sábado, 21 de mayo de 2016

El enigma de París



El caso del recurso del método

Pablo de Santis
El enigma de París, novela del argentino Pablo de Santis (Buenos Aires, febrero 27 de 1963), “obtuvo el I Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa 2007”, cuyo jurado, reunido “en Bogotá el 21 de abril de 2007”, dio la noticia “dos días después en la misma ciudad”.
Sigmundo Salvatrio, el protagonista de El enigma de París, es quien evoca y narra los sucesos centrales con una perspectiva de alrededor de 37 años después; es decir, ya “transcurrido un cuarto del siglo” XX y cuando ya es un detective privado, con experiencia y reputación, que oficia en Buenos Aires. Sus reminiscencias y anécdotas oscilan, principalmente, entre dos fechas; una: el “15 de marzo de 1888”, cuando, “a las diez de la mañana,” llega, junto con otros 20 jóvenes, a “la puerta del edificio de la calle De la Merced”, donde vive Renato Craig, “el famoso detective, el único de la ciudad”, quien con ellos funda su academia particular donde, proyecta, recibirán los conocimientos y las técnicas que les permitan ser “ayudantes de cualquier detective”. La otra: el 5 de mayo de 1889, cuando en París se inaugura la Exposición Universal y con ella la Torre Eiffel, y Sigmundo Salvatrio aún se halla en medio de una serie de intrigas donde descuellan varios asesinatos y la investigación y deducción detectivesca.
Se trata, como se entreve, de una novela policial. Sin embargo, pese a los crímenes y sus consecuentes indagaciones detectivescas y policíacas, no es una obra realista (no es novela negra ni un thriller), sino ante todo y sobre todo es una obra literaria, lúdica y fantástica. Y en este sentido, en primera instancia, le rinde tributo al norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), el iniciador, en el orbe occidental, de la narración policíaca con tres canónicos cuentos (canónicamente traducidos al español por Julio Cortázar): “Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt (continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)” y “La carta robada”, cuyas primeras ediciones en inglés datan, anota Cortázar, de 1841, 1842 y 1845. 
Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)
      Y esto es así por tres principales rasgos. Uno: chevalier C. Auguste Dupin, el genio de la raciocinación creado por Poe en tales relatos, vive y actúa en el París del siglo XIX; y como lo implica el título de la novela de Pablo De Santis, es en la decimonónica capital francesa donde ocurren y se investigan buena parte de los crímenes de la obra.
Dos: Poe, en los mismos relatos, creó los prototipos del detective y su ayudante. El primero es el analista que, con sus inteligentes reflexiones y agudas observaciones, resuelve el enigma de los crímenes; y el segundo, su amigo, menos listo, es quien lo acompaña, lo escucha y le hace comentarios y preguntas que dan pie al lucimiento de su virtud para el escrutinio, el análisis y la inferencia, y a su iniciativa para atar pistas y cabos sueltos que den con la resolución del caso. Pero también lo ayuda y es quien ha escrito los sucedidos. Siendo así los parámetros fundacionales, en el orbe de la novela de Pablo De Santis existe una red internacional llamada Los Doce Detectives, de la cual, al inicio de la obra, el argentino Renato Craig es un destacado miembro,  no sólo por ser uno de los fundadores. Tal club tiene un estricto código. Según éste, cada detective debe contar con un ayudante (que no puede ser mujer), quien además de auxiliarlo en la investigación y en otros pormenores, es el que le formula preguntas idiotas o tontos comentarios (para que hable y luzca su inteligencia) y quien toma nota, escribe y publica los extraordinarios y folletinescos casos (desde sus singulares títulos) que los han hecho célebres en todos los rincones del planeta.
(Cabe señalar que en las reuniones del club los ayudantes no tienen voz. No deben probar una gota de alcohol; los detectives sí pueden. Y entre los ayudantes corre el rumor de que está prohibido que ellos asciendan a detectives. Sin embargo, existen cuatro escamoteadas cláusulas que formulan la posibilidad de que esto sí ocurra. La cuarta, destruida misteriosamente en cierto momento por el “recto” detective japonés, estipula que un ayudante puede convertirse en detective, y miembro de Los Doce, si su jefe detective resulta ser un asesino).
Tres: Poe, en “Los crímenes de la calle Morgue”, creó el arquetipo del crimen de cuarto cerrado. Y en la mentalidad y en la fraseología folletinesca de Los Doce Detectives y sus ayudantes, se considera al crimen de cuarto cerrado como “el non plus ultra de la investigación criminal”. Y más aún, puntualiza, categórico, el maestro Renato Craig en un pasaje didáctico: “Un asesinato siempre es un caso de ‘cuarto cerrado’. Ese cuarto cerrado es la mente del criminal.”
(Planeta, México, 2007)
     En la tercera de forros de El enigma de París, se dice que Pablo De Santis ha sido “guionista de historietas” y que “ha publicado más de diez libros para adolescentes, por los que ganó en 2004 el Premio Konex de Platino”. Curiosamente, en su novela esto se refleja en matices fantásticos y caricaturescos y en vertientes folletinescas, como son, por ejemplo, muchas de sus múltiples bromas. Sigmundo Salvatrio –otro ejemplo trascendente en el decurso narrativo–, desde niño y muchachito (cuando laboraba de aprendiz en el taller de su padre, que es zapatero) lee y admira las aventuras de Los Doce Detectives (y sus ayudantes) a través de La Clave del Crimen, “un folletín quincenal que se vendía a 25 centavos”. Allí tuvo noticia de sus célebres casos y observó sus rasgos físicos a través de las ilustraciones. Parece consecuente, entonces, que ya en París sea folletinesca la descripción del perfil físico que caracteriza la personalidad de los legendarios detectives y sus ayudantes y la de otros personajes. Inextricable a esto, mucho tienen de folletín los casos que narran los detectives y ciertos ayudantes y otros protagonistas, porque la obra de Pablo de Santis también es una novela repleta de cuentos que los personajes relatan a la menor provocación o sin ella. 
Y en esto último, no obstante, reside uno de sus fallos estructurales. Si bien se justifican y son amenos los cuentos que narran los personajes, resulta inverosímil que siempre suelten “la sopa” sobre su pasado e identidad a la menor pregunta o sin ella. Es decir, como Pablo De Santis no usó el consabido recurso del narrador omnisciente y ubicuo que le revela al lector datos e intríngulis de los protagonistas (que estos ignoraran o pueden ignorar entre sí), casi todos con los que se encuentra Sigmundo durante sus indagaciones en París le sueltan la lengua nomás se les pone enfrente, incluso sin que él pregunte nada. Todos están dispuestos a revelar cuestiones íntimas: quiénes son, qué han hecho, qué es lo que hacen y no hacen, y cómo se las gastan.
Ahora que uno de los meollos de la trama de El enigma de París radica en el cisma moral y ontológico que trastoca la investigación detectivesca y los cimientos éticos de Los Doce Detectives.
La academia fundada por Renato Craig en Buenos Aires al parecer tenía como objetivo encontrar a su ayudante, pues en contra de las normas del club, él es el único que ha operado solo. Durante el adiestramiento de los alumnos, Craig tiene noticia de que Kalidán, un mago dizque hindú, es un asesino que mata para beberse la sangre de sus víctimas, pero no ha sido detenido porque no se le han comprobado sus crímenes. Para que pongan en práctica lo aprendido en la academia, Craig les ordena a los siete discípulos que restan que, cada uno con su propia estrategia, investiguen a Kalidán y hallen las pruebas irrefutables. Gabriel Alarcón, el aspirante más astuto, logra infiltrarse con Kalidán camuflado de asistente en sus números teatrales (en uno el mago emplea “el baúl con la mano cortada de Edgar Poe, que sobre la escena escribía, incansable, el estribillo de ‘El cuervo’”). El joven, hijo de una rica familia fabricante de barcos, desparece y no tarda en suponerse su asesinato y con ello se derrumba la reputación de Renato Craig, pues no resuelve el crimen. Los alumnos se desmoralizan y abandonan la academia. Sólo Sigmundo Salvatrio permanece ordenando el archivo de su maestro.
Craig, para resolver su último caso, pues se retirará, nombra como su ayudante a Sigmundo, quien en los tugurios de los muelles rastrea el paradero de Kalidán. Cinco días después de hallarlo disfrazado de tahúr francés, Craig convoca a una rueda de prensa y pregona dónde está enterrado el cuerpo del joven Alarcón; revela que Kalidán es el asesino y muestra una caja donde éste coleccionaba objetos de sus víctimas.  
Para entender “el método” de su maestro, Sigmundo le pide una explicación. Y Renato Craig, cínico, le anuncia que le dará “una lección sobre el método que ninguno de Los Doce Detectives podrá igualar”. Lo conduce hasta un apartado y solitario galpón donde cuelga, desnudo, torturado y asesinado, el cuerpo de Kalidán. 
Obviamente Sigmundo Salvatrio no delata a su maestro, quien, enfermo y retirado, le pide que en su papel de ayudante, viaje a París y lo represente ante el club de Los Doce Detectives, quienes sesionan con el objetivo de armar el pabellón que exhibirán en la Exposición Universal. Para que se muestre allí, le entrega su bastón multiusos y le indica que sólo a Viktor Arzaky, el detective polaco, le cuente sobre “el método” con que resolvió su último caso. 
Tras oír tal secreto, Arzaky, sin cuestionar, le cuenta una especie de parábola óptica, una narración breve de aliento fabuloso y milenaria tradición oral, que ante los últimos sucesos de la novela (el descubrimiento de la identidad del asesino de uno de Los Doce y la revelación de la susodicha y escamoteada cuarta cláusula) se erige como una negra y clandestina declaración de principios (el recurso del “método” para resolver el enigma) que trastoca lo vulnerable y endeble de las éticas entrañas de Los Doce Detectives. 
“La cuenta un filósofo danés. La filosofía, como sabe, es el vicio secreto de los detectives” –le recita el detective Viktor Arzaky al ayudante Sigmundo Salvatrio como sazón y preámbulo de la máxima–: “Un gran visir envió a su hijo a controlar una rebelión en una comarca distante. El hijo llegó, pero como era muy joven y la situación confusa, no sabía qué hacer. Entonces le pidió consejo a su padre a través de un mensajero. El visir vacilaba en dar una respuesta clara: el mensajero podía caer en manos rebeldes, y bajo tortura revelar el mensaje. Entonces hizo lo siguiente: llevó al mensajero al jardín, le señaló un grupo de altos tulipanes y los cortó con su bastón, de un solo golpe. Le pidió al mensajero que transmitiera exactamente lo que había visto. El correo pudo llegar a esa región distante sin ser advertido por el enemigo. Cuando le contó al hijo del visir lo que había visto en el jardín, éste comprendió de inmediato, e hizo ejecutar a los grandes señores de la ciudad. La rebelión fue sofocada.”

