de la casa, donde supuestamente estará quince días, para luego ser enterrado. Después de observar los indicios de la aparente vitalidad que la catalepsia dejó en el rostro de la joven muerta, cierran el féretro. Según el narrador, “Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos, y, cerrando bien la puerta de hierro [de la cripta], regresamos fatigosamente hacia los apartamentos apenas algo menos lúgubres de la parte superior de la casa.”

Edgar Allan Poe
  “La noche del séptimo u octavo día después de depositar a lady Madeline en la cripta” se desencadena, en el entorno de la casa, un torbellino que precede a una furiosa tormenta. Roderick irrumpe en la habitación de su huésped y abre las ventanas para que éste observe el fenómeno. Pero el narrador lo considera nocivo para la salud mental de Usher y le apostrofa con particular superstición (o razón metafísica): “Estas apariencias, que te confunden, no son más que fenómenos eléctricos bastante comunes, o puede ser que tengan su espectral origen en el miasma corrupto del lago”. Mientras truena y se agita la tempestad, para apaciguar y convalecer a Roderick, su huésped le lee pasajes de un libro de sir Launcelot Canning, una historia épica donde el héroe asalta la ermita de un ermitaño y con la espada descabeza a un dragón que custodia la entrada de “un palacio de oro con suelo de plata”. Pero el caso es que al unísono de los ruidos del ataque y de los alaridos de la muerte del dragón, se oyen unos estruendos y gritos en las catacumbas de la Casa de Usher. Y Roderick, cabizbajo, quien ha orientado su postura en la silla hacia la puerta de la recámara, le anuncia a su huésped lo que se avecina y que su pernicioso y agudo oído ya captaba (ídem el loco de “El corazón delator”): los latidos de Madeline que, dice, hace muchos días ha escuchado (sin haber dicho esta macabra y asesina oreja es mía). De modo que le advierte de la presencia de su hermana tras la puerta. Y cuando ésta se abre con una violenta ráfaga del viento, “se vio la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre en sus blancas vestiduras y huellas de una amarga lucha en cada parte de su demacrado cuerpo. Durante un momento quedó ella temblando, tambaleándose en el umbral; luego, con un bajo lamento, se volcó pesadamente hacia adentro sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final le arrastró al suelo, ya muerto, víctima de los terrones que había anticipado.”

Edgar Allan Poe
El huésped huye de allí y en el clímax del alejamiento y de la fantasmagórica disolución de la Casa de Usher en el deletéreo lago vuelve a ver, en un instante, la fisura en zigzag que observó cuando otrora se acercaba montado en su caballo. Según dijo: “Tal vez el ojo de un cuidadoso observador pudiera descubrir una fisura apenas perceptible, que se extendía desde el tejado de la casa a lo largo de la fachada y cruzaba el muro en zigzag hasta perderse en las tenebrosas aguas del lago.” Y en el final: “Huí horrorizado de aquella cámara, de aquella mansión. La tormenta seguía con toda su furia cuando me encontré cruzando la vieja calzada. De repente corrió por la senda una extraña luz y me volví para ver de dónde podía salir tan increíble brillo, pues la enorme casa y sus sombras quedaban solas detrás de mí. El resplandor venía de la luna llena que se ponía, roja como la sangre, y que brillaba vivamente a través de aquella grieta antes apenas perceptible, como he descrito, que se extendía en zigzag desde el tejado de la casa hasta su base. Mientras miraba, la fisura iba ensanchándose, abriéndose rápidamente; sopló un ráfaga feroz del torbellino, el globo entero de la luna estalló entonces ante mis ojos, mi cabeza daba vueltas al ver desplomarse los poderosos muros —hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil aguas— y a mis pies el profundo y corrompido lago se cerró sombrío y silencioso, sobre los restos de la ‘Casa de Usher’.”


V
Traducido por Julio Gómez de la Serna, “Los crímenes de la rue Morgue” (The Murders of the Rue Morgue) es el quinto cuento de la antología. Al inicio de su primer pie de página, Félix Martín afirma sobre su primera edición: “Publicada en marzo de 1841, en el Saturday Evening Post de Filadelfia.” Lo cual, de nuevo, desconcierta al lego, pues Margarita Rigal Aragón, en su correspondiente nota, dice que fue publicado en “Abril de 1841” en el Graham’s Lady’s and Gentelman’s Magazine; mientras que Julio Cortázar coincide con ella en la cita del magacín, pero refiere otra fecha: “diciembre de 1841”. ¿Quién tendrá la precisa razón?
(Seix Barral, Barcelona, 2006)
  En la misma llamada, Margarita Rigal Aragón telegrafía sobre lo consabido (y que Félix Martín menciona en su “Introducción”): “Esta obra de arte de la literatura occidental es considerada por la crítica como la primera narración policíaca moderna.” Histórica singularidad que Julio Cortázar alude diciendo que “nadie negará que inventó el cuento ‘detectivesco’”; y que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares glosan y ponderan en su “Prólogo” a Los mejores cuentos policiales 2 (Alianza/Emecé, Madrid, 1983), cuya saga de tres cuentos (“Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”), protagonizada por chevalier Auguste Dupin y su compañero y admirador el narrador estólido que refiere las historias, fue reunida en La trilogía Dupin (Seix Barral, Barcelona, 2006), con un “Prólogo” de Matthew Pearl, autor de la novela La sombra de Poe (Seix Barral, México, 2006). Según Julio Cortázar, tal relato “figura en casi todas las listas de los-diez-cuentos-que-uno-se-llevaría-a-la-isla-desierta”. Quizá sí, quizá no. Lo cierto es que inextricable a sus matices y pasajes folletinescos y de espeluznante nota roja y de compiladas declaraciones ministeriales, lo que impera y trasmina en sus páginas es su tratamiento de verosimilitud, en contraste con sus cuentos decididamente fantásticos, donde descuellan las estratagemas detectivescas y las analíticas inferencias del marisabidillo Auguste Dupin para atar los imperceptibles cabos y esclarecer los oscuros y cruentos asesinatos de madame L’Espanaye y su hija mademoiselle Camille L’Espanaye, sucedidos en la cerrada habitación ubicada en un cuarto piso de un edificio de la rue Morgue. 