Pablo de Santis, El enigma de París. Serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª edición mexicana. México, junio de 2007. 288 pp.



miércoles, 18 de mayo de 2016

La sombra de Poe



En busca de la tuerca perdida

Matthew Pearl (Nueva York, octubre 2 de 1975), autor de la novela El club Dante (Seix Barral, 2004), prologó La trilogía Dupin (Seix Barral, 2006), libro que reúne los cuentos policiales del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) protagonizados por el “genio de la raciocinación” chevalier  C. Auguste Dupin, debido al sonoro hecho de que urdió la novela La sombra de Poe (Seix Barral, 2006), la cual inicia con una supuesta “Nota del editor” que dice a la letra: “El misterio relacionado con la muerte de Poe en 1849 queda resuelto en estas páginas.”

Matthew Pearl
     Esto anuncia que en el libro se despejarán las incógnitas de tal enigma. Sin embargo, esto no es así en sentido estricto, pues si bien en la mixtura de la novela el autor diseminó una serie de datos documentales, históricos, narrativos y biográficos relativos a la obra, a la vida, a la leyenda negra y al fallecimiento de Poe, a su entorno y a su época, incluido el ámbito social y político de la Francia de entonces (lo cual Matthew Pearl puntualiza al término en la “Nota histórica” y en los “Agradecimientos”), el objetivo de La sombra de Poe, como artificio literario, no es descubrir y develar, inapelablemente, el meollo de tales intríngulis, sino jugar a que lo hace.
      Repleta de mil y una anécdotas, con suspense, vueltas de tuerca y giros sorpresivos, La sombra de Poe es un divertimento (con final feliz) donde confluye el thriller policíaco, la novela de aventuras y la historia de amor. 
     
(Seix Barral, Méxcio, 2006)
      Dividida en cinco libros y 36 capítulos, la obra transcurre principalmente durante dos principales lapsos temporales: 1849 y 1851. El protagonista y voz narrativa, Quentin Hobson Clark, con mansión y fortuna heredada de sus padres recién fallecidos, es un joven abogado de 27 años, quien en Baltimore comparte un bufete con Peter Stuart, su amigo y cuasi hermano. La mañana del 9 de octubre de 1849 lee la noticia de la muerte de Poe, sucedida dos días antes allí en Baltimore, precisamente en el hospital universitario Washington, cuya fría y oscura inhumación en el camposanto presbiteriano él observó, el día 8, sin saber de quién era el cuerpo enterrado en tan miserables y desoladoras circunstancias.
      Esto, junto con los errores y vituperios que lee en la prensa, lo incitan a reivindicar la honorabilidad, la obra y el nombre de Edgar Poe, puesto que él es un ferviente admirador de su escritura, además de que se considera su amigo y su defensor de oficio, pues intercambiaron cierta escueta y vaga correspondencia, pese a que nunca se vieron cara a cara. 
     
Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)
       Al entregarse a tal empresa, posterga su matrimonio con Hattie Blum y paulatinamente se deteriora su entrañable fraternidad con Peter Stuart y su vínculo profesional en el exitoso bufete especializado en “hipotecas, deudas e impugnación de testamentos”.
Mientras Quentin Clark recaba información en el ateneo de Baltimore, una mano anónima le hace llegar un recorte periodístico, fechado el “16 de septiembre de 1844”, donde se da noticia de la existencia, en París, de la persona de carne y hueso en que, se dice, se inspiró Edgar Allan Poe para crear a su personaje C. Auguste Dupin, protagonista de “Los crímenes de la calle Morgue”, de “El misterio de Marie Rogêt (continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)” y de “La carta robada”.
      No obstante, es hasta 1851 cuando en París realiza la búsqueda de Auguste Duponte, quien entre los probables candidatos le parece el más convincente para encarnar el modelo en que Poe se basó. 
      Pero pronto se entromete el beligerante y fugitivo barón Claude Dupin, reclamando ser el verdadero y único personaje que alentó al autor de “El cuervo” y por ende el indicado para investigar y resolver el caso. Y en tal ineludible pugna (en la que parece que ambos candidatos pelean por lo mismo) se trasladan a Baltimore.
      En las indagaciones, por un lado están el barón Dupin y Bonjuour, una bella y legendaria ladrona, hábil con el cuchillo; y por el otro, Quentin Hobson Clark y Auguste Duponte, quienes en angulares pasajes personifican el par de prototipos histórica y seminalmente creados por Poe en su célebre trilogía cuentística, como muy bien lo acotaron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges en el prefacio que preludia la antología Los mejores cuentos policiales (2) (Emecé/Alianza Editorial, Madrid, 1983). Es decir, Duponte es el raciocinador y marisabidillo (nocturno, sedentario y pensativo) que resuelve los enigmas, los embrollos y los delitos; y Quentin Clark, si bien rastrea, investiga y conjetura, es el amigo menos inteligente que escucha al otro y quien narra la historia.
     
Contraportada
     Ahora que si casi al término de los acontecimientos, Quentin Clark concluye que el protagonista creado por Poe es meramente imaginario, pese a que Auguste Duponte brinda suficientes ejemplos de que podría ser la pauta original, las conclusiones en torno a la misteriosa muerte del poeta que elaboran el barón y Duponte, si bien difieren y abundan en supuestos, deducciones e hipótesis, quedan en una especie de limbo, pues si el lector de la novela tiene acceso a ellas, en el Baltimore de la época el joven abogado nunca las hace públicas. 
      La versión del barón Claude Dupin iba a ser leída por éste ante un atiborrado y variopinto auditorio baltimorense (que sin saberlo saldó sus deudas parisinas), pero antes de hablar ocurre un atentado contra él que lo deja con un pie en la tumba. En tanto que la versión de Auguste Duponte, éste, súbita e inesperadamente se la narra en solitario a Quentin Clark poco antes de que concluya el juicio que contra él ha entablado su ñoña y obtusa tía abuela, confabulada con la manipuladora tía de Hattie Blum, con tal de dejarlo sin casona, sin un centavo y sin honor.


Matthew Pearl, La sombra de Poe. Traducción del inglés al español de Vicente Villacampa. Editorial Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, 2006. 456 pp.

lunes, 16 de mayo de 2016

La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos


Aquí nos tocó mugir

Nacida en San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, el 13 de septiembre de 1941, la periodista y narradora Cristina Pacheco —viuda de José Emilio Pacheco (1939-2014), por quien adoptó tal nom de plume, pues en realidad se apellida Romo Hernández— dedicó su libro La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos a los ya fallecidos Lya Kostakowsky (pintora) y Luis Cardoza y Aragón (poeta y crítico de arte). La primera edición fue editada en 1988 por el Gobierno del Estado de Guanajuato y la segunda, aumentada, fue impresa en 1995 por el Fondo de Cultura Económica con el número 510 de la serie Cultura Popular (la tercera data de 1996, la cuarta de 2005 y de 2014 la primera versión electrónica). Incluye 44 entrevistas hechas por la autora entre 1977 y 1988. La mayoría aparecieron en la revista Siempre! y unas pocas en sábado, otrora suplemento del diario unomásuno. De las 44, tres corresponden a Rufino Tamayo, dos a José Luis Cuevas, y las que restan, una por cabeza, a los demás elegidos por su dedo flamígero: Gilberto Aceves Navarro, Juan Alcázar, Lola Álvarez Bravo, Manuel Álvarez Bravo, Feliciano Béjar, Fernando Botero, Manuel Carrillo, Gustavo Casasola, Pedro Coronel, Rafael Coronel, Francisco Corzas, Olga Costa, Héctor Cruz, José Chávez Morado, Manuel Felguérez, Héctor García, Luis García Guerrero, Gunther Gerzso, Mathias Goeritz, Héctor Xavier, Armando Herrera, Fernando Leal, Antonio López Sáenz, Faustino Mayo, Carlos Mérida, Benito Messeguer, Armando Morales, Rodolfo Morales, Kishio Murata, Luis Nishizawa, Juan O’Gorman, Máximo Pacheco, Mario Rangel, Vicente Rojo, Armando Salas Portugal, Juan Soriano y Cordelia Urueta.
José Emilio Pacheco y Cristina Pacheco
       Casi todos los entrevistados son mexicanos (incluido Luis Nishizawa, hijo de mexicana y padre japonés); pero también hay extranjeros que adoptaron como suyo a este país: Olga Costa, Mathias Goeritz, Faustino Mayo, Carlos Mérida, Vicente Rojo, Gunther Gerzso (nacido aquí pero de padre húngaro y madre berlinesa); e incluso extranjeros que vivieron en México o pasaron por tales latitudes: Kishio Murata y Fernando Botero.

     
(FCE, 2ª ed., México, 1995) 
        La luz de México está precedido por “Cristina Pacheco: el arte de la historia oral”, el prólogo de su amigo Carlos Monsiváis (1938-2010). Entre las vivas que preludian las mil y una porras con que reseña y celebra el libro y las virtudes de entrevistadora, cronista y reportera de Cristina Pacheco (“por lo que ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo, el Premio Manuel Buendía y el que otorga la Federación Latinoamericana de Periodistas”), Monsiváis alude el programa televisivo Aquí nos tocó vivir, que en 1978 Cristina empezó a conducir en el Canal 11 del Instituto Politécnico Nacional, “desde alguno de los infinitos barrios de la capital”; pero también, como se ha visto, desde algún lugar de la provincia mexicana. 

Cristina Pacheco en 1979
Monumento a la Revolución, Ciudad de México
Foto: Rogelio Cuéllar
  Si en Aquí nos tocó vivir —reconocido por la UNESCO por su valor documental como “Memoria del Mundo de México 2010” y “Patrimonio Cultural de los Pueblos” y que aún realiza y conduce en el Canal 11 (donde también protagoniza el celebérrimo y misceláneo Conversando con Cristina Pacheco)— la reportera, con camarógrafo y micrófono, acude al hábitat de un pescador o de un artesano (y su parentela), por ejemplo, y a través de la entrevista hace que éste bosqueje su historia personal y familiar y ciertos meollos de su aprendizaje y oficio cotidiano, puede decirse que algo parecido ocurrió con las entrevistas que integran La luz de México. Si bien fueron provocadas por algún suceso entonces noticioso y publicitario (para el entrevistado, la entrevistadora y el medio impreso): una retrospectiva, la presentación o edición de un libro, un homenaje o un aniversario, la mayoría de las veces Cristina, con su libreta y bolígrafo y acompañada por un fotorreportero, procuró hacer la entrevista en la casa-estudio del fotógrafo o pintor. 

     
Juan Soriano y Cristina Pacheco
       Así, si en el programa televisivo Aquí nos tocó vivir algunas imágenes contrapunteadas de palabras son las que ilustran y describen el entorno del entrevistado y al mismo entrevistado, en los reportajes-entrevistas del libro, Cristina Pacheco, con unas cuantas frases y anécdotas describe el itinerario artístico, la casa y el estudio donde se halla, e incluso ciertas características del personaje en cuestión. 

Benito Messeguer y Cristina Pacheco
     
Cristina Pacheco y Rufino Tamayo
       La casa-estudio puede ser casi un pequeño museo con jardín (la de Pedro Coronel en San Jerónimo Lídece); o una especie de abigarrada bodega (la de Mathias Goeritz); o un apretujado y astroso departamento de vecindad (el habitáculo de Máximo Pacheco). En este sentido, la ubicua luz de México y el cielo azul (magnificados por la nostalgia o roídos por la polución) suelen ser aludidos por Cristina Pacheco o por su entrevistado; pero también, como parte del preámbulo y de la atmósfera doméstica que los rodea, suele hablar del jardín, de ciertos objetos y de las mascotas. Es decir, cada reportaje-entrevista es un circunstancial y azaroso acercamiento: un retocado retrato-autorretrato en el que habla el fotógrafo o el pintor de su trayectoria y su obra. Es por esto que casi todos discurren, con sus diferencias y particularidades, por los mismos temas: genealogía, aprendizaje, viajes, obra, disciplinas, ideas, discrepancias, recuerdos, aventuras, anécdotas, gustos y disgustos.

         
Cristina Pacheco y Fernando Botero
          Ante estos retratos-autorretratos en los que confluyen las palabras de los entrevistados y los matices y retoques de Cristina Pacheco y cuyo destino fue un medio impreso, resulta comprensible que casi siempre haya sido acompañada por un fotorreportero. En este sentido, el libro incluye 32 retratos de 32 entrevistados; son fotos en blanco y negro, con baja o pésima resolución, en las que a veces figura la entrevistadora (o una parte de ella). La mayoría de los retratos, pese a ser anecdóticos, son imágenes sin sentido creativo, de simple disparador. Pero además resulta contradictorio que en un libro donde se habla de fotografía y fotoperiodismo, y en el que además hablan fotógrafos que fueron notables fotorreporteros (Gustavo Casasola, Héctor García, Faustino Mayo), no se acredite el nombre de los fotoperiodistas que la acompañaron, pese a que Cristina aluda su fantasmal presencia; es decir, como si todavía estuviéramos en los tiempos en que el fotorreportero era tratado a imagen y semejanza de un vulgar disparador de quinta categoría (que aún los hay y sobran) y sus fotos ninguneadas como imágenes de relleno, susceptibles de ser manipuladas sin su consentimiento y sin su crédito. Pero además de que no se incluyeron nueve retratos de igual número de entrevistados (lo cual resulta o parece discriminatorio), la iconografía, especial para el libro, debió ser elegida con un criterio estético y no simplote y chambón. Entre los fotógrafos de prensa había (y hay) excelentes retratistas como para que no se hubiera podido hacer. 

        
Gustavo Casasola y Cristina Pacheco
         
Héctor García y Cristina Pacheco
       Ciertamente, “en la actualidad [o en notorios y relevantes casos] el arte está sobrestimado”, “es un juego de intelectuales para intelectuales” del que coleccionistas, marchantes, políticos chapulines y funcionarios trepadores y copetones sacan provecho y con ello “los artistas se hacen una enorme publicidad”, —de algo viven, unos de mal en peor (Máximo Pacheco era por entonces un humilde pepenador que subsistía en un asfixiante y reducido cuarto de vecindad) y otros con posturas y ganancias de petulantes príncipes-empresarios; es decir, en cierto modo y para decirlo con Mathias Goeritz, numerosas veces el artista “es un arlequín, una figura que entretiene a la sociedad” (y a la consabida y envanecida jet-set y su quezque intelligentsia incrustada en las mamas del establishment y del statu quo). 

     
Máximo Pacheco, "autor de 15 murales", todos "destruidos"; el primero
pintado "en 1922 y el último en 1945". Fue ayudante de Diego Rivera,
de José Clemente Orozco y de Fermín Revueltas. "Durante 30 años
-de 1937 a 1966-" dio a los niños "clases de pintura en Bellas Artes".
Sin embargo, en 1983, cuando Cristina Pacheco lo visitó para
entrevistarlo, ya llevaba mucho tiempo "oculto entre los montones
de papel y cartón" que recogía "en las calles para sobrevivir".
         Sin embargo, el libro resulta interesante, pues por diversas razones (por la obra o por la trayectoria venturosa o más o menos venturosa e incluso dramática, como fue el caso de Máximo Pacheco), todos los entrevistados tienen su relevancia o algo que decir ante sus propios pasos y frente a la manoseada cultura de México y del mundo, esa cultura que recrea, retroalimenta y entretiene (mientras los políticos y corifeos se pelean por el poder, por el dinero público y las agencias de colocaciones e influencias donde éste se reparte a través de chambas, embajadas, premios, becas, donativos y sobornos), pero que también incide o puede incidir en la facultad crítica y participativa del espectador y elector para votar o anular su voto o abstenerse frente a los corrompidos ganones que infestan y saquean el país: PRI, PAN, PRD, PVEM, etcétera (por quienes el reseñista nunca es su vida ha votado ni votará jamás).

     
José Emilio Pacheco y Cristina Pacheco en 1977
Foto: Rogelio Cuéllar
      Las entrevistas, además, son breves. Tienen cierto valor documental, más aún en los casos en que el entrevistado ya murió. Son amenas, pese a que no falta el que no comparte el discurso sentimental, de tinte izquierdista con que Cristina Pacheco (o su entrevistado) a veces trata de involucrar y conmover al lector. 

Juan O'Gorman
  Con esta serie de pequeños espectáculos clasificación “B” de bolsillo, en los que la entrevistadora pregunta, matiza, y el entrevistado posa y se le ilumina u opaca el coco y la memoria, además de pasársela bien (o más o menos bien) contraponiéndose o haciéndose cómplice de lo que lee, tiene acceso a un buen número de datos y chismes sobre distintos autores, sus obras y otras más.