Ilustración anónima
Página 209 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  Vale observar que en tal relato chevalier Dupin —caído en la pobreza, aficionado a lectura y proclive a la noche y a subsistir en el día encerrado en la oscuridad y en la semioscuridad de la rentada casa parisina que comparte con su camarada y admirador (sólo faltaron las volutas del opio)— no es un detective privado de oficio, sino alguien que posee virtudes para raciocinar sobre un delito y sobre una serie de minucias, pero más allá de la inteligencia y de la observación del común de los mortales. De modo que ante lo irresoluto de los asesinatos, lo cual mantiene en vilo a la opinión pública y a la policía en un callejón sin salida y sin saber por dónde ir, Dupin consigue, sin cobrar un centavo y sólo por la “buena diversión”, un permiso del prefecto de la policía para investigar en la escena del crimen y su entorno. No obstante, cuando le entrega la solución en bandeja de plata y Adolphe Le Bon, el inculpado, es puesto en libertad, el prefecto de la policía no puede eludir cierto disgusto. Según reporta el narrador: “El funcionario, por muy inclinado que estuviera a favor de mi amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado, y permitióse unas frases sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.”


VI
Traducido por Doris Rolfe, “Un descenso en el Maelström” (A Descent into the Maelström) es el sexto cuento. Félix Martín, en su primer pie de página, dice que “El relato apareció publicado por primera vez en la Graham’s Magazine en mayo de 1841.” Julio Cortázar y Margarita Rigal Aragón coinciden en la fecha, pero ellos citan completo el nombre del magacín: Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine. “Un descenso en el Maelström” también tiene un tratamiento realista y de verosimilitud, pero sin duda es un relato fantástico. Guiado por un viejo, un forastero, quizá alter ego de Poe, ha subido el Helseggen, la Nublada, una montaña “en el distrito de Lofoden”, ubicado en la “gran provincia de Nordland”, “cerca de la costa de Noruega”, desde cuya cima —la cúspide de un acantilado cuya altura le produce vértigo— observa el punto exacto del archipiélago, entre Lofoden y la pequeña isla de Moskoe, donde periódicamente se sucede “el gran remolino del Maelström” (“formando un círculo de más de media milla de diámetro”), que él observa impresionado cuando surge en medio de las agitadas aguas del mar. Para explicar el sitio y la índole del fenómeno, el forastero cita la voz de Jonas Ramus —“Geógrafo noruego (1649-1718) que menciona la Historia Natural de Noruega (1755), de Erik Pontoppidan, como fuente información”, acota Félix Martín en su cuarto pie de página—. Y entre sus reflexiones y referencias también cita la Encyclopaedia Britanica y a Kircher —“Athanasius Kircher (1601-1680), jesuita alemán que describió la naturaleza subterránea del mundo como la reconstruyó aquí Poe”, se lee en el sexto pie—. E incluso menciona el mito que supone “que en el centro del canal de Maelström hay un abismo que penetra el globo, y que emerge en alguna región muy remota —el golfo de Botnia se nombra específicamente en un caso”. Quimera que cuestiona el viejo que lo guía (no obstante lo considera manifestación “del poder de Dios”) y para que comprenda sus razones, allí, al socaire y en lo alto del acantilado, casi al oído le narra los pormenores de su inesperado y accidental descenso al vórtice del Maelström a bordo de “un queche aparejado como goleta”, propiedad de él y sus dos hermanos, con el que hacían temerarias pescas en tales latitudes. 
Ilustración de Fuyuki para “Un descenso en el Maelström” 
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006)
  Las minucias de tan vertiginosa, arriesgada y nocturna aventura, al filo de la muerte, es el meollo del relato, no exento de pinceladas poéticas en medio de la oscilación y de la turbulencia (piénsese en la súbita aparición de la luna en el centro de “un círculo de cielo despejado” y en el “magnífico arcoiris, semejante a ese estrecho y tambaleante puente que según los musulmanes es el único sendero entre el Tiempo y la Eternidad”). El viejo la vivió hace “unos tres años”. Y después de esas “seis horas de terror mortal”, emergió demudado, con distinto rostro y con el pelo blanco, que antes tenía “como las alas del cuervo”; es decir, según dice: “Bastó menos de un solo día para cambiar estos cabellos de un negro azabache a blanco, para debilitar mis miembros y trastornarme los nervios de tal forma que tiemblo cuando hago el menor esfuerzo y me asusto de una sombra.” 


VII
Con traducción de Doris Rolfe, “El pozo y el péndulo” (The Pit and the Pendulum) es el séptimo relato. En su primer pie de página, Félix Martín reporta que fue “Publicado en 1842, en The Gift.” Margarita Rigal Aragón precisa que fue en “Octubre de 1842” en The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1843. Julio Cortázar coincide en el título y en el año y añade que fue en Filadelfia; mas no tradujo el epígrafe (cuatro versos en latín), pero sí la nota entre paréntesis de Poe, cuya traducción es muy similar a la de Doris Rolfe, la cual reza: “(Cuarteto compuesto para las puertas del mercado que había de ser construido en el emplazamiento del Club de los Jacobinos en París).” Acota Margarita Rigal que “Según Baudelaire, el mercado al que alude Poe es el de St. Honoré, pero no tuvo puertas ni tal inscripción”. Y traduce, en prosa, los cuatro versos: “Aquí la malvada muchedumbre, insaciable, desde hacía mucho tiempo anhelaba el derramamiento de sangre inocente. Ahora que la patria ha sido salvada y la gruta de la muerte destruida, allí donde reinaba la nefasta muerte, florecen ahora la salud y la vida.” Doris Rolfe, por su parte, hizo siete versos de los cuatro: 
           Aquí la turba impía de verdugos
           alimentó con sangre de inocentes
           su gran furor y no quedó saciada.
           Salvada ya la patria, quebrantado
           el antro de la muerte,
           donde reinaba el crimen monstruoso
           la vida y la salud florecen.
        No obstante, ninguno de los traductores y comentaristas apuntan si son versos de Poe, anónimos o de otro autor.
Según Cortázar, “Se ha querido ver en este cuento la utilización de una pesadilla (o la combinación de más de una) resultante del opio.” Si esto es así, se limita a los inicios del cuento, cuando en Toledo un condenado por la Inquisición se desvanece al oír “La sentencia, la espantosa sentencia de la muerte”, pues entonces se sumerge en una serie de oníricas imágenes y pesadillescas alucinaciones que empiezan a desvanecerse cuando cobra conciencia del terrible lugar donde ha sido depositado por los monjes: un subterráneo y oscuro calabozo que le parece una tumba, una cripta. Según sabe el protagonista (cuyas herejías o pecados o calumnias se ignoran), los condenados a muerte por la Inquisición “normalmente perecían en un auto de fe” (es decir, quemado en la hoguera en la plaza pública); que “Elegía ésta para las víctimas de su tiranía dos clases de muerte: una llena de horrendas agonías físicas y otra saturada de los más espantosos horrores morales”; y, deduce, él está “destinado a la última”.
Ilustración de Samuel Casal para El pozo y el péndulo
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006)
Ciertamente, una no excluye a la otra; y en tal sentido el meollo del relato discurre por las angustias, las fobias y las torturas físicas y mentales que sufre y sortea el convicto, inextricables al infernal calabozo subterráneo donde se halla encerrado: un oscuro foso en cuyo centro hay un pozo circular donde pudo haber caído y morir en la profundidad, si un accidental tropiezo no le advierte de su existencia, pues cae al piso de tierra y con el rostro descubre el borde. Al principio los frailes lo tienen a pan y agua. Pero en un momento, tras despertarse y beber ansioso del jarro, colige que le han disuelto alguna droga, pues somnoliento se hunde en un profundo sueño. Luego, al abrir los ojos, se percata de que lo han acostado de espaldas sobre “una especie de bajo armazón de madera”; puede mover la cabeza y el brazo izquierdo, pero su cuerpo está sujeto a los tablones con “una larga correa semejante a un cíngulo”. No le dejaron el jarro de agua; así que, hambriento, de un plato de barro alcanza un trozo de la “carne condimentada con picante”, dispuesta para incrementar la sed. Ésta se la disputan las enormes ratas que emergen del pozo circular. En la penumbra, observa el diabólico artilugio mecánico de la celda: es cuadrada y sus paredes son metálicas, ilustradas con imágenes demoníacas y maléficas, entre ellas “la figura pintada del Tiempo, tal como se le suele representar, salvo que, en vez de guadaña, sostenía lo que, a primera vista”, le parece “la imagen dibujada de un enorme péndulo, como suelen verse en los relojes antiguos”. Para su horror, cree ver y luego ve que el péndulo, colocado en lo alto encima de él, se mueve y lentamente oscila y desciende hacia su cuerpo para rebanarlo y que dará exactamente sobre su corazón, donde con el cíngulo los monjes le dejaron una abertura para que allí corte el filo de la “media luna de acero reluciente”. Pasan días y el péndulo oscila y desciende con lentitud. Así que el miedo a morir y su astucia lo inducen a untar, en el cíngulo, los restos de la carne picante; y las ratas, ávidos e insaciables roedores, rompen el cordón, casi en el instante en que el filo debía acabar con su vida. El condenado se libera, pero ante su horrorosísimo y espeluznante horror, huele el “vapor del hierro candente” de las paredes de hierro, que han sido puestas al rojo vivo, y que éstas dejan de ser cuadradas y empiezan a conformar un rombo destinado cerrarse y empujarlo hacia el centro, donde está el profundo pozo circular. Así que paulatinamente el ígneo espacio se reduce. Pero de nueva cuenta, a punto de morir, se salva por un pelo de rana: se sucede su inesperado y sorpresivo rescate en medio de un apoteósico final que parece un aleteo de ángeles mofletudos, una angelical y alharaquienta aleluya. Según narra la exultante voz del condenado: 

“¡Y escuché un zumbido discordante de voces humanas! ¡Resonó un fuerte toque de muchas trompetas! ¡Oí un áspero chirriar como de mil truenos! ¡Las ardientes paredes retrocedieron! Una mano extendida cogió la mía, cuando, desvanecido, caía al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición había caído en manos de sus enemigos.”


     
Edgar Allan Poe
         Vale añadir que en el noveno y último pie de página, Félix Martín telegráficamente le pone tiempo e identidad histórica a tal combatiente y salvador; y el lector se pregunta, entonces, ¿quién es tal anónimo condenado a muerte por la Inquisición para que lo rescate nada menos que tal valiente y relevante militar?: “El general Antonine Lasalle (1775-1809), conde de Lasalle, entró en Toledo durante la campaña de Napoleón en España, en 1808.”


VIII
“El corazón delator” (The Tell-Tale Herat), traducido por Doris Rolfe, es el octavo cuento de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, sólo dice que “Apareció en el primer número de The Pionner, en Boston.” Margarita Rigal Aragón y Julio Cortázar, por su parte, coinciden en el nombre de tal publicación y anotan la omitida fecha: “Enero de 1843”.
Casi al inicio del relato, un loco, que dice no estar loco, anuncia, a sus mentales fantasmas, que va a matar a un viejo con un ojo de buitre (“un ojo azul pálido, velado con una membrana”) que le produce fobia y aversión. Y según comenta Félix Martín en su segundo pie: “Este mismo órgano sensorial es centro de terror en otros relatos, por ejemplo, en Metzengerstein, Berenice, Ligia y El gato negro.” 
Edgar Allan Poe (John Cusack)
Fotograma de El cuervo: guía para un asesino (2012)
  Vale puntualizar que en sentido estricto esto no es determinante ni “Berenice” ni en “Ligia” y que en “El gato negro” el alcohólico protagonista, por el desprecio y la hostilidad que el minino le provoca, luego de haberlo recogido y querido, le saca un ojo con un cortaplumas; y, más tarde, ya tuerto, lo ahorca colgándolo de un árbol. Pero como el gato tuerto y extinto reaparece en el segundo gato negro y tuerto (casi idéntico al primero), emparedado junto con su mujer asesinada por él de un hachazo, en este caso palpita y subyace la posibilidad de que sea cierta la superstición popular, citada en el relato, de que una bruja puede transformarse en un gato negro y por ende el maleficio de la hechicera es la pulsión intrínseca que movió al beodo a envilecerse y a cometer sus crímenes. De ahí que durante una revisión en el sótano de la casa que hace un grupo de policías que buscan a su desaparecida esposa, sean los maullidos del felino los que lo delatan y condenan: “Por un instante el grupo de hombres, en la escalera, quedó inmóvil, preso de un extremo y espantoso terror. Al momento, una docena de fuertes brazos trabajaban en la pared. Cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció erguido ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el solitario ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!” Mientras que en “Metzengerstein” (el primer cuento gótico-fantástico que publicó Poe, editado el “14 de enero de 1832” en el “Saturday Courier de Filadelfia”, apunta Margarita Rigal Aragón) los ojos del “gigantesco caballo color fuego” —surgido de un antiguo lienzo de la pinacoteca del castillo del joven Frederick, barón de Metzengerstein— son y parecen tan humanos que asustan y aterrorizan a los vasallos y lugareños de esa comarca en Hungría. Y en el intríngulis de tan poderosa mirada, subyace, al parecer, la súbita reencarnación y venganza del anciano Wilhelm, conde de Berlifitzing (recuérdese que el caballo aparece con la frente marcada por las siglas W.V.B., las iniciales de Wilhelm von Berlifitzing), cuyo contiguo castillo casi acaba de ser devorado por las llamas, destrucción atribuida al autoritario y “disoluto barón de Metzengerstein”, no obstante que parece ajeno a ello. Pero dado que el indómito corcel salta y corre a imagen y semejanza del “verdadero Demonio de la Tempestad” —e incluso, cuando las llamas están devorando el castillo de Metzengerstein, llega a todo galope llevando al joven Frederick en su lomo (“sin sombrero y con las ropas revueltas”) y se arroja con él al fuego para matarlo—, podría tratarse de la transmigración de una identidad arcaica y demoníaca, perdida en la noche de los tiempos, y no del viejo Wilhelm, pues además de que el incendio de los dos castillos y la muerte del par de aristócratas se distancia o no cumple al pie de la letra con la antigua profecía que signa la remota enemistad que separa a las dos nobles y vecinas familias y que reza: “Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing”, al vertiginoso final del relato lo rubrica y trasciende la inmortalidad y posibilidad de tal diabólica presencia:

“[...] Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.
“La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando la colosal figura de... un caballo.”
En lo que sí acierta Félix Martín es cuando observa, en el cuarto pie de página, que la “exagerada agudeza de los sentidos” del protagonista de “El corazón delator” recuerda “la intensidad sensorial de Roderick Usher”. Pues desde sus amplios y astrosos aposentos, Roderick oye los latidos del corazón de su hermana Madeline (quizá cataléptica o resucitada), encerrada —porque se le dio por muerta— en un ataúd colocado, tras una puerta de hierro, en una subterránea cripta de la decrépita Casa de Usher. Por su parte el loco, después de haber descuartizado al viejo del ojo de buitre y enterrado sus restos bajo los tablones de la recámara de éste, al creer oír los latidos del corazón del muerto, rítmico sonido in crescendo que lo angustia, aturde y atormenta, es lo que induce a confesar su delito ante los tres policías que han ido a la casa a las cuatro de las madrugada porque un vecino oyó un grito y denunció la posibilidad de un crimen.
El ojo sin párpado, Ediciones Siruela
Volumen segundo
Madrid, 1987
  “El corazón delator”, para Margarita Rigal Aragón, “Es uno de los cuentos más intensos y emotivos de Poe, una gran obra de arte, un ardiente monólogo, antecedente de la técnica del monólogo interior.” Italo Calvino —en el segundo libro de su antología Cuentos fantásticos del siglo XIX (Siruela, Madrid, 1987)— considera que tal “monólogo interior de un asesino, es la obra maestra de Poe”. Desde luego que no es la única ni la suprema, pero sin duda, como apunta Cortázar, “La admirable concisión del relato, su fraseo breve y nervioso, le dan un valor oral, de confesión escuchada, que lo hace inolvidable.

Por ende el lector se pregunta, y se preguntará (por lo siglos de los siglos), ¿por qué el loco cohabitaba en esa casa con el viejo del ojo de buitre? Al parecer no es su padre y eran sus únicos habitantes. 

IX
“El escarabajo de oro” (The Gold Bug), traducido por Julio Gómez de la Serna, es el noveno relato de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, dice que “apareció completo en el suplemento del Dollar Newspaper de Filadelfia, en junio de 1843”. Julio Cortázar coincide en el nombre del periódico y cifra las fechas de su primera edición: “21-28 de junio de 1843”; Margarita Rigal Aragón le añade el artículo “The” al nombre de tal rotativo y precisa que el cuento fue “Publicado en dos entregas, los días 21 y 28 de junio de 1843”. En su correspondiente nota, Cortázar dice que “El escarabajo de oro” “Probablemente es hoy el cuento más popular de Poe, pues la enorme latitud de su interés abarca todas las edades y niveles mentales.” Lo cual hace eco a lo que apunta en su prefacio: “Este cuento llegaría a ser el más famoso de los suyos, el que todavía tiene en suspenso el aliento de todo adolescente imaginativo. Era El escarabajo de oro, mezcla felicísima del Poe analítico con el de la aventura y el misterio.” Superlativa valoración que reitera Margarita Rigal Aragón: “Junto con ‘Los crímenes de la calle Morgue’ es, posiblemente, el cuento más famoso de Poe y uno de los mejor conseguidos del autor, que atrae la atención tanto de adultos como de jóvenes.” 
Avatares núm. 39, Valdemar
Madrid, mayo de 2000
Vale decir que razones no les faltan y que el leyente, si ya tiene sus años, con “El escarabajo de oro” vuelve a experimentar o a revivir el entusiasmo que tuvo en la niñez o en la adolescencia al leer La isla del tesoro (1883), la celebérrima novela de Robert Louis Stevenson (1850-1894) que todo incorregible lector, chaval o muchachito, lee. Y esto es así porque el relato es un feliz divertimento y un ameno artilugio de relojería, donde, para decirlo con palabras de Cortázar, confluye el “misterio que late, ambiguo y amenazador, en la primera parte”, en torno al insecto dorado, y “la brillante labor de raciocinio que llena la segunda”, a cuyo raciocinador, el joven William Legrand, “Poe le incorporó el genio analítico de Dupin”.  