Cristina Pacheco, La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos. Prólogo de Carlos Monsiváis. Iconografía en blanco y negro. Colección Popular núm. 510, FCE. 2ª edición aumentada. México, 1995. 640 pp.


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jueves, 12 de mayo de 2016

La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro

Entre chismitos y chismes de conventillo

La biografía que el borroso James Woodall escribió en inglés sobre Jorge Luis Borges: The man in the mirror of the book, apareció por primera vez en Londres, en 1996, editada por Hodder & Stoughton. Y la primera traducción de ésta al español, de Alberto L. Bixio, fue impresa en Barcelona, en marzo de 1998, por Editorial Gedisa, con el título La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro
(Gedisa, Barcelona, 1998)
        Según James Woodall: “En octubre de 1995, María Kodama anunció que catorce biógrafos estaban trabajando sobre Borges. De esos biógrafos sólo ocho la entrevistaron y ella piensa que sólo uno está produciendo algo que le parece realmente interesante”. Dice, además, que su biografía es una de las catorce; que la entrevistó tres veces (pero no le precisó la fecha de su nacimiento en Buenos Aires: marzo 10 de 1937); y que su libro “no es el que cuenta con su aprobación”. No obstante, el biógrafo se muestra muy agradecido por las atenciones que recibió de María Kodama y de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges que la viuda creó en Buenos Aires el 24 de agosto de 1988 (en una casa ubicada en Anchorena 1660 que colinda con la casa donde los Borges vivieron entre 1938 y 1943), e incluso desde el inicio plantea un vínculo ideal entre ella y Borges (pese a que luego dice que no hubo sexo): “María es el monumento vivo de Borges, la destinataria del amor que el escritor buscó durante toda su vida y encontró finalmente en ella sólo en edad avanzada”. 

María Kodama, la Yoko de Borges
  Quizá por ello no le interesó ahondar en los legendarios equívocos y controversias que suscitó la relación amistosa (y amorosa a partir de su mutua declaración en abril de 1971 en Islandia) que María Kodama sostuvo con Borges, desde mediados de los años 60 hasta su muerte, ocurrida el sábado 14 de junio de 1986 en un departamento entonces recién adquirido en Ginebra, Suiza, ubicado en un edificio en la Gran-Rue 28. Y más aún: menciona, pero no bosqueja, la leyenda negra que desencadenó el súbito matrimonio exprés (casi dos meses antes del fallecimiento del anciano, ciego, enfermo y desahuciado poeta), celebrado desde Europa, por poder, el 26 de abril de 1986 en Colonia Rojas Silva, un oscuro y remoto pueblo del Chaco paraguayo, y la modificación del testamento de Borges a favor de ella. En el testamento de 1979, dice Woodall, María Kodama y Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la criada de Borges y su madre desde 1947, se dividirían la herencia; pero en el testamento de noviembre de 1985, María Kodama figura como la única heredera y a Fani sólo le corresponden dos mil dólares. Que James Woodall diga que Borges no quería a la sirvienta y que no le gustaba su cocina, no explica que primero la heredara y luego la desheredara. 

Borges y Fani, la criada, en el departamento B del sexto piso de la
calle Maipú 994 (Buenos Aires, inicios de los años 80).
Foto en El señor Borges (Edhasa, 2004)
  Con el entrevistador y amanuense auxilio de Alejandro Vaccaro, Fani revela algo de tales oscuros intríngulis en El señor Borges (Edhasa, España, 2004), lo cual puede complementarse y contrastase con lo que Juan Gasparini argumenta y exhibe en su minucioso y polémico libro-reportaje Borges: la posesión póstuma (Foca, Madrid, 2000). Pero tal sórdido embrollo de culebrón telenovelero María Esther Vázquez lo había bosquejado de otro modo en su biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996), quien según James Woodall fue quien organizó a los abogados que intentaron modificar el testamento a favor de Fani, pero sólo la llevaron a la pérdida, incluidos los dos mil dólares. Para María Esther Vázquez, Borges sí apreciaba a Fani y se entendía y sobreentendía con ella con palabras y hábitos vueltos costumbres domésticas y cotidianas, quien, dice, “todavía conserva como si fuera una reliquia”, un zapatito de cuero gamuzado y felpilla que el bebé Georgie usó en 1902 y que durante 66 años su madre, doña Leonor Acevedo de Borges, guardó y luego regaló a Fani poco antes de morir, a los 99 años, el 8 de julio de 1975; la cual, si hubiera querido, pudo haberlo rematado a través de la Casa Sotheby’s de Nueva York o de Londres, si se piensa en los casos de personas que, cita James Woodall, han especulado (y especulan) con manuscritos y objetos de Borges. 

   
El bebé Georgie en 1902
Foto en Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996)
         Pero ante el pleito contra Fani y frente al juicio que la viuda María Kodama les ganó a los sobrinos de Borges: Luis y Miguel, hijos de su hermana Norah y del escritor español Guillermo de Torre (cómplices, además, apunta Woodall, en un lejano y nauseabundo robo: “En 1979, Luis, con la connivencia de Miguel, extrajo fondos de la cuenta bancaria de Borges para financiar la compra de una propiedad”), el biógrafo refrenda y proclama a los cuatro pestíferos vientos de la globalizada y recalentada aldea su índole de heredera universal, para que así nadie dé paso sin guarache y sin mirar quién es quién en los tejemanejes y negocios de la aldea global: “María Kodama es la única heredera de Borges y controla sus derechos de autor en todas las lenguas y en todos los lugares del mundo en que se publique a Borges, se lo lea, se lo adapte al cinematógrafo y se lo cite en la prensa, durante toda su vida” [...] “desde el punto de vista financiero, legal y textual, ella es la única propietaria.”
     
Borges y María Kodama
       Remontándose a 1993 cuando empezó a trabajar en su biografía, James Woodall dice que en el “actual mundo angloparlante” “personas de las que cabía esperar que conocieran algo sobre Borges” solían hacerle dos preguntas: “¿cuándo irá a visitarlo? y, segundo, Borges escribió Cien años de soledad, ¿no es así?” Entre los hispanoparlantes quizá sólo las analfabetas funcionales y los teleadictos (de los monopolios mexicanos) le harían tales preguntas. Pero lo que transluce e implica la anécdota de James Woodall es el hecho de que su biografía está pensada a imagen y semejanza de un manual (tipo Reader’s Digest) para ser digerido, sobre todo, por un lector medio de habla inglesa que quiere acceder a ciertas minucias y menudencias de la vida y obra de Jorge Luis Borges. 
    Y es en tal meollo e intríngulis donde se localiza una de las principales desavenencias con las que tropieza un lector de la presente traducción. James Woodall leyó en inglés cuentos y poemas que Borges escribió en español, y libros sobre éste en inglés originalmente escritos en castellano, como es el caso de Borges a contraluz (Espasa Calpe, Madrid, 1989), memorias de Estela Canto (1916-1994); pero a la hora de armar la versión del libro en español no se transcribieron, en muchas citas, los fragmentos de poemas y cuentos tal y como Borges los escribió en el idioma de Cervantes, sino que fueron traducidos del inglés al castellano, lo cual implica notorias diferencias —incluso de sentido— entre las presentes versiones y lo originalmente escrito y publicado por Borges, Estela Canto y otros autores. 
   
Borges y Estela Canto paseando por la Costanera (1945)
Foto en Borges a Contraluz (Espasa Calpe, 1989)
       Todo indica que James Woodall es un ferviente lector y devoto de la obra de Borges, más que nada de la narrativa, en la que sitúa en el pináculo los cuentos de Ficciones (1944) y de El Aleph (1949), muy por encima de sus ensayos y poemas. También es un investigador que suele acreditar sus fuentes; pero no deja de ser parcial y discriminatorio, de modo que aderezó sus páginas con rumores y chismes no del todo cotejados o sin pruebas fehacientes. Así, sino lastima a María Kodama ni relata que ésta le extirpó la dedicatoria al “Poema de los dones” (cosa que por obvias razones sí hizo María Esther Vázquez), en otros casos, como no queriendo la cosa, sí desliza fétidos y venenosos chismes de lavadero de vecindario. 
   
Fragmento del  “Poema de los dones dedicado a María Esther Vázquez
Página del tomo Obras completas (Emecé, 14ª ed., Buenos Aires, 1984)
      Por ejemplo, en la página 141 al aludir el legendario donjuanismo de Adolfo Bioy Casares, dice de Silvina Ocampo (su esposa desde el 15 de enero de 1940 hasta la muerte de ella el 14 de diciembre de 1993): “Silvina, que era mayor que Bioy, parecía expresar un interés sexual más intenso por las mujeres; hasta se ha sugerido que mantenía una relación con la madre de Bioy, Marta”. 
 
Silvina Ocampo y Marta Casares (Mar del Plata, 1953)
Foto en Las reglas del secreto (FCE, 1991),
antología de Silvina Ocampo editada y anota por Matilde Sánchez
     
Marta Casares y Silvina Ocampo (Mar del Plata, 1953)
Foto en Las reglas del secreto (FCE, 1991)
        Otros chismes son inocuos y hasta simpaticones, como el hecho de que Esther Zemborain de Torres Duggan, quien fue secretaria y colaboradora de Borges en Introducción a la literatura norteamericana (Columba, Buenos Aires, 1967), estuviera “casada con un vasco borrachín algo violento”; o que Victoria Ocampo, la célebre dueña y directora de la revista Sur, apodara la flor azteca a Alfonso Reyes; o que Carlos Fuentes dijera de éste que “era de baja estatura, como una albóndiga”.
     
Alfonso Reyes con cántaro
(Victoria Ocampo lo apodaba La flor azteca)

Foto en Alfonso Reyes. Iconografía (FCE/CN, 1989)
     
Alfonso Reyes y el actor Jock Mahoney 
(Tepoztlán, 1957)
Alfonso Reyes 
era de baja estatura, como una albóndiga”, Carlos Fuentes dixit
Foto en Alfonso Reyes. Iconografía (FCE/CN, 1989)
        Quizá lo que más o menos justifique el total del intrincado menjurje de chismes, genealogía, datos, reseñas, ataques, anécdotas librescas y de viajes, amores y desamores, padecimientos y exultación, controversia y ceguera ante ciertos acontecimientos políticos y sociales, etcétera, es el hecho de que la íntima cotidianidad de una persona (donde se engendran las obras) es más o menos así: un inextricable tejido (a veces insondable) que implica y denota la contradictoria índole de la condición humana, siempre vulnerable y proclive a un sinnúmero de errores, miserias, defectos y desdichas. Por ello y por más, Borges solía decir: “Un libro no es menos íntimo que las manos y los ojos”.
En el incesante universo de los libros, la biografía de James Woodall es una más de las muchas biografías que se han escrito, se escriben y se escribirán sobre Jorge Luis Borges, autor de “uno de los más grandes legados literarios del siglo XX”. 
Para James Woodall, Jorge Luis Borges. A literary biography (Dutton, 1978), de Emir Rodríguez Monegal, es un libro “plagado de errores”; y según él se propuso corregir los “por lo menos sesenta errores” que ciertos “laboriosos borgeanos de Buenos Aires han contado”. Pero en el remoto caso de que los haya corregido es fácil advertir que él incurrió en un abrumador número de yerros y metidas de pata. Objeta, además, que Monegal “no mantuvo una relación íntima con Borges” y que “asume un punto de vista obsesivamente psicoanalítico al abordar al hombre”. 
 
Emir Rodríguez Monegal y Jorge Luis Borges
       Pero además de que James Woodall tampoco fue íntimo de Borges (Monegal lo aventaja sobremanera por el hecho de que sí lo conoció, habló e intimó con él), en el capítulo 6 de su biografía aventura un pseudopsicoanálisis de los supuestos “efectos psicosexuales” que pudo originar el error del padre al llevar al jovencito Georgie (tímido e inseguro) a un burdel para que con una furcia tuviera su primera experiencia sexual. Con su bagaje freudiano y lacaniano, dice Woodall, Monegal “al abordar al Borges niño y al Borges joven, produce una imagen parcial de él, no un verdadero retrato”; pero él también produce imágenes parciales, matizadas y manidas, y no verdaderos retratos. Dice que “la prosa de Rodríguez Monegal carece de todo rasgo humorístico, un pecado capital cuando se trata con un hombre tan ingenioso como era Borges”; pero la prosa de James Woodall, fuera de los jocosos chismes y algunos chistoretes, carece de humor e ingenio (pese al acopio de información y a ciertos análisis). 
El adolescente Georgie con sus padres y su hermana Norah (1915)
Foto en El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados (FCE, 2000).
de Nicolás Helft y Alan Pauls
       Pero además de que James Woodall no leyó el Borges. Una biografía literaria, que es la versión de la biografía de Emir Rodríguez Monegal que Homero Alsina Thevenet tradujo del inglés al español y que el FCE editó en México, en marzo de 1987, misma que contiene una serie de modificaciones que el autor hizo ex profeso antes de morir de cáncer el 14 de noviembre de 1985 y que no se hallan en la versión inglesa, su deuda con el libro de Monegal es enorme: una y otra vez lo cita y lo sigue a pie juntillas. Basta cotejar, para advertirlo, la cronología de ésta o la del Ficcionario (FCE, México, 1985) —son casi las mismas— con lo que Woodall argumenta en sus capítulos. 