El meollo de “El escarabajo de oro” ocurre “en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur”. El protagonista sin nombre que evoca y narra el relato dice que “hace muchos años”, en esa ínsula, cuando él trabajaba en Charleston, conoció e hizo amistad con el joven William Legrand, quien vivía refugiado en la isla tras perderse su fortuna familiar en Nueva Orleáns. Allí, en un sitio distante del fuerte Moultrie y de algunas casuchas, se construyó una solitaria cabaña de madera, donde convivía con Júpiter, su viejo y fiel criado negro, ya manumitido y de pocas luces, y Wolf, su enorme perro terranova. Tenía libros y se dedicaba a la caza y a la pesca, y a vagabundear entre los mirtos y la playa, donde nutría su colección de conchas e insectos. De ahí que una tarde de octubre, al ir a visitar a Legrand el único raro día del año en que hizo frío y hubo que encender la chimenea de la cabaña, éste le hable de un escarabajo de oro hallado ese mismo día, pero que no se lo puede mostrar porque en el camino se lo prestó al teniente G, del fuerte Moultrie. Entonces Legrand le dibuja el insecto en un sucio y viejo trozo de pergamino que traía en el bolsillo; pero tras el examen que el anónimo narrador hace del dibujo, luego de la afectiva y súbita llegada del perro terranova, ve que el esbozo no es el esquema de un escarabajo, sino el trazo de una calavera. El diálogo entre el narrador y William Legrand se torna ríspido, puesto que éste sostiene que sí sabe dibujar y sabe lo que dibujó. Y el visitante, que colige que Legrand está loco y por ende le recomienda meterse en la cama ante la noticia del escarabajo dizque de oro, termina yéndose.
Cerca de un mes después, en Charleston, el narrador recibe la visita del crédulo, tontorrón y supersticioso criado negro (de quien apunta Cortázar, “Resulta imposible traducir adecuadamente la jerga con que se expresa”, “propia de los negros del sur de los Estados Unidos”, e incluso, según Félix Martín, “a veces ininteligible para los propios ingleses o yanquis”, “máxime en la época en que Poe sitúa este relato”). El negro Júpiter, analfabeta, le trae un mensaje escrito en el que William Legrand le pide que vaya a verlo porque quiere exponerle un asunto “de la más alta importancia”. El narrador, aún preocupado por la salud mental del joven, va a la isla de Sullivan a bordo de un bote de vela, donde el negro lleva tres instrumentos recién comprados: una guadaña y un par de azadas.
     
Edgar Allan Poe
          Ya en la cabaña, el narrador se entera de que se trata de hacer una expedición al sitio exacto donde el supuesto escarabajo de oro le brindará a Legrand una gran riqueza con la que podrá resarcir la perdida fortuna familiar. El narrador, inquieto por la locura de su amigo, se suma a la descabellada aventura. Tal episodio, repleto de anécdotas lúdicas y detalles chuscos, en el que también incide la presencia y el olfato del perro terranova, culmina con el hallazgo de un par de esqueletos enterrados y lo más trascendente: el hallazgo de un enorme y pesado cofre oblongo rebosante de antiguas monedas de oro, piedras preciosas, y valiosísimos y vetustos cachivaches, cercano a los restos de un naufragado navío. Inestimable tesoro que, exhaustos, trasladan a la cabaña, cuyas rutilantes y deslumbrantes menudencias enumera y reseña el narrador; caudal, según conjetura William Legrand, era el botín del capitán Kidd, un legendario pirata del que corrían “mil vagos rumores acerca de tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico”. En este sentido, la segunda parte del cuento la conforma el relato y la explicación que el joven William Legrand le hace al boquiabierto narrador (y por ende al asombrado lector), pormenorizando el intríngulis de su conducta y de su aparente locura, y el modo en que dedujo, investigó y comprobó que la calavera trazada en el pergamino era parte del croquis, con caracteres invisibles, logogríficos y criptográficos, donde el capitán Kidd registró y suscribió el rebuscado sitio donde ocultó sus caudales. ¿Por qué el capitán Kidd extravió por allí el mapa del tesoro y nunca nadie lo halló? Es un misterio que el relato no desvela. Pero William Legrand sí le brinda al narrador una hipótesis sobre el par de esqueletos enterrados cerca del cofre: “No veo, por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado éste, pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?”


X
Traducido por Doris Rolfe, “El gato negro” (The Black Cat) es el décimo cuento de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, sólo reporta: “Escrito en 1842, apareció en Filadelfia en 1843 en el Saturday Evening Post.” Julio Cortázar data su aparición el 19 de agosto de 1843 en tal medio, que cita entre paréntesis, luego de referir el United States Saturday Post; nombre y fecha en los que coincide Margarita Rigal Aragón. La voz narrativa de “El gato negro” es la voz del asesino y alcohólico, que, como una especie de expiación ante el mundo, evoca y relata desde la cárcel. Su afecto y debilidad por los animales, dice, inició desde la infancia. De entre las mascotas domésticas, cuya afición compartía con su mujer, el gato negro era su preferido. Y si bien en su creciente maledicencia y envilecimiento, según narra, confluye su alcoholismo y su creciente irritabilidad y la oscura e intrínseca pulsión que él llama (con prejuicios pseudofrenológicos) “espíritu de la perversidad” —lo cual significa ejecutar “una acción malvada o tonta por la simple razón de que no debía cometerla”—, lo que subyace en su tendencia a “hacer el mal por el mal mismo” tiene su origen en una presencia metafísica y demoníaca que perturba y envenena su visión y sus actos, la cual está cifrada en “la antigua creencia popular” que solía rumorar su esposa: “que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas”. Es decir, primero, sólo por una rabieta, el beodo, con un cortaplumas, le saca un ojo al gato; y más tarde, sin justificación alguna y sabiendo que quiere al minino, pese a que no lo tolera, con lágrimas en los ojos lo cuelga de un árbol. Y luego, la noche de ese día se desata un incendio que consume su domicilio, menos un muro “situado en el centro de la casa y contra el cual se apoyaba la cabecera” de su cama, en cuyo yeso, recién restituido, aparece “grabada en bajorrelieve sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen mostraba una precisión verdaderamente maravillosa. Había una cuerda alrededor del pescuezo del animal.” Por si fuera poco, cuando tiempo después en una taberna halla un gato negro muy parecido al anterior, que no es la mascota del patrón ni de ningún comensal y que lo sigue hasta su casa, resulta que está tuerto, y por ende, se infiere, es la misma identidad inasible e inescrutable, pese a que se diferencia por una mancha blanca en el pecho, la cual poco a poco revela y augura su amenazante forma: “¡la imagen del patíbulo!” Ante la que él exclama: “¡Oh, fúnebre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!” Y entonces el protagonista ya no tiene sosiego, ni de día ni de noche, pues además lo acosan nocturnas pesadillas que evocan la antigua creencia popular de que la pesadilla se personifica en una decrépita vieja (una bruja) que oprime el cuerpo de quien la padece. Según dice, quejumbroso: “¡Ay, ni de día ni de noche conocía ya la bendición del descanso! De día el animal no me dejaba en paz ni un momento, y de noche despertaba yo sobresaltado por sueños de indescriptible terror para sentir el ardiente aliento de aquella cosa en mi cara y su enorme peso —encarnada pesadilla que no tenía yo poder de quitarme de encima— descansando eternamente sobre mi corazón.”
Edgar Allan Poe
  En este sentido, resulta consecuente que cierto día al bajar las escaleras del sótano de su casa, donde ahora él y su mujer subsisten debido a su pobreza, el gato se le meta entre la piernas y él esté apunto de caer. Entonces levanta el hacha para matarlo, pero su esposa le detiene el brazo. No obstante, a quien mata ipso facto de un hachazo en la cabeza es a ella y la empareda allí, en el sitio donde estuvo una falsa chimenea. El gato negro y tuerto desaparece y no vuelve a tener noticia de él hasta el término de la segunda visita de un grupo de policías que indagan la desaparición de su mujer, pues cuando los gendarmes se están yendo, el micifuz empieza emitir horribles maullidos que delatan su incomprensible e inesperada presencia dentro de la pared y por ende es descubierto el corrompido y sanguinolento cadáver de la fémina, y él es encerrado en la cárcel, preludio del temido y horrorosísimo patíbulo, según el vaticinio de la mancha blanca en el pecho del minino. ¿Asombra entonces que el primer gato negro, sin duda reencarnado o transformado en el segundo, se llame Pluto? Pues se trata de un “Nombre referido al rey de los infiernos o Hades en la antigüedad clásica”, apunta Félix Martín en su tercer pie de página.