   
(Contraporada)
Foto: Eduardo Comesaña
      Sin embargo, su deuda es mayor con An autobiographical essay de Jorge Luis Borges, que Norman Thomas di Giovanni (traductor al inglés y secretario de Borges entre 1968 y 1972) armó, en calidad de amanuense y entrevistador, para The Aleph and other stories 1933-1969 (Jonathan Cape, London, 1971) —previamente publicado en la revista The New Yorker el 19 de septiembre de 1970 con el título Autobiographical notes y luego en la edición neoyorquina de tal antología narrativa editada en octubre de ese año por Dutton—, cuya traducción al español Borges nunca quiso realizar ni consentir, pese a que sus biógrafos solían citarlo y traducir pasajes; no obstante, según registra Marcos-Ricardo Barnatán en la cronología de su libro Borges. Biografía total (Temas de Hoy, 2ª ed., Madrid, 1998), en octubre de 1971, “en La Gaceta de México” (se infiere que la editada por el FCE) se publicó una versión traducida por José Emilio Pacheco; y el 17 de septiembre de 1974, en Buenos Aires, en el periódico La Opinión, se publicó “una traducción anónima del texto” titulada “Las memorias de Borges”. Pero en 1999, con motivo del centenario del nacimiento del escritor, María Kodama, la viuda y heredera universal de sus derechos de autor, autorizó que fuera coeditado en Barcelona, por Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores y Emecé, con prólogo y traducción al español de Aníbal González, más un epílogo de ella y una rica iconografía en sepia y en blanco y negro.

James Woodall, La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro. Iconografía en blanco y negro. Traducción del inglés al español de Alberto L. Bixio. Editorial Gedisa. Barcelona, 1998. 384 pp. 

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jueves, 5 de mayo de 2016

La traición de Borges



 Al mundo le falta un tornillo


En 2005 el chileno Marcelo Simonetti (Valparaíso, 1966) ganó en España el VI Premio Casa de América de Narrativa con su novela La traición de Borges, impresa en “agosto de 2005”, en Madrid, con el número 104 de la Colección Nueva Biblioteca de Ediciones Lengua de trapo.
     
Borges estrechando la mano a monseñor
        Pese a lo aparentemente amarillista e iconoclasta del título, la trama de La traición de Borges implica un homenaje y un tributo al escritor que “fue capaz de meter el universo en una cajita de cerillos” (para decirlo con palabras de Eugenio Montale), pero una pleitesía lúdica, irreverente, paródica y bufa, con suficientes fantaseos y libertades, más una buena dosis de desfachatez.

VI Premio Casa de América de Narrativa
(Lengua de trapo, Madrid, 2005)
       En Santiago de Chile, Antonio Libur, un oscuro narrador y plagiario, lee en una revista una nota sobre el encarcelamiento de un Borges apócrifo: “un chileno fue detenido frente a la Casa Rosada, en pleno corazón de Buenos Aires, haciéndose pasar por el célebre escritor argentino fallecido hace una semana”. Esto y otros datos son suficientes para que Antonio Libur intuya y deduzca que con el falso Borges se encuentra Emilia Forch, una veinteañera a quien no ve desde hace casi un año y a quien añora en frecuentes remembranzas y desahogos onanistas, cuyas minucias quizá resulten eróticas para ciertos lectores, pero para otros tal vez no.


Marcelo Simonetti
       Antonio Libur, con escasos recursos monetarios, emprende el viaje a Buenos Aires con el propósito de recuperar a Emilia Forch. En este sentido, los 79 capítulos de la novela de Marcelo Simonetti se desglosan en dos direcciones alternas y paralelas. Por un lado se trazan los pormenores del trayecto y del rastreo que en la capital argentina realiza Antonio Libur, entreverado por sus íntimas digresiones evocativas e imaginativas y por sus personales vivencias, entre las que destaca su reencuentro con Adriana Honcker, una hermosa bióloga recién conocida en el autobús que los trasladó de Santiago a Buenos Aires, en cuya casa subrepticiamente él se topa con los manuscritos de una novela inédita (al parecer escrita por el padre de ella, ya fallecido), los cuales roba y aspira a publicar como obra suya, cosa que ya hizo, sin pena ni gloria, con dos novelas de su tío Custodio de los Ángeles Libur (también muerto).

Por otro lado se bosqueja la azarosa acuñación y construcción del personaje pergeñada por el paupérrimo, mediocre y bufonesco actor chileno Julio Armando Borges y cómo éste, seducido e inducido por la locura de Emilia Forch, acomete la megalómana y delirante tarea de anunciarle a toda la aldea global que Jorge Luis Borges no murió en Ginebra el sábado 14 de junio de 1986, ni está enterrado allá en el Cementerio de Plainpalais, sino que con 86 años a cuestas está vivito y coleando en Buenos Aires, dispuesto a publicitarse con locuaces actos públicos (e ineludiblemente chuscos, inverosímiles y grotescos) que dizque demuestren y den fe de que él es el único y auténtico Borges. 
Es el caso de la conferencia que brinda ante estudiantes universitarios que frenéticamente berrean y corean: “¡Borges está vivo, Borges inmortal; ningún hijo de puta lo podrá enterrar!”; o la reunión que se efectúa en el departamento de Adolfo Bioy Casares, la cual termina con Borges apoteósicamente paseado en hombros por las calles circunvecinas, manifestación deglutida por las avalanchas de alharaquientos hinchas que súbitamente se arrojan a las vertientes de la urbe porteña a celebrar sin freno el triunfo y la deificación de Maradona y de la selección argentina tras la final ganada en el Estadio Azteca de la Ciudad de México, cuya polimorfa masa de “reptil de lupanar” evoca la descripción del fútbol hecha en Los dos Borges (Hermes, 1996) por el chileno Volodia Teitelboim al referir su brote durante la primera estancia de Borges en Europa (entre 1914 y 1921): “un monstruo de cien mil cabezas creció bullicioso y copó buena parte del horizonte argentino”.
Borges y Maradona
        Si bien son cuatro los personajes principales de la novela: el falso Borges, Antonio Libur, Emilia Forch y Adriana Honcker, contrasta el hecho de que Marcelo Simonetti sólo en lo que concierne a los dos varones entrevera intromisiones que dan luz sobre su vida intrínseca y mental (historial clínico, fobias, fantasías, debilidades, reflexiones).

Pero lo que cobra mayor énfasis es el hecho de que la historia de un actor que en Buenos Aires intenta suplantar a Borges (recién fallecido en Ginebra) sólo es posible en los ámbitos teatrales y literarios, pues además de que en la vida real lo tildarían de loco y quizá iría directamente al manicomio, en La traición de Borges sobran los mil y un detalles inverosímiles (hilarantes o grotescos) que indican que tal Borges no es Borges, amén de que es improbable que personas que conocieron al Georgie de carne y hueso y tras bambalinas se traguen la píldora de que el impostor es nada menos y nada más que el auténtico Borges; tal es el relevante caso de Adolfito: Adolfo Bioy Casares, quien no podría ser tan locuaz y tan tonto como para apadrinar al falso Borges y creer a pie juntillas en el embuste de éste y sólo discernir el engaño tras la lectura del libelo desenmascarador que Antonio Libur publica en La Nación); o el caso de Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la llevada y traída criada de los Borges (a quien en la novela de Marcelo Simonetti tampoco le va nada bien), la cual, en El señor Borges (Edhasa, 2004), con Alejandro Vaccaro de amanuense, cuenta lo que quiso contar y maquillar sobre su estancia, por más de 30 años, en el célebre departamento B del quinto piso de la calle Maipú 994 donde Borges vivió con su madre, Leonor Rita Acevedo de Borges, quien murió allí el 8 de julio de 1975 a sus 99 años, y donde él guardaba sus objetos y libros más queridos, como fueron los inveterados tomos de su Encyclopedia Britannica de 1911.
Borges frente a una biblioteca en el comedor de su casa de Maipú 994.
Su figura oculta los tomos de la Enciclopedia Británica, cuya edición
de 1911 era muy querida por el escritor. Enero de 1979. Fotografía tomada
por Marciano Saucedo
”.


En Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, 2001),
libro de entrevistas de María Esther Vázquez.
        Ahora que si bien el falso Borges en su caracterización solía trastocar los poemas y cuentos del verdadero Borges y ciertos episodios de su biografía, esto da pie para que Marcelo Simonetti, si metió la pata, tales minucias no trasciendan o se justifiquen, pues se trata de una novela y no de un riguroso y sabiondo ensayo sobre la vida y obra del autor de “El Aleph”. Sin embargo hay varios yerros que descuellan por su inexactitud; por ejemplo, el craso error que quizá sea un lapsus pendeji del falso Borges o del propio novelista, pues todo borgeseano de hueso colorado no ignora que Victoria Ocampo, la controvertida mecenas y directora de la revista Sur, murió (aquejada de un cáncer de garganta) en su casa de San Isidro “la noche del 27 al 28 de enero de 1979”, y que la esposa de Adolfo Bioy Casares no fue Victoria sino la hermana de ésta: la escritora Silvina Ocampo, con la cual se casó el 15 de enero de 1940 y entre cuyos testigos estuvo Borges, con quien además el 24 de diciembre de ese año publicaron, con el número uno de la Colección Laberinto de la Editorial Sudamericana, la celebérrima Antología de la literatura fantástica. Pues bien, durante el episodio de la fiesta en el departamento de Bioy (el día que lo pasean en hombros y la Argentina gana el mundial de fut), dice del falso Borges la omnisciente y ubicua voz narrativa: “Otra vez habría de apostar a la intuición, a sus recuerdos, a su autónoma memoria. E iba a abrazar a Silvina Ocampo, a quien le suponía una belleza aristocrática y una elogiable salud, y lo mismo esperaba hacer con Victoria, la mujer de Bioy...”   

Día de la boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Las Flores, enero 15 de 1940
Detrás, los testigos:
Jorge Luis Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo
         Otro yerro se halla en el “Epílogo”. Este dizque lo escribió un tal Marcelo, que obviamente es Marcelo Simonetti en calidad de personaje de su novela. Allí, en la página 215, dice al inicio que el “23 de marzo de 2003” estuvo con su mujer en Puerto Deseado, un pequeño pueblo argentino no muy distante de La Patagonia, donde se hospedaron en una pensión de sonoro y elocuente nombre: La memoria de Shakespeare, cuya patrona, de unos 38 años, resulta ser Emilia Forch, ya viuda (del falso Borges), cuyos cuartos no tienen números, sino nombres de los cuentos del auténtico Borges; y en la carta del comedor se ofrecen cosas como “el desayuno Serrano 2134”, “la dirección de la casa en la que Borges vivió sus primeros años”, anota Marcelo, lo cual, por ejemplo, no coincide con lo que apunta Ricardo-Marcos Barnatán en la cronología que se lee en Borges. Biografía total (Temas de hoy, 1995): “calle Serrano 2135/47”; ni tampoco con lo que se lee en la cronología de Un ensayo autobiográfico (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores/Emecé, 1999), de Borges, “edición del centenario”, “ilustrado con imágenes de su vida”, con “prólogo y traducción de Aníbal González” y “epílogo de María Kodama”, pues en ésta se dice que el número era “2135”, en Palermo, “una casa de dos plantas, con jardín, patio y molino”. 

Pero además la doble numeración que apunta Barnatán está en consonancia con un breve pasaje que se lee en Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996), la biografía de María Esther Vázquez que “en septiembre de 1995” obtuvo “el VIII Premio Comillas de biografía, autobiografía y memorias”: “Al lado de Serrano 2135, en el número 47 había un terreno baldío; los Borges lo compraron, agrandaron el jardín, y la casa, de dos plantas, quedó en el centro”. Asimismo, esto no riñe del todo con un fragmento de Alejandro Vaccaro que se lee en Una biografía en imágenes. Borges (Ediciones B, 2005): “En 1901 [el año en que nació Norah, la hermana de Georgie] la familia Borges se mudó a la casa de Fanny Haslam [la paterna abuela británica del escritor] ubicada en Serrano 2135, al tiempo que se iniciaba la construcción de una casa de estilo art noveau en el terreno lindero”. Y en un pequeño recuadro se observa una reproducción fotográfica de la solicitud manuscrita que el adolescente “Jorge Borges” hizo en febrero de 1913 para ingresar al Colegio Nacional No. 6 Manuel Belgrano en donde dice vivir en “Serrano 2147”.
Los hermanos Norah y Georgie en el Jardín Zoológico
Buenos Aires, junio de 1908

Foto en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999)
        Se puede deducir, entonces, que en tal ámbito es donde estuvo la legendaria biblioteca del padre de Georgie, “de ilimitados libros ingleses”, donde aprendió a leer y a escribir y donde la abuela paterna Fanny Haslam o la británica institutriz Miss Tink, a él y a su hermana Norah les leían o les contaban historias en inglés, y de la que Borges llegaría decir que nunca salió de ella, pese a que dejó de verla a partir del primer viaje a Europa que la familia de Georgie inició “el 3 de febrero de 1914”. La estancia de los Borges en el viejo continente se prolongó hasta el 4 de marzo de 1921, día que zarparon de Barcelona rumbo a Buenos Aires; y según Vaccaro, la casa de Serrano 2147 (de la que también ofrece un minúsculo detalle fotográfico) la tenían rentada y sólo regresaron a ella hasta fines de 1922.

Y bueno, la equivocación radica en que Marcelo, en la página 217, dice: “en el verano de 2002 volví a Puerto Deseado esperando hallar a Emilia Forch, pero tal como ella lo había anunciado, no quedaba rastro suyo ni de La memoria de Shakespeare”, pues el obvio seguimiento temporal implica que no debió leerse “2002”, sino una fecha posterior a “2003”, lo cual se confirma en la siguiente página cuando el narrador sostiene: “han pasado más de dos años desde que me hospedé en La memoria de Shakespeare”.   


Marcelo Simonetti, La traición de Borges. Colección Nueva Biblioteca núm. 104, Ediciones Lengua de trapo. Madrid, 2005. 224 pp.