XI
Con traducción de Julio Gómez de la Serna, “La carta robada” (The Purloined Letter) es el onceavo cuento de la antología. En su primer pie de página, Félix Martín dice que fue “Publicada en The Gift, el 31 de mayo, 1844.” Margarita Rigal Aragón precisa que fue en “Septiembre de 1844” en The Gift: A Christmas, New Year’s and Birthday Present for 1845. Julio Cortázar coincide, con ella, con el nombre de tal medio, pero lo data en “Nueva York, 1845”. Al igual que éste, Félix Martín no tradujo el epígrafe en latín atribuido a Séneca (ni apunta nada al respecto): “Nil sapientiae odiosius acumine nimio.” Pero Margarita Rigal Aragón sí lo tradujo en su segunda nota y allí lo comenta: “‘Nada es tan detestable para la sabiduría como el exceso de ingenio’. La cita, atribuida a Séneca, en realidad no figura entre las obras del escritor latino. Se trata, en el fondo, de una paráfrasis o ampliación de la frase ‘es demasiado astuto para ser profundo’, con que Dupin concluía el razonamiento de ‘Los crímenes de la calle Morgue’.”
 
Edgar Allan Poe

  “La carta robada” es el tercer y último cuento protagonizado por el marisabidillo chevalier Auguste Dupin y su anónimo amigo y narrador, con quien cohabita, en París, en una rentada casa ubicada en “el número 33 de la rue Dunôt en el Faubourg Saint-Germain”. En el primero, “Los crímenes de la calle Morgue”, porque Dupin conoce a monsieur G, el “prefecto de la Policía parisiense”, por iniciativa propia y sin cobrar un centavo, consigue un salvoconducto de éste para desmadejar y resolver las espeluznantes muertes de madame L’Espanaye y su hija mademoiselle Camille L’Espanaye, crímenes inexplicables para la opinión pública y para la policía. En el segundo, “El misterio de Marie Rogêt (Continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)”, después de tres semanas de que el cadáver de la joven Marie Rogêt apareciera flotando en el Sena, el prefecto de la policía visita a Dupin en su casa para proponerle que dé con los asesinos, puesto que los gendarmes no han podido hacerlo. Hay treinta mil francos de recompensa y alguna suma generosa conviene con el prefecto. De modo que Dupin, por un pago, oficia como una especie de detective privado y su amigo, el narrador, asume el papel de su ayudante, pues él es quien compila los testimonios recogidos por la policía y los periódicos que han seguido el caso desde distintos ángulos. Pero Dupin, a diferencia de “Los crímenes de la calle Morgue”, no investiga ni observa en los escenarios relativos al homicidio, sino que a través de las notas periodísticas razona e infiere que el culpable de la violación y asesinato de Marie Rogêt no fue una banda de delincuentes, como se daba por sentado entre ciertos testimonios y cierta prensa, sino un hombre, cuyas señas de identidad desvela y entrega en bandeja de plata al prefecto. Y la narración, al unísono, a través de una serie de pies de página y algunos comentarios del narrador (incluso cita un “artículo del señor Poe”), señala un paralelismo entre tal crimen y “el reciente asesinato de Mary Cecilia Rogers, en Nueva York”. De ahí que Julio Cortázar diga en el primer párrafo de su correspondiente nota: “Mary Cecilia Rogers, empleada del negocio de tabacos de John Anderson, en Liberty Street, Nueva York, fue asesinada en agosto de 1841. Poe parece haberse procurado todos los recortes periodísticos concernientes a este famoso crimen y los delegó al chevalier Dupin, instalando la escena en París para exponer con más libertad su teoría, tendiente a probar que el asesinato había sido cometido por un solo individuo (un enamorado de la víctima) y no por una pandilla de malhechores.”
Edgar Allan Poe
Y en “La carta robada”, luego de varios años de no ver al prefecto de la policía —no obstante el anónimo narrador y el chevalier Dupin recién han hablado del “asunto de la rue Morgue” y del “misterio relacionado con el asesinato de Marie Rogêt”—, monsieur G los visita en la casa que comparten en la rue Dunôt del Faubourg Saint-Germain. Su objetivo: que Auguste Dupin lo auxilie y aconseje para localizar y recuperar una carta hurtada, en la casa real, por el ministro D; misiva con la que chantajea y coacciona a una nobiliaria persona, que a la postre se revela es una dama. Según les dice el prefecto, le han ofrecido el caso y una jugosa recompensa (pero a Dupin no le ofrece ningún centavo ni éste le pide nada). Durante tres meses él y sus gendarmes, por las noches, han revisado exhaustiva y minuciosamente la casa del ministro D (incluso con un potente microscopio) y el par de casas contiguas; y además lo hizo “atracar dos veces por dos maleantes”, bajo su supervisión y escrutinio, y no han dado con la comprometedora misiva. Dupin, luego de oírlo, no sin ciertos matices e ironía, le aconseja lacónico lo reiterativo: “Una investigación concienzuda en la casa.”

El prefecto se va convencido de que la carta no está oculta en la casa del ministro y un mes después les hace una segunda vista. Les dice que “la recompensa ha sido doblada”, que ignora “a cuánto asciende exactamente”, pero, le dice a Dupin, “yo me comprometería a entregar por mi cuenta un cheque de cincuenta mil francos a quien pudiese conseguirme esa carta”. Entonces, para que el prefecto no se siga haciendo el remolón y el desentendido, Dupin le narra una especie de apólogo que a la letra dice: “Pues una vez cierto hombre rico concibió el propósito de obtener gratis una consulta médica de Abernethy. Con tal fin entabló con él en una casa particular una conversación corriente, a través de la cual insinuó su caso al galeno como si se tratase de un individuo imaginario. ‘Supongamos —dijo el avaro— que sus síntomas son tales y cuales; y ahora, doctor, ¿qué le mandaría usted que tomase?’ ‘Pues —dijo Abernethy— le mandaría que tomase... el consejo de su médico.’” Como respuesta, y no sin desconcierto, el prefecto reitera y enfatiza que daría los 50 mil francos a quien lo ayudara. Entonces Dupin, para sorpresa del narrador y del prefecto, le dice a éste que le llene un pagaré por tal suma (abre un cajón y saca un talonario) y que cuando lo haya firmado le entregará la carta robada por el ministro D. Cosa que se hace en un instante. El prefecto, sin decir palabra, se va contento con la carta. Y entonces el narrador cuenta la charla que tiene con Dupin, donde éste, además de lucir su intelecto y su virtud para raciocinar, le esboza la astuta manera en que localizó el sitio exacto donde estaba camuflada la carta en la casa del ministro D y el teatral y explosivo modo en que la recobró sin que el funcionario ladrón lo advirtiera, lo cual implica y conlleva su previsible “ruina política”, rubricada por un mensaje oculto, personal y a quemarropa, que Dupin le dejó a manera de venganza, pues, según le dice al narrador, otrora, en Viena, el ministro D —“el monstrum horrendum, un hombre genial sin escrúpulos”— le jugó “una mala pasada”. 
Grabado en madera para La carta robada de la primera edición
ilustrada de los Cuentos de Poe (Londres, 1852)

Página 308 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  Vale añadir que tal mensaje, escrito en francés (“...Un dessein si funeste,/ S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste”), Margarita Rigal Aragón lo tradujo así y sin ningún comentario: “Un plan tan funesto, sino es digno de Atreo, lo es de Tiestes.” Mientras que en el sexto de pie de página de la presente traducción, se lee: “‘Tan funesto designio, si no es digno de Atreo, digno, en cambio, es de Tiestes.’ (En francés en el original). Prosper Jolyot, señor de Crais-Billon, llamado Crébillon (1674-1762), fue un dramaturgo francés, autor de nueve tragedias. Atrée fue representada en 1707. (Nota del traductor.)”


XII
Traducido por Doris Rolfe, “Los hechos en el caso del señor Valdemar” (The Facts of M. Valdemar’s Case) es el doceavo cuento de la antología. Félix Martín, en su primer pie de página, apunta que fue “Aparecida [sic] en diciembre de 1845, en la American Review.” Julio Cortázar y Margarita Rigal Aragón coinciden con él en la fecha y en el nombre de la revista.
Ilustración de Vania e Ivan Zouravliov para “Los hechos en el caso del señor Valdemar”
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006) 
  Tal relato es la evocación y recuento que hace el señor P (obvio alter ego y homónimo del autor) en torno a su singular experiencia al hipnotizar a una persona in articulo mortis, es decir, a punto de morir. Interesado “Durante los últimos tres años en el tema del mesmerismo”, su objetivo, dice, era “averiguar, en primer lugar, si en tal estado existiera en el paciente cualquier susceptibilidad a la influencia magnética; y segundo, si en caso de que existiera, su estado la aumentaría o la disminuiría; y un tercero, hasta qué punto y durante cuánto tiempo las incursiones de la muerte podían ser detenidas por el proceso hipnótico. Quedaban otros puntos por aclarar, pero éstos eran los que más despertaron mi curiosidad, en especial el último, dada la enorme importancia de sus consecuencias.”

El elegido, quien acepta serlo, es el culto señor Ernest Valdemar, un “tuberculoso crónico”, residente “en Harlem, Nueva York, desde el año 1839”, a quien el señor P varias veces había “hipnotizado con poca dificultad”. Además de la narración del proceso hipnótico (a través de pases manuales y de la mirada, ídem un mago) y sobre todo del visual instante en que el señor Valdemar muere, el meollo de tal experimento radica en que durante “casi siete meses” el hipnotizado, muerto, permanece en una especie de impasse, pues su cadavérico y rígido cuerpo no se corrompe y desde el más allá, haciendo vibrar su “lengua hinchada y ennegrecida” y con una espeluznante voz de ultratumba, se comunica con su hipnotizador (voz que hace huir a dos enfermeros y desmayarse a un estudiante de medicina). Así que transcurridos esos “casi siete meses”, el señor P, junto con su asistente (el estudiante de medicina), más el par de médicos que asistían al señor Valdemar y dos enfermeros, deciden “hacer el experimento de despertarle”. Además de los indicios de que el cadáver empieza a corromperse, la voz del muerto informa al señor P de la fobia, angustia, desesperación, certidumbre y confusión que lo aqueja y aterroriza: “¡Por amor de Dios! ¡De prisa, de prisa! ¡Hágame dormir... o de prisa... despiérteme... de prisa! ¡Le digo que estoy muerto!
Ilustración de Vania e Ivan Zouravliov para “Los hechos en el caso del señor Valdemar
Relato incluido en El gato negro y otros cuentos ilustrados
de misterio e imaginación
 (Valdemar, Madrid, 2006) 
  Vale recordar que al inicio de su correspondiente nota, Cortázar dice que “En Marginalia, I, Poe, se ocupa de las repercusiones que este relato tuvo en Londres, donde fue tomado por un informe científico.” Y al principio del segundo párrafo de su nota, Margarita Rigal Aragón hace una vaga referencia de ello: “Con este cuento que fue interpretado por los lectores como un caso verídico con gran sorpresa de Poe, el autor pretende reflejar, una vez más, su interés en la vida después de la muerte y el mesmerismo.” Lo cual asombra, pues a mucha distancia de los atavismos y de la idiosincrasia de los romos lectores de la época, el relato, a lo largo de sus páginas, rebosa el inapelable y fehaciente hecho de que se trata de un cuento y no de “un informe científico” ni de “un caso verídico”, más aún porque el súbito y extraordinario final que reporta el hipnotizador subraya su naturaleza fantástica, cuya instantánea disolución del cadáver ineludiblemente evoca la no menos fantasmagórica, vertiginosa y muy visual disolución de la gótica casona de los incestuosos gemelos Madeline y Roderick Usher en el pestilente y deletéreo miasma de las negras aguas del aledaño lago. Reporta el señor P del término de su infausto intento por despertar al muerto:

“Pero lo que ocurrió realmente fue algo para lo cual era, de veras, imposible que ningún ser humano pudiera estar preparado.
“Mientras con presteza ejecutaba yo los pases mesméricos, entre exclamaciones de ‘¡Muerto, muerto!’, que literalmente estallaban de la lengua y no de los labios de la víctima, su cuerpo entero inmediatamente, en el espacio de un solo minuto o aun menos, se encogió, se desmoronó, se pudrió bajo mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, quedó sólo una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.”

XIII
Con traducción de Doris Rolfe, “El tonel del amontillado” (The Cask of Amontillado) es el treceavo y último cuento de la antología. En su primer pie de página, Félix Martín dice que fue “Aparecida [sic] en noviembre de 1846, en Godey’s Magazine.” Julio Cortázar y Margarita Rigal Aragón coinciden con él en la fecha, pero no en el nombre del magacín, que refieren así: Godey’s Lady’s Book.
Aunque en “El tonel del amontillado” descuella el diálogo que sostienen sus dos protagonistas, el relato está contado por la voz y la perspectiva del personaje, de apellido Montresor, que en el íncipit anuncia que va a vengarse de un hombre que lo ha ofendido de mil maneras: “Había yo soportado lo mejor que podía los mil agravios de Fortunato, pero, cuando se atrevió a insultarme, juré que me vengaría.” Se ignora el tiempo y la índole de las injurias y de los improperios, pero inextricable al fermentado resentimiento y al ponzoñoso anhelo de venganza, la narración trasmina, rezuma y expele una idiosincrásica crueldad y sadismo, signada por el odio y la hipocresía, todo ello, curiosamente, cifrado en el augurio heráldico que ilustra el escucho de armas de los Montresor, la casa y estirpe del vengador, quien se lo describe a su olvidadiza víctima: “Una gran pie humano de oro en campo de azur, el pie aplasta una serpiente rampante cuyos dientes se clavan en el talón.” Cuyo lema en latín: Nemo me impune lacessit (“Nadie me hostiga impunemente”) “Es la divisa de Escocia”, dice la traductora en un asterisco al pie de página. 
Ilustración de Van Fraële para El tonel del amontillado
Página 342 de Edgar Allan Poe: Relatos (2009)
  Según narra el vengador, él y Fortunato (italianos, se da a entender), con acaudalada posición social, son buenos conocedores de vinos y se tiene a éste por un excelso catador. Así que durante una tarde de carnaval, cuando lo encuentra ebrio y disfrazado de bufón (“Llevaba un ajustado traje a rayas multicolores y su cabeza quedaba coronada con un cónico gorro de cascabeles”), con sutil hipocresía y oculta y puntillosa ironía, lo induce a que vaya con él, a las criptas de su palazzo, a verificar la autenticidad (o no) de un supuesto tonel de amontillado dizque recién adquirido. Al unísono de que el vengador simula estar preocupado por la salud de Fortunato (tiene catarro y lo ataca la tos) y por ello podría afectarle la humedad “de las catacumbas de los Montresor”, lo lleva a su solitario palazzo, pues la servidumbre también anda de farra, cuya folclórica hipocresía contrasta con la del vengador, quien reporta: “No encontramos a los sirvientes en casa; habían marchado ellos también a divertirse haciendo honor al carnaval. Yo les había anunciado que no regresaría hasta el amanecer, y había dado órdenes expresas de que no se movieran de casa. Y estas órdenes bastaban, como yo bien sabía, para asegurar la desaparición inmediata de cada uno en el momento que les volvía la espalda.” Así que cada uno con una antorcha, el vengador, con buenos modales y mentiras, guía al borrachín de Fortunato por las subterráneas, oscuras, laberínticas y húmedas criptas, donde, a imagen y semejanza de “las grandes catacumbas de París”, abundan los huesos, los esqueletos y las calaveras, paredes y pilas de restos humanos, testigos mudos de tácitas venganzas, condenas, torturas y muertes. Montresor, sin que Fortunato lo advierta, lo introduce en una cripta donde hay un nicho en cuyas rocas están “dos argollas de hierro, separadas horizontalmente, a uno dos pies una de la otra. De la primera de las argollas colgaba un corta cadena y de la siguiente un candado.” Allí lo encadena sin esfuerzo. Y aún con la burla y el sarcasmo de su simulada cortesía y supuestas amables palabras (“¡por el amor de Dios!”), con su “paleta de albañil” —dizque su insignia de masón (quizá lo sea)—, mortero y piedras estratégicamente halladas en el osario, empieza erigir un muro en el único hueco del nicho donde está encadenada la aterrorizada, alharaquienta y cascabelera víctima. Por si fuera poco, “Contra la nueva mampostería”, vuelve “a levantar la antigua muralla de huesos.” Y según dice, sádico y cáustico, “Durante medio siglo ningún mortal los ha perturbado. In pace requiescat!” Florido latinajo de Edgar Allan Poe, cuyo asterisco de la traductora puntualiza: “‘¡Descanse en Paz!’ (En latín en el original). El orden correcto de la frase es Requiescat in pace, y pertenece a la liturgia católica de difuntos.”

Edgar Allan Poe
(1809-1849)



Edgar Allan Poe, Relatos. Traducciones del inglés al español de Doris Rolfe y Julio Gómez de la Serna. Edición, introducción y notas de Félix Martín. Iconografía en blanco y negro. 1ª edición en Mil Letras, Ediciones Cátedra. Madrid, 2009. 352 pp.

Edgar Allan Poe, Narrativa completa. Traducciones del inglés al español de Julio Cortazar y Margarita Rigal Aragón. Edición, introducción y notas de Margarita Rigal Aragón. Bibliotheca AVREA, Ediciones Cátedra. Madrid, 2011. 1024 pp.

Edgar Allan Poe, Cuentos 1. Edición, prólogo, traducción del inglés al español y notas de Julio Cortázar. El libro de bolsillo núm. 277, Alianza Editorial. 11ª edición. Madrid, 1984. 546 pp.

Edgar Allan Poe, Cuentos 2. Edición, prólogo, traducción del inglés al español y notas de Julio Cortázar. El libro de bolsillo núm. 278, Alianza Editorial. 8ª edición. Madrid, 1983. 546 pp.



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Enlace a un trailer subtitulado de El cuervo: guía para un asesino (2012), película dirigida por James McTeigue, basada en la manoseada leyenda y en los relatos de Edgar Allan Poe.